martes, 1 de diciembre de 2015

GENET

GENET PARA PRINCIPIANTES
Por José Joaquín Blanco



Jean Genet ha presidido durante el último medio siglo el tema homosexual en la literatura del mundo.  Seguramente no es el mejor ni el más profundo de los autores modernos que se han ocupado de historias o asuntos homosexuales, pero indudablemente a él le tocó, como a nadie en las últimas décadas, marcarlos con sus obsesiones, su estilo y su temperamento.  Y no sólo al asunto homosexual: su visión degradada, ruda, grotesca, demasiado teatral y gesticulante del amor carnal, también influyó poderosamente en los heterosexuales.
         Genet trató de desmitificar el amor, de quitarle intelectualizaciones e hipocresías, y de sustituirlo con otro mito: el amor sobresexualizado entre los seres rechazados por el mundo burgués, que establecen una especie de submundo o de infierno donde la carne se vuelve tirana y se rompen todo tipo de reglas sociales y morales.
         El mundo de Genet no es un reflejo puntual del mundo real, sino un mundo fantástico y metafórico: una especie de gozosa y trágica pesadilla, en la que aun el asco y el crimen se vuelven elementos seductores.  Sus rateros, travestis, locas, chichifos, marineros, policías, conforman una especie de exaltado sueño masturbatorio.
         No he mencionado la masturbación en un sentido figurado o moralista para calificar este tipo de fantasías sexuales del brutal mundo de Genet, sino objetivamente, como un hecho.  Gran parte de la obra de Genet fue concebida y aun escrita en la cárcel —el resto, con los hábitos de un expresidiario--; en Genet se da entonces, como en el Marqués de Sade, una especie de sensualidad solitaria que echa a delirar sus sueños y sus ensueños amorosos, en los que frecuente y peligrosamente la violencia, la suciedad y los perfiles grotescos resultan los fantasmas más estimulantes.  No intento reducir a Genet, ni a Sade, a un hecho clínico; sí señalar que las personas condenadas a largos confinamientos forzosos —presos, monjes, enfermos, marineros, soldados— participan de ensoñaciones masturbatorias muy semejantes.  Por lo demás, Genet aceptó siempre la educación sexual y sentimental de la soledad del preso, y con frecuencia sus personajes no hacen, sino inventan —entresueñan, narran— esos episodios eróticos, que quieren ser lo más extravagantes posible.
         La obra de Genet, en consecuencia, no debe ser leída en un sentido literal y realista.  No es un espejo que cuente la realidad; mucho menos, un ejemplo o ideal amorosos.  Es la creación artística de los sueños homosexuales de un solitario, los más escondidos y brutales, que nadie antes que él se había atrevido a confesar, y mucho menos a celebrar hasta con cierta intensidad épica.
         Por lo general, en décadas anteriores a Genet, la literatura había querido defender la homosexualidad como un amor digno y respetable.  Se quiso compararla al amor de los próceres griegos y romanos y de las celebridades del Renacimiento.  Alcibíades, Caravaggio; Adriano, Miguel Ángel. Se trató de inventar un paraíso de boy scouts desnudos y vigorosos en una deportiva amistad, en medio de la pureza del mundo natural (de Whitman a Stefan George).  Se habló de ella como un amor más inteligente o más refinado.  Ciertamente Gide (Saúl, Los alimentos terrestres, El inmoralista, Las cuevas del Vaticano, Los falsificadores de moneda) empezó a compararla con las aventuras y vicios de los intensos delincuentes juveniles, nuevos piratas del mundo moderno, y en algún caso —el de Marcel Proust— se defendió el amor homosexual como una sofisticada y exquisita decadencia en un mundo sobrecivilizado. Pero fue Genet quien dijo: éstos son nuestros sueños "cochinos", estas son nuestras realidades "cochinas", si se quiere; y no entre ángeles ni entre dandies melancólicos, sino entre cuerpos carnales llenos de apetitos violentos. Y como, en rigor, todo ser humano comparte las mismas pulsiones, también los heterosexuales, después de Genet —a quien, desde luego, santificó el heterosexual Jean-Paul Sartre— dejaron de tenerle miedo a esos sueños.
         La literatura de Genet fue una especie de cubetada fría en el romanticismo homosexual.  Los maricones "finos" (v. gr. Julien Green, en el prólogo de Le Malfaiteur), pusieron el grito en el cielo; querían seguir eternamente con libros y cuadros donde se pintaba el primer amor en el crepúsculo, los rostros bellos y los cuerpos jóvenes, el apretón de manos, los dandies efébicos y los perfectos gladiadores.
         Genet inventó otro romanticismo homosexual, acaso tan infantil e insuficiente como el anterior, pero necesario en su momento: el amor de nalgas y de vergas exageradas, de coitos y letrinas a todo volumen, con lonjas y olor de pies; el amor para la humillación y la degradación deseadas, el amor grotesco y fisiológico entre personajes sin mayor dimensión que la violencia de sus apetitos y de sus sueños masturbatorios obsesivos y elementales; personajes sin mayor profundidad que su sobresexualizada imagen de fantasma masturbatorio.  Genet incluyó, además, el amor en las cárceles y las letrinas, entre pura miseria y fealdad como panoramas cotidianos, entre la puñalada, el robo, la violación, la vejación, el escupitajo.  Así, dotó a la literatura de aspectos poco tratados antes; aunque la vida diaria, desde luego, jamás ha dejado de conocerlos ni de practicarlos más que profusamente.
         Acaso Genet se vaya volviendo con el tiempo menos una valiosa obra artística y más un precursor y una leyenda.  Fue él quien destapó la retama apestosa, y a partir de él han proliferado sus fantasías de sexo, ultraje, violencia, suciedad, melodramatismo-al-revés, contra-épica, anti-lírica de guiñoles grotescos; sobre todo con el auge de la pornografía —y luego con la epidemia del sida y de otras enfermedades sexuales, que reprimen o encondonan el acto sexual, pero acrecientan la excitación imaginaria y solitaria, al grado que la masturbación, condenada como gran pecado físico y como gran vicio durante siglos, incluso hasta Freud, es ahora el safe sex más recomendable.
         Esos sueños en Genet fueron naturales y honestos: el mundo de su soledad encarcelada.  Dibujó en libros, poemas, obras de teatro sus sueños más escondidos y obsesivos: los volvió exhibicionistas y espectaculares, llenos de asombrosa tramoya y de talento cómico de primer orden.  Sin embargo, el sexo escandaloso, teatral, de "a ver qué nueva cochinada o crimen invento para ver quién se espanta todavía", es una visión tan simplificadora e infantil como la anterior de los "maricones finos", de que el amor entre hombres no tenía qué ver con lo visceral y lo excrementicio, sino sólo con el romanticismo y los altos ideales.
         En la expresión del amor homosexual todavía no se ha escrito un libro que pudiéramos llamar completo o integral, en el sentido en que, por ejemplo, Madame Bovary sí resume, en opinión de muchos, el amor heterosexual.  Pero algo de Walt Whitman, de Oscar Wilde, algo de Proust; de Gide, de Forster, de Isherwood, Mishima; y en nuestra lengua: de Villaurrutia, Ballagas, Cernuda, Pellicer, Novo o Lezama Lima, va integrando esta visión de conjunto que acaso esté en camino de producir tal libro integral.
         Llevamos poco tiempo de hablar de temas homosexuales abiertamente: estaba penado con cárcel y total marginación social en la mayoría de los países, todavía hacia la Primera Guerra Mundial (de ahí los circunloquios de Gide, de Proust, de Forster).  Poco antes de morir, a finales del siglo XIX, Walt Whitman se aterraba ante cualquier visión sexual del amor entre hombres; sin embargo, al filo de la Segunda Guerra Mundial, ya Genet había conquistado —por sí mismo, desde su soledad carcelaria— una libertad antes sólo conocida por los romanos Petronio y Apuleyo.
         Es necesario insistir, por último, en la diferencia entre pornografía y arte. Genet no fue el primero ni el último en escribir "cochinadas" o pasajes escandalosamente excitantes; fue el histriónico genio que hurgó en sus sueños y deseos más vehementes y creó un universo metafórico, una gran metáfora teatral del sexo, que parece decirnos:
         —Debajo de nuestros semblantes civilizados, de nuestros trajes y modales correctos, está la dulce y desamparada bestia humana, la bestia de carne y de sangre, la bestia amorosa, con sus pulsiones terribles y dulcísimas; no tenemos por qué desconocer que en esa supuesta suciedad animal o perversa, está el fuego humano: nuestra más pura y alta naturaleza.
         Debemos reconocer, sin embargo, que Genet o la mala lectura de Genet, son en gran medida culpables de una nueva mitificación o difamación del amor homosexual.  En su obsesión por combatir el tipo de amor demasiado puro, intelectual, culto, dandy, sin eructos ni asentaderas, sin deseos criminales ni pecados salvajes explícitamente asumidos (Forster, Gide, Green), Genet cayó en el extremo opuesto, y pobló sus galerías con demasiados monstruos adorables, con demasiados bellos rufianes sin piedad y otros bailes de máscaras.
         Y bueno: está bien: tenía razón: los homosexuales no son ningunos ángeles. Pero tampoco un vistoso zoológico para apantallar estúpidos.  Nada de bizarro, de prodigioso, de infernal tiene un amor perfectamente natural y civilizado como en Occidente hoy en día (y a pesar de la embestida del fundamentalismo ultraconservador) se considera el amor homosexual.  No es ni más ni menos angelical o demoníaco que el heterosexual.  No tiene por qué espantar ni hacer reír más que el otro.
         Por eso a veces Jean Genet me exaspera con tanto grito, con tanta gesticulación, con tanto melodramatismo-al-revés, con tanta violencia autocelebrada, y prefiero las más silenciosas y perdurables novelas anti-dramáticas de Christopher Isherwood, como Un hombre solo.