sábado, 25 de octubre de 2008

MAESTROS EN PENUMBRA

Retratos con paisaje
Maestros en penumbra
por José Joaquín Blanco

ÉMILE ZOLA
Un siglo de rencor tenaz de aristócratas, burgueses y académicos dizque demócratas, religiosos, líricos, parnasianos o simbolistas, no ha hecho mella en esta prodigiosa novela de Zola: Germinal (nueva versión, de Mauro Armiño, en Obras selectas, Austral Summa, Madrid, 2002). Una especie de Ilíada, Las Troyanas o Las Bacantes de la clase obrera: los mineros del carbón hacia 1865. Su fuerza épica, su clamor trágico siguen frescos y aterradores. Los estetas y los profesores les hacen asco a sus novelas, como los burgueses de su tiempo llamaban “zolás” a sus bacinicas.
De nada sirve fastidiar con que el estilo de Zola no es muy pulido que digamos, pues precisamente se trata de escribir sobre analfabetos y miserables, al menos en Germinal (1885) y en La taberna; tampoco funciona reprocharle sus tesis naturalistas, que estrechas y caducas se pudren en sus ensayos o en otros de sus relatos, no en éste.
Los cuadros de la atroz miseria de Germinal alcanzan dimensiones de cataclismo, sin exageración alguna: simplemente son el retrato de la naturaleza humana en momentos de extrema desdicha, furor o miseria. Sus fealdades son verdaderas. Sus bestias humanas, verosímiles. Todo Revueltas ya está en Germinal, con túneles mojados y estrechos en la tierra, por donde alguien se arrastra en el fango, y sobre su espalda y su cabeza cruzan tropeles de ratas (Los errores), con rebaños humanos en apocalipsis (El luto humano). (Creí releer minuciosamente Germinal al ver en la tele las escenas del reciente desastre minero en Coahuila, con las explosiones de gas grisú en los túneles y los obreros sepultados en vida, mientras sus familias aúllan y se desgarran a las afueras de la mina. En 1885 Zola narró explosiones mineras ocurridas en Francia en 1865, que se repiten literalmente en México en el 2006.)
Los amores y odios ciegos y furibundos de los horrendos, de los deformados, de los muertos de hambre se revelan con toda claridad. Y entrañable y espeluznante patetismo. A diferencia de los rusos, no hay mucho misticismo, ni Dios ni lo sagrado, ni Cristos ni demonios, aunque sí algunos curas e iglesias superficiales, en estas masas de bestias humanas que no están conformadas por santos o perversos, sino por personas llevadas a tal degradación, odio, fealdad o desdicha por circunstancias meramente terrenas, objetivas.
Auque ya habla de La Internacional, y se asoman Marx y Bakunin, es muy anterior a la Revolución Soviética, de modo que escapa del endiosamiento de la ideología comunista. Simplemente a tales niveles de degradación, horror y desdicha corresponden tales explosiones sociales, personales. Un horror laico -un horror fascinado, como ante las matanzas de la Ilíada- ante las bestias humanas... que en su tiempo sin duda constituían más de la mitad de la población de los países ricos, y más del 80 ó 90 por ciento de los pobres.
A Émile Zola (1860-1902) le debemos obras mexicanas de Gamboa, Azuela y Revueltas, cuando menos... Los norteamericanos (Dreiser, Norris, incluso John Reed) le deben toda su literatura de crítica social de la primera mitad del siglo XX.
Pocas novelas tan poderosas como Germinal en la historia de la literatura de todos los tiempos. ¡A cuánto fue capaz de atreverse!

PAUL MORAND
Su desafortunada apuesta por el nazismo y por el gobierno de Vichy, del que fue embajador, hundió durante décadas la reputación de uno de los autores franceses más exitosos del siglo XX, Paul Morand (1888-1976), el gran cronista de la modernidad, el deporte, la energía y los viajes alrededor del mundo (incluyendo México), siempre con una elegancia de dandy letrado y cosmopolita, erudito y gourmet, mundano y estetizante.
Lanzado por Marcel Proust, quien prologó uno de sus primeros libros (Tendre stocks, 1921), este autor tan elegante como ultramoderno, realizó paralelamente brillantes carreras literarias, diplomáticas y periodísticas antes de la Segunda Guerra Mundial. Después de la guerra tuvo que exiliarse en Suiza; luego regresó a Francia, donde sobrevivió en una especie de prestigiosa oscuridad: perdonado pero marginado; finalmente (a los 80 años) ingresó en medio de cierto escándalo a la Academie Française en 1968. Nunca se le negó sin embargo beligerancia artística.
A su primera época corresponden textos que dieron la vuelta al mundo: La europa galante, Buda vivo, Magia negra, Campeones del mundo, París-Tombuctú, Journal d’un attaché d’ambassade, Ouvert la nuit, Fermé la nuit, Rococó, Los extravagantes, así como infinidad de crónicas de viaje. Durante su purgatorio de posguerra escribió textos más imaginativos y pulidos: Le dernier jour de l’Inquisition, Le flagelant de Séville, Hécate et ses chiens... Es autor de más de cien obras.
Ahora lo recuerdo con las tres novelas preciosas, extravagantes, bizarras, casi se diría propias de una “historia universal de la infamia”: Les écarts amoureux (Gallimard, 1974). Son reconstrucciones históricas de hechos tan pasmosos como crueles. La primera: “Un amateur de supplices” se solaza, con cierto sadismo espiritual, en uno de los episodios más tenebrosos de la ética de la humanidad: el autor de libros morales más estimado y famoso de todos los tiempos, Séneca, fue precisamente el preceptor de Nerón durante muchos años. Para quienes creen que la educación sirve para algo...
A partir sobre todo de los recuerdos de Tito Livio, Morand recrea el personaje frívolo-en-la-crueldad de Nerón, pues lo que lo particulariza en la historia y ha escandalizado a la posteridad no es tanto su crueldad, común a otros emperadores romanos, sino que se sintiera un artista de la crueldad, un imaginativo de los suplicios y las torturas, un dandy del sadismo, cuya obra maestra sería no sólo ordenar la muerte de Séneca, su mentor, a quien obliga a suicidarse, sino además impedir y prohibir el suicidio de la viuda desconsolada. Quiere que sobreviva contra su voluntad al marido, para que siga sufriendo: “¡La condeno a vivir!”. Tito Livio anota que “ningún asesinato le fue más agradable a Nerón que el de Séneca”.
Las extravagancias y bufonerías de Nerón lo humanizan, casi lo vuelven pintoresco: un anticipo de los personajes de Sade. Se le celebra tanto su bizarrería que infinidad de gente le pone su nombre a sus perros. El haber sido mentor de tal monstruo -“por sus obras los conoceréis”- pareciera abolir la ética estoica de Séneca, quien quedaría así desmentido por su discípulo, por su “obra viva”. Advierto, sin embargo, cierta maligna tendencia cristiana a fastidiar a Séneca no sólo por su discípulo Nerón, sino por el torvo odio religioso, fanático, contra una ética atea (o al menos laica y pagana), el estoicismo, que así quedaría reducida a una mera retórica elegante y presuntuosa... que sólo produce nerones. ¿Pero el cristianismo no produjo las cruzadas?
Morand se burla a su gusto de Séneca. Nadie, sin embargo, puede olvidar que Montaigne y Quevedo, en cambio, entre un centenar de clásicos europeos, encontraron en él mayor inspiración moral que en la propia Biblia. Hoy en día las cartas y los tratados morales de Séneca siguen siendo los libros éticos más leídos en el mundo entero, a pesar de curas y nerones. Sospecho cierto estremecimiento autobiográfico en la burla que hace Morand del viejo profesor de ética, anciano y acabado, aterrado y avergonzado de su discípulo, de cuyo favor ha caído, y de quien no puede escapar: ¡Ah, el destino de los Intelectuales, de las Grandes Ideas!...
“Les Compagnons de la Femme” narra la vejez de tres seguidores franceses del saintsimonismo: un hombre paralítico y dos mujeres que sobreviven como hospederas y maestras de declamación, solfeo y buenas maneras en El Cairo, adonde habían llegado tres décadas atrás (la historia se narra hacia 1865) en busca de la Utopía, del hombre, la mujer y el amor libres; del Nuevo Oriente, la Diosa Madre y el Hombre Nuevo... Los ideales en sus ruinas.
“Le Château aventureux” traza la historia de dos enanas nacidas en la misma familia aristocrática italiana, con tres siglos de diferencia, y las diferentes maneras que encuentran los normales para aceptar a los “monstruos”. Para los enanos, un hombre de 1.80 ha de ser sacrificado con cierto ritual caníbal, pues “es un monstruo”. Con lujos de erudito y de anticuario, Morand dibuja una minuciosa, suntuosa, deslumbrante corte grotesca de enanos del siglo XVIII, con pinturas, poemas y leyendas que sólo hablan de enanos, y que postulan una especie de sacralidad del enanismo; un juego de humor de masacre.
Esta pesimista, decadente etapa final de Paul Morand acaso logre, incluso mejor que en sus relucientes, vigorosas, triunfantes obras de juventud y madurez, una prosa tan perfecta como armoniosa, tan clásica como elástica, elegante e imaginativa; tan hermosa y conmovedora como sadomasoquista. Sus propios suplicios intelectuales y artísticos de perdedor-de-conciencia.

GEORGES DUHAMEL
No hay novela en Confesión de medianoche (1920; Sociedad Mexicana de Ediciones, 1945) del novelista “humanista” Georges Duhamel (1884-1966): un mero monólogo desesperado de un hombre mediocre o vacío a quien no le pasa mayor cosa, salvo que se desprecia y odia a sí mismo exageradamente. Un escribiente que pierde su empleo por una tontería que ni él ni su autor logran explicar, pero que tampoco se queda en la total miseria, ni hace gran daño a los demás. Mera mediocridad oscura, pasiva, rencorosa, que se odia a sí misma con excesivas severidad y solemnidad. No hay anécdota, sino una caprichosa introspección altisonante.
El tema ya existía en Melville y Dostoyevski, incuso en Balzac, y se corona en Kafka, Sartre y los existencialistas, de modo que es natural que ya se recuerde poco a Duhamel, a pesar de su obra caudalosa: “...si tengo el aire de un misántropo es porque amo demasiado a la humanidad”. No, que va: es por meras ociosidad, vanidad, falta de imaginación: ni estás sufriendo mucho ni te está pasando mayor cosa, podríamos decirle a Salavin, el protagonista; no te perdonas no ser Rastignac ni Rockefeller, y te concedes demasiada importancia con un monólogo pretencioso y sin peripecias de ciento cincuenta cuartillas. No te adornes con tanta flagelación inmerecida.
“Cortos son los años, pero los minutos son largos, y mi vida para mí sólo se compone con minutos”. Pues disfruta los minutos, hombre; o duérmete; qué manía de regañarte como si fueses criminal por el mero hecho de ser un escribiente mezquino y rencoroso de nada; no te está pasando mayor cosa...
Hay cierta crueldad gratuita de Duhamel al escribir con tanta amargura sobre casi nada: debió inventarse algún crimen, alguna farra, algún chiste, alguna aventurilla, para justificar el libro. La introspección desnuda exigiría mayor talento psicológico o prosístico. Duhamel no piensa ni escribe mal, pero la invención y la expresión parecen demasiado inferiores al tono de grandeur apocalíptica que pretende, y a final de cuentas se trata apenas de una variante de la “novela de la pobreza”, menos atroz sin duda que la campesina, la obrera, la de la crápula y el vagabundeo, pero que hiere más espiritualmente a sus víctimas porque se consideran, en cuanto letrados, dignos de mejor situación.
Buena parte del éxito que gozó en su tiempo puede deberse a la denuncia sentimental, melodramática casi, del infortunio de los ilustrados pobres, hombres con su bachillerato en humanidades, ciertas lecturas, acaso algún diploma universitario, que no encuentran otro destino que la miseria y la humillación del desempleo o del empleo ínfimo e inseguro como escribientes (ahora serían mecanógrafos o capturistas), oficinistas. Reconocían en Confesión de medianoche su desdicha. Pero entonces todavía no se conocía a Kafka, cuyo estilo seco, alegórico, antisentimental es aun más desolador. A ratos (capítulo XIII) Duhamel anticipa a Kafka: la agencia de escribientes de fajillas (etiquetas, membretes)...
Es de la generación de Romains, Larbaud, Chardonne, Ghéhenno, La Rochelle, Maurois, Morand, Mauriac, Bernanos, Cocteau, Giraudoux, Benoit, Cendrars, Jouhandeau, Paulhan y Martin du Gard: la primera postguerra (sus muertos: Apollinaire, Alain Fournier, Charles-Louis Philippe)... Toda esa generación de narradores -los poetas se cuecen aparte: Saint-John Perse, los surrealistas- aplastada por Proust, que apenas llega reponerse con Céline a través de una subversión total del género narrativo; luego Malraux, Leiris, Sartre. Camus, Yourcenar, Duras...
Me desagrada el humanismo o superhumanismo del Salavin de Duhamel, por suicida: un pobre hombre bastante decente, sano, joven y listo, pero opaco y mediocre, se exige la genialidad, el poder, la riqueza: ganas de desesperarse hasta darse un tiro, nomás por un capricho de vanidad de Superhombre:
“Un día, cuando yo acababa [de tocar en la flauta] un trozo que, a falta de talento, había ejecutado con muy buena voluntad y afición, Margarita levantó hacia mí sus ojos llenos de lágrimas. Me sentí trastornado ante los bellos ojos amortiguados de Margarita, a los cuales las lágrimas daban un brillo conmovedor y como infantil.
“Un hombre razonable hubiera pensado: 'He aquí el efecto de la música en un alma sentimental y delicada'. Yo me lo atribuí a mí mismo.
“Tomé mi sombrero y me fui a la calle. Sentía un indecible orgullo. No dudaba que me fuesen devueltos nuevos poderes. Experimentaba ese reflejo de mi alma en otra alma como señal cierta de predestinación. Murmuraba apretando entre dientes: '¡Soy alguien, alguien!’ Acabaríase por comprender que no soy un hombre como los demás'” (XVI).

JULIEN GREEN
Silenciosa y misteriosamente, Julien Green (1900-1998) se ha deslizado de la más alta estima crítica y de los sitios de best-seller mundial a una tenaz opacidad contemporánea. Todavía recuerdo, en los años sesenta, las versiones castellanas de varios de sus libros en los sitios de honor de los aparadores de las librerías mexicanas, que por entonces eran muchas y dignas, aunque pequeñas (no superbodegas de saldos y ofertones, ni banales estanterías de tiendas de autoservicio). Pequeñas y suficientes librerías en forma, donde nunca faltaban: Mont Cinère, Adrienne Mesurat (1927), Leviathan (1929), Moïra (1950), El malhechor (1959), Cada hombre en su noche (1960)... Los numerosos tomos (veinte o más) de su moroso Diario se conseguían en Livre de Poche (en ellos aprendí buena parte de mi francés).
Adolfo Bioy Casares lo consideraba el mejor de los escritores franceses en la época de Malraux, Céline, Sartre, Camus... Jorge Luis Borges situó Le voyageur sur la terre como una de las dos o tres tramas verdaderamente geniales del siglo veinte, al lado de las de Kafka...
Desde su explosiva aparición en los años veinte se distinguía como el escritor más original e intenso de la corriente de la nueva narrativa católica, que tanto escándalo hizo a mitades del siglo pasado. Más estimado que Mauriac o Bernanos. Sus personajes vivían la desesperanza de un mundo sin Dios con pesadillas acaso esquizoides o paranoicas que también parecían excelentes tramas fantásticas. El vacío de Dios, la culpa de la carne, el desierto de la existencia humana en un mundo laico y absurdo, sufridor.
Parte de su secreto provenía de su ascendencia escocesa, que intensificaba los estremecimientos calvinistas de la Culpa, y de su conocimiento de primera mano -era bilingüe- de los grandes narradores norteamericanos del siglo XIX: Hawthorne, Melville, Poe. El hombre como un exiliado en el mundo moderno, huérfano de Dios. Misticismo, desesperanza, intensidad casi macabra. Personajes presos de su propia fe religiosa en la que se encuentran tan incómodos y tan maltratados, siempre caminando a la condenación fatal en esta tierra y en el más allá. El infierno emocional de algunos de sus personajes tenía como clave no tan oculta la conciencia de sus tendencias homosexuales, pero adscritas a un Mal metafísico, absoluto. Su estilo reunía, en una mezcla feliz, el lirismo trascendente de la tradición francesa con la riqueza y la exactitud sajonas en el dibujo de tramas y personajes. Buena parte del sofoco macabro de sus relatos es el silencio que se imponen los personajes, su necesidad de callar sus pulsiones y sólo refractar enigmáticamente su angustia.
En El otro sueño (Buenos Aires, Tirso) encontramos sus familias pequeñoburguesas negadas a la vida, aterradas de existir, que buscan asideros en las costumbres y ritos mediocres y rutinarios de una decencia añeja y hueca. Decentes parientes que se odian entredientes todo el santo día. Todo es Mal para ellos: el placer, el pensamiento, la aventura, la imaginación. Departamentos parisinos y casas campestres como cárceles.
Esas familias producen chicos y muchachas frágiles, irreales, quebradizos, fatalmente atraídos por seres y escenas sólidas, reales, rudas, hasta salvajes y criminales. No hay puertas a la dicha ni a la libertad.
Podrá estudiarse el mundo de Julien Green desde las perspectivas de la decadencia de la pequeñoburguesía francesa, del catolicismo, de la moral católica de principios del siglo XX, de la pobreza y del hartazgo del mundo que produjo la Primera Guerra Mundial. Pero esos personajes tan frágiles y quebradizos como alucinados, desesperados y deseosos de experiencias fatales, también parecen atribulados fantasmas en un mundo hoscamente real. De modo que no estaban desencaminados Borges y Bioy Casares al ver el mundo de las novelas de Julien Green (que otros llaman “sicótico”, “reprimido”, “decadente”, “enfermo”) como una variedad, particularmente hipersensible, delirada, de las fábulas de fantasmas y seres imaginarios:
“Por singular ley de mi espíritu, ciertas realidades sólo me parecen verdaderas si lo fantástico las exagera. Así, en este extraño decorado, los personajes con que poblaba mi soledad adquirían un tamaño desusado, como si afirmaran con mayor fuerza la verdad de su existencia. El recuerdo de mis padres me los hizo ver, de pronto, y en alguna parte, en las profundidades de la noche, sentados a la mesa de no sé qué fúnebre banquete, mi padre con un agujero en la sien, mi madre, los ojos cerrados como una sonámbula. Sus manos simulaban llevar alimentos a la boca y vi que mi padre alcanzaba la sal a mi madre con interminable ademán. Tanta solemnidad en sus semblantes los hubiera hecho tomar por dioses, de no haber sabido que ese espectáculo era la prueba e ilustración de su muerte”.

RAYMOND QUENEAU
Zazie dans le métro (1959), de Raymond Queneau (1903-1976): prodigiosamente divertida y fresca después de medio siglo.
Es desde luego intraducible -por sus juegos de palabras y su coloquialismo parisino “años cincuenta”-, pero resulta curioso cómo sobrevive en buena medida a pesar de las chusquísimas traducciones españolas (tengo dos: Plaza y Janés y Alfaguara), en las que académicos asnales se hacen los regionalistas, los parlanchines y los ingeniosos automáticos. A ratos es más difícil entender el “español” de sus traductores que el français parlé de Queneau.
Cortázar en la médula, y Cabrera Infante (los “ejercicios de estilo”) y José Agustín superficialmente (sobre todo en De perfil y algunos cuentos tempranos), sólo se explican “a partir de Zazie”.
Las bufonerías de filólogo, la chacota del lenguaje (principalmente la ridiculización de frases hechas, de adjetivaciones manidas, de términos solemnes), libran toda la batalla, pues ni la anécdota ni los personajes ofrecen consistencia ni interés particulares, sobre todo en el último tramo -a partir de la aparición del policía como asaltante nocturno de la mujer de Gabriel, cuando ya queda claro que todo es un mero sainete de disfraces y travestismos y que la historia importa un cuerno: que sólo se trata de una comedia de pastelazos. Una manera muy erudita de imitar los cómics a través de la literatura de vanguardia.
Muy fechada e inocentona, en el fondo, pero todavía divertida, al menos para quienes todavía podemos imaginarnos a un París (o a un DF, en José Agustín) de los años cincuenta o sesenta del siglo XX, con toda su parafernalia elemental y prehistórica (disfraces, sifonazos, parroquianos inocentonamente hilarantes con loro a cuestas, pubertas que se hacen impunemente las terribles -no hay sexo ni droga todavía: pubertas pueriles-; zapateros remendones callejeros, policías en bici y con silbato, gigantones que puedan causar sensación con solo vestirse de manolas o con tutú).
El mejor equivalente castellano es el juego verbal de Cortázar o Cabrera Infante; sospecho que las traducciones son inabordables de tan regionalistas, castellanizadoras y chistosillas; resulta chusco que personajes netamente parisinos hablen como baturros folklóricos, con gilipollas, moros y sapristis para todo.
En la traducción de Alfaguara, el lector ve “buat” y lleva tiempo sospechar que el traductor se refiere simplemente a una boîte; “bainait” es mera vida nocturna o by night. Cuando un parisino insulta a otro, supuestamente le dice: “búscate un moro que te la meta”.
Desde luego, un latinoamericano habría caído en lo mismo al traducir el coloquialismo parisino a su regionalismo particular, pero la arrogancia verbal de los españoles es más abundante, chusca y fallida que la de cualquier marciano. Habría sido necesario buscar coloquialismos menos particulares y coloridos -si se toma uno el trabajo los encuentra: existe el castellano internacional, con autoridades clásicas, dirían Reyes y Borges- y que se apliquen pertinentemente a un personaje francés, no sólo al tocino ibérico.
Le echan a perder las tres cuartas partes de sus chistes a Queneau -sobre todo porque resultan ininteligibles: de aquí a que uno descifra al chusco traductor...-, pero una cuarta parte sobrevive a la facundia y estupidez de sus castizos traductores.
Y lo mismo podría decirse de las traducciones españolas corrientes de la Ilíada... Hasta Pallas Atenea suena a chulapona de zarzuela.

DIABÓLICOS E INICIADOS

Retratos con paisaje
Diabólicos e iniciados
Por José Joaquín Blanco

EL DIABÓLICO D’AUREVILLY
Tal vez la técnica narrativa de Las diabólicas (Bruguera) de Barbey D'Aurevilly (1808-1889), escritas entre 1849 y 1874, sea más interesante que su temática: son cuentos de conversaciones, y de conversaciones de conversaciones a la tercera potencia. El verdadero asunto no reside tanto en la aparente anécdota cuanto en la conversación del narrador con algún personaje excéntrico (dandy), que cuenta su historia. Eso ya es punto de vista henryjamesiano.
En “La cortina carmesí” dos viajeros en una especie de diligencia sufren una descompostura en plena madrugada, en un oscuro pueblo de provincia. Desde su carro detenido miran una ventana iluminada, con la cortina roja, y resulta que uno de ellos vivió una historia importante de su juventud en la habitación de esa cortina. No hay mucha historia: una mujer aparentemente tímida y virtuosa se le entregó por meses, en secreto, en ese cuarto, y una noche de pronto se le murió entre los brazos, dejándole los líos del cadáver. Se dibuja sobre todo el carácter del conversador, quien le cuenta ese episodio al supuesto narrador.
Es decir, en D'Aurevilly hay un autor que inventa un conversador a quien diversos tipos le cuentan sus historias “tremendas” de mujeres. “El más bello amor de don Juan” resultaría, a siglo y medio de distancia, casi pueril: lo salva el arranque de doce otoñales ex-amantes aristocráticas (condesas y similares) de un don Juan a quien invitan a una cena íntima y fastuosa con todas ellas para que les hable de erotismo. Todos al borde de la vejez, que en aquella época debió haber sido a los cuarenta y tantos años. Es como una plática post-coitum con todas ellas juntas.
No me parecen tan diabólicas las mujeres de D'Aurevilly -aunque hay su dosis de adulterios, prostituciones, envenenamientos e infanticidios-, sino su esteta, morboso narrador, por otra parte sumamente divertido -conserva en su estilo buena parte de las virtudes del charlista dandy, impertinente y elegantemente procaz-; y sólo en el sentido baudelaireano de disfrutar las conductas humanas impropias, bastante naturales por lo demás, pero que no resultan divinas, a la manera del catecismo, y en consecuencia deben ser definidas como Diabólicas o Malignas con exageración notoria, hasta histérica. Una mujer que se ha acostado con varios hombres es Diabólica, un hombre que ha hecho lo mismo con varias mujeres resulta un simple Dandy. Ya vislumbramos claramente a Proust en Las diabólicas; en “La felicidad en el crimen” incluso aparecen amazonas espadachinas un tanto andróginas, que algo conservan todavía de la escandalosa travesura de Gautier: Mademoiselle de Maupin.
D’Aurevilly se atreve a citar el verso de Virgilio (Bucólicas , 2) que fue la bandera de la poesía gay por siglos: “Corydon ardebat Alexim”... (“El pastor Coridón ardía por el pastor Alexis”.) En los colegios pretendían ver alguna errata y que en realidad se trataba de pastor y pastora, que Alexis era Alexia.
*
En “Una partida de whist”, en cambio, Barbey D'Aurevilly pierde por exceso: multiplica los laberintos de la conversación y la anécdota, de modo que todo se resuelve en una atmósfera algo confusa, asfixiante, de la que sólo recupero algunos pasajes en favor del juego como un arte -un dandy se dedica encarnizadamente a los naipes como a la pintura, o a la filosofía-, y en favor de la mentira: dominar el arte de mentir: mentir triunfal, impune y absolutamente, con tal virtuosismo que ni siquiera provoca sospechas...
Salvo cierto curioso intento de “lacrado”, “En un banquete de ateos” carece de los méritos antijacobinos que anuncia el título: meros líos de faldas de soldadones, que pudieron ser igualmente (des)creyentes de cualquier religión y llevar la misma vida crapulosa. Pese a lo que pregonaba, D'Aurevilly no le hizo daño alguno al ateísmo de los ilustrados, a diferencia de Baudelaire (reivindicación sensual del Mal), Flaubert (Voltaire vulgarizado por Homais) y Maupassant (“El tío Sosthène” sí es una verdadera mofa de los banquetes de ateos: pública y ostentosamente carnívoros precisamente en Viernes Santo).
Incluso el intento del amante cornudo de lacrarle el sexo a la muchacha infiel es meramente un asunto de nota roja: desde la antigüedad se han dado ese tipo de agresiones contra la vagina -violarla, coserla, quemarla, rellenarla con asquerosidades...
La reliquia -restos humanos- que entrega el ateo a un sacerdote para que dizque la entierre en “suelo santo” -cosa algo irregular, enterrar litúrgicamente una especie de fósil- también resulta peregrina: cualquier ateo o creyente en otras religiones podría pedir entierro católico para un familiar o un vecino católicos: simple respeto a los muertos. Muchos ateos y no ateos exigen que sus cenizas se esparzan sobre el mar, jardines, montes, en lugar de “suelo santo”. No se necesita ser creyente en nada para respetar restos humanos, sobre todo de personas que pudieran ser próximas. En fin, todo un laberinto de tartufesco escándalo antivoltaireano para salir con una batea de babas y un “lacrado” de nota roja.
Imagino “La venganza de una mujer” con María Félix o Dolores del Río, como grandes putas, y Arturo de Córdova, como gran atormentado. Claro que no se podría representar: todo es verbal. Tiene majestad ese relato, que enloqueció a los lectores durante más de medio siglo, pero hay que creer en lo Sublime y en lo Abyecto, en el Honor y la Infamia, y todo ese tipo de mayúsculas sobre puterías que encontramos en la poesía romántica y modernista (Flores, Plaza, Tablada, Lara). Si el lector no se escandaliza de que una mujer rencorosa se dedique a puta para enlodar el honor del marido, falla el cuento, y los lectores actuales ya no nos escandalizamos tanto de eso.
Su estilo tiene buenos momentos de metáforas y epigramas, pero al menos en la traducción resuena a un panfleto o a un sermón moralista de alguien que se toma demasiado en serio lo del diablo y el pecado. En traducción pierde más que Balzac, Hugo, Stendhal o Flaubert. Pero fue majestuoso en su momento y durante varias décadas; comprendo la admiración de Baudelaire, Verlaine, Valle Inclán, Gómez de la Serna... incluso Revueltas y su Diosa arrodillada.
Cuando leí por primera vez Los muros de agua me impresionó mucho el gesto vengativo de una lesbiana que se hace contagiar la sífilis para a su vez contagiársela a un enemigo... detalle que aparece más decantado con respecto al rey Francisco I de Francia en D'Aurevilly.
El autor imagina cierta sensibilidad del lector, y cuando esta cambia (como la moderna en asuntos de sexo), la mitad del texto se arruina... por culpa del lector. Todo es verbal, mental, escándalo de la conciencia y de la expresión; cualquier video soft-porno actual resultaría más diabólico que D'Aurevilly, de no ser por la intención moral y la expresión estética que él quiso dar a los suyos, que ya están desgastadas, pero que conservan, como retablos de viejos tiempos, huellas y lampos de su gran majestad original.
Cuando D'Aurevilly empezaba a imaginar sus Diabólicas, Flaubert imaginaba por su lado sus Tentaciones de san Antonio, sus Salambós, sus Herodías y San Julianes; y Baudelaire sus Fleurs du Mal.

NERVAL Y LOS GRANDES INICIADOS
Gérard de Nerval (Obras, Tr. Tomás Segovia, Círculo de Lectores) habría ganado suficiente mérito -aun sin los poemas presimbolistas y sin los relatos místicos y locos de sus Silvias y Aurelias- con las biografías reales e imaginarias de Los iluminados. La de Restif de la Bretone (“Las confidencias de Nicolás”) es particularmente notable, tanto más cuanto que Restif ya resulta ilegible -su francés no suena solamente anticuado; suena a un slang personal excéntrico y anticuado- y está bien olvidado fuera y aun dentro de Francia, si bien su leyenda de picante libertino de la era de la Revolución continúa destacando en el folklore cultural. Valéry se ufanaba de la escandalosa excentricidad de admirar a Restif.
Un philosophe de banqueta, un Rousseau desaliñado (¡todavía más!), populachero y sin talentos filosófico ni artístico; un escritor verdaderamente popular de las andanzas libertinas y pícaras de la segunda mitad del siglo XVIII durante sus “días y noches de París”: faldas, crápula, celos, falso moralismo, mucho color local, proyectos chuscos de todo tipo de mesianismos sociales. Como Proust, “carecía de imaginación”, en el sentido de inventar sus asuntos, y prefería disfrazar, corregidos y aumentados, sus interminables episodios picarescos, sentimentales, eróticos: recobraba su pasado, un pasado que no era tal como le había ocurrido, sino voluntariamente deformado. Grande en las caricaturas, en los embrollos de la vida popular y de la pequeña burguesía, del desorden “ilustrado” de la vida, todo a partir de una cultura autodidacta y poco escrupulosa, pero desbordada en su verbalismo obsesivo sobre esa recomposición de sus aventuras parisinas.
*
Aurélia es una Divina Comedia del siglo XIX, con esoteria y enfermedades mentales. Un hombre se extravía en mitad del camino de su vida: ha cometido una gran falta, que no especifica, y por ello ha perdido a su amada Aurélia, quien muere. Su hipersensibilidad, sus enfermedades mentales o desequilibrios nerviosos, el ocultismo y acaso la droga (menciona el éter) le provocan estados de catalepsia, alucinación o delirio, en los que recorre como un Purgatorio mundos alternos de muertos, como en Swedenborg, desde los cuales Aurélia, nueva Beatriz, a veces parece mirarlo con piedad y funcionar cual mediación redentora en un sistema que es católico sin olvidar nada del esoterismo, y racional y lúcido sin dejar de delirar. Paris y la campiña francesa como escenografía.
Además de alegorías místicas, esotéricas y autobiográficas, parece una novelita fantástica sobre un hombre frágil que visita inquietantes mundos alternos de los muertos y del pasado, que conviven con el actual, y donde no se sabe bien a bien qué es lo real y qué lo delirado, cuál la realidad y cuál el sueño, ni dónde queda la razón y empieza lo que está por encima de la razón, lo “surréal”. Es un relato deliberado -construido, inventado- del que en algún momento perdió el control (se suicidó en la pausa entre la publicación de la primera y la segunda partes). Está muy apoyado, como otras de sus historias, por la tradición esotérica de las metempsicosis y metamorfosis, el macro y el microcosmos, el uno y el universo, la cadena de los seres, los vivos que están muertos y los muertos que están vivos. Muchos de sus asuntos, sin embargo, aparecen en otros contemporáneos, como Théophile Gautier, sin arrojarlos al despeñadero mental, como meros juegos de imaginación (Arria Marcella, Avatar, Espírita).
Sylvie es la nostalgia de otro hombre atribulado, por una muchachita a quien amó en su infancia, en el campo, desde la perspectiva del desengaño de la vida adulta, y muestra evidencias del origen de las “muchachas en flor” de Proust, la idealización obsesiva de esas nostalgias. Hay mucha culpa católica dentro de su filosofía hermética, y demasiado esteticismo en su angustia. Sus paisajes están muy detallistamente dibujados como para ser mero producto, o parecer un mero efecto de su desesperación. Tal vez empezó jugando con las ideas de la inmortalidad, de los mundos alternos, del paganismo redivivo que convivía con el catolicismo, del yo y del otro, del doble, de los astros habitados que admitían conjuros humanos, del hombre que ha sido todos los hombres, de la coexistencia de todo lo que alienta en simultáneos mundos alternos, paralelos... y terminó siendo un trágico juguete de esas mismas ideas.
El cine ha abusado con gran eficacia de tales asomos sobrehumanos, de modo que asombran poco en nuestro tiempo. Impresiona su estilo literario.

EL GRAN GAUTIER, QUIEN AL CANTAR, LLAMÓ A BORINQUEN “LA PERLA DE LOS MARES” *
Théophile Gautier: Oeuvres (Laffont), La pipa de opio y otros cuentos (Siruelta), Fortunio, La muerte enamorada, La lucha contra el destino, Mademoiselle de Maupin, El club del hachís, El pie de la momia, La novela de una momia (Cátedra), Jettatura, Avatar, Le capitaine Fracasse, Spirite, Arria Marcela... El mejor Gautier está en los otros, sus discipulos: introdujo un estilo preciosista, estetizante, libertino, irónico, impertinente, formalista, “decadente”, enjoyado, lleno de gracia, que llega hasta Proust (y Rubén Darío), en donde reconocemos a las descendientes de Mademoiselle de Maupin, casi un siglo después, con todo y sus atavíos de amazonas.
Sobrevive mejor en prosa, donde no “esculpe, lima y cincela” demasiado: novelas folletinescas (pero preciosistas y libertinas, algo esotéricas) a vuela pluma -buena pluma, de vocabulario numeroso, “ritmado” y trabajado-; poca trama, mucha narración lírica, poesía en prosa o ensayo estético a propósito de cualquier paisaje, persona o mosca. Se sigue leyendo con gusto. Pero esa revolución prosística en temas decadentes con prosa estetizante -tanta joya, tanta flor, tanto buen gusto, tanto museo, tanta ceremonia- se logró mejor en sus discípulos, como Proust, aunque éste pretendía ignorarlo y sólo aceptar la influencia de Nerval. Encuentro asimismo mucha prosa de Gautier en el Azul... de Rubén Darío, hasta frases literales... El prólogo de Mademoiselle de Maupin es notable como defensa de la inmoralidad en la literatura.
¿Se ha escrito un entretenimiento gay-travesti, como en los siglos XVI y XVII: Shakespeare, Cervantes, mejor que Mademoiselle de Maupin, sobre todo cuando los personajes representan dentro de la novela la comedia shakespeareana A vuestro gusto, al modo de Hamlet, teatro dentro del teatro, travestidos o retravestidos (la Maupin, travestida en hombre, representa un hombre travestido en mujer para seducir al galán, a quien habría que ponerle enaguas)? Tiene una alegría y una travesura que faltan en Sarrazine (Balzac) y en Proust, más trascendentalistas. Gautier sólo se divierte, pero qué enorme diversión.
Su gran subversión es que, entre juego y juego, se asienta que la homosexualidad es perfectamente posible (desde 1830): Mademoiselle de Maupin juguetea con mujeres, y finalmente se lleva a la cama a Rosette; el narrador, durante el tiempo en que duda si la Maupin es hombre o mujer, acepta esa atracción sexual, y seguramente aceptaría llevarla a los hechos en caso de que resultase hombre. Una novelita anticuada, fechada, amanerada, artificiosa y divertidísima. Tan era divertimento que está situada en el siglo XVII.
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(*) La obra de Gautier es inmensa y la mitad no está aún recopilada; conozco muchos de sus libros, y aún no me he encontrado ni su interés por Puerto Rico ni que lo llame “la perla de los mares”, como lo informa el bolero. Seguiré indagando...

VOLVER A LA CARTUJA
Stendhal: La cartuja de Parma. Extraordinaria, desde luego, en la precisión y la vitalidad de sus detalles (escenas de Waterloo, conversaciones). Me aburre un poco el truco de Stendhal de sus muchachos bellísimos, superefebos, refractados en las ansias ninfomaníacas de señoronas de mediana edad y alta posición social, tan malamadas por sus maridos o amantes maduros como entusiastas por los chiquillos mensos, torpes, vulgares, ignorantes, pero cuerísimos, casi inconscientes de su belleza: animales de la belleza juvenil, emblemas de la energía y la pureza de la Edad de Oro del hombre (hacia los 20 años).
Muy entretenido su dibujo minucioso de la hipocresía y del sadismo de la Restauración (v. gr.: La doctrina cínica, expresa, de fingir que se carece de entusiasmo, de talento, de sentimientos, como receta para triunfar en el hosco mundo que los detesta y sólo premia la grisura mocha, servil y pragmática; enviar a la cárcel o a la horca a alguien por meros motivos mundanos de terceros, de rivalidades de salón), aunque algo inverosímil para el lector moderno (v. gr.: los altibajos de idolatría y crueldad del príncipe de Parma con la duquesa Sanseverina, llevados a graves decisiones de estado; tantos espías y policías secretos ocupados en las sábanas de las duquesas.) Suena un poco a la Tosca de Puccini, aunque la ópera es más verosímil, pues ahí se trata de un mero ministro corrupto, brutal, que engaña a Tosca para hacerle el amor en su oficina, con promesas de piedad para un preso político condenado al paredón; en Stendhal tenemos a todo un soberano, irritado por los desdenes y la insolencia de la duquesa Sanseverina que no quiso ser su amante y se atrevió a alzarle la voz, cebándose en un muchacho sin importancia política o personal alguna, sólo para herirla a ella -lo que sin duda ocurría y sigue ocurriendo-, pero suena algo exorbitante, “novelesco”, sobre todo por la extensión e intensidad que les confiere el novelista.
En realidad, Stendhal se sueña a sí mismo en sus efebos salvajes y adorables, y a sus amadas imposibles en las señoronas ninfómanas -bastante inocuos y tontos tanto ellos como ellas; no hacen ni piensan mucho: su encanto se agota en su belleza física y en sus apellidos blasonados... todo lo demás resulta espesura, necedad, banalidad. Detesta a los varones de mediana edad, siempre feos, cansados y gordinflones: sus semejantes, sus hermanos.
Mueren y sufren muchas personas en esta novela, ¿y sólo han de conmovernos los sufrimientos -muchas veces más que merecidos- de los escasos seudoaristócratas jóvenes y guapos? Fabricio es bellísimo e impulsivo. Algo frío, atrae sin embargo a las mujeres, y fue capaz, adolescente, de largarse de casa para seguir al ejército de Napoleón. A diferencia de Luciano de Rubempré (Las ilusiones perdidas) -sensibilidad, hazañosos intentos de conquista social, complejidad de sentimientos e ideas, inteligencia- no me ha llamado a la simpatía Fabricio del Dongo, salvo aquel arrebato adolescente por la gloria napoleónica. ¿Por qué solidarizarse precisamente con él, y no con los cómicos de la legua a quienes desprecia y trata tan mal, por ejemplo? Y en efecto, era un “adorable” asesino, se merecía su cárcel tanto o más que otros presos: debía sus muertitos (en Waterloo, como en cacería, se despachó a algún fugitivo; y al pobre cómico a quien le andaba quitando la novia, que además ni le gustaba tanto.)
Tal vez lo mejor de La cartuja de Parma sean dos atmósferas: la energía romántica que la leyenda de Napoleón despierta en los chamacos ambiciosos y sin perspectivas (Fabricio era segundón y acaso bastardo), como manera de crecer por sí mismos en el mundo sombrío y fastidioso, a la aventura, fuera de las tiesas leyes heráldicas; y el clima terrorífico del absolutismo, donde un monarca provinciano puede dispensar vida, fortuna, miseria y muerte según sus caprichos más peregrinos.
Y claro, la factura severa, concisa, clara, en la que ya se ve el crecimiento hasta la exageración y la parodia del mundo que llevará a Proust: las duquesas, los celos, los salones... Y el mismo error, o paradoja: la elaboración psicológica minuciosa de profundidades sentimentales en personajes planos y mundanos. La verdad es que ni Fabricio ni la Sanseverina merecían tanto análisis letrado. El celoso Mosca queda mejor, en claroscuro. Y el terrible príncipe prepotente, vicioso de su poder.
El conjunto es perfecto, sin embargo: todo Parma como un asfixiante calabozo, apestoso a muertos y a fantoches podridos en vida, sin otro apetito ni goce que la crueldad... a terceros. Ni siquiera gozan en destruir directamente a sus enemigos; los hieren a través de terceros, en un ajedrez luciferino. Simpatizo, si hay que simpatizar con alguien, sólo con el ministro Mosca, el único personaje con verdaderos conciencia, albedrío, talento y pasiones, a pesar de su terrible papel de esbirro. Menos perfecto en la composición y en la expresión, Balzac es mucho mejor que Stendhal en siete u ocho novelas (Las ilusiones perdidas, Esplendores y miserias de las cortesanas, La piel de zapa, La prima Bette, El primo Pons, Papá Goriot, César Birotteau, La búsqueda del absoluto, La muchacha de los ojos de oro...) Por lo demás, la tan vociferada austeridad de la pluma de Stendhal ya existía en la prosa de Vigny.
Conservan su espectacularidad folletinesca, aunque no su verosimilitud, los grandes momentos del carácter terrible de la Sanseverina y su venganza: todo un diluvio; el largo idilio neoplatónico a través de una rendija entre el preso Fabricio y la hija del director de la cárcel; la fuga... Hay gran arte y sensibilidad nueva pero en una obra que no deja de ser más que romántica, folletinesca: desbordada, teatral, fantochera, llena de azares y destinos montados: utilería y tramoya. ¡Con qué facilidad se asesina al príncipe de Parma y se escapa de tal lío! Y la Sanseverina ejerce de todopoderosa-con-todo-mundo: ya, ni María Félix.

COCTEAU EN OCHENTA DÍAS
Empiezo con gran disgusto La vuelta al mundo en 80 días de Cocteau (Alianza Literaria): palabrería sicalíptica, sin gracia ni sentido. Acaso el peor de los libros de Cocteau -quien sin embargo tiene muy buenas obras.
En Egipto: “La esfinge, infeliz perro de ciego a quien le llegó el turno de quedarse ciega también, guardiana de las Pirámides, tiene un guardián que, por pocas piastras, la ilumina con magnesio”.
Siempre he sabido que no hay que creerle ni una palabra a Jean Cocteau, un autor que me gusta bastante. Habla de los pedos en China y la India –su geografía no es muy segura- como auténticas tragedias: “A un joven soldado indio del mayor B... se le escapa un funesto ruido de esos durante la instrucción. Apenas si lo oye uno de sus compañeros. Una hora después se suicida en la jungla, pegándose un tiro con su fusil”.
Cocteau lo lleva al mito: “Hay indios y negros que preferirían morirse antes de que un médico los viera en cueros. Si un indígena vislumbra a un oficial inglés cuando éste se desnuda y se baña a orillas de un río, dicho oficial queda en vergüenza y tiene que irse de la India”.
Pero el periplo de Cocteau es de 1936. Para entonces ya recorrían el mundo fotos de hindúes desnudos en baños rituales y experiencias religiosas. Incluso interminables filas de asiáticos de todos los países, rapados por todas partes y encuerados, que eran rociados abundantemente con algún polvo contra el tifo. Encuerados y polveados, riendo a la cámara, paquete y todo, como mimos de yeso. (Supongo que en gran parte del mundo el pudor se reducía, en última instancia, a cubrir los genitales, para lo que suele bastar una mano, un trapito, una yerbita.)
Los pescadores siempre han andado en taparrabos -siempre hubo pescadoras chinas-, y las madres amamantan libremente a sus bebés sin mayor vergüenza en buena parte del planeta; hay que descontar, desde luego, algunos países islámicos; pero ¿también China? ¿Cómo se bañarían en total privacidad, en ríos o a cubetadas, cientos de millones de campesinos chinos, antes de la ducha doméstica? Como en otras partes, debieron reservarse sitios (ríos, baños, patios, azoteas), horas y días exclusivos a mujeres, y otros a hombres, con la previsible travesura de los mirones escondidos. Los baños turcos tienen aún sus días femeninos en París. Todo Ingres.
Por aquellos años ya había en China estaciones de ferrocarril con cagaderos multitudinarios: puros agujeros en el piso; entraban los chinos por docenas, se bajaban el calzón y se acuclillaban a cagar, sin interrumpir sus largas y sonoras pláticas festivas, según registro de muchos viajeros occidentales. Incluso seguían fumando.
Cocteau se engolosina con los pedos chinos y los convierte en efemérides: “El año del pedo”, cuando a un pobre padre de familia lo desterraron de su ciudad por esa peripecia intestinal. Qué lejos de Quevedo. Quepedo.
“¿Sabéis por qué quiebra la China los pies a sus mujeres? Me contestaréis: es la moda. Una moda que ha durado mucho. Por lo demás, la propia moda nace de fuentes inesperadas. Un calvo inventa la peluca; un cojo, la trabilla; una princesa llena de granos rojos, el lunar postizo; una emperatriz encinta, el guardainfante, etc. De muchas taras ocultas nacieron singulares modas.”
Cocteau atribuye un sadismo erótico a los pies cortados: “Un pie roto sigue doliendo por el punto en que lo cortaron. Basta con tocar ese punto para torturar... Una raza de verdugos no concibe el amor sin sufrimiento... la maniobra conyugal que les arrancaba [a las esposas o concubinas], en el momento oportuno, espasmos y gritos de dolor”.
Gran charlatán Cocteau, con todo el sombrero. En la Nueva España, en las clases altas, simplemente se atrofiaba con vendas y calzados diminutos y muy ceñidos, los pies de las niñitas; se consideraba elegante y hermosísimo no ser patona. ¡Si los novohispanos revivieran y contemplaran los largotes pies de algunas mexicanas actuales, laureadas carreristas y maratonistas...!

LECTORES DE MIL NOCHES Y UNA NOCHE

Retratos con paisaje
Lectores de mil noches y una noche
por José Joaquín Blanco

VOLLAND, BURTON, MARDRUS
Desde 1704, gracias a una versión francesa, versallesca, de Antoine Volland, cundió abiertamente por la cultura occidental la influencia de Las mil y una noches, aunque de una manera subrepticia había existido al menos desde el siglo IX y dejado huellas en todas las literaturas europeas, especialmente en la española, tan ligada por entonces a la árabe. Es probable que se trate del mejor libro del mundo, rango en que compite (dicen) con la Biblia, Homero, Platón, Ovidio, Plutarco... Yo prefiero a Sherezada, o Gerazada, como la llama mi traducción castellana de Blasco Ibáñez de la versión “alterna” de Mardrus: Las mil noches y una noche.
Como refundición y culminación de la imaginería y de la civilización medieval islámica -del Mediterráneo a Arabia y Persia; Siria, Turquía, Grecia; de la China a la India, Egipto, el Sahara y Etiopía-, ese libro de todos los libros incluía tradiciones orientales “populares” recientes de estas regiones e incluso otras, antiquísimas, preislámicas (algunos de sus genios o monstruos son claros residuos de las religiones asirias y babilónicas); así como varias griegas (Polifemo), judías y cristianas, y algunas evidentes aportaciones individuales de autores cultos o de juglares y cuenteros (esa especie de narradores orales, analfabetas, callejeros, que Paul Bowles todavía alcanzó a registrar con grabadora a mediados del siglo XX, y cuyas improvisaciones no se diferencian mucho de las de sus antecesores de hace mil años).
En infinidad de poemas, leyendas y cuentos europeos, medievales y renacentistas (las jarchas, Dante, Boccaccio, Ariosto), se trasluce esa inspiración, que a partir del siglo XVIII, gracias a Volland, retoma vigor y permea la cultura ilustrada de Montesquieu (Cartas persas) y Voltaire (Zadig, La princesa de Babilonia, Historia del buen Brahmín), del Doctor Johnson (Rasselas) y Swift (Los viajes de Gulliver), y toda la boga exótica del Oriente de aventureros y náufragos en mundos exóticos; los jeques, los serrallos y los califas -que, de cualquier modo, ya habían anticipado tanto Molière como Racine desde mediados del siglo XVII, para no hablar de los españoles del Siglo de Oro: Lope de Vega y Cervantes: Cide Hamete Benengeli, a quien Cervantes imagina como autor de su Quijote, es un narrador milyunanochesco.
La imaginación como cuerno de la abundancia: los genios en botellas y lámparas maravillosas; las aves gigantescas y los gigantes voladores; las alfombras y los anillos mágicos, los talismanes, la alquimia, la magia negra y los conjuros cabalísticos; los palacios de alabastro y los ríos y montañas de piedras preciosas; los baños y las fuentes de ensueño, los mundos submarinos, las galerías laberínticas dentro de las montañas y los desiertos y las ciudades como otros tantos laberintos, los jardines espléndidos; los eunucos y los visires luciferinos o ingeniosos; la opulenta civilización artesanal y comercial de sastres, carpinteros, herreros, granjeros, arquitectos, cocineros, joyeros, tapiceros, tejedores, boticarios de variedad y lujo casi modernos; los mercaderes que recorren medio mundo; las otras especies digamos humanoides que no descienden de Adán: hombres-ave, hombres-pez, hombres-serpiente, hombres-bestias, genios esclavizados por Salomón (muchas especies), diablos, monstruos, prodigios; los mendigos o vagos que se vuelven sultanes y los sultanes que devienen mendigos o monjes mendicantes, vagabundos, derviches; astrólogos, bufones, poetas, artesanos, brujas, hechiceros, comerciantes de zocos abigarrados; populosas cortes burocráticas; caravanas y flotas en perpetuos vuelcos de la fortuna; las metamorfosis de unas personas (o genios) en otras (o en fantasmas), en animales o en objetos; Aladino, Simbad, Alibabá, las huríes; las travesuras del hachís y otros enervantes...
Ese exotismo milyunanochesco está presente en el romanticismo y dará, con Stevenson, unas Nuevas mil y una noches, para mayor gloria del califa Harún Al-Rashid, cuya melancolía lo llevaba a disfrazarse por las noches de paisano y recorrer Bagdad entre la plebe, e infinidad de textos y obras musicales y plásticas en todo el orbe (Mozart, Delacroix, Rimsky-Korsakoff). En Las mil y una noches están todos los cuentos que se quiera: lo mismo La vida es sueño que Turandot, La Cenicienta, La Bella Durmiente y el caballo mágico, Clavileño, de Don Quijote; las fábulas y “ejemplos” del Conde Lucanor y de La Fontaine. La “revolución” literaria sexualista (Joyce, Miller, Genet) del siglo XX es pálida y desabrida, chambona, en comparación con el libérrimo regocijo literario en la sexualidad medieval de Las mil y una noches, a las que sólo las anteojeras del fanatismo académico podrían calificar de “machistas”. Ciertamente predomina el varón, sobre todo el varón rico y poderoso, pero en ese libro las mujeres -velos y serrallos y todo- tienen más presencia, poder, voz, espacio, inteligencia, energía y vida que en toda la literatura medieval europea junta. Y es, al menos retóricamente, un libro narrado por una mujer que celebra y defiende mucho a las mujeres.
Como sus compañeros aspirantes al rango del “mejor libro del mundo”, ya lo hemos leído aunque no lo hayamos abierto jamás: está en el folklore de todos los países, en todas las literaturas y, en nuestro tiempo, abrumadoramente, en el cine y la televisión. Parece que el tejido general -el sultán desengañado de las mujeres que se decide a decapitar a Sherezada, como a sus otras esposas y concubinas, al día siguiente de su noche de bodas, para no darle oportunidad de infidelidades, destino que ella sabiamente evita narrándole cada noche una serie de cuentos que lo fascinan e intrigan, hasta que en la noche 1001 (cifra que significa todas las noches, o el infinito) ya es demasiado tarde: entretanto el sultán se ha enamorado y ha procreado con ella tres hijos- se impuso desde los siglos VIII o IX. Se sabe que en diversas regiones del mundo islámico se fueron componiendo innumerables códices paralelos, con variantes significativas, aunque casi siempre conservaban las mismas cincuenta o cien historias culminantes, indispensables. De esos innumerables códices parece que sobrevive una docena azarosa.
En el siglo XIX diversos investigadores y escritores recobraron y divulgaron algunos de esos códices (especialmente la versión inglesa de 1885 de sir Richard Burton). Todos ellos empero, siguiendo la primera tendencia de Antoine Volland, europeizaron demasiado la obra árabe-persa-hindú-china-africana, expurgando las lubricidades, obscenidades o farsas que juzgaron indignas de tan alta obra imaginativa. En 1902, J. C. Mardrus publicó una versión francesa no expurgada con el título de Las mil noches y una noche, que causó escándalo precisamente por esas partes inoportunas o políticamente incorrectas. Jorge Luis Borges, jugando a las paradojas, prefería las refundiciones europeas -más puramente imaginativas y pulcras, más leales a la fama del libro como lectura infantil- al original, mientras que André Gide clamaba contra la falsificación de un Oriente al gusto prejuicioso de la Europa cristiana, cortesana y puritana. Vicente Blasco Ibáñez tradujo al castellano la versión francesa de Mardrus, que luego pudo conocerse en México en una magnífica edición en tres tomos verdes de Empresas Editoriales (1945), impresos, pese a su “pornografía”, en los Talleres Gráficos de la Nación. (Hubo otras ediciones mexicanas, incluso una monumental de Editorial Nueva España, en un solo tomote, sin fecha, que pudiera remontarse a los años veinte, también impresa en esos aguerridos Talleres Gráficos de la Nación.) Esta versión de Blasco Ibáñez prevaleció entre los lectores y escritores de Latinoamérica durante todo el siglo XX: de López Velarde al colombiano León de Greiff, por ejemplo, en quien se volvió obsesiva (Obras completas, Medellín, Editorial Aguirre, 1960).
Sin embargo, es comprensible el berrinche de Borges: Mardrus le estaba rompiendo su juguete favorito. Esa especie de inofensiva Antología de la literatura fantástica “árabe” -las versiones de Volland y Burton- se le volvía un corpus folklórico rebosante de todo. Qué nostalgia por la versión versallesca, donde los terribles orientales parecían principitos de la corte de Versalles y las huríes tenían rasgos de marquesas parisinas. Volland, por ejemplo, reducía metódicamente toda la vasta pastelería oriental a puras “tartas a la crema”, olvidándose de dátiles, almendras, especias y mieles de flores. Sin la claridosa extravagancia de Borges, quien también prefería leer el Quijote en la versión inglesa (dizque más depurada, más intelectual, mejor escrita), infinidad de autores, profesores, editores y padres de familia han optado beligerantemente por las antiguas, europeizadas versiones pudorosas, amañadas y expurgadas del libro, marginando la traducción de Mardrus, que ha quedado como un exótico título “pornográfico” para adultos licenciosos.
Lo que constituye una exageración. Las mil y una noches siempre es -además de regocijante y maravilloso- un libro terrible, libertino y cruel, como producto de su civilización medieval y tiránica. Me parece, sin embargo, más “perverso” cuando sólo sugiere intencionada y torvamente promiscuidades o tortuosidades eróticas y sádicas, como en las contrahechuras occidentales, que cuando las enuncia con una franqueza folklórica. Como cúmulo de miles de cuentos -cada cuento o episodio de cada noche contiene, como cajas chinas, muchos otros cuentos- da lugar a todo tipo de invenciones. Ya sabemos que preferiremos, como tantas otras generaciones, a Aladino, a Alibabá, a Simbad, a la alfombra mágica, al caballo de madera, etcétera... Pero la imaginación folklórica, popular, marginada por las versiones occidentales oficiales, nos habla de algo más franco o maravilloso: los cuentos que en que se entretienen los chicos vagos, en los mercados, en las mezquitas o en las caravanas. La mayor parte del libro son esos ensueños ingenuos, la vasta imaginación del pobre y del ocioso: si Alá, que lo puede todo, me enviara un genio que me concediera tres o docenas de deseos, ¿qué le pediría? Palacios, mujeres, viajes, joyas, aventuras, los otros mundos sobrenaturales, los secretos de la magia... Es el sustrato de toda imaginación folklórica.
Algunos cuentos develan, a primera vista, una factura refinada: invenciones de sabios, incluso invenciones escritas y corregidas acuciosamente, con una elegancia y una estrategia extremadas, geniales. Otros se solazan en la vulgaridad de las conversaciones masculinas cuando se estanca el ocio: en la versión de Mardrus, por ejemplo, proliferan los cuentos de pedos -hay un gigante volador, como elefante, que se hincha de aire para remontar el vuelo, y se va desinflando a pedos turpidísimos durante el trayecto-, que los versallescos o victorianos no reconocerían como buena literatura. Pero no es necesariamente licenciosa o libertina; no hay retorcimiento mental: es llana franqueza del habla popular, regodeo en expresiones obscenas con el único fin de botarse de risa, hasta “caerse de culo”, como no traduce Volland.

MIL Y UNA SIN SACAR
El lector escucha el rumor de todos esos vaguillos de todas las edades en su módico solaz de la conversación picaresca, así como en momentos especiales asiste a las imaginaciones letradas de los sabios y los poetas. Son reducidas, y poco explotadas en su sentido morboso, sino más bien en el cómico, fársico, picaresco, las escenas de homosexualidad, bestialismo, sadomasoquismo, truculencia... Pese a todo, se siente el gobierno de cierto puritanismo islámico, aun en las mayores libertades. No hay que olvidar, sin embargo, que lo realmente tremendo existe desde el principio, cuando se nos cuenta la poco edificante historia de un rey que tiene el derecho de degollar una tras otra a sus múltiples mujeres inmediatamente después de desvirgarlas.
Todo lo expurgado quedaba tan insinuado en la versión de Volland, que Diderot pudo componer un libro verdaderamente libertino y pornográfico, magníficamente libertino y pornográfico: Las joyas indiscretas (1748), que rivalizan en franqueza con el original árabe que no conoció. Qué tipazo ese Diderot. Su terrible travesura juega con el doble sentido de la palabra “joya” en francés, que se usaba también para la vagina; y gracias a un anillo maravilloso, milyunanochesco, convoca a monologar -bocas alternas- a todas las vaginas de la corte... incluso a las “joyas” de la tercera edad, que hablan con voz ronca, tosuda y tartajosa... ¡y lo cuentan todo!
Yo pondría a Gil Gamés por testigo, si algún genio de la botella decide regresarlo de sus vacaciones ya demasiado prolongadas en el Turquestán, sobre si hay retorcimiento moral letrado o mera travesura picaresca en los coitos de Las mil noches y una noche de Mardrus. En la noche 835 (versión Mardrus / Blasco Ibáñez) aparecen no unas modestas “tres sin sacar”, sino unas “mil y una sin sacar”:
“Y al punto ella vino a mí, y se echó sobre mí, y se restregó conmigo con un ardor asombroso. Y yo, ¡oh mi señor!, sentí que mi alma se albergaba por entero donde tú sabes, y di cima a la obra para que había sido requerido y a la tarea que se me pedía, y vencí lo que hasta entonces pertenecía al dominio de lo invencible, y abatí lo que había que abatir, y arrebaté lo que estaba por arrebatar, y tomé lo que pude, y di lo que era necesario, y me levanté, y me eché, y cargué, y descargué, y clavé, y forcé, y llené, y barrené, y reforcé, y excité, y apreté, y derribé, y avancé, y recomencé, y de tal manera, ¡oh mi señor sultán!, que aquella noche quien tú sabes fue el valiente a quien llaman el cordero, el herrero, el aplastante, el calamitoso, el largo, el férreo, el llorón, el abridor, el agujereador, el frotador, el irresistible báculo del derviche, la herramienta prodigiosa, el explorador, el tuerto acometedor, el alfanje del guerrero, el nadador infatigable, el ruiseñor canoro, el padre de cuello gordo, el padre de nervios gordos, el padre de huevos gordos, el padre del turbante, el padre de cabeza calva, el padre de los estremecimientos, el padre de las delicias, el padre de los terrores, el gallo sin cresta ni voz, el hijo de su padre, la herencia del pobre, el músculo caprichoso y el grueso nervio dulce. Y creo, ¡oh mi señor sultán!, que aquella noche cada remoquete fue acompañado de su explicación, cada cualidad de su prueba y cada atributo de su demostración. Y nos interrumpimos en nuestros trabajos sólo porque ya había transcurrido la noche y teníamos que levantarnos para la oración de la mañana”.
Y en la noche 849:
“Y durante tres días obraron de tal suerte, sin tregua ni descanso, haciendo girar la rueda por el agua, y rechinar sin interrupción el huso del jovenzuelo, y dar de mamar de su madre al cordero, y entrar el dedo en el anillo, y reposar el niño en su cuna, y abrazarse los dos gemelos, y meter el tornillo en la rosca, y alargar el cuello del camello, y picotear el gorrión a la gorriona, y piar en su nido caliente el hermoso pájaro, y atascarse de grano el pichón, y ramonear el gazapo, y rumiar el ternero, y triscar el cabrito, y pegarse piel con piel, hasta que el padre de los asaltos, que nunca quedaba mal, cesó por sí mismo de tocar la zampoña”.

LA EDIFICACIÓN Y EL ESPANTO
La jocundidad, la tolerancia y la alegría de esos cuentos deben ser recordadas en estos tiempos de etiquetamiento maniqueo de la cultura islámica por parte de la arrogante modernidad occidental, sin olvidar desde luego que, al igual que sus equivalentes occidentales, los personajes de Las mil noches y una noche tienen los prejuicios y las crueldades medievales de su civilización: empalamientos, mutilaciones, decapitaciones, descuartizamientos, torturas, masacres. El autoritarismo delirante de sus emires, sultanes y califas. El sometimiento postrado de las mujeres y los pobres. Pero algo hay de convivencia, de travesura, de alegría y hasta de humor incluso entre razas y religiones diversas (a las que de cualquier manera se maldice ritualmente): negros, judíos, cristianos y “descreídos” diversos, como marginados en ese orbe islámico, pero de cualquier manera vecinos, compadres y hasta amantes omnipresentes.
Tenemos pues dos versiones -o mejor dicho, dos corrientes de versiones, pues nuevos editores remiendan las de Volland y Burton con préstamos incidentales de Mardrus-: la meramente fantástica y exótica, incluso dizque apta para niños; y la no necesariamente pornográfica ni licenciosa sino meramente folklórica, con muchas páginas adicionales de conversación e imaginería humorísticas, picarescas y obscenonas. ¿Por qué elegir? Podemos quedarnos con las dos, con muchas. A final de cuentas no existe ningún original “canónico” de Las mil y una noches, sino muchos códices e infinidad de cuentos orientales del tipo de los conocidos; y entonces Volland y Burton tenían su derecho europeo de fabricar sus propios códices para sus pudibundos lectores occidentales. Mismo derecho que, para ser justos, asiste también a Mardrus, quien además recoge muchos hermosos poemas líricos intercalados, que a los editores más interesados en vender sólo las anécdotas fabulosas les parecen sobrantes.
Debe el lector, pues, estar a la defensiva frente a las ediciones populares castellanas: los pudibundos editores o pedagogos, extremando su protección al público infantil o bienpensante (al que se dirigen: es su negocio), censuran incluso a Volland y a Burton, muchas veces sin advertirlo al lector, en versiones meramente pueriles donde sólo conservan episodios de magia inocua. Para tal caso, mejor las películas de dibujos animados.
No conozco traducciones notables castellanas directas del árabe de ninguna versión de Las mil y una noches (no cuento la de Rafael Cansinos Assens en Aguilar, tan cuestionable como las otras “traducciones magnas” que publicó en la misma editorial), sino viejas traducciones recicladas de las versiones francesas e inglesas, entre las que la de Mardrus-Blasco Ibáñez destaca con mucho, tanto por su respeto al original como por su buen castellano.
Hay una edición reciente, ilustrada, popular, en ofertón de Gandhi (Edimat Libros, Madrid), que omite deliberadamente nombrar al traductor castellano y de dónde se traduce, pero el prologuista señala que la falsifica adrede con fines edificantes: “En fin, los ideales, los sueños de la humanidad toda, a través de los siglos, se hacen realidades. Y como los buenos cuentos son aquellos que enseñan algo bueno, en éstos se acaba siempre descubriendo las malas artes y con el triunfo de la virtud. Estos valores eternos, estas cualidades que sobreviven a las circunstancias históricas o a las tendencias literarias del momento, son las que pretendemos conservar y resaltar en esta edición, suprimiendo las escabrosidades y dando mayor amenidad y animación a cada relato”. Esta edición, aunque gorda, es cuatro veces más corta que Las mil noches y una noche: suprimió demasiado. ¡Y se atrevió a dar por sus pistolas “mayor amenidad y animación a cada relato”! ¡Que Shakespeare no caiga en sus manos! (En realidad, con grandes tijeretazos y pequeños cambios más bien pedantescos -diwán donde decía diván- es, en su mayor parte, un descarado plagio de la propia versión de Mardrus / Blasco Ibáñez, a quienes no se da crédito de traductores, pero se les insulta como “impostores y escabrosos” en el prólogo: cotejé tres de los principales cuentos: Simbad, Aladino y Alibabá)
Otro beneficio de la versión folklórica íntegra de Mardrus / Blasco Ibáñez, por encima de las contrahechuras puerilizadas o políticamente correctas de este libro, es la de revelarnos la manera medieval de pensar y de sentir, que no se diferencia mucho entre el islamismo y el cristianismo. La gran religiosidad, la inmediata presencia de lo sagrado, la observancia de valores generosos como la hospitalidad o la limosna, la espiritualización del erotismo, la extrema conciencia de los lazos familiares y vecinales se ve acompañada -como en las leyendas y los romances europeos- de una extrema crueldad cotidiana. Todo convive. Hay hijos que maltratan a sus madres, hermanos que mediomatan o matan sus hermanos, hermanas envidiosas que raptan al hijo recién nacido de la hermana más afortunada para sustituirlo por un animal muerto, de modo que el marido la repudie por haber parido a un monstruo. Los autores medievales no piensan con la congruencia moral que dirige a los modernos, de modo que dibujan al mismo tiempo personajes idílicos y monstruosos, luciferinos y angelicales, truculentos e idealizados. No se busca personajes morales de una sola pieza. Son todo a la vez y lo macabro cohabita con las ilusiones beatíficas... como en las leyendas, romances y vidas de los santos europeos.
Este aspecto terrorífico -pero no un terror separado de la dicha, como géneros diferentes, sino entremezclados- parecería un rasgo oriental si desconociésemos sus equivalentes en otras literaturas de esa época. ¿Pero no hay hasta romances y cuentos de hadas occidentales de padres que martirizan a sus hijas -el romance de Delgadina- y de ogros que se comen a los niños? ¿No existen tales historias en la propia Biblia? En este sentido, todos los candidatos a ser el mejor libro del mundo resultarían escandalosos y exigirían una falsificación piadosa para la lectura infantil, juvenil o decente. La Biblia se sustituye por la pueril Historia sagrada. Los editores, de ser congruentes, debieran proporcionar a sus lectores bienpensantes sólo pasajes selectos, inofensivos, de Homero, Platón, Plutarco u Ovidio... amenizados y animados por sus pistolas.
Como en todos estos, en Las mil noches y una noche la delicia, la edificación, la maravilla, el pasmo y el erotismo están indisolublemente soldados con el terror y la infamia. Los mejores libros siempre son los más peligrosos y hasta repugnantes, y se precisa una larga iniciación para, a cada edad, ir descubriendo sus capas desconcertantes. Nunca acabamos de leerlos ni de entenderlos. En ellos anida el enigma del hombre de su tiempo, hecho de fascinación y de espanto. Lo que, por lo demás, ha sido confirmado por todos los estudiosos del folklore y de los cuentos populares e infantiles. Acaso la llamada literatura infantil -ogros, embrujos, crímenes, transformaciones- sea lo menos propio para los niños. Acaso la llamada literatura popular resulte más compleja, enigmática y escandalosa que la culta. Están menos dirigidas por una congruencia moral planificadora; más próximas a los mitos y a las pulsiones inconscientes e involuntarias.
Por lo demás, es escasa la intención moralizante de los cuentos: sólo rara vez se premia la virtud y se castigan los vicios: la fortuna o la catástrofe ocurren porque estaban predestinados por Alá. Con frecuencia los personajes más afortunados son unos verdaderos pillastres e incluso criminales, y en cambio se tortura y masacra con lujo de violencia a mucha gente sin otras culpas que su destino de figurar como víctimas casi de utilería en las acciones y los prodigios enigmáticos, como todos los pobres comerciantes que siempre se ahogan en los naufragios donde siempre se salva Simbad. No hay meritocracia, sino una confusa vida proliferada de maravillas y terrores.
Si en Las mil noches y una noche nos encontramos una cabeza de negro conservada en salazón, ante la cual un marido engañado obliga a llorar continuamente a la esposa infiel, habremos de recordar cuentos, tragedias y epopeyas occidentales donde mujeres despechadas asesinan a sus hijos, los cocinan y se los dan a comer como manjares al marido odiado. Alguna se llama Medea.
Volver a los textos fundamentales, a los textos amados, a los textos de infancia y juventud, siempre conlleva una recreación de su primer embeleso y un estremecimiento de espanto. Sólo las lecturas pop son inocentes. Aunque desde luego los textos exigen un distanciamiento: son metáforas, fábulas, decires, con raíces de carne y de muerte, de horror y exaltación, de infamias y beatitudes. ¿Acaso tomamos literalmente, nos comemos con todo y plumas las películas de terror y de balazos?
Y aquellas obras en las que no sólo colabora una sociedad, sino varias sociedades a lo largo de varios siglos, entretejen asimismo todas sus pesadillas. Acaso esta sea, a fin de cuentas, la mejor aportación de la versión “maldita” de Mardrus de Las mil noches y una noche: no nos regatea el espanto, simplemente lo consigna como uno más de sus aspectos numerosos.
Finalmente, corre por todo el voluminoso conjunto de cuentos una enorme serenidad, también medieval y especialmente islámica: la creencia de que todo está escrito, de que el hombre no puede cambiar los destinos establecidos por Dios, y que entonces resulta absurdo aterrarse, sufrir o gozar demasiado. Todo cambia a cada momento sin responsabilidad humana. Hay un curioso cuento de un pobre hombre que, con ayuda de sus amigos, se empeña en mejorar su destino y sólo lo empeora en la misma medida en que se esfuerza, hasta que arbitrariamente le llega la fortuna, sin esperarla ni trabajarla, una fortuna que no ha de durar, y que debe gozarla sólo momentáneamente, agradeciéndola a Alá, como un parpadeo.
El mundo y los hombres “reales”, positivos, casi no existen en Las mil noches y una noche, y la realidad no se diferencia tanto de las ilusiones, los embrujos y la magia. Un sueño al mismo tiempo deleitoso y macabro, con veloces cambios de fortuna, que todos están soñando. Buenos creyentes, agradecen a Alá el minuto presente, sea como fuere. Lo que no se diferenciaba demasiado de la manera cristiana de vivir la Edad Media. Todo lo concreto es irreal; sólo lo sobrenatural, lo maravilloso o lo mágico cobran visos de verosimilitud en esta tierra. ¿De veras la literatura contemporánea postula otra cosa?
Al menos seis siglos de una civilización se asientan en ese libro que pretendemos tomar por meros fantasía y esparcimiento. En realidad, esos cuentos cifran mitos y códigos secretos que siguen encontrando resonancias actuales. De ahí su constante fascinación, más allá de las descripciones lujosas y sensuales, y de la utilería de tantos efectos especiales de un universo mágico. Es un libro que se deja soñar, más que leer, y suscita todas las aprensiones de los sueños. En otras épocas más optimistas diversos estudiosos aplicarían a su interpretación las categorías de Frazer, Freud, Jung, Campbell, Propp, Lévy-Bruhl, Lévy-Strauss. Los mitos, los arcanos, los arquetipos, el subconsciente colectivo, la mentalidad mágica, el pensamiento salvaje. En nuestra “posmodernidad” desengañada rescatamos la fascinación, el enigma y el espanto, que no son poca cosa. Y sobre todo la literatura. Miles y miles -no sólo mil y uno- de cuentos bien urdidos y bien contados.

KYRA GALVÁN: RETRATO DE LA ARTISTA COMO MADRE JOVEN

KYRA GALVÁN: RETRATO DE LA ARTISTA COMO MADRE JOVEN
Por José Joaquín Blanco


¡Las cosas que se le ocurren a Kyra Galván! Hace que el tlatoani Nezahualcóyotl se levante de su tumba y tome en el Aeropuerto Benito Juárez un avión rumbo a Londres. Desde luego, en Londres no le ocurre nada: “Pasa inadvertido entre jeques, sultanes y embajadores africanos”.
Llega “disfrazado de Moctezuma”, sin guaruras —ya no es su sexenio—, a un hotel relativamente modesto. ¿Querrá ver sus joyas prehispánicas en el Museum of Mankind, o preferirá la comedia musical de moda? Probablemente asista al cambio de guardia de los soldaditos de la reina, antes de correr a Covent Garden, a la ópera, que bien mirada no resulta más extravagante que los ritos llenos de plumas, tambores, pieles de leopardos y desfiles de cortesanos —ataviados como en Norma o Aida— que él mismo (dicen) montaba en Texcoco al Dios Desconocido.
“En Picadilly, por supuesto, se confunde con los punks,/ pelo morado, rojo, pelo de piñata en 5 puntas./ En Tower Records descubre los discos y el rock./ Está en el país del rock, entra y le aplauden,/ se ha ganado el premio a la mejor vestimenta;/ desde mañana dejan las chamarras de cuero negro/ y las botitas de 80 libras de Hyper Hyper./ En Simpsons no lo aceptan porque no trae corbata...”
Afortunadamente..., ¿qué tal si pide un steak humano, un sirloin del prójimo, un T-bone fraterno? ¡Qué embrollo diplomático! Su dizque pariente, el dizque historiador Alva Ixtlixóchitl, dice que él —y sólo él— repudiaba el canibalismo y los sacrificios humanos, pero ese Ixtlixóchitl siempre fue muy mentiroso.
En Nezahualcóyotl recorre las islas (UNAM, 1996), título que evoca los otoños insulares de José Carlos Becerra (aunque no encuentro conexión concreta entre ambos poetas: ¿acaso la experiencia de Londres?), Kyra Galván ofrece un álbum de viajes —Inglaterra, Japón— y una bitácora de la maternidad.
Joyce retrató al artista como un adolescente; Juan Ramón Jiménez escribió poemas de un recién casado; ella narra los episodios de la madre joven. Y de esa transformación que les ocurre a las mujeres —y desde luego, a las escritoras, aunque pocas lo acepten— cuando tienen hijos pequeños. Se vuelven entonces un poco matronas escépticas e irónicas ante cualquier cosa, menos en lo que respecta a sus hijos. Se vuelven sólidas islas en torno a sus cachorritos.
¿Mamás poetas? Suena chistoso entre nosotros, porque llevamos poco tiempo de contar con poesía de mujeres, y conocemos sólo su primer acto: la rebeldía juvenil, de chicas solteras, emancipadísimas y archi-combativas. Ha llegado el segundo: mujeres maduras con hijos. Un poco asombrada de su nueva seriedad, de su nueva solemnidad, la exmuchacha “anárquica y rebelde”, canta sus ritos raigales de madre, y ve el resto de la realidad como algo casi ilusorio, casi inverosímil.
Galván intenta un buen chiste de irreverente jovencita soltera sobre una casada, la autora de Frankenstein: “Mary Shelley dio a luz dos hijos ese verano,/ pero sólo perdura el monstruo, porque a veces, o siempre,/ la maternidad es aquella mezcla de asombro y horror/ ternura y desesperación”. Pero en sus “Poemas de la maternidad” lo que prevalece es el misterio del cuerpo grávido y las hijas que nacen; una tragedia de madre señala que casi todos los otros desastres de la realidad son, junto a aquélla, episodios soportables.
Kyra Galván vuelve a “las contradicciones ideológicas” de lavar un plato, pero ya revestida con las grecas y abalorios de una estatuilla de diosa-madre. Se diría que la época del rock no olvida del todo a Démeter ni a la querida Coatlicue. Hay redes místicas, intermediaciones del universo, intercambios de vida y muerte. Los reinos de Tonantzin. La madre enlutada ha de buscar la poesía en los pozos funerarios del responso: “Reducida a cenizas,/ como incontables estrellas del universo/ descansas ya en una urna./ Y cada ceniza tuya/ es una chispa incandescente de dolor en mi pecho”.
“Recorriendo Picadilly orgullosísima/ con el carrito del bebé”, Kyra Galván sueña la historia. Escribe largos poemas narrativos, como contadora de leyendas: sus héroes y mitos prehispánicos, los ritos celtas y el ciclo artúrico, una batalla asiria entrevista en un friso del Museo Británico, los templos y paisajes del Japón. Y desde esa otra orilla, otra vez “rebelde y anárquica”, arroja su sonora, conocida ira mexicana:
“Qué más es México/ aparte de tolvaneras/ viejas películas y adoraciones a los muertos,/ por no decir al Santo y a Pedro Infante.../ Por qué siempre ese desapego, ese desamor./ Ese temor a sobresalir./ ¿Cuándo carajos vamos a crecer?/ Pueblo niño, adolescente.../ Qué más es México/ además del folclore y el tequila./ La Conquista fue hace 500 años,/ ya es hora de despertar./ Qué más es México/ además de las iglesias coloniales y mercados apestosos./ ¿Llegaremos puntuales a los puertos comerciales...?”
Más grave, más reflexivo, más dolido que sus libros anteriores, Nezahualcóyotl recorre las islas sigue siendo la poesía de la autora de Alabanza escribo. Pero ya no resulta Una pequeña cicatriz en la piel de nadie: hay ahora cicatrices grandes en piel propia. La maternidad se asienta como lo más concreto posible. Es un libro fértil y solar, amoroso de lo verde, de lo que crece, de lo que se logra. Incluso en su dolor, pues se trata de un dolor asumido e incorporado a la vida, más que de combates o rebeldías. Poesía a ratos agria y crujiente, erudita, misteriosa; lucha a brazo partido por conservar su capacidad de travesura y de juego, tan distintiva de sus textos juveniles (como el divertido poema “El deshollinador”).
En este libro la gran sonrisa que Kyra Galván ha dado a la poesía mexicana contemporánea sigue vigente y fresca, arrastrando ahora —orgullosísima— el carrito del bebé por Picadilly. Poemas de madre joven, que por mucho que le busque calaveras a Coatlicue o espadas a La Dama del Lago, dice sobre todo que la maternidad es una fiesta (así sea una fiesta terrible). Parir y criar los cachorritos también tiene sus “contradicciones ideológicas”. Voluntariamente, y con gran fortuna, Kyra Galván impregna estos poemas del tono de madre joven, ya dolorosa, ya feliz, asombrada de su misión y algo irónica.
La poesía mexicana va así ampliando sus registros. Teníamos sobre todo cuadros de muchachas solteras: puras teen-agers (incluso teen-agers de 60 años), porno-inmaculadas de manto azul, medio-psicoanalizadas y medio-ideologizadas, que nos contaban frenéticamente sus ligues en playas o en conciertos de rock. Lo que está muy bien. Pero las buenas épocas de la pintura no sólo consagran óleos a las inmaculadas jovencitas (“¿Estudias o trabajas?”), sino también a “las mujeres de treinta años”, que amaba Balzac, y a las madonas con bebé, mucho más misteriosas y difíciles de cantar.
Kyra Galván, como poeta madura, va a buscar la tumba de Dylan Thomas, su mentor de juventud. Todas las preguntas siguen vivas e irresueltas, después de tanto camino, de tantos poemas. Volver a empezar, ¿desde dónde?:
“Yo he venido a rendirte homenaje/ pero en este momento, sólo quiero hablarte de miserias./ De cómo el amor se hunde en los órganos/ y los hace sangrar.../ Y los idilios más apasionados se ensucian.../ Nadie está exento del dolor en ninguna situación, Dylan,/ ni de la culpa que no sirve para nada,/ sino para hacernos más lentos, más torpes./ Yo he venido a tu tumba a decir una oración para ti,/ pero en este momento no puedo, las lágrimas me ahogan/ y sólo quiero que me regales un poco de magia/ antes de que la escarcha pinte mi pelo con sus dedos blancos/ y mis octubres todos, sean de hielo definitivo,/ antes, comparte conmigo tu secreto.”
No están despojados de magia dylan-thomasiana los poemas al mismo tiempo dolorosos y fértiles, luctuosos y sonrientes, mitológicos y personalísimos, de Nezahualcóyotl recorre las islas. Un nuevo vuelco en la poesía de Kyra Galván, lleno de creatividad y de energía.

ISABEL QUIÑÓNEZ: LA LINEA DE SOMBRA


ISABEL QUIÑÓNEZ: LA LÍNEA DE SOMBRA
Por José Joaquín Blanco

En los poemas de Así en la tierra (Breve Fondo Editorial, 1996), de Isabel Quiñónez (1949-2007), encontramos cánticos y paisajes del caos, la irrealidad, la muerte y la desdicha, entonados e iluminados con una aguda voluntad de verdad, de asomos radicales a las introspecciones duras.
Pero estas visiones negras a la vez se ven enriquecidas con tal música, con tal delicadeza y exactitud de sensaciones —incluso de repente, en mitad de la tormenta, ensayan ciertos elogios del mundo—; con tal esfuerzo reflexivo —desde las perspectivas de la filosofía, de la religión, de la mística, de la magia, del folklore, de la ironía—; que el lector se sorprende combatido continuamente entre el flujo de la elegía, de la desesperanza y hasta de la imprecación, y el reflujo de su belleza verbal y sensorial, de su coraje y sus luces intelectuales. Y de esa danza ritual que en sí misma constituye una afirmación vitalista en la linde misma de la sombra. Entre las ruinas del ser, está conjurando algún íntimo, concreto paraíso: por lo pronto, el poema.
Quisiera tomar un título de Joseph Conrad para hablar de estos poemas de Quiñónez: La línea de sombra. Es una poesía de tormenta, llena de acerados airones de yodo y de las atracciones de la muerte y, como dice Poe, del Maelström: ese tremendo remolino con que la destrucción y la nada atraen y engullen a los verdaderos navegantes.
Al mismo tiempo, como lo saben todos los lectores de esos libros de aventureros del mar y sus tormentas, es precisamente en tales combates de los marineros y la tempestad cuando la vida se alza en toda su radical majestad, en su variada belleza: El hombre “cree en la fuerza de su nada,/ propicia imágenes, altares,/ algo noble en donde sahumarse,/ quema su cuerpo tan de prisa se disgrega,/ la carne es ceniza pero sigue viva/ y el viviente entierra sus manos en sí mismo,/ goza a pesar de su congoja,/ sepulcro exuberante, discurso que relumbra/ frente a sus ojos reales, frente a sus imaginarios”.
Isabel Quiñónez no escribe poemas sencillos, pero hay que señalar que no participa en la llamada “poesía difícil”: jamás es incomprensible ni inabordable. Sus metáforas, sus enigmas, sus sinestesias, sus elipsis, sus perífrasis, sus contrastes, sus disrupciones sintácticas, se aclaran generosamente en la lectura atenta... hasta donde deben aclararse, porque a ella le gusta pintar con luz, pero también con sombras. A veces se trata precisamente de entender la sombra, o los juegos de sombras.
Es también una escritora dura por su posición tan crítica frente a la realidad. En este largo diálogo entre el hombre y su conciencia que es Así en la tierra, no acepta las tentaciones de las dichas y las galas superficiales del mundo: ve grietas, estrías, huesos. Hay algo de réquiem o de oratorio fúnebre en estos poemas, pero solamente algo; tampoco se conforma con la negación, la desesperanza y la nada: les opone los frutos terrestres, la ironía, el sueño y hasta ciertas máximas filosóficas o esotéricas. No canta el apocalipsis: lo combate.
Dice: “Pero hay que vivir mientras se vive, inmortal/ porque se vive haciendo cosas/ con orden, sin mayor sentido,/ un poco lejos de la tapia, se supone./ La voz se agrupa en el tormento,/ olvida que hay flores a momentos,/ confiesa gratitud a las estrellas,/ oscurece ante miradas animales./ Y sin embargo un perro enamorado aúlla/ y ante Dios la suya es melodía”.
La sibila puede denunciar la conjuración del mundo, o del universo si se quiere, hacia la irrealidad, la muerte y la nada. Pero en los poemas de Quiñónez hay milagros afirmativos en lo mínimo y en lo involuntario. Una sola gota de agua en una hoja, bien vivida, permite arrostrar toda la tormenta: “Pero sucede que contemplo a veces:/ ahí en la hoja está la gota/ y su esplendor suspende,/ en soledad a veces la creación alumbra/ figura que no va a precipitarse, siento,/ Dios a punto de hablar, volátil en su aliento...”
En Así en la tierra Isabel Quiñónez confiesa cierto parentesco con los cánticos y plegarias bíblicas, y con las visiones modernas —no menos terribles— de Eliot y sobre todo de Gorostiza. La estirpe de La tierra baldía y de Muerte sin fin: no sólo la fragilidad del hombre, sino todo su mundo, sus apetencias y dichas, se ven puestas en tela de juicio. Este libro conlleva una reflexión intelectual aguzada sobre las apariencias de la realidad (el Velo de Maya que se insinúa en algún verso) y las trampas de la vida y de los instantes de dicha.
Hay incluso aristas de sátira contra los Bien Adaptados, los “hombres huecos” de Eliot, los Figurones “tiesos, de estopa y algodón”, que se manosean “adentro de camas con polilla”; bienaventurados de la utilería y el vestuario, orondos en su teatro descolorido. En este libro, Isabel Quiñónez escarnece el bienestar postizo que celebran tantos poetas conformistas; incluso el erotismo se ve despojado de algunos de sus sonoros prestigios, como en su curiosa fábula medieval del decrépito cornudo Diciembre y la frívola Abril.
Abundan las imágenes agrias, de ruptura y combate: descuellan las velas rasgadas de los barcos de Poe, Stevenson y Conrad en plena tormenta; más discretas, pero no menos poderosas, son las sonrisas, las transparencias, los elementos de pureza y de orden; las alas de libélula “en los ojos asombrados de una niña”, los remansos, los pájaros en mitad de la calma.
De hecho, la finura de su lenguaje, el delgado tejido de su composición, su música, el arrojo mismo de asomarse a ciertos abismos, son algunas de esas sonrisas y de esos pájaros de serenidad, incluso en los pasajes de furia.
Ve al hombre como monstruo perdido en su laberinto, un laberinto que no es sino el hipnotizarse ante sí mismo. La plegaria entonces esplende como aquella gota en la hoja: “No sé si entenderé su ahogo,/ si lograré hallar casa en mi cuerpo,/ si encontraré su templo./ Ruega por mí, que pueda con mi lápida,/ ruega para que sienta el rocío,/ ayúdame a buscar el canto amable en todo movimiento”.
La poesía de Isabel Quiñónez nunca se ha parecido a la de nadie. Solitaria, ha cultivado con celo y fervor sus jardines cerrados, sus búsquedas precisas. Su tono, sus contrapuntos de crudeza y finura, sus oratorios que son paisajes (a veces, acuarios), sus plegarias que son imprecaciones, tienen una música que no se oye en ninguna otra parte.
No evita Quiñónez la conversación ni la confesión, pero privilegia el pensamiento. Un pensamiento discontinuo y lírico, lleno de pálpitos y de nervios. No poesía intelectual; sí furia mental, tanto como nerviosa y emotiva, en su propia explicación y combate de la conciencia humana con el mundo. Rara vez ha conocido en tiempos recientes la poesía mexicana exigencias y aspiraciones semejantes.
Tanto como los crujidos del mundo a la manera de un barco en naufragio, se escucha en estos poemas el silencio. Esbelto, preciso: “Una quietud fugaz/ un filamento en la arboleda/ y un pájaro,/ dormido en el remanso de la tarde/ hacen mirar adentro./ Allá, no audible, pequeñísima,/ con hálito incesante,/ inmortal en su universo/ crece: capullo de lo fresco./ Y su serenidad aún no nacida,/ no dispersa...”
Isabel Quiñónez busca el solaz de la vegetación, de las malezas, de los manglares. E incluso la vegetación inversa dentro del río, transfigurada en el reflejo, es otro de los prodigios afirmativos contra las tormentas: “Algo respira en el fragor del agua/ es la sombra del ramaje/ con un sueño/ tejido por sonidos y frescura./ Una serranía/ desciende y se alza/ oscura como el agua en su transcurso”.
Y aun más profundamente, más allá de los pájaros y los ramajes reflejados, el silencio: “Aunque el cauce, interior sediento,/ se alce en ocasiones sobre el río,/ es arenal, domina la corriente,/ de isla a isla comba su intención/ y sueña que puede retener,/ memorizar burbujas,/ inciertas lámparas esféricas,/ cristales rotos no cortantes,/ cantos dulces y salobres, no fugaces,/ esa frescura, rocío delgado y absoluto/ que en la luz es agua y tallo/ armonía aguda y fina que destella,/ voz de ala hacia su nido...”
Al mismo tiempo poesía de la inteligencia y expresión personalísma, libro unitario sobre la conciencia humana frente a la muerte y colección de poemas como instantes plenos, alegato emotivo sobre la rota condición humana e ideas enamoradas de minuciosos mundos instantáneos, Así en la tierra es uno de los dones más logrados y generosos de nuestra poesía contemporánea.

RAFAEL PEREZ GAY

EL SONIDO PÉREZ GAY

Algún estupor, contaminado de escepticismo, ha acompañado desde sus primeros tiempos la recepción de la escritura de Rafael Pérez Gay. ¿Son cuentos, o crónicas, o novelas, o ensayos? ¿Es elitista o light? ¿Es modesta o arrogantísima? ¿De izquierda o de derecha? ¿Se está burlando del asunto, del lector, o de sí mismo? ¿No será que, por el contrario, bajo la coartada satírica o burlesca, se compromete en irónicos homenajes sentimentales a los perfiles más extravagantes o nimios del pasado, de la vida cotidiana? ¿No nos estará jugando una broma?
         La aparición de su libro de prosas Cargos de conciencia (Cal y Arena) confirma esta trayectoria de una literatura sui géneris que, a la vez, admite la connivencia con el periodismo; de estas ficciones decididamente fantásticas —en la escuela de Borges y de Cortázar— elaboradas con los materiales de la calle, el hogar, los parientes, los días más próximos, que ya conocíamos en sus dos libros de cuentos Me perderé contigo (1988) y Llamadas nocturnas (1993) y en su novela Esta vez para siempre (1990).
         No dejo para más adelante la celebración de sus virtudes. En ensayo o en ficción, géneros que suele entremezclar, Rafael Pérez Gay ha construido una comedia personal del mundo y de la cultura, llena de humor (un humor bondadoso, más que satírico), de celebración de la vida aunque la pobre sea como es (no hay otra), de regusto obsesivo en los asuntos y temas menores de la vida amorosa, la pareja, el trato con los amigos y con la ciudad, el asombro frente a las petulancias, contradicciones y modernizaciones del mundo.
         Tiene la sonrisa de la inteligencia que pedía Bernard Shaw y la pretensión de superar el absurdo y la fatalidad mediante ella. Hay mucho de pequeño guiñol en su historia de la vida privada. Tal actitud asombra en una literatura acostumbrada al patetismo o al melodrama. ¿Qué pasa en los cuentos, ensayos y crónicas de Rafael? Casi nada: ese mundo concreto, en toda su maraña, y esa sonrisa optimista, vitalista, de remontarlo lo mejor posible highball en mano.
         ¿A eso han querido llamar “literatura light” sus denigradores? Quisieran asesinatos de salva, cadáveres de cartón y silicones, improperios de mitin, aspavientos de telenovela o de coreografía moderna de aficionados. ¿Habría que llamar light a los Ensayos de Montaigne, a los aforismos del siglo XVIII francés, a las comedias de Shaw, a los artículos de Larra, Martí y Novo, a las novelas de Isherwood, a los poemas de Auden o Pellicer? Lo que yo sé de cierto es que la pluma de Pérez Gay nunca es pesada, sino aérea, sonriente, punzante, avispada y extremadamente correcta. Quiero decir clara, precisa, dominada, musical.
         A lo que se debiera llamar light es a las pretensiones pesadas de popularizarse en busca del marketing. Light es contar la conquista de México —o cualquier otro conflicto social— de modo maniqueo, a un lado los buenos y a otro los malos; o una historia de amor con gritos y puñetas y fornicaciones apocalípticas; o un rollote bienpensante de jaculatorias “políticamente correctas”... y hartas palabrotas de diccionario y “metáforas” alambicadas de un taller literario de jardín de niños coyoacanenses.
         Lector incorregible de la prosa de Pérez Gay desde hace dos décadas, puedo insinuar algunas de las estaciones del arduo y largo recorrido que ha llegado a estos frutos alegres y diáfanos, a esa amistosa ironía de quien no alquila interjecciones ni desmayos patéticos de las utilerías arrumbadas de la literatura, para enfrentarse a la pinche realidad. La realidad es pinche pero es nuestro ámbito y nuestra vecina, hay que transformarla —si no se la puede cambiar, como queríamos en tiempos, je, “revolucionarios”— por lo menos en nuestro acercamiento, en nuestro contacto con ella.
         Las acusaciones de elitismo están fundadas. El más joven Pérez Gay era tan exigente y riguroso en cuestiones literarias como el actual. Y ya hace veinte años se acusaba de ratón de biblioteca al hombre que sí leía mucho y en varios idiomas; de mamón al buen estudiante; de engreído a quien sabía hacerse de unas cuantas opiniones duras, y las sostenía; y de elitismo a quien se decidía a leer preferentemente a los mejores autores, y a escribir lo mejor posible.
         Los orígenes perezgayescos son franceses en una doble vertiente. Los clásicos (la obsesión por Flaubert) y la Nouvelle vague literaria de Beckett, el teatro del absurdo y los talleres de literatura potencial. Algún idiota de mala fe pretendió ignorar que retomar un texto dado (como Quevedo, Lope, Shakespeare y Goethe lo hicieron tantas veces) era práctica perfectamente legítima en la creación literaria, si a partir de ella surgían parodias, variantes, homenajes. No se resfrió Villaurrutia al aludir textualmente (y sin pegar la etiqueta de marca) a un conocido poema de Supervielle, en uno de sus nocturnos. No facilitó la clave a la canalla literaria: El que sepa, sabe.
         En algún suplemento, Pérez Gay y sus compañeros intentamos esos juegos de literatura potencial. Yo intenté jugar con Dorothy Parker, con Pellicer, con Auden, con Darío, con Edna Saint-Vicent Millay. Algún imbécil puso el grito en el cielo porque un cuento de Pérez Gay efectivamente jugaba con un cuento, mundialmente conocido, de John Cheever, autor de best-sellers. “¡Socorro, bomberos: Pérez Gay habla de la Torre Eiffel!”
         Otros tontos se han rasgado las vestiduras porque haya homenajes a Henry James, en Aura, de Fuentes; a Salinger, en De perfil de José Agustín; a la Antología griega, a las calaveras y a Edgar Lee Masters, en Chetumal Bay Anthology; a Propercio, a Catulo y a la Biblia, en los poemas dizque “originales” de Gabriel Zaid, quien melindrea sobre los “plagios” de los demás a la vez que se engulle cínicamente a Gerardo Diego, a los romanos, a la Biblia y a Luis Pazos.
         Hay pues en la genealogía literaria de Rafael Pérez Gay el culto a los clásicos, las travesuras de la post-vanguardia francesa (Paulhan, Prévert) y los avatares del cine y del periodismo de los años setenta. Durante algún tiempo frecuentó “el sonido Woody Allen”; luego, el de los ensayos y crónicas del “nuevo periodismo” norteamericano. Sigue, a estas alturas, visitando también “el sonido Monsiváis” (agggh) y “el sonido José Agustín” (bien).
         Escéptico de la academia y de los foros políticos, ha encontrado un rincón amable, que le proporciona libertad y comodidad de ánimo: Gemütligkeit: el rincón del editor, del periodista. Siempre ha andado en revistas y suplementos culturales, de los que ha dirigido formalmente dos, en El Nacional y Crónica, e informalmente algún otro. Ama las tres cuartillas ligeras escritas para servirse aún calientes. Más que del espectro de la posteridad, gusta del buen presente. Se ha inventado, en estos tiempos internéticos, íntimos pasajes y vasos comunicantes con la prensa periódica y las mesas de redacción de los años liberales de Prieto, Zarco, Altamirano, Gutiérrez Nájera, con quienes ha hecho “mafia” más que con nadie más.
         Encuentro en este último libro de Pérez Gay, sobre las andanzas de hoy: vida en pareja, tratos con los amigos, la sirvienta, el empleado de la gasolinería, los libros de los amigos, los embrollos políticos, un virtuosismo de ese estilo que azora, y que Rafael Pérez Gay se ha inventado a sí mismo, sobre medida.
         Es un estilo que aspira a un tono conversado, pero que no es una conversación —sólo el tono: el decantamiento de los temas, la construcción de las anécdotas, el timing de la comedia, la prosa impecable rara vez surgen tan completamente armados al vuelo de la pluma—; que busca el filtro humorístico y amable incluso o sobre todo para asuntos graves, aun espantosos; que se toma el trabajo de considerar al lector como compañero de trago o de café, y no le grita, ni lo instruye, ni lo adula: simplemente le habla como si fuera tan inteligente y bien intencionado como un amigo ideal.
         En una literatura mexicana arribista, en la que todo autor intenta levantarse hemiciclos de mármol, popularidad de Coca-Cola y Monumentos a la Revolución a cada instante, Rafael Pérez Gay busca las mesitas —sí, de mármol— donde Gutiérrez Nájera tomaba coñac, absinthe y cosas peores, por la Calle de Plateros; y las otras, de la Condesa, con modestos pero no escasos whiskies, donde conversa, lucubra, inventa y chismea brillantemente —pero no tan brillantemente como por escrito— de temas como los que aparecen en Cargos de conciencia.
         Sabe, con Gutiérrez Nájera, con Paulhan y Prévert, con Woody Allen y José Agustín, que las naves de vela ligera logran amplias y venturosas travesías. Deja para ciertos pesados las “armadas invencibles” de la pedantería y la simulación literarias. Es así, ya, un clásico nuestro de la prosa, una prosa sólo suya, a su talante y medida, que restaura en nuestra literatura esos dones que creíamos perdidos para siempre: el placer del texto gozosamente elaborado, las dimensiones del sentido común, el amor —así sea a trompicones— por el mundo real; la camaradería, el álgebra de la paradoja, el aforismo y las viñetas del teatro del absurdo o del guiñol, y el discreto pero agudo pinchazo de la inteligencia.
         El “sonido Pérez Gay” es uno de los sitios más profundos y placenteros de nuestro mapa literario.




EN LA ESTACIÓN PÉREZ GAY DEL METRO
por José Joaquín Blanco

1
En No estamos para nadie. Escenas de la ciudad y sus delirios (Cal y arena, 2007), Rafael Pérez Gay logra una audaz y efectiva vuelta de tuerca en lo que se ha llamado indistintamente crónica urbana, periodismo de opinión o ensayos de literatura cotidiana, entre muchas otras tan presuntuosas como falibles etiquetas.
Son simplemente textos literarios -de un lirismo digamos cavernoso- sobre la delirante y atroz ciudad de México. Pérez Gay ha logrado expurgar de ideología y de sociologías al uso (o al desuso) sus hilarantes desfogues y narraciones y enfocar, como un espejo deformante de implacable precisión, las escenas del absurdo-defeño del siglo XXI.
Librado pues de toda pretensión judicial o profética, ideológica o sociológica, “analítica” o “propositiva”; aligerado de tan apolillado fardo, construye minimalistas juguetes monstruosos de una teatralidad apabullante.
Vitriólicos epitalamios, cianúricos idilios, sainetes de espantos, armagedones en dibujos animados, églogas estertóricas, geórgicas smoguianas, desagües elegíacos y nostalgias que erizan el pellejo y borborigmean, je, en las tripas durante su ejeviálica búsqueda de lo Absoluto.
Un teatro de títeres verbales. Una commedia dell’arte de los triples saltos mortales de un Blade runner (o millones) entre los escollos u objetos estéticos -una estética de lo jocosamente horripilante, de lo desternillantemente estúpido, de lo seductoramente espeluznante- del ambulantaje y los insanos camellones del Defe, de los vecinos inciviles y las burocracias caóticas; de la modernidad de apagones, inundaciones y explosiones, de nuestros atoleros rascacielos, suadéricos próceres, birrieros segundos pisos y demás nenepiles de nuestro cibernético arribo al banquetazo del primer mundo. Nuestros puestitos de parafernálica y piratesca inmundicia a la vera de la Aldea Global...

2
No creo exagerar si encuentro en este libro una salida al atolladero de nuestra desastrosa literatura de “crítica y protesta”, que durante las últimas décadas se ha visto boicoteada por sus propios principios, je, izquierdistas o populistas o bienpensantes, en los que ya no puede creer sin nutridas rechiflas de la unísona galería, pero que tampoco se ha decidido a abandonar con franqueza, pues entonces, ¿desde qué púlpito o estrado arrojaría sus escándalos, sus jeremiadas (con o sin e), sus condenaciones y excomuniones, su “ahora sí ya viene el lobo” apocalíptico?
Pérez Gay, con una gracia y una destreza mentales tan aéreas como las de su prosa cada vez más fina, sencillamente arroja al tambo de lo anacrónico los atolladeros ideológicos o teóricos. No se necesitan decálogos de la virtud, la eficiencia o el Deber Ser, para contemplar y reconstruir nuestros-eternos-panoramas-donde-ahora-sí-eternamente-se-vuelve-a-acabar-el-mundo-a-cada-rato. Bastan la farsa, la teatralidad, el gran guiñol, el grafismo de “existe quia absurdum” en la confección de sus objetos verbales de la ciudad de México. Sus caricaturas en los espejos deformantes y en los laberínticos piranesianos de cómo seguir viviendo lo invivible (ya llevamos décadas de experiencia) con los jocosos alardes del molacho que masca rieles.
Se ha acusado a Pascal de escribir demasiado hermosamente de las miserias humanas y a Voltaire de divertirse demasiado inteligentemente, pero con copiosas carcajadas de inteligencia insofocable, de la imbecilidad de nuestra meramente bípeda y panzona especie. ¿Habría que acusar a Rafael de inspirarse tan exuberantemente en la esterilidad del Defe; y de encontrar ahí tanta álgebra, tanta escuadra y tanto compás para sus sensatérrimos antilaberintos del sinsentido?
Hasta se diría que los goza como un cómplice domador de un circo mágico, rigurosamente amaestrado y coreografiado; y que regala con terrones de azúcar a sus odiosas fieras -que le lamen la mano, dóciles y agradecidas-, una vez realizados sus espantables prodigios infratercermundianos... Uno les pide a sus escenas del fin-de-mundo: Encore! ¡Que el mundo se te vuelva a acabar otra vez, Rafael! ¡Siempre se te acaba tan bonito!

3
Después de las alarmas y de los anatemas, de las deconstrucciones semiológicas o desciframientos sociológicos, que parecieran estancarse en la mera histeria de que nada-es-como-debiera-ser, encontramos estas estampas capitalinas que compiten precisamente entre (contra) ellas mismas, en su jocosa monstruosidad y su hosca bizarría.
Hay como una distancia brechtiana que nos aparta del jeremiqueo sentimental o del puritanismo ideológico; que nos descubre como locos grafismos de un vasto y laberíntico garabato urbano donde todo siempre crece más, como prodigios de circo fantasmagórico, hacia lo absurdo y lo pesadillesco. Todo ello con cierta ligereza que equidista del cómic y del aforismo, del cuadro de costumbres y del cartón caricaturesco que reproduce (y alburea, y zarandea, y bocabajea) al dizque tremebundo zoológico de asfalto.
Con ello la ciudad gana, si no “salidas”, que ya sabemos que no las tiene (sino más triples caídas en el mismo abismo hoyonegresco de siempre, multiplicado por nuestros piranésico-amibianos “usos y costumbres” defeños: civiles, políticos, empresariales), al menos una nueva, formidable energía: la loca disposición de enfrentarse al mareo bufonesco con un desplante: “de aquí no me mueven”.
Y si ya no quedan colmillos para roer la realidad, al menos queda la carcajada colmilluda y el ilusionismo goyesco de proponerle a la grotesca realidad, no regaños ni lagrimeos ni aspavientos; no amenazas ni anatemas, ¡sino nuevos modelos de estampas -grotescos, teatrales y jocosos-, para que se renueve en todo su asco, en todo su caos y en todo su vahído, siquiera por mero pudor... estético! ¡Que se engalane, estilice; pula, limpie y, je, esplendore -blasonaría la academia- dentro de su propia estética atroz! El alguacil alguacilado: el Defe defeñeado. ¿Hay algo más deliciosamente caótico, más refinadamente nauseabundo, que un congestionamiento vial provocado por un pejemitin? Sí: el mismo caótico congestionamiento narrado por Pérez Gay.
Curiosas criaturas de la adversidad, estas prosas de varia invención urbana, de anticrónica bufa, de reportaje piranésico. Son como fábulas vistas o imaginadas a la medida de nuestras reales alimañas (metálicas, plásticas, políticas o meramente panzonas y bípedas). Un alegre carnaval de los sinsentidos a la quinta o sexta potencia, que tal vez multiplicando exponencialmente sus absurdos logren cierta simetría, je, cierta armonía, je -la estricta lógica del desmadre: bien aristotélicos desmadres-, como la que proporciona su existencia literaria en la lectura: su tan increíble mundo tan comprobable.
Tal vez No estamos para nadie implique una nueva perspectiva, un nuevo comienzo en la escritura de nuestra vida en la ciudad de México, ahora que se han desgastado mitologías, realismos y crónicas de ideologismo melodramático, y deba recurrirse a la imaginación fabulesca y a los barroquismos de “cuento cruel”, a ratos algo piñerianos (pues aquí Kafka es mera nostalgia kantiana), de estos cartones, o tiras de cómic, o farsas, o piezas de títeres, o modelos para armar de monstruos y laberintos urbanos de todos los días.

4
Un género sólo se renueva cuando surge una nueva escritura, no cuando dizque se cambia o se reforma o se regaña a la realidad. Como quiera que se convenga en llamar a los nuevos textos que aborden la vida en la ciudad de México, parece que empiezan a cambiar, en el nuevo siglo; y que habrá asuntos y formas en la grafomanía defeña para rato, con una rara vitalidad, un feroz vitalismo cómico, si se le aborda a partir de estrategias tan personales -pero tan contagiosas-, como las que Rafael Pérez Gay ha venido improvisando en sus endiabladas prosas.
Este libro es como una ráfaga de vida, de libertad y de alivio frente a los muros (bueno: bardas prefabricadas) de lamentaciones y apocalipsis (bueno: a poco, elipsis) de nuestras quejumbres sobre el “aquí nos tocó vivir: en la región más transparente del aire”. Todo será invivible, menos el espíritu, la voz y la voluntad de vida de quien se decide a jugar a los volados con Blade runner , pues así éste deja de parecer un angelazo-de-la-muerte para asumir su vera efigie de un astroso merenguero más, que acaso puede perder algunos volados. En No estamos para nadie Pérez Gay les pinta violines a los demonios del pánico cívico, y bigototes a las lagrimeantes Monas Lisas del ecológico descontento; lo que siempre nos había hecho gran falta. Los peores gusanos del cadáver de nuestra Gran Urbe siempre suelen tener un nombre: tartufos.
Aquí al que se agacha lo suenan doble, de modo que hay que crecerse al castigo. Crecerse al panorama y domarlo y sobrepasarlo con los dones del temperamento, de la imaginación y del idioma que suelen ser asombrosos en la escritura de Rafael Pérez Gay, quien parece haber elegido los rasgos y temas mínimos para sus grandes espectáculos, como ya lo hiciera Quevedo con los cornudos, los pasteleros, los sastres, los pedigüeños o las mujeres atiborradas de postizos y prótesis, para sacudir el eeenoooorme cadáver de la España de la Contrarreforma... Veo mucho de “premática” conceptista del siglo XVII en el dizque sencillito “periodismo urbano” actual de Rafael Pérez Gay.
Frente a No estamos para nadie, donde sin hipérbole alguna distingo un variado arsenal de estrategias para la escritura de este nuevo siglo mexicano, suenan demasiado lacrimosos y romanticones, beatos y sacristanescos, los escándalos-políticamente-correctos de la vieja crónica (la viecrónica o la rucrónica o la anacrónica), que se resumían nomás ¡en que nadie se portaba tan bien como pretendían los reglamentos, decálogos y códigos de buena conducta! ¿De veras se necesita tanto Gramsci para sermonear o compungirse como Lolita Ayala?... Gramscitas Ayala... Pues bien: muchas veces lo más monstruoso de nuestra realidad ¡han sido precisamente esos reglamentos, decálogos y códigos!, y no los meros seres y objetos corpóreos, que siguen siendo módicamente simpáticos y hasta apetecibles; de modo que conviene desaprender tanta pudibundez “políticamente correcta” para recobrar cierta sensatez voltaireana, ciertos “truísmos”.
Hay algo de Voltaire también en Pérez Gay y en sus Cándidos, Zadigs y Micromegas franeleros o puesteros, plomeros o políticos, instaladores “artísticos” o fonderos de La Condesa, pero como enrevesados (El sueño de Escipión ó “el mundo al revés”; vulgo: ¡a releer El nombre de la rosa!), apenas teóricamente visibles como la incógnita en las ecuaciones. En efecto, lo que permite digamos la serie tan matemática o tan geométrica de barbaridades gozosamente pesadillescas, es cierto elegante, je, buen sentido central, que el autor se cuida mucho de reconocer que lo tiene, pues la primera regla de sus relatos es que el primer desaforado es el pobre narrador que cuenta sus innumerables desventuras entre todos los demás desaforados, y que con él y en él empieza la multiplicación de caos, náuseas y alarmas al infinito...
Hay incluso una especie de civismo solapado en sus zoológicos anticívicos, y de viejas manías de “cuidar el jardín” o “cultivar la huerta” en su proliferación de infernales círculos de lo irracional y lo invivible de su ciudad, tan adicta a lo absurdo de lo absurdo, a lo bobo de lo bobo; a respirar en las miasmas-de-las-miasmas del túnel-del-túnel-del-túnel.
Brava escritura, en fin, de extraña fuerza, que inventa e improvisa estrategias cuando todo ya parecía culminado y calcinado. Tiene cierto fragor inaugural, y la siempre agradecible ironía del molacho que ya se acostumbró a mascar rieles, ¡y ahora también se masca, y enteritos, y como si nada, los ferrocarriles!, al menos en sus nervios, en su imaginación y en su expresión verbal.
A las decrepitudes del siglo XIX las llamábamos decimonónicas. ¿A la vieja crónica y escritura urbana del XX habría que llamarlas “vigésimas”, o más propiamente, como dice Luis Zapata, simplemente “viejísimas”?...
La buena noticia es que ha nacido una nueva escritura urbana del nuevo siglo. Obra, como debía de ser, de un buen parrandero de los buenos años setenta del zapatista Siglo Viejísimo, educado -es un decir- en la Estación Términi de De Sica; en Rocco y sus hermanos o Confidencias de Visconti; en las Mammas Romas y Accatones de Pasolini; en los Sin aliento y Pierrot el Loco de Godard; en Los cuatrocientos golpes o Besos robados de Truffaut (cuando eran cosa de arduos cineclubs universitarios y no de proletarios clones de los alrededores del Eje Central): colosales monumentos minimalistas del mero enfrentamiento personal a lo inconmensurablemente-absurdo y a lo ilimitadamente-monstruoso.
La crónica, la viñeta, las escenas, los cuadros de costumbres, los relatos, las varias invenciones parecen renovarse por completo, como si en nada los hubiera desgastado el trasiego y la estupidez de los grafistas y grafiteros literarios, periodísticos o ideológicos de las mocho-astrosas décadas pasadas.
Como en los cuentos del Cave canem latino, cuando se nos dice dizque quejosamente: “No estamos para nadie” es que todos los jaguares están a punto de saltar, ¡o han saltado ya!... Es urgente pues corregir al divino Dante: Todo aquel que entre a este Infierno... que no se olvide de comprar sus palomitas.