jueves, 15 de octubre de 2009

JOE ORTON

ORTON: COMO ASESINAR A TU COMPAÑERO

Por José Joaquín Blanco

Acaso la historia de amor más horrorosa imaginable entre la Intelligentsia de los años sesenta que protagonizó la Liberación Gay, sea la de los escritores británicos Joe Orton (1933-1967) y Kenneth Halliwell, altamente exitoso el primero y totalmente fracasado el segundo, quienes murieron en las primeras horas del 9 de agosto de 1967: Halliwell mató a martillazos a su amante (una relación de 16 años), en un arrebato de locura, aunque no sin premeditación ni sin sobradas señas y amenazas previas, y en seguida se suicidó con 22 pastillas de Nembutal. El asesino, el suicida, el fracasado Halliwell, unos 8 años mayor que la víctima, dejó un letrero en el escritorio: "Todo se aclarará si leen este diario".
El Diario de Orton se trata de una libreta que apenas se ocupa de los últimos ocho meses de la vida de ambos, y que fue escrito por sugerencia de su agente literario a fin de hacer negocio como pornografía y escándalo. Después de servir de evidencia para las investigaciones policiacas, se publicó en inglés en 1986 y dos años después en castellano, en una horrorosa versión de coloquialismos y barbarismos madrileños (Grijalbo).
No tiene mayor valor ni literario, ni pornográfico, ni ideológico: se trata simplemente de un desfogue narcisista de Orton, lleno de las más ingenuas y cursis autocomplacencias físicas ("'Oh, que polla tan grande tienes', dijo acariciándomela. Comprendí todo lo que se perdía en Marruecos por no hablar el idioma") y profesionales (la resignación condescendiente a ser contemporáneo de "señoritos clasemedieros" como Harold Pinter), con rápidas enumeraciones fornicatorias que no llegan a la pornografía, sino a una especie de facturación o censo de coitos callejeros y prostibularios, totalmente convencionales, y sin toques de humor o de mitificaciones que los rodearan de algún interés. Pero sí tiene un valor como "retrato de un matrimonio" gay de vanguardia: un retrato deprimente, aun sin su desenlace de nota roja, tanto más cuanto que el editor John Lahr considera que, en buena parte, también fue escrito para molestar a su atribulada pareja, que con toda certeza a escondidas iba leyendo diariamente los exhibicionismos verbales del éxito y la publicitada promiscuidad de su narcisista y arrogante compañero.
"Cuando Joe y Halliwell estaban juntos frente a otros se peleaban continuamente. Al principio se reían de ello contigo y los dos eran iguales. La verdad que ese día me entró un dolor de cabeza espantoso al cabo de hora y media. He conocido a parejas marrulleras que sabían muy bien cómo tenían que pelearse, pero nada parecido a ellos dos. Me sentía fatal. La claustrofobia de su habitación, sumada a la claustrofobia mortal de su matrimonio me resultaba insportable..." (Ward).
La historia empezó en 1951. El adolescente impreparado (expulsado del colegio) Joe Norton, de orígenes obreros muy pobres, conoce al muchacho clasemediero de unos 25 años Kenneth Halliwell, quien lo hace su amante y su protegido: lo lleva a vivir a su casa, lo mantiene y conforma todo el mundo de Joe Orton durante los siguientes 7 u 8 años, por lo menos. De hecho, Orton no empieza a ganar dinero propio como dramaturgo sino 11 años después de vivir con Halliwell, a fines de 1963, y muere en la casa que éste había comprado.
Ambos querían ser actores: ambos fracasaron. Halliwell ambicionaba, además, ser escritor: tenía una avanzada formación literaria, podía leer a los clásicos y a los modernos incluso en sus lenguas; se sentía un verdadero artista por temperamento, un rebelde, un moderno, un luchador de la libertad sexual y cultural de los nuevos tiempos: Joe Orton se embebió completamente de todo ello, al grado de llegar a colaborar como co-autor de Halliwell en novelas, sátiras, cuentos de todo tipo que quedaron inéditos. (Al principio, señala el editor y biógrafo de Orton, John Lahr, esa coautoría difícilmente significaba para Orton algo más que mecanografiar los dictados de Halliwell).
En realidad Halliwell fue, durante la mayor parte de esos 16 años, el del "talento" --al que se le "ocurrían" muchas cosas brillantes--, pero el incapaz de construir algo verbal, escénica o pictóricamente con él; sin embargo, cuando hay algún buen chiste, algún buen juego de palabras, alguna buena referencia en el Diario y en parte del teatro de Orton, ya sabemos de dónde viene.
Pero Orton tenía las verdaderas herramientas del ego artístico: la autoestima, el coraje, la ira, el rencor social, la intrepidez, la valentía civil, las ganas de hacer las cosas pese a todo y contra todo; también y principalmente, la disciplina artística: escribir, corregir, tachar, regresar, probar, volver; era el perfectamente capaz de construir obras brillantes y de tomar el material de donde se pudiera, como cualquier otro autor, aunque ese donde fuese a veces Halliwell.
El caso de Kenneth Halliwell es bien conocido por los profesores de literatura: el muchacho inteligente, trabajador y aun talentoso que no puede ser escritor, sencillamente porque lo quiere demasiado. Se ha elaborado tal mito, tal obsesión, tal angustia, tal importancia de la Literatura, que jamás consigue la mínima naturalidad imprescindible para escribir siquiera una página pasable. Su principal enemigo es su propia tensión, su propia ambición literarias.
Hay una descripción del fracaso de Kenneth Halliwell como actor, que se aplica también el literario: "Tenso, es lo primero que se te ocurre para definir a Halliwell. Estaba organizando su imagen tan enérgicamente, con tal fuerza, que nunca le vi tranquilo. No podía relajarse nunca..." (Marowitz).
"Halliwell era serio incluso de adolescente. Según se deduce de los comentarios de sus profesores cuando empezó a estudiar en la academia de arte dramático, la tensión de su actitud defensiva ya era patente en la tensión de su cuerpo, de su voz y de su personalidad. En el escenario era todo transpiración y nada de inspiración. Lo que se percibía en su interpretación no era firmeza sino timidez" (Lahr).
A Joe Orton le valía madres todo lo que Halliwell idolatraba. Orton tenía un Ego poderosísimo, alimentado por su rencor social (sin socialismo: como lo decía cínicamente, se trataba tan sólo de no olvidar que "Ellos" lo habían tenido "en el arroyo" durante su infancia y su juventud, hasta que lo rescató Halliwell) y por una lujuria obsesiva, que él mitologiza como fuerza colérica, ultraviril, lo-Unico-en-la-Vida, y mejor si se trata de adocenadas orgías instantáneas en bien apestosos urinarios públicos.
Orton pertenece a ese prototipo sesentero del joto-supermacho de jeans y escupitajos; a ese artista sesentero que no admira a ningún otro artista más que a sí mismo (ni a su propio arte, si no tuviera la certeza que es de él mismo). Pero tuvo una intuición genial: burlarse de toda la atmósfera literaria de Halliwell.
Hacer farsa de la tradición literaria inglesa --del estilo mandarín, del pito de Winston Churchill, del "mundo judeo-cristiano" (poniendo a copular a padres y a hijos)-- con un notable humor, por muchos calificado genial. Harold Pinter y Tennessee Williams apreciaron sus obras.
¿Se burlaba de la tradición literaria inglesa o del propio estilo del pobre Halliwell, como sospecha su editor? Tal vez de ambos. La intuición trajo el éxito, el escándalo, la fama. El discípulo se convirtió en el amo --y en el amo de un ex-maestro que, ya al borde de los cuarenta años, seguía siendo un insoportable principiante, a quien además el fracaso abrumaba con todos los horrores de una depresión crónica, rencores, inseguridades, somatizaciones--, y redujo a su compañero al papel de sirvienta (Halliwell por supuesto es descrito como loca, amanerado, impotente, pudibundo, monogámico, cursi, demodé, traumado y otros insultos de la época).
Es más: alguna buena parte de las obras famosas de Orton --Entertaing Mr. Sloane, The Ruffian on the Stair, Loot, What the Butler Saw, etcétera-- son versiones burlescas de la obra conjunta, aquella vez en serio, de los amantes en su anterior coautoría o bien reciben una colaboración esencial de Halliwell, quien por lo demás, por mínima congruencia o por desastre total, había renunciado a la ambición y a los sueños literarios de toda su vida, cuando la balanza se decidió tan claramente por Orton. Pudo pensar que hasta de su vocación y de sus ensueños había sido despojado, o había consentido en despojarse a sí mismo. Era "una nulidad de mediana edad..."
De modo que el Diario de Orton refleja este matrimonio que ya no guarda de sus antiguos orígenes, tres lustros atrás, más que la parodia: un amo, una esclava; uno que se hace el macho, otro la tía; uno con dinero y dispendioso, otro pobre y tacaño; uno exitoso y agradable, otro molestísimo y lastimero, que sin embargo han de seguir viviendo juntos, porque el fracasado ya no tiene más remedio (envejecido, engordado, sin fuerza, abrumado por la desdicha) y el triunfador no seguiría triunfando sin la pasiva, activa u obligada colaboración del otro como modelo de farsa y víctima de los ultrajes literarios.
En realidad, sólo la arrogancia de "nuevo moderno", los fríos y grisotes desplantes de cinismo, la indiferente capacidad de desprecio, la ignorancia de todo lo que no sea centímetros eréctiles o libras por entradas de taquilla, de Joe Orton, lo señala entre tantos matrimonios heterosexuales semejantes, bien explotados por el cine y las novelas de adulterios. O de otras situaciones de familia como ¿Quién mató a Babe Jane?... Porque de que las relaciones personales se ponen espesitas...
El teatro de Joe Orton sin duda prevalece a su nota roja. El Diario no. Pocas veces he leído algo relacionado con el amor, el sexo, el erotismo o la pornografía tan falto de gozo y de caridad, de humor y de alegría, tan cínicamente despectivo de todo lo que no sea su exhibicionismo egolátrico.
El Diario de Orton fue el testimonio, el retrato y acaso un móvil fundamental del crimen. El Diario era el arma con que Orton torturaba a Halliwell, quien no quiso destruirlo, sino exhibirlo como aclaración final. Por lo demás, así, Kenneth Halliwell, nuevo Eróstrato, recobró su sitio --antes obligadamente clandestino-- en la obra y el personaje de Joe Orton.

lunes, 12 de octubre de 2009

SE VISTEN NOVIAS

SE VISTEN NOVIAS

(SOMOS INSUPERABLES)

Y OTRAS CRONICAS

DE

JOSE JOAQUIN BLANCO.

MÉXICO, CAL Y ARENA, 1993



RECONOCIMIENTO:



Estos ensayos y crónicas aparecieron originalmente en La Jornada, El Nacional y, a través de los servicios de la Agencia Notimex, en medio centenar de periódicos y revistas de la república.













A JORGE OLVERA RAMOS

INDICE


TAQUILLA

Sólo para triunfadores

PRIMER ACTO: ¡ASERRUCHARON A LA CORISTA!

El dese de los chavos

A mí, mis tenis

Terminal del Norte

Se arreglan novias (somos insuperables)

El cielo de los ricos

El cielo de los pobres

Treinta y tantos

Los mustios también contaminan

Cuidado con las tías

La edad de los pesados

La mujer de Putifar

Flaubert y los gays

ENTREMÉS: CRONICAS EN VERSO

Canción de los maniquís de Chemise Lacoste

Oda al Brandy Presidente

Cuando hay dinero

Rimado matutino

Profecía de Xitle

Venadito

Gandayitas

Mariposas

El muchacho del corazón rabioso

El reposo del burgués
Se van los dioses

Nota roja

Sweeney Sedens

Domingos

Como Dorothy Parker

SEGUNDO ACTO: INFARTOS Y MARCAPASOS

Se lee el tarot

El buen uso de las enfermedades

Lágrimas de lodo

Manos perecederas

Qué bien se portan los muertos

Los padres terribles

El dios de los incrédulos

El catolicismo de los noventas

¿Los curas exentos de impuestos?

El clero, semillero de anticlericales

La Revolución es el altar de sus interpretaciones

El país de las estadísticas

El periódico de ayer







TAQUILLA


In semi-literate countries
demagogues pay
court to teen-agers.

W. H. AUDEN



"Moneda 12: se regalan noches de luna
con equipo completo.
Melodías. Melodías para todas y ninguna,
el área del amor perfecto
y las ontologías de la luna.
Se venden colores para todos los amores.
El que no tiene nombre está a punto de agotarse.
Desconfíe de las imitaciones".

CARLOS PELLICER










SOLO PARA TRIUNFADORES




Cuando finalmente en la vida uno se decide a triunfar sobre todos los demás aparece el gran problema: uno descubre que todos los demás no sólo quieren, sino que de hecho están triunfando sobre uno. De modo que muchas veces, decidirse firme y ejecutivamente a triunfar no es sino un acelerado trámite para convertirse en un derrotado automático.

A lo largo y ancho del mapa todos los prestigios se surten de o encauzan hacia el triunfo. Quien no quiere triunfar, ¿qué tanto le anda tristeando por los días? La gente se emborracha con los sueños del éxito, sobre todo la que no toma alcohol ni echa relajo: la que sobriamente y a sangre fría se emborracha de ideología cruda y abstemia. Los borrachos sin trago, los borrachos en seco de su propia arrogancia y de su propia codicia.

Las cosas y las personas, entonces, pierden sus pardos contornos cotidianos, materiales, comunes, casi vulgares, y se prenden con las multicolores y grandes luces simbólicas: esa mujer no es ya sólo tu novia o tu esposa, sino la mujer que te mereces --que te has ganado en la carrera de las victorias--, y en consecuencia, refleja asimismo tu modestia, lo que te falta por ganar, lo que has perdido, tus derrotas: ¡qué sabroso, entonces, sabe cuando uno cambia de modelo --como de coche-- de pareja (mejorarse, superarse, progresar o morir), pero qué insípida empieza a ponerse esa misma relación, en la medida en que uno no consigue cambiarla por un modelo superior o más moderno, y la mirreina de ayer en la noche ya es la carcacha de hoy en la mañana! Porque al triunfador todo se le vuelve carcacha al minuto siguiente, y nada que brille sobre él escapa a su codicia. Lo trae de un ala.

Así también con los hijos, con los amigos, con la casa, el coche, el aparato de sonido, la colección de videos y de tarjetas de crédito, el status y la variedad de grandes hoteles de vacaciones.

En el derrumbe de las ideologías de final de este siglo, sólo permanece incólume entre nosotros la del éxito, y uno lleva secreta y silenciosamente el score de sus avances y caídas, blofea frente a todos los demás, y se deprime poderosamente ante sí mismo cuando advierte que ya no ha llegado a más, que sencillamente ora sí que se llegó a su precio, y no queda ya sino el camino de bajada: la mayor edad, la menor apostura, las menores sumas bancarias, la menor disponibilidad para seguir encarrilado en la montaña rusa de los sueños de éxito.

Existen entonces salidas diversas, desde el alcohol meramente líquido --y no el vino mental, la borrachera ideológica-- o algún hobbie delirante como coleccionar todo tipo de objetos con forma de rana o unicornio; desde el tarot o la lectura de las líneas de la mano, hasta el regreso precipitado y lloroso a la religión de la infancia y a los boleros de la hora romántica de la radio.

Pero quien haya sido educado en el fulgor del triunfo, jamás se perdonará a sí mismo el ser ya no un derrotado, sino aun el ser menos triunfador que su vecino, o que su compadre, o que tal cantante, vedette o político; ah, y entonces cómo se odia: el triunfo que se prometió uno mismo y que fulgura --güera, carrazo, condominio, residencia, puesto ejecutivo o de tacos, cuates distinguidos, trofeos gimnásticos, familia de lujo-- en los otros.

Yo no sé si realmente exista tal cosa como un triunfador verdadero. Todo mundo blofea tanto, y todo mundo se queda debajo de sus sueños. El que quiere ser Maradona no se conforma con quedarse en un mero Hugo Sánchez. Y siempre hay tantos que llevan la delantera. Tanta gente por arriba. Tantos éxitos y triunfos para el más allá. Lo que sí sé es que en tales momentos de crisis, hay gente que, por lo menos, se decide a triunfar contra los que lo incitan al triunfo en la tele, en el púlpito católico o en la folletería protestante, en la radio, en la publicidad de las avenidas, en las universidades, en los periódicos, y dice --como, con otras palabras, pensara Goethe--: "¡Me vale!".

Y en efecto, la vida no tiene mayor misión secular que la de gozar, verdecitos, los frutos de oro del árbol de la vida, y de gozar más o menos lo que se pueda lograr sin tanto infarto, sin tanto irigote. Entonces lo que los manuales del éxito llaman "mediocridad" o "conformismo" uno lo rebautiza, lo llama: "me vale". Dice: "Me vale el éxito y me vale el triunfo, y las güerotas y los carrazos, y ahí la llevo como soy, bien naco y cinicote echándome mi chela con mi ruca en mi carcacha". Cuando me encuentro (que ocurre rara vez) una persona así, que no deja que la ideología del éxito le eche a perder los días, ni permite que el resplandor de codicias abstractas le quite sabor ni riqueza a la vida concreta, casi siento descubrir al último anarquista. ¿Qué cosa más subversiva que decirle "me vale" a la estampida del éxito? Es algo tan insólito, tan paradisíaco, como decirle "me vale" a la tele, y apagarla. Entonces la realidad enseña sus cosas verdaderas y se escuchan, finísimos y verídicos, los sonidos del silencio (1991).
PRIMER ACTO: ¡ASERRUCHARON A LA LA CORISTA!




"Y el mono,
hombre feliz y arriba siempre."

CARLOS PELLICER


The aged catch their breath
For the nonchalant couple go
Waltzing across the tighrope
As if there were no death
Or hope of falling down;
The wounded cry as the clown
Doubles his meaning, and O
How the dear little children laugh
When the drums roll and the lovely
Lady is sawn in half.

W. H. AUDEN

EL DESE DE LOS CHAVOS







El calor en la ciudad vuelve playas placenteras las banquetas y las azoteas. Todo vago del smog se convierte en un lanchero del asfalto, en un beach-boy de la esquina. El calor es gran temporadota en las ciudades. Y muy lejos de la playa, la ciudad se siente una orilla vacacional: la gente aligera la ropa.

Las muchachas lucen sus desas --menos luminosas que en los escotes satinados de los vestidos de noche o de cocktail--, y los muchachos embisten o empitonan, toreros también ellos, protuberantes también ellos, con sus propios atributos o con ayudas de pañuelos, bajorrelieves que ya hasta la propia censura aplaude, pero que nadie parece advertir.

La época de Calvin Klein y de las trusas Trueno, tan publicitadas en todas partes, instituye que ni siquiera las tías deben escandalizarse. A final de cuentas, el sexo fuerte no hace sino seguir la ruta intrépida que el sexo débil estableció con el auge de Playtex y Lovable: los brassieres y las fajas "invisibles", los escotazos y las minifaldas.

La playa es un paraíso moderno. Incluso la playa de una azotea capitalina. El dese de los chavos y las desas de las chavas fueron, en Grecia y en Roma, motivos litúrgicos fuera de las estaciones: ni a los griegos ni a los romanos les gustaban en invierno: pura primavera, como si todas las Afroditas, Antinoos, Apolos y Dianas desfilaran ahorita --púberes y canéforas-- en abril por Insurgentes.

Los egipcios o babilonios sabían más, entendían más: quedan de ellos estatuotas rituales con unas desas con unas desotas y unos desos con unos desotes del tamaño del mito. Vaya usted a medírselos. Cuestión de llevar una cinta métrica a los museos.

A mediados del siglo XIX se puso de moda un traje de baño: en cuanto la gente de las ciudades pudo, en Europa, viajar en ferrocarril a la playa. Antes, a puro lomo de mula, qué hueva. El mar moderno --sus playas, bloomers, swiming suits, bath suits, shorts, sport wear, surf wear, bikins , bermudas y tangas-- fue invención ferrocarrilera.

Sin mar ni ferrocarilles escribo ahora --las calles llenas de adolescentes deportivos-- sobre el sofoco tropical en México a principios de la primavera. Puras desas y puros desos. Pero el sexo otrora forrado y fuerte --sillonsote victoriano--, es ahora un jovial exhibicionista y tiene la moda de su parte: cómo se luce en pants, shorts y mezclillas. No se sabe a ciencia cierta si la liberación femenina realmente logró sus objetivos, pero es obvio que sí coadyuvó a que los chavos se volvieran bien coquetos. Que enseñaran el dese, ya fuera en los cabarets de strip-tease exclusivos para damas --donde ahora ellas discriminan y no dejan entrar a los varones, a que asistan a su nuevo rol de audaces gritadoras de "¡pelos!" y "¡mucha ropa!"--, ya que se limitaran a usar ropa de talla más chica, donde el dese se apelotona y los popotitos se trazan como columnas, je, de Hércules, en los calzoncitos untadísismos de los ciclistas sin bicicletas, pero con detonantes, fulgurantes, meteóricos skintight pants --que en castellano capitalino de adolescentes de secundaria se traduce como "esas mallas como de lycra, uta, pero reuntadísimas".

La verdad es que a estas alturas, en el teatro, en el cine, en los videos, en la publicidad y hasta en el metro los chavos lo enseñan, sin o bajo poco discreta ropa; todavía no llega el momento en que una chava se atreva a piropear o a chiflarle a un chavo, pero si son tres o cuatro, claro que se atreven.

--¡Preeestaaaa! ¡Qieeeeroooo!

Contaminada y todo, la población urbana prolifera blusitas y shorts que, desde luego, son un pretexto para el libre movimiento del dese, las desas, los desos. Las desas tienen más antigua tradición en la moda. Siempre han sido grandes emblemas de belleza, fertilidad, grandilocuencia.

El dese asimismo ha gozado de épocas favorables: a finales de las Edad Media, según cuadros abundantes y más que fidedignos, se lucía bajo pequeños saquitos a través de una especie de calzas o medias más que translúcidas: eran sinceras, tocaba a los chavos enseñar lo que vendían; fueron años en que los chavos todo lo enseñaban, y eran las chavas ricas quienes --igual que ahora-- lo dominaban todo.

Luego vino el puritanismo masculino. Todo hombre debía parecer más viejo de lo que era. Aun a mediados de este siglo, el cine mundial exhibía galanes llenos de ropa, galanes de traje y sombrero. Toda su virilidad cinematográfica estaba en el rostro. ¡Humprey Bogart en gabardina! (¿Para qué otra cosa sirve la gabardina? Bueno, quien la lleva, o es detective o va en cueros y es exhibicionista: la gabardina como emblemático estuche del dese depravadísimo.) Según Gore Vidal, a partir de Un tranvía llamado deseo (Sí: Marlon Brando y Vivien Leigh) el cine industrial empieza a promover el cuerpo masculino como exhibicionista objeto del deseo femenino (y etcétera). Entonces empieza la moda óptica del dese. Las insinuaciones del pantalón, del short, de la tanga. Tanga para que se entretanga. Ganga para Rarotonga. Sport wear, surf wear, body tank, tank suit, Lycra cycling shorts, Lycra fitness shorts... etcétera, etcétera.

Y uno viaja --ahorita, en metro, a mediodía, sudadísmo, con un chorro de sudor por la rayita-- en la época calurosísima de la ciudad, sin poder evitar los anuncios teotihuacanos de lociones, "lencería íntima", "toallas íntimas", perfumes, trajes de baño, jabones, shampoos, alcohol, turismo, pantalones, sport wear, surf wear, gym wear, dancing wear, sex wear, calzoncillos y sus braguetas que ocupan sus andenes. Shortsitos y pantalones untados como condones.

--¡Imbécil! ¿Qué no se fija? ¡En dónde lleva los ojos!

Las desas llegan a su maduración también en la época calurosa. Las revistas de modas anuncian diosas esbeltas y opimas en bikinis (inventados en 1947). Pero en la ciudad deben conservar pudor y compostura. Aun en época de calor, las mujeres se cubren lo suficiente. Se administran, saben: el antiguo juego del abanico de te enseño y ya-no-te-enseño. Aunque desde luego, no faltan las aceleradas que se lanzar a la acrobacia de la moda y el pudor, a lucir el modelito más audaz de esta primavera. Y llevar las desas como si nada, al fin y al cabo una va vestida, ¿no? Aunque los tirantes flojos dejen caer un poco las copas del brasier, o haya que rellenarlas con algodones. Una viuda sin sostén, fue una película taquillera del cine mexicano. Las modas del calor deshojan su margarita: enseño mucho, enseño poco, lo enseño todo, no enseño nada, nomás una fumadita de desnudez, ahora sí ahí va todo mi resto...

Vestirse en esos casos es la mejor manera de ir desnudo. No hay chavo más encuerado que el que lleva sus skintight pants --"esas mallas como de lycra, uta, reuntadísimas"--, ni chava más floridamente encuerada que las de las falditas-cinturón de lambada. Y cuántas desnudeces de fibras sintéticas y colores detonantes se pasean por las playas subterráneas de los andenes del metro Hidalgo o La Raza; poco les falta para tender la toalla allí, en el piso, entre la multitud --una muchedumbre de Caleta en Semana Santa--, y ahora sí, resplandecer como el cuerpo manda. Pero si no, ahí están las calles, y la ropa abreviada y ajustada bajo el calor seco de un trópico asfaltado, sí, pero con todas las cacerías de sensualidad, lujuria o simple campeonato de quien las (lo) tiene mejor.

Los chavos no saben tanto ni se administran (todavía) con la sabiduría del enseño mucho, poco, nada, al ratito, de plano ahorita, mejor mañana, de las chavas. En cuanto llega el calor se quitan todo lo que tienen y enseñan incluso las lonjas y los kilos que no debieran. ¿No debieran? Fat is beautiful. ¡Cómo presume el sexo fuerte las barrigotas, las lonjotas, los chamorrotes, las papadotas apenas púberes, pero ya propias de matronas atragantadas de tacos y golosinas! El derecho masculino y matronal de tragar a lo chancho sigue impertérrito, a pesar de las modas slim. Los chavos enseñan y se rascan los desos sin la menor autocrítica, al fin y al cabo el ser feo --feo, pero enseñando-- es privilegio masculino, aunque nunca sobran unos lentes oscuros --para ver qué tanto me ves-- y un corte de pelo peor que punk --los punks ya son fresas--, peor que ultratechno: puro manicomio, puro manitechno.

El gran personaje de la ciudad en la primavera, el más visible, el más observable, siempre ocultado --embellecido, mitificado-- por las sugerentes, untuosas elasticidades de los bikinis, la tangas, los short, los pants, las bermudas, slim wear, gym wear, surf wear, pool wear, sunbathing wear, bathing suits, swiming suits, todo lo que con el pretexto de ocultar enseña más, es el cuerpo entalladísimo, a punto de explotar en ropas de colores explosivos, que se atreve a sus audaces perímetros y perfiles, con el gran pretexto de la moda, el calor, la juventud, el futbol, el deporte. ¿Que no hay buenas noticias en estos años infaustos? ¿Y los skintight pants qué? Los años de lo untadísimo. Lycra dick, Lycra guts, Lycra tits, Lycra bud. Calvin Klein: Athletic Underwear for Men, tan atlética ropa interior, que nadie necesita ponerse nada encima de ella.

Quienes carecen de imaginación creen en México que no hay primavera o verano sin Cancún; los chavos del dese conocen en el Distrito Federal de unas playas más recalentadas: las doradas azoteas con tinacos como palmeras y las chelas --en caguamas-- auténicas. El mar en la azotea. La azotea como Pacífico, la azotea como Atlántico, como Mares del Sur, como Mar de los Sargazos, como Costa Azul, como... ¿Qué el aire se ve sucio? Bueno, el aéreo mar de las azoteas urbanas está un poco empetroladito --pero también el Golfo de México, para no hablar del Golfo Pérsico-- lo que no espanta a los beach-boy de prepa privada o de taller mecánico, a los tritones de los gimnasios y de los rines. Palapas de azotea. Salvavidas sobre el tinaco. Astilleros de antenas de TV. Banderas de calzoncillos y fondos y lencería con encajitos que se orean.

--¡Que se ventile! --rugió la Tigresa, cuando explicó por qué nunca usaba calzones.

Es algo equilibrista la sombra del dese, se la lleva ambiguamente como si no fuera de uno, pero siempre se requiere de un bulto que enseñar, balancéandose como si no fuera la cosa, pero sí que fuera lo suficientemente larga y gruesa como para no acabar con el amor propio. ("Rosado y perfectamente cilíndrico", escribió en las décadas del reventón Severo Sarduy).

Tal privilegio, antiguamente monopolizado por los bailarines y los campeones de clavados y fisico-constructivismo, se democratiza a todo aquel que le entra a la onda de enseñar. Hace apenas unos años, cómo tronaron la Iglesia y las ligas de la decencia contra los hot pants que tan espectacularmente lucían las desas de las muchachas, y los ajustados jeans de los chamacos a la Elvis, con una entrepierna abultada adrede, y enfatizada con muchos tallados, hasta que quedara deslavada para anunciar el dese, cuya prepotencia había lijado esa parte del pantalón. El moderno derecho de enseñar como quien no quiere la cosa, mientras se lleva la carota seria e indiferente.

Lo que yo sé es que en cuanto llega el calor todo mundo saca sus desos y sus desas a los aparadores de la ropa untuosa y abreviada, y los anda balanceando, balanceando --busto, cadera, entrepierna-- en la ciudad hostil, como en un paraíso junto al mar, aunque todo ese mar no sea sino una barda, un andén, un camellón o parque, una azotea (1991).










A MI, MIS TENIS





Las estadísticas industriales dicen que la industria del calzado, y especialmente la de los zapatos real o decorativamente deportivos, consume más hule que cualquiera otra, con excepción de la de las llantas.

Y en efecto, los zapatos son las llantas de esa carcacha, carrito, carrazo o coche deportivo llamado hombre, que como placas lleva su registro federal de causantes, como parabrisas sus gafas o pupilentes, como motor sus ambiciones o marcapasos, como carrocería ese traje o esos jeans que se pretendieron deslumbrantes alguna vez y, en fin, como precio --esto de la inflación--, su kilometraje en años (que siempre disfraza) y lo cascareado o no de su aspecto, que suele a veces reformar con una manita de hojalatería llamada maquillaje y aun cirugía plástica.

¡Las llantas del hombre! No desde luego, las treintonas de la cintura: sino las juveniles de los pies, las meras goodyear. Si nuestra civilización no tuviera zapatos, y sobre todo zapatos tenis, y entre estos especialmente los enormes, los monumentales, los vistosos y modernísimos de fibras sintéticas, esos tenisotes como llantas de tractor o plataformas de misiles; esos pedestales industrializadísimos de la estatura supuestamente deportiva de los galanes, bueno, entonces, ¿qué glamour existiría para nosotros, pobres bípedos pagaimpuestos, sobre la tierra? Nike, Converse, Adidas, Vans, Reebook, Superfaro...

La historia de la decoración y del vestido ha pedido ayuda a la arqueología para encontrar vestigios de calzado --pero no de hule, no llantas; sino de cuero, como falsas pezuñas, o de madera, como falsos postes de telégrafo-- en Persia un milenio antes de Cristo, y que al parecer no llegaban sino al automático modelo originario, documentado en otras partes del mundo, de un simple pedazo de piel que como tamal enrollaba al pie de cualquier modo, con la ayuda de algún tipo de cordón; en Grecia y en Roma cundió el refinamiento del calzado, todavía de cuero, todavía atenido especialmente al tipo sandalia, pero los romanos instituyeron la distinción entre el pie derecho y el pie izquierdo (diferencia que, dicho sea de paso, Bernard Shaw seguía exigiendo en los calcetines aun bien entrado el siglo XX).

La Edad Media osciló entre el tipo mocasín (envoltura completa, de tamal) y la sandalia, pero en los siglos XIV y XV aparecieron los cuentos de princesas y de hadas, y tanto a hombres como mujeres les dio por darle a los zapatos puntas largas de cucurucho, que llegaron ¡al medio metro! Las puntas cedieron, sobre todo por aquello de los pisotones, pero no la fantasía con respecto a los pies.

¡Ah, los pies, las patas, las pezuñas! Las partes del cuerpo más despreciadas, con los codos, las rodillas y los sobacos. El arte, como lo dice Quevedo (que tenía pies feísimos), se tardó siglos en intentar redimirlos. La podofilia (por favor, podofilia con O, porque con E sonaría injustamente a flatulencia, y podía convocar a los legisladores en corrupción de menores), la adoración lubricona de los pies --a los pies de usted-- no es asunto antiguo, sino apenas rococó, del siglo XVIII, y quizás no sean sino Rousseau, Stendhal y Balzac quienes primero se tomen el trabajo de ensalzar los pies y los zapatos de sus héroes y heroínas, antes de llegar a Flaubert, que todo el tiempo se ocupa de ellos, y adoraba, y besaba, y estrujaba la zapatilla de Louise Colet.

Fue precisamente en el siglo XVIII cuando se convirtió al zapato (y más al de hombre que al de mujer, pues la zapatilla femenina generalmente no se veía, cubierta como iba por las faldotas que se arrastraban) en un palacio portátil: zapatos de piel o de tela, con encajes, cintas, listones, galones, y el oro, la plata, las joyas, los brocados.

Ahí nacieron los sueños del zapatito de cristal, del limpio y pequeño y celestial zapatito de la Cenicienta. Porque antes no, para nada: en la época barroca, se preferían las botas, como tanto norteño en México, que anda tronando los tacones de sus botas como si fueran espuelas, y contoneándose muy a lo vaquero aunque jamás pise el campo y se dedique a vender fayuca en un puesto ambulante sobre el asfalto.

La primera fábrica de zapatos, norteamericana, es del siglo XVIII, pero sólo cien años después, con la Revolución Industrial, con la invención de la máquina de coser y de la producción en serie, con el uso del hule y, en nuestra época, con la invención de las fibras sintéticas, se permitió el uso de zapatos --y hasta de zapatos a la moda, y hasta las llantotas muy acá, muy chidas, de los tenis-- a todo mundo.

Antes eran carísimos y efímeros y sólo de piel --huyan: bueyes, carneros, cerdos, ovejas, caballos, lagartos, cocodrilos, víboras y hasta gansos--, de madera, o de tela: sandalias, pantuflas o alpargatas, zuecos, mocasines (como forma generalizada de cómodo zapato suave y sin agujetas, es cosa apache del siglo XIX), "oxfords" ("zapatos de vestir", entre nosotros, tan poco imaginativos), botines, botas, y por fin, a principios de nuestro siglo, con la Revolución Deportiva, ¡las verdaderas llantas del hombre! ¡los tenis!

Así que cuando su chavo bien caliente o bien tibio o bien helado, pop o tecno, ethno o yuppie, junior o al ahí-se-va, rockero o fresa, insista en que quiere precisamente tales y no otros tenis super, uta, chidísimos, no se espante usted. No incluyen en su hechura, en su mito ni en su utilidad menos civilización que la que se requirió para labrar la Coatlicue ni para esculpir la Venus de Milo, no significan menos que el Quijote ni que una ópera de Wagner. Ni para reproducirlos en copias baratas.

Cada quien su rollo, y a mí, mis tenis (1991).

TERMINAL DEL NORTE






Sucede que te plantas, con tu charola de autoservicio: una comida, dos bolillos, el refresco de lata, en uno de los comedores de la Terminal del Norte, y piensas en el cansancio de la ciudad: el cansancio de salir de ella, de llegar a ella, de cruzarla, de pararse en una esquina a verla pasar; ¡qué cansancio esta ciudad!, te dices, y miras más gente cansada que corre al camión y se va parada, apretujada, tres o cuatro horas hasta quién sabe donde, en autobuses ruinosos y guajoloteros --ya no hay de otros, todo transporte de autobuses se ha vuelto un lumpentransporte, y a quien no le guste que se compre su phantom; miras más gente cansada que llega, baja a empujones, cruza a empujones la enorme terminal, y a empujones se medioarregla con los taxistas que cobran lo que les da la gana o se deja tragar por el metro (si es que no quiso optar por esa Pre-terminal del Norte que es el metro Indios Verdes), o a la vera de las polvosas y traqueteantes avenidas carcacheras se pone a intentar la imposible caza --tlaquéate a ese Ruta 100, o nos deja-- de camioncitos y peserotas.

Y dices: la ciudad es ceniza, polvo, cansancio: sobre todo, la ciudad es pobreza: los puestos ambulantes de la pobreza, los baños sucios y descompuestos de la pobreza, el olor a mierda y a basura de la pobreza urbana, los boleros de la pobreza, los raterillos de la pobreza; todo es pobreza en la enorme esplanada o desembocadero de la Terminal del Norte, debidamente protegida por una imagen de yeso bien colorida de la Virgen de Guadalupe. Nuestra Señora de la Miseria.

A la Ciudad de México no se llega de golpe. Eso es recurso cinematográfico para abreviar anécdotas. Nadie llega así, como Simplemente María, con su cajita de cartón y sin saber nada de nada a mirar como estúpida en los andenes para todos lados; se llega poco a poquito, a casa del tío o del hermano o del compadre; la Ciudad de México es cosa de colinas, de cañadas, de barrios lejanísimos que poco a poco se van conociendo, y nada más, porque no es una ciudad para conocerla ni caminarla: es para peserearla, rutacientreparla, trolesangolotearla y metrocruzarla: de repente, cansado, ajetreado, magullado, llegas a tal parte y ya. Se va llegando a la capital. Y una vez --la buena-- uno decide que, a pesar de todo, has llegado para siempre. Detrás de todo chilango, hay un provinciano que ha progresado, o que ha escapado de un lugar o de una situación peores de las que la Ciudad de México ha terminado por ofrecerle. Mamasota fea y terrible --si se quiere--, pero madre que no discrimina, la capital.

Entonces uno ya es el zócalo y catedral y la fayuca y la Merced y Chapultepec y la Diana y la Villa y puede ver todos los canales de televisión.

Y ves que aquí, en el mero Defe, a la gente le gusta sentirse bien guapa. En la Terminal del Norte distingues a los que salen de los que entran, porque los de aquí andan más lavaditos, más peinaditos y con ropa menos pasada de moda. La ciudad contagia a todo mundo de las pretensiones de actrices de televisión: las sirvientas bautizan a sus hijas como Jennifer y los chavos que lavan carros agarran meneaditos de Michael Jackson. ¡En cambio los que llegan a la Terminal del Norte! Están urgidos de un propedéutico del Canal de las Estrellas. O al menos de una cepilladita. Todavía creen que la moda es José José --y hay algunos cuyas fachas son tan paleolíticas, que sugieren a Javier Solís... o de plano a Carlos Lico.

Sentado en el comedor ves pasar a todos los apresurados de la ciudad. Los que van y los que llegan. Son incesantes, insistentes. La conquista de la ciudad es algo que se logra muchas veces, con tosudez y mucho cansancio. Hay que conquistarla una y otra y otra vez, calle por calle, rumbo por rumbo, y no descuidarte porque en cosa de meses todo cambia y todo te olvida, y vuelves a llegar a la Terminal del Norte como por primera vez, a preguntarte si en tal inmensidad habrá un lugarcito para ti.

Es como una gran pila de bautismo, esta multitudinaria terminal. Y no deja de aceptar a todos, con sus muecas sucias y frías, polvosas y medioagresivas, que pronto uno sabrá que no son, qué va, tan altaneras. No es que la ciudad les ponga mala cara: es que ya es por sí un poco malencaradita. Es que la Terminal del Norte no tiene tiempo de andarle dando los buenos días ni las buenas tardes a todo mundo. Ahí vienen más, ahí vienen más. Hay capital para todos. Nomás lléguenle.

Y el que sale, sea quien sea, sabe que regresará. Por esta puerta nunca se deja de pasar. Suena chistoso que alguna vez no haya habido Terminal del Norte --ninguna de las terminalotas actuales-- sino infinidad de terminales particulares de cada línea de autobuses, perdidas en el centro o en Tacubaya... eso era todavía en los sesentas, una década tan remota como Javier Solís o Carlos Lico. Entonces sí que el Defe no tenía puertas, sino su laberinto del centro, y uno llegaba directamente a cada calle extraña, a cada edificio viejo improvisado como terminal de autobuses (1990).

SE ARREGLAN NOVIAS
(SOMOS INSUPERABLES)




El día de tu boda vuélvete una flor, pero de papel maché, les diría a las muchachas un publicista de Casa de novias.

USTED BUSQUESE LA NOVIA, NOSOTROS SE LA VESTIMOS

Los aparadores de las casas de novia ya no saben qué más inventar para el día de tu boda. Los vestidos de novia son más que flores, más que ángeles, más que pasteles de merengue.

Un sentimentalismo de respostería habla de olanes y tules y rasos y sedas y terciopelos y plumas y pañuelitos bordaditos y todo tipo de plásticos para hacer un arreglo floral monumental de la que entregará su flor, tan multiplicada y adornada y publicitada desde su atuendo de marcha nupcial.

BLANCA Y LLORANDO VA LA NOVIA

¿Es realmente vestirse lo que hace la novia o más bien se está envolviendo para regalo? "Economicemos, vida mía, dice el novio pragmático, y el día de nuestra boda llega a mi cuarto nada más así, con un moño y envuelta en papel de china". Si no llega de blanco es que no se regaló en papel de china, sino nomás en papel estraza.

Si el traje de novia ha de simbolizar la pureza que se entrega, bueno, pues qué purezota tan barroca, olaneada y proliferada, como col o lechuga --orejona o romanita-- con todo tipo de géneros y bisutería.

El traje de novia es como una Fuente de Petróleos o un Monumento a la Raza de la pureza.

AZAHARES PARA TU BODA

Si el traje de novia, por el contrario, ha de obstaculizar o dilatar la entrega de la pureza, y hace del laberinto de adornos un laberinto de trámites exasperantes para el novio, en algo más se parece a la burocracia: cuando el vaporoso y lustroso vestuario quede hecho bolas por ahí, confundido con el sobrecama, alguien se preguntará: ¿Tenía caso tanto trámite?

Bueno, claro que sí. Dijo Pedro Almodóvar: "El matrimonio es una institución fundamental para la existencia de los trajes de novia". Y en este mundo imperfecto, las familias saben y lo están pensando mientras ponen ojos de mochería frente al altar, muchas cosas se perdonan, pero ¿el traje blanco? Ni pensarlo. Es quitarle al novio su pastelote de cumpleaños, su oportunidad de echarle un soplón y arrasar de golpe con todas las velitas. Es dale el manjar sin el mantel ni la servilleta.

LA EPISTOLA DE MELCHOR OCAMPO ES EL TRAJE DE NOVIA DEL LIBERALISMO MEXICANO

A las novias se las viste un poco como Blanca Nieves, otro poco como Cenicienta y un mucho como las muñequitas de dulce que las representan en sus pasteles amerengados de varios pisos, que a su vez parecen trajes de novia. Porque el día de tu boda es todo un cuento de hadas, acaramelado y lleno de comerciales, como final de telenovela.

Los azahares con todas las haches y aes del mundo. Ramos, arras, lazos. Todo lo que sea nacarado, plateado, cristalino, azucenado. Hay que llegar de blanco, con novias de blanco, y algo de blanco en las solapas del novio que, como el gato antes de asaltar la jaula del canario --así y, a la moderna, se haya comido la torta antes del recreo--, se relame los bigotes.

REINA POR UN DIA AL PIE DEL ALTAR

Los trajes de novia funcionan como aperitivo, según unos, para que el muchacho le entre al banquete de bodas con más ganas; y según otros, como recuerdo no sólo de la doncellez y pureza invertidas, sino también de la esbeltez perdida, la limpieza olvidada y los aliños que ya para qué, tan sobreactuados precisamente por ser los últimos: después de quitarse el vestido de novias, chicas, ¡a tragar y a afodongarse!, que los que Dios unió..., podría exclamar un fabricante de tlacoyos y mermeladas.

EN LA COMPRA DE SU VESTIDO DE NOVIA LE REGALAMOS UN MANDIL

Los grandes almacenes ofrecen el servicio "A la novia, lo que quiera: va la casadera a la tienda, escoge todos los regalos carísimos que se le antojan (y que hagan juego entre sí) y conforma un lote al que pone su nombre; los amigos y parientes y demás son avisados entonces de que hay que ir a tal almacen y escoger cuál(es) de los regalos eligen pagar. La tienda envía luego el lote de los objetos pagados a la novia, que confronta agenda en mano quiénes sí se discutieron y quiénes no. La completa satisfacción de los deseos.

***

Pero no basta comprar, carísimo, todo el set nupcial. ¡Hay que ponérselo! Peinado --otro pastel de laca y rizadores-- y maquillaje y arreglos de última hora.

Durante años era el vestido de novia el mayor teatro de las familias, con su nerviosismo y corredero de ayudantes de tramoya y utilería al borde mismo del, je, estreno. Y había quien comparara los trajes de novia con los pomposos telones de teatro, que había desde luego que descorrer para que comenzara la función.

Entonces no sólo se vendía el vestido, sino el servicio de vestir a la novia. Se lee todavía en algunas de esas tiendas: "SE ARREGLAN NOVIAS". Y más de alguna chica intrépida o apresurada reflecciona que ojalá fueran arreglos más a fondo, como los trutrús interiores que con hilos de vísceras de animales tejía la famosa celestina para restaurar hímenes. Pero no: se trata de la coronita y el ramito y los pasadorcitos y el corsé y la crinolina y los guantes y el brocado, y que no se vaya a manchar de grasa de quesadillas de huitlacoche --los nervios abren el apetito-- media hora antes de la fotografía... Esa fotografía que primero luce en la sala como: "Por fin llegué" o "Al fin se me hizo", y poco después: "Aunque no lo crean, así fui alguna vez".

DESVISTASE CON CUIDADO (¡QUE SE LE PIERDE LA PERSONALIDAD!)

Quizás la época de oro de las novias fueron los años cincuenta. La gran industria del vestuario, la celebración y los regalos de boda. En todo el país se acostumbraba el rito, documentado por Salvador Novo en La culta dama, de organizar en casa de la novia galerías de regalos: se exponían, debidamente envueltos en transparente (época del celofán) y con tarjetita del donante, como si fueran vestidos de novia, todos los regalos, de modo que se ponía a competir a todos los amigos y parientes en quién era el más despilfarrado y el más avaro. Proliferaban los regalos inútiles de cristalería y porcelana, que luego había que revender en tiendas donde "SE COMPRAN REGALOS DE NOVIA".
Hay quienes venden enseguida el estorboso vestido; otras que nomás lo alquilan; muchas que nomás se lo imaginan. Total: ¿qué es un traje de novia sino un traje de quince años recalentado? Y a las chicas que no les tocó ese envolverse de regalo para nadie que es el vestido de 15 años, no se preocupen, les diría el Hada Madrina, ¿qué cosa es un vestido de quinceañera sino un vestido de primera comunión con merengue de fresa? Y si a esas vamos, ¿qué cosa es el vestido de primera comunión, sino un vertical ropón de bautizo? Los olanes, los moñitos, los tules, los rasos, los encajitos, las sedas, los azahares: "era llena de gracia como el Ave María/ quien la vio no la pudo jamás olvidar".

¡QUE EL DIA DE TU BODA EL AVE MARIA ME DEJES CANTAR!

Porque no bien la novia se ha deshecho del traje, o lo ha metido en una bolsota de plástico arriba del closet, entre las maletas, y se ha decidido a desempalagarse de tanto turrón blanqueado, cuando ya llegó el ropón del bautizo.

No faltará la feminista radical que proponga aprovechear el rito de los perfumes y el merengue para hacer todo un happening de protesta, y se presente al altar de blanco, pero en bata, y con tubos y chanclas de peluche blanco (con cabecitas de payasito en la punta), con bolsas de mercado, tres chilpayates tiznados, un ojo moro y una anticipada demanda de divorcio. Sería algo desde luego más "auténtico", "real", "natural" y desde luego más que premonitorio.

Ah, piensa alguien más moderado, con que algo de neorrealismo a la mexicana supieran las modistas de novia, harían modelos más congruentes: por ejemplo, en la larga cola del vestido que entra arrastrándose majestuosamente --¿quien-eshhh-mirreina?-- a la iglesia, podrían prender unos letreritos muy monos, muy bordaditos, que dijeran: "SE VENDEN PASTELES", "SE LAVA AJENO", "SE VENDEN MERMELADAS" o ya de plano "SE APLICAN INYECCIONES".

En la repostería nupcial este tipo de letreros no se vería del todo mal, ya estamos acostumbrados a leerlos en los palacios aristocráticos, porfirianos, del centro de la ciudad, devenidos vecindades.

"SE REMATAN CANARITOS" (1990).

EL CIELO DE LOS RICOS




Para los ricos --y para quienes sin serlo, lo pretenden-- el cielo tiene ofertas gerenciales como aparadores de cocinas integrales, con amplio despliegue de modernidad e higiene, confort y eficiencia mercadotécnica.

El cielo Westinghouse, IBM, General Electric, Texaco. Mercado de Valores de indulgencias con fondo revolvente. La aseguradora universal de los nueve primeros viernes. Un ofertón.

Aparte su condominio en el empíreo, con terraza, con hidromasaje, en barrio exclusivo, con derecho de apartado para los tedeums de los serafines.

(Te lo puede apartar papá con plegarias y obras benéficas a tu nombre; tu abuelita ya te dejó una herencia de dorados y concha nácar en el Más Allá.)

En esta tierra se pide del paraíso del Señor la confirmación de que la división entre riqueza y pobreza es la evangélica de los hijos de la luz y los las tinieblas, y los de la luz tienen razón de sobra para estar agradecidos; también se le agradece el establecimiento del consenso social que permite y asegura los privilegios terrenales, pálidos anticipos de los mayores que se esperan después.

Uno no es tan rico ni tan clasemedia ni tan decente si previamente todo el firmamento no lo sanciona, con sus prestigios divinos. Ese cielo vuelve no sólo legales, sino sagrados, a la propiedad y a los propietarios.

No es por ello la de los ricos una religión histérica ni inventiva: es un cielo burgués, desahogado y seguro, con alarmas contra robos y policías armados a la entrada, pero también tiene sus recepcionistas guapas, sus ejecutivos de cabello corto.

Aquí no hay rodillas despellejadas ni mandas extravagantes: todo es nice, razonable: un edén de autoservicio, y ahí va uno con su carrito escogiendo, por las envolturas, por la moda, por el status, virtudes y preceptos que siempre sientan bien, que si el paquete de AMOR + CARIDAD por acá, que si el de ESPERANZA Y FE AL PRECIO DE TEMPLANZA. Oferta válida hasta...

Pero que no se pongan en entredicho los privilegios terrenales porque entonces ese cielo de la riqueza se vuelve beligerante, armado, con san Rambo y san Al Capone; cuando los hijos de la riqueza deben defender su primogenitura divina contra los hijos de la pobreza, a ese cielo le salen episodios del Far West y John Wayne impone a tiros a su Dios iracundo en cinemascope. ¡Los obispos en armas!

La burocracia celeste de los ricos esconde milagrerías y sinsentidos arcaicos y aparece casi de traje, casi con shampoo, casi con portafolios, para mantener la unión de la Escala de Jacob que conduce más allá de las nubes los prósperos negocios de este mundo. Triunfa aquí y reinarás.

Los ángeles son producto del éxito, y las madonas y los pantocrátores son deidades ejecutivas que evalúan al personal en su reglamentario consejo de administración. Es un cielo de clase de religión en exclusivo colegio privado, donde no se enseñan supersticiones ni cielitos de viejas beatas, de tullidos de atrio ni de indios o campesinos imaginativos, sino una espiritualidad moderna, sport --tenis, blazer, lentes oscuros--, razonable, tecnológica.

Un rosario pregrabado, un viacrucis con rayos lazer, una videomisa, una confesión por fax, un viaje para ver al Papa Superstar con todas las deferencias y comodidades de los católicos de primera.

Vamos, el cielo de los ricos es como el México de los ricos que las veinticuatro horas del día anda vendiendo Televisa por todo el mundo, según declaración de Emilio Azcárraga.

Toda la ideología mexicana se condensa en comprender que cada quien tiene el cielo y la patria que se puede pagar. Y no otros. Porque ahí le vienen la tira y el infierno (1990).
EL CIELO DE LOS POBRES




El cielo de los pobres, en cambio, es bajo su aparente colorido pintoresco triste, turbio, ruidoso y exasperante. Sólo está bonito para los turistas.

¡El sonsonete de las beatas arrastrando como plañideras la rutina del rosario, pero con una necesidad tal de rezarlo, como si su único derecho sobre la tierra fuera el de rezarlo, como si no tuvieran otro espacio en este mundo que un rincón de la iglesia bajo la mirada de una Virgen aséptica o de un Cristo atormentado! Y en efecto, pocas situaciones les dan más plenitud y densidad a sus existencias que el rezo y los ritos de la iglesia.

Es un cielo tenso el de los pobres, continuamente jalonado por situaciones invivibles y manipulaciones groseras.

El cura ordena, ordena. Denuncia réprobos, señala pecados y demonios. En este país donde todo burócrata se atribuye la representación de la nación entera para sus caprichos, los curas gozan el cheque en blanco de la divinidad. Dios es lo que yo digo y punto, ¿y quién va a contradecirlos? ¿Quién sí se ha ganado respeto social? A balar, feligreses, en rebaño. El Divino Pastor.

Es un cielo naif, infantil, lleno de milagros y portentos de pueblo, de aguas prodigiosas y veladoras redentoras, de estampitas mal impresas y estatuitas de yeso invariablemente rajadas.

Tiene que ver con el mismo panorama humano y cultural precarísimo de los mercados, de los barrios insalubres, de los curanderos de esquina y brujas y limpias y hierberas y zonas rojas a la orilla del desagüe; es la misma precariedad multitudinaria de las cantinas y los cines que exhiben La nalgada de oro y Un macho en la tortería para edificación del mismo público que horas antes fue a misa y escuchó de los párrocos una cultura, un idioma, un ingenio, un criterio y un humor no superiores a los del cine ni de la política nacionales.

El día de mercado, en la plaza de los pueblos, tienen mucho en común los merolicos de fuera del templo con los de adentro.

El cielo de los pobres es un cielo insoportablemente servil con los curas y con los santos, de plegarias con llanto, de castigos físicos, de creencias exorbitantes, de supersticiones desesperadas. El cielo del ¡ay!, el infierno del crujir de dientes, el paso adelante a las llamas y la imposible nostalgia de la pureza en una muchedumbre pobre donde todo, según la Iglesia, es pecado: cada instante de los arrejuntados es lujuria del demonio, cada borrachera, cada acceso de ira, cada transa... No hay reglamentación más carcelaria que la de los pecados católicos, ¡si no se la pudiera uno saltar con el soborno de la limosna, su veladora, sus florecitas, o de los arreglitos muy aca, en secreto, sibilantes, sin que se entere el cura, entre Diosito y yo, la Virgencita y yo, san Cayetanito y yo...! Pero estos tratos clandestinos son desautorizados furibundamente por los curas, que ven en ellos el peligro de quedarse sin chamba. Un cielo sin curas sería como una Secretaría de Hacienda sin cobradores de impuestos.

Y a la vez, el de los pobres es un cielo absolutamente acaramelado. Abundan las flores, las veladoras, los globos, los listones, el papel de china y lustre, los santos con caritas que son una chulada, ojos pestañudísimos, boquitas pintadas, chapitas de mordisco y una ropita peor que de quinceañera, y tienen cada miradita de telenovela...

Es un cielo poderosamente existente, a veces más existente aun que la vida real, por la densidad que le otorgan sus creyentes nerviosísimos. El cielo de los pobres alza iglesias de oro sobre creyentes que viven en pocilgas... pero en realidad habitan en ese oro de cortes de ángeles y vírgenes, del falso castellano pomposo y zarzuelero ("Sollozaréis y crujiréis en el averno"); ese cielo de relumbrones de hojalata y elaboradas flores de plástico es --según los sermones del cura-- una eterna triufulca de réprobos y probos agarrados del pescuezo por tal dogma, por tal ley, por si el sexo, las sectas, los gobiernos, los bailes lascivos, los diezmos o el pescado.

Es un cielo de santos caballeros medievales, de mártires romanos y órdenes angélicos persas, griegos o sirios, ya claramente legendarios hace centurias, que recobran una densidad y una eficiencia abrumadoras. Porque cuando la realidad falla --y en México siempre falla-- el cielo crece, y crece, y proliferan los ángeles de yeso y las novenas, los insultos a los creyentes en otras religiones y hasta en diferentes santos, y a los "tibios" que sólo quieren que el cura haga lo suyo, por lo que cobra, y no se meta en lo que ni le toca ni entiende; entonces también crece cualquier capricho del primitivo cura que alza su poder terreno-celestial, ante el bien ganado desprestigio de la burocracia política.

Los curas fingen una amanerada bondad con el filigrés, un acaramelamiento con sonrisa de "mi hijito, mi chiquitito", y ya entonces la crueldad de los manipuladores de cielos e infiernos, vicios y virtudes casi ni se nota. Y aunque se notara. ¿Qué otra cosa hay en qué creer, en qué pesar, a partir de cual ordenar la desordenada vida diaria, la inexplicada pobreza, la larga crisis? ¿Que si la Constitución, que si Juárez, que si Cárdenas, que si qué?

Cómprese mejor su santito bien milagroso. Póngalo encima de su televisor. San Martín de Porres se ve especialmente adecuado sobre la tele a la hora de Simplemente María, y san Martín Caballero adquiere múltiples tonalidades policromas cuando pasan los velocísimos comerciales de Coca-Cola (1990).

TREINTA Y TANTOS






Uno de los aspectos que más claramente diferencian a los actuales países pobres de los ricos, es el del predominio de la población juvenil, e incluso muy y demasiado juvenil en los subdesarrollados, y el de la población adulta e incluso muy y demasiado madura en las potencias industrializadas.

Es un panorama común, en esta segunda mitad del siglo XX, ver florecer con toda naturalidad los cuerpos jóvenes en ciudades ineficientes, sucias y proliferadas de mendigos y vendedores de cualquier cosa, y echar de menos ese florecimientos en las ricas ciudades organizadas, donde todo mundo parece tener cara de ejecutivo de treinta y tantos --unos treintaytantos que pueden ser casi sesenta. Aquí se trata de otro florecimiento, de boutique: una juventud artificial, rebuscada, manufacturada.

El control de la natalidad, aunado al nuevo derecho de seguir gozando de la vida después de los treinta y tantos, es asunto de la segunda mitad del siglo XX. Las señoras de países ricos ya no quisieron ser meras mamás a los treinta y tantos --tradicionales matronas de traseros y senos voluminosísimos, delantal, tubos y pantuflas-- sino eternas muchachas exitosas, con todo un arsenal industrial de embellecimiento, y otro tanto ocurrió con los hombres; dos hijos llegó a ser suficiente, luego, demasiado; muchas parejas de plano se preguntaron si realmente de veras todo mundo tenía la obligación o el derecho de tener hijos. Se alcanzó el grado cero de la paternidad. ¡Ah, la juventud eterna! Las cremas, las dietas, la cirugía, los gimnasios, los deportes, los clubs: uno podía seguir siendo joven --treinta y tantos-- para siempre. Muchos países ricos han dejado de crecer, otros están decreciendo --y repoblándose a regañadientes con inmigrantes subdesarrollados, como los árabes, griegos, turcos y excomunistas en Europa o los latinoamericanos en los Estados Unidos.

En los países pobres la juventud --esa mercancía moderna-- no es una joya tan preciada. En la pobreza, o al menos en la limitación --y sobre todo cuando esa pobreza o esa limitación se dan en sociedades autoritarias, con muchos curas y muchos policías, con firme tradición patriarcal y matriarcal--, ser joven no es tan gran cosa. Los chavos quieren dejar de serlo, porque los maduros lo acaparan todo: trabajos, dinero, poder, coches, y hasta las menores oportunidades de pasarla rico ya no digamos todo un week-end, sino una simple escapada. Y los muchachos pobres envejecen pronto: malos trabajos y tratos, inseguridad, tragos y comilonas paupérrimos pero engordadorsísimos, tedio, desilusión... Es mejor llegar pronto a ser el jefe, la jefa; el ñor y la ñora. En algunos países y zonas ricas puede sonar halagüeño que a un Señor Treinta-y-tantos le digan, todavía, "joven", nomás porque anda de tenis y en pants y con un corte de pelo de "estilista", para disimular la calvicie precipitada; en otros, de plano no: decirle a alguien "joven" --garçon, mozo, G.I.-- es como seguirle diciendo criado, escuincle, gato: no, en ciertas zonas se ambiciona más el Señor, y hasta el Don.

¿Que la juventud --"divino tesoro"-- es lo máximo? Ya lo sé, como lo sabe cualquier anunciante de calcetas o calzoncillos. Pero más sabía André Gide: "Si la juventud supiera, si la vejez pudiera". Uno es tan joven como capacidad material de ejercer su juventud tenga: sin un peso en la bolsa, nadie es joven, sino un pobre diablo. Y en el interregno de los treintaytantos, hay todo tipo de oportunidades para parecer de mayor o de menor edad, según la panza, la calva, el humor, la úlcera, los divorcios, la religión, la política, lo que sea. Y hay en este juvenil siglo XX una admirable aristocracia de treintones que se dedican a prolongar su adolescencia hasta que, ni modo, les llega la fiesta de los cuarenta años. Todavía algo se puede hacer, entonces, con un poco de ejercicio y una manita de gato, pero esa juventud cuarentona se ve --como en una canción de Luis Miguel-- como una flor artificial, una magnífica juventud industrial, con patente y etiqueta.

Los países ricos, y las zonas ricas de los pobres, resplandecen de estas magnolias de gimnasio, los golden cuarentones que se esfuerzan por dar facha de gente de treinta y tantos que parezca casi de veinte. Pero en los países pobres el truco industrial no sale tan bien, no pasa la prueba tan impunemente como en Suiza o en Alemania. Y es que por todos lados, con tamaña espontaneidad, surgen cientos, miles, millones de chavos auténticos con su desprotegida juventud verdadera sin mayores oportunidades o instrumentos materiales para ejercerla. A veces el juvenil treinta-y-tantos, elegantísimo, se siente un poco cohibido cuando el severo adolescente lavacoches del estacionamiento le dice: "Ya está listo su coche, joven". El Treinta-y-tantos, entonces, contesta al trepar a su automóvil del año, con toda la boca: "Muchas gracias, señor".

Cada quien es tan joven o bello o inteligente como puede pagárselo. Y buena parte de la inversión de los adultos afluentes del mundo moderno se dirige a eso, a comprarse una juventud manufacturada, como de dama o galán ya de "edad incierta" que anuncia un shampoo fresquísimo. "Es un pequeño lujo, pero creo que lo valgo", dijo, jovensísima y septuagenaría, María Félix, La Doña (1991).

LOS MUSTIOS TAMBIEN CONTAMINAN




Ahora que al fracaso de las ideologías relativamente racionales y optimistas, como el socialismo, la teología de la liberación, la contracultura, la permisividad sexual, etcétera, han venido a suceder los monstruos de las ideologías irracionales de la prehistoria --militarismo, fanatismos religiosos, étnicos y regionalistas--, asistimos también al surgimiento de un nuevo prócer: el mocho como demagogo, el beato como predicador, el mustio como héroe y el desganado y acedo como el modelo del buen ciudadano.

El prócer del fin del milenio se dedica a fastidiar al prójimo, a quitarle el cigarro al de junto, las copas al de atrás, la droga al de adelante --cada quien llama "droga" a los vicios de los demás, y "virtud" a los propios--, el coche al de la izquierda (sólo hacen daño los coches de los demás), las bolsas de plástico al de la derecha, las ganas sexuales al de por acá, la gula al de por allá. Se trata de que todo es ¡no! y de que aquí no se vale nada de nada, a fin de lograr el Paraíso de los Mochos que quisieran, como diría el poeta Antonio Cisneros, "el orden de la tierra perfecto como una tía vieja".

El mundo abrumado de regañones. Como ya no hay grandes soluciones para nada, prolifera todo tipo de coerciones cotidianas. Cuando las ideologías relucían y sobraban los profetas y paladines del "cambio" y la "liberación", se acuñó la frase prudente: "Y luego, ¿quién nos libera de nuestros liberadores?". Ahora yo me pregunto: ¿y quién nos va a descontaminar de los que nos están "descontaminando"?

¿Quién nos va a limpiar luego del tonito chirle de la hipocresía televisiva, de la cara de monaguillo escandalizado que ponen los locutores de televisión, cuando nos anuncian, con el gesto de que ocurre un terremoto, no los cientos de miles de muertos en las guerras ni los millones de desempleados, sino que otra estrella del deporte fuma mota? Ya sólo se valen las malteadas de fresa. Se diría que lo malo no es pecar, sino cometer pecados fuera de moda. Yo siempre he preferido a un borracho que a un desemborrachador del prójimo. No hay mayor pecado que el de andarse erigiendo en atildado redentor de los demás.

Ni hay nada más contaminante que la falsa virtud, el falso patriotismo, la falsa salud, el falso lenguaje, la falsa buena conducta. A esos también hay que temerles, y no sólo a las petroquímicas y narconegocios, al ozono y al "efecto invernadero". Ya estamos sufriendo la insoportable contaminación del "efecto confesionario" --todos con falsa carota de arrepentidos y enmendados, pidiendo falso perdón de cualquier cosa-- de los oportunistas descontaminadores oficiales u oficiosos del prójimo. Llegaron los mustios a imponer su ley.

Que se nos libre de semejantes formadores de la moral pública. De este patriotismo de mochería almidonada e impune, que presupone que todos los pecados se valen, menos los que ha demonizado alevosamente el poder en estos años: de todos los pecados del mundo, sólo los "contaminantes" e "insalubres" son feos. Especular, defraudar, producir pobreza, engañar, chorrear el país entero de cursilerías y medias verdades como atracos completos, sí se vale; pero haga usted como que siembra una flor, arrebátele el cigarro de la boca a un fumador, la copa a un borrachín, el toque a un grifo, y denuncie a los vecinos que le caigan mal por drogos y a los nacos sin drenaje que empuercan el ambiente. Ahí sí que está la santidad. Ben Johnson, Sugar Ray Leonard, Maradona, ¡fuchi! Pero que vivan las industrias militares que armaron tanto a Sadán Hussein como a sus enemigos.

La última década del milenio es propiedad de los vociferantes sepulcros blanqueados, que han encontrado en la estridente gritería oportunistamente "ecológica" y "saludable", un medio eficaz de desviar la atención de los grandes crímenes: de la industria de las armas y de la violencia, de la especulación financiera, inmobiliaria y mercantil, de las estafas industriales, del terrorismo informativo, de la corrupción de las instituciones democráticas, de... Hablar de todo esto ya no tiene caso, es asunto del pasado; ahora sólo hay que espantarse de que un campeón de box haya fumado mota.

Más que ningún otro crimen público, me indigna la corrupción y el trasiego de la verdad, precisamente por los testaferros de quienes más la corrompen. Pero en realidad, nada ha cambiado: hace unos cuantos años, veíamos cómo los poderosos más corruptos se llenaban la boca de palabras patrióticas, liberadoras, democráticas, populistas y hasta socialistas, para mejor saquear a los demás; ahora, con idéntica intención --y mayor impunidad-- hacen otro tanto con el decálogo ya no de Marx, Freud, Reich, Laing, Russell, Sartre, Breton, Marcuse, Baldwin, etcétera, sino de la tía Guillermina de Celaya: No fumarás, no beberás, no tendrás resultados positivos en las pruebas antidoping, harás como que te importan los árboles y las bicicletas, las envolturas reciclables (¡odiarás el plástico sobre todas las cosas!) y abominarás del sexo variado y sabrosito; evitando todo esto, puedes lanzarte a exterminar y a extorsionar a todo mundo (1991).

CUIDADO CON LAS TIAS


"Nunca pensé que la tía fuera un ser humano, nunca me pareció un hombre o una mujer. Sentí terror al imaginar que yo podía llegar a ser como ella."

Robert Musil: La tentación de la tranquila Verónica.



Con frecuencia, las "mejores familias", las "familias decentes", las "familias aplicadas", esas instituciones un tanto pedantescas y sobreactuadas en cuanto virtud y paz y buen avenimiento y perfección doméstica, despiden cierto tufillo de asepsia o perfumería exagerada --como de aviones o salas de hospital recién deseinfectados con spray de olor de rosas, o como florerías--; cierto orden frío y tieso de aparador con maniquíes en torno al antecomedor de una cocina integral de última moda de gran almacén: una perfección consumada como de sermón rutinario y melcochoso de día de bodas en una ceremonia que marea por su profusión de floreros y de cirios.

¡Oh, una familia perfecta, una familia, con mención honorífica, una familia "summa cum laude", una antológica familia como para escogerla para anunciar en la tele una nueva margarina o una buena mermelada!

Cuando uno se encuentra con semejante chulada, no hay que apresurarse en felicitar al buen marido, trabajador y empeñoso, hombre de bien, con sus instintos y deseos bien controlados, todo él volcado a su deber de paterfamilias; ni a la buena señora, que ha dado la espalda al mundo y a la frivolidad, y hasta a las telenovelas, para dedicarse de tiempo completo al cultivo de su humano jardín de exposición, de su prado hogareño de concurso; ni a los niños tan cachetoncitos y bien educados, que ni comen con la boca abierta ni parecen saberse --ni a los quince, ni a los veintiocho años-- ninguna de las tres mil majaderías que se vociferan en toda su calle. No hay que buscar a la abuela, ni a la imagen de san Cayetano, ni la Epístola de Melchor Ocampo.

Cuando usted se tope con semejantes familias de virtud con premiesote sólo hay que buscar a la tía. Ella lo ha hecho todo.

La tía es la profesional de la familia. Es al mismo tiempo la Secretaría de Gobernación y el Servicio de Espionaje de la Familia, el Comité de Buenas Costumbres y la vigilante y procuradora general de la vida doméstica. No es necesario que sea soltera ni viuda, no necesita carecer de hijos, ni siquiera necesita ser mujer --hay tías de todos los sexos y todas las edades--, simplemente necesita ser eso: una tía, una fanática del orden y la tranquilidad del hogar, una convencida de sus propias ideas y costumbres, una intransigente en cuestión de tradiciones y formas de vivir cotidianas.

Porque todo mundo sabe que papá y mamá dan con frecuencia el brazo a torcer, que con frecuencia siguen jugando a los novios querendones y andan de traviesos después de varios años e hijos, que se suelen tolerar recíprocamente demasiadas cosas, y frente a los niños, bueno, pues de repente de puro cariñosos se les cae la baba y los dejan hacer demasiadas diabluras y tonterías, simplemente porque muchas veces se vive con mayor alegría entre un poco de desorden y de manga ancha.

Aquí es donde entra la tía, el partido conservador del hogar, la fundamentalista de la moral, la que no perdona el zapato sin bolear ni el pantalón raspado; la tía huele el Desorden y la Disolución desde kilómetros, y en tal mohín o mala manera de sentarse de la chiquilla de ocho años prevé a la dama de malas costumbres que, en sus pesadillas, podría llegar a ser su sobrina a los veinticinco; y esto no la convence, y aquello tampoco, y no hay manera de hacerle risitas ni pucheritos ni ojitos ni decirle: "Entonces, ¿verdad que sí, mami?". Si la mami es el "ángel del hogar", la tía es la prefecta, la sargenta, la gendarme, la magistrada, la fiscal.

Hay tías tan perfectas, tan jurisconsultas, tan plenipotencias que pueden al mismo tiempo ser madres de cinco o seis hijos propios --a quienes crían, además, como si fueran sobrinos: nada de blanduritas--, y de todos los sobrinos de la parentela, y de inmediato se convierten en comadres de quienes se dejen, y ya andan movilizando, reglamentado, limpiando, espiando, chismorreando, regañando, puliendo, limpiando y dando esplendor a toda la cuadra, su cuadra de ahijados y de súbditos.

Cuando yo huelo demasiado de estas cosas en algún hogar, siento que en la foto de bodas de la sala ("en medio de nosotros, como un Dios"), falta la tía; que hasta sobra la pareja: con la tía basta. A veces se ven madres derrotadas o fatigadas: "Ay mijito, ve y pregúntaselo a tu tía".

Y cuando veo a individuos, o a mí mismo, excesivamente limpiecitos y virtuosos, dejando de beber y de fumar y de pensar y de reír y de relajarse y de pasarla bien, sólo preocupados en ser "buenos", en corregirse, en sacarse la medalla de buena conducta de su propia conciencia, les (o me) pregunto: ¿Y ahora quién es su tía? O bien: ¿No te estarás volviendo una excelente tía de ti mismo? (1991).

LA EDAD DE LOS PESADOS



En 1949 escribió André Gide sobre Joyce: "No es difícil ser atrevido cuando se es joven. La más bella audacia es la del final de la vida de una persona". ¡En mitad del camino de la vida! ¡La vida empieza a los cuarenta! Pero, ¿de veras comienza algo alguna vez?

Una cosa cierta puede afirmarse de la edad media o madura: es cuando la gente de poder tiene más poder y cuando la gente de dinero tiene más dinero, y sobre todo capacidad de ejercerlos. Luego, aunque los cargos y los estados de cuenta aumenten, los valores disminuyen: hay más compromisos, herederos, enfermedades, flojera, manías, arrepentimientos... El troglodita "macho de todas las especies" de que hablaba Lawrence es el gerencial hombre maduro de los cuarenta y cincuenta. Aunque esto de las edad muchas veces es voluntario, así sea como travestismo: hay escuincles esencialment cuarentones, hay ancianos que se las siguen dando de madurones a la bisoñé.

La precocidad en cualquier cosa, sin embargo, tiene sus consolaciones. Quien logró ser "atrevido" de joven acaso logre seguirlo siendo de maduro y de viejo, como el propio Gide, Stravinsky o Joyce, pero pudiera preferir retirarse a tiempo a cultivar su propio jardín. A final de cuentas, Gide en su vejez exageró bastante con eso de que "no es difícil ser atrevido cuando se es joven". Para empezar, siempre, a cualquier edad, es difícil atreverse; en muchos --sobre todo en André Gide, quien empezó a ser verdaderamente terrible después de la juventud-- es sobre todo duro el arrojo al principio, cuando se juega sin experiencia ni protección acumuladas; la mayoría de los jóvenes a quienes la vida les promete algo son radicalmente conservadores, la mayoría de los maduros ávidos son apabullantemente reaccionarios. Muchas veces la vejez es una liberación: quien ya luchó, hizo, triunfó o fracasó lo suficiente, puede atreverse a la comprensión, a la renunciación, a la tolerancia. Y quien ya se atrevió a algo, bueno, al menos ése alguna vez escapó de la banalidad del parasitario universal.

El triunfador de edad madura no tolera nada. Todo cuenta en la máquina registradora, todo es pérdida o ganancia, todo cotiza, todo es inventario. La civilización exalta esta edad porque, aunque sobrenade en kilos, arrugas, calvicies, colesteroles y tedios, es la edad en que se dispone de mayor arrogancia y de mayor liquidez. La edad de la tarjeta de crédito y de las secres sobre las piernas, y de las frases impertérritamente cursis sobre cualquier banalidad rentablemente conservadora. La edad de estar seguros. Quizás no sea entonces el mejor tiempo para atrevimientos de ninguna especie: la era del ejecutivo que, ni modo, hay que arriesgar (de otro modo, no hay éxito bursátil), pero riesgos sin atrevimiento, pura especulación según las normas tradicionales del menagering, del mercadeo, de cómo tener éxito y triunfar en los negocios. Ah, la Edad de los Pesados. La Edad de los Higadotes.

Los viejos y los jóvenes han de hacerse a un lado para que no los atropellen los middle-aged, presurosos, autosuficientes búfalos en su época más terrenal, en su reino más de este mundo. Facturas, pedidos, telex, teléfonos celulares, por favor comuníqueme urgentemente... La Edad de los Transísimas. Y si quieren participar en la estampida, entrar en el juego, jóvenes y viejos deben amadurarse: los yuppies se travisten en cuarentones prematuros, los viejos recurren a estéticas, clubes, gimnasios y tintes para dar la imagen perfectamente saludable, rentable, conservadora de Júpiter tras el escritorio de una compañía de seguros.

Los triunfadores maduros dicen que Dios crió el mundo cuando tenía cuarenta años y lo encuentran perfecto. O salen, como Leibnitz, con que creó, al menos, "el mejor de los mundos posibles". Los jóvenes y los poetas señalan, como César Vallejo, que tal creación fue una monserga: que a veces uno mismo, o un país, o una cultura nació "cuando Dios estaba enfermo", o cuando andaba borracho, cansado y distraído, y sus renglones le salían torcidos. Hay viejos que miran este mundo con humor y que fácilmente imaginan cualquier otro tipo de creación, ni más gratuita ni más inútil que ésta. La creación no es mejor ni peor, diría Goethe, y no hay mayor destino humano que vivirla. Son azarosos los éxitos y los fracasos. La vida de los hombres es una gratuita ilusión de metáforas.

Ah, pero los jóvenes y los viejos atrevidos tienen cada voluntarismo: "Hay que cambiar la vida", propuso el joven Rimbaud. Y pese al desastre europeo --ya estamos viendo que no sólo cayó el comunismo, sino la civilización y la composición misma de centenarias sociedades europeas-- quedan las canas barbas de Marx: "Hay que cambiar el mundo".

El hombre maduro no piensa en estas cosas: hay que hacer dinero, disfrutar a las secretarias, echar a un lado a los rivales y a los estorbos, que los años se vienen encima y... la sabia y cansada vejez castiga la prepotencia y la miopía terrenales y pragmáticas de la triunfal edad media del hombre, su frágil ilusión de mandamás, rey del hogar, paterfamilias, sábelotodo, seducesecres.

Hasta en las borracheras y en el amor, la Edad Práctica se vuelve tan pesada... Cuando los jóvenes o los viejos ven a estos Júpiter en la utilería de su triunfo mundano, hay un brillo burlesco en sus ojos. Los buenos viejos y los jóvenes verdaderos saben reír. Ahí está su victoria (1991).
LA MUJER DE PUTIFAR




Se ha señalado, acaso con excesiva insistencia, la fobia o el pánico que Thomas Mann tenía en sus novelas al amor físico, a la pasión carnal. Sus Buddenbrook prosperan y sobreviven mientras no aman demasiado; la heroína final, Toni, se salva precisamente por no haber encontrado tal pasión.

El amor rebaja, aniquila, caricaturiza. Mejor conservarse a la distancia, invisible espectador de los propios sueños irrealizados, como Tonio Kroeger en sus vacaciones nórdicas; o ver a la amada y al amor a través de la radiografía de unos pulmones corroídos, como en La montaña mágica.

Lo primero que hace el amor es caricaturizar al amante, como el tío libertino de Los Buddenbrook o el delirante Aschenbach de la Muerte en Venecia, sobre todo si insisten en el amor, a pesar de la vejez, de la fealdad, de su patetismo. En seguida, sin siquiera realizar su anhelo, desbarran en catástrofes a las que no se les ahorra ningún precipicio. En La engañada acaso la situación llega a su límite intolerable, cuando el amor se entremezcla con la menopausia, unos flujos sanguíneos que parecen fertilidad y resultan un tumor, y los delirios de juventud y erotismo de una matrona que, de no amar, hubiera permanecido en un perfil apacible, jovial, intocado.

Joseph Roth se preguntaba qué hacía Hans Castorp en el sanatorio suizo de La montaña mágica a lo largo del novelón: pues masturbarse. Acaso, pero no amar. El que ama incluso puede llegar al horror de la profanación de los tabúes más severos, como en El elegido, aunque después de amar así a la propia madre no le quede más remedio que hacerse papa católico.

Hubo sin embargo una ocasión en que, memorablemente, Thomas Mann trató de tomar el partido de los que aman. En su tetralogía José y sus hermanos, al llegar al célebre episodio egipcio, toma decididamente el partido de la mujer de Putifar. Por un lado tenemos a un José hermosísimo, tan bello como --diría Aschenbach de Tadzio-- a nadie debía permitírsele serlo, porque de inmediato anda alebrestando a quienes lo rodean. Y ese efebo irresistible trae el tabú de una raza que no quiere mezclarse con las demás, para no derramar sobre otros el privilegio racial que le ha concedido Jehová en exclusiva. El bello chico sin piedad.

La mujer de Putifar no podía ser dibujada más favorablemente. Aparece como una dama entera y segura, a pesar de su virginidad forzada (Putifar es eunuco sagrado); una especie de virginal matrona con algo de reina y mucho de sacerdotiza, que mal que bien lleva su celibato sin grandes tropiezos, compensada con los privilegios de la riqueza, la jerarquía y el poder.

Y de repente esa matrona dueña de sí, empieza a amar; físicamente cambia: su cuerpo se modifica: los muslos, los senos, el porte entero deja su hieratismo egipcio para imitar a las diosas asiáticas de la fertilidad, a las obscenas estatuillas de Astarté.

Su amor es una humillación, porque además ama a un esclavo. Es una profanación de sí misma; la lleva a romper con todas sus creencias e ideas, incluso la acerca a la idea del crimen: el asesinato del marido aristócrata como medio de conseguir al esclavo.

Finalmente, después de haber llorado y suplicado, confesado y hasta proclamado sus deseos, hecho el ridículo, se ensucia: desciende hasta los rituales de la magia negra, a las diosas de la carne podrida y de la perras en celo, para no lograr arrancarle a José sino la túnica.

El efebo huye de ella, erecto pero inflexible. ¡"He visto su fuerza!", grita ella, cuando ve que se le escapa, semidesnudo y prepotente, excitado por el asalto de la mujer, pero siempre dueño de sí, incapaz de otro amor que el de sí mismo, su propia raza y su propio Dios. Entonces la mujer de Putifar, casi sin meditarlo, ha de vengarse inventando la célebre calumnia: "José intentó violarme".

Ella finalmente no tuvo culpa alguna. Su cuerpo se posesionó de ella. ¿Por qué el espíritu --el entendimiento, la voluntad-- siempre han de regir? El ser humano no sólo ha de perseguir el honor del espíritu: para ella, dice Thomas Mann, "era asunto del honor de su carne, y buscaba formas mentales de reconciliarlo con su honor religioso". Su tragedia de villana es, en Mann, mucho más profunda que la lealtad meralmente racial --aquí racista: repugnancia de los otros-- del "casto" José.

"La mujer de Putifar, reflexiona Klaus Mann, el hijo de Thomas, en sus memorias, se abandona a su absurda pasión con el mismo extremismo masoquista que animara antes, en el Lido de Venecia, al novelista envejecido, Gustav Aschenbach, cuando se dejó llevar por emociones de muy similar naturaleza. Ahora, es la aristócrata egipcia quien se rebaja y se envilece, como entonces el escritor al que el cólera había alcanzado y a quien Eros había herido. Por su amor trágico y grotesco, ella lo arriesga todo, su rango, su prestigio, su hogar, sus bienes. Este amor imposible es su maldición, su cielo, su fiebre y su exilio."

Thomas Mann le dará a la mujer de Putifar un final apacible y retirado, cuando ha convalecido de la pasión, y vuelve a su posición de sacerdotiza de mediana edad que recobra la paz, pero conserva dentro de sí, como un fuego magnífico, el "orgullo de la vida" de haber alguna vez enarbolado el honor de la carne, el honor del cuerpo, en los bordes mismos del peligro, el delito y la locura.

José, en cambio, resulta absurdo u oportunista, pues posteriormente, cuando reciba el favor del faraón olvidará sus castidades y su aborrecimiento de las mujeres de otra raza, aceptará esposa egipcia y algo más: como señala el propio Mann, en la sociedad integralmente teocrática de Egipto, era impensable que el valido, visir o primer ministro del faraón no fuese a su vez un sumo sacerdote idólatra, de Atón y Ra, cometiendo así el peor de los pecados a que puede atreverse el pueblo de Israel, aunque esto lo calla la Biblia, tan agresiva en cambio contra la mujer apasionada.

De hecho, en el poco ejemplar relato de los orígenes del pueblo judío, donde ocurre que los hermanos se hacen fraude para arrebatarse la progenitura, los suegros cambian y disfrazan a sus hijas en la propia noche de bodas para engañar y explotar al novio; los cuñados obligan a los novios gentiles a circuncidarse y cuando sufren de la operación los asaltan y degüellan; los padres van a ofrecer a sus hijos en sacrificio humano hasta que el propio Dios se los sustituye por corderos, los hermanos carnales se asesinan entre sí o se venden unos a otros como esclavos al menor problema; los hijos seducen a las concubinas de sus padres, etcétera, lo poquito digno que queda es la difamada egipcia, que no hizo sino enamorarse, como una enfermedad o una calamidad, de un chico excepcionalmente atractivo que se puso en el plan de "Mire usted, señora, yo a usted la respeto y la estimo mucho, pero..." Aghhh (1991).

FLAUBERT Y LOS GAYS





Como se sabe, la última década de Flaubert fue pesimista: la invasión alemana, la quiebra económica a que lo llevó más un extravagante sentido de la honra del apellido que la torpeza en los negocios de sus parientes, la muerte de su madre y de varios de sus amigos, el fracaso de crítica y público de sus obras (La educación sentimental, El candidato), la pobreza que lo obligó a aceptar una canonjía, etcétera, prácticamente lo postraron en una crisis de autoestima, de extremada depresión y desgaste nervioso. Fue precisamente entonces cuando se le ocurrió su proyecto más ambicioso, Bouvard y Pécuchet, contra la opinión de sus amigos Turguenev y George Sand, que veían en semejante delirio una extravagancia suicida, y no sólo en el sentido literario.

George Sand le pidió que, por favor, escribiese siquiera alguna vez algo sencillo para el lector común; Flaubert dice haber seguido el consejo, y compuesto Tres cuentos que las madres católicas recomendaran a sus hijas e hicieran llorar a todo mundo. La Iglesia se tragó la píldora y hasta recomendó el libro. Un lector malicioso puede sospechar, sin embargo, que eso de confundir al Espíritu Santo con un loro, de ubicar a san Juan Bautista en los escenarios de suntuosa crueldad de Salambó y de extremar los goces del espíritu y la hipersensibilidad de la enfermedad y la penitencia a los sagrados paroxismos sensuales del demasiado "hospitalario" san Julián, era algo más que escribir sobre corazones simples para corazones simples, del mismo modo que de san Antonio le interesaron más las tentaciones magníficas que la supuesta capacidad piadosa de vencerlas.

A Flaubert le gustaban los corazones complicados y las historias bien sucias. Por desgracia, no había mucha gente con quien haber de eso. Escribe el último de diciembre de 1876 a Edmund de Goncourt: "En estos días me he sentido verdaderamente frustrado por carecer de alguien con quien hablar del caso Germiny". (Steegmuller, en su edición inglesa --La Pléiade todavía no saca el tercer tomo de la Correspondance--, anota que Eugène Lebègue, conde de Germiny, un prominente católico, hijo de un antiguo director del Banco de Francia y por entonces, a los treinta y cinco años, político importante en el Consejo General del Sena, había sido sorprendido masturbando a un aprendiz de joyería llamado Chouard en un mingitorio de los Campos Elíseos --los mingitorios públicos entonces se desagüaban a través de una especie de rumorosos arroyos--; cuando lo arrestaron, Germiny sacó su casta noble y se trabó a puñetazos con el policía).

"Pobre hombre, dice Flaubert, realmente me cae muy bien. Y pienso que Francia debería concederle un premio oficial: nos ha tenido a todos entretenidos, y cualquiera que nos entretenga es nuestro benefactor. La masturbación de un caballero por otro en un mingitorio público ha enloquecido a la Capital del Mundo Civilizado por toda una quincena. Ni las más hermosas obras de arte, ni los más grandes descubrimientos científicos jamás provocaron tal excitación cuando salieron a la luz pública. Incluso la situación del Lejano Oriente ha sido por completo oscurecida por esta valiosa descarga ciudadana, y la masturbación con el joyero (¡qué perla!) es de mayor importancia que la conferencia diplomática de Constantinopla. Cada francés se siente embrujado por los huevos de ese hombre. Nos sentimos enredados en su vello. Estamos asfixiados por los efluvios de su orina... ¡Qué elegía podría uno hacer de esta escena del mingitorio: "Junto al murmurante arroyuelo del gabinete..." Y luego le dice a Zolá: "Es inimaginable lo que he sufrido por no tener cerca de mí a nadie con quien platicar sobre este excelente conde de Germiny... ¡algo así hasta me hace creer en Dios!".

Semejantes historias no tan simples salieron frecuentemente de la pluma de Flaubert, aunque desde luego hubiera querido destruirlas para que las anécdotas libertinas del hombre no se entrometieran con la obra justa del escritor (de hecho, en 1877 quemó la mayor parte de su correspondencia con Maxime Du Camp "porque no queremos, por nada del mundo, que se publiquen después de nuestra muerte". Pero nadie es perfecto. Quedan sus relatos a Bouihlet de las extravagancias o ensoñaciones eróticas en Oriente, con Maxime du Camp. Y algunos pasajes, como el de esta carta, de julio de 1857, a Jules Duplan:

"Me has oído hablar de un cierto Anthime, viejo criado de mi madre y marido de nuestra cocinera. Este respetable sirviente, de cinco pies ocho pulgadas de estatura, con pendientes, anillos y cadenas de oro, porte de chantre, aire idiota, amigo de los curas y dado a ayudarles a edificar los altares provisionales para las procesiones de verano, quiso aquí, en Croisset, sodomizar al jardinero bajo una haya, y además, en otra ocasión, a un gendarme en plena comisaría. Después de que dejó de trabajar en nuestra casa, encontró a un anciano destilador enriquecido a quien se le llama familiarmente Papá Poussin. Este Papá Poussin era mucho más el amigo que el amo de Anthime. Andaban abrazados y por las noches jugaban a las cartas. Pues bien, de pronto, Papá Poussin se enojó y corrió a Anthime, porque ¡Anthime lo había querido deshonrar! y Anthime cayó enfermo. Su esposa recibió esta tarde una carta suya en la que le pide que vaya a cerrarle los ojos. Revienta por un deseo contrariado. Papá Poussin le ha dicho a dicho a la mujer de este pobre hombre una buena frase: "¡Es un hombre, señora, que ama a su semejante!. N. B. ¡Papá Poussin tiene 72 años y es horrible! Tiene temblorina y babea agradablemente... He aquí adonde nos conducen las revoluciones. Las camas inferiores ya no tienen ninguna consideración por las superiores. Hoy en día los domésticos ya no respetan a sus amos, aunque no se puede negar que los aman..." Etcétera (1991).

ENTREMES: CRONICAS EN VERSO



Since men will pay large sums to whores
for telling them that they are not bores.

W. H. AUDEN





"Hoy se eclipsan las efemérides de tus éxitos mílites
y eres sólo un espejo de dibujos efébicos".

CARLOS PELLICER





CANCION DE LOS MANIQUIS DE CHEMISE LACOSTE




Cómo es suave

en los aparadores:

es suave, allá dentro,

la luz.



En sus jardines

es fresco,

no huye el verano:

inmutable,

un junio perfecto

se transfigura en neón.



Sonríen exuberantes

los ángeles deportivos,

y son tenues los labios

donde al fin la carne

florece en paz.



Mi lujuria los sueña

con más claro proyecto

que el multitudinario

y profuso

programa de Dios.




Y en la pulpa frutal

de sus músculos

la mirada dibuja la plenitud

que a la gente le falta,

que el disperso destino omitió.



Así el Creador hubiera florecido

en las calles brumosas

de este otro lado;

así el Creador hubiera bruñido

--con luz suave y pacífica--

cuerpos deseosos

en un deportivo edén

manufacturado.



Y a sus amadas criaturas

nos hubiera soñado

con más inspirado deseo

y alguna experiencia

de diseño industrial.

(1983)
ODA AL BRANDY PRESIDENTE




Ahí arriba, más alto que los más altos árboles, más moderno que el rascacielos donde posas tus patas de sputnik, ¡oh aéreo anuncio de Brandy Presidente!.



Oh Cruz del Sur del periférico, parque entre nubes, melena de sueños que Dios ha peinado, tu diadema feliz de los chicos más bellos: los más cachondos momentos de la creación: ¡Brandy Presidente!



El que te prueba, vomita, pero tus fiestas en las alturas, cubas-de-uvas con sonrisas gigantes, pestañas gigantes, entrepiernas gigantes, no carecen de sueños, ¡Brandy Presidente!



Tus chicas derraman cabelleras de sirena, no hay ángel más terrible que el que brinda, ¡y sus dientes! ¡que vitivinicultura de la odontología!, qué gran juventud de oro en fiesta perpetua,

sobre automóviles y edificios en reconstrucción, en canícula o lluvia, ¡Brandy Presidente!



El retrasado de su noche, náufrago varado entre los matorrales de algún jardín o camellón, te mira como si la fiesta de anoche continuara allá, entre los ángeles, ¡Brandy Presidente!



Allá en el cielo, eres otro parque, todo electricidad y orgía perpetua para los que siguen naufragando en la borrachera que no ha terminado; y tus ojos y nalgas gigantescos son guiño cruelmente extemporáneo para el vagabundo que te saluda, ¡Brandy Presidente!



Ah, las anforitas mañaneras, aquí abajo, antes de que el sol arrecie y no haya adonde ir; seguirla cual teporocho a tu salud, desde el solazo del asfalto, ¡Brandy Presidente!

(1990)
CUANDO HAY DINERO





El día del dinero. La cólera arisca del dinero.

Día de pago, siéntelo, áspera piel de animal que salta en las avenidas del dinero.

En la ciudad del día de pago, más rápida y torpe que nunca, la gente se irrita y vocifera en las aceras y los automóviles,

protegiendo carteras y bolsas en colas en los bancos como en WC, a depositar dinero; echándolo fuera, precipitadamente, como si la tormenta se acercara; hay que correr a casar llenos de paquetes.

Pero no alcanza el dinero. La ciudad del dinero sin dinero. Los perros corren, apedreados.

No hay dinero en las cenizas del cielo ni entre la basura de las avenidas ni entre la gente que se histeriza.

Entonces brilla la policía y sus patrullas llenas de luz y ruido como fiestas patrias en movimiento.

Contar y recontar de monedas. Ah, y es la paz, cuando alcanza. Y el poder de un tigre de cola alzada cuando sobra y sobra.

Las ratas huyen entre nuestros zapatos cuando hay dinero.

El día de pago las aterramos, huyen sobre todo el día de las madres y el de reyes y el del aguinaldo.

Cuántas ratas pisoteamos en las fiestas de navidad; cómo cruje el espinazo de los perros que pisoteamos.

Los secos y polvosos árboles del boulevard son mendigos de alto esqueleto el día de pago; son como espantapájaros. ¡Que no caigan los zopilotes sobre nosotros el día de pago!.

Que no se abatan alas de zopilotes sobre nuestros paquetes papel lustre, que vamos abrazando como a bebés, por las escaleras eléctricas del Palacio de Hierro.

Cuidado con los gallinazos que caen sobre los electrodomésticos, y que arrebatan carteras con todo y morral o gabardina.

¡El día de pago! ¡El día de pago! Y cuando hay nómina extraordinaria truenan todos los semáforos, no queda tienda viva ni aparador iluminado.

(Al día siguiente la lluvia, los charcos.)

(1990)
RIMADO MATUTINO




Tengo pasta de dientes: luego, existo.

El sueño como un estercolero.

Uno se reviste de Humanidad por la mañana.

El trabajo para el super y el casero.

Cepillados, los zapatos lucen bien.

Los zapatos son el porte entero.

Y al comprarlos, memento homo: "volverás

por nuevos pares en julio y en enero".

Acaso exista Dios, en su retiro

de expresidente priísta y matraquero,

en un hoyo oscuro del universo, cuidándose

de que no lo pesque de pronto un reportero:

"¿Qué hizo usted, Creador, de sus criaturas?,

¿le parece justo tenerlas sin dinero?".

El buen Dios, como un playboy de libre empresa,

sabe tres respuestas para salir del atolladero.

Para entonces ya desayuné, y leí

en el zodiaco lo que los astros dispusieron

que fuera este día gris, agenda llena

y la melancolía de prisa en el pesero.

La eléctrica ciudad canta falsos amores en la radio

para desamados amantes verdaderos.

"¡Ciudadanos!", clamó la propaganda electoral

y el pequeño corazón, airado y patriotero.

Grandes esperanzas en un aparador,
cifras alquímicas que se pueblan de ceros.

Se habla de inflación, de crisis

de divisas, de Patria y de mercado petrolero,

de la deuda exterior y la reciedumbre azteca

y de algún desastre en forma de patrullero.

Se rimó así la primer hora del día:

todo rima igual, como caras de pasajeros.

Una señora con dos niños limpísimos

espera el camión bajo un letrero

de calzoncillos eléctricos, tan naturales

como para héroes de comics y de Homero.

El humo de la mañana hiere los ojos

con espejismos de autos y barrenderos.

La naturaleza está bien: quedó lejísimos.

El cosmos se crea en los merenderos

entre gente de corbata o tacones altos.

"Superarse o morir". Te apuras o te jodieron.

(1984)
PROFECIA DE XITLE



En la noche de julio de la Ciudad de México,

las altas aguas muertas suspendidas sobre nuestras cabezas

--un infierno líquido, ardiente lava de la luna--,

resquebrajan nuestras civilizaciones,

y caen aguaceros de lodo industrial y putrefacto,

un nuevo Xitle, sobre rascacielos y semáforos;

volveremos a ser enigmática arqueología,

pedregal de ídolos confusos;

ah, que la lluvia muerta, los cadáveres de la lluvia,

sepulten del todo nuestra ciudad;

que no quede letra viva que denuncie

sus errores y sus infamias.

(1991)
VENADITO





Ah ah venadito, flor del viento,

efebo de rock, ángel futbolero,

cómo alzas tu paraíso de barrio

cascareando con los cuates en la esquina,

frágil jardín, ojos nuevos,

esbelta naturaleza original,

todo primer día en mitad de la calle,

ya te venadean las patrullas,

ya crujen tus huesos

bajo patrullas macanas de la policía.


Ah ah venadito protestas delirantes

en la camilla de mierda y vísceras

de la ambulancia.


(1992)
GANDAYITAS




Los gandayitas juegan luchas en el parque;

se sienten malos,

malos como la noble maldad

a puño limpio sobre el ring;

sólo los árbitros son perversos,

¡abajo los jueces!

¡los jueces siempre apuñalan por la espalda!




Se sienten malos y resplandecen

con toda su feroz adolescencia,

como jamás los verán resplandecer

el cura ni la novia,

ni sus sufridos padres

que ya no los soportan

y en sueños los ven ya convertidos

en pequeños delincuentes y drogadictos.




Todo porque llegan a casa

como de prisa y con ganas

de largarse cuanto antes a la calle,

y no les gusta ir a confesarse como antes

ni les da la gana

comentarle a la familia lo que hicieron en la escuela.

Es alta esta tarde en que se sienten malos
y la clase de biología

les importa un verdadero carajo.
(1989)
MARIPOSAS



En los parques, las flores tan bien educadas por los jardineros-preceptores del ayuntamiento,

como esas chicas más frescas y brillantes aun que sus clarísimos vestidos de primavera.



Platicando por ahí con sus libretas y sus dulces y sus morrales llenos de fotos de cantantes;

festivas como el desorden, bandadas de chicas, cuando aparecen espesas nubes de mariposas;



batir de alas, las chicas y las mariposas: a derecha y a izquierda; al suelo, al cielo.

¡Por aquí! ¡Por allá! ¡Lola, en tus narices! ¡Marta! ¡María! ¡Lulú!

Exclamaciones y risas: ondear de mariposas como brisa en los velos.



Como libándose unas a otras, las chicas, cual corolas, haciéndose la corte entre reverberaciones.

¡Allá va! ¡Esa! ¡Oh! Revoloteos. ¿Cuál es la flor y cuál la mariposa?



El silbato del globero.



¡Una paleta! ¡Un helado! Hermanita, ¡qué calores!

Golosas, frescas, dulces, golosas, ¡qué calor!, golosas, diez, doce, trece años;

todas risa, todas exclamaciones.



Volados con el merenguero, y luego echan a correr todas juntas, junto a la fuente, nomás para joder y desbandar a los pichones.

(1981)

EL MUCHACHO DEL CORAZON RABIOSO



El muchacho del corazón rabioso

como un gran pez en un acuario de vino,

como una gran uva macerada,

demasiado poblado de sangre y de futuro.



El muchacho del corazón rabioso

lagar de su propia angustia,

se pisa y se fermenta en círculos

de monólogos enmarañados.



Aunque mañana llegue el amor,

aun cuando mañana llegue el futuro,

¿quién le quitará a su corazón rabioso

la angustia de su enorme furia en el vacío?



El muchacho del corazón rabioso,

todavía niño pálido de ojos rezumantes,

devana en sus manos convulsas

el ir y venir de la vida que no llega.



Se ve al espejo como en una pecera,

su corazón un pez atónito de grandes escamas,

una hinchazón viscosa de sí mismo,

su corazón rabioso y la vida que no llega.



El muchacho del corazón rabioso,

viscera plena de cielo y de mundo,

toda su sangre rezumando,

y en torno el hielo de la vida que no llega.



El amor y el futuro llegarán a su tiempo,

cuando no quede rabia, ni corazón, ni muchacho,

en ese pez cansado que se fijará la corbata

frente al matinal espejo de su condominio pecera.

(1992)
EL REPOSO DEL BURGUES





Seguro de sí mismo,

jugoso en su amor propio,

rebosante

de civilización y de facturas,

padre de familia, empresario,

experto en impuestos,

votante, católico,

experto en las cosas del mundo y del cielo,

el burgués

se persigna sin fe antes de dormir.



Sobre todo en los sueños habla el diablo,

también al burgués toda la noche

le habla cálidamente el diablo,

como un amante toda la noche

el diablo le lame cálidamente las orejas,

el aliento úrico y sanguinario del diablo

en sus burguesas orejas,

también a él toda la noche

el diablo lo envenena y lo hechiza.



Hipnótico y sonámbulo

cuánto también el burgués

peca toda la noche con el diablo.


Menos mal que sin fe se persigna

para hacer como que se persigna.



Menos mal que que en la mañana se apresura

a convencerse sin fe

de que lo ha olvidado todo.



Seguro de su virtud y de su éxito,

jugoso en su amor propio,

el burgués llega inmaculado a su oficina,

todo fragancias de after shave,

y sin fe se promete secretamente,

no ser como los otros burgueses débiles

que se acordaron demasiado de los pecados del diablo

y enloquecieron o se arruinaron.



El burgués se dice, sin fe, que de sus sueños

no se acuerda nada de nada.



La primera regla del burgués,

no acordarse nunca del diablo.



Pero también el burgués es hombre

y votante, católico y próspero,

rebosante de amor propio,

por mucho se que persigne sin fe,

¡las cosas que sueña!


El burgués es importante,

becerro de oro de sí mismo;

excomulga, reprime

a quienes dudan

de su honor y su importancia.

Pero en el sueño, el diablo

le sopla trompetillas como pedos,

y le dice de sus más caros lauros:

"¡No te hagas pendejo,

mamón!".



Por eso el burgués estatuye

que los gerentes eficaces

sólo sueñan sueños limpios;

que sus conciencias tranquilas

tienen puros sueños de obispo:

que sólo sueñan paisajes turísticos

a todo color,

Paradise Tours, Inc.,,

o con las fotos mignon

de sus bebés primaverales.

¡Pero los pedos del diablo!

¡Ah, en los sueños,

las trompetillas y el soplo caliente

del diablo!

¡los pedos del diablo!
(1992)
SE VAN LOS DIOSES




Había tumulto en las caballerizas:

todos los dioses escapaban.

Al amanecer, entre la bruma,

se oyeron sus relámpagos.

Decenas de brazos desgarraban la bruma

para desmontar a los jinetes terribles,

que no se fueran de entre nosotros,

y caían abrazados de jirones de bruma.

En este pueblo que abandonaron los dioses

ya no pasa absolutamente nada,

más que el hastío de viejos y solteronas,

y a cada nueva generación

--sobresalto a los tres lustros--

un nuevo tumulto en las caballerizas:

los adolescentes escapan entre la bruma

en busca de relámpagos y dioses,

como ellos, llenos de fuego y ruido:

de países donde veras ocurra algo.

Huyen llenos de furia y arrebatados,

dicen que a la capital y a la frontera,

tanto los dioses como los veloces muchachos.

Aquí ya no ocurre absolutamente nada.

(1991)
NOTA ROJA



Los periódicos dirán que fue en un antro de vicio.

Por la puta de 46 años pelearon cinco borrachos.

Eran obreros gordos, entrecanos, tan caballerosos,

que cada cual --momentos antes-- a gritos insistía

en a sus compañeros invitar la última copa.



Los mariachis no callaron; había más clientes

en ese jacalón de cemento y láminas acanaladas;

no hubo quien se levantara de las sillas de aluminio,

plegables, con coloridas marcas de cerveza.



Al primer tiro los rodearon los pistoleros de la casa.

Sonaron más disparos entre gritos y empellones.

Después hubo más tiros en la calle. Sonaron las patrullas.

(Para calmar a la clientela, los mariachis continuaron,

con más ganas aún, la historia de aquel amor dolido

que en todo el país estaba de moda en las sinfonolas.)



Así pasan la vida, las mujeres, las guitarras.

Se pone uno panzón. Se caen tres o cuatro dientes.

Las chambas más difíciles y uno con menos pulgas.

Maldito licor, malditas mujeres. Ah, corazón loco.

¿Qué pie conviene más para exhibir sus fotografías?

(1984)

SWEENEY SEDENS



The nightingale sings of adulterous wrong

T. S. Eliot

Sorbe el café, apaga el cigarrillo,

se chupa los dientes, carraspea;

en ceniceros, colillas despanzurradas.

--Eso no. ¡El azúcar! ¿Quieres?

--¿Me compra unas flores para la señorita?



Doris juguetea con el popote, lloriquea;

acidísimo el jugo de naranja.

--No me entiendes; ya no; no entiendes;

ya no; no me; ya no me entiendes.

--¿Su cachito? ¡La lotería!



(¿Para-qué-tanto-andarse-por-las-ramas,-estúpida?

Pinches-viejas.) --Vámonos.

(Tus-sentimientos-de-revista-de-modas.

Hay-que-cogérselas-duro-hasta-humillarlas.)



Los reproches de Doris nunca acaban, lloriquea.

Sweeney se rasca la oreja, la nariz. (Carajo.)

-Sí, preciosa, ándale (carajo), ya no llores.

(Ya-sentirás-lo-duro-entre-las-nalgas);

No llores más, preciosa, anda, anda: ya vámonos.

(1980)

DOMINGOS



Los domingos. Entonces yo era un niño

sin Laforgue, sin chiste y sin recato.

Recibía como calamidad los domingos

con sus misas y clérigos infatuados,

el mejor traje, tías pedantes, remilgosas

y toda la beatearía de un barrio en descanso.



Domingo: tiranía de familias, de sobremesas

con palabras virtuosas sobre negocios turbios;

los ogros maternales defendían a sus presas

y los perros domésticos gruñían a los extraños.

Tragar a reventar. Decentes panzas hogareñas:

las barrigas del hogar, apacibles como charcos.



En los campos deportivos, la ostentación de la higiene

con pelotazos al sol, desgañitando el alma,

para apaciguar los cuerpos y los rencores como se debe;

y la televisión, igual que la iglesia, agigantada

en ese día monogámico, para podrir las horas

entre voces anticomunistas y sordideces románticas.



Había que poner cara dulce a las abuelas

--un niño encantador de unos nueve años,

experto en pretender que algo aprendía en la escuela--.

Todos se fijaban en uno, no había como esconderse

tras el ajetreo urbano, como entre semana:

la familia y los vecinos sobre uno, como peste.

(1981)

COMO DOROTHY PARKER



En la juventud, me esmeraba

por agradar a mis amantes,

y cambiar --conforme cambiaba

de hombres-- de gusto y de semblante.



Pero ahora que sé lo que sé

y que hago lo que me agrada,

si no te gusto como soy, te

me vas, mi amor, a la chingada.

(1980)
































SEGUNDO ACTO: INFARTOS Y MARCAPASOS






"Yo había puesto
encima de mi pecho,
un pequeño letrero que decía:
'Cerrado por demolición'"...

CARLOS PELLICER




O look, look in the mirror
O look in your distress
Life reminds a blessing
Although you cannot bless.



O stand, stand at the window
as the tears scald and start;
You shall love your crooked neighbour
With your crooked heart.

W. H. AUDEN
















SE LEE EL TAROT




Madame Sesostris, famosa vidente, tenía un fuerte resfriado, cuando armado de una anforita de ron llegaste a su perversa baraja, en la noche de smog, por las avenidas humosas de la ciudad irreal; viste fluir a la muchedumbre por los pasillos y puentes del metro, por las avenidas exasperadas; nunca creíste que la Muerte hubiera deshecho a tantos hombres: zombis, zombis, zombis, fluían en masa hacia Indios Verdes o Pantitlán; cada cual llevaba sus ojos fijos en los pies; los relojes y la radio daban la hora con sonidos muertos. Madame Sesostris, famosa en la colonia Condesa.

Siempre has desconfiado del sentimiento: uno desconfía siempre de su flanco más débil; cada cual debe proteger su talón de Aquiles. Pero recaes, y ni la peor borrachera produce tal cruda como la cruda racional. Desde muy chamaco apostaste todas tus canicas a la inteligencia. No puedes quejarte. Has sido feliz: alguna vez conociste el paraíso, en una nocturna caminata ebria apor Paseo de la Reforma. Juan Gabriel lo ha expresado mejor de lo que podrías: por algo tienes todos sus discos.

¡La perversa baraja!: "Perlas son éstas que fueron sus ojos". ¡Mirad! Y junto a El Ahorcado, la Rueda de la Fortuna y el Hombre del Tres de Bastos. Y esta carta que está en blanco es algo que lleva él a la espalda. Madame Sesostris tiene prohibido verla: no encuentra la relación precisa del Hombre Ahorcado; te dice que temas la muerte por agua. Y ya estás en el etilo-sicoanálisis, en el tarot-on-the-rocks. Y recuerda: "Perlas son estos que fueron sus ojos."

Has sido feliz; alguien te produjo romanticismo con canciones de José José (que ya no soportas); alguna mujer rompió con jazz y cariño tu juventud de niño-aplicado y te hizo adulto; por lo demás, siempre coleccionaste las mejores calificaciones escolares, asunto que a los idiotas les parece cursi, pero todavía te sientes orgulloso de tus adolescentes horas-nalga para sacar 10, y nada menos, en algunas asignaturas; alguien te descubrió, a los dieciocho años, que eras un incorregible revoltoso y no --como dabas la facha-- un dócil, y ese amor nunca se olvida; algún amigo --de los de a de veras, sin mayúsculas ni comillas, tríos armados de guitarra-- resquebrajó dolorosamente tu vanidad y trató en vano, con alguna generosidad que excedió con mucho tus capacidades,de hacerte una persona sensata.

En la depresión actual, por lo visto unánime, mantienes tus ídolos: con cortesía, que es decir con distancia, que es decir con no agradecer. Los múltiples favores que has recibido en la vida, piensas, habrás de pagarlos a quienes no se los debes, a otro, que a la vez responderán a la gratitud silenciosamente y hacia otras personas. Ni el amor ni la amistad son pagarés recíprocos.

Madame Sesostris misma llevara a Mrs. Equitone el horóscopo: en estos tiempos hay que tener mucho cuidado. Ves multitud de gente dando vueltas en círculo. Lees demasiado y bebes todavía más. Todo se te complica. Los sueños se te juntan. ¿Hasta donde cada cosa que piensas eres tú, La tierra baldía, Madame Sesostris, Miss Lonelyhearts?

¡Ah, mantén lejos de aquí al Perro, que es amigo del hombre, o lo volverá a desenterrar con las uñas, Hypocrite lecteur! El cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín.

No crees en los amores. Has leído a Léautaud. Podrías citar a muchos otros. Pero esos no te importa. Al demonio las estadísticas. Uno es lo que es, te dices: lo que trabaja, y acaso lo que sueña, pero lo que sueñe bien. Descrees de los malos sueños y cada vez te afianzas más a la razón, sin cuya colaboración la vida aborta delirios y quimeras, como dibujó Goya: "El sueño de la razón produce monstruos".

Ser uno mismo, te dices, ser tu propio trabajo. La razón, el capitán del barco, ¿cuándo tendrá su oportunidad en los amores, en la literatura? Dices que siempre. "Uno mismo es todos sus amores", profieres, lapidario y casi célebre. El seductor falso se ama falsamente a sí mismo y atrae falsos amantes; el seductor verdadero puede hacer mil travesuras, pero en el "fondo" --y también en las "forma"-- es feliz: les pueden llegar, como a Léautaud, los amores a domicilio, y si no le llegan, sólo se azota un poco y se repone: existe por sí mismo: crea, no imita sus propias supersticiones.

Entonces alguien te vio, y te detuvo gritando tu nombre; a ti, que lo habías acompañado en tantos barcos: Ese cadaver que plantaste el año pasado en tu jardín, te preguntó, ¿ha empezado a retoñar? ¿Florecerá este año? ¿O la escarcha repentina le ha estropeado la tierra? ¡Ah, mantén lejos de aquí al Perro, que es amigo del hombre, o lo volverá a desenterrar con las garras! (1986 y 1991).

EL BUEN USO DE LAS ENFERMEDADES




En la segunda mitad del siglo veinte hemos perdido toda idea eficaz frente a las enfermedades. Primero, durante el asombro industrial de la post-guerra, parecía que sencillamente ni las enfermedades ni los enfermos tenían nada qué hacer en un mundo tecnológico. Brotaban por arte de magia todo tipo de píldoras e inyecciones curativas y prodigiosas: antibióticos, vacunas, vitaminas, estimulantes o depresores de tal o cual función, fuentes de esbeltez o de musculatura, de lucidez o de indiferencia, incluso de psicodelia, ¡cuánto fármaco no prometió el paraíso, incluso con aprobación médica, durante los años sesenta y setenta! A la vez, se perfeccionaban casi con dimensiones de naves planetarias los laboratorios y los quirófanos: podíamos curarnos de todo e incluso volvernos a hacer, nuevecitos, con todo trasplantado, si lo podíamos pagar. Uno era armable, desarmable, capaz de alineación y balanceo, afinación y resurrección.

Cundió por entonces la idea de que la enfermedad no era un aspecto de la naturaleza ni una desdicha, sino una perversión de no-civilizados, inadaptados, pobres, excéntricos o viciosos. Era obligación industrial estar cien por ciento sano todo el tiempo. Todo enfermo fue en principio un criminal y al revés: los criminales fueron, guácala, enfermos. Los locos, los tristes, los sabios, los pensantes, los creativos empezaron a ser enfermos. El Santo Oficio revivió en la clínica. En los países totalitarios, se crearon granjas psiquiátricas como eufemismo de campos de concentración.

Todo en salud, todo en orden y bajo control. Déle fármacos a su bebé, si llora mucho; al marido que la regaña o que va perdiendo su potencia y su interés sexual; a la esposa que ya no quiere o quiere demasiado; a los que se sienten demasiado viejos, a los que se sienten demasiado jóvenes; a los inquietos, a los calmados, a los insomnes y a los dormidos. Córtese lo que le fastidie, añádase lo que desee, cámbiese lo que quiera: pero luzca como mercancía bajo control de calidad. Estar enfermo ya no fue un asunto de la vida, ni una desgracia, sino un crimen.

La ciencia supo mucho en los últimos siglos; más quiso saber el Estado con el pretexto de la ciencia. Antes, la enfermedad era una calamidad, una prueba o un castigo de Dios, y lo ortodoxo era tener piedad de los enfermos; lo cristiano, ayudarlos. En la época de la Salud Total se decidió, como diría Susan Sontag, que la enfermedad es una metáfora: una metáfora de la mala conducta: por malcomer, malvivir, malamar, maldormir, maltodo: cosa de antisociales: la gente bonita no se enferma, a menos que tenga la mala suerte de que la gente fea la contagie. La mala suerte es otra enfermedad.
Pero resultó que los fármacos y los quirófanos no eran tan eficientes y sí muchas veces contraproducentes. Las más avanzadas sociedades industriales les perdieron la confianza y empezaron a buscar medicina no-industrial: reinvindicaron farmacopeas tradicionales y hasta prehistóricas, retomaron la homeopatía, la acupuntura, los tesitos, el tarot, los cuentos chinos. ¡Cualquier cosa, menos la clínica y los fármacos! No había peor enfermedad que las curaciones industriales de la enfermedad. Y entonces, como puntilla, se hacen visibles "nuevas" enfermedades y la capacidad prácticamente infinita de la naturaleza de crear nuevos tipos de enfermedad. ¿Dónde quedó, Pasteur, tu victoria? Pocas veces la humanidad ha estado tan histérica y desprotegida frente a la enfermedad que en 1991: el pánico en barata. Y no sólo el sida, el cáncer, el infarto. Todo. Todo.

¿Lo mejor es no pensar en la enfermedad, evitar la aprensión, obsesivo acoso de las cien mil enfermedades posibles? Puede ser. Pero todo lo vivo se muere. Acaso habría que retomar de antiguas religiones y filosofías la convivencia mental con la enfermedad. Saber que uno se enferma y que debe y puede ser un enfermo sin pánico. El miedo hace morir y enfermar anticipadamente muchas veces. Hay un hermoso texto cristiano de Pascal sobre el buen uso de las enfermedades.

Se acaban de publicar dos libros admirables en este sentido en el volumen 24, "Memorias", de las Obras completas de Alfonso Reyes; son libritos extraños y humildes, no del Oportunista Prócer Oficial de la Cultura, sino de un hombre que ha sufrido enfermedades y, de pronto, infartos. Sabe que va a morir. Y cuenta cómo se hizo a la idea de la enfermedad y de la muerte con dignidad y calma: aceptándolas con bondad hacia sí mismo: Memoria a la facultad (es el relato de todas las enfermedades de su vida, incluso su muy divertida y abusiva circuncisión, a un "médico ideal", capaz no sólo de regañar y drogar al paciente, sino de escucharlo y estudiarlo) y Cuando creí morir (los avisos de la edad, la muerte, el descenso del vigor y la salud en el corazón).

A diferencia de nosotros, finiseculares, Reyes, como los clásicos grecorromanos --su Séneca le fue más útil, como enfermo y como moriturus,"el que ha de morir", que la cultura industrial--, habla de la enfermedad y de la muerte con vigor, serenidad, incluso con buen humor; y cuando las cosas se ponen pesadas, opone el buen sentido y el sentido de la dignidad a la desesperación o a la rebeldía angustiosa. Lo mejor es que no se trata de un místico o charlatán del más-allá: sino de un sereno pensador secularizado que piensa sobre su enfermedad y su muerte en términos terrenales, y piensa bien (1991).

LAGRIMAS DE LODO




El sufrimiento es un espectáculo poco civil y la civilización recomienda esconderlo. Solía taparse el rostro, o al menos los ojos de los ajusticiados, para que los vivos no los vieran salirse de sí, reventar de dolor, encarnar el sufimiento final en el rostro. Rosario Castellanos habla de cómo los ciudadanos huyen de quien sufre como de un apestado. En calles dramáticas como las de la Ciudad de México, sencillamente apartamos el rostro de aquellos a quienes la miseria o la desgracia hace suyos, y se considera definitivamente de mal gusto quedarse viendo a un accidentado, a un herido o desesperado en plena vía pública. Frida Kahlo tapa el rostro de la madre que pare; sus mujeres dolorosas se contienen, duras y estoicas, en una expresión hierática. Cuando alguien muere, lo primero que hay que hacer es taparle el rostro.

El sufrimiento de los niños y de los jóvenes, sin embargo, suele ser agradable a la mirada. Los niños que lloran, si no moquean, dan ternura. Y hay todo un culto erótico en san Sebastián, el galán semidesnudo atacado a flechazos, cuyas contorsiones de dolor configuran un espasmo que se confunde con el sexual. Las madres dolientes también pueden sufrir en público, siempre y cuando parezcan jóvenes --todas las célebres representaciones de la Virgen María con el cadáver de Cristo, como la Piedad de Miguel Angel-- muestran muchachas hermosas, más novias que matronas del difunto. De ahí esa atroz fealdad en la Piedad de Manuel Rodríguez Lozano: pinta a una Virgen fea, vieja, arrugada por el sufrimiento: una Virgen no católica, totalmente secular en su desastre sin remedio, resurrección ni consuelo.

Pero los ancianos no deben mostrar sufrimiento. Es casi obscena, para la civilización moderna, la fealdad y la decadencia descompuestas por la desesperación y el dolor; parecen gestos de locura o de salvajismo. Tal vez en todas las civilizaciones: una de las páginas más memorables de José y sus hermanos de Thomas Mann es la pérdida de compostura del Viejo Jacob cuando se entera de que José ha sido devorado por alguna bestia de presa y se desnuda, ensucia de cenizas, araña el cuerpo desfigurado por la edad, insulta a Dios y cae en todas las locuras y puerilidades de quien se descubre en un momento atroz. Un dolor loco, sucio, de bestia acuchillada, sin consuelo ni entendimiento.

Los hombres, ya se sabe, no lloran: de otro modo se amariconan, se devalúan. El sufrimiento viril no se atreve a decir su nombre, y llora --"si hay que llorar", diría Enrique González Martínez-- "como la fuente escondida". El hombre que sufre públicamente, que gime y que impreca, que se desgarra y echa espumarajos y rabia por la boca distorsionada, parecería rebajar su pena y, con ello, no hacerse merecedor al consuelo. Casi habría que hacerlo detener por la policía, y meterlo a un manicomio o de perdida a una camisa de fuerza, con un buen esparadrapo, nomás para ver si así se calla.

Las grandes civilizaciones enseñan a que la gente no se queje. Los estoicos, El libro de Job, la pasión de Cristo. Se diría que más que el sufrimiento, es la expresión del sufrimiento lo verdaderamente imperdonable: cuando se llega a tal expresión, sólo queda el suicidio, como en el Diario de Pavese: "Lo que más secretamente temes, siempre sucede". El dolor ensucia, es escatológico, excrementicio, casi obsceno. Uno se aparta casi con repugnancia de aquellas culturas, o rasgos sobrevivientes de ellas, que por el contrario hacen culto de la expresión del dolor: tal la tradición de las plañideras, que armaban tal escándalo en los entierros rurales, evitando así a los deudos "respetables y decentes" el papelón del llanto a voz en cuello. Pero nadie ha desmentido a Pavese: "Lo que más secretamente temes, siempre sucede".

Hay pocas expresiones del dolor viril más detalladas que la de Gustave Flaubert en Croisset: su desencuentro familiar y social, la muerte de sus amigos, la enfermedad secreta, los rigores de una escritura tan exigente como la que se impuso, la invasión alemana a su tierra y a su pueblo, el fracaso de público, la quiebra económica a que lo arrastró el tonto esposo de su sobrina. El 8 de marzo de 1876 murió Louise Colet, que había sido su amante durante los buenos años; entonces escribió a Madame des Genettes: "Usted entendió muy bien el profundo efecto que me ha causado la muerte de mi pobre Musa. Al revivir su memoria, he tenido que revivir el curso de mi vida. Pero vuestro amigo se ha vuelto más estoico de un año a la fecha. ¡He tenido que echar por la borda tantas cosas, para sobrevivir! En una palabra: después de un mediodía dedicado a los días idos, me ordené no pensar más en ellos, y me puse a trabajar nuevamente. ¡Otra cosa que termina!".

Jacob, el favorito de Dios, no reacciona tan civilizadamente. Se rebela: ahora Dios tiene que oírle todas sus quejas y blasfemias: "Dios me ha arrebatado mis sentidos, ahora tendrá que escuchar mis palabras", dice en un medio de un revolcadero de ira y visceralidades, de sinrazón pueril y ceguera casi animal, de tan fisiológicamente dolorosa, en la novela de Mann.

Tampoco el santo Job se cuidaba de convencionalismos: "Mis faces se enlodaron con el lloro, y sobre mis pestañas sombra de muerte", traduce fray Luis de León y comenta: "Porque el lloro mana del corazón, que se derrite en lágrimas cuando está triste. Y véese que la aflicción era mucha, pues el llanto tan grande que le ensuciaba la cara, y le cegaba los ojos: que eso es cuando dice mis faces se enlodaron con lloro; porque el agua de las lágrimas que le bañaba el rostro, y el polvo que sobre ella caía, se convertía en lodo en las mejillas, y ni más ni menos lo que añade, que sobre sus pestañas sombra de muerte, es decir, que del llorar le nacían tinieblas en los ojos, que suelen cegar con el lloro: porque lo negro y lo tenebroso, y lo que es noche y obscuro, es muy vecino a la muerte, en que se oscurece y envuelve en tinieblas la vida". (Exposición del Libro de Job). (16 de septiembre de 1991).

MANOS PERECEDERAS




Putifar, el célebre marido de su mujer, era aficionado a los relatos fúnebres. Dentro de las libertades que se toma el novelista histórico, Thomas Mann hace que José, vendido en Egipto, pronto aprenda mejor que cualquier lector nativo el idioma de los faraones, y que éste disponga de una escritura alfabética capaz incluso de refinadas notaciones de pronunciación.

Sea como fuere, en José y sus hermanos, el hebreo faraonizado lee a Putifar, una y otra vez, un relato titulado "Disputa con su alma de un hombre cansado de la vida", en el cual "la muerte era comparada con muchas cosas hermosas y buenas: la recuperación de una enfermedad dolorosa, la fragancia de la mirra y de las flores de loto, un asiento cubierto en una travesía en día airoso, una bebida fría en la playa, un 'camino en la lluvia', el regreso a casa de un marino de barco de guerra, la vuelta al hogar de un hombre que ha sufrido una larga prisión..."

Esta novela, un homenaje a la inspiración mítica desde la civilización secularizada e histórica, confronta la civilización egipcia de los muertos --una civilización con pasado de milenios, donde los vivos eran prácticamente esclavos de sus innumerables antecesores momificados-- con la anticivilización nómade de los pastores judíos, que apenas estaban en el estadio de Jacob, el padre de los ferocísimos fundadores de las doce tribus, llenos de futuros y de promesas de crecer y multiplicarse como las arenas del mar.
Para los judíos la muerte, aun "el seno de Abraham", era algo indeseable y tenebroso; la vida florecía en toda su plenitud aquí, eran tribus de este mundo. La muerte era la muerte. Los griegos y romanos también eran de este mundo, y tanto Ulises como Eneas encontraron en lamentable estado a los muertos, aun a los muertos nobles y honorables: nada había como estar vivo, nos cuentan sus cronistas Homero y Virgilio. Para los egipcios, en cambio, aun su formidable imperio lleno de oro, pirámides y milenios, era una frágil antesala al viaje a la muerte y al juicio ante Tot.

¿Reconoceremos en esta oposición la doctrina de Nietzsche que separa a las religiones de los dominadores de las religiones de los esclavos? Las religiones del esclavo ensalzan la muerte como liberación y alegría última, como salida de emergencia del infierno de este mundo.

Los cristianos, especialmente los católicos, tomaron este último camino: inventaron cielos ineficientes, de goces abstractos y teológicos, para los escogidos, e infiernos eficientísimos, de tormentos materiales de fuego, azufre y armas propias del Santo Oficio, para los condenados.

Sin embargo, la ilustración --la secularización del siglo de las luces-- reivindicó la lujuria y codicia de este mundo, y dejó a la muerte en su sombra neutra, sin truculencias de obispo histérico. Uno vive y ya: la muerte es un fin, no una película de terror; se tomó de los griegos y de los romanos, de Sócrates y de Séneca, el modelo secular, laico, de morir. Goethe murió sin miedo a la muerte, pidiendo más vida, más luz; André Gide también: "Es con pleno consentimiento como me acerco a mi muerte solitaria".

George Sand, la gran escritora atea, demócrata, socialista y feminista del siglo XIX, también murió impenitente y sin terrores fúnebres, aunque su hija le hiciera a su cadáver el ultraje de propiciar que el obispo de Bourges ordenara toda una payasada litúrgica, contra la expresa voluntad de la difunta. (Lo que la prensa, como Le Figaro, aprovechó para salir con el eterno cuento de que, en la última hora, los herejes y anticristos tiemblan y etcétera. A Voltaire le inventaron con igual falsedad el mismo cuento del arrepentimiento in extremis).

Sólo la nuera y los amigos de George Sand (entre los que estaban Renán y Flaubert) se negaron a entrar en la mascarada litúrgica, y esperaron en la calle, bajo la fuerte lluvia. "Haces bien en guardar luto por nuestra amiga, le escribió Flaubert a Turguenev, pues te quería muchísimo y siempre hablaba de el buen Turguenev, ¿pero por qué compadecerla? Obtuvo todo lo que la vida podía ofrecerle, y perdurará como una gran figura".

Tal vez esa idea permita los mejores epitafios a una muerta, aunque pocos la merecen: "Forzó a la vida a darle todo su jugo", "Vivió todo lo que pudo", "Se hizo ella misma una vida llena de trabajo, goces, años y frutos". Y que los monaguillos y plañideros clericales con su peste de incienso y con sus sonsonetes se vayan a fastidiar a otros cadáveres de otros velatorios.

Saint-John Perse (en la espléndida traducción de Jorge Zalamea) va más allá. La muerte es en su poesia (Mares) el gran fruto del hombre. ¡Abajo los inmortales!
"--¿Mortal?, dice Saint-John Perse. ¡Más amada por estar en peligro! Tú no sabes, tú no sabes, oh Parca, para el corazón del hombre muy secreto, ese precio de una primera arruga de mujer en lo más insigne de la frente serena. --Guarda, decía el hombre del cuento, guarda, oh Ninfa no mortal, tu ofrecimiento de inmortalidad. Tu isla no es mía donde el árbol no se deshoja; ni tu lecho me conmueve donde el hombre no afronta su destino. ¡Mejor el lecho de los humanos, honrado por la muerte! Agotaré la ruta del mortal --peligros de mar y desventuras-- y preservaré de mala espina a Aquella que se abriga bajo mi vela. ¡Manos perecederas, manos sagradas!".

Silencio que dice: "Se hizo ella misma una vida llena de trabajo, goces, años y frutos" (16 de septiembre de 1991).

QUÉ BIEN SE PORTAN LOS MUERTOS




Pinte muy lindo a su muertito, antes de enterrarlo o quemarlo: se lo merece. Los muertos se portan muy bien. De las momias egipcias al angelito de ayer, los recuperamos, reconstruidos y mejorados en lo posible, con su última buena imagen. Esa bonita impresión, creemos, quedará en nuestra memoria. Pintamos y vestimos y retratamos y honramos a los muertos, desde luego, en nuestro propio beneficio. Ellos tienen su propio viaje: de los cielos, purgatorios e infiernos prometidos por la sacristía más truculenta del vecindario, a las transformaciones o disoluciones de antiguas teorías, o a la navegación rumbo al reino de los muertos --con una moneda de cobre en la boca-- para pagar la contribución a la entrada.

En José y sus hermanos, la formidable novela de Thomas Mann, la muerte es una especie de eternidad en el recuerdo de los vivos. Para el viejo Jacob, el adolescente hijo hermosísimo que cree muerto, deja de envejecer y deteriorarse a partir de su supuesta defunción: no engordará ni perderá candor ni gracia. Ya es eterno. Ya nada le pasará. Brillará como astro vesperal o matutino, salpicándolo todo de frescura, en el recuerdo amante del vivo.

Con frecuencia, las personas queridas que vimos morir en nuestra infancia, se vuelven un poco nuestros hijos, aunque hayan sido nuestros mayores, incluso nuestros padres, cuando llegamos a una edad mayor de la que tuvieron. El hijo sesentón recuerda al papá muerto a los veintidos, como un adolescente frágil y tremendo.

Hacemos con los muertos lo que queremos --si no dejamos que ellos, como fantasmas, hagan lo que quieran con nosotros. Cuidado con Drácula, Comala, el Anima de Sayula y anexas. En su nombre y en su memoria justificamos cualquier cosa. Si eran ateos los volvemos cristianos, y santos si fueron pecadores: por su propio bien --el nuestro--, como a menores de edad. ¡Lo que hacen de los grandes hombres sus descendientes gazmoños! Casi todo lo que se dice de los muertos son "mentiras piadosas", cursilerías y beaterías para dizque prestigiar a sus sobrevivientes.

Hay ocasiones, sin embargo, en que el buen vivo usa correctamente del buen muerto. Atesora dentro de sí su imagen, su figura, su conciencia, y la lleva como interno compañero portátil. Nuestros santos muertitos de la guarda. Escribe Alfonso Reyes sobre su padre, en Oración del 9 de febrero: a su muerte, "mis hábitos de imaginación vinieron en mi auxilio. Discurrí que estaba ausente mi padre... y me puse a hojearlo como solía. Más aún: con más claridad y con más éxito que nunca. Logré traerlo junto a mí a modo de atmósfera, de aura. Aprendí a preguntarle y a recibir sus respuestas. A consultarle todo. Poco a poco, tímidamente, lo enseñé a aceptar mis objeciones... Entre mi padre y yo, ciertas diferencias nunca formuladas, pero adivinadas por ambos como una temerosa y tierna inquietud, fueron derivando hacia el acuerdo más liso y llano." No cabe duda: los muertos se portan muy bien. Y sigue: "El proceso duró varios años, y me acompañó por viajes y climas extranjeros... Los salvajes creían ganar las virtudes de los enemigos que mataban. Con más razón imagino que ganamos las virtudes de los muertos que sabemos amar. Yo siento que, desde el día de su partida, mi padre ha empezado a entrar en mi alma y a hospedarse en ella a sus anchas. Ahora creo haber logrado ya la absorción completa y --si la palabra no fuera tan odiosa-- la digestión completa".

En épocas más aldeanas, la muerte de un familiar se comunicaba con una esquela ribeteada de negro, y sus exequias y aniversarios con estampitas en blanco y negro, provistas al reverso de citas bíblicas y oraciones dotadas de indulgencias, para que adornaran el devocionario: se llamaban "recordatorios" (Souvenirs pieux), título que dio Marguerite Yourcenar a uno de sus libros de memorias. Ahí cuenta de dos tíos remotos suyos, hermanos entre sí, que en la época de Marx y de Rimbaud adolecieron de romanticismo; uno, el menor, se suicidó joven, al ritmo de unas notas de Tannhauser que tocaba una cajita de música. Su hermano disfrazó su suicidio de accidente estúpido, pero piadoso, y trató de salvar su memoria. No pudo. Hacemos de los muertos lo que queremos, y ellos se portan siempre muy bien: no les queda otro remedio que quedar a nuestra entera disposición. Los volvemos nuestra imagen, los hacemos a nuestra medida; los usamos, los desechamos, finalmente los olvidamos.

Escribió el sobreviviente: "Ahora, muchos días transcurren sin que la sombra afectuosa del ausente reaparezca ante mis ojos. Pocas veces miro sus retratos, colgados en la pared de su cuarto; pocas veces releo sus cartas y, al encontrarme solo, ya no me sorprendo. Cuando escribo, ya no pienso en obtener su aprobación; si me hallo afligido ya no me acuerdo del que estaba siempre pronto a consolarme; corro solitario hacia mi destino..."
Porque en este rápido mundo contemporáneo hasta los muertos duran poco; son, ¿cómo le diría a usted?... casi desechables... (1991).

LOS PADRES TERRIBLES



Hace unos cuantos lustros tocaba a los padres escandalizarse de lo locos, inconscientes o inmorales que les salían los hijos, a quienes habían creído educar con tanto esmero, y se preguntaban como en la película de Pedro Almodóvar: "¿Qué he hecho yo para merecer esto?". Ah, los malos hijos, descarriados y pródigos, los muchachos terribles que sacaban canas verdes a sus abnegadas cabecitas blancas.

Pero la tremenda juventud de los años sesenta y setenta conforma la actual generación de padres de adolescentes, y ahora que está de moda el puritanismo y la repugnancia no sólo de cualesquier vicio y pecado, sino aun de cualquier exceso, los papeles se invierten --al menos en el prestigio público-- y quienes andan escondiendo algo, su pasado de relajos y socialismos y sexo y tabaco y comida chatarra y avándaros y rock pesado y cosas peores, son los padres. ¿A dónde van nuestros hijos? ya no es un título cinematográfico que convoque muchedumbre alguna, pero ¿A dónde iban nuestros padres? muy probablemente lo haría.

Empecemos por descreer de generaciones. No es cierto que en los años sesenta y setenta la mayoría de los jóvenes le apostaran a la bohemia ni al heroísmo vitalista, aunque estas atmósferas tuvieran cierto prestigio ostensible; la mayoría vivía, como en todas las épocas, según la rutina social, que es idéntica a la actual.

Del mismo modo, probablemente los jóvenes de hoy, aunque no anden gritando que haya que hacer el amor, quemar yerba, comer hongos y viajar a lo grueso, y se las dén de espantados calisténicos buscadólares de vida light, resulte que a final de cuentas se portan menos bien de lo que el actual prestigio social impone. Hay muchachos terribles hoy, como los hubo inocentes en las décadas del relajo.

Lo que sí existe es el prestigio social o cultural, la moda. Los años noventa del siglo pasado --la Belle Époque--, los veinte y sesenta-setenta de éste, fueron épocas que consagraron el gozo de vivir, la rapidez, el placer, la aventura; los años treinta-cuarenta y ochenta de este siglo, escarmentados de guerras y calamidades, por el contrario, encumbraron la moderación, la modestia, la austeridad, la salud, la religión...

Ahora está de moda ser un joven bueno... que tuvo papás tremendos. "¿Oye apá, y qué tú estuviste en Avándaro, y le entraste a esto y a lo otro, y...?". Cada papá hace lo que puede con el puritanote de su hijo: "No, qué va. ¿Yo? ¡Ni de chiste...!". Pero los hijos esculcan, preguntan, sospechan un pasado doors-joplin-hendrix-rolling-stoniano-che-guevaresco en sus papacitos que ahora, ¡míralos que monos!, se hacen que la Virgen les habla. "¿Yo? ¡Si yo no hacía nada!", dice apá.

Cuando la moda es que los hijos sean terribles, los padres se imaginan discotheques a todo volumen con chamacos que llevan la juventud a todo volumen, como estereo a punto de reventar; cuando la moda es que los viejos sean o hayan sido terribles, los chamacos se imaginan casinos donde gordos y pellejudos, con lentes y pelucas, juegan a la senilidad de vicios aburridos. El primer caso lo documenta, en el cine nacional, toda la serie de películas de rockeros de los año sesenta, con Angélica María, Fernando Luján, Enrique Guzmán, Lorena Velázquez de chicos dignos del reformatorio, y Marga López y Arturo de Córdova de padres abnegados; el segundo, las películas tremendas de María Félix: Camelia, Doña Diabla, La Devoradora...

¿Se acuerda alguien de "la brecha generacional"? De los hijos "rebeldes sin causa", incomprendidos por sus padres. ¿Se atreve alguien a defender a los padres ex-reventados, incomprendidos por sus severos hijos? La literatura sí. Hay libros hermosos sobre hijos relativamente tranquilos que de pronto descubren el pasado impropio de los padres: Mi papá y yo de J. R. Ackerley, sobre una amistad particular de papá; Retrato de un matrimonio, de Nigel Nicholson, sobre cuánto se querían papá y mamá, pero cómo amaban cada cual por su cuenta en perfecta complicidad; Archivos del Norte, de Marguerite Yourcenar, sobre ese papá enamoradizo y dado al juego, tan querible precisamente por travieso... Libros curiosos sobre el hijo que paternalmente comprende a los papás que de plano se erigen en chamacos eternos.

Lo otro es más común. Aun en épocas puritanas, los adultos que supieron vivir su juventud toleran y auspician --aunque finjan escándalo, nomás por llenar el expediente-- los pecados de juventud. Uno fue joven, y algún hornazo de juventud llega en los descalabros del cachorro. "Porque imagínate, mijo, diría alguno, que de pronto tu propio hijo te llegue a preguntar: ¿y tú papá, qué hacías de joven? Imagínate, mijo, que entonces tú tengas que responderle sin mentir: No hice nada". "¿Nada de
nada?". "Nada de nada". "Pues que lento, apá, de veras..." (1991).
EL DIOS DE LOS INCREDULOS




La mejor época para empezar a ser ateo es el final de la adolescencia, y la mejor razón para negar la existencia de Dios es haber sufrido vastamente a sus autonombrados y prepotentísimos representantes.

Hacia los diecisiete años el exalumno de escuela religiosa está en los límites del ateísmo práctico, ese que no se piensa ni mucho menos se confiesa, pero que se revela en un modo de vida no sólo secular, sino cínicamente pragmático y oportunista --"aquellos para quienes su estómago es su Dios", como dice la propia Biblia--, por más que se saquen de la sacristía del alma las viejas palabras piadosas cuando haya que transar al prójimo.

Otros aprendices de ateos, más honestos o arrogantes, intelectuales y difíciles, se niegan al mero ateísmo de facto y quieren un ateísmo de jure: se asoman a las teorías deístas, ateas o esotéricas con las que se pretende sustituir la ideología religiosa como sentido del mundo, moral social, identidad personal --"¿qué diablos hago yo en el mundo y para qué demonios tanta tos?"--, y toda una parafernalia filosófica de trascendencias y negociaciones celestiales.

El ateísmo moderno surgió a mediados del siglo XVIII como respuesta a un clero degradado y como arrogante grito de victoria de la razón sobre la sumisión mental a la autoridad: El testamento de Jean Meslier (1729), La nueva Eloísa de Rousseau (a través del personaje Wolmar), El sistema de la Naturaleza de Holbach (1770), y en fin, las obras completas de los philosophes de la Ilustración. El joven Shelley fue expulsado de Oxford por escribir un librito titulado Necesidad del ateísmo. Desde un principio, sin embargo, resultó que la raza humana no tenía los tamaños para soportar la incredulidad, que el ateísmo venía con su fuerte agregado de desesperación: de Sade a Nietzsche y a Dostoyevski, a Heidegger y Sartre.

Hubo entonces que crear nuevos dioses, ahora laicos: el nacionalismo, la familia, la ciencia, el progreso, el Ideal, la humanidad, la reencarnación, el socialismo, la filantropía, la lucha de clases, las liberaciones o exaltaciones étnicas y regionales, los esoterismos, los ovnis, etcétera. De ahí la burla jesuítica: "El que no cree en el Dios de san Ignacio, se pasa la vida hincándose ante cualquier imbécil".

El siglo XX produjo ateos civilizados, como Bertrand Russell: el ateísmo es un comportamiento simplemente humano e histórico que no puede negar fehacientemente que algún Dios exista (como tampoco puede negar que exista algún tipo de extraterrestres). Pero sigue siendo dura y yerma la vida para el ateo honrado que se piensa y confiesa como tal: "uno nace por casualidad, vive por inercia, muere por fatalidad", dice el personaje de La náusea sartreana.

Y la gente, aun los incrédulos, no quieren ni nacer por casualidad, ni vivir por inercia, ni morir por fatalidad; se rebelan a que sus vidas carezcan de sentido trascendente, a que sus seres queridos mueran de repente y ya sea como si nunca jamás hubiesen existido; a que sus valores sentimentales y existenciales sean meras metáforas y convenciones íntimas para hacerse la ilusión extravagantísima de que la vida tiene algún sentido, algún orden, algún equilibrio. ¿Padre, Hijo y Espíritu Santo? No: Casualidad, Inercia, Fatalidad.

El ateo bordea la angustia de dudar del mundo. Si nada le asegura la trascendencia religiosa de los seres, cosas y valores terrenales, ¿quién le asegura, entonces, que de veras él y lo que lo rodea estén de veras existiendo?, ¿cuál es el sentido de obrar correctamente?, ¿qué es la corrección? Todo parece desvanecerse en una especie de sueño disparatado. "Si Dios está muerto, todo está permitido", se dicen los personajes de Dostoyevski. Cuando todo está permitido, nada tiene entonces sentido: no hay límites, ni orden, ni estructura alguna.

Para muchos adolescentes honestos y arrogantes --de esos intelectuales y difíciles--, el ateísmo es emocionante frente a su mundo joven. Se vuelve importante, casi heroico independizarse de los totems tribales y empezar a pensar por cuentra propia y bajo el propio riesgo; el mundo brilla con particular verdor cuando se niega a trascendencias y futuros: es sólo un presente, una fragilidad velocísima, una vida sin pretextos, una responsabilidad inmediata. Es hermoso inventarse qué hace uno en el mundo, y cómo ha de hacerlo: es casi como inventarse materialmente el mundo.

Pero la persona se agrieta, se raja, se quiebra; tiene derrotas, desgracias, pérdida de entusiasmo; se le mueren los parientes y los amigos; crecen los miedos y las dudas; se cruzan los treinta, los cuarenta, los cincuenta años. Entonces ya no hay tanto ateo abierto ni, mucho menos, militante. Mermada la fe en el propio individuo, el adulto en bancarrota regresa a las veladoras, las novenas, los gritos histéricos ante la foto del papa, la fe en dioses como monitos de cementerio. Así, como los ídolos de piedra y barro de la prehistoria. Y entonces, con la frente en el polvo, el incrédulo sobreviviente constata que nunca pasa el tiempo y que el viejo melodrama totémico jamás ha terminado(1991).

EL CATOLICISMO EN LOS NOVENTAS




Es necesario no confundir las modas ni los titulares de los periódicos con la realidad. Así como en los años sesenta y setenta las grandes novedades de la Teología de la Liberación y del compromiso con los pobres de algunos brillantes sectores de la Iglesia Católica no conformaron, ni con mucho, pese al tanto ruido, la esencia ni el peso fundamental del catolicismo en esa época, las grandes movilizaciones católicas que ha logrado la repolitización eclesiástica de Juan Pablo II distan mucho de conformar, pese a los escándalos políticos y publicitarios, una señal esencial o profunda de la religión en nuestro tiempo. Esas movilizacion consituyen, nada más pero nada menos, precisamente lo que son: hechos políticos de primera importancia.

1) En diferentes países, por diferentes causas y en diferentes medidas, las estructuras estatales, sociales y civiles modernas han sufrido desgastes o bancarrotas, de modo que ahora, y a diferencia de otras épocas, el gran villano o el gran perdedor ya no es la Iglesia ni el partido de los clericales, sino --con diferentes medidas-- los burócratas, los militares, los ideólogos, etcétera.

En Europa del Este, el odio al burocratismo, al militarismo a la tiranía y sobre todo a la pobreza y al fracaso econónimo, se manifiesta en un gran apego a la institución víctima de aquéllos, que ahora aparece pura y hasta revolucionaria. De nada sirve, por ejemplo, recordar el pasado infame de la iglesia católica durante la época de las monarquías estúpidas y tiránicas de la Europa del Este de hace medio siglo o un siglo: ahí están, evidentes, los grandes crímenes de los enemigos de la Iglesia, y ésta brilla como la única institución al parecer no corrompida por las tiranías de la posguerra.

¿Pero esto es religiosidad? No: es coyuntura política. Y puede cambiar muy pronto, conforme la Iglesia se desgaste al actuar políticamente como poder predominante. Demasiado pronto: en Europa del Este se culpa de todo a los rusos, al militarismo y a los tiranos y se espera todo de un republicanismo clerical neomonárquico (con nostalgias de nacionalismos del siglo XIX) y de un neocapitalismo milagroso generosamente financiado por las potencias occidentales. Si no hay ese financiamiento tan generoso, las contradicciones internas de esos países volverán a aflorar, y se culpará de muchas cosas a los nuevos gobernantes clericales pro-occidentales, como ha ocurrido en otras épocas en Europa y América. La Iglesia, para decirlo en breve, se sacó el tigre de la rifa en Europa del Este: o la salva o desmiente su mesianismo anticomunista ahora tan movilizado. De cualquier manera, en esos países nunca la Iglesia ha sido tan estúpida o criminal como resultaron los redentores laicos. No hay un Cardenal Caecescu.

2) No hay tal reascenso de la religiosidad en los países industrializados, donde el bienestar político y económico, por el contrario, ha aumentado la secularización de la sociedad. España, Francia, Alemania, Inglaterra, Italia, Estados Unidos, Canadá son menos religiosos que hace diez años porque son más tranquilamente terrenales. Tienen en todo caso una religión limitada a los ritos fundamentales y ya, y no extendida a una burocratización clerical de toda la vida pública, como se pretende en Europa del Este y en América Latina (y lo es en Israel y en los países musulmanes).

El reascenso del clericalismo en los noventas constituye, por ello, un fenómeno --de sobra documentado en todas las épocas-- de países pobres, azotados por guerras, calamidades y miserias, donde se espera algo de lo imposible (la religión, lo ultraterreno), después de que todo lo terreno y lo posible (gobiernos, ejércitos, partidos, ideologías, universidades, grupos civiles, ciencias, tecnologías, programas) ha fracasado: Latinoamérica y Asia son mucho más religiosas que hace una década; esto es, menos terrenales: sus países están más pobres, más nerviosos, más confundidos. Nunca se reza tanto como durante los fines-del-mundo, los terremotos, las epidemias, las guerras, las hambrunas. El poder de los curas en las sociedades es como el ajetreo de las ratas en los barcos: síntoma de naufragios.

3) México: en estos diez años el Estado sufrió una bancarrota. Perdió. Así como el comportamiento de los prelados y curas durante la Colonia ayudó a las filas insurgentes, y luego, durante las guerras y desastres del México Independiente, obligó aun a los creyentes a volverse liberales matacuras; y luego, durante la Revolución y la guerra cristera, hizo que el poder clerical apareciese como manipulador del atraso y enemigo del progreso; así, exactamente de la misma manera, los desastres económicos y sociales del Estado, los desastres morales de los funcionarios durazos y díaz-serrano, han abonado en favor del clero. Y no basta a los ateos o defensores del laicismo clamar: ¡Pero si yo no soy López Portillo, ni la Quina, ni Fidel Velázquez, ni Jonguitud, ni...! Los católicos de antes decían lo mismo: ¡Pero si nosostros no somos Miramón!

Todo lo que los anticatólicos puedan argüir de la Iglesia Corruptísima es cierto: los prelados estúpidos y ladroncísimos de la Colonia y el siglo XIX; los obispos vendepatrias que llamaron y adularon a los invasores y celebraron tedeums en catedral en honor de los ejércitos norteamericanos y franceses cuando el país sufría sus derrotas militares más dolorosas; los curas y prelados polkos y cristeros, los asesinos de agraristas y maestros rurales; los linchadores de Canoa, de Cúcara-Mácara, del Museo de Arte Moderno... Pero la gente tiene y quiere tener poca memoria. El Estado no quiere tener ninguna: ha sido evidentemente cómplice del terrorismo clerical por lo menos en las últimas décadas.

Y en cambio, todo mexicano sabe las múltiples corrupciones y claudicaciones y desastres de la burocracia política. El Estado de ahora aparece con menor respetabilidad que nunca frente a una Iglesia cuyas décadas de castigo la limpiaron de toda culpa. ¡Ahora resulta que es la democrática, la amante de la justicia, la...! También muchas otras instancias sociales y civiles han fracasado: los partidos de izquierda, las universidades, los medios de comunicación, y en todo caso han querido ser cómplices del fortalecimiento del poder clerical. Démosles las gracias de la papamanía mexicana también a la ineficiencia de los intelectuales y periodistas mexicanos; a la cobardía, indiferencia o ineptitud y de los artistas y médicos y maestros; a los dueños de todo poder social o económico, que no han querido ni podido crear una cultura laica independiente de la del Estado, ahora tan molesta aun para el Estado mismo. El dinero necesita de la Iglesia. Los intelectuales quieren que el cardenal Corripio los ilumine. Los médicos piden que las monjas los orienten en asuntos como la planificación familiar o la prevención del sida... ¡Ah, y los universitarios! ¡Los universitarios!

Un ejemplo: un autor universitario y académico respetabilísimo, al que no se puede tachar de ideológico (y si así se le tachara, sería claramente de conservador), ha demostrado mediante irrefutables y clarísimos argumentos historiográficos que son una de las escasas honras de la academia y de la universidad, que --más allá de la fe, y la devoción-- no existen pruebas de que Juan Diego haya existido y sí múltiples argumentos de que se trata de una invención, para la que la Iglesia ha echado mano a recursos tan poco virtuosos como la falsificación de documentos y cuadros. La investigación de Edmundo 0'Gorman, Destierro de sombras, se ha realizado y publicado en la UNAM. Bueno: pues la universidad la tiene bien escondida. Cuando tira una piedra laica, esconde la mano. Y, ¿dónde están los académico, los universitarios, los políticos, que siquiera den señas de haber leído ese libro fundamental. En ningún lado. Dejan que todos los medios de comunicación difundan las mentiras clericales que la academia y la universidad laicas han refutado. Dejan que el clero ignorante, mentiroso y fanático sea la inteligencia de la nación. Pierden por complicidad, corrupción, cobardía o ausencia. Que con su pan se lo coman.

4) La política es el arte del oportunismo. Y ahora que la Iglesia, como poder terrenal, como fuerza política, ha ganado terreno, nuestros políticos, intelectuales, empresarios, profesionales y hasta la gente común y corriente se ponen de su lado. Ha llegado el momento del silencio para el laicismo.

¡El laicismo del silencio!

A los ateos, librepensadores, jacobinos o cristianos independientes les tocan ahora los tiempos de la clandestinidad y el silencio. Si no es que, como en tiempos feudales, los obispos se nos vuelven generales y líderes de la CTM, y nos gritan látigo en mano: ¡A rezar, cabrones! ¡Corruptos y pendejos, pero bien guadalupanos!

Y que no nos hablen del 90% de población católica. Esa no cuenta. Los pobres no cuentan, más que cuando son movilizados por los ricos, sean éstos curas, caciques, políticos, empresarios. Son los ceros que necesitan la cifra positiva para existir, multiplicados; una cifra positiva que antes fueron los militares y los licenciados, y quizás ahora también, pero después de negociar con los presbíteros (1990).

¿LOS CURAS EXENTOS DE IMPUESTOS?




Antes siquiera de que les den el pastelote legal por el que tanto han conjurado, chillado, grillado y pronunciado chirlísimos sermones, los curas ya se están comiendo todo los demás. Ahora resulta que sí quieren tener propiedades, riquezas e ingresos con todas las de la ley, pero que de ninguna manera están dispuestos a pagar impuestos.

Obispos y voceros episcopales han declarado, así, con toda la carota, y la falsa blandenguería oratoria que se queda de tanto predicar para quinceañeras de todos los sexos y todas las edades, que el clero no debe pagar impuestos porque su actividad no es lucrativa, sino de servicio público (además, supongo, de sacrosanta, inexorable, deletérea, inefable, coleóptera y dicotiledónea).

De concretarse este privilegio fiscal de los curas serán los únicos mexicanos exentos de impuestos por rango profesional, ministerial y corporativo. ¿El México modernizador del presidente Salinas, que abandona el viejo sistema corporativo estatal, empieza un nuevo corporativismo clerical?

"Los obispos mexicanos rebuznan", decía impecablemente fray Servando Teresa de Mier, y en efecto: nunca les han dicho --ni han estudiado en sus seminarios y cofradías-- que no sólo las "actividades lucrativas" (y claro que es muy lucrativo ser Cardenal Arzobispo Primado de México, ¿a quién le quieren ver la cara?) pagan impuestos, sino que en México sobre todo pagan impuestos las actividades laborales. Pagan impuestos quienes trabajan.

De hecho, los grandes negocios del capital pueden evitar pagarlos (porque no están gravados, o porque hay decenas de formas empresariales de evadirlos), mientras que el trabajo asalariado o por cuenta propia jamás tienen forma de quitarse al fisco de encima. ¿Los albañiles pagarán impuestos y los arzobispos no? ¿Las vedettes que cantan bien han de pagarlos, y no los cardenales que cantan mal?

Los curas pueden alegar todos los prestigios celestiales, astrales, coleópteros y dicotiledóneos de su ministerio, pero la ley no puede hacer diferencia entre seres humanos. Nadie le está cobrando impuestos a la Virgen de Guadalupe, pero el abad sí debe pagarlos.

¿Ante la ley el trabajo profesional de un cura será privilegiado insólitamente --Hacienda dirá: "No he hecho nada semejante con ninguna otra profesión"-- por encima del campesino, del médico, del profesor, del gendarme, del matacuras, de los ventrílocuos y de los héroes de la lucha libre?

El clericalismo, dicen, es servicio público; ese precisamente, el enmayusculado Servicio Público, era el carácter oficial de las funciones de Arturo Durazo Moreno, pero este inolvidable servidor público debió pagar algunos impuestos.

Todo trabajo es a fin de cuentas servicio público, no se la jalen: la enfermera y el matarife, el comerciante y el industrial, el burócrata y los mariachis. Y toda alta jerarquía es lucrativa.

Hasta las prostitutas hacen el servicio, ahora sí que público, de consolar a los feos, borrachos, viejos, solitarios y jareosos, y sobre todo a los chamacos alebrestados, para que no se les encimen todo el tiempo a sus noviecitas decentes. Esta comparación del cura con la prostituta no la hago sólo para molestar. Son dos oficios que claramente existen, que son evidentemente solicitados, y que han sido negados por la ley. Tampoco las prostitutas tienen personalidad jurídica. Ojalá se la den pronto, y entonces también clamarán que su servicio público no ha de pagar impuestos. Desde luego, una callejera gana menos que un arzobispo. Aunque no insistan (todavía) que la suya es profesión celestial, deletérea, astral, coleóptera y dicotiledónea.

Debe diferenciarse claramente entre Iglesia y clero (la Iglesia tiene un 99 por ciento de pueblo laico, el clero no), y entre curas y curas. ¿Qué va a ser propiedad de los curas y qué va a ser propiedad del pueblo católico? ¿Puede un obispo, abate, orate o sacristán quedarse con bienes religiosos de la comunidad, venderlos, rentarlos, permutarlos, cambiarles la fachada barroca, tan vieja y fea a su moderno gusto formado por los Epístolas de San Raúl Velasco, por una reluciente de plástico de Disneylandia?

¿Y de los bienes que sean del clero en sí, cuáles sí son de beneficio público y cuáles de uso privado? ¿Es lo mismo un dispensario de parroquia pobre que una suntuosa finca de vacaciones de alto clero en Valle de Bravo? ¿Ha de exentarse de impuestos lo mismo a la casa de un arzobispo que a una destartalada casa de cuna atendida por monjas? ¿Las grandes escuelas religosas no pagarán impuestos, ahora que sean abiertamente del clero, y sí las facultades de medicina laicas, nomás porque será constituicionalmente declarado más noble aprender a traficar con indulgencias (y bendiciones papales, en su caso) que aprender a rebanar y jeringar al prójimo?

Deben diferenciarse asimismo los trabajos de los curas: no es lo mismo un párroco pobre o un párroco de indios, que un episcopal jilgerillo perfumado que se especializa en desplumar viudas ricas y hacerlas testar en favor de la Santa Madre, como dijo Manuel Buendía. Exenta, la Santa Madre (que no es lo mismo, que la santa exenta de madre). No es lo mismo un cura secular que ruletea por su cuenta y a destajo que un miembro de una orden corporativa que asume las propiedades y bienes de todos sus miembros.

Porque entre el clero también se dan las habas. Actualmente hay pleito entre curas y obispos por una parroquia, y han llegado a los trancazos y hasta al Ministerio Público, para mi regocijada y ecuánime lectura del caso en un periódico de crímenes, con fotos y titulares grandototes. Los curas también transan, y ahora que van a tener más personalidad jurídica y poder económico, pues mucho más. ¿Sic transit? No: Sic transat.

Los curas no quieren pagar impuestos. Especialmente los obispos.

Primero dijeron que ya no querían ser "mexicanos de segunda", sin personalidad jurídica ni capacidad de enriquecerse; ahora que la van a tener, ya tampoco quieren ser mexicanos de primera.

Quieren ser mexicanos exentos.

Al ratito la Mitra va a querer ser la propia Secretaría de Hacienda.

Hace décadas, para proteger la actividad artística, se propuso algún reglamento mediante el cual los pintores podían pagar sus impuestos en especie, en obra. Así, no estaban exentos, pero casi casi. Siguiendo tal precedente, propongo al Santo Fisco el siguiente Concordato Mexicano con la Santa Mitra: a saber, que los curas paguen sus impuestos en estampitas, escapularios, medallitas y sobre todo --ojo príistas creyentes-- en indulgencias, especialmente las indulgencias plenarias; así, todos los funcionarios gubernamentales saldrán de sus funciones públicas --otros del servicio público, próceres, deletéreos y dicotiledóneos-- totalmente perdonados, blanquitos, como recién bautizados. Y san Pedro no hará auditoria alguna de sus transas.

Sí, que el clero pague con indulgencias. Así, al menos, no se dirá que está privilegiadamente exento de toda obligación fiscal. Digo, que se mochen siquiera, perdonando de antemano a otros servidores públicos, como Durazo, y también a las enfermeras, matarifes, bailaores, toreros, vedettes, articulistas matacuras y a toda la afición en general. Para que nadie les diga que por qué andan exigiendo privilegios fiscales en este, je, imparcial país de la igualdad democrática ante la ley (1991).
EL CLERO, SEMILLERO DE ANTICLERICALES




La primera consecuencia del actual reacomodo entre las cúpulas política y clerical de México --que no entre los derechos políticos y religiosos del pueblo mexicano, que siguen tan severamente vigilados como siempre--, es la inmediata producción de anticlericales.

En alguna sobremesa, con la inspiración de unas cuantas copas, algunos amigos descubrimos el agua tibia: casi todos los intelecuales jacobinos de México provienen (provenimos, dijo el otro) ¡de las escuelas religiosas! Casi o sin el casi se podría trazar una regla de proporción directa: entre más hayan sido los años que hayas soportado a los curas, entre más poder de lavacocos hayan tenido sobre ti, entre más chismes de tu intimidad y de tu familia hayan querido extraerte en el confesionario; entre más babosadas de historia clericalizada de México hayan querido meterte (en lo que santo Domingo Savio o María Goretti hubiesen dejado vivo de tus neuronas), cosas del tipo de que Iturbide "independizó" México, Miramón lo "exaltó" y los cristeros fueron los "mártires" y "verdaderos héroes" de la Revolución Méxicana; entre más se hayan entrometido monjas y curas en tus sueños húmedos o secos de adolescente, en tus amores o remordimientos, en tus ocios o labores, bueno, más anticlerical serás. No falla.

El anticlericalismo no surgió de logias masónicas ni de mítines marxistas: surgió de los propios conventos, seminarios y parroquias, de entre el mismo clero, de las víctimas del clero desvergonzado y usuero. A los odiadores sistemáticos del clericalismo se les llama jacobinos, no por el buen Juan Jacobo Rousseau, sino por los anticlericales dominicos que se reunían en un convento de la calle de Saint Jacques, en París, a finales del siglo XVIII. Entre estos jacobinos destacaron los seminaristas, párrocos y abades; hubo obispos. El anticlerismo de la Ilustración y la Edad Moderna es la respuesta al abuso intelectual, moral, espiritual, económico y político del clero durante muchos siglos.

En México proliferó, por las mismas razones, en las décadas posteriores a la Independencia; si como ha demostrado recientemente José Woldenberg, la Constitución de 1917 es más radical que la de 1857, se debe a varias razones: una de ellas, a la actuación del clero durante la invación y ocupación francesas del país, de 1864 a 1867, cómplice criminal del invasor, ya que las cúpulas clericales habían llegado a unas componendas abusivas con don Porfirio. (Búsquense exalumnos de religiosos entre los anticlericales del 57 y del 17; abundarán.) Pero también a que el siglo XX creyó en la posibilidad de establecer Estados gigantescos que funcionaran asimismo como iglesias. Caudillos y presidentes como emperadores que también fueran sumos sacerdotes. Leyes, constituciones e historias patrias como credos e historias sagradas. Una contaminación clerical del Estado.

La actual recuperación política, no de la Iglesia mexicana, el pueblo católico sigue tan pésimamente atendido como siempre (por eso y con razón, a veces se vuelve protestante: las "sectas" lo atienden mejor), sino del clero, no es evitable. Ya ganaron. Están ya en el poder. Pero debe mucho menos a sus propios méritos, un Priggione o un Corripio gemelos son de los López Portillo y los Martínez Domínguez, que a los deméritos del Estado secular que quiso convertirse en iglesia.

Lo que jamás podrá volver, es la ambición de los Estados poderosos en países sin formación democrática, tales como las nuevas naciones de América Latina, Africa, Asia, y las surgidas de la desintegración de los imperios ruso y astrohúngaro --la URSS y Europa Central--, de erigirse como iglesias; de imponer sus ideologías como catecismos, credos y teologías; de establecer sus ritos como liturgia y a sus personeros y caudillos como santos, beatos y arcángeles de un culto laico. Lenin como san Miguel; Plutarco Elías Calles como san Gabriel; Fidel Castro como san Luis Rey.

En estos países anticlericales se intentó suplir el vacío que dejaba el antiguo poder clerical con un Estado abusivo que funcionara clericalmente. Una iglesia sin Dios, pero con papas, cardenales, simonías, confesionarios, santa inquisición, directores espirituales, indulgencias, altares: todo laico, pero todo clerical... Un clericalismo laico de partido oficial. Políticos que funcionaran como obispos, además de como banqueros, policías, verdugos. Su Ilustrísima Avila Camacho; el reverendo Díaz Ordaz. Esos países lograron hacer de sus Estados nuevas Iglesias seculares... y lograron que sus pueblos los odiaran, como en siglos anteriores se había odiado a los obispos, curas y abades. Ahora se odia a los políticos como en la Reforma se odiaba a los abades.

El Estado se desestatiza; se entrega a los obispos la Secretaría de Lavado de Cerebro, Ofuscación de las Conciencias y Consuelos de la Superstición. No tardarán en ser visibles sus nuevos abusos. Ni en darse, como un diluvio, las legiones de nuevos anticlericales (1991).

LA REVOLUCION ES EL ALTAR DE SUS INTERPRETACIONES




Muchas muertes se le han anunciado a la Revolución Mexicana, pero ninguna de ellas ha resultado tan patente como se pretendiera, acaso porque los fantasmas nunca mueren dos veces.

La Revolución Mexicana en sí --el enjambre de revueltas, batallas, conjuras, motines, asonadas, utopías, leyes, ideales, proyectos políticos y sociales que se dieron multitudinaria y simultáneamente en México entre 1910 y 1920-- desde un principio estuvo muerta como hecho histórico objetivo, para revivir, más poderosa todavía, como caudal de interpretaciones, como revolución simbólica. Esta, la simbólica, es la revolución que todos conocemos y que se conmemora todos los días.

Después de 80 años de que estallara la revolución, no queda muy claro, por lo menos en las proporciones que se requeriría, que haya sido un hecho histórico tan radical como para diferenciar cualitativamente en los aspectos social y económico a México del contexto de los países latinoamericanos: no somos menos desiguales que nuestros vecinos del sur, por más que contemos con la gran revolución de la miseria; tampoco somos menos atrasados que otros países subdesarrollados de potencial semejante al nuestro. En sus momentos más afluentes, México ha sido en el siglo XX sólo un avanzado dentro de los subdesarrollados... como ya lo había sido con don Porfirio, antes de la revolución. Se dirá incluso, y con verdad, que nuestra revolución socializante buscó acelerar la creación de una clase burguesa y que nuestra revolución campesina se propuso desvalijar al campo en favor de las ciudades.

Sea como fuere, en el campo simbólico la Revolución Mexicana es el gran hecho mexicano del siglo XX. Las diversas facciones se reencontraron en esta mistificación que no dejó de incorporar ninguna bandera local o internacional en su especiosa alegoría: católicos y ateos, conservadores y liberales, socialistas y capitalistas; ricos y pobres, demócratras y autoritarios, pacíficos y violentos, militares y civiles; indios, mestizos y blancos, arcaicos y modernos, regionales y cosmpolitas, todo mundo alcanzó algún perfil y su abalorio en el conglomerado altar barroco de la Revolución Mexicana, hecho para conmemorarse, para aglutinar banderas y símbolos, para abarcar todo el espacio real y mítico de la nación y no dejar nada afuera.

En cierto sentido, esta ideología de la Revolución Mexicana siguió los pasos del sincretismo católico: había que abarcarlo todo, jerarquizándolo y neutralizándolo; todo lo que quedase fuera, sería lo enemigo. Y casi nada quedó fuera de este ídolo proliferante, entre 1910 y 1970. En la realidad, la Revolución Mexicana incluye --en cuanto reinterpreta y dota de significación beligerante moderna-- a Teotihuacán y a Hernán Cortés, a los Niños Héroes y a Cuauhtémoc, a los mixes y a los tarahumaras, a los jesuitas y a los mayas, al mole poblano y al jaripeo. Nada que sea mexicano puede quedar fuera de la Revolución Mexicana.

Sin embargo, el encargado de edificar y distribuir dones y funciones en semejante Baal ideológico, era la burocracia política, que se otorgó a sí misma, "patrimonialistamente" --la patria soy yo y el erario mi cartera-- privilegios excesivos. Como un "doble" mítico del país, el sistema revolucionario --sus corporaciones, sus caciques y líderes, sus dinastías, sus compadrazgos, sus inercias, sus agradecimientos y venganzas-- creció demasiado y demasiado injustamente. La CROC, la CTM, la CNOP, la CNC, Fidel Velázquez, cualquier secretario del secretario del secretario, la Policía Judicial, la secretaria de la secretaria de la querida de...

A principios de los años setenta, ya era visible en los más variados sectores sociales el malestar ante esta amañada distribución de lo "revolucionario". Resultaban más "revolucionarios" los líderes petrificados o totalmente inútiles que los efectivamente poderosos empresarios privados (especialmente la burguesía financiera, pero asimismo los grandes jerarcas de la industria y el comercio), que las clases medias urbanas, que las organizaciones campesinas, que el clero, que... Y conste que nadie podía ser mexicano si no era muy revolucionario, esto es, muy del PRI y en la gracia de los mandamás en turno.

Entonces, por diversos rumbos del espectro político, ya no se quiso tanto, como antes, lograr un nicho y una función mayores en el Altar Revolucionario: se empezó a buscar otro tipo de ser simbólico, de orden mítico o ritual, de escala de valores. En los años ochenta, la presencia simbólica de la Revolución Mexicana --mejor dicho, del Estado Revolucionario como detentatario de la Historia y sus símbolos-- se ha visto cada vez más reducida, a veces hasta la total pequeñez, como en el momento en que los villanos tradicionales (por ejemplo: el clero, los cristeros, los ricos extranjerizantes) recuperan rápidamente el poder, la capacidad de convocatoria y la fuerza que --ahora sabemos-- nunca perdieron. Durante la segunda visita del papa Juan Pablo II se vio que ya no eran la Revolución Mexicana ni sus líderes las presencias simbólicas contemporáneas con mayor capacidad de convocatoria, con mayor credibilidad, ni las que contaban con grandes ofertas emocionales, políticas, mentales, culturales de cualquier tipo. ¡Qué tristes los desfiles conmemorativos de la Revolución, frente a una misa del papa!

Todo mundo ha escrito cuanto le ha venido en gana de la Revolución Mexicana. Y todo mundo ha tenido razón. Un hecho histórico de masas, con tantas aristas y direcciones, que en su propio tiempo se volvió un conjunto casi sagrado de símbolos, y que desde entonces no ha dejado de conmemorarse ni de extraer de sí caleidoscopios casi teológicos de ritos, verdades, reliquias, profecías y totems, no puede carecer de nada. En este orden de ideas llegó muy temprano, sobrecargado de significaciones, a la insignificancia. En todo se tiene razón: luego, en nada se la tiene.

Pero este Baal alegórico no ha reinado en la conciencia de la nación ocho décadas impunemente. La Revolución Mexicana es también todo lo que múltiples generaciones de mexicanos ha soñado, deseado, temido en ese tiempo. Revolución Mexicana es militarismo y es bandolerismo social, es mesianismo y masacre, es el arrojo para escapar de la rutina lentísima de la historia en los países con hambre y atraso; es nacionalismo, es indigenismo, libre mercado, economía dirigida, cuartelazo y bolsa de valores; es servidumbre ante los caudillos inspirados; es machismo, ganas de guerra, épica elemental de película de balazos; es un ineficiente paraíso de leyes que rediman de la violencia y la muerte, a través de un averiado cosmos de verdades; es campos calcinados, paredones, tiendas vacías, largas filas de hambrientos tras los trenes, capitanes beodos quebrándose a los catrines en las cantinas; es un ruidoso orden nuevo, ya que el anterior se había vuelto un camposanto calladito.

Este abigarrado enjambre cívico-sacro no se va a caer solo, por más que lo queramos denunciar como Baal de utilería, de la misma manera que no se cayó la ideología católica --ya no religión en sí, sino la interpretación clerical y supersticiosa del país hecho por las sotanas--, porque sin tales altares simbólicos la sociedad se siente huérfana. México parece encaminarse hacia la creación de nuevas alegorías que lo acompañen y le den orden y sentido a sus proyectos; sean estas cuales fueren, no podrán eludir ni las visiones arcaicas sobrevivientes del México clerical y despótico de tantos siglos, ni las del México burocratizado y semiautoritario de tantas décadas. No podrá eludir ni a Calles ni al padre Pro.

Por el momento, la Revolución Mexicana como altar totalizante de la patria, como nudo de interpretaciones sociales, como el otro-yo simbólico de México, aunque sigue siendo algo entrañable, ya es visto por grandes muchedumbres con la ironía, la suspicacia, la distancia, incluso el temor con que en décadas pasadas sólo se atrevían a mirarla algunos pensamdores audaces nacidos para vivir y pensar en minoría.

Pero en este, como en otros casos, aunque se rumore por todos lados que ya tenemos muerto que velar, no podrá nadie decir que ha muerto el rey sin contar al menos con la sospecha de que su sucesor está en camino. De cualquier manera, 80 años no fueron una vida corta para una Revolución Mexicana tan atrabiliaria y exigente, tan ambiciosa y ubicua --de hecho, si se le dictara acta de defunción oficial hoy mismo, sería a pesar de todo una de las grandes revoluciones longevas. Tanto, que no faltaron quienes la creyeron eterna. ¿Hay revoluciones que duren 100 años? La mexicana casi lo pretende (1990).

EL PAIS DE LAS ESTADISTICAS




Durante los milenios y los siglos que antecedieron a la prédica del progreso y la modernidad en México, no supimos de estadísticas. Eramos pobres e indocumentados. Tanto en la época prehispánica como en la colonial, todo dato, aun los que ahora nos parecerían inofensivas y aburridas cifras de tributación, exportación, importación, producto interno bruto y zarandajas por el estilo, eran secreto de estado. Un secreto tan intricado, tan perdido en la multifoliada alcachofa de la burocracia hispánica, que ni los reyes, validos y ministros lo conocían.

Llegó el progreso y llegaron las estadísticas. Los Borbones en el trono español se dieron cuenta, en la primera mitad del siglo XVIII, que una modernidad ilustrada llamada estadísticas les traía una pésima noticia: que Francia sólo en Haití conseguía extraer más riqueza agrícola que España en sus múltiples dominios. Se continuó con el secreto, pero se introdujeron estadísticas y, a partir de ellas, planes de modernización del dominio colonial que produjeron un considerable aumento de las riquezas que el imperio español recibía de América pero también que los americanos trataran de independizarse de España. Y lo lograron.

Una de las primeras cosas que los criollos americanos se pusieron a hacer para deshacerse del yugo español, fueron las estadísticas. Pero se lanzaron a un método muy alegre: las embellecieron. Creyeron que la Nueva España era inmensamente rica, inmensamente fuerte, inmensamente poderosa; estas estadísticas hermoseadas de la realidad nacional llevaron a la independencia, pero también a las guerras internacionales. México creyó poder vencer a todo mundo, provocó y se dejó provocar por todo mundo, perdió casi todas las batallas, hasta que los liberales de 1857 llegaron con nuevas estadísticas: México era un país pobre, mal organizado, peor comunicado, pésimamente organizado, con una caótica desproporción entre los bienes, los derechos, la cultura y el trato de sus habitantes. Las estadísticas de Juárez eran de un país en quiebra que había que poner a andar desde menos cero.

Don Porfirio inventó un sistema que se ha puesto de moda en estos dos últimos sexenios, aunque en rigor nunca ha cesado, y ha conocido explotación intensiva desde la época de Avila Camacho: hacer estadísticas muy científicas, que presentan un país abstracto, pero el país que hay que gobernar, el único que importa, aunque el otro país, el de la realidad cotidiana, nada tenga que ver con él.

Importa que las estadísticas estén balanceadas, no que haya justicia en la sociedad.

Importa que las finanzas estén saneadas, no que haya salud económica en los hogares.

Importa que haya sumas con muchos ceros en las estadísticas económicas, no que las personas tengan dinero suficiente para vivir con cierta dignidad, digamos un tanto lejos de la Edad de las Cavernas. Las estadísticas no hablan de los Mendigos, la Picaresca y la Corte de los Milagros del país de la miseria, la transa, el desempleo, la propina, la mordida.

Hay dos maneras de hacer cine, decía John Ford: con caballos o sin caballos; la diferencia está en que el cine con caballos cuesta el doble. Hay dos maneras de mentir: con estadísticas o sin estadísticas; la diferencia está en que las mentiras con estadísticas cuestan el doble. ¡Cómo todo mundo se ha puesto a hacer encuestas, estadísticas, escenarios! Cada quien demuestra lo que sea con las cifras que quiera. Charlatanería de las matemáticas y de las gráficas.

Ahora resulta que el país es rico --tiene superávit, como Japón, y no el tremendo déficit de desarrollados países como los Estados Unidos--, que a su presidente lo apoya el ochenta y tantos por ciento de la población (a Bush, lo reprueba el sesenta y tantos por ciento, a Gorbachov más del ochenta por ciento, al presidente de Chile otro ochenta por ciento), que nadie en México duda de la limpieza electoral, que todo mundo en México adora al PRI, que la crisis quedó atrás, que todo crece, que el dinero sobra... Ah, las estadísticas.

Ya sabemos que en la calle la gente vive el doble de mal que hace diez años; que falta agua potable en todas partes, que todos los desagües están azolvados, que el cableado telefónico y todas las instalaciones eléctricas están para la basura, que la policía es el hampa impune, que las escuelas y los hospitales... Pero esto es rollo. Y la modernización no echa rollo. Sólo echa ¡estadísticas!

Ahora que uno se pregunta qué puede ofrecer México en el Tratado de Libre Comercio, además de carne de cañón, esta experiencia administrativa se vuelve en extremo elocuente. Ah, nuestros dirigentes saben. ¡Los dirigentes de México siempre saben! ¿Qué no tenemos nada competitivo que ofrecer a Estados Unidos y Canada? Sí lo tenemos: ¡estadísticas!, y de las bien optimistas. Ya las quisiera el equipo de Bush para su reelección (1991).

EL PERIODICO DE AYER




"¿Hay algo más aburrido e inútil que el periódico de ayer?", se preguntó durante muchas décadas, sin que se encontrara respuesta.

El periódico fue, por más de un siglo, la expresión más alzada de la actualidad, de un ahora y un hoy tan furibundamente actuales, que volvían al inmediato ayer un vejestorio erróneo, más tedioso aun --y un tanto ridículo, por su pretensión de actualidad, ya echada por tierra con el paso de un solo día-- que las manifestaciones de la antigüedad.

Nuestro siglo dio bien pronto la respuesta: "¿Hay algo más aburrido e inútil que el periódico de ayer?". Sí, por supuesto que lo hay: el noticiero de ayer, por radio, o peor aún, por televisión. Eso sí que de plano no se soporta. ¿Se imagina usted coleccionando en su casa, en video, los Noticieros completos de Lolita Ayala o Jacobo Zabludovski?

El periódico de ayer tenía, sin embargo, prestigios domésticos: servía como envoltura mercantil altamente ecológica ("biodegradable") y no menos salutífero instrumento de limpieza un tanto áspera y posterior, cuando aún no se había inventado el "papel higiénico", ni el escritorio para emborronar semejante papel, el Water Closet; como piso desechable para las jaulas de los pajaritos, como gorro diseñado para exclusivo porte de boleros y admiradores de boleros; como relleno para zapatos mojados o protector para el momento de empacar vajillas y otros objetos frágiles. Los noticieron no ofrecen otros usos, son simplemente desechables. En la radio, los notieros de ayer se los llevaba el viento, y los de la tele se borraban para reusar el material de video. Dicen que ahora, al menos las grandes empresas, los conservan; me imagino a Jacobo Zabludovski como el feliz propietario de unos Noticieros completos de Jacobo Zabludovski.

Un saludable ejercicio de modestia para escritores y políticos, equiparable al medieval que mostraba a todos los reyes y jóvenes, y sobre todo al Príncipe Hamlet, las calaveras de los que habían florecido e imperado en este mundo, sería la visita a la hemeroteca: ahí se ve, apenas ayer, haciendo el tonto a los que parecían hacerlo y decirlo todo en esta vida: siempre las cosas terminan mal, o por lo menos salen de otro modo.

O sin moverse: cada quien, su propia hemero(video)(fono)teca. Uno está lleno de periódicos de ayer: posee ese incómodo armatostre anatómico, el cerebro, cargado de memoria --incontables "megas" que almacenan todo tipo de arbitraria y aun caprichosa información, como las cosas leídas en todos los periódicos de todos los ayeres, y vistas en los noticieros de radio y televisión. Uno se acuerda, se acuerda.

¡Las cosas que se dicen en el periódico de ayer! ¡Los éxitos y desastres que no se cumplieron! Y pensar que uno creyó en ello, o al menos lo vio como razonable --y si no uno, sí muchos otros, con dinero y poder. Cuando un presidente banquero dijo que, con él, saldríamos de la crisis en dos años --y ya llevamos diez--, y un secretario de Hacienda se asombró de que se hablara de crisis: "No hay crisis, sólo un problema de liquidez; casi, casi un problema de caja"; cuando íbamos a encontrar una ruta de desarrollo propia, entre el equipo glorioso del Tercer Mundo, y administraríamos la abundancia; cuando una "nueva" izquierda, surgida por generación espontánea, decía que así, como en locura de nintendo, ya había ganado pero rapidito y obvio y facilito, todas las elecciones para todo y en todas partes, y nomás esperaba que le barrieran los pasillos, para ocupar el Palacio Nacional; cuando algún intrépido empresario derechoso le atinó a la fórmula mágica para salir del atolladero de la deuda: "Con vender un estado, y ya está: como Baja California"... Y todos los cueros, estrellas, goleadores, pitonisas, campeones, declarantes, abajofirmantes, reinas de la belleza, ejecutivos junior, señores de la vida... Ahí, nomás de comparsas en el desgastado carnaval de sí mismo que es el periódico de ayer. Sic transit.

Ah, como si en una computadora personal, con sólo hacer funcionar el comando delete, pudiera uno deshacerse inmediatamente de tanta basura envejecida, de tanto "archivo" o recuerdo estorboso; el Hacedor no nos hizo computadoras IBM, y no tenemos más comando delete en nuestro programa, que los que colindan con (o aterrizan en el) manicomio.

Somos memoriosos redundantes, con la cabeza llena de periódicos, noticieros y hasta amarillentas vidas de ayer. Uno se acuerda, se acuerda. Pero hay gente inocente o escarmentada que cree saber que el periódico de hoy ya se está volviendo --ya es-- el de ayer, y que a final de cuenta los Grandes Temas y las Grandes Efemérides de los Poderosos y los Célebres de hoy ya están empezando a fracasar, a hacer el ridículo.

Esos lectores sabios siempre prefieren los monitos a los editoriales, el crucigrama al reportaje de candente actualidad, y los artículos sobre nada a los que se ocupan de los grandes temas. Al fin y al cabo, en nuestro propio siglo muchos monitos y horóscopos han sobrevivido ya a los imperios (políticos y comerciales) y a las ideologías (1991).