MARK
TWAIN: EL GRADO DOS DE LA
ESCRITURA
“Había cosas que exageraba, pero por lo general decía la verdad”. Las aventuras de Huckleberry Finn
El
27 de diciembre de 1867, en Nueva York, como parte de su gira por los Estados
Unidos, sin advertirlo, Charles Dickens puso un huevo.
Entre el público se hallaba un solterón
de treinta y dos años, quien había aprovechado la oportunidad de la conferencia
del célebre autor de los Papeles póstumos
del Club Pickwick y Oliver Twist,
para invitar a salir a una jovencita, con la que terminaría casándose en 1870,
y a quien quiso de tal modo que escribió, a su muerte en 1904, el siguiente
epitafio: “Ahí donde ella estaba, estaba el paraíso” (Diario de Adán).
El solterón se llamaba Samuel Langhorne
Clemens (1835-1910) y el huevo se conoce como Mark Twain, seudónimo que ya llevaba usando unos cuatro años en
algunos periódicos de Nevada y California, pero que todavía no refería al autor
de aventuras de niños libérrimos y sensatamente fugitivos o reacios a la civilización
familiar, rodeados de un paisaje exuberante con una naturaleza casi virgen y de
personajes pintorescos, emocionantes; ávidos de acción, en busca de la fortuna
o prófugos de la adversidad. (Existen en Editorial Aguilar unas Obras escogidas de Mark Twain, Madrid,
1979, así como diversas ediciones sus obras sueltas, en traducciones de María
Alfaro y Amando Lázaro Ríos.)
Ya había dado un buen golpe literario
—éxito de público, escándalo de letrados— con un cuento que le resultó “plagio”: “La famosa rana saltarina del
Condado de Calaveras” (The Notorious
Jumping Frog of Calaveras County). Resulta que en una competencia de saltos
de rana, uno de los apostadores atiborra en secreto de municiones (la
traducción castellana dice “perdigones de codorniz”) a la rana contendiente,
que obviamente no pudo saltar.
El valor del cuento, claro, estaba
fundamentalmente en la prosa, las discusiones, las atmósferas, los personajes
del mundillo de aventureros norteamericanos, y no meramente en la trama central
de los saltos de rana, la cual pronto se vio delatada por algún aguafiestas
como simple calca de una fábula griega clásica, donde aparecían guijarros en
vez de municiones.
Mark Twain juraba que le había
escuchado el cuento a un minero iletrado, y que se había concretado a
reportearlo. Escribió entonces otro cuento sobre la escritura de su cuento
“plagiado”: “La historia secreta de la Rana Saltarina ”,
donde se burla de los plagios, de los siglos, de los idiomas, de las ranas y de
sí mismo, quien, se pretende, no era tan erudito como para saber mucho de
apólogos griegos. Opina atinadamente su traductor Amando Lázaro Ríos: “El
apólogo griego no llega, ni con mucho, a la gracia que Mark Twain supo dar a su
relato”.
En sus novelas, sketches y relatos
posteriores, como Las aventuras de Tom
Sawyer (1876), La vida en el
Mississippi (1883), Las aventuras de
Huckleberry Finn (1884), La tragedia
de Pudd’nhead [Cabeza-de-calabaza] Wilson (1894), Tom Sawyer, detective
(1896), Twain heredó de Dickens el trazo desaforadamente exterior,
caricaturesco o titiritero, de personajes y episodios; la revaloración del
lenguaje hablado y de las circunstancias cotidianas; el gusto por la manía y la
extravagancia en la composición de los personajes.
Pero añadió al legado de Dickens una frescura
rural, incluso silvestre (en lugar de laberínticas ciudades con casonas
mohosas, libérrimos ríos caudalosos, selváticos, y aldeas tan sencillas como
acabadas de fundar), y cierta estudiada ingenuidad o inocencia: se hace el
chiquillo para agradar a sus lectores infantiles; se hace el paisano
despreocupado e ignorantón para complacer a sus lectores populares... y a lo
que conservaba, o creía conservar, de chamaco y de paisano en si mismo.
Su mayor logro acaso haya sido el de
convencer a los niños de doce o trece generaciones de que eran los
protagonistas felices, valerosos, aptos, del mundo. Auden (Forewords and
afterwords) compara Las aventuras de
Tom Sawyer con Alicia en el país de
las maravillas. Los niños, intensamente identificados con Tom, con Huck o
con el negro Jim, descubren que el mundo también es suyo ahora, aunque sólo ocurra durante la lectura y las ensoñaciones y
recuerdos que deje. El niño no debe esperar veinte años; en esas novelas, el
mundo emocionante es totalmente suyo, ahora.
Y el humorismo. Un humor curioso que
sigue llamando a la polémica, como en su primer día, pues lo mismo se le
considera natural que prefabricado, alegre que amargado; sencillo o astutamente
oportunista, sensato o sarcástico, conformista o devastador.
Abundan los testimonios de lectores que
conocieron llenos de alegría esas novelas en la infancia, y las encontraron
algo ácidas o pesimistas en relecturas de madurez. Ni modo: a final de cuentas
narran la lucha por (en) la vida: hay pleitos, robos, esclavitud, asesinatos,
muerte, crueldad deliberada, desilusión, desengaño, injusticia, aun en los
“himnos” de Mark Twain a la infancia y al idílico norteamericano sureño blanco
común, anterior a la industrialización y el urbanismo.
Este humor se ensombrece con la edad: El extranjero misterioso (póstumo, 1916:
un swiftiano, voltaireano, wellesiano o bradburiano extraterrestre viene a
decir pestes de nuestro planeta). Sus páginas más “oscuras” se agruparon en Letters from the Earth, Ed. B. de Voto,
Nueva York, Harper & Row, 1974. (En ellas aparecen extraños fragmentos
omitidos en las publicaciones originales, ya fuera por autocensura deliberada,
o por razones de espacio y de estética o estrategia formales... o por simple
descuido.)
En un principio, la crítica europea
(George Eliot, Rémy de Gourmont) encontró en Mark Twain a un bufón iconoclasta,
un salvaje del Mississippi que se permitía arremeter a martillazos contra la
civilización. Luego se quiso ver en él al “auténtico hombre común de los
Estados Unidos” (100 % American Guy),
al aire libre y en mangas de camisa, incontaminado por las decadencias y
pedanterías de la vieja cultura; y felizmente previo, como Adán, a la
civilización industrial.
Son un canto de fines de siglo a lo que
los Estados Unidos supuestamente habían sido hacia 1830, antes de sus éxitos
imperialistas, bélicos, técnicos, comerciales y financieros: la dorada
prehistoria del Ugly American de la
invasión a México, de la conquista del oeste, de la Guerra Civil , de los
ferrocarriles y de su expansión mercantil y financiera por el mundo entero.
Como su rana saltarina, Tom Sawyer y Huckleberry Finn pudieron ocurrir dos mil
años antes, en una aldea griega.
Y otra polémica: hay quien ve en su
trato generalmente afectuoso pero algo distante de los negros, como en
Faulkner, un mero bonachón o hipócrita “paternalismo racista” (se ha intentado excluirlo de las escuelas); y
quien señala, en cambio, que refleja el auténtico carácter cristiano y
democrático de muchos “caballeros sureños decentes”, inevitablemente teñido a
ratos de ciertos tamices y atavismos de la época (como en Lo que el viento se llevó): a final de cuentas, Mark Twain es un
siglo anterior a Martin Luther King.
Por otra parte, desconcierta que la
crítica norteamericana suela exaltarlo como el pionero o inventor del lenguaje vernacular o slang en la prosa inglesa, como si Dickens no lo precediera en ello
cincuenta años.
Este falso mito del
literato-sin-literatura, del escritor que resulta parto espontáneo de la
realidad aventurera, aunque mil veces desmentido, ha seducido a casi todos los
narradores norteamericanos, de Bret Harte, Thomas Wolfe y Hemingway al novato
más joven de este año, pasando por los beatniks
y Salinger. Así les ha ido.
Mark Twain jamás autorizó tal etiqueta;
por el contrario: se burló de todo lo “auténticamente norteamericano”. Hay que
aceptar, sin embargo, que apostó por la sensata “incultura” norteamericana
contra la “sobrecultura” europea en Un
yanqui en la corte del rey Arturo (1889); y por los privilegios de la
espontaneidad, la pobreza y la “escuela de la vida” contra el ceremonial, la
riqueza y la instrucción escolar en El
príncipe y el mendigo (1889).
En
realidad, el señor Clemens anduvo entre imprentas y periódicos desde los trece
años. Si no leyó muchos libros (cosa de dudarse, pues se necesitaba mucha
cultura europea para burlarse de ella con tales finura y abundancia, como lo
hizo en Innocents Abroad, 1869),
devoraba en cambio periódicos, donde colaboraban escritores locales y
extranjeros como Dickens (ahí aparecían sus mayores obras, por entregas), y
aprendió como nadie en su tiempo el oficio del reportero agradable, en el
sentido opuesto al reportero sensacionalista o truculento, para la prensa de
provincia. La prensa de provincia tiene una gran ventaja: el periodista suele
establecer fácil y frecuente contacto con sus lectores comunes, y evaluar al
momento sus trucos y efectos sobre el terreno; en la prensa nacional los
periodistas famosos sólo tratan con periodistas, gángsters y/o políticos más
famosos aún, o con Dios (y luego: ¡al manicomio!).
Hasta resultó todo un crítico
literario, con uno de los estudios críticos más salvajes y memorables de toda
la literatura norteamericana: su paliza de 1895 a Fernimore Cooper, el
celebérrimo, ileído y casi ilegible autor de El último mohicano, a quien acusa de tantas como de 115 “literary offenses”
Fue reportero toda su vida y uno de los
más famosos del mundo. Más que informar, buscaba recobrar la atmósfera extraña,
cómica, trágica, delirante de los aventureros y buscafortunas de la desaforada
época de la expansión “imperial” norteamericana, lo mismo en el Mississippi que
en Nevada y en California; así como de los viajeros y turistas por todo el
planeta. En todos ellos, como declaró, se buscaba y se narraba sobre todo a sí
mismo. “I celebrate myself,/ And what I assume you shall
assume,/ For every atom belonging to me as good belongs to you...” (Whitman).
Pronto descubrió que los lectores
comunes, y aun más los letrados (pero con “mala conciencia” democrática frente
a su cultura), le agradecían que reprodujera el habla de esa gente; y que
relatara sus peripecias en el tono ligero, cómico, sin melodrama ni
autoconmiseración, que ellos mismos supuestamente usaban al platicarse sus
ajetreadas vidas en barcos, trenes o tabernas. Y que dejara en paz los rincones
escabrosos de la conducta “impropia” o del subconsciente, tan obsesivos en el wicked Paris de la época.
EL
GRADO DOS DE LA ESCRITURA
Aquí
también hay polémica (entre los múltiples estudios sobre este autor destacan, en
1925, el de Van Wyck Brooks, The Ordeal
of Mark Twain y, en 1966, el de Justin Kaplan: Mister Clemens and Mark Twain). ¿Qué tan fiel fue Mark Twain a los
navegantes del Mississippi y a los buscadores de oro de California? En el
paisaje, mucho; en el fondo, no tanto, como Dickens con respecto a Londres.
Rescataba vastamente su anecdotario y sus andanzas, claro; pero deliberadamente
los recreaba con otras proporciones, en un sentido imaginario, novelesco,
idealizado, incluso autocensurado. Pues además se proponía ser popular —esto
es: muchos lectores, muchas ventas—, en medio de una época y de un país
ultrapuritanos.
No se podía ser tan popular con
escritos “inconvenientes”: hay pues puritanismo en Mark Twain. Resulta, a su
modo, otro “victoriano”. En cierto sentido, se ve pudibundo incluso frente a su
mustio contemporáneo y adversario, el ultracivilizado y proeuropeo Henry James.
Hasta el crítico conservador Bernard de Voto (The portable Mark Twain, Nueva York, The Viking Press) se asombra
de la ausencia de sexo en sus novelas: rara vez aparecen mujeres en edad de
merecer: puras tías, o niñas, o matrimonios de ancianos, o sirvientas negras
dizque “protegidas” de la libido blanca por la distancia racial.
Nada de historias de amor, mucho menos
deseos carnales. Puros niños o aventureros liberados, como si fuesen ángeles,
del punzón erótico, como ocurriría luego en los cómics de las primeras décadas
del nuevo siglo. Lo curioso es que tal cosa no suceda sólo en sus libros
dirigidos especialmente a niños, sino en toda su obra, incluso en sus cartas:
era tabú... precisamente en la época de Maupassant y en vísperas de En busca del tiempo perdido. Mark Twain
afirmó alguna vez que “no existe humor en el paraíso”; bueno, a partir de su
obra, tampoco existirían pubertad, libido, enamorados, noches de boda,
matrimonios jóvenes ni tratos íntimos de ningún tipo entre el hombre y la mujer
sobre la tierra.
De ahí también que se excluyan de sus
libros las zahurdas sicológicas, la obscenidad y la crudeza de aventureros y
vagabundos, como en Dickens, y se acentúen sus perfiles cómicos y sus virtudes
y episodios exteriores.
Mucho Dickens, poco Zola, nada de
Dostoyevski. Sus tramps poco tienen
qué ver con los “miserables” de Hugo, los vagabundos, clochards o lúmpenes de otros autores. ¡Qué diferentes sus
buscadores de oro de los aventureros de su seguidor Bruno Traven, en El tesoro de la Sierra Madre , por
ejemplo! ¡Y qué semejantes, en otro sentido!: En la vida hay manzanas de oro (o
simples manzanas muy sabrosas, sin oro) y todo está en luchar para
alcanzarlas... Toda la vida consiste en ir tras esas manzanas. Y si no se logra
conseguirlas, de cualquier manera ya se comió uno la sabrosa manzana, por el
solo hecho de perseguirla.
Sus novelas vociferan y cumplen la gran
noticia: hay manzanas formidables para ti, niño o adulto, pobre o rico, culto o
ignorante, negro o blanco, ¿qué haces ahí sentado? ¡Rápido, a la aventura! A
pesar de algunos epigramas fatalistas, swift-voltaireanos, se le puede
reprochar a Mark Twain su obsesión por la acción optimista: hay que ponerse en
marcha, de inmediato: pase lo que pase, de eso se trata la gran vida. La vida
es grande en Mark Twain. Así también
en el señor Clemens, quien acometió incansablemente infinidad de oficios,
empresas y negocios: sólo para fracasar en todos ellos, salvo en la escritura.
¡Qué chistoso que se ocupen de hablar tan mal de la literatura precisamente los
autores que se hacen millonarios con ella! (Detesta tanto el esteticismo de Poe
y de Jane Austen que escribe en 1909
a William Dean Howells: “La prosa de Poe me es
totalmente ilegible —como la de Jane Austin [sic]. Pero
hay una diferencia. Podría leer la prosa de Poe si me pagaran por ello, pero no
la de Jane. Jane es totalmente imposible. Qué lástima que se le haya permitido
morir de muerte natural”).
Asombraba en Europa, y nos asombra a
todos en este siglo, su alegre inocencia. Parece deliberada. ¿Dónde quedaban
los viajes a la profundidad y a la oscuridad de la conducta humana que ya
dejaba ver Balzac, escandalizaban en Baudelaire, Gogol, Dostoyevski y Zola, y
atarearían al doctor Freud en Viena? Hubo una cerrada oposición sajona a esas
turbulencias interiores. Al igual que Dickens y Whitman, que el Stevenson de La isla del tesoro, que el Kipling de Kim, que el Chesterton de los cuentos
del Padre Brown, los rehuyó Mark Twain. Pretendían otra cosa.
Twain quiso contar algo no real —sus
críticos hablan de himnos idílicos—, una fresca y pura infancia inventada,
depurada por la nostalgia de los momentos mejores, alejada de “lodos” mentales
o sensuales y de los sicólogos; privilegiar la acción física, emocionante o
divertida, ahuyentando los pájaros lúbricos o negros del alma y de la mente.
En el prólogo a Las aventuras de Tom Sawyer deja claro su propósito: quiere un
libro que emocione a niños y a niñas, y que les recuerde a los adultos sus
mejores días de infancia “dorada”. (Aunque el lector no haya gozado de nada
dorado en su infancia, se la reinventa o dora a su gusto, para no quedar
desprotegido en su corazón.)
Es más terminante en su nota
introductoria a Las aventuras de
Huckleberry Finn: “Serán procesados quienes intenten encontrar una
finalidad en este relato; serán desterrados quienes intenten sacar del mismo
una enseñanza moral; serán fusilados quienes intenten descubrir en él una
intriga novelesca”.
Se trataba pues de contar sabroso y con
ligereza asuntos emocionantes pero “convenientes”, aunque con cierta
irreverente ironía. Mark Twain
significaba, en el lenguaje de los marineros del Mississippi, “marca dos”: dos
brazas de profundidad (3.4
metros ) señaladas en la sonda que se arrojaba al río
para ver si era navegable. La profundidad mínima para poder navegar. El grado
dos de la escritura. Esa ligereza enriqueció y ha vuelto perdurables sus
principales novelas, que extrañamente gustan lo mismo (pero en diferente
sentido) a niños que a adultos; a la gente que lee poco y malo que a los
lectores enterados y exigentes.
Para ello no sólo depuró personajes y
episodios. Se valió de un humor agudo, pero agradable: más conversación alegre
que sátira en forma, y de un curioso trabajo con el lenguaje. Aunque rinde al slang sureño y a los modismos de los
negros el mismo culto que Dickens dedicó al cockney
londinense, resulta que, una vez más, hizo de las suyas: inventó un dialecto,
un melting pot a ratos atrabiliario
de modismos y juegos de palabras. Muchas voces, expresiones y tonos provienen
efectivamente de la realidad, pero el conjunto verbal es invención suya. Por
eso sonríen tanto las palabras de todos
sus personajes: hablan marktwainés.
Nos agrada el habla de todos.
Lo han demostrado muchos filólogos. A
los propios sureños que leyeron sobre todo Las
aventuras de Huckleberry Finn les costaba trabajo entender ciertos
términos, ciertas frases. Éste es el libro de Mark Twain menos conocido y
apreciado en castellano y acaso en otras lenguas, y más valorado en su país,
precisamente por su riqueza verbal, que los traductores consideran imposible de
verter sin gran pérdida a otro idioma.
María Alfaro, la traductora castellana
de Las aventuras de Tom Sawyer, de
plano se indigna: “Por otra parte, el gran humorista americano creyó que todas
las fantasías le eran permitidas. Y una de esas fantasías, a la cual se entrega
con verdadera fruición, es la libertad del lenguaje. Una jerga incomprensible
salpica sus diálogos, slang que no
descifraban, a veces, ni sus mismos compatriotas... Un lenguaje, de un fuerte
sabor en medio de su barbarie... un slang
desorbitado...”
Pero la obra de Mark Twain fue sobre
todo juego. Por eso sigue siendo el gran clásico de los niños. Jugar con la
realidad, con los recuerdos, con las invenciones y sobre todo con el propio
lenguaje. El norteamericano común necesita libros de Mark Twain (como ocurre
también con Faulkner) muy anotados y
explicados en cuestión de vocabulario... Si es que los eruditos filólogos
atinan a descifrar el travieso entrecruzamiento de diversas maneras de slang, geográficas y raciales, incluso
generacionales (prolifera la “jerga de niños”), que arman buena parte de la
gran fiesta de sus relatos.
La otra parte es su celebrado don de
humorista. Especialmente como conversador ligero: la sonrisa inigualable,
perdurable, bromista, de sus relatos “inocentes”; pero también como surtidor de
afilados epigramas: “Hay tres clases de mentiras: mentiras, pinches mentiras y
estadísticas”; “El jabón y la educación no producen resultados tan súbitos como
una masacre, pero a la larga son más mortales”; “Todo está en cultivarse. El
durazno alguna vez fue una almendra amarga. La coliflor no es otra cosa que una
col con educación universitaria”; “No existe otra cosa que urja tanto reformar
como las costumbres de los demás”; “Un clásico es algo que todos quisieran
haber leído pero que nadie quiere leer”; “Cuando éramos niños esperábamos que,
si nos portábamos bien, Dios nos permitiría con el tiempo llegar a ser
piratas”...
“¿Cuáles serían las aventuras de Oliver
Twist en el Mississippi?”, se preguntaría acaso el enamoriscado solterón
Clemens, todo resplandeciente al abrazar a su invitada, diez años más joven,
cuando salía de la conferencia de Dickens en Nueva York, el 27 de diciembre de
1867. Sin advertirlo, Dickens le ofreció un huevo de oro, que él hizo prosperar
generosamente en las selvas y los rápidos del Mississippi. Mucho le deben sus
libros a su avidez de realidad cotidiana de su país, prudentemente idealizada,
pero más a sus lecturas de Dickens.
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