lunes, 1 de febrero de 2016

BORGES: HISTORIA DE LA ETERNIDAD

BORGES: DEL MANUAL DE LA ETERNIDAD A LA ENCICLOPEDIA DE PULGARCITO

Por José Joaquín Blanco

Ya más que cruzada la mitad del camino de su vida, algún sufrido lector se atreve a releer el libro más arduo de Borges: Historia de la eternidad (1936).
         De sus anteriores, juveniles lecturas de este libro, el sufrido lector sólo recuerda que todo estaba en chino: matemáticas supersónicas (números “transfinitos”), filosofía de Plotino, traducciones del árabe y del islandés, etcétera. Ahora repara en algunas bromas y chistes.
         1) La Historia de la eternidad es un oxímoron arrebatado, pues lo que no tiene principio ni fin, aquello por lo que ni siquiera pasa el tiempo, o que es todo el tiempo a cada instante, carece de historia. Recuerda otro oxímoron de Borges: El manual del gigante. Para un ser humano de estatura normal, ese “manual” representará un volumen parcamente... gigantesco. Invita a imitarlo: “La eternidad del miércoles 23 de febrero de 2000 se manifestó hacia las 3.45 de la tarde, cuando Gloria Trevi...”
         2) Su descontento con la lengua castellana. El viejo Borges aprendió a gustar del Quijote; el joven no sabía: seguía las supersticiosa ética literaria de Leopoldo Lugones y de Paul Groussac, quienes —pomposamente modernistas, buscadores de la mot juste e incluso de la mot rare, y de la alambicada sintaxis de los concertistas de cámara— reprochaban al Quijote su tono oral y desmañado, su abundancia de refranes y catorrazos, sus parrafotes azarosos.
         En la vejez, aunque su primer cuento ya era extremadamente coloquial (“Hombre de la esquina rosada”), Borges supo al fin que emular el tono de la conversación era tan legítimo en literatura como seguir la retórica de Horacio: Casi todos sus cuentos de cuchilleros, orilleros y barbajanes son coloquiales, es decir: algo cervantinos; especialmente en El informe de Brodie.
         Aun así, declaraba que prefería el Quijote en inglés, porque la buena versión inglesa presentaba una prosa menos atrabiliaria que la mera cháchara coloquial de la original castellana.
         En cambio, admiraba a Quevedo: su prosa y su poesía mentales, intencionadas, artísticas. Con todo, de Quevedos a Quevedos, prefería al Quevedo ¡en latín!: el relatinizado Marco Bruto, escrito en un español tan lacónico y sentencioso como la prosa latina clásica. La Historia de la eternidad debe su título a un desaforado escrito latino de Quevedo: Historia infinita temporis atque aeternitatis... Es una frase más loca aún que la de Borges: “Historia infinita del tiempo y de la eternidad”.
         3) Borges aporrea a Nietzsche por su invención del Eterno Retorno. Le demuestra que tal teoría de la repetición infinita de todos los seres, las cosas, los episodios, los instantes, ya estaba en muchos griegos, en los presocráticos, en Platón, en filosofías orientales: en todas partes.
         Lo desmiente: Nietzsche cree que el universo está compuesto por partículas de materia, innumerables pero no infinitas; el tiempo, en cambio, es infinito. A lo largo de un tiempo infinito las combinaciones de lo innumerable pero finito tendrán que repetirse una y otra vez. Dentro de unos cuantos miles de miles de billones o de trillones de años, por supuesto cálculo de probabilidades, este redactor tendrá la oportunidad de reescribir esta misma reseña que usted, improbable lector (ni modo: no habrá escape), volverá a leer junto a la misma taza de café, con un trozo de pastel Tres Leches.
         Pero a) ahora resulta que esas partículas minúsculas de materia son tan etéreas (energía) como las del tiempo. El universo a final de cuentas es platónico y berkeleyiano: al desintegrar los átomos, las partículas se vuelven prácticamente espíritu, combinaciones de energía: en consecuencia, la materia es esencialmente tan infinita como el tiempo. Así que no habrá repeticiones ni retornos.
         b) En todo caso, repetir esta reseña dentro de varios miles de miles de millones o de trillones de años resultaría una hipótesis insignificante, de tan billonésima o trillonésimamente remota... Se perdería, desde la perspectiva meramente humana, en una escala tan galáctica.
         c) Las partículas de materia existen en la realidad; el tiempo (la sucesión de unidades imaginarias llamadas minutos o siglos) no, representa un concepto humano, bastante moderno por lo demás. Nietzsche, pues, disparata.
         OK, Borges. Sólo que ha sido precisamente usted, Borges, el escritor que nos habla todo el tiempo de que volveremos a hacer lo que hemos hecho; y a ser lo que hemos sido; y que ya soñamos lo que estamos soñando: y que Borges son los otros y los otros Borges, etcétera. Se está pues burlando de sí mismo con el pretexto de aporrear a Nietzsche.
         4) Borges aporrea a André Gide a propósito de los asuntos sexuales en la literatura. Ya sabemos que, al menos como escritor, Borges era un eminente victoriano.
         Como es bien sabido, a finales del siglo XIX Gide se llamó a escándalo, y escandalizó a medio mundo, cuando descubrió que todas las versiones occidentales de Las mil y una noches censuraban las partes eróticas originales de ese gran libro, franca e incluso abusivamente sexuales, que sumaban legión. El doctor Madrus lo tradujo sin censura al francés con un título nuevo: Las mil noches y una noche, que Gide aplaude. Y que han devorado millones de adeptos a la pornografía.
         Borges asimismo celebra a este traductor, pero también a los anteriores, alguno de los cuales (Galland) había logrado una fundadora versión francesa muy siglo XVIII, llena de volteaireano Buen Gusto; y otros (Lane, Burton) unas versiones inglesas muy cientificistas, filológicas y enciclopédicas, propias del positivista siglo XIX. Los tres primeros, uno para salvar el Buen Gusto, dos para no atentar contra el pudor de los imperiales caballeros británicos (“No sex: we’re British!”), suprimieron los escabrosos pasajes eróticos.
         Ya en la época de Freud y las liberaciones sexuales, el doctor Madrus los exhibe completos, reiterativos, virtualmente aburridos. Borges casi aprueba la censura anterior de esos “licenciosos” ripios pornográficos, pues a final de cuentas, dice, se trataba de un libro de imaginación fantástica y no pornográfica.
         Pero no vayamos tan de prisa. Es natural que André Gide, moralista o inmoralista de las costumbres sensuales, autor del Corydon y de Si la semilla no muere, se interese en los episodios eróticos del Oriente y proteste porque se las censure en su libro más famoso: Las mil y una noches.
         Es también natural que el autor Ficciones y El Aleph se interese en los episodios fantásticos y se impaciente ante la reiteración de “las muy poco variadas variaciones del amor físico”.
         OK, Borges. ¿Pero acaso no ha sido precisamente usted, Borges, quien ha hablado de que toda la literatura, y especialmente la fantástica, no es otra cosa que fatigar tres o cuatro trucos retóricos, tres o cuatro episodios míticos existentes desde Gilgamesh? ¿Que todo el arte del escritor consiste en combinar unas cuantas monedas al vuelo?  “Quizás la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas”.
         Así las cosas, ¿de veras un Manual de zoología fantástica o una Antología de la literatura fantástica resultarían necesariamente más variados y populosos que los kamasutras; los tigres y los laberintos que los frotamientos y los coitos?
         ¿No ha dicho usted, Borges, que tanto en la realidad como en la fantasía privan unos cuantos arquetipos: el crepúsculo, el coraje frente a la muerte, el amor desdichado, la fuga hacia el mar, el hombre que sueña que lo están soñando, etcétera?
         Las “muy poco variadas variaciones del amor físico” se verían tan escasas y monótonas, y sin embargo también innumerables o infinitas, como todo lo demás que hiciera el hombre, incluyendo las narraciones fantásticas de “La Biblioteca de Babel”.
         Al fin y al cabo nuestras lenguas parten de alfabetos de sólo veintitantas letras, y se combinan en multitud de palabras. La numeración, que llega al probable infinito, parte de una tríada: el 1, el 2, el 0... Del mismo modo, el erotismo podría aspirar a la infinitud mediante el método de “la historia de la diversa entonación” de esas “muy poco variadas variaciones del amor físico”. 
         Borges pudo desvelarse ochenta años tras la falacia o la paradoja de la competencia entre Aquiles y la Tortuga (Aquiles nunca correrá más rápido que la Tortuga porque para llegar de A a B, hay que pasar por C, y antes por D, y así hasta el infinito: total, nunca se mueve); Gide pudo desvelarse otros ochenta años tras las semejanzas y diferencias entre diversas sociedades —¡y hasta entre animales y plantas, el desaforado!— en asuntos sexuales. Cada cual su tema, y su destino literarios.
         5) Y que no nos regañe Borges en su “Arte de injuriar”, exclama finalmente el sufrido lector, con el apotegma de que toda injuria es un mero alarde retórico: un énfasis equívoco, un juego de palabras.
         Viva la retórica. Toda declaración de amor, todo principio religioso o filosófico también pueden denominarse “juegos de palabras”: todo es metáfora.
         Por lo demás, usted, Borges, ha sido uno de los más afortunados injuriadores en la historia de la crítica literaria: por ejemplo, en “Las alarmas del doctor Américo Castro”.
         Dijo usted, Borges, en otra parte (Siete noches: “La poesía”) de los profesores: “Hay personas que sienten escasamente la poesía; generalmente se dedican a enseñarla”. Y de los teóricos literarios: “Hablar abstractamente de poesía es una forma del tedio o de la haraganería”. ¿Simples énfasis y juegos de palabras? ¡Qué va!
         ¿Qué estudio nos resultará más laborioso, el de El manual del gigante, o el de La enciclopedia de Pulgarcito? En cierto modo, el Aleph —del que creo recordar que se trataba de una esfera de unos dos centímetros de diámetro, y donde cabía todo el orbe, que a su vez se concentraba en otro Aleph donde cabía todo el orbe, que...— sería esa babélica enciclopedia de Pulgarcito.
         Ya entrados en gastos en las matemáticas eleáticas de Borges, rebatamos de paso a los Weight-Watchers: Nadie puede engordar en este mundo, porque para subir un kilo habrá que subir antes medio kilo, y un cuarto, y 5.7 gramos, y 0.0009 gramos, y así hasta en infinito.
         De modo que el lector puede desdeñar las apariencias de la realidad y zamparse, con el café, su trozote de pastel Tres Leches: no subirá ni una caloría, porque antes tendría que subir media, y un 0.00009 de caloría, y así hasta en el infinito... a pesar de lo que en contrario afirmen, vulgarmente, extraviados en su positivista sentido común, ciertos obesos tomotes de “dietología”, que más engordan su volumen entre más numerosas recetas proporcionan para enflacar a la gente.