sábado, 9 de junio de 2012

MARK TWAIN


MARK TWAIN: EL GRADO DOS DE LA ESCRITURA





 “Había cosas que exageraba, pero por lo general decía la verdad”. Las aventuras de Huckleberry Finn

El 27 de diciembre de 1867, en Nueva York, como parte de su gira por los Estados Unidos, sin advertirlo, Charles Dickens puso un huevo.

         Entre el público se hallaba un solterón de treinta y dos años, quien había aprovechado la oportunidad de la conferencia del célebre autor de los Papeles póstumos del Club Pickwick y Oliver Twist, para invitar a salir a una jovencita, con la que terminaría casándose en 1870, y a quien quiso de tal modo que escribió, a su muerte en 1904, el siguiente epitafio: “Ahí donde ella estaba, estaba el paraíso” (Diario de Adán).

         El solterón se llamaba Samuel Langhorne Clemens (1835-1910) y el huevo se conoce como Mark Twain, seudónimo que ya llevaba usando unos cuatro años en algunos periódicos de Nevada y California, pero que todavía no refería al autor de aventuras de niños libérrimos y sensatamente fugitivos o reacios a la civilización familiar, rodeados de un paisaje exuberante con una naturaleza casi virgen y de personajes pintorescos, emocionantes; ávidos de acción, en busca de la fortuna o prófugos de la adversidad. (Existen en Editorial Aguilar unas Obras escogidas de Mark Twain, Madrid, 1979, así como diversas ediciones sus obras sueltas, en traducciones de María Alfaro y Amando Lázaro Ríos.)

         Ya había dado un buen golpe literario —éxito de público, escándalo de letrados— con un cuento que le resultó  “plagio”: “La famosa rana saltarina del Condado de Calaveras” (The Notorious Jumping Frog of Calaveras County). Resulta que en una competencia de saltos de rana, uno de los apostadores atiborra en secreto de municiones (la traducción castellana dice “perdigones de codorniz”) a la rana contendiente, que obviamente no pudo saltar.

         El valor del cuento, claro, estaba fundamentalmente en la prosa, las discusiones, las atmósferas, los personajes del mundillo de aventureros norteamericanos, y no meramente en la trama central de los saltos de rana, la cual pronto se vio delatada por algún aguafiestas como simple calca de una fábula griega clásica, donde aparecían guijarros en vez de municiones.

         Mark Twain juraba que le había escuchado el cuento a un minero iletrado, y que se había concretado a reportearlo. Escribió entonces otro cuento sobre la escritura de su cuento “plagiado”: “La historia secreta de la Rana Saltarina”, donde se burla de los plagios, de los siglos, de los idiomas, de las ranas y de sí mismo, quien, se pretende, no era tan erudito como para saber mucho de apólogos griegos. Opina atinadamente su traductor Amando Lázaro Ríos: “El apólogo griego no llega, ni con mucho, a la gracia que Mark Twain supo dar a su relato”.

         En sus novelas, sketches y relatos posteriores, como Las aventuras de Tom Sawyer (1876), La vida en el Mississippi (1883), Las aventuras de Huckleberry Finn (1884), La tragedia de Pudd’nhead [Cabeza-de-calabaza] Wilson (1894), Tom Sawyer, detective (1896), Twain heredó de Dickens el trazo desaforadamente exterior, caricaturesco o titiritero, de personajes y episodios; la revaloración del lenguaje hablado y de las circunstancias cotidianas; el gusto por la manía y la extravagancia en la composición de los personajes.

         Pero añadió al legado de Dickens una frescura rural, incluso silvestre (en lugar de laberínticas ciudades con casonas mohosas, libérrimos ríos caudalosos, selváticos, y aldeas tan sencillas como acabadas de fundar), y cierta estudiada ingenuidad o inocencia: se hace el chiquillo para agradar a sus lectores infantiles; se hace el paisano despreocupado e ignorantón para complacer a sus lectores populares... y a lo que conservaba, o creía conservar, de chamaco y de paisano en si mismo.

         Su mayor logro acaso haya sido el de convencer a los niños de doce o trece generaciones de que eran los protagonistas felices, valerosos, aptos, del mundo. Auden (Forewords and afterwords) compara Las aventuras de Tom Sawyer con Alicia en el país de las maravillas. Los niños, intensamente identificados con Tom, con Huck o con el negro Jim, descubren que el mundo también es suyo ahora, aunque sólo ocurra durante la lectura y las ensoñaciones y recuerdos que deje. El niño no debe esperar veinte años; en esas novelas, el mundo emocionante es totalmente suyo, ahora.

         Y el humorismo. Un humor curioso que sigue llamando a la polémica, como en su primer día, pues lo mismo se le considera natural que prefabricado, alegre que amargado; sencillo o astutamente oportunista, sensato o sarcástico, conformista o devastador. 

         Abundan los testimonios de lectores que conocieron llenos de alegría esas novelas en la infancia, y las encontraron algo ácidas o pesimistas en relecturas de madurez. Ni modo: a final de cuentas narran la lucha por (en) la vida: hay pleitos, robos, esclavitud, asesinatos, muerte, crueldad deliberada, desilusión, desengaño, injusticia, aun en los “himnos” de Mark Twain a la infancia y al idílico norteamericano sureño blanco común, anterior a la industrialización y el urbanismo.

         Este humor se ensombrece con la edad: El extranjero misterioso (póstumo, 1916: un swiftiano, voltaireano, wellesiano o bradburiano extraterrestre viene a decir pestes de nuestro planeta). Sus páginas más “oscuras” se agruparon en Letters from the Earth, Ed. B. de Voto, Nueva York, Harper & Row, 1974. (En ellas aparecen extraños fragmentos omitidos en las publicaciones originales, ya fuera por autocensura deliberada, o por razones de espacio y de estética o estrategia formales... o por simple descuido.)

         En un principio, la crítica europea (George Eliot, Rémy de Gourmont) encontró en Mark Twain a un bufón iconoclasta, un salvaje del Mississippi que se permitía arremeter a martillazos contra la civilización. Luego se quiso ver en él al “auténtico hombre común de los Estados Unidos” (100 % American Guy), al aire libre y en mangas de camisa, incontaminado por las decadencias y pedanterías de la vieja cultura; y felizmente previo, como Adán, a la civilización industrial.

         Son un canto de fines de siglo a lo que los Estados Unidos supuestamente habían sido hacia 1830, antes de sus éxitos imperialistas, bélicos, técnicos, comerciales y financieros: la dorada prehistoria del Ugly American de la invasión a México, de la conquista del oeste, de la Guerra Civil, de los ferrocarriles y de su expansión mercantil y financiera por el mundo entero. Como su rana saltarina, Tom Sawyer y Huckleberry Finn pudieron ocurrir dos mil años antes, en una aldea griega.

         Y otra polémica: hay quien ve en su trato generalmente afectuoso pero algo distante de los negros, como en Faulkner, un mero bonachón o hipócrita “paternalismo racista” (se  ha intentado excluirlo de las escuelas); y quien señala, en cambio, que refleja el auténtico carácter cristiano y democrático de muchos “caballeros sureños decentes”, inevitablemente teñido a ratos de ciertos tamices y atavismos de la época (como en Lo que el viento se llevó): a final de cuentas, Mark Twain es un siglo anterior a Martin Luther King.

         Por otra parte, desconcierta que la crítica norteamericana suela exaltarlo como el pionero o inventor del lenguaje vernacular o slang en la prosa inglesa, como si Dickens no lo precediera en ello cincuenta años.

         Este falso mito del literato-sin-literatura, del escritor que resulta parto espontáneo de la realidad aventurera, aunque mil veces desmentido, ha seducido a casi todos los narradores norteamericanos, de Bret Harte, Thomas Wolfe y Hemingway al novato más joven de este año, pasando por los beatniks y Salinger. Así les ha ido.

         Mark Twain jamás autorizó tal etiqueta; por el contrario: se burló de todo lo “auténticamente norteamericano”. Hay que aceptar, sin embargo, que apostó por la sensata “incultura” norteamericana contra la “sobrecultura” europea en Un yanqui en la corte del rey Arturo (1889); y por los privilegios de la espontaneidad, la pobreza y la “escuela de la vida” contra el ceremonial, la riqueza y la instrucción escolar en El príncipe y el mendigo (1889).

         En realidad, el señor Clemens anduvo entre imprentas y periódicos desde los trece años. Si no leyó muchos libros (cosa de dudarse, pues se necesitaba mucha cultura europea para burlarse de ella con tales finura y abundancia, como lo hizo en Innocents Abroad, 1869), devoraba en cambio periódicos, donde colaboraban escritores locales y extranjeros como Dickens (ahí aparecían sus mayores obras, por entregas), y aprendió como nadie en su tiempo el oficio del reportero agradable, en el sentido opuesto al reportero sensacionalista o truculento, para la prensa de provincia. La prensa de provincia tiene una gran ventaja: el periodista suele establecer fácil y frecuente contacto con sus lectores comunes, y evaluar al momento sus trucos y efectos sobre el terreno; en la prensa nacional los periodistas famosos sólo tratan con periodistas, gángsters y/o políticos más famosos aún, o con Dios (y luego: ¡al manicomio!).

         Hasta resultó todo un crítico literario, con uno de los estudios críticos más salvajes y memorables de toda la literatura norteamericana: su paliza de 1895 a Fernimore Cooper, el celebérrimo, ileído y casi ilegible autor de El último mohicano, a quien acusa de tantas como de 115 “literary offenses

         Fue reportero toda su vida y uno de los más famosos del mundo. Más que informar, buscaba recobrar la atmósfera extraña, cómica, trágica, delirante de los aventureros y buscafortunas de la desaforada época de la expansión “imperial” norteamericana, lo mismo en el Mississippi que en Nevada y en California; así como de los viajeros y turistas por todo el planeta. En todos ellos, como declaró, se buscaba y se narraba sobre todo a sí mismo. “I celebrate myself,/ And what I assume you shall assume,/ For every atom belonging to me as good belongs to you...” (Whitman).

         Pronto descubrió que los lectores comunes, y aun más los letrados (pero con “mala conciencia” democrática frente a su cultura), le agradecían que reprodujera el habla de esa gente; y que relatara sus peripecias en el tono ligero, cómico, sin melodrama ni autoconmiseración, que ellos mismos supuestamente usaban al platicarse sus ajetreadas vidas en barcos, trenes o tabernas. Y que dejara en paz los rincones escabrosos de la conducta “impropia” o del subconsciente, tan obsesivos en el wicked Paris de la época.



EL GRADO DOS DE LA ESCRITURA

Aquí también hay polémica (entre los múltiples estudios sobre este autor destacan, en 1925, el de Van Wyck Brooks, The Ordeal of Mark Twain y, en 1966, el de Justin Kaplan: Mister Clemens and Mark Twain). ¿Qué tan fiel fue Mark Twain a los navegantes del Mississippi y a los buscadores de oro de California? En el paisaje, mucho; en el fondo, no tanto, como Dickens con respecto a Londres. Rescataba vastamente su anecdotario y sus andanzas, claro; pero deliberadamente los recreaba con otras proporciones, en un sentido imaginario, novelesco, idealizado, incluso autocensurado. Pues además se proponía ser popular —esto es: muchos lectores, muchas ventas—, en medio de una época y de un país ultrapuritanos.

         No se podía ser tan popular con escritos “inconvenientes”: hay pues puritanismo en Mark Twain. Resulta, a su modo, otro “victoriano”. En cierto sentido, se ve pudibundo incluso frente a su mustio contemporáneo y adversario, el ultracivilizado y proeuropeo Henry James. Hasta el crítico conservador Bernard de Voto (The portable Mark Twain, Nueva York, The Viking Press) se asombra de la ausencia de sexo en sus novelas: rara vez aparecen mujeres en edad de merecer: puras tías, o niñas, o matrimonios de ancianos, o sirvientas negras dizque “protegidas” de la libido blanca por la distancia racial.

         Nada de historias de amor, mucho menos deseos carnales. Puros niños o aventureros liberados, como si fuesen ángeles, del punzón erótico, como ocurriría luego en los cómics de las primeras décadas del nuevo siglo. Lo curioso es que tal cosa no suceda sólo en sus libros dirigidos especialmente a niños, sino en toda su obra, incluso en sus cartas: era tabú... precisamente en la época de Maupassant y en vísperas de En busca del tiempo perdido. Mark Twain afirmó alguna vez que “no existe humor en el paraíso”; bueno, a partir de su obra, tampoco existirían pubertad, libido, enamorados, noches de boda, matrimonios jóvenes ni tratos íntimos de ningún tipo entre el hombre y la mujer sobre la tierra.

         De ahí también que se excluyan de sus libros las zahurdas sicológicas, la obscenidad y la crudeza de aventureros y vagabundos, como en Dickens, y se acentúen sus perfiles cómicos y sus virtudes y episodios exteriores.

         Mucho Dickens, poco Zola, nada de Dostoyevski. Sus tramps poco tienen qué ver con los “miserables” de Hugo, los vagabundos, clochards o lúmpenes de otros autores. ¡Qué diferentes sus buscadores de oro de los aventureros de su seguidor Bruno Traven, en El tesoro de la Sierra Madre, por ejemplo! ¡Y qué semejantes, en otro sentido!: En la vida hay manzanas de oro (o simples manzanas muy sabrosas, sin oro) y todo está en luchar para alcanzarlas... Toda la vida consiste en ir tras esas manzanas. Y si no se logra conseguirlas, de cualquier manera ya se comió uno la sabrosa manzana, por el solo hecho de perseguirla.

         Sus novelas vociferan y cumplen la gran noticia: hay manzanas formidables para ti, niño o adulto, pobre o rico, culto o ignorante, negro o blanco, ¿qué haces ahí sentado? ¡Rápido, a la aventura! A pesar de algunos epigramas fatalistas, swift-voltaireanos, se le puede reprochar a Mark Twain su obsesión por la acción optimista: hay que ponerse en marcha, de inmediato: pase lo que pase, de eso se trata la gran vida. La vida es grande en Mark Twain. Así también en el señor Clemens, quien acometió incansablemente infinidad de oficios, empresas y negocios: sólo para fracasar en todos ellos, salvo en la escritura. ¡Qué chistoso que se ocupen de hablar tan mal de la literatura precisamente los autores que se hacen millonarios con ella! (Detesta tanto el esteticismo de Poe y de Jane Austen que escribe en 1909 a William Dean Howells: “La prosa de Poe me es totalmente ilegible —como la de Jane Austin [sic]. Pero hay una diferencia. Podría leer la prosa de Poe si me pagaran por ello, pero no la de Jane. Jane es totalmente imposible. Qué lástima que se le haya permitido morir de muerte natural”).

         Asombraba en Europa, y nos asombra a todos en este siglo, su alegre inocencia. Parece deliberada. ¿Dónde quedaban los viajes a la profundidad y a la oscuridad de la conducta humana que ya dejaba ver Balzac, escandalizaban en Baudelaire, Gogol, Dostoyevski y Zola, y atarearían al doctor Freud en Viena? Hubo una cerrada oposición sajona a esas turbulencias interiores. Al igual que Dickens y Whitman, que el Stevenson de La isla del tesoro, que el Kipling de Kim, que el Chesterton de los cuentos del Padre Brown, los rehuyó Mark Twain. Pretendían otra cosa.

         Twain quiso contar algo no real —sus críticos hablan de himnos idílicos—, una fresca y pura infancia inventada, depurada por la nostalgia de los momentos mejores, alejada de “lodos” mentales o sensuales y de los sicólogos; privilegiar la acción física, emocionante o divertida, ahuyentando los pájaros lúbricos o negros del alma y de la mente.

         En el prólogo a Las aventuras de Tom Sawyer deja claro su propósito: quiere un libro que emocione a niños y a niñas, y que les recuerde a los adultos sus mejores días de infancia “dorada”. (Aunque el lector no haya gozado de nada dorado en su infancia, se la reinventa o dora a su gusto, para no quedar desprotegido en su corazón.)

         Es más terminante en su nota introductoria a Las aventuras de Huckleberry Finn: “Serán procesados quienes intenten encontrar una finalidad en este relato; serán desterrados quienes intenten sacar del mismo una enseñanza moral; serán fusilados quienes intenten descubrir en él una intriga novelesca”.

         Se trataba pues de contar sabroso y con ligereza asuntos emocionantes pero “convenientes”, aunque con cierta irreverente ironía. Mark Twain significaba, en el lenguaje de los marineros del Mississippi, “marca dos”: dos brazas de profundidad (3.4 metros) señaladas en la sonda que se arrojaba al río para ver si era navegable. La profundidad mínima para poder navegar. El grado dos de la escritura. Esa ligereza enriqueció y ha vuelto perdurables sus principales novelas, que extrañamente gustan lo mismo (pero en diferente sentido) a niños que a adultos; a la gente que lee poco y malo que a los lectores enterados y exigentes.

         Para ello no sólo depuró personajes y episodios. Se valió de un humor agudo, pero agradable: más conversación alegre que sátira en forma, y de un curioso trabajo con el lenguaje. Aunque rinde al slang sureño y a los modismos de los negros el mismo culto que Dickens dedicó al cockney londinense, resulta que, una vez más, hizo de las suyas: inventó un dialecto, un melting pot a ratos atrabiliario de modismos y juegos de palabras. Muchas voces, expresiones y tonos provienen efectivamente de la realidad, pero el conjunto verbal es invención suya. Por eso sonríen tanto las palabras de todos sus personajes: hablan marktwainés. Nos agrada el habla de todos.

         Lo han demostrado muchos filólogos. A los propios sureños que leyeron sobre todo Las aventuras de Huckleberry Finn les costaba trabajo entender ciertos términos, ciertas frases. Éste es el libro de Mark Twain menos conocido y apreciado en castellano y acaso en otras lenguas, y más valorado en su país, precisamente por su riqueza verbal, que los traductores consideran imposible de verter sin gran pérdida a otro idioma.

         María Alfaro, la traductora castellana de Las aventuras de Tom Sawyer, de plano se indigna: “Por otra parte, el gran humorista americano creyó que todas las fantasías le eran permitidas. Y una de esas fantasías, a la cual se entrega con verdadera fruición, es la libertad del lenguaje. Una jerga incomprensible salpica sus diálogos, slang que no descifraban, a veces, ni sus mismos compatriotas... Un lenguaje, de un fuerte sabor en medio de su barbarie... un slang desorbitado...”

         Pero la obra de Mark Twain fue sobre todo juego. Por eso sigue siendo el gran clásico de los niños. Jugar con la realidad, con los recuerdos, con las invenciones y sobre todo con el propio lenguaje. El norteamericano común necesita libros de Mark Twain (como ocurre también con Faulkner) muy anotados y explicados en cuestión de vocabulario... Si es que los eruditos filólogos atinan a descifrar el travieso entrecruzamiento de diversas maneras de slang, geográficas y raciales, incluso generacionales (prolifera la “jerga de niños”), que arman buena parte de la gran fiesta de sus relatos.

         La otra parte es su celebrado don de humorista. Especialmente como conversador ligero: la sonrisa inigualable, perdurable, bromista, de sus relatos “inocentes”; pero también como surtidor de afilados epigramas: “Hay tres clases de mentiras: mentiras, pinches mentiras y estadísticas”; “El jabón y la educación no producen resultados tan súbitos como una masacre, pero a la larga son más mortales”; “Todo está en cultivarse. El durazno alguna vez fue una almendra amarga. La coliflor no es otra cosa que una col con educación universitaria”; “No existe otra cosa que urja tanto reformar como las costumbres de los demás”; “Un clásico es algo que todos quisieran haber leído pero que nadie quiere leer”; “Cuando éramos niños esperábamos que, si nos portábamos bien, Dios nos permitiría con el tiempo llegar a ser piratas”...

         “¿Cuáles serían las aventuras de Oliver Twist en el Mississippi?”, se preguntaría acaso el enamoriscado solterón Clemens, todo resplandeciente al abrazar a su invitada, diez años más joven, cuando salía de la conferencia de Dickens en Nueva York, el 27 de diciembre de 1867. Sin advertirlo, Dickens le ofreció un huevo de oro, que él hizo prosperar generosamente en las selvas y los rápidos del Mississippi. Mucho le deben sus libros a su avidez de realidad cotidiana de su país, prudentemente idealizada, pero más a sus lecturas de Dickens.



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