martes, 1 de mayo de 2012

STEVENSON


1) CÓMO SALVAR A STEVENSON

Por José Joaquín Blanco



Al salir de la Primera Guerra Mundial, Inglaterra cambia de gustos literarios. G. K. Chesterton asiste a la aparición de un nuevo gusto, que desaprueba, y a la demolición del anterior, victoriano, que lo escandaliza.  Uno de sus mayores escándalos fue el reciente desprestigio de su gran héroe literario, Robert Louis Stevenson, a quien ahora se consideraba un repetidor de Poe y un autor infantil.

         Chesterton escribe entonces una de sus monografías literarias más agudas y combativas: Stevenson (1927) —Obras completas, t. III, Ed. Plaza y Janés—, un libro que abunda en esa mezcla de paradojas y sentido común característica de sus cuentos del Padre Brown. Pero tiene una cuerda secreta. Chesterton está viendo cómo le cortan las barbas a Stevenson y se niega a echar a remojar las propias: también él es discípulo de Poe y también a él lo leen con gusto los muchachos.

         Siente que el mito pintoresco de Stevenson como aventurero de los mares del sur, que huye a Samoa, donde se le conoció como Tusitala o “contador de historias”, vulgariza su obra en el nuevo siglo y para lectores adultos. No era un exotista, nos dice, sino un enfermo que hacía peregrinaciones a todo el mundo por razones de salud. (“Ahora bien, de todas las cosas humanas, la búsqueda de la salud es la menos sana”). Concuerda con Wilde en que más le hubiera valido quedarse siempre en Inglaterra: “hubiera podido producir novelas más ricas y sangrientas si hubiese vivido siempre en Gower Street”. Su biografía pintoresca no debe ser mitificada: “su verdadera vida privada se ha de buscar no en Samoa, sino en La isla del tesoro”.

         Ciertamente, en los cuentos y novelas de Stevenson hay magia infantil, de un hombre que no deja de añorar su teatro de juguete, con muñecos de papel, y sus libros para iluminar. Pero la infancia y sus juegos son lo menos pueril que hay, dice Chesterton, y representan un mundo sólido, claro, colorido, vitalista, frente a las nieblas de la anarquista bohemia juvenil de París, en el Barrio Latino, que dejó en la juventud de Stevenson una atmósfera de confusión y vida putrefacta.

         De ahí su diferencia con Poe, donde todo es oscuro, todo se está deshaciendo “como los rostros de los leprosos”; donde todo está lleno de hongos y moho y predomina “una sensación de asfixia entre cortinajes”. Qué diferencia con Stevenson, el claro, el de los personajes definidos y las situaciones nítidas: incluso como narrador policiaco, que sería el aspecto que más lo uniría a Poe, “Stevenson nunca cometió un homicidio sin hacer de él una cosa clara”.

         Los sicólogos reducían el célebre Dr. Jekyll y Mr. Hyde a un mero caso clínico de la escisión de la personalidad, del doble o Doppelgänger. Y los obsoletos decadentistas idealizaban ese relato, como si fuera una “flor del mal” más. ¡Pero si trataba de lo contrario!, exclama Chesterton: El tema no era que un hombre pudiera ser dos, uno bueno y otro malo, sino que no podía ser dos a pesar de sus esfuerzos y de la ayuda del diablo, que seguía siendo uno, y moría como uno.

         En lugar de relacionarlo con el sicoanálisis y con la droga, Chesterton lo considera una historia típica de Edimburgo, entre puritanos agobiados por “un sistema que no veía la diferencia entre lo peor y lo moderadamente malo”, y llevaba cualquier tropezón a las consecuencias éticas más truculentas posibles. “La atmósfera y el marco de este cuento son la rígida hipocresía de una rígida secta o de un pueblo provinciano”.

         Precisamente para escapar de estas atmósferas “subterráneas, degradadas y asfixiantes”, Stevenson construyó su movilizadora narrativa de aventuras y acciones, sus Islas del Tesoro. De paso, escapó de la angustia apocalíptica del fin de siglo. Fue “un decadente que se negó a decaer”, y para escapar del fatalismo de su generación sustituyó el culto a la Muerte con una divertida bandera pirata. Reinventó la diversión, la esperanza, la curiosidad. Escapó de esos tiempos pesimistas “en los que H. G. Wells era más viejo de lo que es ahora”, porque estaba entonces más desencantado.

         Se podría leer de dos maneras, por ejemplo, Las nuevas mil y una noches: como una visión inocente, frívola, un tanto pueril, de las pulsiones del suicidio, los vicios y los delitos, que desagradaba a quienes querrían tomarlas en serio y rendirles culto; o como una superación de tan deprimentes situaciones mediante el recurso de convertirlas en un cuento de aventuras, en una obra de teatro de juguete, con suicidios, vicios y delitos de cartón, y sangre de laca, que fuesen tan divertidos como los porrazos de Punch y Judy (los célebres personajes de los titiriteros de feria en Inglaterra). Lo mismo ocurre con El ladrón de cadáveres: el miedo a la muerte, a la tumba, a la putrefacción se supera mediante hilarantes enredos de innumerables cadáveres de cartón. Stevenson no seguía a Poe: nos libraba de él.

         Sin embargo, a veces Stevenson reaccionó demasiado contra el intelectualismo pesimista de su tiempo, y su aventuras dejaron de ser verdaderas comedias de auténticos títeres para convertirse, a la manera de Nietzsche, en un culto a la acción y a la fuerza que se expresaba en una veneración de los valentones, según Chesterton, quien le reprocha “la admiración por la brutalidad” y “una especie de culto brutal del miedo”. El pacifista Borges también se encontró un día con que casi todos sus cuentos eruditos trataban de puros facinerosos. ¿Los sedentarios, los débiles, los enfermos escriben odas nietzscheanas a los valentones? 

         Bueno: también es un defecto en el que recaen casi todas las obras de “acción”: lo mismo novelas de caballería, comedias de capa y espada de Lope, shakespeareanas tragedias de reyes, edificantes héroes de Corneille; sucesos de piratas, de vaqueros, de policías y detectives, de guerras, de pleitos de pandillas, de chulos y chichifos, y hasta de ángeles. (En la mitología católica, los arcángeles que vencen al demonio también son unos valentones.) Si los poemas de amor difícilmente escapan de la palabra “tú”, los narradores de acciones y aventuras están a menudo presos en el culto a la fuerza física o a “la voluntad de poder”.

         Este culto, por lo además, no es propio sólo de la literatura para jóvenes o nostálgica de la cultura juvenil, sino sobre todo de la vida misma en la adolescencia, como lo muestran muchos novelistas que han escrito sobre las terribles aventuras de los chicos en su propia escuela (Musil). Curiosamente, la generación de Chesterton y de Kipling (Stalky & Co.) no se enteró de lo brutales que podían ser los niños —no todo es teatro de cartón y libros para colorear en la Edad Dorada—, pero la de Auden y Christopher Isherwood registró como pesadilla su paso por los internados ingleses.

         La otra objeción que le pone Chesterton, y que el propio Stevenson advirtió autocríticamente, también es propia de la narrativa de aventuras y entretenimiento, y anda bien generalizada entre todos sus autores, lo mismo cantores de gesta que inventores de intrigas de espionaje: la simplificación, esquematización o estilización de la trama y del escenario, los personajes demasiado bien definidos, planos: “lo trataba todo con una economía de detalles y una eliminación de superfluidades, que acababa por darle un no sé qué de rígido y poco natural”.

         Esta simplificación chocaba tanto más cuanto que se dio en un contexto totalmente contrario en la narrativa inglesa, las prolijas novelas-río de Dickens, Trollope y Thackeray, que abundan en asuntos, personajes y panoramas no esenciales, y en reiteraciones. Y se vio enfatizada por una prosa depurada, casi flaubertiana, que evitaba la verbosidad y buscaba “la palabra justa”. En Francia, al lado de Maupassant, no habría resultado una manera tan excéntrica de narrar, pero en Inglaterra irritaba.

         Sin embargo, como lo reconoce el propio Chesterton, esta simplificación o esta claridad artificiosa era necesidad de sus propios objetivos. Si Stevenson reivindicaba el cuento y la novela no como representaciones prolijas de la realidad, sino como juego, como tablado de títeres, era de esperarse que algo se trasluciera de las escenografías de cartón, del alambre de las marionetas y de la cuadrícula del tablero de ajedrez. ¿Eso de veras incomoda? ¿Incomoda al ajedrecista ver el tablero? ¿Molesta al gustador de los títeres el teatrito de tablas, tela y cartón?

         Stevenson quiso ser un contador de cuentos que parecieran decididamente eso, cuentos. ¿Por qué reprocharle que lo haya conseguido? Muchos cuentistas del siglo XX, de Kafka a Borges y Cortázar, gozan o adolecen también de “una economía de detalles y una eliminación de superfluidades, que acababa por darle(s) un no sé qué de rígido y poco natural”.

         Finalmente, Chesterton se irritaba contra la moda sicologizante, impuesta por el auge freudiano, que permitía a los novelistas escribir interminables tomos de introspecciones difusas, pero les prohibía contar una acción o una peripecia con habilidad y sabor. Los críticos y los lectores-al-día de la primera posguerra declararon que Stevenson sólo hacía pantomimas, como si los hechos exteriores al discursivo cráneo de los personajes fueran siempre baladíes o pueriles.

         Chesterton ataca: “Los actos no son sólo los pensamientos más rápidos; son hasta demasiado rápidos para ser llamados pensamientos.  Vienen de algo más fundamental que el pensamiento común y consciente. Es precisamente nuestro subconsciente el que aparece en actos más que en palabras o hasta en pensamientos. Es nuestro subconsciente el que se muerde las uñas, o se retuerce el bigote, o da pataditas, o rechina los dientes.”

         Y a través de esos actos, de esos personajes planos en escenas simplificadas, con un lenguaje exacto, Stevenson ofrece un mundo verdadero y profundo. ¡No le pidan discursos! Pídanle pura acción dramática. Le reprochan a Stevenson que sus personajes salten todo el tiempo, en lugar de sentarse a pensar un monólogo sicológico de veinte páginas, a la manera de las damas de Henry James. Bueno: “Ninguna dama de Henry James ha brincado jamás”. Tal vez si brincaran alguna vez, tendrían menos confusos sus larguísimos pensamientos.

         Finalmente, Stevenson se dirigía a un lector no universitario que amaba los cuentos bien contados, con mucha acción: “Cometió en sus libros, por medio de sus personajes, muchísimos crímenes; y entregó hornadas de cadáveres a sus editores, en el estilo requerido de todos los autores de ‘novela de sensación’ (sensational novel)”. Pero se atrevió, en ese género popular, a ser un verdadero artista: “Sus muertes siempre tuvieron el matiz y la fina distinción del asesinato” justificado y fabricado narrativamente.

         No se escondía en freudismos: “Al menos, no cometió asesinatos sin saberlo, a la manera de nuestros criminales y locos de la literatura moderna... que parecen seducir y traicionar y hasta apuñalar en un prolongado acceso de inconsciencia”. ¿Por qué se le pide a Stevenson que sea Dostoyevski? ¿No sería también absurdo pedirle a éste que fuera aquél y llevara a sus Karamazov por los siete mares, para ajetrearlos en bonitos naufragios y distraerlos de sus marañas interiores mediante un espectacular combate con simpáticos piratas?

         Stevenson pasó con éxito su purgatorio. Nunca ha sido desplazado como novelista popular. Además, fue por décadas una de las grandes inspiraciones de Hollywood. Y por esos mismos años en que se le negaba en cuanto escritor culto, el propio Chesterton, Reyes, Borges lo asumían como maestro. Nunca ha dejado de ser maestro de narradores.

         Y si gracias Dostoyevski, a James o a Zola —bajo cuyas banderas se le combatía en los años veinte—, la narrativa del siglo XIX salió de sus atolladeros y se transformó, fue también gracias a unos cuantos narradores como Stevenson que siguió siendo cuento, novela, y no discursos. Stevenson preservó y refrescó el antiguo oficio del emocionante y sabroso contador de cuentos, al que estaban arruinando demasiados innovadores.



2) STEVENSON: LOS VIENTOS FUERTES

No tuvo la poesía de Robert Louis Stevenson (1850-1894) el mismo éxito mundial que su prosa --en parte, desde luego, porque las canciones medidas y rimadas se prestan menos a la traducción.  Pero el lector encontrará que los versos de Stevenson no desmerecen frente a sus cuentos, ni desengañan al lector entusiasmado por el inventor de historias en honor de la niñez y la juventud, los viajes, la aventura, las leyendas de Escocia y de los Mares del Sur; la nostalgia de la inocencia y de la rusticidad, con cierta veneración por lo misterioso y lo terrible, y la celebración de la naturaleza y de lo desconocido. 
Se conocen unos 350 poemas de Stevenson (recogidos en Moral Emblems, 1880; a Child's Garden of Verses, 1885; Underwoods, 1887; Ballads, 1890; y los póstumos Songs of Travel and Other Verses, 1895, y New Poems and Variant Readings, 1918). No son abundantes las ediciones de la poesía de Stevenson en castellano; hay una, bilingüe, en la colección Poesía Hiperión (Madrid, Ediciones Peralta, versión de J. Marías): De vuelta del mar.
La poesía de Stevenson pertenece a una época en que se buscó --y se logró en muchos casos-- hacer del poema un género popular, cantable, recitable, memorizable; los poetas romáticos y sus diversas secuelas, quisieron escapar de la corte, el arzobispado y la academia, y conquistar salones, periódicos y hogares. No siempre lo consiguieron, porque ya traían una visión poco burguesa y hasta maldita de la vida, que los volvía indeseables (Poe, Verlaine).  Pero hubo quienes sí lo lograron, como Rubén Darío en castellano, o Whitman y Stevenson en inglés.  Después de ellos, casi con ellos --Mallarmé-- empezó el auge contrario: la poesía críptica, erudita, ilegible para los legos: la chanson des clercs
Los poemas de Stevenson insisten en la frescura y la inocencia anteriores, hechas posibles gracias al reconocimiento y el cultivo de las letras, la enfermedad, los misterios de la conciencia.  Los cuentos y novelas de Stevenson son de una inocencia que sabe, de una salud que es hermana --a lo san Francisco de Asís-- de la enfermedad y de la transparencia que conoce las frecuentaciones de lo turbio y lo dudoso. 
Buena parte de estas canciones parten de una convención que el lector conoce y desea: fingen un estado de ánimo juvenil, exaltado, no corrompido por la cultura ni por la vida práctica, una pureza de sueño adolescente a lo largo de las décadas.  Se desprecia lo "material", lo hecho por el hombre, y se exaltan a dimensiones vitalistas casi metafísicas los cielos inmensos y estrellados, la reposada tumba, la vida como aventura sin más botín que ella misma: "Que pongáis sobre mi tumba este verso:/ Aquí yace, donde quiso yacer;/ de vuelta del mar está el marinero,/ de vuelta del monte está el cazador".
Es una poesía saturada de paisajes lluviosos en pleno fasto, de páramos desnudos y cabañas desoladas donde mejor iluminen los crepúsculos; mares con galeras que crujen bajo la tormenta y unas misteriosas y sencillas letras de Dios, las letras de su creación, escritas en el hielo del invierno como en una página.  El corazón del marino se vuelve una víscera rocallosa, una metáfora de los acantilados, llena de soledades y ecos y brillantes sueños de alta mar, que continúan en él hasta la vejez, cuando dormite en casa con su esposa que ya es abuela.
Este tipo de poesía, la poesía de bardo, tan vieja como la literatura misma --la Ilíada-- resiste muy bien el paso del tiempo.  Ciertamente llegan a cansar, devenidos mera retórica en sus épocas de éxito, sus temas inocentones y físicos, sus énfasis naturalistas y espirituales, su confianza en la simpleza y bondad del mundo, sus propios sones cancioneros, sus mentirillas del mundo de el-mar-y-la-caza como unas mil y una noches de un boyscout.  Son convenciones: pero toda poesía está hecha de convenciones.  Es logro de algunos poetas convertir ese repertorio en asunto individual, específico suyo: las calles urbanas de Baudelaire, los ecos mortuorios de Poe, la sed de aventuras espaciosas en bosques y mares desolados en Stevenson. 
Esos espacios solitarios y tremendos son en él, desde luego, representaciones sentimentales, metáforas del alma o de la vida propia, exaltaciones mentales de un buen chico sanote y nervioso que no cabe en sí mismo: "Cuando los febriles enfermos que durante la noche entera/ han escuchado salmodiar el viento, y al oír por fin/ a la siempre bienvenida voz del gallo/ cantar en la hora amarga que precede al alba,/ con repentino ardor desean que el día llegue:/ así cantaba en la penumbra de la juventud el ave de la esperanza;/ así nosotros, exultantes, escuchábamos y anhelábamos./ Pues he aquí que mientras en el palaciego pórtico de la vida/ nos agolpábamos con quimeras, desde dentro/ --¡qué dulce oírla!-- la música giraba y decrecía,/ y por la brecha de las puertas giratorias,/ ¡qué sueños de esplendor nos cegaban y huían!". ¿La salud y la pureza juveniles, se preguntaría uno, son tan brillantes entonces precisamente porque van a empezar --van a merecer-- perderse? Es el momento en que la vida nueva empieza a ganar sus propias cicatrices, abolladuras, enfermedades, llagas, desgracias: éstas --¿qué otras?-- son las grandes riquezas que los aventureros van a buscar a los siete mares.
Robert Louis Stevenson hizo de este tipo ultrasensible y paradisiaco de juventud rigurosa --la que quiere vivirlo todo, cueste lo que cueste, y siempre a la buena-- una estupenda realidad literaria: tal estado de ánimo, tal calidad vital, exigió a todos sus escritos.  Sus canciones son siempre breves islas del tesoro, sones de Olalla, calosfríos de un Mr. Hyde entrevistos por un grumete risueño y sonrosadísimo. 
Del mismo modo que, por ejemplo, el altamente libresco y filosófico Antonio Machado logró conquistar para sus poemas una pátina verdaderamente campesina, o al menos rústica, menos proveniente del folklore que del voluntarioso empeño del poeta, el sutilísimo y refinado Stevenson logra su pátina elaboradamente rústica, difícilmente juvenil y pura, sofisticadísimamente elemental: "Canta más claro, Musa, o calla para siempre jamás,/ ¡sé más sincera o no cantes ya más!/ Que la voz del melancólico Jacques ya no despierte/ un eco quejumbroso en la colina;/ sino que al igual que el niño, pirata de primavera,/ coge del olmo verde un pinzón vivo,/ rescate un verso natural... y después guarde silencio". 
Esa buscada "inocencia" suele ser tan antiburguesa como la no menos solicitada "decadencia" de otros poetas.  Stevenson escapa del tedio burgués hacia la limpieza de mares y bosques, como Baudelaire lo había hecho hacia los barrios de mala nota, los bajos fondos y los prostibularios pasajes y boulevares de la gran ciudad. 
Stevenson no quiere una Giganta, pero sí algo afín, un corazón cuyos "latidos se hacen rápidos, densos/ como cuando el lago enloquecido se ennegrece/ y rizan fuertes ráfagas sus aguas".  No exalta a los vencidos y arrollados por la sucia ciudad, pero sí a los vencidos y arrollados por el mundo y la naturaleza implacables; inventa un paraíso de vencidos, de perdidos, de no-triunfadores, de no-ahorradores, de no-logreros de nada, ni siquiera de placeres o sentimientos: "Deja que tu amor se vaya, si es que irse quiere./ No trates, tonto, de impedir su caprichoso vuelo./ De cuanto da y se lleva/ lo mejor queda aún tras ella... Oh Amor, ¿qué nos importa?/ Pues si algo has dado, oh amor, ya  algo/ es nuestro que nada nos podrá quitar;/ y como el rey destronado es aún el rey,/ así el enamorado infeliz aún conserva su amor."
Este poeta tan sediento de realidad física que se va a los parajes más plenarios de la naturaleza, precisamente para estar seguro de que a final de cuentas el mundo exterior sí existe, queda siempre con la duda de si, en verdad, no se trata todo de una alucinación marina, de un brillante espejismo de los páramos y los mares. "Pues así esperé yo al amor; así por amor/ se tensaban vehementes mis sentidos;/ así por su llegada pulía siempre mi canción;/ hasta que en lejanos cielos tornasolados como palomas,/ un ave dorada aleteó en la distancia y huyó/ sobre el yermo de las aguas, sin senda para mí;/ y con las manos extendidas vi huir a la brillante ave/ y esperé, hasta que cayó muerta frente a mí./ ¡Oh ave dorada, en estos cielos tornasolados/ cuánto tiempo busqué, cuánto con cansados ojos/ busqué, oh ave, la promesa de tu vuelo!/ Y ahora la mañana ha amanecido, la mañana ha muerto,/ ha llegado el día y ya se ha ido; y una vez más la noche se instala en mi vida, violenta y vasta".
La poesía --como sus relatos y sus ensayos-- de Stevenson pinta torcidas tinieblas con colores muy claros, traza su signo de interrogación con transparentes, risueños gestos de chico elemental, de chico que todavía no sabe. 
Ah, pero el mundo todo lo sabe; la naturaleza suena los ecos necesarios. "Escuchamos solitarios mientras soplan los vientos fuertes".
De lo que trata el hombre en la prosa de Stevenson, y también desde luego en sus poemas, es de buscar la derrota, la caída final, el naufragio, la pérdida, el momento de oro en que el aventurero se enfrenta con el destino, y es destrozado.
El hombre vive episodios de espejismo hasta que sus sueños son derrotados del todo: "Todo lo he dejado sobre el vergonzoso campo/ Honor y Esperanza, mi Dios; todo, salvo la vida;/ sin espuelas, la espada vencida, el escudo abollado,/ degradado y desgraciado, abandono la lucha./ A aquel que no tiene,/ ¿no le será arrebatado hasta lo que le quedase, cuando la lucha deja?/ Me queda la vida, desprovista de todos los beneficios de la vida./ Cúmple tu promesa, Señor, y mátame".

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