viernes, 30 de junio de 2023

LA LLORONA NÚMERO 9

 

LA LLORONA NÚMERO 9

 

 

Por José Joaquín Blanco

                                                         “...de musa a musa...”

                                                         SALVADOR NOVO: Diálogos

 

Durante los años setenta del pasado siglo, el agónico cine mexicano, que llevaba tres lustros de crisis después de su “época de oro”, se vio exuberante de promesas. Durante dos sexenios las mayores autoridades cinematográficas fueron nada menos que hermanos de los presidentes de la república: Rodolfo Echeverría y Margarita López Portillo.

Se acusó al primero de promover un cine populista, gobiernista, tercermundista, casi soviético. Pero alcanzó a levantar en una de las esquinas de Calzada de Tlalpan y Río Churubusco, junto a los estudios cinematográficos (en los terrenos donde se construiría una década más tarde el Centro Nacional de las Artes), un moderno y lujoso edificio que durante unos seis años proclamó las promesas gubernamentales del Nuevo Cine Mexicano: la Cineteca Nacional.

Tenía salas, librería, cafetería-restorán, galería, oficinas, almacén.  Dependía de la Secretaría de Gobernación, pero ahí se mostraban precisamente las grandes películas internacionales cuya exhibición esa misma autoridad prohibía terminantemente en cualquier otra parte, por su contenido erótico o político.

Se trataba de un cine de excepción, concurrido por cineadictos de excepción, que con sólo desembarcar en su acera, entre el horrísono tráfico de Calzada de Tlalpan y Río Churubusco, se sentían un poco en Europa, en la Orilla Izquierda de la Cultura. Años de relumbrante esnobismo.

         Margarita López Portillo era la hermana queridísima del presidente, la única entre todos los mexicanos a quienes ese presidente jamás podía decirle un no. Y ella pedía mucho. Lo pedía todo. Nunca se le dijo no. Pero careció de la modestia de Hillary Clinton, quien se satisfizo con una mera senaduría; Margarita pidió todo el poder en radio, en televisión y cinematografía. La cuchara grande.

Dicen que lo primero que hizo fue visitar todas las oficinas y escandalizarse de lo mal decoradas que estaban; contrató de inmediato a su amiga, la cuentista Guadalupe Dueñas, para que comprara unos cuantos cientos de pinturas geniales a fin de dignificar sus muros. Lo segundo que hizo fue correr a tamborazos a la propia Guadalupe Dueñas, que porque andaba gastando millones en puras porquerías pictóricas. Que se regresara, pero ya, “al anonimato de sus cuentitos idiotas”. Eso dicen. Las escritoras suelen ser amigas terribles.

         “Doña Margarita”, como se le llamó durante todo el sexenio lópezportillista, era poeta y escritora. Se consideraba una gran autora ninguneada por la envidia y la imbecilidad de los mexicanos, especialmente por sus maestros, como Agustín Yáñez, quien nunca se convenció del todo –aunque parece que no le quedó más remedio que aceptarlo ante ella de viva voz- de que los poemas de Margarita López Portillo fueran mejores que los de sor Juana. “¡Y lo son!”, exclamaba la hermana presidencial: “¡Son más modernos!” Sus colegas Griselda Álvarez y Margarita Michelena la aplaudían a rabiar.

         Doña Margarita sufría de una obsesión algo necrofílica con respecto a sor Juana. Hizo remover los cimientos del Convento de San Jerónimo para encontrar unos huesos de monja. (Debe haber ahí varias generaciones de monjas enterradas durante tres siglos, en sudarios semejantes, confundidas las unas con las otras.) Se los llevó a su casa.

Ocurrieron muchos líos, que llegaron hasta al Senado de la República, con motivo de tales huesos indocumentados, pero “históricos” (todos los huesos son historia) y “auténticos en certeza espiritual”.

Los antropólogos no certificaron que tal esqueleto fuese el único y verdadero de sor Juana Inés de la Cruz, pero Doña Margarita, tan dada a las brujas y a los médiums, prescindió de la ciencia y les descubrió un aura sorjuanesca indiscutible. Ésa era su verdad; en consecuencia: la verdad y punto.

Ahí en su casa, junto a los huesos, conversaba con sor Juana. O se los llevaba a la oficina y los colgaba frente a su escritorio, en el perchero.

-¡Eh tú, Juana! ¿Qué te parecen estos pendejos?

         Octavio Paz, en la introducción a su célebre biografía de la poetisa, celebra el sorjuanismo de doña Margarita. Pero el poema más conocido de la hermana presidencial fue, años más tarde, una loa al Subcomandante Marcos, publicado en la revista Proceso en las primeras semanas de 1994: los rebeldes de Chiapas de alguna manera continuaban el sexenio de José López Portillo, tan combatido por su dilecto sucesor, el presidente Miguel de la Madrid.

Antes de esa oda al Nuevo Redentor de los Indios, al Nuevo Liberador de México, doña Margarita había escrito y llevado al cine (con Sonia Infante como protagonista) un emblema de la bravía mujer mexicana, Toña Machetes; y en el papel de semejante dictadora terrible la sufrían sus empavorecidos subalternos y empleados de la Dirección de Radio, Televisión y Cinematografía de la Secretaría de Gobernación. Eso cuando el gobierno tenía todo el poder sobre esos medios y todo el dinero del mundo para realizar sus caprichos.

         Pero México seguía siendo ingrato con doña Margarita. Por más que quisiera redimirlo todo, no encontraba sino puro imbécil a su alrededor.

-¡No se puede hacer nada con tanto pendejo, Juana! Encargo guiones, los pago a precio de oro, para producir buenas películas mexicanas, para poner en alto el nombre de mi México, para recuperar nuestra historia y nuestras tradiciones, ¡y me traen historias de puras putas antiguas! Que la Frida Kahlo, que la Tina Modotti, que la Nahui Olín, que la Benita...

Sólo autorizó una “película de putas antiguas”, sobre Antonieta Rivas Mercado, pues consideraba a esta mujer “la más cepilladita” de entre todas las “horizontales” de su calaña. Y para ello importó, a precio de oro, director y actriz extranjeros, famosísimos.

         De no vivir agobiada por el duro peso de su responsabilidad oficial, ella misma se habría puesto a escribir el guión, y hasta a filmar y a protagonizar personalmente esa película que reivindicara al país y devolviera la cinematografía nacional a aquella “época de oro” de la que no debió de haber salido. Pero carecía de un momento libre. Había un memorándum, cese o denuncia ante la Procuraduría General de la República que firmar o dictar a cada instante contra tantos pendejos como proliferaban en el país.

Convocó entonces, con toda la autoridad de su cargo y de su apellido, a diez barbones de El Colegio de México, de El Colegio Nacional, de la UNAM, de diversas universidades europeas y norteamericanas:

-Quiero ya, pero para ayer, un guión sobre la Llorona...

Acaso los huesos de sor Juana le habían susurrado tal inspiración:

-Doña Margarita, me atrevo a sugerirle a Su Merced una película sobre la Llorona...

-Ay Juana, tú y tus oscurantismos coloniales. ¿No puedes más que pensar en puros trebejos de la Colonia?  Mejor cállate.

-¡Pero ya se filmó hace muchos años, con María Elena Marqués, y fue un fracaso de taquilla! –se atrevió alguno de nosotros a objetar, con terror de verse transferido de inmediato a un calabozo de la policía judicial.

-¡Bah, olvídense de eso!: ¡la historia de México comienza ahora!, y se trata de la película sobre nuestra Llorona, no de babosadas...

-En efecto –anotó un adulador-, aquella película nada tenía que ver con nuestra Llorona tradicional: era simplemente una mujer de la Colonia, despechada por su amante, que hasta mata a sus hijos o algo así; y luego regresa en los años cincuenta del siglo XX a matar niñitos y a vocear su infortunio...

-Bueno –repuso un valiente mexicanista francés-, ésa en efecto es una de las ocho tradiciones de la Llorona, aunque adicionada con la matanza de sus propios hijos, digna más bien de Medea. Contamos con 1) La matrona que llora por sus hijos, asesinados o hundidos en la miseria; 2) La amante burlada y abandonada, cuyo seductor se había casado con otra, y que muerta por la tristeza o por propia mano, regresa en busca inútil de su gran amor a pesar de que corran los siglos; 3) La viuda estéril, que llora al difunto y su falta de hijos; 4) La esposa que había sido infiel, y volvía del infierno todas las noches a confesar su infamia; 5) La esposa fiel cruelmente asesinada a puñaladas por el marido celoso...

-De todas hagan una –repuso, impaciente y salomónica doña Margarita-, ¡pero ya, y que sea muy mexicana y que ponga en alto el nombre de mi México! ¡El sexenio se está acabando!

-Está la vertiente indígena –continuó el valiente americanista francés, muy protegido por su pasaporte extranjero y armado de un imponente fichero portátil, manual, pues todavía no aparecían las lap-top-: 6) La Malinche arrepentida, que lamenta los muertos provocados por su pretendida traición; 7) Alguna diosa indígena, que reunía y amplificaba el llanto de todas las madres aztecas, después de la caída de Tenochtitlan; y finalmente 8) Un extraño ángel o fantasma cristiano, ataviado como madre azteca, que se le apareció a Moctezuma poco antes de la llegada de los españoles para pronosticarle el fin de su imperio. Dice Sahagún del sexto pronóstico fatídico de Moctezuma: que “...de noche se oyeran voces muchas veces como de una mujer angustiada y con lloro decía: ‘¡Oh, hijos míos, que ya ha llegado vuestra destrucción!’ Y otras veces decía: ‘¡Oh hijos míos, ¿dónde os llevaré para que no os acabéis de perder!?’”

-No me venga con relumbrones de erudito, mesié. Quiero una gran película que ponga en alto el nombre de mi México, no sabihondeces de rata de biblioteca. Abomino de las ratas de biblioteca. Quiero para ya, para ayer, el guión de esa película. Hagan una sola historia, una buena historia, de todas esas tradiciones. Buenas tardes, señores. ¡Nos vemos pasado mañana con el guión listo para la preproducción!

Y se fue a platicar a su recámara con los huesos de sor Juana, que ahí tenía juntito, en su buró. O a su oficina, con la osamenta apilada sobre un archivero, a manera de una folklórica calaca de cartón, de las que se queman como un judas (la había sometido al rigor de la lavadora automática, con harto detergente, a fin de dejarla presentable y digna de acompañar a tan alta funcionaria).

Los huesos de sor Juana estaban algo resentidos con la insolencia y el ego desbordantes de doña Margarita. Ya no sólo les decía: “Mis poemas son mejores que los tuyos, monja; ¡son más modernos!” También les decía: “¡A los cuarenta y siete años estabas chimuela! ¡Moriste chimuela! ¡Te enterraron chimuela! ¡Tu cadáver demuestra que estabas chimuela! ¡Recitabas tus archigongorinos poemas frente a los virreyes, en el refectorio, con la bocota chimuela! ¿Siquiera tenías el pudor de cubrirte la dentadura averiada con un velo? Yo ya te llevo unos añitos, aquí entre nos, y mira mis dientes: ¡per-fec-tos!”

Flacos se veían los restos de sor Juana frente a la gruesa silueta de doña Margarita (gruesa pero compactada por una reciente liposucción en Europa). La cara blanqueada y repintada como artesanía japonesa, de esas turísticas caritas de porcelana de a tres por un dólar.

Y en esos coloquios andaba la terrible intelectual Margarita López Portillo con una humillada y bocabajeada sor-Juana-en-sus-huesos. De hecho, ya estaba terminando de ponerla “en su lugar” (“¡Esa crecida: se siente más clásica nomás porque es más vieja!”), cuando sonó el teléfono de la red presidencial. Todavía no existían los celulares. Y ahí sí que hubo un gritazo, un aullido, que ni la Llorona.

-¡Aaay pendeeeejos! ¡Hacerme esto a mí!

El país de pendejos había vuelto a traicionar a doña Margarita, ¡y de qué manera!

Marcó el número de su hermano presidente, de los secretarios de Gobernación, de Educación Pública, de la Defensa y de Relaciones Exteriores; del Procurador de la República y del director de Seguridad Nacional. A todos no supo ni pudo sino espetarles:

-¡Aaay pendeeeejos! ¡Hacerme esto a mí!

Había estallado el moderno, promisorio, esnob, excepcional, primermundista edificio de la Cineteca Nacional, con las salas rebosantes de público; valiosos objetos y obras de arte en exhibición, y todas sus bodegas repletas de las Grandes Películas de la Humanidad, incluyendo los negativos de muchas películas nacionales antiguas, prestigiosas, irrecuperables...

Atardecía. Se hizo trasladar entre patrullas y ambulancias ensordecedoras hasta el camellón de Río Churubusco, frente a la Cineteca. Se plantó con sus doscientos guaruras. Ahí estaba su Roma en llamas, a todo color, como en cinemascope. Todavía salía o sacaban en camillas gente semichamuscada, semiasfixiada. Se decía que los recintos estaban llenos de cadáveres.

Todo el rumbo se ensombrecía con un humo químico denso, irrespirable. La gente traía los ojos colorados como llagas. A cada momento atronaba un nuevo estallido de las Joyas Cinematográficas del acervo nacional.

-¡Se los dije! ¡Se los dije! “¡Tengan cuidado! ¡Tengan mucho cuidado con mi cine nacional!” ¡Aaay pendejos! ¡Hacerme esto a mí!

-¿A quién se lo dijo? –preguntó un audaz reportero de la tele.

-A Pepe, a Chucho, a Víctor, a Miguel, a Fernando, a Arturo, a Carlos, ¡a todos! ¡A todos! Les dije que siempre tuvieran mucho cuidado con mi cine nacional y que siempre pusieran en alto el nombre de mi México.

Pepe era el presidente; los otros, secretarios de estado o altos funcionarios del gobierno federal. Carlos y Arturo eran el regente y el jefe de la policía de la capital.

Más calmada, en las horas y días siguientes, doña Margarita amplió su requisitoria contra todos los funcionarios medianos, y hasta los empleados, almacenistas, barrenderos y espectadores de la Cineteca Nacional.

Supongo que los huesos de sor Juana se llevaron una buena zarandeadita, en la recámara o en la oficina, peor que aquélla de la lavadora automática (chaca-chaca), por no haberla prevenido (“¡Pinche Juana! ¿No que muy sabihonda?”) de lo que se sabía desde hacía años en todas las oficinas de la Dirección de Radio, Televisión y Cinematografía de la Secretaría de Gobernación, pero que los altos funcionarios preferían no tomar en serio: es decir, que la Cineteca Nacional carecía de instalaciones apropiadas para guardar tanto material sumamente inflamable como eran las películas y en especial las películas muy viejas. Que de hecho constituía una bomba inminente.

-Se lo dijimos a doña Margarita, le mandamos muchos informes; pero no quiso gastar dinero en vulgares instalaciones burocráticas, sino en grandes producciones que recobraran su identidad nacional y pusieran muy en alto el nombre de su México. Sólo nos respondió: ‘Nomás tengan cuidado, mucho cuidado, y pongan siempre en alto el nombre de mi México’; y ya. 

Doña Margarita se olvidó por completo del guión que nos había encargado. Se dedicó durante el resto del gobierno de su hermano en gritar: “¡Aaay pendejos! ¡Hacerme esto a mí!” por todas partes; a gentes y a huesos, a funcionarios y a empleados; al pueblo y a los astros. 

Le guardó mucho rencor a sor Juana. Hacerle eso a ella, a doña Margarita, quien había sacado a sor Juana del anonimato absoluto al estampar su efigie en billetes y monedas de curso legal. Sor Juana, con todo y huesos, también la había decepcionado.

¿Qué le costaba haberle avisado, a través de un médium, o de sus propios huesos: “Doña Margarita, advierto a Su Merced que el mes que entra se va a quemar la Cineteca Nacional”?

-¡Habría podido tomar yo las medidas oportunas! Pero esa Juana amargada y envidiosa se quedó callada, nomás para fastidiarme...

Su grito se hizo tan famoso que el valiente mexicanista francés no consideró del todo inútil su viaje a México: añadió un dato a su fichero, aunque ni a él ni al resto del “equipo de la Llorona” se nos pagaron gastos ni honorarios.

Después de llamar en vano por teléfono innumerables veces a la oficina de doña Margarita, escribió una protesta dirigida a su embajador y se regresó a Francia. Nos dijo cuando fuimos a despedirlo al aeropuerto:

-Ya tienen otra Llorona. La Llorona número 9. Sólo que ésta no aullará de noche en el centro de la Ciudad, por las inmediaciones del Zócalo, como las otras ocho; sino por todo Churubusco y por toda la Calzada de Tlalpan, como estampida de sirenas de patrullas y ambulancias: “¡Aaaay pendeeeejos! ¿Hacerme esto a mí?”

Tuvo razón. Todos quienes vivimos esa tarde de 1982 en que ardió la Cineteca, recordamos a la Llorona Número 9 siempre que pasamos por la esquina de Calzada de Tlalpan y Río Churubusco. Ésta es una nueva tradición o leyenda de las calles de México. De modo que doña Margarita ya compartirá créditos con su menospreciada sor Juana en algún resumen de la cultura mexicana.

Aunque tal vez su “Oda al Subcomandante Marcos” aparezca pronto como poema declamable en los libros de texto gratuito. Y entonces sí, ¡sufre, sor Juana! Habrá una poetisa más famosa.

 

 

 

 

sábado, 3 de junio de 2023

EL HUEVO. UN CUENTO DE SHERWOOD ANDERSON

EL HUEVO
POR SHERWOOD ANDERSON
TRADUCCIÓN Y NOTA DE JOSÉ JOAQUÍN BLANCO


Mi padre, estoy seguro, tendía por naturaleza a ser alegre y bondadoso. Hasta los treinta y cuatro años trabajó como granjero para un hombre llamado Thomas Butterworth, que tenía una propiedad cerca del pueblo de Bidwell, Ohio. Por entonces era dueño de su propio caballo y bajaba al pueblo las tardes de sábado a pasar unas cuantas horas de trato social con otros peones de granja. En el pueblo tomaba varios vasos de cerveza y se la pasaba de pie en la cantina de Ben Head, llena las tardes de sábado de los peones de las granjas que venían de visita. Se cantaban canciones y se hacía ruido con los vasos sobre la barra. A las diez en punto de la noche mi padre cabalgaba a casa a través del solitario camino campestre, cuidaba que su caballo pasara la noche con comodidad y se iba a dormir, completamente feliz de su posición en la vida. No tenía por entonces la idea de tratar de ascender en el mundo.
Fue en la primavera de su año treinta y cinco que mi padre se casó con mi madre, quien era entonces maestra de escuela, y la primavera siguiente llegué retorciéndome y chillando al mundo. Ellos se volvieron ambiciosos. La pasión norteamericana de ascender en el mundo se apoderó de ellos.
Pudo ser que mi madre tuviese la culpa. Como era maestra de escuela sin duda había leído libros y revistas. Supongo que había leído de cómo Garfield, Lincoln y otros norteamericanos subieron de la pobreza a la fama y a la grandeza, y mientras yo estaba acostado junto a ella —en los días en que se reponía del parto— pudo haber soñado que en un futuro yo dominaría hombres y ciudades. De cualquier modo ella indujo a mi padre a abandonar su sitio como peón de granja, a vender su caballo y a embarcarse en una empresa independiente, propia. Ella era una mujer alta y callada, de larga nariz y ojos grises y apesadumbrados. No quería nada para ella misma. En cuanto a mi padre y a mí, era incurablemente ambiciosa.
La primera aventura que intentaron resultó mal. Rentaron diez acres de terreno pobre y pedregoso sobre Griggs’s Road, a ocho millas de Bidwell, y se lanzaron a criar pollos. Pasé mi infancia en ese sitio y ahí tuve mis primeras impresiones de la vida. Fueron desde el principio impresiones de desastre y si, a mi vez, salí un hombre melancólico inclinado a ver el lado oscuro de la vida, lo atribuyo al hecho de que los que debieran haber sido los alegres y dichosos años de la infancia los pasé en una granja de pollos.
Quien no esté enterado de tales asuntos no puede tener idea de las muchas cosas trágicas que le pueden ocurrir a un pollo. Nace de un huevo, vive durante unas cuantas semanas como una cosita de pelusa, igual que las que ves pintadas en las tarjetas de Pascua; luego cobra una desnudez odiosa, come cantidades de grano y de alimento comprado con el sudor de la frente de tu padre, agarra enfermedades llamadas moquillo, cólera y otros nombres, se queda mirando con ojos estúpidos al sol, se enferma y se muere. Unas pocas gallinas y de vez en cuando un gallo, dirigidos a servir los misteriosos designios de Dios, luchan por llegar a la edad madura. Las gallinas ponen huevos de los que salen otros pollos y así culmina el terrible ciclo. Todo esto es increíblemente complejo. La mayoría de los filósofos debieron haberse criado en granjas de pollos. Uno pone tantas esperanzas en un pollo y se ve tan espantosamente desilusionado. Los pollitos, en el preciso momento en que inician su jornada en la vida, se ven tan brillantes y alertas y en realidad son tan horriblemente estúpidos. Se parecen tanto a la gente que se inmiscuyen en los juicios que uno hace de la vida. Si no los mata la enfermedad se esperan hasta que parecen colmar tus expectativas, y entonces caminan bajo las ruedas de una carreta para ser aplastados y asesinados y retornados a su hacedor. Se llenan de bichos en su juventud y hay que gastar fortunas en polvos curativos. He visto en mi vida adulta cómo se ha fabricado toda una literatura sobre el tema de las fortunas que pueden hacerse de la crianza de pollos. Se dirige a la lectura de los dioses que acaban de comer del árbol del bien y del mal. Es una literatura esperanzada que declara lo mucho que puede hacer la gente sencilla y ambiciosa con unas cuantas gallinas. No te dejes desencaminar por ella. No fue escrita para ti. Vete a buscar oro en las heladas colinas de Alaska, pon tu fe en la honestidad de un político, cree si quieres que el mundo diariamente se vuelve un poco mejor y que el bien triunfará sobre el mal, pero no leas ni creas en la literatura que se escribe con respecto a las gallinas. No fue escrita para ti.
Pero estoy divagando. Mi cuento no trata principalmente de la gallina. Si lo cuento correctamente se centrará en el huevo. Durante diez años mi padre y mi madre lucharon para hacer rentable nuestra granja de pollos, entonces abandonaron esa lucha y empezaron otra. Se mudaron al pueblo de Bidwell, Ohio, y se embarcaron en el negocio de un restorán. Después de diez años de preocuparse de las encubadoras que no encubaban, de las pequeñas —a su modo preciosas— bolitas de pelusa que se transformaban en una pollez semidesnuda, y de ahí en la fatal gallinez, lo echamos todo por la borda, empacamos nuestras pertenencias y bajamos en una carreta por Griggs’s Road hacia Bidwell, una pequeña caravana de esperanza que buscaba un nuevo lugar desde el cual empezar nuestra jornada ascendente por la vida.
Debimos haber parecido una tribu triste, no diversa, me imagino, de los refugiados que huyen de un campo de batalla. Mi madre y yo a pie sobre el camino. La carreta que contenía nuestras cosas nos la había prestado por ese día un vecino, Albert Griggs. Salían de sus costados las patas de sillas baratas, y detrás del montón de colchones, mesas y cajas llenas de utensilios de cocina, iba un guacal con pollos vivos, y arriba de todo la carriola en la que me habían paseado en mi infancia. No sé por qué conservábamos la carriola. No esperábamos más niños y tenía las ruedas rotas. La gente con pocas posesiones se aferra a las que tiene. Este es uno de los hechos que hacen la vida tan desalentadora.
Papá manejaba la carreta. Era entonces un hombre calvo de cuarenta y cinco años, algo gordo, y su larga asociación con mi madre y con los pollos lo había vuelto habitualmente silencioso y desanimado. Durante todos los diez años de la granja de pollos él había trabajado como peón en las granjas vecinas y casi todo el dinero que ganaba lo gastaba en remedios para curar las enfermedades de los pollos, en la “Maravillosa Cura Blanca del Cólera” de Wilmer, o en el “Productor de Huevos” del profesor Bidlow, o en otras preparaciones que mi madre encontraba anunciadas en las publicaciones sobre aves de corral. Había dos parches de pelo en la cabeza de mi padre, exactamente arriba de sus orejas. Recuerdo que, de niño, en invierno, las tardes de domingo me sentaba a mirarlo cuando se dormía en una silla junto al fogón. En esa época ya había empezado yo a leer libros y tenía mis propias ideas, y me imaginaba que el sendero calvo que atravesaba la parte superior de su cabeza era como una camino ancho, un camino como el que César hizo para sacar sus legiones de Roma y conducirlas a las maravillas del mundo desconocido. Los manojos de pelo que crecían sobre las orejas de mi padre eran, pensaba yo, bosques. Y caía en un estado de semisueño y semivigilia, y soñaba que yo era una cosita que andaba por el camino rumbo a un hermoso lugar donde no hubiera granjas de pollos y donde la vida fuera un feliz asunto sin huevos.
Se podría escribir un libro sobre nuestra huida de la granja de pollos al pueblo. Mamá y yo caminamos todas las ocho millas —ella para asegurarse que nada se cayera de la carreta, y yo para mirar las maravillas del mundo. Sobre el asiento de la carreta, junto a mi padre, iba su mayor tesoro. Te voy a contar eso.
En una granja donde cientos e incluso miles de pollos salen de los huevos, a veces ocurren cosas sorprendentes. Los huevos, como la gente, producen criaturas grotescas. El accidente no sucede a menudo —quizás sólo uno entre mil huevos. Figúrate que nace un pollo con cuatro patas, dos pares de alas, dos cabezas o lo que sea. Esas cosas no sobreviven. Regresan rápidamente a la mano de su hacedor que no ha temblado ni un instante. El hecho de que las pobres cositas no sobrevivieran era una de las supremas tragedias de mi padre. Él tenía algún tipo de idea de que si era capaz de criar hasta la gallinez o la gallez una pollita de cinco patas o un pollito de dos cabezas lograría su fortuna. Soñaba en llevar la maravilla por las ferias regionales y en volverse rico exhibiéndola a otros peones de granja.
De cualquier manera, preservaba todas las cositas monstruosas que habían nacido en nuestra granja de pollos. Las guardaba en alcohol cada cual en su botella. Las colocó todas cuidadosamente en una caja que llevaba a su lado, en el asiento de la carreta, durante nuestro viaje al pueblo. Cuando llegamos a nuestro destino bajó la caja de inmediato y sacó las botellas. A lo largo de todos nuestros días como restauranteros en el pueblo de Bidwell, Ohio, permanecieron los monstruos en sus botellitas sobre una repisa, detrás del mostrador. A veces mi madre protestaba, pero mi padre era una roca en lo que atañese a su tesoro. Declaraba que los monstruos eran valiosos. Decía que a la gente le gustaba ver cosas extrañas y maravillosas.
¿Dije que nos embarcamos en el negocio restaurantero en el pueblo de Bidwell, Ohio? Exageré un poco. El pueblo está situado al pie de una pequeña colina sobre la ribera de un riachuelo. El tren no cruza el pueblo y la estación queda a una milla de distancia al norte, en un lugar llamado Pickleville. Habían existido unas fábricas de cidra y encurtidos cerca de la estación, pero habían cerrado antes de que llegáramos. Por la mañana y por la tarde venían camiones a la estación a través de un camino llamado Turner’s Pike, desde el hotel que está en la calle principal de Bidwell. El que hayamos emprendido un negocio de restorán en un sitio remoto fue idea de mi madre. Habló de eso durante un año y un día salió de la granja y rentó un local enfrente de la estación. Pensaba que sería un buen negocio. Los viajeros, decía, estarían siempre esperando por ahí los trenes que partían, y los lugareños vendrían a la estación a esperar los trenes que llegaban. Y entrarían al restorán a comprar rebanadas de pastel y a tomar café. Ahora que soy mayor sé que tenía otro motivo para irse de la granja. Tenía ambiciones sobre mí. Me quería criar en el mundo, quería meterme en una escuela de pueblo y convertirme en un hombre de pueblos.
En Pickleville mi padre y mi madre trabajaron duro como siempre lo habían hecho. Al principio fue la necesidad de darle al local forma de restorán. Eso se llevó un mes. Mi padre construyó una repisa sobre la que colocó botes con verduras. Pintó un letrero donde puso su nombre en grandes letras rojas. Debajo de su nombre estaba una orden perentoria —¡COMA AQUÍ!— que rara vez fue obedecida. Compró una vitrina y la llenó con puros y tabaco. Mi madre fregó el piso y los muros. Yo fui a la escuela del pueblo y me alegré de estar lejos de la granja y de la presencia de los pollos desanimados y tristones. Pero no me alegré mucho. Por la tarde regresaba de la escuela a casa por Turner’s Pike y me acordaba de los niños que había visto jugar en el patio de la escuela. Un grupo de niñitas habían estado saltando y cantando. Las imité. A lo largo del camino fui saltando solemnemente en un pie: “¡Brinca que brincaría hasta la peluquería!”, cantaba yo chillonamente. Entonces me detuve y miré lleno de dudas a mi alrededor. Me dio miedo que alguien me viera contento. Debió haberme parecido que estaba haciendo algo que no debía ser hecho por alguien que, como yo, había sido criado en una granja de pollos donde la muerte era el visitante cotidiano.
Mi madre decidió que nuestro restorán debía permanecer abierto por la noche. A las diez de la noche pasaba frente a nuestra puerta, hacia el norte, un tren de pasajeros, seguido por un furgón local de carga. Los trabajadores del furgón tenían que maniobrar en las vías en Pickleville, y cuando habían hecho su trabajo venían a nuestro restorán para comer algo y tomar un café caliente. A veces alguno pedía un huevo frito. A las cuatro de la madrugada regresaban rumbo al norte, y nos visitaban de nuevo. Aumentaron un poco las ventas. A mi madre le tocaba dormir por la noche y durante el día atender el restorán y servir a los clientes, mientras mi padre dormía. Él se acostaba en la misma cama que mi madre había ocupado por la noche y yo iba al pueblo de Bidwell y a la escuela. Durante las largas noches, mientras mi madre y yo dormíamos, mi padre preparaba los alimentos que se convertirían en sándwiches para las loncheras de nuestros clientes. Entonces una idea respecto a ascender en el mundo vino a su cabeza. El espíritu norteamericano se apoderó de él. Se volvió ambicioso.
En las noches largas cuando había poco qué hacer mi padre tuvo tiempo para pensar. Eso fue su ruina. Decidió que antes había sido un hombre fracasado porque no había sido lo suficientemente alegre, y que en el futuro iba a adoptar una actitud alegre ante la vida. Por la mañana, muy temprano, subió a la recámara, en la planta alta, y se metió en la cama con mi madre. Ella se despertó y platicaron. Yo escuchaba desde mi cama en el rincón.
La idea de mi padre era que ambos deberían entretener a la gente que viniera a comer a nuestro restorán. No puedo recordar sus palabras, pero dio la impresión de alguien que estaba por convertirse, de una manera oscura, en un profesional del espectáculo. Cuando la gente, particularmente los jóvenes del pueblo de Bidwell, llegaran a nuestro local, como ocurría en raras ocasiones, iba a proporcionarles conversación brillante y espectacular. De las palabras de mi padre deduje algo sobre el alegre efecto de mesón que se iba a buscar. Mi madre debió haber tenido dudas desde un principio, pero no dijo nada que lo desanimase. La idea de mi padre era que iba a brotar en los pechos de la población más joven del pueblo de Bidwell una pasión por su compañía y la de mi madre. En las noches vendrían por Turner’s Pike, cantando, brillantes grupos felices. Entrarían a nuestro local ruidosamente, en tropel, con gozo y risas. Habría canciones y fiesta. No quiero dar la impresión de que mi padre hablaba tan elaboradamente sobre el asunto. Era, como ya he dicho, un hombre no comunicativo. “Quieren tener algún lugar adonde ir. Te digo que quieren un lugar adonde ir”, decía una y otra vez. Era lo más que decía. Mi propia imaginación ha llenado los huecos.
Durante dos o tres semanas esta idea de mi padre invadió nuestra casa. No platicábamos mucho pero en nuestra vida diaria tratábamos ansiosamente de que las sonrisas ocuparan el lugar de los semblantes malhumorados. Mi madre les sonreía a los clientes y yo, agarrando la infección, le sonreía a nuestro gato. A mi padre se le volvió un tanto febril su ansiedad de complacer. Sin duda, en algún lugar, en él acechaba el espíritu del hombre espectáculo. No gastaba mucho parque en los ferrocarrileros que atendía por la noche, sino que parecía estar esperando que viniera un muchacho o una muchacha de Bidwell para mostrarles lo que era capaz de hacer. En el mostrador del restorán había siempre una canasta de alambre llena de huevos, como debió haber estado ante sus ojos cuando le nació en el cerebro la idea de ser divertido y espectacular. Había algo prenatal en la forma en que los huevos se conectaban con el desarrollo de su idea. De cualquier modo un huevo arruinó su nuevo impulso en la vida.
Una noche me despertó un rugido de ira que provenía de la garganta de mi padre. Tanto mi madre como yo de un salto nos quedamos sentados y tiesos en nuestras camas. Con manos temblorosas ella encendió una lámpara que estaba en una mesa próxima. Abajo, la puerta principal de nuestro restorán se cerró de un golpazo y en unos cuantos minutos mi padre trepó las escaleras. Cuando estuvo frente a nosotros, mirándonos fijamente, yo tuve por seguro que quería arrojarnos el huevo a mi madre o a mí. Entonces lo depositó con gentileza sobre mesa, junto a la lámpara, y cayó de rodillas al lado de la cama de mi madre. Empezó a llorar como un chico y yo, arrebatado por su pena, lloré con él. Ambos llenamos el pequeño cuarto de la planta alta con nuestras voces lastimeras. Es ridículo, pero del cuadro que formábamos sólo puedo recordar que la mano de mi madre continuamente frotaba el parche calvo que le recorría la cabeza. He olvidado lo que mi madre le dijo y cómo lo indujo a contarle lo que había ocurrido en la planta baja. También se ha ido de mi mente lo que él explicó. Sólo recuerdo mi propio dolor y mi miedo y el parche brillante sobre la cabeza de mi padre, brillando a la luz de la lámpara cuando estaba arrodillado junto a la cama.
En cuanto a lo que ocurrió abajo, por alguna razón inexplicable me sé la historia como si hubiese sido testigo de la derrota de mi padre. Uno llega con el tiempo a saber muchas cosas inexplicables. Esa noche el joven Joe Kane, hijo de un comerciante de Bidwell, vino a Pickleville a recoger a su padre, quien debía llegar en el tren del sur de las diez. El tren estaba tres horas retrasado y Joe entró al restorán a matar el tiempo y a esperar su llegada. Pasó el furgón local y se atendió a los ferrocarrileros. Luego Joe se quedó solo con mi padre.
Desde el momento en que entró al restorán el joven de Bidwell debió haberse intrigado por las acciones de mi padre. Se le ocurrió que mi padre estaba enojado con él porque andaba nomás holgazaneando. Advirtió que su presencia turbaba al restaurantero y pensó en irse. Pero empezó a llover y no le gustó la idea del largo camino a pie de ida y regreso al pueblo. Compró un puro de cinco centavos y pidió una taza de café. Traía un periódico en el bolsillo, lo sacó y se puso a leer. “Estoy esperando el tren de la noche. Está retrasado”, dijo a modo de disculpa.
Durante un buen rato mi padre, a quien Joe Kane no conocía, permaneció observando silenciosamente a su visitante. Sin duda estaba sufriendo un ataque de pánico escénico. Como con frecuencia ocurre en la vida, él había pensado tanto y tan a menudo en esa situación que ahora confrontaba, que ahora que la vivía se puso muy nervioso.
Para empezar, no sabía qué hacer con sus manos. Sacó una de ellas nerviosamente y la tendió sobre el mostrador, para apretar la de Joe Kane. “¿Cómo e-e-está usted?”, dijo. Joe Kane dejó su periódico sobre el mostrador y lo miró. Los ojos de mi padre iluminaron la canasta de huevos y empezó a platicar: “Bueno”, inició entre dudas, “bueno: ¿ha oído usted hablar de Cristóbal Colón, eh?”. Se veía enojado. “Ese Cristóbal Colón era un fraude”, declaró con énfasis. “Hablaba de hacer que un huevo se parara sobre un extremo. Hablaba y hablaba, y luego fue y quebró el extremo del huevo”.
Al visitante le pareció que mi padre se salía de sus casillas ante la impostura de Cristóbal Colón. Mi padre refunfuñó y dijo palabrotas. Declaró que estaba mal enseñar a los niños que Cristóbal Colón era un gran hombre cuando, después de todo, hizo fraude en el momento crítico. Había afirmado que podía hacer que un huevo se parara sobre un extremo, y cuando quedó en evidencia su palabrería hizo trampa. Sin dejar de gruñirle a Colón, mi padre tomó un huevo de la canasta que estaba sobre el mostrador y empezó a caminar de un lado a otro. Hizo rodar el huevo entre las palmas de sus manos. Sonreía genialmente. Se puso a murmurar cosas sobre el efecto que la electricidad que proviene del cuerpo humano podría producir en un huevo. Declaró que sin romper el cascarón y que con solo frotarlo una y otra vez entre las manos, él podía hacer que el huevo se parara sobre uno de sus extremos. Explicó que el calor de sus manos y el gentil movimiento que le daba al huevo al rodarlo, creaba un nuevo centro de gravedad, y Joe Kane apenas se interesó. “Yo me he ocupado de miles de huevos”, dijo mi padre. “Nadie sabe más sobre huevos que yo”.
Paró el huevo sobre el mostrador, y el huevo se cayó. Intentó el truco una y otra vez, en cada ocasión haciendo rodar el huevo entre las palmas de sus manos y diciendo las palabras que referían las maravillas de la electricidad y las leyes de gravedad. Cuando después de media hora de esfuerzos logró que el huevo se sostuviera un momento sobre su extremo, alzó la mirada para encontrarse con que su visitante ya no le ponía atención. Y cuando consiguió que Joe Kane se fijara en el éxito de sus esfuerzos, el huevo se había caído y estaba acostado.
Inflamado por la pasión del hombre espectáculo y al mismo tiempo bastante desconcertado por el fracaso de su primer esfuerzo, mi padre bajó ahora de su repisa las botellas que contenían los monstruos avícolas y empezó a mostrarlos a su visitante: “¿No te gustaría tener siete patas y dos cabezas como este amigo?”, preguntó, exhibiendo el más extraordinario de sus tesoros. Una alegre sonrisa se le marcó en la cara. Se inclinó sobre el mostrador y trató de darle una palmada a Joe Kane en el hombro, como había visto que hacían los hombres en la cantina de Ben Head cuando era un joven peón de granja e iba al pueblo las noches de sábado. Su visitante se había descompuesto un poco ante el espectáculo del cuerpo del ave terriblemente deformada que flotaba en el alcohol de la botella, y se puso en pie para largarse. Mi padre salió de detrás del mostrador, asió el brazo del muchacho y lo hizo volver a sentarse.
Un tanto enfadado, el chico tuvo que mirar por un momento hacia otra parte y forzar una sonrisa. Mi padre regresó las botellas a su repisa. En un rapto de generosidad prácticamente obligó a Joe Kane a tomar otra taza de café y otro puro, gratis. Entonces cogió una cacerola y la llenó de vinagre, de una jarra que guardaba bajo el mostrador, y anunció que iba a realizar un nuevo truco. “Voy a calentar este huevo en una cacerola de vinagre”, dijo. “Entonces lo voy a meter por el cuello de una botella sin romper el cascarón. Cuando el huevo esté dentro de la botella retomará su forma y el cascarón volverá a endurecerse. Te voy a regalar la botella con el huevo. Podrás llevarla adonde quiera que vayas. La gente querrá saber cómo metiste el huevo en la botella. No les digas. Déjalos que hagan suposiciones. Así se divierte uno con este truco”.
Mi padre le hizo guiños y gestos a su visitante. Joe Kane decidió que el hombre que tenía enfrente estaba un poco loco, pero que era inofensivo. Se tomó la taza de café gratis y se puso de nuevo a leer su periódico. Cuando el huevo se había calentado en el vinagre, mi padre lo llevó en una cuchara al mostrador y fue a la trastienda por una botella vacía. Estaba molesto porque su visitante no lo había mirado desde el principio hacer su truco, pero de cualquier manera se puso alegremente a trabajar.
Por un buen rato luchó para meter el huevo a través del cuello de la botella. Puso de nuevo la cacerola de vinagre en la estufa, intentando recalentar el huevo, luego lo cogió y se quemó los dedos. Después de un segundo baño de vinagre, el cascarón se había ablandado un poco pero no lo suficiente para su propósito. Trabajó y trabajó y un espíritu de determinación desesperada se apoderó de él. Cuando pensaba que por fin el truco estaba a punto de lograrse llegó a la estación el tren retrasado, y Joe Kane se dirigió a la puerta con toda indiferencia. Mi padre hizo un último esfuerzo desesperado para conquistar el huevo y obligarlo a hacer la cosa que establecería su reputación como alguien capaz de entretener a los huéspedes que asisten a su restorán. Maltrató al huevo. Trató de obligarlo por las malas. Dijo palabrotas y el sudor corrió por su frente. El huevo se le rompió en la mano. Cuando su contenido le explotó sobre la ropa, Joe Kane, quien se había detenido en la puerta, volteó y soltó la risa.
Un rugido de ira salió de la garganta de mi padre. Danzó y gritó una serie de palabras inarticuladas. Cogiendo otro huevo de la canasta del mostrador, lo arrojó, y poco faltó para que le atinara a la cabeza del muchacho que se escabullía por la puerta, y escapaba.
Mi padre subió adonde estábamos mi madre y yo, con un huevo en la mano. No sé lo que quería hacer. Imagino que pensaba destruirlo, destruir todos los huevos, y que se proponía que mi madre y yo lo viéramos comenzar. Cuando, sin embargo, llegó a la presencia de mi madre algo le ocurrió. Puso gentilmente el huevo sobre la mesa y cayó de rodillas junto a la cama, como ya he explicado. Después decidió cerrar el restorán por esa noche y meterse en las cobijas. Entonces apagó la lámpara y después de mucha conversación en murmullos él y mi madre se durmieron.
Supongo que yo también me dormí, pero con mal sueño. Me desperté al amanecer y por largo rato miré el huevo que yacía sobre la mesa. Me pregunté por qué tenían que existir los huevos, y por qué del huevo venía la gallina que luego ponía el huevo. El asunto se me metió en la sangre. Ahí ha permanecido, supongo, porque soy el hijo de mi padre. De cualquier manera, el problema permanece irresuelto en mi mente. Y ésa no es, concluyo, sino otra evidencia del completo y final triunfo del huevo —al menos en lo que concierne a mi familia.

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NOTA
Desde hace años me obsesiona este cuento, “El huevo”, de Sherwood Anderson. No sólo es magnífico, como suele ser buena parte de la obra de este maestro de Hemingway, Scott-Fitzgerald y Faulkner, sino muy raro: tiene algo de fábula y de metafísica entremezclado con el gran estilo norteamericano del cuento moderno, que Sherwood Anderson (1876-1941) fundó en su libro célebre Winesburg, Ohio (1919).
Se diría que es un conte de Voltaire narrado por Faulkner, o una historia de Yoknapatawpha contada por Voltaire. Su pesimismo y su desolación están perfeccionados por una obsesión cercana al cariño, por un humor negro que casi parece ternura.
Sherwood Anderson tuvo la más injusta de las malas suertes, la de escribir una obra maestra. Se ha afirmado hasta la saciedad que de su libro de relatos Winesburg, Ohio proviene la gran narrativa norteamericana de la primera mitad del siglo. Pero pareciera que se trata de su único libro.
Sherwood Anderson escribió cuentos cuidadísimos que no lo parecen, que imitan el relato oral (incluso el descuido, la divagación, las reiteraciones, la parquedad de vocabulario), y de un estilo aparentemente simplificado que en realidad es un lirismo, como los cuentos de Chejov o los poemas de un libro que le es paralelo: la Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters.
Ambos libros norteamericanos construyen la vida íntima de un pueblo pequeño, las voces de sus habitantes, las tragedias y hazañas cotidianas de una comunidad, con una solapada y agridulce crítica al progreso y al espíritu de triunfo y conquista de los Estados Unidos; y una manifesta posición en favor de la nobleza y de la belleza de los perdedores, de los vecinos derrotados o aplastados por la fatalidad.
Frente al optimismo del Siglo de las Luces, que suponía que todo caminaba al progreso y a la felicidad, Voltaire narró el terremoto de Lisboa y las desventuras de Cándido. No es difícil imaginar que revive, siglo y medio después, y cuenta “El huevo”.
La celebridad de Winesburg, Ohio, ha hecho olvidar, incluso dentro de los Estados Unidos y en su academia y sus medios literarios, que Sherwood Anderson escribió veintidós libros más. Algunos con cuentos tan buenos o superiores a los de ese tomo.
Se ha editado una curiosa antología de cuentos de Anderson que no aparecen en el libro célebre: Certain Things Last, Ed. Charles E. Modlin (Nueva York, Four Walls Eight Windows, 1992), donde se encuentra “El Huevo”, que se publicó originalmente en 1920.