martes, 31 de agosto de 2021

LOS NUEVOS BUSCADORES DEL PLACER


LOS NUEVOS BUSCADORES DEL PLACER



                   “¡Divina Psiquis, dulce mariposa invisible,

                   que desde los abismos has venido a ser todo

                   lo que en mi ser nervioso y en mi cuerpo sensible

                   forma la chispa sacra de la estatua de lodo!”

                                                                            RUBÉN DARÍO

         “El amor es una cosa mental”, decía Leonardo. Los más hermosos cuerpos se aburren sin esa fuerza mental: díganlo los vestidores de bailarinas(es), modelos o atletas. Los Apolos y las Afroditas vivos, amontonados, se miran con fastidio y hartazgo. ¡En cambio, ah, el estudiantillo esquelético y barroso que persigue a la ninfeta pechugona a la salida del pan!

         Los placeres son asimismo una cosa mental. En la juventud de mi generación (años sesenta y setenta), el cigarrillo, el alcohol, los ligues callejeros, las ficheras y, escasamente, la mariguana —y claro: los discos, las películas y sobre todo los libros: la “era Cortázar”— nos seducían sobre todo por su fuerza utópica, por su carga de símbolo de paraísos o mundos extraños, nebulosos pero seductores. El lector no quería simplemente pasar un rato emocionante con un libro: se proponía en serio convertirse en un cronopio.

         Nos decían nuestros mayores: “¡Cómo le encuentras gusto a quemar papel, a embrutecerte con ese brebaje! ¡Cómo andas besuqueando a esas momias pintarrajeadas, como muñecas de cartón, cuando rebullen cientos de cándidas chamacas de prepa!” Bueno: había esa cosa mental. Lo mismo con la música: no era lo mismo bailar una rola de los Doors (“Come on, baby, light my fire!”) en una fiesta torpemente bacanalesca en un remoto departamento destartalado que, luego, obedeciendo los pasos del atildado instructor, en una aséptica sesión de aeróbics.

         El placer sexual fue todo un edén sobre la tierra, capaz de arriesgar por él hasta la terrible sífilis, desde el siglo XVIII, por esa cosa mental: el combate contra las prohibiciones puritanas y la búsqueda de las utopías románticas. Ninguna pornografía moderna alcanzará las exaltaciones sensuales de las novelas de Stendhal: la gran esposa semi o mal amada descubría su Adonis en un efebo pobretón, y éste se introducía a los goces de la gran burguesía o de la aristocracia a través de los edredones de la dama. Ahí está también medio Balzac. Las libertades y permisividades sexuales del siglo XX perdieron muchas veces, entre el fragor de sus conquistas “democráticas”, esa carga mental.

         La vida es una mentira que uno se inventa, y la goza al inventársela, hasta que descubre (y más le vale que ello ocurra en la alta vejez) que todo era un cuento incontrolable, escasamente voluntario, que se iba contando a sí mismo; o que su tiempo le iba contando sobre la marcha, permitiéndole sentirse un pequeño protagonista azorado.

         Esta fuerza utópica, este delirio de andarle buscando islas del tesoro a la vida urbana o suburbana; esta obsesión de vivir cada día como episodio de una gran batalla personal con grandes triunfos y conquistas en lontananza; marcan —con su ausencia brutal— el actual desencanto industrializado de las poblaciones modernas de fines del siglo XX. Unas chiches de video o de internet. Una Escala de Jacob para llegar a subgerente de relaciones públicas.

         Pero el mundo resulta menos deliberado de lo que suponemos.  Tal es nuestra victoria. No tenemos ni idea de qué ocurrencias locas, bobas, irracionales, peregrinas, inventen sin querer, estén ya inventando ahorita los chamacos, para iluminar su mundo. Y a lo mejor les funcionan.

         Es difícil imaginar algo más aburrido que las señoronas de las novelas de Henry James, con sus vestidotes como telones de ópera y sus sombrerotes, ataviadas como “edificios públicos” (según Wilde), chismeando sin la gracia de sus degeneradas abuelas del Antiguo Régimen (todas las marquesas aforísticas y epigramáticas de Las relaciones peligrosas). Existían todavía durante la Primera Guerra Mundial. Cocteau alcanzó a cronicarlas. Y en seguida, ¡la revolución femenina!

         No me refiero al odioso feminismo letrado, que siempre suena a puras páginas de Julio Jiménez Rueda o de Jaime Torres Bodet, sino al día glorioso del siglo XX, en los años veinte, cuando las chamacas tiran los corsés, miriñaques y crinolinas, y se untan vestiditos ligeros, casi peplos à la grecque, enseñando sus piernas en medias de colores, y coronando todo ello con una radical visita al peluquero, que les recortaba toda la cabellera a la Bob: quedaban bobbed, con un casquetito, listas para empuñar una raqueta de tenis o asaltar uno de los primeros Fords y chocarlo a toda la velocidad contra el primer árbol que se les enfrentara: El gran Gatsby.

         Se inventaron esa gran cosa mental: las flappers. Todos los “estudios de género”, tan tipo Julio Jiménez Rueda y Jaime Torres Bodet, que opacan y abisman nuestras universidades, no representan sino la triste decadencia de ese gran título de Scott Fitzgerald: Flappers y filósofos.

         El deporte fue otra gran explosión mental, devenida embutidero en estadios, a lo largo del siglo. Ángel Zárraga alcanzó a pintar, todavía en pleno edén, a los primeros (¡y a las primeras!) futbolistas. Las drogas, antes reservadas a los bohemios y carcelarios, ofrecían también (desde entonces) sus paraísos artificiales a la clase media. ¡Y la velocidad! El globo, el auto, el zepelín, el avión... estar en todas partes al mismo tiempo.

         Podría verse el siglo XX como el gran tramo apocalíptico de la historia: las guerras y las bombas, la contaminación, las epidemias, las hambrunas, los pogroms y los campos de concentración, las dictaduras burocráticas, etcétera. Pero se podría asimismo escribir un libro igual de gordo sobre todas las cosas mentales que se inventaron los habitantes de este siglo para hallarle placer a esta monótona naturaleza humana que lleva milenios con puro más de lo mismo.

         Lograron que no todo siempre fuera más de lo mismo. Una escena fílmica de Marlene Dietrich en los años treinta ya no era más de lo mismo, ni las primeras películas de vaqueros, ni los primeros chamacos de barrio, bien rebeldes con su chamarra roja (James Dean) o de cuero (Marlon Brando) en autos deportivos o en motos. O la pelvis de Elvis.

         En una película desoladísima de arrabales ruinosos y chamacos patibularios, en blanco y negro, La ley de la calle, esa cosa mental sobresalta como un pez súbitamente colorido. Todo el tesoro de la negra vida era ese pez a colores.

         Ahora se difama a la “contracultura”, religión laica inventada por puros filósofos como Aldous Huxley, Gerald Heard, Christopher Isherwood, Paul Goodman y Jean Paul Sartre. Se reduce el término a su acepción literal (con la proverbial tontera que acomete al buen narrador José Agustín cuando se mete a “ensayista”): contra-la-cultura, es decir, vandalismo snob en favor del analfabetismo soez y arrogante, de destruir ventanas ajenas, o de enmierdar y atronar vecindarios también ajenos, nomás por chingar y porque el odio (o el rencor social) contra todo y a lo pendejo suena bien chido...

         La contracultura (en su floración norteamericana y europea) fue muy otra cosa: la búsqueda de ese tesoro mental, de esa inspiración mágica, que volvía súbitamente diferente lo que siempre era más de lo mismo. Cuando Huxley, Heard e Isherwood, por ejemplo, importaron (años cuarenta) a las muy bonitas quintas de Santa Mónica, en el sur de California, la sabiduría budista, querían menos un escándalo o una excentricidad snobs que una vuelta a lo sagrado del mundo, de la persona, del amor, del alimento, de los episodios cotidianos. Lo mismo con el “eros polimorfo”, el peyote, el hachís y la mezcalina.

         El cristianismo se había deshilachado en sus desastres coloniales y de la Segunda Guerra Mundial. El hombre era basura. El yo era basura. ¿Cómo amar, disfrutar, descansar, anhelar desde un yo-basura a unos otros-basura (“El infierno son los otros”: Sartre); a unos coitos basura, a una música basura, a un arte basura, a unas letras basura?

         Podremos hacer todos los chistes concebibles contra la pedantería desabrida de los existencialistas (aunque jamás se haya cantado algo mejor que Les feuilles mortes, letra de Prévert, en la voz de Juliette Greco), o contra los oms de los hippies, pero esas ocurrencias le ayudaron durante veinte o treinta años a mucha gente a vivir una realidad inhabitable como si fuera otra cosa. Strawberryfields forever!

         Yo creo que esa cosa mental que vuelve placentero el monótono mundo —utopías, delirios, sueños, obsesiones; “Imagine”, diría de plano John Lennon— no suele resolverse en ideas geniales ni muy deliberadas. Simplemente ocurren, y prenden. El surrealismo fue una babosada (Cf. Borges), y prendió durante mucho tiempo.

         El hombre tiene (a veces) esa arma secreta: reinventar a partir de cualquier cosa, a ratos hasta de verdaderas baratijas, el tedio municipal y opaco, el muro que se interpone a cada paso, el desaliento que amarga desde antes de su concepción cualquier proyecto de aventura o de ilusión.

         Hay un libro de título terrorífico que me gusta mucho: Literatura comprometida, de André Gide: son sus últimos artículos de vejez. Ahí les da unas buenas nalgadas a sus queridos discípulos Albert Camus y Jean Paul Sartre. Ya dejen de hablar del suicidio como de “el único tema que importa”, les dice. Ya dejen de insistir en que todo es “absurdo”. Ya dejen de entonar minuciosas odas al asco, a la fealdad y al sinsentido del mundo. El mundo puede tener sentido, y placer, y florecimiento, si ustedes se lo inventan. Algo parecido había escrito Gide unos setenta años atrás en otra crisis finisecular: Los alimentos terrestres. (No conozco mayor antídoto contra la acedía que ése.)

         Uno se cuenta el cuento de su vida. Lo quiera o no. Y cuando corre con suerte, encuentra la cosa mental que lo vuelve placentero, y hasta trascendente. Salvo épocas total y largamente apocalípticas (el largo fascismo, el largo estalinismo), la gente no puede evitar enriquecer un poco o un mucho su existencia. Volverla placentera. (Hasta en la tremenda miseria de la Nueva España, según la novela El Canillitas de Valle-Arizpe). No sé qué travesuras anden urdiendo los muchachos que por estas semanas estrenan sus vidas.

         Yo soy un hombre de los sesentas y los setentas, para quien la cosa mental de aquellos años sigue reluciendo como entonces, aunque pocas veces la encuentre ya fuera de mi casa. (Gide: “Repaso una a una las ideas de mi juventud”). Pero algo, que seguramente no voy a entender ni me va a gustar, anda ajetreándose en los alrededores: el nuevo bullicio de quienes no se dejan amedrentar por los datos atrozmente documentados de la realidad, y apostarán sus vidas, al igual que tantas otras generaciones, como si cada minuto, cada ser, cada episodio de veras valieran la pena.

         El placer y la importancia del mundo les son absolutamente reales. Tratarán de que esa realidad codiciable y brillante (inventada, iluminada por ellos mismos) dure décadas. Hasta llegar al momento, entre más tardío mejor, en que, como tantas otras generaciones, recuerden a Leonardo (o a Rubén Darío) y sepan que la mariposa de la vida, su fulgor tornasol, su trascendencia irisada, era tan solo esa “cosa mental”, que nos ayuda a inventarnos la espesa y municipal vida de siempre como si de veras fuese nueva, y de veras fuese otra cosa.



domingo, 1 de agosto de 2021

INFORME RESERVADO SOBRE CARLOS MARÍA DE BUSTAMANTE


INFORME RESERVADO SOBRE CARLOS MARÍA DE BUSTAMANTE

Junio 22 de 1839
Al Ministro del Interior, don José Antonio Romero:
Informe de Dominó sobre don Carlos María de Bustamante

...Después de haber investigado al susodicho por espacio de tres meses, así como a su esposa y a algunas de las personas de su trato más cercano, nuestros Agentes Especiales se encuentran en el mayor estupor, pues parece que el “auditor de las guerras de Independencia” y “el historiador de Nuestros Tiempos”, don Carlos María de Bustamante, no sólo carece de cualquier tipo de documentos capaces de comprometer a personaje alguno, sino que tiene la cabeza embrollada de tal modo que no atina a distinguir sus verdaderos recuerdos de sus fantasías, en las que sólo él cree, y a ratos, pues cambia de versión de una plática a otra y de un folleto o libro a otro.
Hemos penetrado hasta su escritorio, menos humilde en realidad de lo que proclama en sus periódicos, y no hemos encontrado sino un nido de urraca con papeles revueltos, algunos polvorientos y maltratados por los ratones.
Sus apuntes resultan del todo ilegibles, al igual que los que se le han confiscado formalmente, de modo que don Carlos no tiene pensado sino continuar difundiendo fábulas según los dictados de su humor, que varía de la truculencia trágica a las farsas más chuscas; o con todo esto construye un maquiavélico entramado de jesuita para ocultar una verdadera conspiración, lo que nadie cree.
“Es un tipo falto de seso”, dijo don Lucas Alamán. “Ha vivido muchas aventuras, pero siempre con la cabeza a pájaros, de modo que ni siquiera se enteraba de lo que estaba viviendo.” Don Lorenzo de Zavala se expresaba de los escritos y habladas de don Carlos en términos que no sería decente reproducir.
Otros personajes han hablado al mismo tiempo de lo mudable de su carácter, pues ahora deturpa a quien ayer adulara, y viceversa, a veces sin razón alguna, o con puras razones de su magín.
Es incomprensible su odio tenaz a Iturbide, su ídolo de otros tiempos, como el actual contra Valentín Gómez Farías, a quien el público imaginaría de su propio bando. Sobre el Señor Presidente se le han encontrado pocas frases, habladas o escritas, todas inexpugnables. Hemos de recordar que en otros tiempos se ufanó de ser el secretario (que según sus gestos y guiños intencionados quería significar el verdadero cerebro) del general don Antonio López de Santa Anna.
Es abogado. Se dice que en épocas del virrey Iturrigaray tuvo algún cargo de juez, que abandonó para no firmar una sentencia de muerte contra un desdichado a quien ni siquiera conocía. Luego, con el virrey Venegas, debió huir de la ciudad de México por sus abusos de la libertad de prensa con su periódico El Juguetillo, en los tiempos de vigencia de la Constitución de 1812, que sumaron exactamente noventa días. Su corazón al parecer tan tierno no le impidió mezclarse con los asesinos excomulgados de la turba de Morelos y de Rayón.
Habla y escribe pestes de la opresión del régimen español, principalmente de la que, según su dicho, sufrió sin culpa alguna su benefactor el licenciado Verdad; y de las que padecieron su esposa y él mismo (parece que más ella que él), por el motivo de los escritos rebeldes o insolentes antes mencionados.
La señora se llama doña Manuela García Villaseñor, y no falta voz que le atribuya todos los líos de don Carlos, quien atenido a su propia imaginación acaso nunca habría salido de las imprentas y bibliotecas; esta señora es de armas tomar y debiera estar más rigurosamente vigilada que su marido. Es ella, por lo demás, la que cuenta con influencias entre personas de peso. Y a través de quien corren más alto las intrigas y los chismes.
Pero el lector que quiera encontrar verdaderas andanadas contra el ejército realista saldrá sin duda defraudado en la conversación y en los estrafalarios escritos de don Carlos, tales como Cuadro histórico de la Revolución de la América Mexicana, Hay tiempos de hablar y tiempos de callar, Mañanas de la Alameda de México, etcétera.
Sus iras se abocan, tupidas y constantes, contra el ejército insurgente, debido, según dicen, a que no se le respetó el alto cargo legal y militar (Brigadier, Inspector General de Caballería, etcétera) que el general Morelos, de creerle, le habría conferido, de modo que a la muerte de Morelos anduvo a salto de mata de bandolero insurgente a bandolero insurgente durante unos siete años, víctima de privaciones y de humillaciones sin número. Parece que tuvo que fungir como secretario de algún matón de Tierra Caliente, donde conoció mayor despotismo que en tiranía gubernamental alguna. Ha estado en varias cárceles, bajo todo tipo de bandos, por todo tipo de motivos.
De modo que habrá en sus dichos y escritos material más numeroso contra los viejos alzados insurgentes que en su favor, si bien es proclive a dar por cierta toda leyenda portentosa, toda escena fantasiosa para satisfacer la inocencia del populacho. Chisme que en mala hora inventa y es celebrado por los léperos de la Plaza Mayor, chisme que ingresa como muy serio dato histórico a sus anales. Se hace llamar “Historiador del Pueblo”.
Cada cosa la cuenta cincuenta veces, incluso a la misma persona, y siempre de modo diferente; y así la escribe cien, de modo que sus incontables escritos se anulan a sí mismos en un laberinto inabordable.
         Es uno de los publicistas o periodistas de los viejos tiempos, como El Pensador Mexicano o el padre Mier, con más palabras que sesos. Resulta pues tan inofensivo como El Pensador, mero juguete de la muchedumbre ociosa en las pulquerías de la Plaza Mayor. El Juguetillo, ya lo dijimos, fue uno de sus viejos periódicos, y en efecto, en efecto...
Más que Comadronas o Parteras de la Libertad, como quisieran ser considerados, El Pensador y don Carlos fueron sus tías enfadosas; aquél no se cansaba de los sermones morales, los coscorrones y los jalones de orejas a los vecinos por cualquier nimiedad; éste, sentimental, gritón, llorón, que clama por el fin del mundo cada vez que zumba una mosca, y saca a relucir a los merovingios cuando un aguador tose, no conoce el fin para sus lamentos. Otros figurarán como el azote de nuestra política; con seguridad, éstos lo son de nuestras letras.
Es de dudarse que los lancasterianos obren bien, enseñando a leer a tanto niño con su varita y su cajita de arena, si los pupilos van a terminar leyendo a don Carlos o al Pensador, según temen nuestros árcades. “Si ambos hubiesen optado para curas, habrían predicado sermones más chabacanos que los del padre Sartorio”, se le ha escuchado decir a Lacunza. Sartorio fue tan azote de los pobres devotos en el púlpito, como don Carlos de los diputados en la cámara. Sartorio vaciaba involuntariamente los templos con mayor rapidez que los sofismas rabiosos de un Voltaire; don Carlos consigue evacuar la cámara de diputados mejor que un temblor de tierra.
Tuvo sin embargo, se nos informa, tres momentos de verdadero riesgo público: el uso de la prensa con fines de alborotador, durante los noventa días de la vigencia de la Constitución de Cádiz; su infatuación como alter ego y hasta, en su megalomanía, como el cerebro del general Morelos; y finalmente, pues los locos se juntan, su manera de quemarse, pues de otra manera no podría decirse, con las quimeras del padre Mier.
Siguiendo las ocurrencias arqueológicas del padre Mier, anduvo un tiempo tratando de volver a la Edad de los Aztecas, y realizó sinnúmero de viajes y pesquisas para encontrar un descendiente de Moctezuma o de Cuauhtémoc (y al no hallarlos, rastreó hasta los de Xicoténcatl, Calzontzin y Cacama) a quien colocar la corona que perdió el llorado Emperador Agustín I. Dicen que el general Guadalupe Victoria lo secundaba en estos desvaríos, trasegando archivos y reuniendo a ancianos indígenas en pos de los descendientes de Nezahualcóyotl y hasta de doña Marina, que en caso de haber encontrado los de ésta última provendrían también, con toda seguridad, de la varia tropa conquistadora y no de don Fernando Cortés, pues con éste sólo tuvo un entenado que se perdió en el mar.
Es un hecho que don Carlos publicó el mismo año que Iturbide consumaba la Independencia una más que intencionada Galería de antiguos príncipes mexicanos, que le publicó ¡la propia oficina del Gobierno Imperial!
Don Carlos está medio calvo, medio encorvado y medio acabado, pero con suma vivacidad, especialmente cuando habla de “sus” guerras de Independencia, y más aún cuando las escribe.
El papel lo soporta todo, hasta los escritos de don Carlos. Y no habría fábrica de papel que se diera abasto para que don Carlos llenara resmas con todas sus cuitas.
No goza de prestigio alguno entre los sabios, ni entre los políticos, ni entre el clero, ni entre el ejército. Lo detestan y lo embroman por igual los españoles y los mexicanos de toda casta y condición. De cotorra no lo bajan.
En consecuencia, opino humildemente que nada se pierde dejándolo parlotear y garabatear cuanto quiera. Hasta se le podría estimular un poco con alguna medalla, alguna subvención. Entre más escriba, menos dirá. Casi no ha habido legislatura en México donde no figure como diputado, y goza en la cámara de gran popularidad, pues cuando se levanta a declamar alguno de sus interminables discursos, es señal para que todos los demás legisladores, como impulsados por el mismo resorte, salgan a fumar a los pasillos y salones. Eso no lo arredra: sigue perorando solo.
Y hay quien afirma que hay algo peor que don Carlos de Bustamante escribiendo, y es don Carlos de Bustamante escupiendo discursos con una voz tan chillona que a la repugnancia mental de sus escuchas añade una repugnancia física indomeñable. Cuando los diputados de su facción quieren “tronar” la sesión, lo hacen subir al estrado: pronto la sala queda vacía. Cuando se pretende que la asamblea prospere le atiborran de inmediato los carrillos de trapos y papeles; y don Carlos sufre tal ahogo con resignación heroica, como uno más de los innumerables sacrificios que la Patria diariamente le exige.
Hemos escuchado en las cantinas las carcajadas más soeces precisamente cuando se leen en voz alta sus tiradas trágicas, como de la Biblia o de alguna ópera, sobre el destino, para él infausto, de la República; en cambio, cuando se acriolla, y platica con idioma vulgar y guasón, hasta los peones y paleros, los léperos, zaragates y huauchinangos de la Plaza Mayor, le corrigen el estilo y le echan en cara que ponga como chiquero nuestra hermosa y cristiana lengua.
Nada tiene qué perder, en nuestra humilde opinión, la paz pública, con semejante guasón revestido a ratos de bíblica plañidera. Es simplemente un tipo pintoresco de épocas idas y de las que poca gente quiere acordarse, salvo por sus aspectos chuscos, que don Carlos sirve en abundancia.
         Pero no se podría fiar de él para asunto serio alguno, que lo volvería feria y escándalo de pulquería.
         Éste es el sentir que hemos reunido entre las personas que lo tratan, conocen o han leído. Y así lo informamos puntualmente a Su Excelencia.     
         El Agente Dominó.