martes, 31 de julio de 2012

GORE VIDAL


GORE VIDAL: EL CLASICISMO DEL REBELDE

Por José Joaquín Blanco





Gore Vidal engañó a todo mundo todo el tiempo, con sus exitosos guiones de televisión y de cine, con sus novelas (frecuentes best-sellers, que también a menudo resultaban excelente narrativa), y especialmente con sus ensayos, que ahora aparecen reunidos en el tremendo volumen United States. Lo creyeron un latoso pasajero: es el más firme hombre de letras de la segunda mitad del siglo en los Estados Unidos, sólo comparable a Edmund Wilson en la primera.

         Era el escritor que ponía nervioso a todo el mundo, con el que nadie sabía a qué atenerse, el prolífico y el polifacético, el armabullas, el... más clásico de todos, probablemente el único verdadero clásico de su generación dorada, la generación de la Segunda Guerra Mundial. Era el autor "negativo", el de las opiniones impopulares, el irreverente, el burlón, el de los temas cochinos; además se sentía culto y elegante, despreciaba la cultura y la sociedad norteamericanas, se iba a Europa, y desde ahí escribía cada cosa sobre "el mejor país del mundo". Qué apátrida, qué apóstata, qué tipo. Time y The New York Times le declararon la guerra... y la perdieron. Fue ganando todas sus guerras (hasta la del dinero, hasta la del prestigio internacional) a su modo. Llegó a la vejez con un cúmulo de logros y una majestad de cónsul romano, él, a quien año por año se pronosticó el fracaso, el olvido, la cárcel, el bote de la basura.

         Como crítico literario, fue una temprana voz disidente contra el formalismo o "estructuralismo" francés y la usurpación académica del reino literario, que se pusieron de moda cuando cayó en desgracia Sartre (fiera brava, Sartre).  Vidal clamaba guerra contra los profesores, contra los pizarrones, contra las teorías y contra las tesis. Muerte a las universidades, en lo que a literatura se refería. Muerte a los temitas "positivos", "afirmativos", patrióticos, sentimentales: muerte a la demagogia de los políticos y moralistas. Qué hueva el realismo social, qué hueva la antinovela, qué hueva el melodrama edificante, qué hueva las novelas del amor a través del psicoanálisis...

         Como además escribía novelas que se convertían en best-sellers internacionales (Julián, Myra Breckinridge, Burr, 1876, El mesías, Kalki, Lincoln, Creación), la respuesta de los profesores fue acusarlo de autor comercial o popular, dado al escándalo, la mistificación histórica y la más obsesiva pornografía. A la distancia, las carcajadas de los dioses resuenan por todos los confines: si había un novelista verdaderamente letrado y clásico, que se supiera perfectamente sus autores grecolatinos, su Goethe y su Flaubert; que entendiera de historia y de política, de psicología y de economía, y que de veras supiera escribir --que de veras conociera la prosa de Henry James, por   ejemplo--, era precisamente él.  Su truco es antiguo e impecable: el ángel apóstata resultó el verdadero ángel, el aparente enemigo de la tradición era quien más tradición tenía. No me sorprendió que cuando todo mundo andaba tras la finta de Roland Barthes, él siguiera en la escuela de Gide. En Europa lo supo Calvino; lo sospecharon Isherwood, Bowles y Tennessee Williams; lo temieron Capote, Kerouac y Norman Mailer. Lo de siempre: sólo el verdadero rebelde puede construir una literatura verdaderamente clásica: sólo él tiene "lo que hay que tener", que dice la zarzuela.

    El mejor camino para revisar a este enemigo de la literatura, a este asesino de las novelas, a este francotirador anarquista siempre en pie de guerra contra las academias, está en considerarlo precisamente como el hombre de letras clásico, precisamente a la manera de Goethe y Flaubert, Gide o Borges... con la particularidad de que se sintió obligado o seducido, en los terrenos del ensayo, por la acción pública, mientras que otros hacen crítica privada, en conversaciones, diarios, cartas o publicaciones de escasa circulación. Todo creador es necesariamente un crítico; todo crítico que no es asimismo creador --al menos creador de ensayos de valor artístico-- es un albañil que jamás ha cocido un adobe con sus propias manos. ¿De qué habla ése, eh?

         Pensaba (y esto queda claro en sus ensayos políticos) que los Estados Unidos no sólo vivían una decadencia, sino una completa farsa que era necesario desenmascarar, combatir con recursos polémicos, cómicos, espectaculares (que aprendió de Bernard Shaw, André Gide, H. L. Mencken y Edmund Wilson).  Quien lea la Correspondencia de Flaubert no encontrará mayormente novedosa la virulencia del ensayista Vidal; tampoco quien conozca las batallas de esos cuatro padres de la literatura que fueron en su momento, y durante décadas, todos ellos, acusados de asesinos de la literatura, de corruptores de la tradición, de...  Quien verdaderamente ama y conoce la literatura odia a los farsantes de manera especial, y siempre existe la tentación de zarandear a los mercaderes del templo, aunque sea en unos cuantos ensayos críticos.

         Los dones de Vidal no podían ser más apropiados. La más vasta cultura humanística que se conozca a escritor norteamericano alguno. Sus novelas históricas deben en parte su agilidad a un vasto dominio de los autores clásicos y fundamentales, que son los mismos que apoyan su irrefragable lógica ensayística. Y una actitud furibundamente anti-sentimental, enemiga de todo tipo de mitos, idealizaciones, fanatismos y mentiras piadosas. Es, como crítico, el hombre que ríe: las falsificaciones e imposturas literarias quedan rotas, o reducidas a la modestia, frente a su máquina burlesca.  Alfonso Reyes trasegó en vano toda La edad ateniense en busca de un crítico literario: no encontró a ninguno, en la Grecia solemnota y pedagógica que adoran los maestros de literatura, salvo el hombre que reía: Aristófanes. Con tristeza, pero fiel a la verdad, Reyes declaró a Aristófanes el mayor crítico literario de toda Grecia.

         Cuando Vidal empezó a escribir, los Estados Unidos empezaron a ser el Imperio mundial, gracias a la bomba atómica. Todas estas décadas, los Estados Unidos, aun en sus tropiezos, han vivido una época imperial... que Vidal ve como farsa, una Roma de opereta. Aunque se disgusta ante los métodos y las ideologías (que por lo demás conoce bien, como el marxismo, que aprendió en el libro clásico de Wilson: Hacia la estación de Finlandia), su crítica sistemática política y económica a la dictadura de los banqueros y militares norteamericanos --con sus marionetas de políticos-- sigue un camino consistente de desenmascaramiento y denuncia que en no pocas ocasiones lo acerca a teóricos radicales como Noam Chomsky, ese otro rebelde-clásico que tiene "lo que hay que tener", además de genio, sabiduría y todas las otras cosas.

         Para desprestigiarlo como novelista, Mailer y Capote inventaron el truco de elogiarlo nomás como crítico (ellos, a quienes Vidal degolló en sus reseñas y comentarios). El viejo chisme de que el buen crítico es mal creador y etcétera. Vidal, que sí sabía literatura, conocía por el contrario que no hay gran creador que no sea asimismo un gran crítico. No hay Baudelaire poeta ni Flaubert novelista sin los Salones del primero y la Correspondencia del segundo. Lo que ocurre es que existen algunos atrevidos que se deciden a no ocultar su crítica, a publicar sus ensayos --Gide, Wilson, Shaw, Chesterton-- con la misma pasión y esperanza que las narraciones y los poemas. Vidal se reía de que el pueblo, por millones, comprara sus novelas, creyéndolas "literatura popular" (hasta escribió novelas detectivescas con el seudónimo Edgar Box), mientras los melifluos y respingados literati sólo aceptaban, y a regañadientes, sus reseñas en The New York Review of Books.  Con ello hizo dos favores a la literatura internacional: aumentó el nivel de la crítica, y emponzoñó a nuevas generaciones de escritores, que se volvieron adictos a la crítica. A la crítica vidalesca.

         Leí --traduje, imité-- muy jovencito a Vidal (me lo dio a conocer Carlos Bonfil en 1973, como a Sontag y a Pauline Kael, a Baldwin y a Norman Mailer): es él una de las razones por las que he escrito reseñas tantos años y de la forma en que las he escrito. Cuando mis "creativos" amigos de academia-y-parnaso me decían que no perdiera tiempo en la crítica, que la crítica "seca" y "desprestigia", que no era "tan" literatura como los poemas y las novelas, yo me recitaba como quien pasa revista a una serie de nombres de silogismos, los títulos de crítica de Vidal, Wilson, Gide, Benjamin, Borges...  De Vidal: Homage to Daniel Shays, Matters of Fact and of Fiction, The Second American Revolution, At Home, etcétera, y ahora United States.  Además de este poderoso tomote, más voluminoso que una Biblia, Vidal ha escrito más de veinte gruesas novelas... La crítica ni seca, ni desprestigia, ni quita tiempo para nada... sólo cansa, cansa mucho, sobre todo en México, donde por cada persona que verdaderamente escribe poesía o narrativa por vocación (dejemos de lado si es buena o mala), cien lo hacen exclusivamente para hacer dizque méritos burocráticos, académicos, o pasarse la vida de perennes becarios inanes.

                   Mi pasión por sus ensayos no me impidió admirar desde el principio sus novelas. Probablemente en una relectura madura las encuentre aun mejores de como las recuerdo (existe el prejuicio juvenil de no valorar como Buena Escritura lo ameno, y Vidal invariablemente es ameno).  Pero las recuerdo escandalosas. Pocos autores vivos me escandalizaron tanto en su momento, y me cambiaron a tal grado la manera de pensar. No sólo la burla de las buenas costumbres sexuales, sino del sexo mismo, del hombre mismo, que explota en Myra y Myron; la burla de Dios y de la muerte en Julián, El mesías y Kalki; la devastación contra el patriotismo de farsa en Burr, 1876, Lincoln, Washington D.C., y hasta las dos o tres burlas pesadas que tiene que hacer --al fin pinche gringo WASP con larga infancia racista--, contra México en Duluth, del cual (como diría Mauriac sobre uno de Sartre) me da mucho gusto informar que es una mala novela... El escritor como ese hijo de perra que hace destrozadero y medio en la conciencia del lector.  Gracias mil, Hijo-de-Perra.

         Como en sus novelas, en su crítica Vidal es un pensador radical, un escritor claro y una mente especialmente divertida. Piensa mal de todo mundo, pero sobre todo concentra su perfecta maledicencia en los profesores, los políticos, los demagogos, los autores y los libros. Aun sus autores favoritos (salvo Calvino, Isherwood, Bowles) caen del pedestal. Nada de mentiras, de poses, de trucos, en este reino de las letras que, lo sabemos, contiene todas las miserias del mundo, más otras tantas inventadas por los letrados, esos bribones. Los letrados son en Vidal muchas veces los esperpentos más risibles de la comedia humana, quienes más tropiezan en la corte de milagros de este mundo. Su talento cómico es infalible.

         La sátira política de Vidal --sus estudios, diagnósticos y profecías--, igualmente extraordinaria, resulta menos disfrutable. Los personajes y las situaciones de la política norteamericana pueden ser aterradores. Y ahí sí se equivoca Vidal. Dijo, por ejemplo, a finales de los años setenta: "Ronald Reagan no puede ganar. No puede ser presidente de los Estados Unidos. No tiene ninguna oportunidad. Los Estados Unidos están en el peor momento de su historia, pero todavía no somos Paraguay". Bueno: sí lo fueron, Reagan ganó y volvió a ganar como ningún otro presidente (tuvo mayor popularidad que Franklin Delano Roosevelt), se llevó a medio mundo entre las patas, y a nadie puede hacer mucha gracia --aunque la sátira sea soberbia-- tan desastrosa historia. Reagan sigue ganando.

         Nada puede Catulo contra César, pero cómo nos ayuda en la vida personal leer a Catulo. (1995)


domingo, 1 de julio de 2012

¿CÓMO SALVAR A THOMAS WOLFE?


CÓMO SALVAR A THOMAS WOLFE

Por José Joaquín Blanco



Thomas Wolfe (1900-1938), el célebre autor norteamericano de los años treinta, autor de voluminosas novelas autobiográficas como Look homeward, angel (1929), Of time and the river, The web of Earth, You can’t go home again, experimentó incluso en vida el curioso destino de ser considerado, por unos, como un genio descomunal de las letras; y por otros, como una extrema curiosidad literaria, un freak novelístico.

         A veces el mismo lector lo creía ambas cosas: un genio pero un freak, un talento salvaje que se agota a sí mismo. Sus mayores admiradores llegaron a renegar de él, como Truman Capote, quien lo calificó como la mayor influencia y el gran estímulo literarios de su juventud, pero añadió inmediatamente: “Claro que ahora no podría leerlo”.

         Nunca se repuso Thomas Wolfe de tan contradictoria estimación, que sólo puede imperar en una época culturalmente tan competida y tan pedante como este siglo en los Estados Unidos. A su favor, tenía Wolfe el ser un autor ultrarromántico y torrencial, un hombre en quien la vida y la escritura se confundían; que escribía todo el tiempo, y vivía no sólo para escribir, sino —literalmente— escribiendo. Y escribía de una manera sumamente peculiar. Una prosa en diluvio, con incontrolables reminiscencias de la poesía romántica (se han fabricado libros suyos de versos —A stone, a leaf, a door—, con solo imprimir las frases de sus relatos según su métrica, y no como prosa); capaz de cantar durante docenas o cientos de páginas cualquier detalle cotidiano o familiar de la vida norteamericana de principios de siglo: su propia vida.

         En contra, se ha señalado su farragosidad, sus reiteraciones, su verbosidad, sus incorrecciones gramaticales, sus exageraciones líricas —la mayor, considerarse a sí mismo como el héroe de su propia historia, sin rubor alguno, y narrarse a sí mismo durante miles de páginas como si el lector pudiese compartir ese interés tan unipersonal. Hay en él sinceridad, riqueza, música; e inmadurez (murió a los 38 años), desaliño y demasía.

         Después de los beatniks (Burroughs, Kerouac) y de los temibles tomazos de Mailer, por desgracia, el impulso original de Thomas Wolfe parece desvanecido. Él fue el primero en escapar de la prosa cuidadosamente literaria u “objetivamente” periodística a la que solía recurrir la novela de su tiempo, y lanzar su estilo al correr de la pluma, según le sonaba, buscando sobre todo espontaneidad y personalidad. De él no se dijo, como de Kerouac, que no escribía, que sólo mecanografiaba (No writing, just typewriting), pues eran conocidas sus enormes hojas manuscritas (a menudo dizque redactadas sobre un refrigerador, a manera de escritorio, pues era un hombre muy alto), pero la idea era la misma.

         Tampoco se aprecia ahora la hazaña de considerar como tema de arte la enorme y solemnísima vida minuciosa de una persona a la que nada en especial le ocurría, sino sus propias días: el hogar, el papá cantero, la familia, la infancia, los amigos, la adolescencia, el andar joven y solo en las grandes ciudades, la dolorosa codicia de devorar el mundo a través del arte.

         En cambio —sobre todo comparado en el refinamiento estilístico e intelectual de las novelas de Proust, Gide, Mann, Joyce, Kafka, Lawrence, Woolf, Fitzgerald, Faulkner, incluso Hemingway—, Wolfe resalta cada día más como arrojo suicida: su estética adolescente de lanzarse sobre el papel sin autocrítica, apoyado tan solo de sus lecturas (románticas, en mayor parte) escolares. En su momento, sus gruesos libros parecían la vida, fresca y en bruto, sin fabricación libresca; luego se evidenciaron como ingenuidad o simpleza literarias: “Quiero ir a todas partes, quiero hacer todas las cosas, quiero conocer a toda la gente que sea posible; quiero pensar todos los pensamientos, sentir todas las emociones posibles, y escribir, escribir, escribir”.

         En el Renacimiento (La Celestina, Lope de Vega), en el siglo XVIII (Sterne), incluso en el XIX (buena parte de La Comedia humana, de Los miserables; de Dickens, Thakeray, Zola, incluso Henry James), la crítica habría sido más tolerante. Se permitía, incluso se exigía en las comedias o en los relatos, la prosa suelta, el desaliño (“es justo/ hablarle en necio al vulgo, para darle gusto”, decía Lope), el exceso, siempre y cuando la emoción y la trama salieran ganando.

         Pero en el siglo XX la novela buscó exigencias artísticas más rigurosas (partiendo de Stendhal, de Flaubert, de Tolstoi). Y los novelistas “bastos” o desaliñados tarde o temprano fueron abandonados por la crítica, la academia, algunos lectores. Sin embargo, Thomas Wolfe sigue vendiendo sus libros, porque se ve o se quiere ver en él, a pesar de los pesares, un retrato vívido de los Estados Unidos en las primeras décadas del siglo. Una especie de pirata que navegó empeñosamente a su modo, en contra de las reglas de la marinería literaria. Se le ve incluso como un héroe o un mártir que combatió, así haya sucumbido, las normas de la literatura.

         La manera de leer novelas ha cambiado, de Stendhal a la fecha. Durante mucho tiempo no desvelaban a los lectores la perfección ni el pulimento; eran capaces de bregar por los cientos de páginas en busca del gran momento, de la gran acción, del gran pasaje, de los grandes personajes; y si aparecían, bien podía el lector perdonar y olvidar los “rellenos”, tiempos muertos o páginas de más.

         El propio Balzac, cuando se cansa, embute en sus grandes novelas muchas páginas inertes o sermoneadoras. Pero Papá Goriot o el Primo Pons siempre están ahí.  En Wolfe, también siempre están ahí los equivalentes de Papá Goriot o del Primo Pons, pero el lector no le tiene la paciencia que —se ha establecido— sólo hay que dispensar a los clásicos. ¡Armamos hoy tanta bulla por errores o trucos que a Cervantes o a Dickens les parecían inofensivos!

         Thomas Wolfe (aunque muy joyceano a su manera) sería el Anti-Joyce, y sus novelas (todas están más o menos representadas por Look homeward, angel), un Anti-Ulises. Son el mismo retrato del artista como adolescente y los mismos naufragios del hombre moderno en la gran ciudad, pero menos “escritos” que cantados y hasta vociferados. Quieren refundar lo que Joyce está demoliendo. Sus libros están escritos como si nunca hubiera existido libro alguno, y hubiera que decirlo todo rápidamente, de una buena vez. Celebrar a la madre, al tío, a los hermanos y los amigos, la comida, las calles en la noche (“Sólo los muertos conocen Brooklyn”); las muchachas, el trago, las primeras ladillas y el primer rubor ante el médico. Pero sin los alambiques ni la ingeniería de la literatura moderna. Sólo eran válidos los viejos recursos de la emoción, de la música espontánea (versos que salen armados con toda su métrica, sin andarlos midiendo con los dedos), de la conversación. Yo converso, parece decir: si creen en mi habla, escúchenme como yo quiero hablar, y no se pregunten si así se debería o no. ¿Que tal cosa no les gusta o les hastía? Sáltensela. Tengo miles de bosques más para ustedes. Tengo todos los bosques imaginables. Despáchense ustedes mismos. Cojan su árbol.

         Más que en cualquier otro país, se dio en Estados Unidos, y precisamente en esa época, la superstición del escritor que no lo fuera. El escritor antiliterario. El vendedor de zapatos o de inmuebles, el marinero o el soldado, el vago o el millonario, el agitador político, el detective o el presidiario, que de repente “agarra y dice”, pero sin las trampas del College, y olvidando todo lo que puede de su High School. Ya Upton Sinclair y Dreiser jugaban un poco al escritor “sencillo” —antioxfordiano, antiparisino—, el escritor que no se tragaba los trucos literarios y no tenía otra estética que la conversación de la gente y su democrático demonio interior.

         Podrá ridiculizarse esta pretensión, pero mucho de Salinger, los beatniks, Norman Mailer, Vonnegut, viene de la fuente thomaswolfiana. La “virginidad” literaria antiacadémica, antiparnasiana. El buen chico que toma la pluma y ya, como el ranchero que por las noches esgrime la guitarra. ¿Una prosa country and western? Con algo de jazz. Pareciera que Thomas Wolfe se pone a improvisar con la trompeta, y sólo termina el capítulo cuando, sudoroso y extenuado, ha soltado todo lo que tenía que tocar... por el momento. Al rato retoma la trompeta con la misma melodía y variaciones imprevistas. Un curioso jazz con la métrica de Byron, Keats, Shelley, Coleridge, Worsworth, Tennyson...

         “No era un constructivista, sino un expresionista”, dice Malcolm Cowley (A Second Flowering. Works and Days of the Lost Generation), “y su necesidad de expresión cambiaba y cambiaba al correr del lápiz, página tras página”.  En este sentido nunca estaba escribiendo de más, ni repitiendo por tercera vez su historia de un niño y su familia en provincia, y luego su juventud en la ciudad, y la amarga sinfonía de querer ser artista entre trenes o esperando el autobús, sino intentando una expresión nueva cada vez. ¿Y el lector? ¡Bah, qué no fastidie! ¡Ahí está la mina, que elija! Él está absorto en el interminable frenesí creativo (Balzac, Hugo, Dickens, ¿lo habrían apoyado?). Algo tiene en común con Revueltas (los críticos enfatizaron sólo la “influencia” de Faulkner sobre Revueltas... porque Faulkner era el único novelista que creían conocer los críticos.) Fue conocido e imitado internacionalmente: por ejemplo, Louis-Ferdinad Céline, aunque con una orientación moral y estética opuesta.

         De hecho, en buena parte, sus libros tienen la estructura que sus editores, como Maxwell Perkins (de Scribner’s) y Edward Aswell, decidieron darle, cortando, eligiendo y reacomodando el arsenal de cuartillas sonoras, llenas de imágenes y sensaciones asombrosamente fieles, de consagración de la cotidianeidad moderna, que no cesaban de llegarles. A Wolfe no le importaba que lo “editaran”. Su Obra soportaba incluso a esos sensatos y generosos editores, que querían volverlo “legible”. No me espanta el caos, ni la vida misma. Yo no soy “legible”, ni “estructurado”, ni “organizado”, sino a un tiempo todo lo que digo, resonando, diría.

         En los años treinta esta actitud desmesurada escandalizaba menos que ahora. A final de cuentas, ¿por qué prohibirle a Wolfe lo que se le permitía —con aplausos— a la “escritura automática” de los surrealistas, o a la escritura en laberinto de Gertrude Stein? ¿Acaso le faltaban música, invención verbal, imágenes, sensaciones “buenas como el oro”? Entonces, ¿qué más quieren? Pero el lector contemporáneo busca en la novela una construcción pre-elaborada —las más de las veces, prefabricada—, que ha de disfrutarse en conjunto, y no como antes, cuando cada lector se quedaba con lo que le venía en gana. Wolfe era un Amadís de Gaula interminable, un incorregible Orlando Furioso del mundo urbano, una Faerie Queene de Brooklyn.

         Sin embargo, muchos críticos (como Bernard de Voto) pidieron desde el principio la hoguera para sus “magmas”, y lo natural hubiese sido que, en efecto, los editores le rechazaran sus enormes manuscritos. El editor Maxwell Perkins pensó —para fortuna y asombro de varias generaciones— de otra manera. Vio que había literatura vigorosa, aunque de una manera inusual; y creyó que a final de cuentas la labor de un escritor genuino era ofrecer su propia expresión, no otra —aunque fuese más elaborada—. El público lo advirtió: la de Thomas Wolfe era una voz diferente, más entrañable, algo mística, casi pantagruélica —él era pantagruélico, con sus casi dos metros de estatura, sus jornadas de veinte horas de escritura diaria, su fila de steaks en cada comida, sus...—, en la que se colaba una música reacia a obras más premeditadas y pulidas. ¿Por qué escandalizarse? ¿No se elogiaba la pintura salvaje, a los fauvistes? ¿No pintaba Diego Rivera kilómetros de murales? ¿Y todas esas novelas-río, apenas un poco más escolarmente organizadas, de Romain Rolland, de Roger Martin du Gard, de Jules Romains?

         Thomas Wolfe canta la saga de la vida urbana de clase media baja de los Estados Unidos, en los albores de este siglo. Escenas minuciosas elevadas a tonos ceremoniales o sinfónicos. Esto da para cuatro volúmenes gigantescos, y varias recopilaciones de relatos. ¿Que molesta su desmesura? Bueno: siempre puede uno leer sólo veinte o cincuenta páginas. ¿Su falta de estructura, sus reiteraciones? Bueno: siempre puede uno leer solamente pasajes, abrir el libro al azar, como quien escucha sólo un buen pedazo de música. 

         Porque esos pedazos de música, o de color, o de lirismo, o de conmovida descripción sensorial de la vida diaria, nunca faltan en el universo —unos dijeron genial, otros freak— de Thomas Wolfe, quien por lo demás sigue vendiendo año con año sus ediciones, como si la academia, la crítica y el parnaso no estuvieran tan escandalizados.

         Y tiene otro secreto. Aunque es un autor amargo, a la manera de sus compañeros de “la generación perdida”, se trata de una amargura ritual. El arte y el artista han de tener ese pathos: pero él cree, desde su perspectiva siempre autobiográfica, que la vida siempre es grande, colosal, hermosa, digna de ser vivida, llena de nobleza y de fecundidad en cada uno de sus instantes más modestos. Creyó que el mundo y el hombre, ejemplificados en sus personajes autobiográficos, eran totalmente sagrados (lo que se evidencia sobre todo en su primera y más legible novela, Look homeward, angel).

         Asombra al desengañado lector moderno que Wolfe todo lo tomara tan en serio, y con tal urgencia, lo que de cualquier manera lo particulariza entre tanta novelística producida industrialmente en nuestro siglo. Más que relatos, sus libros son “pedazos de alma”, como querían Darío y Machado; aunque gigantescos, sonoros, chispeantes de sensorialidad.