1) CÓMO
SALVAR A STEVENSON
Por
José Joaquín Blanco
Al
salir de la Primera
Guerra Mundial, Inglaterra cambia de gustos literarios. G. K.
Chesterton asiste a la aparición de un nuevo gusto, que desaprueba, y a la
demolición del anterior, victoriano, que lo escandaliza. Uno de sus mayores escándalos fue el reciente
desprestigio de su gran héroe literario, Robert Louis Stevenson, a quien ahora
se consideraba un repetidor de Poe y un autor infantil.
Chesterton escribe entonces una de sus
monografías literarias más agudas y combativas: Stevenson (1927) —Obras
completas, t. III, Ed. Plaza y Janés—, un libro que abunda en esa mezcla de
paradojas y sentido común característica de sus cuentos del Padre Brown. Pero
tiene una cuerda secreta. Chesterton está viendo cómo le cortan las barbas a
Stevenson y se niega a echar a remojar las propias: también él es discípulo de
Poe y también a él lo leen con gusto los muchachos.
Siente que el mito pintoresco de
Stevenson como aventurero de los mares del sur, que huye a Samoa, donde se le
conoció como Tusitala o “contador de
historias”, vulgariza su obra en el nuevo siglo y para lectores adultos. No era
un exotista, nos dice, sino un enfermo que hacía peregrinaciones a todo el
mundo por razones de salud. (“Ahora bien, de todas las cosas humanas, la
búsqueda de la salud es la menos sana”). Concuerda con Wilde en que más le
hubiera valido quedarse siempre en Inglaterra: “hubiera podido producir novelas
más ricas y sangrientas si hubiese vivido siempre en Gower Street”. Su biografía
pintoresca no debe ser mitificada: “su verdadera vida privada se ha de buscar
no en Samoa, sino en La isla del tesoro”.
Ciertamente, en los cuentos y novelas
de Stevenson hay magia infantil, de un hombre que no deja de añorar su teatro
de juguete, con muñecos de papel, y sus libros para iluminar. Pero la infancia
y sus juegos son lo menos pueril que hay, dice Chesterton, y representan un
mundo sólido, claro, colorido, vitalista, frente a las nieblas de la anarquista
bohemia juvenil de París, en el Barrio Latino, que dejó en la juventud de
Stevenson una atmósfera de confusión y vida putrefacta.
De ahí su diferencia con Poe, donde
todo es oscuro, todo se está deshaciendo “como los rostros de los leprosos”;
donde todo está lleno de hongos y moho y predomina “una sensación de asfixia
entre cortinajes”. Qué diferencia con Stevenson, el claro, el de los personajes
definidos y las situaciones nítidas: incluso como narrador policiaco, que sería
el aspecto que más lo uniría a Poe, “Stevenson nunca cometió un homicidio sin
hacer de él una cosa clara”.
Los sicólogos reducían el célebre Dr. Jekyll y Mr. Hyde a un mero caso
clínico de la escisión de la personalidad, del doble o Doppelgänger. Y los obsoletos decadentistas idealizaban ese relato,
como si fuera una “flor del mal” más. ¡Pero si trataba de lo contrario!,
exclama Chesterton: El tema no era que un hombre pudiera ser dos, uno bueno y
otro malo, sino que no podía ser dos
a pesar de sus esfuerzos y de la ayuda del diablo, que seguía siendo uno, y
moría como uno.
En lugar de relacionarlo con el
sicoanálisis y con la droga, Chesterton lo considera una historia típica de
Edimburgo, entre puritanos agobiados por “un sistema que no veía la diferencia
entre lo peor y lo moderadamente malo”, y llevaba cualquier tropezón a las
consecuencias éticas más truculentas posibles. “La atmósfera y el marco de este
cuento son la rígida hipocresía de una rígida secta o de un pueblo
provinciano”.
Precisamente para escapar de estas
atmósferas “subterráneas, degradadas y asfixiantes”, Stevenson construyó su
movilizadora narrativa de aventuras y acciones, sus Islas del Tesoro. De paso,
escapó de la angustia apocalíptica del fin de siglo. Fue “un decadente que se
negó a decaer”, y para escapar del fatalismo de su generación sustituyó el
culto a la Muerte
con una divertida bandera pirata. Reinventó la diversión, la esperanza, la
curiosidad. Escapó de esos tiempos pesimistas “en los que H. G. Wells era más
viejo de lo que es ahora”, porque estaba entonces más desencantado.
Se podría leer de dos maneras, por
ejemplo, Las nuevas mil y una noches:
como una visión inocente, frívola, un tanto pueril, de las pulsiones del
suicidio, los vicios y los delitos, que desagradaba a quienes querrían tomarlas
en serio y rendirles culto; o como una superación de tan deprimentes
situaciones mediante el recurso de convertirlas en un cuento de aventuras, en
una obra de teatro de juguete, con suicidios, vicios y delitos de cartón, y
sangre de laca, que fuesen tan divertidos como los porrazos de Punch y Judy (los
célebres personajes de los titiriteros de feria en Inglaterra). Lo mismo ocurre
con El ladrón de cadáveres: el miedo
a la muerte, a la tumba, a la putrefacción se supera mediante hilarantes
enredos de innumerables cadáveres de cartón. Stevenson no seguía a Poe: nos
libraba de él.
Sin embargo, a veces Stevenson
reaccionó demasiado contra el intelectualismo pesimista de su tiempo, y su
aventuras dejaron de ser verdaderas comedias de auténticos títeres para
convertirse, a la manera de Nietzsche, en un culto a la acción y a la fuerza
que se expresaba en una veneración de los valentones, según Chesterton, quien
le reprocha “la admiración por la brutalidad” y “una especie de culto brutal
del miedo”. El pacifista Borges también se encontró un día con que casi todos
sus cuentos eruditos trataban de puros facinerosos. ¿Los sedentarios, los
débiles, los enfermos escriben odas nietzscheanas a los valentones?
Bueno: también es un defecto en el que
recaen casi todas las obras de “acción”: lo mismo novelas de caballería,
comedias de capa y espada de Lope, shakespeareanas tragedias de reyes,
edificantes héroes de Corneille; sucesos de piratas, de vaqueros, de policías y
detectives, de guerras, de pleitos de pandillas, de chulos y chichifos, y hasta
de ángeles. (En la mitología católica, los arcángeles que vencen al demonio
también son unos valentones.) Si los poemas de amor difícilmente escapan de la
palabra “tú”, los narradores de acciones y aventuras están a menudo presos en
el culto a la fuerza física o a “la voluntad de poder”.
Este culto, por lo además, no es propio
sólo de la literatura para jóvenes o nostálgica de la cultura juvenil, sino
sobre todo de la vida misma en la adolescencia, como lo muestran muchos
novelistas que han escrito sobre las terribles aventuras de los chicos en su
propia escuela (Musil). Curiosamente, la generación de Chesterton y de Kipling
(Stalky & Co.) no se enteró de lo
brutales que podían ser los niños —no todo es teatro de cartón y libros para
colorear en la Edad Dorada —,
pero la de Auden y Christopher Isherwood registró como pesadilla su paso por
los internados ingleses.
La otra objeción que le pone
Chesterton, y que el propio Stevenson advirtió autocríticamente, también es
propia de la narrativa de aventuras y entretenimiento, y anda bien generalizada
entre todos sus autores, lo mismo cantores de gesta que inventores de intrigas
de espionaje: la simplificación, esquematización o estilización de la trama y
del escenario, los personajes demasiado bien definidos, planos: “lo trataba todo
con una economía de detalles y una eliminación de superfluidades, que acababa
por darle un no sé qué de rígido y poco natural”.
Esta simplificación chocaba tanto más
cuanto que se dio en un contexto totalmente contrario en la narrativa inglesa,
las prolijas novelas-río de Dickens, Trollope y Thackeray, que abundan en
asuntos, personajes y panoramas no esenciales, y en reiteraciones. Y se vio
enfatizada por una prosa depurada, casi flaubertiana, que evitaba la verbosidad
y buscaba “la palabra justa”. En Francia, al lado de Maupassant, no habría
resultado una manera tan excéntrica de narrar, pero en Inglaterra irritaba.
Sin embargo, como lo reconoce el propio
Chesterton, esta simplificación o esta claridad artificiosa era necesidad de
sus propios objetivos. Si Stevenson reivindicaba el cuento y la novela no como
representaciones prolijas de la realidad, sino como juego, como tablado de
títeres, era de esperarse que algo se trasluciera de las escenografías de
cartón, del alambre de las marionetas y de la cuadrícula del tablero de
ajedrez. ¿Eso de veras incomoda? ¿Incomoda al ajedrecista ver el tablero?
¿Molesta al gustador de los títeres el teatrito de tablas, tela y cartón?
Stevenson quiso ser un contador de
cuentos que parecieran decididamente eso, cuentos. ¿Por qué reprocharle que lo
haya conseguido? Muchos cuentistas del siglo XX, de Kafka a Borges y Cortázar,
gozan o adolecen también de “una economía de detalles y una eliminación de
superfluidades, que acababa por darle(s) un no sé qué de rígido y poco
natural”.
Finalmente, Chesterton se irritaba
contra la moda sicologizante, impuesta por el auge freudiano, que permitía a
los novelistas escribir interminables tomos de introspecciones difusas, pero
les prohibía contar una acción o una peripecia con habilidad y sabor. Los
críticos y los lectores-al-día de la primera posguerra declararon que Stevenson
sólo hacía pantomimas, como si los hechos exteriores al discursivo cráneo de
los personajes fueran siempre baladíes o pueriles.
Chesterton ataca: “Los actos no son
sólo los pensamientos más rápidos; son hasta demasiado rápidos para ser
llamados pensamientos. Vienen de algo
más fundamental que el pensamiento común y consciente. Es precisamente nuestro
subconsciente el que aparece en actos más que en palabras o hasta en
pensamientos. Es nuestro subconsciente el que se muerde las uñas, o se retuerce
el bigote, o da pataditas, o rechina los dientes.”
Y a través de esos actos, de esos
personajes planos en escenas simplificadas, con un lenguaje exacto, Stevenson
ofrece un mundo verdadero y profundo. ¡No le pidan discursos! Pídanle pura
acción dramática. Le reprochan a Stevenson que sus personajes salten todo el
tiempo, en lugar de sentarse a pensar un monólogo sicológico de veinte páginas,
a la manera de las damas de Henry James. Bueno: “Ninguna dama de Henry James ha
brincado jamás”. Tal vez si brincaran alguna vez, tendrían menos confusos sus
larguísimos pensamientos.
Finalmente, Stevenson se dirigía a un
lector no universitario que amaba los cuentos bien contados, con mucha acción:
“Cometió en sus libros, por medio de sus personajes, muchísimos crímenes; y
entregó hornadas de cadáveres a sus editores, en el estilo requerido de todos
los autores de ‘novela de sensación’ (sensational
novel)”. Pero se atrevió, en ese género popular, a ser un verdadero
artista: “Sus muertes siempre tuvieron el matiz y la fina distinción del
asesinato” justificado y fabricado narrativamente.
No se escondía en freudismos: “Al
menos, no cometió asesinatos sin saberlo, a la manera de nuestros criminales y
locos de la literatura moderna... que parecen seducir y traicionar y hasta
apuñalar en un prolongado acceso de inconsciencia”. ¿Por qué se le pide a
Stevenson que sea Dostoyevski? ¿No sería también absurdo pedirle a éste que fuera
aquél y llevara a sus Karamazov por los siete mares, para ajetrearlos en
bonitos naufragios y distraerlos de sus marañas interiores mediante un
espectacular combate con simpáticos piratas?
Stevenson pasó con éxito su purgatorio.
Nunca ha sido desplazado como novelista popular. Además, fue por décadas una de
las grandes inspiraciones de Hollywood. Y por esos mismos años en que se le
negaba en cuanto escritor culto, el propio Chesterton, Reyes, Borges lo asumían
como maestro. Nunca ha dejado de ser maestro de narradores.
Y si gracias Dostoyevski, a James o a
Zola —bajo cuyas banderas se le combatía en los años veinte—, la narrativa del
siglo XIX salió de sus atolladeros y se transformó, fue también gracias a unos
cuantos narradores como Stevenson que siguió siendo cuento, novela, y no discursos. Stevenson preservó y refrescó el
antiguo oficio del emocionante y sabroso contador de cuentos, al que estaban
arruinando demasiados innovadores.
2) STEVENSON:
LOS VIENTOS FUERTES
No
tuvo la poesía de Robert Louis Stevenson (1850-1894) el mismo éxito mundial que
su prosa --en parte, desde luego, porque las canciones medidas y rimadas se
prestan menos a la traducción. Pero el
lector encontrará que los versos de Stevenson no desmerecen frente a sus
cuentos, ni desengañan al lector entusiasmado por el inventor de historias en
honor de la niñez y la juventud, los viajes, la aventura, las leyendas de
Escocia y de los Mares del Sur; la nostalgia de la inocencia y de la
rusticidad, con cierta veneración por lo misterioso y lo terrible, y la
celebración de la naturaleza y de lo desconocido.
Se conocen unos 350 poemas de Stevenson (recogidos en Moral Emblems, 1880; a Child's Garden of Verses, 1885; Underwoods,
1887; Ballads, 1890; y los póstumos Songs of Travel and Other Verses, 1895, y New Poems and Variant Readings, 1918). No son
abundantes las ediciones de la poesía de Stevenson en castellano; hay una,
bilingüe, en la colección Poesía Hiperión (Madrid, Ediciones Peralta, versión
de J. Marías): De vuelta del mar.
La poesía de
Stevenson pertenece a una época en que se buscó --y se logró en muchos casos--
hacer del poema un género popular, cantable, recitable, memorizable; los poetas
romáticos y sus diversas secuelas, quisieron escapar de la corte, el
arzobispado y la academia, y conquistar salones, periódicos y hogares. No
siempre lo consiguieron, porque ya traían una visión poco burguesa y hasta
maldita de la vida, que los volvía indeseables (Poe, Verlaine). Pero hubo quienes sí lo lograron, como Rubén
Darío en castellano, o Whitman y Stevenson en inglés. Después de ellos, casi con ellos --Mallarmé--
empezó el auge contrario: la poesía críptica, erudita, ilegible para los legos:
la chanson des clercs.
Los poemas de
Stevenson insisten en la frescura y la inocencia anteriores, hechas posibles
gracias al reconocimiento y el cultivo de las letras, la enfermedad, los
misterios de la conciencia. Los cuentos
y novelas de Stevenson son de una inocencia que sabe, de una salud que es
hermana --a lo san Francisco de Asís-- de la enfermedad y de la transparencia
que conoce las frecuentaciones de lo turbio y lo dudoso.
Buena parte de estas
canciones parten de una convención que el lector conoce y desea: fingen un
estado de ánimo juvenil, exaltado, no corrompido por la cultura ni por la vida
práctica, una pureza de sueño adolescente a lo largo de las décadas. Se desprecia lo "material", lo
hecho por el hombre, y se exaltan a dimensiones vitalistas casi metafísicas los
cielos inmensos y estrellados, la reposada tumba, la vida como aventura sin más
botín que ella misma: "Que pongáis sobre mi tumba este verso:/ Aquí yace, donde quiso yacer;/ de vuelta del mar
está el marinero,/ de vuelta del monte está el cazador".
Es una poesía
saturada de paisajes lluviosos en pleno fasto, de páramos desnudos y cabañas
desoladas donde mejor iluminen los crepúsculos; mares con galeras que crujen
bajo la tormenta y unas misteriosas y sencillas letras de Dios, las letras de
su creación, escritas en el hielo del invierno como en una página. El corazón del marino se vuelve una víscera
rocallosa, una metáfora de los acantilados, llena de soledades y ecos y
brillantes sueños de alta mar, que continúan en él hasta la vejez, cuando
dormite en casa con su esposa que ya es abuela.
Este tipo de poesía,
la poesía de bardo, tan vieja como la literatura misma --la Ilíada-- resiste muy bien el paso del
tiempo. Ciertamente llegan a cansar,
devenidos mera retórica en sus épocas de éxito, sus temas inocentones y
físicos, sus énfasis naturalistas y espirituales, su confianza en la simpleza y
bondad del mundo, sus propios sones cancioneros, sus mentirillas del mundo de
el-mar-y-la-caza como unas mil y una noches de un boyscout. Son convenciones:
pero toda poesía está hecha de convenciones.
Es logro de algunos poetas convertir ese repertorio en asunto
individual, específico suyo: las calles urbanas de Baudelaire, los ecos
mortuorios de Poe, la sed de aventuras espaciosas en bosques y mares desolados
en Stevenson.
Esos espacios
solitarios y tremendos son en él, desde luego, representaciones sentimentales,
metáforas del alma o de la vida propia, exaltaciones mentales de un buen chico
sanote y nervioso que no cabe en sí mismo: "Cuando los febriles enfermos
que durante la noche entera/ han escuchado salmodiar el viento, y al oír por
fin/ a la siempre bienvenida voz del gallo/ cantar en la hora amarga que
precede al alba,/ con repentino ardor desean que el día llegue:/ así cantaba en
la penumbra de la juventud el ave de la esperanza;/ así nosotros, exultantes,
escuchábamos y anhelábamos./ Pues he aquí que mientras en el palaciego pórtico
de la vida/ nos agolpábamos con quimeras, desde dentro/ --¡qué dulce oírla!--
la música giraba y decrecía,/ y por la brecha de las puertas giratorias,/ ¡qué
sueños de esplendor nos cegaban y huían!". ¿La salud y la pureza
juveniles, se preguntaría uno, son tan brillantes entonces precisamente porque
van a empezar --van a merecer-- perderse? Es el momento en que la vida nueva empieza
a ganar sus propias cicatrices, abolladuras, enfermedades, llagas, desgracias:
éstas --¿qué otras?-- son las grandes riquezas que los aventureros van a buscar
a los siete mares.
Robert Louis
Stevenson hizo de este tipo ultrasensible y paradisiaco de juventud rigurosa
--la que quiere vivirlo todo, cueste lo que cueste, y siempre a la buena-- una
estupenda realidad literaria: tal estado de ánimo, tal calidad vital, exigió a
todos sus escritos. Sus canciones son
siempre breves islas del tesoro, sones de Olalla, calosfríos de un Mr. Hyde
entrevistos por un grumete risueño y sonrosadísimo.
Del mismo modo que,
por ejemplo, el altamente libresco y filosófico Antonio Machado logró
conquistar para sus poemas una pátina verdaderamente campesina, o al menos
rústica, menos proveniente del folklore que del voluntarioso empeño del poeta,
el sutilísimo y refinado Stevenson logra su pátina elaboradamente rústica,
difícilmente juvenil y pura, sofisticadísimamente elemental: "Canta más
claro, Musa, o calla para siempre jamás,/ ¡sé más sincera o no cantes ya más!/
Que la voz del melancólico Jacques ya no despierte/ un eco quejumbroso en la
colina;/ sino que al igual que el niño, pirata de primavera,/ coge del olmo
verde un pinzón vivo,/ rescate un verso natural... y después guarde
silencio".
Esa buscada
"inocencia" suele ser tan antiburguesa como la no menos solicitada
"decadencia" de otros poetas.
Stevenson escapa del tedio burgués hacia la limpieza de mares y bosques,
como Baudelaire lo había hecho hacia los barrios de mala nota, los bajos fondos
y los prostibularios pasajes y boulevares de la gran ciudad.
Stevenson no quiere
una Giganta, pero sí algo afín, un corazón cuyos "latidos se hacen
rápidos, densos/ como cuando el lago enloquecido se ennegrece/ y rizan fuertes
ráfagas sus aguas". No exalta a los
vencidos y arrollados por la sucia ciudad, pero sí a los vencidos y arrollados
por el mundo y la naturaleza implacables; inventa un paraíso de vencidos, de
perdidos, de no-triunfadores, de no-ahorradores, de no-logreros de nada, ni
siquiera de placeres o sentimientos: "Deja que tu amor se vaya, si es que
irse quiere./ No trates, tonto, de impedir su caprichoso vuelo./ De cuanto da y
se lleva/ lo mejor queda aún tras ella... Oh Amor, ¿qué nos importa?/ Pues si
algo has dado, oh amor, ya algo/ es
nuestro que nada nos podrá quitar;/ y como el rey destronado es aún el rey,/
así el enamorado infeliz aún conserva su amor."
Este poeta tan
sediento de realidad física que se va a los parajes más plenarios de la
naturaleza, precisamente para estar seguro de que a final de cuentas el mundo
exterior sí existe, queda siempre con la duda de si, en verdad, no se trata
todo de una alucinación marina, de un brillante espejismo de los páramos y los
mares. "Pues así esperé yo al amor; así por amor/ se tensaban vehementes
mis sentidos;/ así por su llegada pulía siempre mi canción;/ hasta que en
lejanos cielos tornasolados como palomas,/ un ave dorada aleteó en la distancia
y huyó/ sobre el yermo de las aguas, sin senda para mí;/ y con las manos
extendidas vi huir a la brillante ave/ y esperé, hasta que cayó muerta frente a
mí./ ¡Oh ave dorada, en estos cielos tornasolados/ cuánto tiempo busqué, cuánto
con cansados ojos/ busqué, oh ave, la promesa de tu vuelo!/ Y ahora la mañana
ha amanecido, la mañana ha muerto,/ ha llegado el día y ya se ha ido; y una vez
más la noche se instala en mi vida, violenta y vasta".
La poesía --como sus
relatos y sus ensayos-- de Stevenson pinta torcidas tinieblas con colores muy
claros, traza su signo de interrogación con transparentes, risueños gestos de
chico elemental, de chico que todavía no sabe.
Ah, pero el mundo
todo lo sabe; la naturaleza suena los ecos necesarios. "Escuchamos
solitarios mientras soplan los vientos fuertes".
De lo que trata el
hombre en la prosa de Stevenson, y también desde luego en sus poemas, es de
buscar la derrota, la caída final, el naufragio, la pérdida, el momento de oro
en que el aventurero se enfrenta con el destino, y es destrozado.
El hombre vive
episodios de espejismo hasta que sus sueños son derrotados del todo: "Todo
lo he dejado sobre el vergonzoso campo/ Honor y Esperanza, mi Dios; todo, salvo
la vida;/ sin espuelas, la espada vencida, el escudo abollado,/ degradado y
desgraciado, abandono la lucha./ A aquel que no tiene,/ ¿no le será arrebatado
hasta lo que le quedase, cuando la lucha deja?/ Me queda la vida, desprovista
de todos los beneficios de la vida./ Cúmple tu promesa, Señor, y mátame".
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