miércoles, 1 de marzo de 2017

JOSEPHSON

JOSEPHSON: VIVIR ENTRE SURREALISTAS

Por José Joaquín Blanco

Siguiendo el trayecto de casi toda la “generación perdida”, Matthew Josephson (1899-1978) emigró a París a principios de los años veinte en busca de una cultura libre y moderna, lo que significaba sobre todo alcohol y costumbres liberales, a diferencia del puritanismo prohibicionista de los Estados Unidos. Ah, y claro, tras “un nuevo sentido de la vida”.
         Siempre asombrará que precisamente los jóvenes norteamericanos letrados, y exactamente en la época de mayor auge industrial y comercial de su país, se hayan sentido anticuados y provincianos frente a una Europa golpeada por la Primera Guerra Mundial. Millones de familias europeas, por el contrario, emigraban a los Estados Unidos en busca de lo mismo: modernidad, libertad, además de progreso económico. ¿De veras Nueva York era tan provinciana entre sus rascacielos frente a un París de pobretonas cantinas y buhardillas, o a un prostibulario Berlín en bancarrota?
         ¿No sería más bien que el Establishment cultural, el de la Genteel Tradition, tenía tanto éxito local que, para combatirlo, los jóvenes rebeldes tuvieron que ir a pedir consejo y ayuda a los jóvenes vanguardistas europeos, quienes gozaban de un campo libre, pues sus viejos patriarcas de la moral, la estética y el nacionalismo habían quedado debilitados por el caso Dreyfus y el desastre europeo de la guerra?  André Gide no tuvo que emigrar a Greenwich Village para darle su buena tunda a Maurice Barrès.
         Josephson recuerda su exilio europeo en Mi vida entre los surrealistas (1962), cuarenta años después de su periplo mítico, y consigna que, en realidad, la dorada Europa debía sus resplandores a su golpeado tipo de cambio. Los jóvenes norteamericanos, quienes recibían algunos dólares de casa, podían llevar ahí una agitada vida turística y bohemia por meses o pocos años, mientras que en su patria debían trabajar duro como empleados para apenas subsistir. En Austria, por ejemplo, una opípara cena con chicas y cerveza costaba, en dólares, lo que un sándwich en Estados Unidos. Años veinte.
         ¿La cultura francesa moderna les era tan necesaria? Sólo relativa e indirectamente. Fuera de ciertos cafés y círculos de Montparnasse y de Montmartre, la sociedad francesa resultaba tan puritana y conservadora como la norteamericana; e incluso en ellos, lo común era que los artistas y escritores europeos no quisieran mezclarse con los bohemios turistas de los Estados Unidos. “París era una fiesta”, efectivamente, pero sólo de norteamericanos para norteamericanos: una especie de Greenwich Village más barato y tolerante para las borracheras.
         De hecho, las grandes obras de Scott-Fitzgerald, Hemingway, Faulkner, Wolfe, Crane, Wilder, Dos Passos, Wilson, Cummings debían más al propio impulso de la literatura en lengua inglesa, a sus gurús como Eliot, Pound, Sherwood Anderson, Joyce y Gertrude Stein, que a Proust, Valéry, Gide, Rilke, Saint-John Perse, Claudel, Mann o Jules Romains.
         Unas vacaciones ilusorias, ahora se diría “virtuales”, en las que los norteamericanos representaban sus sueños bohemios con y para otros norteamericanos, mientras Europa seguía su propia vida y su propia cultura casi sin advertirlos, desdeñándolos como meros turistas pintorescos. Y admiraba en cambio la cultura “popular” norteamericana que no emigraba, la que triunfaba en su propio país, la típica: el cine, el jazz, las tiras cómicas, los relatos de detectives, los dibujos y slogans publicitarios...
         De todos esos emigrados sólo Matthew Josephson logró integrarse a un medio verdaderamente francés, y se propuso asumir una corriente cultural verdaderamente francesa: el dadaísmo y el surrealismo. Su entusiasmo por Tristan Tzara, André Breton, Louis Aragon, Paul Éluard, Philippe Soupault, Robert Desnos, Benjamin Péret, Max Ernst, etcétera, fue prontamente recompensado por ellos, quienes lo acogieron en calidad de agente aduanero: Josephson se encargaría de exportar el dadaísmo y el surrealismo a la lengua inglesa y a los Estados Unidos.
         Para ello fundó o colaboró decisivamente en tres revistas modernísimas, modestas (de hasta 3 mil ejemplares) pero internacionales, destinadas a predicar el evangelio de Dadá, de Breton, de Picasso y del arte abstracto en los Estados Unidos y entre los turistas norteamericanos en toda Europa: Secession, Broom y transition. (Esa aventura terminó sobre todo porque el Servicio de Correos de Estados Unidos, menos tolerante que el europeo, prohibió la circulación de Broom, acusándola de pornografía.)
         Sin embargo, a pesar de su entusiasmo, Matthew Josephson seguía siendo radicalmente un buen turistón norteamericano: inocentón y serio. Se tragaba con todo y pelos demasiados cuentos y luego se indignaba por haber sido timado; abjuraba de sus errores y escribía contra sus antiguos aliados. Ya decía Gide que el mayor admirador de hoy será el primer detractor mañana. Pero no hay rencor, sino crítica leal, sentido común y amistosa travesura en sus detracciones. Los propios surrealistas se dijeron peores cosas unos de otros durante sus excomuniones y linchamientos impresos. Con el tiempo Matty Josephson llegó a reconciliarse hasta con Aragon y con Breton (1941), cuando éstos ya se odiaban a muerte. Renegó de sus ideas dadaísta-surrealistas, no de sus afectos.
         Al regresar a los Estados Unidos y experimentar el casino brutal de las finanzas (tuvo que trabajar como corredor de bolsa, lo que le provocó una postración nerviosa), la depresión económica y la política de los años treinta, dejó de admirar y de creer en sus gurús dadaísta-surrealistas.
         La vida y el futuro estaban en otras partes. Los buscó en la biografía literaria, donde logró muchos éxitos (sobre Zola, Rousseau, Victor Hugo, Stendhal) y en la biografía sociológica de Edison y los grandes capitalistas norteamericanos: The Rubber Barons. The Great American Capitalists, 1861-1900 y The Money Lords. The Great Finance Capitalists, 1925-1950.
         Entretanto sufrió su mayor desastre: la pérdida del reino que había soñado en París. Este entrañable camarada de Hart Crane, no llegó a ser el poeta dadaísta de Nueva York, con versos que sonaran como slogans y jinggles comerciales, una sarcástica parodia verbal de la civilización industrial. Un Dadá en Wall Street. Desde hace décadas su poesía se recuerda poco.
         Mi vida entre los surrealistas (1962), traducida con un extravagante casticismo por Agustí Bartra —v. gr.: traduce los vagabundeos de un yanqui de Brooklin en Austria  como “andorrear”—, ofrece retratos y crónicas cariñosas de ese grupo, pero totalmente desilusionadas y críticas. Estos estrepitosos Profesionales de la Inmoralidad, estos escandalizadores que jamás se habían metido a un burdel y que no se emborrachaban nunca, o poco. Estos señoritos que exigían a sus seguidores el abandono “de todo”, pero se negaban a ganarse la vida como asalariados, y vivían como dandys de parasitar o de asaltar a sus ricas familias. Estos detractores de todo arte antiguo, del que no poseían cuadros, y ensalzadores casi venales del nuevo, con el que traficaban descaradamente (Breton se hizo rico en la compraventa formal, con galería y todo, de los cuadros de sus elogiados: no atacaba a Picasso, hiciera lo que hiciera, porque vendía bien; si a Max Ernst, porque no parecía vender tanto). Todas esas consagraciones y excomuniones de Breton que no admitían mayores explicaciones que el protagonismo vedetista del pontífice y un ansia de popularidad que no conseguía con la venta de sus poemas: necesitaba escándalos. Esos torerazos de salón. Esos chicos tímidos que sólo se volvían bravucones ante los flashs de la prensa. Esos...
         En una ocasión [Philippe] Soupault llegó demasiado lejos con sus bromas e incurrió en la censura de sus cofrades. Estábamos en el Cintra, una noche, Breton con su esposa, Soupault con la suya, y yo con la mía; y Ribémont-Dessaignes, Vitrac, Baron y Péret también estaban presentes, sin compañera. Era un período de tensión creciente; la “conspiración Dadá” se hacía repetitiva, como declaró Breton; buscaba insistentemente “algo nuevo”. Dando un puñetazo sobre la mesa, exclamó Breton:
         —Pero ¡esto es tan estúpido! Estoy aburrido de todo. ¿Quién tiene alguna idea?
         -Allons à un bordel —dijo uno de los presentes, probablemente Vitrac, riendo.
         Inmediatamente se puso a votación y se aprobó la idea de trasladar nuestra reunión, por aquella noche, a un burdel. Mi esposa y yo nunca habíamos visto el interior de un burdel, pero estuvimos de acuerdo en visitar uno de ellos. Breton consintió de mala gana, aunque tampoco había ido nunca a un lugar semejante.
         —Conozco uno que está muy bien —dijo Soupault—. Está cerca de aquí. Vamos.
         —¿Con nuestras mujeres? —pregunté.
         —Bueno, ¡puede divertirlas!
         Salimos, dudando de que Philippe llevase a cabo seriamente su idea. Desde la avenida de la Opéra entramos en una calle lateral, nos detuvimos delante de una casa de departamentos elegante y, mientras Breton todavía hacía objeciones a Philippe, éste tocó el timbre. Soupault dijo que aquella casa era un lugar favorito de los senadores y los grandes políticos.
         Una linda criatura nos introdujo en un gran salón, lleno de sofás acojinados, sillones, espejos, lámparas rosadas y la tradicional pianola. La madame apareció; nos miró de arriba abajo fríamente, encontrándonos algo extraños, en compañía de tres jóvenes matronas vestidas sencillamente y de aspecto respetable.
         —¿Qué gustarán tomar las señoras y los caballeros? ¿Champaña a setenta y cinco francos o a cien francos?
         Con mucha autoridad, Philippe pidió el champaña más barato. Con la bebida, entró en tumulto un rebaño de ocho o diez cortesanas de varios tamaños y volúmenes, profiriendo alegres gritos de bienvenida; luego, cuando se dieron cuenta de nuestras acompañantes femeninas, nos miraron con asombro. Se alinearon a un lado de la sala, con breves taparrabos y ligeros sostenes que, no obstante, procedieron a quitarse.
         —Mostradnos vuestros trucos —dijo uno de nuestro grupo.
         Las muchachas, todas a la vez, se arrodillaron en el suelo y empezaron a hacer lascivos movimientos y ademanes hacia nosotros, de modo desmañado y mecánico. Soupault siguió mirándolas cómicamente; pero Breton se enojó, o fingió enojarse. Llevaba, como siempre, su pesado y nudoso bastón, con el que golpeaba el suelo impacientemente. Todos los del grupo sentíanse incómodos y nadie sabía qué pasaría después. Nuestras señoras, entretanto, miraban cortésmente con impecables modales burgueses.
         —Esto es repugnante —gritó Breton por fin—, un espectáculo vergonzoso... ¿Cómo pudiste traernos a un lugar como este? —añadió, dirigiéndose, con cólera, a Soupault.
         Philippe se echó a reír y dijo a la madame:
         —Lléveselas. ¿Quizás sería mejor el “champaña a cien francos”?
         La madame, una mujer imponente con un rostro de expresión severa, parecía estar ya harta de nosotros.
         —Espero que saldrán sin alboroto —dijo—. Aquí no nos gusta el desorden ni el ruido.
         Philippe sacó un fajo de billetes, pero ella lo rechazó cortésmente y dijo, mientras salíamos:
         —No se molesten en probar en la casa contigua, porque pertenece a la misma empresa.
         Los caminos del destino siempre sorprenden. Matthew Josephson obtuvo como resultado de su época dadaísta-surrealista ¡una enorme admiración por Zola, Victor Hugo, Stendhal y Rousseau!, a cuyo estudio dedicaría su vida madura, en libros que comparten la primavera del mejor ensayo literario norteamericano:
         En el famoso círculo de amigos de Zola, se encontraban Flaubert, Turguénev, Daudet, los hermanos Goncourt, Maupassant, Huysmans y el pintor Paul Cézanne, que fue su amigo de la adolescencia. A través de su correspondencia, notas y escritos autobiográficos encontrados en los papeles de Zola, llegué a conocerlos muy bien, como si se encontraran presentes ante mí; había incluso algunas transcripciones textuales de las cenas periódicas en las que se reunían “los Cuatro Grandes”, Flaubert, Daudet, Edmond de Goncourt y Zola, que se encuentran en el Diario de los Goncourt. En mi imaginación conversaba con ellos mientras caminaba por las estrechas calles del Palais Royal, cerca de la Biblioteca. En cierta medida, vivía la vida de Zola. Malcolm Cowley, al describir mi método de escribir una biografía, lo calificó de “inmersión” en cada tema a que me dedico. Llegó hasta a afirmar que tiendo a imitar a cada personaje sobre el que escribo, tanto en sus rasgos malos como en los buenos, lo cual resulta una divertida exageración.
         Como Van Wyck Brooks, Edmund Wilson y Malcolm Cowley, Matthew Josephson se opuso tanto a los laberintos tecnicistas universitarios como a los laberintos metafóricos de los parnasianos metaforistas o filosóficos. El ensayo razonable, documentado, legible como reportaje literario. Hoy en día es poco visitado. Las monografías literarias se han vuelto monopolio de la industria universitaria.
         No sólo el género de la biografía (Lytton Strachey le enseñó a final de cuentas más que Breton), sino el estilo llano del reportaje literario (a la manera de Van Wyck Brooks y de Edmund Wilson) se le ofrecieron como una liberación: escapar del ghetto de las minúsculas y fanáticas capillas universitarias o de los parvos parnasos irresponsables e infatuados, en busca del “lector común”. ¿En última instancia no es ése el objetivo paradójico de toda literatura: extremar el arte literario... para llegar al Lector Común? Dice Josephson: “Algunos de los autores más recónditos o ‘impopulares’, incluyendo a Henry James, según he descubierto, siempre han anhelado secretamente un público más numeroso que el que les es concedido.” Bueno, pues a darle la bienvenida, pero sin devaluar el arte de la literatura: la ambición más altiva que pueda concebir un escritor.
         El principal encanto, sin embargo, de Mi vida entre los surrealistas está en lo que no tiene que ver con ellos, sino con la respuesta profunda de los escritores norteamericanos al evangelio dadaísta-surrealista que Josephson les predicaba durante los años veinte. Las respuestas escépticas o indignadas de autores como H. L. Mencken, Edmund Wilson, E. E. Cummings, Hart Crane, Malcolm Cowley, Allen Tate, Kenneth Burke, Paul Rosenfeld...
         Al final de la década, y al final de este libro, le ocurrió a Josephson un accidente terrible. Se incendió su departamento, y al pretender rescatar algo de sus cuadros y de su biblioteca quedó atrapado entre las llamas una media hora. Se salvó de milagro después de mes y medio de hospitalización. No he leído en ninguna otra parte mejor relato de un incendio que el que concluye Mi vida entre los surrealistas  (Tr. A. Bartra, México, Joaquín Mortiz, 1963) Cf. Malcolm Cowley: Exile’s return, Nueva York, The Viking Press, 1951 y A Second Flowering. Works and Days of the Lost Generation, Nueva York, The Viking Press, 1974; Edmund Wilson registra y parodia el dadaísmo de Matty Josephson en The Shores of Light. A Literary Chronicle of the 1920s and 1930s, Nueva York, The Noonday Press, 1967 (“The Poet’s Return”).