miércoles, 17 de noviembre de 2010

POSTALES TRUCADAS (Cal y arena, 2005)

JOSÉ JOAQUÍN BLANCO

POSTALES TRUCADAS
Estas crónicas se publicaron a partir de 1997 en la revista Nexos y en los suplementos culturales de La Crónica de Hoy y Reforma.


ÍNDICE

CONCHITA
PRIMEROS PASOS POR JESÚS MARÍA
EL ABUELO JOAQUÍN
BREVE CONFESIONARIO PARA EL AÑO 2000
LA SONRISA DEL VAQUERO
EL JOVEN ESCRITORIO
SUEÑO DE UNA TARDE EN LA ZONA ROSA
LOS VIERNES DEL CHICO
REPORTERO DEL PSUM
LA CAMPAÑA SOCIALISTA EN GUERRERO
LA CAMPAÑA SOCIALISTA EN OAXACA
ENTREVISTA TRUCADA
LOS NUEVOS BUSCADORES DEL PLACER
LA PELUQUERÍA DEL AMOR DE DIOS
TAXI DRIVER
EL DÍA SIGUIENTE


CONCHITA

1
He llamado mamá a cuatro mujeres; la principal, Conchita Alfaro, era la hermana mayor de Trini, quien me parió, y sobrina y prima de las dos Luchas (Alfaro y Jiménez) de Tulancingo, madre e hija, que me atendieron buena parte de mi infancia. Vastas familias matriarcales entraban en acción cuando fracasaban los matrimonios, y se repartían la responsabilidad de todos los chamacos del apellido y de algunos aledaños.
Matriarcas más que milagrosas en el arte de multiplicar el pan, la ropa, los zapes y los pellizcos. Alguna misteriosa razón, acaso el que se me impusiera el nombre de su adorado padre, que acababa de fallecer, mi abuelo Joaquín, me situó desde el nacimiento bajo la advocación especial de Conchita: fue mi madrina de bautizo, confirmación, primera comunión y graduación de primaria, secundaria, preparatoria y facultad; con ella probé mis primeros cigarros y mis primeras cubas; me curó mis primeras crudas y se empeñó en transformarme en universitario.
Me apoyó en mi decisión de dedicarme a las letras, pero no al grado de leer muchos de mis escritos: tampoco era para tanto; cuando escribiera algo de veras bonito, que le avisara. Entre tanto las tres reglas de la vida: trabajar duro, ser honrado y comer muy bien. Sobre todo comer muy bien. Servía platos abundantes, grasosos, picantes, sabrosísimos, con mucho pan y muchas tortillas. “Nací en Puebla, así que ya saben a qué atenerse: mono, perico y poblano, no los tomes de la mano...”
Trabajadora, bailadora, tequilera y mandonsísma. Cuando estaba de buenas usaba palabras muy correctas e incluso dulzonas, pero cuando andaba de malas (que era lo frecuente) salían a relucir, como doblones de oro, encadenados, uno tras otro, netos y resplandecientes, los vocablos picarescos más resonantes del barrio capitalino donde creció, La Merced.
Nos volvimos especialmente cómplices cuando, a la edad de ocho años, una mamá-tía Lucha de Tulancingo me declaró niño problema incorregible: me iba de pinta, le robaba la lana, le respondía como carretonero, me juntaba con la indescriptible plebe local y me encontraban bajo el colchón revistas de chistes indecentes (Los Parisinos, Pasa-rato).
Para Conchita no había niños problema ni incorregibles sino parientes tontos y mochos de provincia. Aprobaba el lenguaje de los carretoneros, como hemos visto. En diciembre de 1959 llegó a Tulancingo como un huracán y decretó que el tal Pepito –entonces me llamaba sencillamente Pepe Blanco- era lindísimo y listísimo y no tenía culpa de nada, pero para nada, en todas las travesuras que aterraban a la rama hidalguense de la familia Alfaro. Simplemente necesitaba ser criado por una mujer capaz, ella; y me trasladó en ADO, con sólo una maletita –desdeñó mis tiliches provincianos: ya me ajuarearía “como debe ser” en El Puerto de Liverpool-, en cosa de horas, a su departamento capitalino de la Colonia Roma, donde vivía con mi hermano mayor, de once años. Sumamos hasta una docena de hermanos y mediohermanos Alfaro. Me dicen que los hermanos y mediohermanos Blanco cubanos también son numerosos.
En el camión me exigió que me olvidara del sobadísimo Pepito (casual santo del día de mí nacimiento): debía llevar muy en alto el deliberado Joaquín, nombre de mi abuelo, “hombre de honra y pro”, su Jorge Negrete (aunque en las fotos le encuentro más parecido con Pardavé). Salomónico y taimado, me quedé con mis dos nombres, para no pelearme con ninguna de las sectas del matriarcado. Prevaleció, como siempre, la voluntad de Conchita, el Joaquín. En el rencoroso Tulancingo nunca se han dignado acordarse del Joaquín: puro Pepe, Pepón, Pepito. Luego resultó que, para el ámbito de las Luchas, Conchita me había echado a perder, que yo había sido todo un santito antes de abandonar “la Esmeralda del Valle” (sic) y volverme ateo, irrespetuoso y todo lo demás que algunos lectores acaso intuyan.
Para entonces Conchita ya imperaba en altar mayor de mis mitologías: la Mujer Gritona del Carácter Terrible, a quien en alguna de mis más amoratadas rabietas, quizás antes de que cumpliera cinco años, hubo que convocar por teléfono para que me metiera en orden. Seguramente lo logró en menos de un minuto.
También era la Dama de los Dones y el Escándalo de las Monjas. Llegaba a visitarme, a ratos con Trini, a ratos con un amigo misterioso (feón, pobretón y mucho más joven que ella), dos o tres veces por año, con cajas de ropa moderna, reluciente, y abominables botes gigantes de cápsulas de aceite de hígado de bacalao. No le interesaban mucho los juguetes.
Parecía salida de las películas o de la tele, con sus peinados de salón, sus perfumes y cremas, su maquillaje, sus vestidos lujosos a la última moda (escotados, con los brazos descubiertos, muy acinturados y con la grupa compacta y enfática), su montón de aretes, pulseras, anillos, medallas, medallones y collares. Las monjas nos habían dicho en el kínder que el infierno se había inventado sobre todo para las señoras que usaban chemisse (ligero vestido sin mangas, muy usado por Conchita), llevaban falda a la rodilla, descubrían los hombros y el nacimiento del pecho, y caminaban con cierto guasón ritmo de mambo.
Ella iba poco a misa –en Tulancingo asistíamos diario a la iglesia, y en algunas épocas dos o más veces por día: a ofrecer flores, los novenarios, los rosarios-, y sólo para saludar a sus compadres entre los santos: su tocaya Inmaculada, la comadre María Auxiliadora, la Milagrosa a quién sólo había que molestar muy de vez en cuando, en casos desesperados, y sus compadres san Cayetano y san Judas Tadeo. Pero no toleraba a los curas y menos a los obispos. Todos los mochos le parecían amargados, pazguatos e hipócritas.
Era una mujer que reía fuerte, que fumaba, y que los domingos se empinaba dos o tres tequilazos de aperitivo. Sostenía siempre opiniones duras: esto me gusta, esto no y “más vale una buena colorada que muchas pintitas”.
Platicaba de sus frecuentes viajes a Acapulco, aunque desaprobaba el novedoso bikini. Le gustaban las películas prohibidas de Rita Hayworth, Ava Gardner, Kim Novak, Rock Hudson, Elizabeth Taylor y Tony Curtis. Nada más espectacular había ocurrido sobre el planeta que el incendio de Atlanta en Lo que el viento se llevó. Ahhhh, ¡ese Clark Gable! No toleraba a María Félix, pero admiraba a Lola Beltrán.
No tuvo oportunidades de cultura –su formación escolar fue someramente contable, y empezó a trabajar en una oficina a los dieciséis años-, pero no se negaba al ballet, ni al “buen teatro” (es decir, donde aparecieran Ofelia Guilmain, Enrique Rambal, Ignacio López Tarso o José Gálvez), ni a los conciertos de la Sinfónica Nacional en Chapultepec ni, sobre todo, a las temporadas de zarzuela.
Se burlaba de sus cantantes favoritos: Toña la Negra, Olga Guillot, Pedro Vargas. Los adoraba, pero a risa y risa. María Grever cantada por Urcelay la sumía en la nostalgia idolátrica por su padre Joaquín: “ése sí era todo un hombre”.
Se identificaba con el Cuarteto Rufino, en un acceso de carcajadas incontrolable. Se encolerizaba contra Clavillazo y Viruta y Capulina: “¿Con qué derecho se cagan en nuestro hogar?”, y apagaba la tele. Jamás le creía una palabra a Jacobo Zabludovski, pero se regocijaba con Los Polivoces y le perdonaba toda mariconería a Salvador Novo: “El Maestro Novo es algo verdaderamente especial”. Seguía sus programas libreta en mano y se aventuraba en las pantraguélicas recetas nacionalistas que Novo se atrevía a proponer a un público meramente contemporáneo.
Conspiraba con su modista para plagiarle el vestuario a Amparo Rivelles, especialmente durante la era -¿o fue imperio?- de Anita de Montemar.
Se parrandeaba al menos una vez por mes, con sus compañeros de oficina, algunos compadres con parejas enigmáticas -sobre las que no había que preguntar-, y su infaltable amigo misterioso, a quien también tenía seducido y domado.
Le gustaban los restoranes típicos del rumbo de Garibaldi o el Guadalajara de Noche. Casi siempre se le pasaban las copas y se ponía a cantar delante de los mariachis. En la playa, también con copas, prefería los tríos, pero no se paraba a cantar (salvo cuando las muchas copas se volvían demasiadas), porque los boleros le parecían más difíciles que las rancheras. Cantaba desde su asiento y en voz más baja: “Conocí una vez una linda morenita y la quise mucho...”
Pero esto ocurría en días y noches de excepción; se la vivía a dieta, entre fajas feroces, combatiendo la fatal tendencia familiar a la obesidad: desayuno: jugo de naranja con un huevo crudo; comida: ensalada y pollo o carne asada; cena: café con leche y pan tostado. Entre comidas algo de fruta.
Guapona y chaparrita con muy lindas piernas sobre sus elegantes zapatos puntiagudos, importados (italianos), de tacón altísimo (siempre los zapatos “hacían conjunto” con el bolso descomunal); cintura controlada, busto y cadera tropicales, en continua amenaza de desbordamiento. Ojos grandes y expresivos de actriz de cine mudo. Una piel hermosísima, de nena recién bañada, incluso en su vejez.
Llegaba a Tulancingo acompañada del amigo misterioso en un carrote moderno, que desataba todo tipo de envidias y chismorreos. Navegaba con bandera de viuda, pero ya sabíamos que era una de esas pérfidas desencaminadas a quienes se lapidaba desde el púlpito todos los domingos: las divorciadas. Jamás se debía mencionar a su exmarido ni –su gran tragedia secreta- al bebé que se le murió en el vientre al sexto o séptimo mes. Creo que a instancias del marido lo certificaron como Ricardo; ella hubiera querido llamarlo Joaquín.
Ella me había dicho, probablemente desde el momento en que nací –desde luego, estuvo junto a Trini durante el parto-, que yo era solamente suyo: que sólo me parecía a ella, que mi cara representaba (como la suya) el vivo retrato de su papá Joaquín, y que no me creyera lo del “diablillo” ni lo del “chico problema” que espantaba a las tías, digo mamás, Luchas de Tulancingo: todo lo contrario, que yo había salido –vía Trini- con el temple, el carácter y el rostro de Joaquín y de Conchita.
No debía olvidar tampoco –supongo que todo esto me lo dijo en secreto, entre besuqueos, porque era muy besucona, de besotes tronadísimos- que yo no había nacido en un rancho, sino en una clínica muy moderna de la Ciudad de México (calle de Chiapas), metrópoli adonde volvería para vivir con Conchita para siempre jamás en cuanto terminara la primaria, porque la capital era muy insegura para los niños chiquitos.
2
Trabajaba como contadora –en la práctica, la Supergentísima Señora Alfaro, mimada y hasta adulada por los místers sobre todo cuando triunfaba en los embrollos con las oficinas de gobierno, los acreedores, los deudores o los sindicatos- en una empresa norteamericana (Constructora Técnica, S.A., Tíber 100) de 9 de la mañana a las 7 de la noche en días hábiles, y los fines de semana atendía asuntos contables extra en casa.
Tampoco admitía que se mencionara en su presencia al playboy cubanazo de Raúl Blanco García, mi padre, profesor de Trini en la Escuela Bancaria y Comercial. La propia Conchita los había arrastrado de las orejas hasta el Registro Civil porque mi hermano ya venía en camino (a Raúl, por lo demás, le urgía regularizar su situación migratoria).
Por entonces me habían dicho que mi padre había muerto en un accidente de tránsito. Años más tarde aparecería por correo, con largas cartas culteranas y sentimentales, llenas de citas de Martí, como un miembro más de la tribu de los divorciados.
Un día Conchita nos descubrió a Trini y a mí releyendo esas cartas, escondidos en el baño. Fue el escándalo del fin del mundo. “¡Te sigues carteando con él, no vas a entender nunca!”, le rugió a una Trini estremecida, temblorosa, desatada en llanto. Nos arrebató el fajo de cartas, las hizo pedacitos ahí mismo y las tiró al excusado. Jaló la cadena con un ademán fulgurante, implacable.
No faltan intrépidos que forjen su carácter en la lucha con el ángel; yo templé el mío entre los años cincuenta y sesenta, de los ocho a los dieciocho años, en feroces encontronazos con Conchita. Tenía sus ideas. Las cosas debían ser como debían ser y no se aceptaban negativas ni disculpas, y punto. Todo perfecto y todo a su tiempo, y punto. Y no le gustaba ordenar las cosas dos veces ni que le salieran con batea de babas, y punto.
Ni siquiera recuerdo cómo fue que un niño ya famoso como rebelde e imposible, asumió que no había modo de desobedecer a Conchita. Incluso me gustaba complacerla en todo, y hasta por anticipado y de sobra, pero de repente, a pesar de los pesares, algo salía mal. Entonces ella me gritaba. Yo me crecía al castigo y le gritaba más fuerte. Bombardeos domésticos. En esos plácidos tiempos no se usaba aturdir a los niños con rollos psicológicos; unas cuantas nalgadas, cinturonazos, zapes y hasta algún bofetón casi teatrales cumplían su cometido perfectamente.
Pero ya ella me había hecho a su imagen (porque esa altanería acerada, esa soberbia casi suicida no aparecían en Trini –siempre bonita, resignada y llorosa- ni en mis hermanos), y permanecía castigado pero insumiso, mudo, agrio y malencarado durante semanas. Me le muy vendía caro y las reconciliaciones le costaban muchos esfuerzos y regalos. Incluso después de “perdonarla”, la seguía castigando tenazmente con algún aire ofendido. “¡Me topé con la horma de mi zapato!”, se quejaba con cierta vanagloria.
Al principio sus éxitos fueron resonantes. Logró en cosa de semanas, desvelándose conmigo frente a mis tareas, imponiéndome como ley universal que sólo existía lo perfecto, y que nada menor era admisible, que el chamaco que casi reprobaba todas las asignaturas en el colegio pueblerino saltara a los primeros lugares en un instituto prestigioso de la capital. Me volví casi de inmediato un precursor del nerd, un “sabio expresito”, quien a falta de computadoras almacenaba parrafadas y parrafadas en la memoria, lo mismo de la orografía de Chihuahua que de la producción cafetalera de Puebla, Veracruz, Chiapas, Oaxaca. La aritmética tuvo que enseñármela de nuevo desde el principio, sin tanta faramalla, con pura sensatez. No se me ocurre nada importante que ella no me haya enseñado; y lo que no pudo enseñarme personalmente ella (deportes, manejar vehículos) casi nunca lo aprendí después.
De mis seis años de kínder y primaria con las monjas del Colegio Pedro de Gante de Tulancingo sólo rescaté una casi perfecta caligrafía pálmer (que apenas logré estropear en la edad adulta) y una facilidad casi instantánea para memorizar poemas y pasajes de historia. “Nuestro fuereñito ya es el alumno más aplicado del grupo”, telegrafió como un bofetón a las Luchas incapaces de corregir al diablillo problema.
Gracias a mi buena letra me volví su asistente. En aquellas épocas no había ni siquiera máquinas de escribir con un carro tan grande como para admitir las hojotas de contabilidad (un metro de ancho). Se hacían a mano y no debían llevar errores ni enmendaduras. Me encomendaba pasar sus borradores en limpio. Ganábamos tiempo y ahorrábamos para el Evento del Año, la semana santa en Acapulco. (Yo iba nomás para complacerla: nunca me ha gustado demasiado el mar: sólo ratitos de ahhh y enseguida el tedio de más de lo mismo.)
Lleno de boletas con dieces, de diplomas, de medallas; solicitado para proferir discursos o recitaciones en las fiestas escolares, amigo de los curas, encantado con la posibilidad de callejonear sin rumbo por la Ciudad de México, parecía que una Nueva Vida se abría ante mis pies. Conchita ya elaboraba desde entonces laberínticos planes para cuando me convirtiese en ingeniero, médico o abogado. Me educaba para un destino prócer.
Pero iba creciendo en mí una nueva rebeldía, más desesperada que todas las anteriores. Conchita creía en el restablecimiento mesiánico del hogar ideal, el del abuelo Joaquín de su infancia, y según ese esquema yo quedaba completamente subordinado a mi hermano, tres años y veinte kilos mayor que yo: un escuincle de lo más atorrante y resentido contra el Usurpador que de la noche a la mañana le quitaba la mitad de la atención de Conchita, la mitad de su cuarto, y encima le imponía la obligación de andarlo trayendo y llevando por todos lados como pilmama. “Ninguno va solo a ninguna parte; los dos deben andar siempre juntos, comprendiéndose y cuidándose como buenos hermanitos”.
Los buenos hermanitos legales, de papá y mamá, los dos blanco-alfaro, nos detestábamos; nos dirigíamos miradas asesinas. Él me considerada un escuincle pueblerino, meado y usurpador, con quien no quería que ni de lejos lo vieran sus amigos. Yo lo veía como egoísta, verdugo y pendejísmo. Con frecuencia me aporreaba bien y bonito, surtidito, sobre todo en las fechas de calificaciones, porque el método escolar de Conchita no había operado en él con tan buenos resultados, mejor dicho: con ningunos resultados.
Decidí entonces que la Ciudad de México era demasiado chica para nosotros dos. Y algún día que me golpeó e insultó más de lo habitual, lo que ya estaba con mucho fuera de todo lo soportable, en la escuela y delante de otros niños, con la firme promesa de ahora sí romperme de veras la madre al llegar a casa, decidí que tenía que escaparme de Conchita y de su monstruito cavernario, mi hermanito-de-padre-y-madre, de Raúl y Trini.
3
El 11 de abril de 1961, después de comer, salté el muro posterior del campo de futbol del Instituto Don Bosco, por Iztapalapa, para regresarme a Tulancingo, a casa de la mamá Lucha chica (la mayor ya había fallecido). Mejor la vida de rancho que la de víctima y criado de mi hermano. ¡Y nunca más una humillación, ni un aporreo!, me prometí.
Estas cosas no las podía concebir Conchita: nos quería y trataba a ambos por igual: la dinastía Alfaro, los vástagos de los sacrosantos abuelos María y Joaquín; nos daba todo lo que necesitábamos, ¿por qué algo tenía que ir mal entre dos hermanitos Alfaro? ¿Acaso nos faltaba algo? Vivíamos casi como ricos, incluso con ciertas extravagancias (mi hermano poseía un equipo completo de buzo, que nunca usaba), gracias al alto salario y a los trabajos extra de Conchita, empinada durante interminables horas frente a la sumadora eléctrica, sobre las hojas de contabilidad y los alterones de recibos y facturas, en la mesa del comedor.
Bueno: ocurrieron la diferencia de tres años, veinte kilos y una acumulada discordia; la eterna lucha por el poder en un departamentito donde los dos estábamos solos casi todo el día y la convicción de mi hermano de que yo había llegado a robarle lo que era suyo, exclusivo. Me calificaba, no sin argumentos, de petulante y maricón. No quiero ni recordar lo que entonces yo pensaba de él.
Imaginé que caminando por Calzada de Tlalpan –siempre fui un buen caminador- podría llegar antes del anochecer a la Villa de Guadalupe, que era la última parada de los ADO que iban a Tulancingo. No llevaba dinero, pero muchos choferes de Tulancingo conocían a las Luchas, y –confiaba- podría pagarles al llegar allá. Las Luchas pertenecían a la distinguida familia del profesor Aurelio Jiménez, a quien nadie le negaba nada en Tulancingo.
Me he contado tantas veces esta aventura desde entonces que ya no sé qué inventé en ella y qué realmente sucedió. Debí urdir algunas mentiras al no encontrar, ya bastante noche, camiones ADO a Tulancingo cerca de La Villa. Mis mentiras, sobre todo las más disparatadas, solían tener cierta verosimilitud o encanto entre las señoras. Quizá me conté huérfano, extraviado, fugitivo, víctima de no sé qué conspiraciones dickensianas o zodiacales. Ya había visto muchísimas películas en las funciones triples del Cine Morelia y algo sabía de Salgari y de Mark Twain, en ediciones simplificadas.
El caso es que no tardé las dos horas y media reglamentarias de autobús de México a Tulancingo, sino tres días, en cuyo transcurso fui hospedado, agasajado y financiado por dos familias humildes del rumbo de la Villa. Algo debieron influir mi uniforme de colegio privado elegante, mi cara de mosquita muerta, que sabía enternecer, y (espero) algún talento inventivo.
Cuando llegué cantarín y chiflador tres días después, un mediodía, a casa de Lucha, dudando si me recibirían con una fiesta (pues así Lucha triunfaba sobre la mandona y sabihonda Conchita) o con una buena paliza por andar tres días como Huckleberry Finn por el ancho y ajeno mundo, cuando al menos podía haber hecho alguna llamada telefónica por cobrar, empecé a ver rostros que se asomaban, morbosos y boquiabiertos, por los visillos de las ventanas, por los resquicios de zaguanes, por sobre el mostrador de las tiendas de la calle de la casa.
Que de dónde venía, que con quién había estado, que las tías y mamás ya me creían muerto, que me habían andado buscando la policía y hasta los bomberos por el río podrido y los cenagosos alrededores del Instituto Don Bosco, que hasta en la tele me habían anunciado como desparecido, exhibiendo una foto donde lucía un traje (franela y peluche) de león, que había servido para una función de circo en una ceremonia de fin de cursos.
“¡Ora sí la hiciste en grande!”, me dijeron. Se trataba de una frase familiar: ora sí la había hecho en grande cuando me escapé con un rancherito a una huerta a empacharnos con perones, y luego a un establo, a examinar los genitales de vacas, bueyes y burros; y luego a jugar en los alrededores de la estación del tren; cuando nos aventamos dizque a nadar en el Río Tulancingo, que ya era un desagüe flaco lleno de trapos, zapatos y perros muertos; cuando nos robamos un block de papel membretado de la escuela y pedimos perentoriamente –desde la máquina de escribir Remington de mi tío- a todos los padres de familia de nuestro grupo una contribución especial para las obras de la capilla, que pensábamos gastárnosla en la feria de Nuestra Señora de Los Ángeles (nos descubrieron por dos o tres errores de ortografía, pero la mayoría de los padres de familia cayó en la trampa); cuando nos trepamos a la azotea de la casa de un amigo, donde habían instalado un gallinero, y agotamos los veinte o treinta huevos del día en dispararlos festivamente contra los transeúntes.
Mi retorno a esa improbable arcadia no fue venturoso. Asombró mi aventura, pero mis parientes me vieron como un caso definitivamente perdido. Quizás me imaginaron muy pronto en el Tribunal para Menores. Algo se habló de algún internado religioso o militar, donde finalmente me domesticaran.
Conchita, dolida y humillada, se opuso sin embargo a todo ello, en misteriosos conciliábulos telefónicos que yo espiaba desde debajo de mis cobijas, haciéndome el dormido. Finalmente apareció con el carrote, con su amigo misterioso y con mi hermano. Me treparon en vilo, sin más contemplaciones. No sé qué habían hablado entre ellos, pero adoptaron conjuntamente la política de tratarme con lejanía y respeto. Sobre todo mi hermano me veía raro, incómodo en su culpa, y como si yo hubiera de repente crecido tres años y engordado veinte kilos. Por fin me veía casi como a un igual. Nunca volvió a pegarme (lo que constituyó una no pequeña ganancia). Nos seguimos llevando muy mal, pero en silencio, guardando distancias, hasta la fecha.
Como se ve, no soy un buen creyente de la fuerza de la sangre. Creo en las afinidades electivas: Conchita me eligió a mí y yo la elegí a ella. Y de ahí, amor apache.
Durante meses viví con Conchita como un matrimonio mal avenido pero cortés, lleno de silencios, hielo y amabilidades. Pensé que la había perdido para siempre y que me toleraba por lástima, mientras yo llegaba a la edad en que pudiese deshacerse de mí sin remordimientos (pues Trini se había vuelto a casar y a llenarse de hijos). Pensé que ahora sí estaba completamente solo en el universo y que no me restaba otra solución que lanzarme solo a la vida cuanto antes, en un chapuzón suicida –esta idea romántica siempre me ha fascinado.
Ensoñaba a mis diez años con todo tipo de escapes cinematográficos, recordaba los cuentos de vagabundos e hijos pródigos que se lanzan por los caminos del mundo cargando su alforja en la vara que llevan al hombro. Fui un automático admirador y enamorado de los “muchachos terribles” de Gide, Martin du Gard y de Cocteau.
Entre tanto, a cumplir con la escuela. Me encarnicé en el estudio por orgullo, para que no me acusaran luego de abandonar la escuela por no poder con los libros, y porque no apetecía nada más. Y por prepotencia: “¡Ahora van a ver quién es un Alfaro, cabrones!”, como diría Conchita. Ninguna otra cosa me divertía ni pasaba por mi cabeza. Sólo la de crecer muy rápido para largarme lejos, muy lejos y totalmente solitario. Había elegido los Mares del Sur.
Fue mi mejor año escolar, casi apoteósico. El mejor promedio general, las medallas de primer lugar en la mayoría de las materias. Tenía derecho al premio mayor, la Medalla de Excelencia, pero, como me recurrirá con frecuencia, los mentores privilegian la buena conducta sobre la mera instrucción. Y vi coronarse como “excelente” a algún niño que iba muy por debajo de mis notas en casi todos los campos, pero que era “muy buen chico”.
La noche de fin de cursos tuvo ese patetismo. Tantos dieces, diplomas y medallas para nada. Con cuán menores méritos los modositos se calzan fácilmente las grandes coronas. Pude, sin embargo, declamar “Los Motivos del Lobo” en la ceremonia, ante la euforia general.
Durante el tedio de ese año me apegué a mi destreza caligráfica y le compuse a Conchita un poemario: en una libreta de pasta gruesa fui copiando meticulosamente los poemas más bonitos que encontraba en los textos escolares (desde luego prevalecían Bécquer, Amado Nervo, Peza, Díaz Mirón, Gutiérrez Nájera, González Martínez, Samaniego, Gabriel y Galán; Rubén Darío, Lope, Quevedo, Calderón, Sor Juana). Ése fue mi primer libro, sin un solo manchón ni error caligráfico, y Conchita lo releyó y tuvo en su buró hasta su muerte, a la edad de sesenta y ocho años.
Después de la ceremonia de fin de cursos, Conchita no me llevó a cenar machitos con tepache, o pozole, como solía premiar mis buenos momentos. El amigo misterioso nos condujo silenciosos y cabizbajos a casa. Pero ahí ella me tenía varias sorpresas: una enorme, carísima enciclopedia juvenil en doce tomos, que había sido toda mi codicia, para compensar la medalla de excelencia que me habían robado; unos suéteres muy decorados, a la moda de César Costa; un kit completo de rasurar: vasija de madera con jabonadura, brocha, rastrillo dorado, hojas gillette, lociones. (Me había estado terminantemente prohibido rasurarme “hasta que llegara el momento”, por más ridículos que se vieran mis bozos largos y ralos en una cara demasiado aniñada).
Yo le tenía otra sorpresa: para evitar la incomodidad de mi hermano, me había acercado a los curas, y me habían invitado formalmente a estudiar el seminario menor. Debía presentarme en Puebla veinte días más tarde. Aunque camuflado de fraile, me largaba finalmente de casa.
-¡Con una chingada! –rugió Conchita-, primero te me largas como un criminal porque voló una mosca. Ahora te quieres hacer cura. Pinche egoísta malnacido. ¿Y yo qué, y la familia qué, y tu hermano qué? ¿Acaso sólo cuentas tú en este fregado mundo?
-Ya me dijiste que tú no me quieres.
-Te mereces que te diga eso y más. Pero anda, vete, te sientes muy listo, puedes decidirlo todo, ¿no? Yo nomás te estorbo.
Rompió a llorar. Corrió a su misterioso amigo y mandó a mi hermano a acostarse. Nos servimos unas cubas –mi primera cuba- y platicamos hasta el amanecer. También mi primer cigarro. Lo dijimos todo y no pudimos componer nada. Ni modo que eligiera entre mi hermano y yo.
Fue a hablar con los curas, me preparó la ropa y los útiles escolares, me llevó a un examen médico exhaustivo y me depositó durante tres años en un internado salesiano que funcionaba como primaria, secundaria y seminario menor, en Panzacola, Tlaxcala.
4
Me iba a visitar cada dos domingos, por temporadas todos los domingos. La distancia restañó todas las discordias y heridas. Nuestros encuentros –picnics en el bosque del seminario, para los que llevaba manjares de fiesta, chiles en nogada y todo- eran alegres y tranquilos. Prefería cargar hasta México con mi bolsa de ropa sucia y lavarla en casa a que me la percudieran en la gregaria lavandería del seminario.
Me empezó a hablar como a persona adulta. Mi brillantez escolar se había consolidado y la impresionaba. A ratos, cuando me tocaba predicar revestido de monaguillo o frailecito, me admiraba como si fuese un obispo. De repente me decía que no usara palabrejas tan rebuscadas, que a ratos ya ni me entendía.
Me consultó la necesidad de inscribir a mi hermano vago y mal estudiante en un internado estricto, porque ya no le hacía el menor caso y en plena adolescencia se estaba desencaminando con sus pésimas amistades de todos los billares de la Colonia Roma.
Durante los tres años que estuve en el internado, ella conoció, por fin, cierto descanso, y alguna libertad y plenitud amorosas. Estaba completamente sola y libre en su casa para agasajar al misterioso y fiel amigo –duraron unos veinte años-, que se veía muy complacido (gracias a la hábil conducción de Conchita, ya no parecía tan feo ni tan pobretón); y me llevaba todo tipo de regalos al seminario (plumas fuentes, cámaras fotográficas, portafolios de piel, como de ejecutivo) con la firme intención de convencerme para que jamás, pero jamás me saliera de ahí.
Boté a los curas en 1965, en segundo se secundaria. Viví con Conchita cuatro años más, ya en plena complicidad y camaradería hasta que tuve que inventar un barroquísimo conflicto de caracteres para largarme de nuevo. La razón fue que quise mantenerla completamente alejada de la vida gay que había decidido seguir y que ella no podría sospechar, entender ni admitir. Conchita pensó que mi nueva vida de intelectualón y artistuco me exigía cierta bohemia, y estuvo finalmente de acuerdo.
Perdió su gran empleo hacia sus cincuenta años cuando, seguramente por políticas deliberadas de la empresa para renovar su personal ejecutivo, se empezó a enfrentar con incomodidades, absurdos y aun humillaciones. La Supergerentísima Señora Alfaro les cantó a los místers una renuncia brevísima y sonora, según su estilo.
Vi con estupor cómo se reconstruía desde cero, en empleos inferiores y con la tercera parte del sueldo anterior. Adiós a los peinados de salón, a los vestidos elegantes, a los zapatos finos, a las frecuentes parrandas y viajes a Acapulco. En compensación se deshizo de las feroces fajas y dietas, y en cosa de meses asumió un porte monumental. Empezó a usar unos vestidos sencillos, holgados, baratos, que ella misma se confeccionaba, y que sólo en los estampados o en los colores brillantes se diferenciaban de los que portaba mi abuela, durante su vejez, en las fotografías.
Siguió como la madre generalísima de todos los chamacos de apellido Alfaro y aledaños; tuvo docenas de ahijados en cuatro o cinco manzanas a la redonda en la casita humilde pero con amplio jardín (una vejez dedicada a los chamacos, a las plantas, a los gatos, a los perros y a los canarios) que adquirió con sus ahorros por el rumbo de Iztacalco. Y tenía larga lista de espera para amadrinar matrimonios, bautizos, quinceaños y primeras comuniones. Las afligidas vecinas de la zona le llevaban a sus maridos briagos o mujeriegos para que los regañara. “Ya no lo vuelto a hacer, señora Alfaro”, le contestaban contritos y cabizbajos.
Además de mi madre, fue mi mejor amiga, mi cómplice plenipotenciaria y mi compañera de parrandas durante sus últimos veinticinco años. En un recital de Jaime López le tocó el pandemonium desatado por un fan delirante que, en su éxtasis, tomó el extinguidor y lanzó el polvo tóxico contra artistas y público en La Casa de la Paz.
Cuando descubrió que frecuentemente organizaba reventones en mi departamento, propuso que algunos se trasladaran a su casa, para compartir la diversión. Yo ponía los tragos y ella la comida. En uno de ellos logré escandalizarla: llevé a mi amiga Silvia Tomasa Rivera, quien se robó la noche con bailes y poemas. Conchita estaba acostumbrada a ganar todos los torneos de mujeres bravías, tequileras, gritonas y de opiniones mandonas y ultraliberalísimas. “¡Qué bárbara esa Silvia, me comentó al día siguiente, y qué lindos poemas!”
El 13 de septiembre de 1991 despertó con dolor de estómago. Si hubiera temido una enfermedad grave habría acudido a un médico particular. Pensó que era un achaque y se confió a su querido Seguro Social de jubilada, no en balde había cotizado quincena a quincena durante cuarenta y tantos años. Siempre le daban unos cuantos calmantes y le exigían que bajara veinte kilos. Esta vez la internaron de inmediato.
Pasé casi cincuenta horas sentado en las salas de espera, leyendo José y sus hermanos, de Thomas Mann. Los médicos me dijeron que había que operarla: algo de la vesícula, no muy grave. Parece que además de la vesícula hubo algo con el páncreas, una segunda operación en veinticuatro horas de la que no despertó.
Nunca me enteré bien: los médicos y las enfermeras cambiaban de turno a cada rato –nos trasladaron en ambulancias: ella en camilla y yo a su lado, a tres hospitales: Iztacalco, Balbuena y Centro Médico- y sólo ofrecían explicaciones evasivas, lacónicas, confusas.
La enterré el 17 de septiembre de 1991 en el Panteón de Dolores, junto a sus padres y a Trini (quien había fallecido por infarto en la propia oficina aduanal de Conchita, en el aeropuerto, unos quince años antes, cuando la bíblica prole de Trini se trasladó de inmediato, en caravana, a casa de Conchita, por cuya herencia llevan más de diez años mediomatándose). No he vuelto a esa casa desde el día que Conchita murió. Tampoco he querido tratar desde entonces a los “hermanos de José”, digo, de Joaquín.
Enjugué mi solitario dolor con algunas páginas de fray Luis de León, en su Exposición del Libro de Job: “Mis faces se enlodaron con el lloro, y sobre mis pestañas sombra de muerte... Porque el lloro mana del corazón, que se derrite en lágrimas cuando está triste. Y véase que la aflicción es mucha, pues el llanto tan grande que le ensuciaba la cara, y le cegaba los ojos: que eso es cuando dice mis faces se enlodaron con lloro; porque el agua de las lágrimas que le bañaba el rostro, y el polvo que sobre ella caía, se convertía en lodo en las mejillas, y ni más ni menos lo que añade, que sobre sus pestañas sombra de muerte, es decir, que del llorar le nacían tinieblas en los ojos, que suelen cegar con el lloro: porque lo negro y lo tenebroso, y lo que es noche y oscuro, es muy vecino a la muerte, que se oscurece y envuelve en tinieblas la vida”.

PRIMEROS PASOS POR JESÚS MARÍA


—¡No me tulanchinguen, compadres! —gritó Borola Tacuche.
El Estado de Hidalgo es incomprensible. Náhoas, otomíes, totonacas, mestizos; y buena importación española y libanesa atraída por la antigua industria textil y los grandes ranchos de buen ganado. Todo bien revueltito.
Bosques suizos (El Chico) y desiertos como El Mezquital; ciudades fabriles y aldeas donde ya ni siquiera crecen quelites. El Río Tula estanca la mierda que le arroja el Distrito Federal, y con eso se riegan toneladas de verduras amibiáceas que consume —con su pan se lo coma— el propio Distrito Federal. Hay un pueblo cementero, Vito, donde literalmente se respira más cemento que aire: parece nevar a todas horas.
Pocos hidalguenses con certificado de primaria siguen tomando pulque, como no sea el elaborado en el propio rancho para ocasiones especiales, como bodas: todos, sin excepción, continúan viciosos de la barbacoa y los mixiotes de borrego. Aunque Hidalgo posee “su” Huasteca, con sus hermosos sones, nadie les hace caso: es coto exclusivo de la música grupera, de Caballo Dorado, Grupo Límite, Los Temerarios y Los Tigres del Norte.
Debe su existencia a una arbitraria maniobra política (en este caso, de Juárez), como Colima y Aguascalientes. Tanto conservadores como liberales urdieron cualquier tipo de tontería para destruir a los estados fuertes del centro de la República: Veracruz y el Estado de México. Arrancaron partes de estos estados, añadieron unos desiertos, y tenemos toda la geografía provinciana, hidalguense, de La Familia Burrón, concebida por el Único Tulancinguense Ilustre: Gabriel Vargas, de quien se dice que vivió cerca de la horrible Iglesia de Los Ángeles; es decir, de plano en El Cerro del Tepetate (se consigna, pomposamente, como Cerro del Tezontle, pero los tulancinguenses, autocríticos, le dicen Tepetate, que es lo único que le queda).
Por ahí mismo, en las alturas de la calle Venustiano Carranza, puse una casita de fin de semana durante algunos años, para escribir libros como El Castigador: me la asaltaron, pero arrasando con todo, tres veces, como si toda la provincia fuera la capitalina Colonia Doctores. Lo es.
Aunque algunos “críticos” (y el mordaz Héctor Manjarrez, y los cábulas compadres de Nexos) me sacan a relucir, para fastidiar, “mi oriundez hidalguense” de vez en cuando, la verdad está en los documentos. Y mi acta de nacimiento estipula que nací en la Calle de Chiapas 154, Colonia Roma, Distrito Federal.
Se trataba de un sanatorio modesto. Mucha gente de los años cincuenta nació en las clínicas pequeñas de la Colonia Roma, algunas de cuyas calles han conservado su tradición médica de entonces: proliferan los consultorios, las clínicas y los hospitales ahora de segunda. O de cuarta.
En los años cuarenta se nacía en el centro, y principalmente en las propias casas. En los cincuentas, en algunas pequeñas clínicas particulares de la Colonia Roma. En los sesentas vinieron los grandes parideros al mayoreo del IMSS, en la Colonia del Valle.
El acta de nacimiento asienta que el domicilio de mis padres y abuelos fue Jesús María 128, cerca de Mesones. Fui el segundo hijo de un matrimonio muy latoso (ella, Trinidad, mestiza, michoacana-poblana-hidalguense; él, Raúl, gallego cubano), pero se cuenta que yo —el segundo de tres hijos— viene al mundo en cierta etapa de estabilidad. Acaso fui hogareñamente concebido en esa fea casona de departamentos con dos accesorias, improvisada en los años veinte o treinta. Un edificio de departamentos que parece una vecindad amontonada.
Mi abuelo tenía una abarrotería en la planta baja, y un departamento interior en el edificio. Esos finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta se parecen a los tiempos actuales en la carestía de la vivienda: demasiado jóvenes, mis padres se casaron (pues ya venía en camino mi hermano mayor) y se quedaron a vivir en la recámara de mamá de la casa del abuelo.
Viví tres años en Mesones y Jesús María, hasta 1954, pero nunca he podido recordar ni sentir familiaridad con sus casonas y tiendas, bastante deterioradas, si bien todavía muestran ruinas de su fisonomía de aquel medio siglo.
Mi familia adoraba esa zona: era útil, buena para el comercio, para la tienda de abarrotes de mi abuelo; pero a la vez segura y decente. Eso dicen mis parientes. Pero uno debe recordar que ya está cerca de La Merced, y con La Merced siempre hemos tenido el mismo cuento de menesterosa población flotante, mendicidad y delincuencia callejeras; y abundantes casas, vecindades y edificios de departamentos habilitados como zahurdas por los bodegoneros del mercado. Sus calles, atiborradas de camiones de carga.
El éxodo de la clase media del centro hacia el sur, especialmente hacia las colonias Roma y del Valle, empezó en los cuarentas. Hubo dos razones: la primera, la expulsión de la universidad hasta el remoto Pedregal. De repente el centro se quedaba sin su mejor atractivo: su juventud. Se volvió zona de burocracia y de puros clientes y bodegoneros, comercio raro (tienditas especializadas en cierto tipo de hebillas o botones) o ambulante. Los vecinos sentían vivir dentro de un mercado, y ya no en un barrio universitario, ni en una zona muy metropolitana y diferenciada.
El golpe de muerte fue las “rentas congeladas”, que como suelen culminar las ocurrencias del PRI, no sirvieron principalmente para ayudar a sus verdaderos inquilinos de clase media (arruinando de paso a los caseros no tan ricos que malvivían de rentar legalmente vejestorios), sino para que los bodegoneros agremiados en alguna asociación priísta y otros pillos medianos conectados al partido oficial, se fueran apropiando (mediante compras o transas) de esos edificios “congelados”, para habilitarlos como bodegas o lumpendormitorios multitudinarios, que inmediatamente empezaron a decaer incluso en sus fachadas. Hedían. Cuando caminé mucho por el centro, en mi época de preparatoriano de San Ildefonso, sólo veía escombros, basura y comercio a granel en plena calle.
Si el éxodo de los habitantes “decentes” del centro estalló en los cuarentas, en la siguiente década se trataba ya de una estampida desesperada. Nuestra familia se separó: algunos se fueron a Lindavista, otros a Tulancingo (la céntrica calle Hidalgo Poniente: una casa divida en dos, a lo largo; de un lado las habitaciones; del otro, la “Imprenta Modelo”, de mi tío el profesor Aurelio Jiménez, donde se publicaba, con tipografía manual de plomo, Claridad. El periódico de los trabajadores; algunos carteles de toros, facturas, recibos, esquelas e invitaciones a bodas y quince años); otros, encabezados por mi tía-mamá Conchita (hermana mayor de mi madre y la matriarca de la familia) a la Colonia Roma.
Algunos, como mi madre biológica, vuelta a casar y ya con demasiados hijos (tuvo diez en total), permanecieron dogmáticamente fieles a la Calle de Regina. Los tres hijos mayores, fruto de su primer matrimonio, quedamos por temporadas a cargo de abuelos y tíos, especialmente de la matriarca Conchita, a quien le disgustaba que le dijéramos tía, porque le sonaba a solterona y ella se había casado por todas las leyes, aunque luego divorciado por la civil, pues “todos los maridos resultan unos cabrones”. Al principio le decíamos Mamá Conchita, para diferenciarla de Mamá Trinita; luego ya fue la única “mamá”, la supermamá, y tratábamos a Trini más bien como una divertida y cómplice hermana mayor, guapa, guasona y multípara.
En cierto modo, incluso Mamá Trini fue también un poco hija de su hermana mayor, Mamá Conchita, invariablemente lista y mandona, desde su primera comunión conjunta hacia 1930 hasta la muerte de Trinidad en 1977. Mamá Conchita (poblanaza) me quería médico, abogado o de perdida cura, pero me permitió hacerme escritor, lo que bien mirado es otra forma de ser cura, clerc; a ella le dediqué lo único que probablemente le gustó de mi “obra”: La literatura en la Nueva España, porque era muy nacionalista y veneraba los buenos tiempos coloniales en que se inventó el mole poblano.
Concepción murió en 1991, un año después de leer (¿hojear?) mi libro. No le inquietó mi actitud jacobina, ni le interesaba discutir mis ideas sobre la religión. Ni mis ideas sobre nada. Las letras eran humo, y la conducta tierra sólida: le bastaba con que yo llevara una vida honrada, comiera de todo sin dejar restos en el plato y la acompañara a misa tres o cuatro veces al año. No confiaba mucho en los curas, pero sí en la Virgen (era poco guadalupana: prefería a la María de su nombre, la azul e inmaculada Concepción, o a la regia y maternal María Auxiliadora) y en san Cayetano. Y había heredado de mi abuelo cierta devoción por sor Juana y por mi tocayo Lizardi.
A pesar de la fuga a otras colonias o estados, prevalecía el culto al Centro de la Ciudad de México. Antes de sucumbir ante los ofertones de “fin de temporada” de El Puerto de Liverpool y El Palacio de Hierro, mi familia iba a comprarlo todo, tiendita por tiendita, al centro. Nos vestíamos como de fiesta para ir al centro, donde se concentraban los restoranes, los teatros y los cines.
Visitábamos a muchos conocidos y compadres sobrevivientes. Íbamos a rezar un poco a la patibularia iglesia de San Pablo. De ésa sí me acuerdo. Parecía (y apestaba como) un templo de mendigos. Ahí me bautizaron (la matriarca fue mi madrina de todo: bautizo, confirmación, primera comunión, graduación de primaria; mi primera cerveza, mi primer tequila, mi primera cuba libre...) en honor del santo del día, San José; y del nombre de pila de mi abuelo materno, como correspondía al hijo segundo.
El abuelo Joaquín Alfaro había trabajado durante décadas como tenedor de libros en Hacienda; cuando llegó a la vejez le hicieron la vida de cuadritos en la oficina; se largó silenciosamente y puso una tiendita, con la que mantuvo a toda la familia (papá incluido, pues como extranjero encontraba dificultad para conseguir trabajo estable; y como universitario rico venido a menos, se molestaba de la insignificancia de las pequeñas empresas donde lo contrataron como contador o gerente, como en Pinedo Deportes) hasta su muerte.
De ahí la fobia familiar a la burocracia. Tanto Mamá Trini como Mamá Conchita trabajaron en puras oficinas privadas, y opinaban que los judíos de las fábricas textiles y los gringos de las compañías constructoras eran mejores patrones que los compatriotas.
Nunca ha existido un centro hermoso. Las vecindades, bodegas, pulquerías y recauderías de toda laya siempre convivieron con los conventos, templos y palacios que, de hecho, sólo en los tiempos borbónicos, gracias a las ganancias en las minas y el pulque, exageraron la nota aristocrática de tezontle y cantera, blasones y patios de grandes columnas, hasta fuentes. Siempre hubo vecindades paupérrimas y cantinas de mala muerte detrás de Catedral y al lado –incluso dentro- de Palacio Nacional. Pero durante dos periodos se trató de limpiar y engalanar sistemáticamente el centro, como zona de “gente decente”: la segunda mitad del siglo XVIII y el Porfiriato.
Eso es lo que vemos. De vez en cuando se recupera aquel sueño demente, pretencioso, de un centro como “tacita de plata”, aislado pero en el mero corazón de la miseria; y se restauran tales o cuales casonas dieciochescas o porfirianas. Sin embargo, ninguna bonanaza económica ha durado lo suficiente. Pronto casi todos esos edificios restaurados se desrestauran, y regresan a su destino de restoranes populares, que decaen inmediatamente en cantinas de pánico; en bodegas y tiendas al mayoreo.
Se me hace raro haber sido concebido, y haber aprendido a caminar en Jesús María, cerca de Mesones. Y evito esas calles. Supongo que me enseñaron a caminar los abuelos, pues mis dos mamás trabajaban todo el día, y mi bohemio padre (taurófilo, cabaretero, poeta, locutor de radio y periodista revolucionario en sus momentos de suerte) vivía más tiempo en el café Tupinamba que en el departamento del abuelo.
Hay otra tienda ahora en el local donde alguna vez prosperó don Joaquín Alfaro, pero ya no es una apacible abarrotería de barrio, sino una populosa tlapalería. Me imagino la del abuelo como las tienditas de película de Joaquín Pardavé o Carlos Orellana, con estanterías y mostrador de madera, y un gran Santo Niño de Atocha permanentemente honrado con flores y veladoras.
Los sueños traviesos me traen como imagen de mi abuelo al mismísimo Pardavé, otro Joaquín, aunque parece que fue más bien adusto y socarrón, de pocas palabras, y que usaba boina y fumaba puros, a la manera de Ángel Garasa.
Prefiero recordar las descripciones hermoseadas de mis abuelos y mi madre: hablaban del Centro como de un pueblito respetable donde todos los vecinos se conocían e intercambiaban pequeños servicios. Decían que en los años cuarenta se veía mal andar sin medias o en fachas por esos rumbos, a pesar de que ya estaban desbordados por todo tipo de comercio: ambulante y sobre ruedas.
Muchos camiones nomás bajaban sus redilas, interrumpiendo el tránsito durante horas, y ahí mismo despachaban ropa corriente, fruta, legumbres, cubetas, mecates, gruesos cilindros de todo tipo de “género”, como llamaban a ciertas telas; máquinas de coser y otros novedosos aparatos de contrabando.
Sé que antes de ingresar en Hacienda y de instalarse en Jesús María, mi abuelo Joaquín fue administrador de un hotel en Uruapan y de unos ranchos en Puebla y Tulancingo. De mis abuelos paternos sólo conservo fotos y alguna solidaria carta a mi madre (tampoco ellos soportaban al pretencioso aventurero Raúl), anteriores a la Revolución Cubana. A mediados de los años sesenta el correo nos empezó a devolver las tarjetas de navidad que les enviábamos a una calle sin nombre, con número: número tal de la calle número tal, entre la número tal y la número tal, de El Vedado. Por esa época también dejaron de llegar saludos de tíos y primos, seguramente ya muy ancianos, de La Coruña.
La última carta que recibí de mi padre (quien regresó a Cuba para sumarse a la revolución), de 1966, fue voluminosa. Llegó toscamente abierta y luego resanada con cinta adhesiva por la censura postal castrista. Eran los poemas manuscritos del ahora economista Raúl Blanco García, quien se ufanaba de que yo quisiera escribir versos porque me venían de “su” sangre; me exigía proponerme escribir como José Martí:

Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche.
¿O son una las dos? No bien retira
Su majestad el Sol, con largos velos
Y un clavel en la mano, silenciosa
Cuba cual viuda triste me aparece...

Esa carta llegó a la calle Mérida, esquina con Colima, en la colonia Roma. Las dos mamás se indignaron, y la matriarca sobornó al portero y a la sirvienta para que interceptaran mi correspondencia con Cuba. “No te educamos tan bien para que ahora Raúl venga a descomponerte con sus cartitas [algo comunistas y dandys, desde luego... Tu padre era un catrín huevón y dilapidador, bueno para nada -pontificó la matriarca-. Que lo padezcan los cubanos: nosotras ya pasamos por ese purgatorio. Y además las letras no te vienen de él, sino de mi papaíto, que se sabía de memoria muchas páginas de sor Juana y de Lizardi”. Mi tocayo Lizardi. Tal vez algunas cartas posteriores se extraviaron en el correo: tanto él como nosotros cambiamos de domicilio. Y a la larga el familiarismo epistolar termina aburriendo un poco.
Por entonces, en tercero de secundaria (oficial: la 3, “Niños Héroes”, en Avenida Chapultepec), yo estaba lleno de poesía... de la poesía de Amado Nervo y de Rubén Darío. Decidí ser escritor en los tiempos dorados en que desconocía nombres como Baudelaire, Rimbaud, Gide, Proust, Joyce, Faulkner. Yo codiciaba un arte que sonara a:

Señor, deja que diga la gloria de tu raza,
la gloria de los hombres de bronce cuya maza
melló de tantos yelmos y escudos la osadía.
¡Oh, caballeros tigres! ¡Oh, caballeros leones!
¡Oh, caballeros águilas, os traigo mis canciones!
¡Oh enorme patria muerta, te traigo mi alegría!

O bien:

El varón que tiene corazón de lis,
alma de querube, lengua celestial,
el mínimo y dulce Francisco de Asís,
está con un rudo y torvo animal,
bestia temerosa de sangre y de robo,
las fauces de furia, los ojos de mal:
el lobo de Gubia, el terrible lobo...


EL ABUELO JOAQUÍN
Il a fait malgré lui le geste héreditaire
HEREDEIA
Mi madre me decía, o me inventó, que yo era el vivo retrato de mi abuelo Joaquín Alfaro, administrador de ranchos y pequeños negocios en Tulancingo a principios del siglo pasado, empleado capitalino de Hacienda por los años veinte y treinta y, a mediados de ese siglo, tendero en Mesones.
No recuerdo mucho de mi abuelo, que murió cuando yo era muy niño, y sólo cuento con dos fotografías: una demasiado joven y guapo y otra demasiado gordo, calvo, avejentado y como tristón (mamá decía que era por cierta dolencia en los ojos). Mi hermano mayor, según la ortodoxia dinástica, llevó los nombres del abuelo paterno y del santo del día; yo, el segundo hijo, los del santo del día y del abuelo materno: José Joaquín.
Por no sé qué líos con la hipertensión y la glucosa los médicos me han impedido parecerme de veras a mi abuelo, ahora que por fin llego a su edad, y que ya iba alcanzando su perímetro patriarcal. No me quedé calvo. A los cuarenta años, pensando en lo mucho que me parecía a mi abuelo, imaginé que una mañana iba a levantarme: todo el pelo sobre la almohada y un cráneo de bola de billar; de modo que, para exhibirla en vísperas de su extinción, me dejé cierta melenilla incómoda y pretenciosa. Como nunca se me caía el cabello, me lo corté bastante a los cincuenta, disimulando de paso las canas. Ambos gustamos de las cachuchas y boinas.
Las madres inventan a sus hijos y la mía tenía un proyecto elaborado: el abuelo Joaquín. No sé qué tanto haya fracasado. Ignoro también cuándo, pretendiendo ser personalísimo, sólo me apego instintivamente a uno de los mil reflejos del abuelo en que fui tan pacientemente adiestrado desde la cuna.
Sé que aprobaría con benevolencia mi imperfecta caligrafía pálmer –la suya era irreprochable y se la envidio; aunque, por otro lado, podría enseñarle algunas reglas de ortografía, con las que nunca pueden los contadores o “tenedores de libros”-, y que reprobaría mis escritos y mi vida privada.
Aunque vaya usted a saber. A lo mejor conoció esperpentos semejantes entre su vasta parentela (cuando los matrimonios tenían hijos por docena, y conformaban familias como tribus), y sabía ser discreto y no ocuparse de lo que no le importaba. Se rumoraron chismes bien gordos de algunos tíos-abuelos y tías-abuelas, sus hermanos y primos, con quienes comía con metódica frecuencia a pesar de los pesares y sin sermonearlos (según los panegíricos de sus hijas). La familia era la familia aunque resultaras hipopótamo. Todos siempre resultamos algo hipopótamos.
El abuelo Joaquín odiaba la política y las revoluciones, por la carestía y la escasez de comida entre 1910 y 1940. Todavía en los años sesenta en casa se compraban provisiones suficientes para dos o tres meses por si de repente desaparecía el garbanzo o el azúcar de los mercados. Siempre el gobierno tenía la culpa de las alzas de precios; y como ahora, la culpa de todo.
Leía un poco mi buen abuelo, y su autor favorito era El Pensador Mexicano, en parte, supongo, porque era su tocayo. Hay una especie de francmasonería de los joaquines.
Conozco las cartas de amor del guapísimo chamaco Joaquín a la señorita aniñada -porque así aparece en las fotos, atiborrada de caireles- María, mi abuela. Se casaron y tuvieron dos hijas. El abuelo Joaquín era hombre de familia y sospecho que sobre todo era hombre de mujeres, porque se pasó la vida en el hogar, echando a perder a sus dos hijas con todo tipo de mimos y arrumacos. Un héroe de las mujeres. Las dos siempre lo recordaban con ademanes extáticos algo cercanos a la idolatría. Hasta san Martín de Porres sufriría de envidia.
Yo no soy hombre de familia, sino ermitaño arisco, de modo que aquí el abuelo se deja de parecer a mí y a lo mejor descansa un poco. Acaso hasta se permite alguna broma o chiste impropios, que buena falta le han de haber hecho. Tal vez, a ratos, soy un poco las inesperadas vacaciones de la monótona virtud de tiempo completo de mi abuelo ejemplar.
Tanta lata me dieron con que debía ser la copia exacta del abuelo Joaquín que a veces sueño que soy él y que peso más de 90 kilos. Entonces aparece un médico internista apocalíptico hablando de diabetes, hipertensión, catástrofes cardiovasculares y somete su fotografía de viejo a una dieta de alfalfa que lo chupa y lo reduce a un esqueleto de 70, añadiendo que todavía le sobran algunos kilos. Ambos chaparrones, el abuelo entonces empieza a parecérseme. Y opina pestes de los médicos, que suenan como mías.
Me jalo los pelos para ver si son reales, si el sueño no me los ha convertido en peluquín. Siento que el abuelo sonríe: sospecho que no le gustaba ser tan calvo. Con gusto comparto con él cierta pelusilla canosa en la azotea.
Me incrusto los lentes de vista cansada, parecidos a los que él usó frente a sus nóminas y facturas, y leo alguna de mis propias páginas. Erigido en el severo-pluscuamperfecto-abuelo-Joaquín, de inmediato –iracundo, con golpes de puño sobre la mesa- me escandalizo y me desheredo... Pero sé que la abuela María, y sus hijas Conchita y Trini, siempre todopoderosas con el abuelo, conseguirán con sus mimos todo tipo de absoluciones. A final de cuentas, ¿de qué sirven los trazos en el papel, por más impropios que se pretendan? Y un sensato hombre de edad, ¿de veras puede escandalizarse de vidas privadas?
Abuelo y nieto se desvanecerán algún día en una foto que se parecerá a ambos. A lo mejor hubiese querido intentar alguna de las travesuras de su nieto, pero con esas dos atorrantes niñas que mantener y mimar y dotar de una Ejemplar Imagen Paterna a todas horas, no podía permitirse ninguna calaverada. Estaba atrapado.
A veces los abuelos sueñan con nietos bizarros, y viceversa. Y desde algunas de nuestras (de)semejanzas entre sombras intercambiamos guiños cómplices, familiares. Por lo demás, los parientes son olvidadizos y ahora soy el único que continúa recordándolo o inventándolo: murió hace medio siglo, y soy quien conserva sus dos fotos y sus siete cartas.

BREVE CONFESIONARIO PARA EL AÑO 2000


EL SÍMBOLO TERRIBLE
Las sociedades autoritarias y supersticiosas son ricas, innumerables en pecados. Nadie puede saber cuántos pecados cuenta en su nómina dilatada el catolicismo, y menos el mexicano, pues naturalmente también abunda en excepciones, en dispensas, en tratos preferenciales, en extraños agravantes, en vericuetos. No hay normas rígidas ni balanzas exactas: vgr. la pena de muerte no es asesinato, el dispositivo intrauterino sí.
El problema del pecado, en comparación con el delito laico, está en que aquél desdeña la realidad, los episodios y las circunstancias, el daño comprobable que un delito realiza contra las personas; y en cambio extrema su calidad de metáfora y de símbolo: es una rebelión contra Dios y su creación.
De ahí que aparte de las bagatelas de los pecados veniales (la gula de repetir postre), toda la Ley Católica se atiborre de puros pecados mortales condenados por igual con el infierno eterno. Usar condón, tomar la pastilla anticonceptiva, ver un video pornográfico; divorciarse, correrse una aventura amorosa o formar una unión libre, caen en el mismo rango mortal del secuestrador que asesina y mutila a sus víctimas.
Y quizás, a fin de cuentas, aquellos episodios de la vida privada de las personas resulten más contundentes como pecados que un enorme fraude bancario o gubernamental, asuntos éstos de simple dinero —”Casi casi un problema de caja”, en la frase inmortal de Silva Herzog sobre la devaluación de 1982—, que suelen repararse con donaciones a los templos.
No nos extrañe que los mayores narcotraficantes y los capos de la sanguinaria violencia organizada sean muy católicos, peregrinen a Roma y a Jerusalén, hagan bautizar y casar a sus hijos por prelados aparatosos, donen parte de sus horribles ganancias a obras de la propagación de la fe, acudan al Tepeyac de rodillas. No hicieron otra cosa los cruzados, los conquistadores y los encomenderos de la Nueva España.
Un cacique matón, defraudador metódico de mucha gente, se considera en cambio un perfecto católico (con las bendiciones de algún obispo, su socio), y se encoleriza de que su hija se haya dejado manosear por el novio en el zaguán. “¿Qué hice yo para merecer esto?”, exclama con los ojos al cielo, como el santo Job.

MARÍA FÉLIX SÍ; MARYLIN MONROE NO
Salvo algunos episodios retóricos y más bien oportunistas (la reciente excomunión proclamada en la diócesis de Cuernavaca contra los secuestradores, de la que están curiosamente exentos los meros multiasesinos o los simples multivioladores morelenses que no secuestran), los pecados que escandalizan a los Dueños de la Moral Pública, a los Dueños de la Tabla de los Pecados, son ciertos strippers masculinos en una obra de teatro para mujeres; algún anuncio panorámico de un brasier ciertamente generoso; los métodos sanitarios preventivos como el condón y la pastilla anticonceptiva; la exposición de un cuadro donde la Virgen María apareció con el bello rostro de Marilyn Monroe (como si no se hubiese hecho antes lo mismo, y en cine: Tizoc, con el rostro menos ingenuo de María Félix); la enseñanza escolar de la fisiología de la reproducción humana; las dudas sobre la existencia histórica del indio “Juan Diego” del siglo XVI, a quien nadie conoció en vida y del que no hay restos físicos ni testimonios históricos válidos en un análisis académico; los libros escolares oficiales que hablan de Hidalgo, de Juárez o de las Constituciones de 1957 y 1917; el cientificismo o el positivismo de ciertos intelectuales o funcionarios (Carpizo) que no aceptan como verdad plena las ocurrencias, los intereses, o las “certezas morales” de los prelados, y piden “pruebas” sobre el supuesto martirio del Cardenal Posadas por deliberada orden de los políticos salinistas, etcétera.

INFIERNO PARA TODOS
Todo es símbolo en el pecado. La contracepción, como idea, escandaliza mucho más que las masacres y los fraudes bancarios gigantescos. Y a diferencia de las legislaciones laicas, no hay gradaciones en los castigos: la pena de infierno eterno se distribuye muy barata: da lo mismo abofetear a Dios con un show de strippers que con una masacre.
Dante inventó más sufrimientos para mayores pecados dentro del propio infierno (también en relación con el símbolo, no con el daño real), pero eso no es ortodoxia sino imaginería: no hay pecados menos ni más mortales que los otros. Todos los pecados mortales, que suman legión, son el mismo. No se está un poquito embarazadita, ni un poquito muertito, ni un poquito condenadito. Todo o nada.
Y todos los pecados (incluso atentar contra la vida del propio papa) pueden perdonarse con facilidad, si el pecador se arrepiente de su profanación simbólica —haberse rebelado contra Dios—, aunque en nada repare el daño real. Que de eso se encargue la mera justicia civil.
A pesar de su cariño por la emotividad católica, y de su desapego hacia la sequedad y los rigores del protestantismo, Chesterton se quejaba de este fundamentalismo que no diferencia entre lo atrozmente malo, lo muy malo, lo relativamente malo, y las nimiedades vulgares, supersticiosas, tontas o de mal gusto. Pecados mortales para todos.
Es difícil concebir así un paisano del siglo veinte que no viva en perpetuo pecado mortal. ¿Cuántas personas han conocido el amor fuera del matrimonio, cuántas mujeres han acudido a la contracepción, cuántas personas han incorporado las escenas sexuales como cotidianeidad en espectáculos y otras formas de entretenimiento y cultura, cuántos católicos sencillamente no saben que buena parte de los episodios comunes de la vida moderna constituyen un “insulto a Dios”?

LA MULTIPLICACIÓN DE LOS PECADOS
En tales laberintos simbólicos, nadie sabe pues qué es un verdadero pecado, entre tantos como hay y cómo se bifurcan. Puede serlo todo o nada.
Veo nóminas infinitas de pecados en los códigos sumerios, en los egipcios, en el hebreo (como comer camarones), en el protonazi que un sabio adulafrailes, Alva Ixtlixóchitl, le inventó al pobre poeta Nezahualcóyotl y nos deja la tenebrosa idea del floreciente reino de Texcoco como un vasto campo de concentración, donde se castigaría con la esclavitud o la muerte a un ocasional bebedor de pulque. (¿Entonces para qué querían tantos magueyes en el México prehispánico?)
En los manuales de confesión católicos (recuerdo El joven cristiano, edición de 1960), se destinaba a su mera enumeración todo un grueso capítulo en letra pulguita: ¡Cuántos pecados gravísimos, de indispensable confesión urgente, podía cometer un mocoso de ocho a doce años en una escuela primaria de salesianos!
Pero la multiplicación legislativa de los pecados redujo a la inexistencia práctica el pecado particular: entre millones de pecados posibles, ¿qué tanto cuenta uno, el modestamente mío? “¡Si yo sólo me he quebrado a doce fulanos, y la Virgen sabe que hay miles de preceptos que cumplo con devoción!”, diría nuestro matón religioso. “Nunca me olvido de la Virgen. A cada rato le compro sus flores, sus veladoras”.
Un antropófago atentaría sólo contra una entre miles de las prohibiciones u obligaciones católicas (aunque no recuerdo que El joven cristiano, que enumeraba interminablemente todos los pecados concebibles para un niño, prohibiese hacia 1960 expresamente el canibalismo: ni de pensamiento, ni de palabra, ni de obra).

LA LIGUILLA: MOISÉS 10; CRISTO 1
El sabio Moisés redujo los mandamientos hebreos a diez (aunque en diversos títulos de la Biblia se siguieron acumulando varias toneladas de órdenes y tabúes perentorios). En sus Diez Mandamientos es pecado desear a la mujer del prójimo, la casada, pero no a todas las demás.
Los escribas, entonces, tanto los hebreos como sus sucesores cristianos, le corrigieron la página a Moisés: dijeron que las Tablas no contenían leyes literales, sino dilatadas metáforas, y que el deseo de la mujer del prójimo equivalía a toda pulsión carnal, incluyendo los sueños húmedos de los adolescentes.
Un escolar católico de los años cuarenta o sesenta, amanecía con la mancha en el calzón y corría desoladamente a confesarse. Naturalmente, en un colegio grande lleno de pubertos, había grandes colas en los confesionarios todos los días. No faltaba quien inventara que ya había sufrido la “eyección” la “emulsión” o el “pecado del sueño” (términos de la época): “¡Pendejo, serán meados! ¡Todavía ni se te para!”, le decían sus compañeros de la cola, haciéndose, ellos sí, los interesantísimos réprobos sexuales de doce años. ¡Puros Arturitos de Córdova!
Cristo, más sabio y económico que Moisés, dijo que sólo existía un mandamiento: “Amarás a Dios con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo”; pero además, en la práctica, si hemos de creerles a los Evangelios, Cristo no vio como pecadores perseguibles, sino como a pobre gente dejada de la mano divina, a quienes, por falta de inspiración celestial, carecían de la fe y del amor de Dios. Menos pecadores que pobre gente: la prostituta, la adúltera, incluso san Pedro El Mochaorejas.

LA PREFERENCIA POR EL PECADOR
El propio Cristo, corregido y aumentado por san Agustín, inventó que el lujo y el mérito del hombre residían ¡en su condición de pecador! Era precisamente el pecado, y entre más y peores pecados mejor, lo que engrandecía a la criatura a los ojos de Dios.
El buen católico estaba riquísimo, enjoyadísimo de pecados. El buen católico era un Midas que todo lo convertía en el suntuoso oro del pecado. La leyenda dorada del casi santo (beato) Jacobo de la Vorágine se podría resumir, entero, en una “Fábula de Heliogábalo y el Buen Pastor”.
La oveja perdida valía más que todo el rebaño virtuoso. Fue condición de santidad el haber pecado, y mucho, antes de arrepentirse y de convertirse al buen camino. Entre mayor pecador fuera el contrito, mayor bendición divina, mayor santidad: Santa María Egipciaca.
En un solo momento se le podían perdonar a un “agraciado”, desaparecer por completo, millones de pecados atrocísimos, sangrientos (vgr. los santos caballeros de las cruzadas); pero había desgraciados que se condenaban por un solo pecado mortal, por una sola vez que hubiesen comido tacos de nenepil en cuaresma... o le hubiesen taqueado el nenepil a la comadre. O la pobre señora, tan devota, que a escondidas tenía su amigo o tomaba sus píldoras anticonceptivas: ningún criminal pecaba más que ella. Y no hablemos de las madres solteras, ni de las que abortaban.
Quienes nunca pecaban, ¿qué chiste? No pecaban simplemente por falta de vigor y de imaginación. Virtuosos por culpa de la pereza, el adormilamiento de la carne y la estrechez mental. O como resultado de una desaforada soberbia demoniaca: ¡Se atrevían a ser buenos por sí mismos, a prescindir de Dios! “No hay mayor pecado que creer que uno puede salvarse por sí mismo, sin la gracia de Dios”, se predicaba. Nada de bienaventurados self-made.

LA LOTERÍA DE LA GRACIA
Por lo demás, el arrepentimiento de los pecados y la conversión a la virtud resultaban menos mérito de la persona que gracia, don o llamado divinos. El arrepentimiento y la conversión caían oportunamente del cielo y sólo para los elegidos. Maná para los consentidos del Altísimo.
Era una especie de lotería celestial la cuestión de la Gracia, sin embargo un dogma fundamental del catolicismo. Quien estaba llamado al cielo, no se iba a tropezar con sus desaforados, inauditos pecados de gatillero a sueldo; a quien no recibía la Gracia, en cambio, de poco le serviría su voluntad laboriosamente humana de hacerse el santo.

EL PECADO CONTRA EL ESPÍRITU
Luego se inventó en la teología ese comodín vaticano, “el pecado contra el Espíritu”, “el único imperdonable”; el cual lo mismo se ha aplicado al sexo anal u oral, “contranatural”, que a la planeación familiar (coitus interruptus), que a la mera duda de la existencia de Dios, que a la soberbia intelectual de los ateos o agnósticos, que a la insubordinación contra el alto clero; que (los franciscanos radicales) a la falta de humanidad, de simpatía y respeto por el prójimo.
Cada año proliferan homilías y aparecen arduos tomotes sobre ese enigmático “pecado contra el Espíritu”.

SAN KOWALSKI EL VIOLADOR
Creo que fue el dramaturgo Tennessee Williams, y no los teólogos universitarios, quien se atrevió a imaginar un pecado verdaderamente nuevo y moderno, también “el único imperdonable” en su opinión: en Un tranvía llamado deseo, la santa pecadora Blanche DuBois, un poco demente, exclama que todo se puede perdonar, menos “la crueldad deliberada”.
La frase suena bonita, como exculpación de los pobres pecadores arrebatados por sus instintos o pasiones, esclavos de ellos, víctimas de ellos, pero ¿y la crueldad de un judicial ebrio y drogado que en, su delirio de supermán, ametralla a tres o cuatro chamacos desconocidos, que simplemente andaban por ahí, en mala hora? ¿Kowalski de veras cometió “crueldad deliberada” al violar a Blanche, o fue víctima de su ignorancia de mecánico entre camioneros, de su machismo proletario exaltado por el trago, de su excesivo primitivismo social? San Kowalski el Violador.

LAS SUBASTAS DEL PERDÓN
A los pensadores protestantes de la Reforma les pareció mal la manga ancha de Cristo y de san Agustín hacia los pecadores. La confesión y el perdón de los pecados (que en principio conformaban no sólo la liberación del infierno, sino aquí mismo sobre la tierra una Fuente de Vida Nueva, de consuelo nuevo: quedar limpios de todo por obra y gracia del arrepentimiento y de un sacramento) se volvieron un negocio vaticano multimillonario: la subasta del perdón, de las indulgencias.
Todos los pecados, incluso los más crueles y sangrientos, podían comprar su redención con tamaña facilidad. “¡Todo se vende hoy en día!”, clamaba Góngora. La Reforma restringió esa fuerza redentora del cristianismo. Siguió predicando el arrepentimiento, pero sin garantizar ni prodigar el perdón. Los pobres protestantes han de cargar con todos sus pecados, y hacer muchos méritos, y esperar —temblando de incertidumbre— el juicio de Dios, que para ellos, como para los judíos, es bastante severo.

PECADOS CLÍNICOS
Tanto en los países católicos como en los protestantes, se operó una revolución en cuestión de pecados y perdones, todavía no muy aceptada en la teoría, pero generalizada en la práctica, a partir del auge positivista de la ciencia, a mediados del siglo XIX.
Muchos pecados se volvieron clínicos, y muchas medicinas o terapias reemplazaron al sacramento del perdón. El médico, lo mismo Pasteur que Freud, como el supercura de los tiempos modernos. La cápsula, el jarabe o la inyección como nueva eucaristía positiva. El diván psicoanalítico, un confesionario clínico.
No pecaba tanto quien fornicaba, sino sobre todo quien contraía la sífilis, hasta antes de la invención de la penicilina. Ahora peca quien fornica sin condón, o lo usa torpemente —puede ser suficiente usarlo mal, que se zafe o se rompa, una sola vez en toda la vida, para contraer el VIH y otras infecciones. Una cortina de látex divide la virtuosa de la pecaminosa lujuria.
¿Pero qué mecanógrafa impecable no ha cometido algún error de teclado durante diez años de oficina; qué conductor responsable no se ha equivocado alguna vez con la palanca, los pedales, las luces o el volante de su coche una sola vez en su vida? ¿Y los púberes inexpertos, los novatos del “echando a perder se aprende”?
Una nueva “tecnología de la liberación” responde a toda enfermedad o malestar: se debe “insumir” con extremo rigor. Hay alimentos virtuosos (la Gracia), y alimentos pecaminosos (la Caída). La yema de huevo, el pellejo del pollo, nuevamente los camarones, el cigarro, el alcohol, las grasas animales, el azúcar, las fritangas, hasta (o sobre todo) el chocolate, advienen pecaminosísimos. (Vislumbro en mis sueños afiebrados un infierno de triglicéridos.) Quien los consume está atentando contra la vida, esta casi abortándose. Desde su consultorio del Eje Central un médico escandalizado enfrenta a su paciente de Iztapalapa: “¡Pero está usted loco! ¿Usted, mexicano, come... garnachas?” El infierno no son los otros, sino las garnachas.
En los nuevos tiempos del cólera, un coctelito de ostiones crudos —y hervidos, ¿qué chiste?— en un puesto callejero de La Viga, a pesar del supersticioso pero acidito ritual del limón, representa la más expedita modernización del “pecado contra el Espíritu”. Para no hablar del tabaco.
Los médicos, ya profetas, ya teólogos empíricos, no se resignan a su oficio de chocheros y punzatripas, que es para lo único que —¡oh Quevedo, oh Molière!— concretamente estudian: evangelizan, legislan, profetizan sobre la-vida-en-su-conjunto-y-en-toda-su-amplia-variedad: con cada una de sus recetas emiten todo un Proyecto de Vida Nueva, sus numerosas Tablas de la Ley de órdenes y prohibiciones. Rumian su minuciosa alfalfa los bienaventurados; los réprobos eructan, con algo de llamas infernales, puros tacos al pastor.
La biometría hemática, las escalas de calorías, el perfil de lípidos y las radiografías como nuevos exámenes de conciencia. Mucho más voluminosos y elaborados que la guía para confesarse de El joven cristiano.

PECADOS VIRTUALES
Hay también una “tecnología de la liberación” en cuestión de finanzas. Gran robo el pickpocketing o el embolsarse un producto en el súper; ninguna falta en la especulación financiera, así se haga quebrar a la banca entera de un país, o devaluar su moneda. Esos son pecados virtuales. Nadie tiene la culpa de los huracanes. Nadie tiene la culpa de las catástrofes financieras mundiales ni regionales por internet.
Otra “tecnología de la liberación” esplende en los medios de comunicación y en la política. Ahí no existe el pecado de la mentira. La democracia informativa se dedica —en el rating residen toda la Ley y los Profetas— precisamente a mentir, y con gritos amarillistas, para ejercer la democrática libertad de vociferación equívoca o calumniosa de las empresas de comunicación masiva.
Todo lo que de veras suena (el rating es su garantía de bondad pública, como una especie de plebiscito), miente sin pecar en nuestra Transición Democrática; sólo peca usted cuando, tambaleando, le dice a su señora al regresar a casa en mitad de la madrugada: “¡Te juro, Gladys, que nomás me eché un pálido whisky!... Es que Pepe el Memorioso y Luis el Memorioso se soltaron en letanía todas las alineaciones del Atlante y del Necaxa desde su fundación hasta la fecha... Y como yo era él único que me sabía todas las vicisitudes del Pachuca...”

EL MAYOR PECADO DEL NUEVO SIGLO
Hay otros nuevos pecados. La falta de éxito, sobre todo. Cristo ha sido rebasado (¡sufre, Renan!): los últimos de la tierra ya no son los primeros en su corazón sagrado.
Olvidemos los populismos del Sermón de la Montaña: Los primeros siempre son los primeros. Punto. Fracasar o triunfar menos que el vecino, grandísimo pecado.
Ahí sí que todos somos pecadores irredentos, salvo Bill Gates, el Supertriunfador, quien al parecer ya empieza a pecar: a perder batallas desde la cima de su gran Monte de la Revelación, Microsoft.
También advertimos una nueva postulación metafísica, obligatoria. No sólo la homogeneización y globalización de todos los países —ilusorias, o solecismos, en cuanto los países son cada vez más desiguales—; sino también la de todas las personas, por la misma razón.
Constituye de igual modo un pecado imperdonable ser personalmente diferente, pensar y obrar de diferente modo al Modelo Universal, incluso en detalles. Se peca de soberbia contra el Espíritu, o contra la sociedad, o contra el Mundo. ¡Todos al mismo son, quien desentone pierde! Hay que “reconvertirse” en “políticamente correctos”.
No creo imposible que tal uniformidad rasera, obligatoria, haya funcionado también como la piedra fundacional del fascismo.

LA DECADENCIA MÍSTICA DE LA MASTURBACIÓN
Desempolvo frente al nuevo milenio mi ineficiente devocionario de infancia: El joven cristiano. Ya no sirve para nada. Todo se ha vuelto al revés: vgr. la masturbación, que tanto condenaban los curas (y que fue el Espantajo Infernal que me persiguió desde mi Primera Comunión hasta que leí en la prepa ¿Por qué no soy cristiano? de Bertrand Russell), se ha erigido en suprema virtud (vuelven los cenobitas y la Tebaida flaubertianos, “con pecadora mano”), en cuanto “sexo seguro”.
Mis curas profesores clamaban, arrebatados de ira, ante escuincles espantados de que pudiésemos ser tan criminales en la soledad del WC o de nuestras camitas, bajo cobijitas de Mickey Mouse: “¡La autoprofanación del propio cuerpo, Templo del Señor! ¡Así como el suicidio es peor que el asesinato, ‘el vicio solitario’ peca más que la fornicación, por su desesperación ególatra!”
Freud se escandalizaba menos ante cualquier práctica sexual con otros, que ante el onanismo (¡La idolatría egoísta del propio falo! ¡La aberrante negación carnal de los otros! ¡El autismo de la libido!)

LA NUEVA SOBERBIA
Se denomina soberbia a la falta de “corrección política”; constituye una desobediencia contra las nuevas órdenes homogeneizadoras y globalificadoras del mundo.
“Ser uno mismo”, “descubrirse a uno mismo” parecían las cumbres filosóficas y psicoanalíticas en los años sesenta (y desde Los alimentos terrestres de Gide), cuando tanto se valoraba la “independencia de criterio” y la “conciencia crítica”.
Ahora constituyen una rebelión invercunda contra la norma de lo políticamente correcto, lo clínicamente correcto, lo financieramente correcto; lo social o moral o culturalmente correcto... “¡Cultiva tus diferencias!”, predicaba el bárbaro de Gide.

LA AUTOGESTIÓN DEL CORAZÓN
El otro día me enteré de que la Iglesia Católica se está desembarazando de los confesionarios. No dispone ya de tanto cura para escuchar a tanta gente, supongo. Uno se arrepiente “en su corazón” y sanseacabó. El resto del catolicismo, puros viajes del papa por televisión.
Pero toda mi vida supe que era la obligación de todo católico confesarse al menos una vez al año, o inmediatamente después de cada pecado. Para los alumnos salesianos de primaria y secundaria constituía gran pecado el no confesarse al menos una vez por semana. O muchos grandes pecados (pues también atentaba contra la humildad: “¿Te crees tan santurrón que no necesitas confesarte este jueves, engreído? ¡Ni los arcángeles se atreven a considerarse tan limpios de pecado! Revisa, escuincle pecador, El joven cristiano, y verás tu pobre alma en toda su negritud”; y contra la liturgia, y contra la obediencia).
No se podía comulgar en estado pecaminoso, así fuera por instantes lujuriosos de mero pensamiento (haber visto involuntariamente fotos de artistas en bikini —la era dorada de Fanny Cano y Jorge Rivero, de Isela Vega y Andrés García— desde la ventanilla del camión escolar anaranjado, “Instituto Don Bosco”, en un puesto de periódicos, durante un alto), que también eran pecadotes mortales, desde luego. Ya no lo son.
¡Tiembla, santo Domingo Savio (“Antes morir que pecar”): ya no resulta necesario confesarse! Se puede ir a comulgar directamente, con pase automático, con dispensa de trámites, con una “administración simplificada” de los sacramentos: sin confesión previa.
¿Entonces para qué la comunión? Seamos congruentes: del mismo modo, podríamos irnos al paraíso sin comunión previa. “Simplificación administrativa” para todos los ritos. Pienso que comulgo ¡y ya! Comulgo en mi corazón ¡y ya! Me caso en mi corazón ¡y ya! Cuánta autogestión del corazón en los nuevos tiempos. (Suena a López Velarde esto de “La autogestión del corazón”.)

¿Y LAS PENSIONES, O RENTAS, O RÉDITOS ESPIRITUALES?
Me las he dado de ateo desde los quince años. Lo que en los sesentas era bastante común entre muchachos que se pretendían cultos (o se pasaban de listos). Ahora me alarmo: ¿Ya no valen mis escapularios infantiles, mis muchas comuniones de los nueve viernes primeros, mis indulgencias parciales, acumulativas?
Llevé una contabilidad de los millones de años de perdón para el purgatorio, que me había ganando con rosarios afanosos, beligerantes credos y enfáticas jaculatorias; con misas pacientísimas y magníficats conmovedores, o prescindiendo “en épica sordina” de dulces y rábanos, perones o tamarindos enchilados a la salida de la escuela.
¿Y las indulgencias plenarias, los jubileos, la intercesión de las mil advocaciones de la Virgen (cada cual más misericordiosa que la vecina) y de los santos? ¿Los “regalos de indulgencias” de los familiares devotos que nos ganaban años o siglos o milenios de perdón con sus oraciones y mortificaciones y limosnas (especialmente las mamás, las tías, las abuelas)...? ¿Y las carísimas bendiciones del papa, en pliegos con sellos de oro, que traían los turistas de Roma?
En verdad, en verdad crecí con la siguiente prédica oficialísima, sancionada por todos los papas: “La Virgen del Carmen se interpondrá en las puertas mismas del infierno para salvar a quien llevare su escapulario... Aquel que comulgare nueve primeros viernes de mes...”
¿Tienen sentido retroactivo las modernizaciones católicas? ¡Qué abuso de la modernidad! ¿Nos desaparecen nuestros ahorritos espirituales, como un Seguro Social que quiebra y tranquilamente cuelga un letrero: “¡A partir de este momento se invalidan todas las pensiones!” espirituales? ¿Permitirá tal atropello la Virgen del Carmen?
Ya no se debe portar, pues, el viejo catecismo, sino las tablas del colesterol, las grasas y calorías, y de los rendimientos bancarios; los manuales de cómo conseguir amparo judicial aun en casos de canibalismo y de cómo defraudar millones de dólares por internet sin que nada conste en actas. ¡Las proezas judiciales de El Divino!
Se me antoja inextricable la metafísica del nuevo milenio. Pero ninguna nostalgia siento de las creencias de hace treinta o cuarenta años, que parecían modernísimas y aggiornadas por el Concilio Vaticano II, y ahora se verán tan “fundamentalistas” como los cilicios de los frailes franciscanos del siglo XVII: no hicieron feliz a nadie.

A MÍ, MIS TIMBRES
Aunque a mí, mis timbres: Que no me hagan perdidizos ni caducos mis pensiones, ahorros, rentas, réditos y salvoconductos espirituales de diez años con escapulario; ni mis docenas de nueve viernes primeros, ni mis millones indulgencias parciales o plenarias (afores para el cielo), que yo mismo gané en la infancia; ni las infinitamente más cuantiosas que me regalaron mis generosas, mortificadas y rezadoras tías...
No hay mayor cosa que recobrar en las creencias antiguas, sin embargo. Eran la arena numerosa de un desierto de la moral. Y desde ellas hemos saltado a otro desierto, numerosamente árido, pedantesco y virtualoide.
Mejor no hacer mucho caso. Como decían mis tías (las mismas que concienzudamente me ganaban millones de años de indulgencia a diario) cuando, en su vejez, los médicos les prohibían terminantemente las conchas rebosantes de nata fresca y los tacos de carnitas: “¡Al diablo la ciencia! ¡Me tomo mi tecito de nohagocaso y sanseacabó!”

LA SONRISA DEL VAQUERO

Imagino las memorias de un chamaco que pudo ser mi compañero de clase, Martín Rentería:
Tuve una infancia de cuento, pero de cuento de curas y monjas, como Marcelino, pan y vino. Mi familia y la ciudad entera de Zamora estaban saturadas de presencias, atmósferas, preocupaciones, rencores, esperanzas, rencillas, sensaciones religiosas. Hasta donde mi memoria alcanza, nuestra familia ha poblado con abundancia conventos y curatos, y no nos faltan primos o tíos misioneros en África y Tierra Santa.
En mi casa abundaban los adornos, regalos, objetos religiosos. Esa carpetita había sido tejida por la monja tal, estas artesanías o aquellos dulces provenían de conventos, cofradías y obras piadosas. No había mueble sin su santito, y acaso menos por beatería que por afán o vicio de coleccionista: se heredaban, se compraban, se regalaban entre nuestros familiares y amigos tantas velas, escapularios, rosarios, estampitas, cromos, estatuillas, crucifijos, vidas de santos.
Todo ha cambiado mucho en medio siglo, desde luego, pero por entonces una casa así no representaba extravagancia alguna en Zamora, todo lo contrario. Se vivía naturalmente entre angelitos, inmaculadas y sagrados corazones como en una aldea pesquera entre barcos, redes, instrumentos de navegación y pesca, peces disecados. Tuve pues una infancia feliz de deportes en los colegios de curas, primeras comuniones, bautizos, bodas, semanas santas, navidades; todo gozo de la vida, y hasta cada guiso y cada bizcocho, admitían su ángel o santo tutelar. Posadas con curas, kermesses con curas, paseos campestres con curas, competencias deportivas con curas, estudios con curas –todos ellos amigos o parientes de los parientes o amigos de mis padres--; coro para la iglesia, rondalla para las fiestas escolares.
De modo que a todos nos pareció natural y magnífico, cuando terminé la primaria, que pasara un mes de mis vacaciones en un retiro espiritual. De una u otra manera, por otra parte, se venía sugiriendo desde hacía años que mis padres esperaban que uno o dos de sus siete hijos recibiera la vocación religiosa. Y a todos se les antojaba que yo, Martín Rentería, ya la llevaba algo adelantada por cierto carácter fácil y alegre, que me bienquistaba con medio mundo y me permitía cumplir sin mayor esfuerzo cuanto se me pedía. “Martinillo es un ángel, nació con las alas puestas”, llegó a bromear el señor obispo, mi tío y padrino.
Los niños dóciles y felices quizás no son muy perspicaces, y yo me creía con toda tranquilidad cuanto se pretendía que creyera, entre otras cosas que la vida santa y alegre que llevaban las familias católicas de Zamora era la única vida que existía sobre el planeta, salvo algunos réprobos a quienes nunca conocí y por cuyo regreso al buen camino se me enseñó a rezar desde la Primera Comunión.
Fue así que sin temor alguno trepé con otros dos niños un poco mayores que yo, elegidos por las señas que mostrábamos de vocación religiosa, a un autobús que nos llevaría hasta Palisada, Tlaxcala, al seminario menor que los salesianos dejaban vacío en vacaciones y que se utilizaría como retiro infantil y juvenil durante todo el mes de diciembre. Algún diciembre de los años cincuenta del siglo veinte.
En el autobús, durante mi primera salida no sólo de Zamora sino de casas y escuelas donde no estuviera dulce y estrictamente vigilado por la familia, las familias idénticas con quienes tratábamos, los curas y las monjas tutelares, me empezó a ganar la secreta inquietud de que existiera un mundo diferente, hasta peligroso.
Me cautivó el sabor de la aventura. Durante todo un mes conocería hasta a un centenar de niños y muchachos de todo el país, y jugaría, platicaría, rezaría y me divertiría con ellos esos treinta y un días totalmente libre de la custodia familiar y zamorana.
Nos habían mostrado, proyectadas sobre un muro blanco, transparencias –entonces llamadas filminas- del gran seminario menor de Palisada, Tlaxcala, que parecía un castillo. Dormitorios, capilla, salones de clase, biblioteca, salón de música, salón de actos, diez canchas en toda forma, reglamentarias, de básquetbol y dos de futbol; huerta, establo, ¡hasta dos laguitos! en mitad de un gran bosque.
En realidad, el modernista y funcional seminario de Palisada –puro concreto y cristal, colores básicos y alegres- se había construido sobre los restos de una vieja hacienda minera y conservaba mucho espacio boscoso, con esos dos criaderos de truchas que llamábamos lagos. Yo tenía doce años entonces y de alguna manera presentí que ese retiro dejaría una marca especial en mi vida. Algo así me sugirió mi tío obispo al despedirme. Por entonces se admitían seminaristas menores o “aspirantes” de mi edad, para que iniciaran los estudios de latín, griego y disciplinas religiosas junto con la secundaria: ¿regresaría a Zamora a decirle a mis padres la frase que esperaban: “Durante este mes lo he pensado mucho y he rezado con fervor para que el Señor me ilumine, y creo que quisiera ingresar al seminario”. Toda la familia y media Zamora llorarían de felicidad y se reafirmaría la vida que llevábamos. Quizás habría ya que empezar a mostrar, con una sotana de seminarista, las natales alas de ángel que me concedió el obispo.
Llegamos a Palisada a media tarde, y me pareció un castillo más vasto y hermoso que el que había imaginado a partir de las filminas. Pero desde el principio se impuso cierta brecha de desorden. Como los “retiristas” de muchas partes del país íbamos llegando a horas diferentes, algún cura nos recibía, nos indicaba que dejásemos las maletas amontonadas en un salón, nos llevaba enseguida al refectorio para comer y beber cualquier cosa, y nos mostraba el bosque, sus criaderos de truchas, sus huertos y establos. Casi nos imaginábamos en la selva.
Éramos chicos de edades variadas, entre los doce y los dieciocho años, y nos prometíamos todo un mes de boy-scouts. Porque se nos había advertido que parte del retiro consistía en dos o tres horas de trabajo manual, y todos deseábamos que nos correspondiera limpiar los lagos, podar árboles, abrir caminos en el bosque, cultivar hortalizas, ordeñar a las vacas, tanto como temíamos que la labor impuesta fuese la rutina de barrer y trapear salones, limpiar vidrios o fregar trastos.
Yo no me decidía: ¿Sería más agradable pasarme las horas metido en el agua sacando hojarasca y basura de los criaderos, o dedicarme a las seis portentosas vacas que visitamos en el establo –unos cobertizos y un derruido jacal de adobe, que apestaban a estiércol-, al fondo del bosque?
Ese jacal en ruinas, donde se amontonaba la alfalfa, era una de las escasas construcciones que sobrevivían de la antigua Hacienda Palisada. El seminario y la capilla se levantaban al otro extremo, frente a la carretera a Puebla, modernísimos, llenos de cristales coloridos y techos en formas de triángulos y curvas.
Habría yo de volver siete u ocho veces más, cada diciembre, a ese seminario en el bosque, hasta que ingresé en la universidad y me declaré disoluto y ateo, para desesperación de mi familia y escándalo de todo Zamora. Como la rutina fue siempre la misma se condensan a veces en mi recuerdo escenas de años diferentes como si todas hubieran ocurrido la primera vez. La sensación casi militar del dormitorio donde roncábamos cien chamacos. El campanazo para despertar y correr a ducharse con agua más fría que tibia en dos o tres minutos, a fin de no ser complacientes con la carne que iba madurando en nosotros, en diferentes etapas y como en secreto, bajo rostros y ademanes castos y casi indiferentes.
Las misas soñolientas y largas, largas, con canto gregoriano y terribles sermones contra todos los peligros y pecados que nos acechaban: la Carne, el Demonio y el Mundo. El desayuno de atole y bizcochos en absoluto silencio. Gimnasia. Futbol. Básquetbol. Conferencias de curas sobre todo lo que necesitaba conocer el joven cristiano. Ensayos de cantos religiosos. Meditación. Algo de charla en la comida, pero jamás “conversaciones particulares”: toda la mesa debía escuchar lo que cualquiera dijese. Labores: aseo del edificio, ayuda en la cocina o la lavandería, y el milagro del bosque, los lagos y las huertas que sólo era concedido a una tercera parte de los muchachos. Se asignaban al azar.
Durante esos siete u ocho retiros me tocó de todo: pulir el piso de mármol de la capilla y fregar trastos, limpiar de hierbajos y piedras las canchas de futbol, amasar y hornear bolillos, asear los baños. Pero la primera vez tuve suerte:
-Martín Rentería: a cortar hierba.
Se trataba de limpiar a machetazos la maleza y los arbustos que cundían salvajemente cerca del establo.
Era una zona amplia y tupida donde nos perdíamos de vista. No faltaba el holgazán que se escondiera para dormir la siesta entre los árboles.
Entre la gavilla de chamacos de doce a dieciocho años a quienes aquel año nos correspondió desyerbar los alrededores del establo recuerdo sobre todo a nuestro “jefe de grupo”, Cheo: un mulatillo de grandes ojos de vaca y pelo rizado. Era insoportablemente pedante, como sólo puede serlo un muchacho de dieciséis frente a un niño de doce.
Se sentía adulto, sabio, poderoso, perverso. Se atrevía a hablar de mujeres pechugonas incluso durante un retiro espiritual. Usaba una brillantina muy perfumada. Se distinguía en el futbol, pero lo criticaban por “podrido” o “personalista”. Se adueñaba del balón y por nada del mundo lo soltaba, aunque lo rodearan tres adversarios.
-¡Si no estás jugando solo, pinche Cheo! –le gritaban sus compañeros de equipo.
A Cheo no le gustaba platicar mucho conmigo. Se aburría con los “pinches niños meados” y no perdía oportunidad de juntarse con los curas y los muchachos mayores, para discutir de asuntos dizque elevados y misteriosos.
Me regañó varias veces, exasperado ante mi torpeza con el machete.
Había que cortar los tallos de los arbustos en diagonal, de golpe, en la base, con movimientos decididos –“¡Así, y así, y así!”: me mostraba-, y no sin ton ni son. Y cuidado con el machete y con las ramas:
-Nada más falta que te rebanes una pata o te saques un ojo, pendejo niño meado.
Yo seguía sus instrucciones con variada fortuna, sin accidentes, durante media hora, una hora. A veces distinguía a veinte o cincuenta metros otro machete, a otro chamaco. Pero la mayor parte del tiempo me sentía completamente solo entre la vegetación. De pronto sonaba un campanazo y había que recoger y amontonar la maleza y las ramas cortadas y correr a formarse en el patio principal del seminario. Lavarse. Merienda. Rosario. Alguna película sobre san Martín de Porres o san Felipe de Jesús. Cena en riguroso silencio. Siempre frijoles con el sabroso pan horneado esa misma tarde.
Más rezos. Hora de dormir. Era obligatorio dormirse en cuanto uno acabara de ponerse la piyama y se apagaran las luces directas. Permanecían prendidos, sin embargo, durante toda la noche, varios focos amarillentos que permitían a los dos o tres curas de guardia vigilar el sueño de los niños, caminando lenta y silenciosamente con su rosario, como ánimas en pena, entre las filas de camas. Uno se iba directamente al infierno si se atrevía a hablar con alguien que no fuera el cura de guardia en el dormitorio, o a levantarse en la noche sin causa justificada. Incluso levantarse a orinar era mal visto: había que orinar a tiempo, plenamente, antes de acostarse.
El aroma del pan horneado de la cena perdura en mi memoria como una de las sensaciones más gratas de toda mi vida, al igual que el denso y casi nupcial hedor a estiércol del establo, donde se amotinaban las moscas. Años más tarde, yo mismo aprendería a amasar y a hornear ese pan.
En el seminario de Palisada vivía con su esposa e hijos un ranchero alto, rubio y fornido que fungía de factótum de los curas, don Gilberto. Comandaba la panadería, la despensa y el establo; se encargaba de arreglos menores de plomería y albañilería y manejaba la camioneta de la que diariamente, a eso del mediodía, le ayudábamos a descargar costales y huacales de fruta y verdura, pollos pelados y grandes trozos de res, sangrientos, y otras provisiones. Con él aprendería a hacer el pan. Botas, camisa a cuadros, bigotes, sombrero texano. Lo apodábamos el Vaquero. Su esposa regía la lavandería y la cocina. Sus hijos apenas eran bebés.
Recuerdo mi primer retiro espiritual como una tarde eterna entre la maleza, practicando los golpes de machete en diagonal, con movimientos decididos a la base del arbusto o de las yerbas, apartando el cuerpo para no rebanarme una pata ni sacarme un ojo como “meado chamaquito pendejo”.
Recuerdo la insolencia, el desprecio de Cheo ante mis torpes doce años. Recuerdo su cara achocolatada, sus grandes ojos de vaca, el olor de su brillantina, sus subversivos comentarios sobre mujeres pechugonas.
Y que nunca le parecía bien mi trabajo con el machete, al grado de que, desalentado, empecé a aburrirme, a holgazanear, a esconderme entre la maleza para ver flotar las nubes de las cuatro o cinco de la tarde.
Me atreví a más: agachado, casi reptando, escapaba del área que me había asignado Cheo, y exploraba los alrededores del establo. Vi los cobertizos con seis vacas. Me acerqué en silencio al ruinoso jacal de adobe, con un muro agrietado, donde se amontonaba la alfalfa.
Y por la grieta descubrí cómo Cheo, tumbado sobre la alfalfa, era penetrado por don Gilberto. Cheo totalmente desnudo: las piernas sobre los hombros –camisa a cuadros- de don Gilberto.
Oí a don Gilberto bufar y sonreír con una mirada tremenda, luminosa, húmeda, al mismo tiempo violenta y enamorada. Los oí gemir, los vi lamerse y retozar sobre la alfalfa. Recuerdo el denso olor a estiércol y algunos mugidos plácidos, se diría cómplices.
Regresé, tembloroso y culpable, a mi sitio, a cortar arbustos con golpes decididos, diagonales, furibundos, a la base del tallo de los arbustos.
Sentí una enorme desolación, acaso la envidia del pecado y del placer que no conocería sino hasta cinco o seis años más tarde. Supongo que sentí celos de ambos.
A nadie conté nada, ni en confesión. Me esforcé porque ni durante ese retiro espiritual, ni en los dos o tres siguientes en que coincidimos, Cheo sospechara mi secreto. Logré una indiferencia perfecta. Pero no he olvidado el olor de su brillantina. Ni el adusto y siempre atareado Vaquero entrevió jamás que yo le había espiado una sonrisa.


EL JOVEN ESCRITORIO

A principios de los años sesenta, creo que en el estado de Tlaxcala existía un municipio llamado Villa de Xiconténcatl o llanamente, como lo denominaron los constructores del ferrocarril, Panzacola. A unos quince kilómetros de la Ciudad de Puebla.
Ahí se estableció un internado religioso, salesiano, para niños de sexto de primaria y de secundaria. (De cien alumnos acaso alguno llegase a cura.) Yo fui uno de los fundadores del primer día, junto con el reciente Premio Nacional de Ciencias, Eusebio Juaristi, químico, un año mayor que yo. (El narrador tlaxcalteca Alejadro Menenes jugó básket y futbol sobre las canchas que Juaristi y yo ayudamos, con manos ampolladas, a construir).
El chamaco Eusebio Juaristi era un genio: se ganaba siempre todas las medallas —había medalla para el mejor alumno de cada asignatura—, pero ése no era su mayor prodigio, sino su diplomacia: se trataba de un chico muy crítico, inquieto y travieso que no alarmaba demasiado a los curas. Se las arreglaba para aterrizar más o menos bien.
Un grado abajo, yo lo imitaba acumulando las mismas medallas, pero sin diplomacia: quedaban en evidencia mi pereza, mi desorden, mi rebeldía ante los deportes y ante ciertos caprichos de las autoridades.
Yo figuraba como chico aplicado, pero problema; Juaristi era aplicado, y algo emblema. Como nos tratábamos con amistad franca, solíamos reírnos a escondidas de las clasificaciones de los curas.
Creo que desertamos al mismo tiempo: él tras un destino científico, que había de coronar con el Premio Nacional de Ciencias: yo tras un destino literario, o lo que por literatura pudieran considerarse mis lecturas favoritas de 1965: Amado Nervo, Rubén Darío, Hugo Wast, Rubén Marín, Juan Ramón Jiménez, Alfonso Junco, los narradores cristeros, el padre español Iraolagoita, quien hacía sermones chistosos y saturados del Concilio Vaticano II (Cristianerías; Evangelio sí, evangelio no); y dos novelas sobre las que derramé el entusiasmo que hubieran merecido Balzac o Stendhal: Una se llamaba Dios hablará esta noche, sobre la pasión religiosa en la adolescencia, por un tal Jean-Marie de Buck; otra, de un cistercense padre Raymond, quien noveló la saga del Císter en Tres monjes rebeldes.
Tuve entre los muchos profesores alguno que me alentó a escribir: el clérigo, pero todavía no cura, Manuel Quintanar. Para agradarle escribí innumerables poemas y relatos, que solían admitir su generosa aprobación... como primeros intentos. “Ahí la llevas”, me decía.
Del clero al PRI: tercero de secundaria, en la escuela oficial número 3, “Héroes de Chapultepec”. Ahí andaba Ramón Sosamontes –ahora, creo, delegado en Venustiano Carranza, sosamente predicando el perredismo: se distingue como contabilizador de prostitutas en la Merced.
Empecé a enviciarme con la costumbre de esperar que al menos alguno de la docena de maestros me admitiera como cómplice de alguna conjura literaria. La guapa maestra Leticia Herrera Cerecer se impresionó poco con mis poemas y con mis cuentos, pero algo más con mis monografías sobre el Cid, el Arcipreste de Hita o El Quijote. Me prestó libros de Rosario Castellanos, Luisa Josefina Hernández, Leñero, Spota, Fuentes, Sergio Fernández... y me lanzó a un concurso juvenil de oratoria, patrocinado de modo tripartita por el PRI, la SEP y el diario El Universal (1966).
Se trataba de eliminatorias por escuelas, luego por distritos, hasta llegar a la gran final de “toda la estudiosa juventud capitalina” en la Escuela Normal de Rivera de San Cosme. Gané con cierta facilidad en este auditorio con dos discursos, uno de tema libre, preparado —memorizado—, sobre los Niños Héroes; y otro súbito, propuesto por el jurado: “La responsabilidad de la juventud mexicana”.
Nunca he escuchado ni me he creído tanto los aplausos como ese día. Salí loco, lleno de gloria. Recibí mi primer diploma extraescolar, como orador; mi primer cheque (mil pesos cuando el dólar costaba 12.50), un libro de “Sepan Cuantos” dedicado por la mismísima directora de la Secundaria 3 (Mitología griega del Padre Garibay); y pude lucir mi vera foto, de orador inspirado y enfático, en las páginas interiores de El Universal del mes de octubre de 1966. (Ya no existe el ejemplar real del periódico en los archivos del Universal, sino una borrosa fotocopia que acentúa mis incipientes bigotes).
Lo grandioso fue que, a partir de entonces, a los quince años, me sentí escritor; y que mi madre dejó de atribularse ante el futuro de miseria de los poetas: Yo podría lograr algo con las letras, dijo; y conté enseguida y hasta su muerte con todo su apoyo.
Sobra decir que para tal concurso fui concienzudamente entrenado, aconsejado, envuelto en el cariño y la autoridad de la profesora Leticia Herrera Cerecer, ahora (según he visto), autora de muy difundidos libros de texto modernos, novedosos, sobre la enseñanza del español y la literatura.
Luego, con cierta pedantería, me inscribí en la Preparatoria 1, la histórica: la exigente: San Ildefonso. Harta fue mi consternación, al conocer los resultados del examen del admisión, ante el hecho de que se me admitía con promedio 7.5; ¡yo jamás había bajado en mis escuelas del 9.5!
En cierta medida el examen estaba mal hecho: recuerdo de que uno de mis “errores” fue clasificar en las pruebas de opción múltiple, a Lizardi como “autor colonial” y no como decían que se debería: “cronista de la Independencia”. Yo había leído El Periquillo Sarniento, de 1813, y no le encontré Grito de Dolores ni Trigarancia alguna. Pura crítica del orden virreinal. El Periquillo era de 1813. ¿Debía ser considerado “independiente” porque Hidalgo “gritó” en 1810? ¿Acaso la realidad de la Independencia no ocurrió hasta 1821, apenas seis años antes de su muerte (1827); seis entre los cincuenta y uno de la vida de El Pensador Mexicano? Algún día introduciremos a Lizardi, como a fray Servando, en la parte colonial que les corresponde, y no en la demagógica “independiente” de nuestra literatura. ¡Fuera los criterios patrioteros!
Pero en fin... luego supe que también eran “buenas calificaciones”, con derecho a inscripción, el 6, el 5, el 3.7... Recibí felicitaciones por ese 7.5 que en la secundaria me habría dado terror. Jamás supe el nombre del envidiable prócer que ingresó a San Ildefonso con un 8 perfecto en 1967.
Nunca me he sentido tan cerca del rigor académico como en la Preparatoria 1, San Ildefonso. Me encontré al menos tres maestros importantes, autores, periodistas, hombres de gran cultura, que consideraban parte fundamental de su magisterio pescar por lo menos un alumno literato. Se llamaban Joaquín Conde, Luis Noyola Vázquez y Arturo Sotomayor.
Joaquín Conde, filósofo republicano español, quien hizo publicar los textos que yo le llevaba en la revista Estilos, donde salían además traducidos al inglés, pues se trataba de una publicación bilingüe. Era un atinado bromista. A él le debo mi afición, un tanto irónica, por ciertos filósofos asistemáticos, como Unamuno. Detestaba a Ortega y Gasset.
Algunas tareas —sobre Sor Juana Inés de la Cruz, por ejemplo— me fueron celebradas por el gran lopezvelardista Luis Noyola Vázquez, quien me las hizo publicar, así como mis primeros cuentos, en Letras potosinas (1969), una revista en la que él colaboraba frecuentemente desde su fundación.
Jamás encontré estímulos semejantes en la Facultad de Filosofía y Letras, salvo mis cursos con la maestra, ahora doctora, Eugenia Revueltas. Y luego el mayor, y el más radical y conflictivo: don Arturo Sotomayor.
Don Arturo era un viejo muy guapo (unos 55 años, pero ya cano), esbelto, de elegantes trajes. Fumaba en salón sus buenos puros. Era algo teatral y su principal escena consistía en demostrar cómo los adolescentes de 1967 no sabíamos nada de nada, a diferencia de los quinceañeros de su época (los treintas), que escribían poesía y tenían una posición política firme aun imberbes.
Se trataba de un hombre odiado y admirado. Muchos preparatorianos evitaban sus cursos. Otros los perseguíamos. Él perseguía a quienes lo perseguíamos. Formamos una banda de estudiosos radicales. Queríamos saberlo todo, cambiarlo todo, guiados por él. Era un total utopista: descreía del comunismo, pero confiaba en volver a “las raíces generosas” de la Revolución Mexicana.
El día que la preparatoria de San Ildefonso fue tomada, en 1968, por el ejército, don Arturo estuvo varias horas muy cerca de las tropas que la rodeaban, alejando del peligro a los desprevenidos estudiantes. Durante los muchos meses de suspensión de clases, nos dio lección en cafés o en su propia casa. Nos decía: “¡No se alboroten, no se expongan, no se crean todos sus sueños: los estudiantes vasconcelistas pagaron muy caro confundir la realidad con los sueños!”
Un año atrás. El segundo día de clases de 1967, a eso de las ocho de la mañana, yo estaba resplandeciente en un pasillo del segundo piso del primer patio. A través de mi nueva amiga Iris Santacruz, había logrado que el escritor René Avilés Fabila, su hermano, leyera algunos cuentos míos, me los devolviera llenos de correciones ortográficas y gramaticales, y los acompañara generosamente con un ejemplar de su nuevo libro, Los juegos (donde se burlaba de la Mafia de Benítez, Monsiváis, Piazza, Fuentes, Cuevas, etcétera), con una dedicatoria personal muy estimulante.
Arrimado a un balcón, frente al aula de Sotomayor, esperaba la clase de Historia, hojeando el primer libro que me había sido dedicado por su autor. El maestro llegó, partiendo plaza, con su peinado impecable, su bigotes impecables, su traje inglés, y con un gesto autoritario me mandó mostrarle el libro “que tanto me interesaba” antes de entrar a clase.
Montó en cólera contra Avilés Fabila, por no se qué partidarismos que hacían de don Arturo un solidario de René Avilés padre, y un inquisidor de René Avilés hijo. Me hizo ponerme en pie en mitad de la clase, y me interrogó, a cañonazos, sobre Cervantes, Esquilo, el Padre Garibay, Eulalia Guzmán, Ignacio Romerovargas Yturbide, el calpulli en el Anáhuac y la aventura de los batanes del Ingenioso Hidalgo.
Me defendí como pude. Pude poco. Montado en ira jupiterina, Sotomayor maldijo a los jovenzuelos que leían “basura” actual sin conocer a los clásicos. Me retó: si realmente me sentía con vocación de escritor y no andaba luciendo una mera pose, a disertar próximamente en su clase —¡que era sólo de Historia de México!— sobre algunos aspectos de Cervantes, Esquilo, Bernal, Romerovargas Yturbide y Eulalia Guzmán.
Mi orgullo lastimado me arrojó días enteros a la entonces apacible y fácil Biblioteca Nacional, en el extemplo de San Agustín de Isabel la Católica. Y mal que bien cumplí sus retos. Escribí largotas tareas; diserté decentemente sobre lo que el maestro quiso.
Recibí un enorme premio. La decisión de don Arturo de vigilar personalmente, ya más que mis estudios de preparatoriano, mi formación de escritor. Empecé a tomar café con él tres o cuatro veces por semana; a cenar, con él y otros de sus alumnos elegidos de otros grupos, una vez cada quince días en su casa, después de que cada cual leyera sus engendros, y fuesen criticados mordazmente por todos.
Trató en vano de enseñarme a distinguir con un traguito los buenos vinos. Se preocupó luego por ayudarme a ganar dinero en editoriales y diarios, o en servicios como cuidarle su casa la semana que se iba con su familia a Veracruz. Me impuso la lectura completa de Artemio de Valle-Arizpe. Redacté para él una versión infantil de la novela Astucia, de Luis G. Inclán, que alguno de los Porrúa, quien me la pagó, no llegó a publicar. (Por mucho que me quisiera pasar de listo, se notaban mis 16 años.)
Clandestinamente, encerrado en casa de don Arturo una semana, para “cuidársela en vacaciones”, leí sus libros: sus poemas del Ángel de los goces, plenos de un modernismo a la manera de Barba Jacob; sus libros de historia de la ciudad de México, que son varios (En especial: México, donde nací; otros ensayos de derecho, historia y especialmente de crónica de la Ciudad de México.)
A partir de Sotomayor quise cronicar esta ciudad. Le gustaron mis primeras tentativas. Un viernes de septiembre (creo) de 1968, súbitamente, renunció a su conferencia semanal sobre la historia de la ciudad en el Museo de la Ciudad de México, y me hizo ocupar su lugar, en el patio, frente a unas doscientas personas: bajo su protección (“Mi dilecto discípulo JJB”). Leí mis primeras torpezas de cronista. Mi rollote heroico sobre la Gran Tenochtitlán se publicó en mimeógrafo, dentro del tomo de su curso. Luego he fatigado, durante más de dos décadas, la “crónica urbana”. Se trata, en buena medida, de una mera prolongación de la exaltación de cronista de aquel día...
Sospecho que mi larga (y ya concluida definitivamente) tarea de cronista capitalino, fue una manera de agradecer su inspiración y su ayuda. Ganas de agradar a don Arturo. Le gustaban un poco mis cosas: “Pero no es eso lo que espero de ti”.
Sin embargo, también me daba por la poesía. Había asistido unos meses a los irregulares “talleres” de Juan José Arreola en la Casa del Lago (los jueves —algunos: Arreola faltaba mucho— a las 5 de la tarde, 1967). Arreola me hizo leer a Borges, a Renan, a Papini, a Kafka, a no sé cuántos autores más. Me indujo por dos años la superstición del texto brevísimo y extravagante, de perfecta filología, que no superara las dos cuartillas. De modo que tuve de pronto un manojo de “prosas poéticas”, dócilmente escritas para el taller de Arreola, que el buen René Avilés Fabila acogió en su serie “Cuadernos de la Juventud” (INJM): mi primer libro... que desde luego dediqué a don Arturo. Lo llamé Otra vez la playa (1970). “Está bonito, pero no es lo que espero de ti”.
Entonces todo empezó a quebrarse. Don Arturo era un hombre de ideas duras y apasionadas, e intolerante ante los “vicios” que había combatido toda su vida. Uno de ellos era, desde luego, la homosexualidad. Algo me sospechó al respecto. Excediéndose en su papel de padre moral, trató con todas sus artimañas de librarme de ese abismo en el que yo todavía no caía “del todo”, ¡pero me moría por caer!
Caí. Me enamoré. Formé pareja homosexual. Me interesé por lo que me ayudara a vivir entre libros de autores homosexuales. Descubrí y veneré a Gide. Tuve que poner distancias entre ese maestro querido, pero erigido en juez inconmovible, y mi joven vida de dieciocho años que, ni modo, se encaminaba por las sendas que don Arturo detestaba... Me le hice el escurridizo. Sin duda le causé alguna desilusión, alguna pena. Mi sufrimiento de perder a don Arturo fue mayor. Lo imperativo era crear, a mi modo, mi propia vida.
Entré a la Facultad de Letras de la UNAM. La escuela más inútil de mi vida. Por desgracia no encontré quien me apoyara en mi deseo de desertar de la academia. “Por mucho que la odies termina la carrera, es necesaria”, me decían mis amigos. Obtuve una licenciatura que aprecio menos que mi bachillerato.
Don Arturo Sotomayor tenía dos hijos chiquitos. Uno, Arturo-Adrián, a quien recuerdo de unos siete años con uniforme de karateca, me puso un mote, al verme tan seguido en la casa y el estudio del maestro: Don Arturo me proclamaba “el joven escritor”; el niño mejoró el mote: “el joven escritorio”.
Volví a ver a Arturo-Adrián, fugazmente, cuando ya era todo un adolescente encantador, durante un homenaje en que algo leí en honor de don Arturo en la Biblioteca Cervantes (¿1978?). No pude adivinar que ese Arturo-Adrián fuese a escribir, quince años después, La vela de la luna loca, importante obra de teatro que armó gran alboroto gay e indigenista.
Me entero de que ha muerto de sida hace pocos meses (1998). Su madre, también escritora, celebró su valentía personal y su amor por el teatro en la esquela fúnebre. Quise a ese niño hacia 1968 y, a mi modo, guardo mi duelo y mi recuerdo; no conocí al dramaturgo adulto.
Todos mis maestros, de alguna manera, se concentran en Don Arturo. Sigo obedeciéndolo, treinta años después de dejar sus aulas. He continuado al cronista independiente de la Ciudad, siguen importándome sus lecciones, sus ideales, sus parámetros. En tal sentido he redactado manuales y antologías de literatura novohispana —desde su punto de vista jacobino, pero también nacionalista: hay que celebrar todos esos templos tan feos: son, por desgracia, nuestro patrimonio¬¬¬¬¬¬—; y he querido reivindicar, a su manera, a nuestros liberales-románticos, sus héroes, contra el desdén de los modernistas-currutacos, los míos.
A veces escribo coléricas columnas periodísticas contra los desastres del Estado, que se parecen (o debieran parecerse) a su longeva columna “La Ciudad y Usted” en el Diario de la tarde.
Mi homenaje de perpetuo discípulo es continuar sus lecciones. Entreveo su sonrisa desprobatoria, a ratos, sobre algún trabajo mío: “No, Joaquín, no se trataba de eso: pero al menos, aunque te equivocas, hiciste cosas interesantes. No es bueno, pero tiene sus hallazgos. Sigue por ahí... Hay que leer diez clásicos para permitirse la frivolidad de leer un moderno”.
Recibo una novela póstuma de don Arturo Sotomayor: Ustedes (Gobierno del Estado de Puebla, 1998, prologada por su amigo Renato Oropeza Martínez). Este abogado-maestro-periodista siempre, hasta en la dimensión póstuma, persiguió a las musas.
Que me cuenten de virtuosos, perfectos, y monstruos de la literatura: yo siempre he seguido, a mi modo (don Arturo era demasiado mandón), la fresca obsesión literaria que él me enseñó. Modestia, pero modestia encarnizada: artículos, crónicas, clases, conversaciones. Sigo siendo, tan vez más en la medida que envejezco, su viejo y querido discípulo... insuficiente.
No poseo una foto con él. Debe haberla en algún lado. ¡Nos tomaron tantas! Pero la llevo siempre, imaginariamente, como emblema de todas mis ambiciones de cronista, historiador, literato... formado por él.
Luego me he negado a ser discípulo de otras gentes: ya tenía maestro de sobra. Ya ningún falso prócer me apantallaba.
Que don Arturo Sotomayor de Zaldo (1913-1995) y su hijo Arturo-Adrián, dramaturgo locazo y valiente, descansen en paz. Han de durar entrañablemente en mi recuerdo. Mi literatura quisiera estar, sobre todo, cerca de ellos.
Cuando traté de ser escritor en serio, a principios de los años setenta, escribí un nombre en mi primera libreta firme de trabajo: Sotomayor. Jamás he escrito algo sobre la ciudad o la historia de México sin pensar en él, sin desilusionarme ante la evidencia de que: “Está bien, pero no era eso lo que esperaba de ti”.
Mi natural rebelde lo increpa: ¿Y lo que yo, maestro, espero de mí, no cuenta?
Con unas copas encima, converso mucho, y acaloradamente, con su fantasma. Trato de sobreponerme a sus regaños paternales. Algunas veces fracaso.

SUEÑO DE UNA TARDE EN LA ZONA ROSA


Vicente Leñero fue uno de los primeros cronistas de la Zona Rosa; recuerdo que criticaba ácidamente, aunque bromeando, su tufillo de falsa cultura cosmopolita.
No sé de dónde le salió lo de rosa, aunque se trataba de un color patriótico en los años sesenta. Dolores del Río comandaba un grupo filantrópico, llamado “Rosa Mexicano”, en la ANDA. Los críticos de arte discutían si el rosa encendido que abundaba en las artesanías era tradición popular, incluso indígena, o invención de Tamayo: el “Rosa Tamayo”. (¡Qué humilde sonaba ya entonces la egolatría de Diego Rivera, frente a las de Tamayo y Cuevas!) Desde el principio proliferaron en la radio, la prensa y la televisión los chistes sobre su rosado carácter: que aludía a una zona casi roja, o a una zona homosexual.
Yo la caminé desde pequeño: asistía con mucha frecuencia, y en vacaciones casi a diario, a la Biblioteca Benjamín Franklin (de la embajada norteamericana), en Londres y Niza, que brindaba un excelente servicio; en la sección infantil incluso regalaban libretas y cajitas de lápices de colores a los niños que escribieran un resumen de algún libro sobre la historia y los próceres de los Estados Unidos (ahí me enteré de las aventuras eléctricas del propio Franklin, el Cara de Hartos Dólares, con su papalote). Ofrecía cine gratis (documentales naturistas, que ahora definiríamos como ecológicos) una o dos veces por semana.
También la cruzaba a pie desde la Colonia Roma, donde vivía, rumbo a la Cuauhtémoc, donde trabajaba mi madre. Era realmente preciosa. Mucha moda, mucha beautiful people. Todavía conservaba buena parte de sus impresionantes casonas europeas de principios de siglo. Estaba llena de aparadores deslumbrantes y de turistas rubicundos y sonrientes, lo que le daba cierto resplandor diurno. Galerías de arte, boutiques, mexican curios, antigüedades; hoteles, centros nocturnos y restoranes de lujo; agencias turísticas, tiendas de discos importados y hasta de filatelia; academias de idiomas y de modelaje.
Y se podía caminar con tranquilidad (todavía no llegaba el metro, ni con él la muchedumbre de muchachos de barrios pobres). Era uno de los escasos sitios donde cualquiera se permitía andar, impunemente, vestido de hippie, o con ultra-minifalda y hot pants, o con atildada melena Beatle y pantalones ajustados, acinturados, destacando las nalgas y el paquete, y de colores extravagantes, lo que provocaba insultos, golpes y aun detención policiaca en el resto de la ciudad.
Hasta contaba con un tipo especial de policías, bañaditos y amables como en un folleto turístico, dizque bilingües, encargados de proteger e informar al turismo. Ahí ocurrieron, a mediados de los años setenta, los tres o cuatro casos mexicanos de la moda mundial de los streakers o locos encuerados. De repente un muchacho se desnudaba, digamos en la calle de Hamburgo, y echaba a correr una o dos cuadras entre los transeúntes, nomás para asombrarlos. Había gente que le aplaudía. Con sólo cruzar Insurgentes se ganaban ciertas libertades: la Zona Rosa.
Desde luego que este sitio de impunidad moderna, de invitación a la libertad en las costumbres, como para sentirse en mitad de una película (mexicana) sobre París o San Francisco, establecido en función de los turistas, pronto fue aprovechado por muchachos nativos de toda clase.
Las meseras de Sanborns se indignaban ante tantos estudiantes pobretones, disfrazados de juniors, que se quedaban las horas frente a una simple taza de café, discutiendo de cine “de arte” (la reseña) o de los extraterrestres (todo mundo leía El retorno de los brujos), y a veces hasta se escapaban, como rumbo al baño, sin pagar. O se pasaban eternidades maltratando las revistas extranjeras. O de plano se las robaban.
Con un poco más de dinero se podía ir al Toulouse o al Carmel, donde uno se codeaba con artistas e intelectuales, de esos que aparecían en la tele discutiendo un happening (con los locutores Paco Malgesto o El Bachiller Gálvez y Fuentes), y ya Europa hasta nos quedaba chica.
Como ahora en la Condesa, casi todos los días alguien andaba filmando por ahí un corto o una película, y los chamacos colados ensoñábamos la suerte de salir azarosamente de extras, caminando con aire interesante en segundo plano, detrás de una Julissa o de una Tere Velázquez. Seguíamos caminando con tal aire interesante, aunque la cámara cinematográfica nos fuese siempre esquiva.
La Zona Rosa se tenía bien ganada su fama de snob. Lo de homosexual, en cambio, parecía algo exagerado. Ciertamente resultaba menos peligroso (tanto frente a la policía como frente a la cólera de los transeúntes bien pensantes) intentar ligues en sus bonitas calles que en cualquier otra parte, pero también más difícil. Se diría que el prestigio de la Zona Rosa transfiguraba a los ligadores, los extendía como pavorreales, los espigaba como garzas desdeñosas, de modo que era más lo que pretendían lucir que ligar. Puras miradas despectivas de supuestos guapísimos, que se repelían entre sí. La calidad de la ropa, la moda, el chic contaban mucho, como en una pasarela interminable el aire libre. Aburría la Zona Rosa, pero ahí me pasaba las tardes.
Me dicen que hubo cafés y bares de gran tolerancia homosexual en los años sesenta. No me lo creo. Ni en la Zona Rosa los mexicanos éramos tan libres. (De hecho, cierto cabaret heterosexual que se pasó de la raya fue clausurado en medio de un escándalo, casi linchamiento, nacional.) Cuando leí, hacia 1970, Safari en la Zona Rosa, de Gonzalo Martré, novela a la que se consideró en clave, supuse que exageraba.
Había mesas atrevidas en Sanborns, en el Toulouse, en el Carmel, pero siempre minoritarias, y por lo demás los propios meseros y los escasos (y desarmados) guardias de los establecimientos imponían perfectamente el orden. Un orden que nadie quería quebrantar: no se destruye el propio pesebre. El forastero que se asomara no descubriría disolutos, sino puros catrines mamones.
Cuando apareció, ya en la segunda mitad de los años setenta, un bar inconcebible, El 9, guardó en un principio fidelidad a esta atmósfera casi modesta y pacata. Cerraba a medianoche, no se podía bailar ni abrazar a nadie; puras mesas de conversadores relamidos y aullantes; su mayor atractivo: caminar entre ellas, vaso o copa en una mano, cigarrillo en la otra, como en un coctel, buscando menos el ligue que el lucimiento del porte o de la ropa:
—Pues este viernes me voy a Frisco.
—Acabo de regresar de Miami.
Corrían varios chistes: que todos los dandis altivos del 9 eran puros mozos de hotel disfrazados de príncipes, lo que en efecto ocurría; y que, después de gastar en desdeñarse mutuamente más dinero del que podían, competían a la salida, en las paradas de pesero en Reforma o Insurgentes, por ligar a los astrosos albañiles retrasados. (No tan albañiles, me dice la memoria, sino meseros, mozos, lavaplatos y garroteros de restoranes.)
Este último chiste se convirtió en toda una institución cuando, años después, se estableció detrás de Bellas Artes una cervecería paupérrima, que daba servicio toda la madrugada. En cuanto cerraba El 9, el tropel de pavorreales olvidaba su altivez y corría a confundirse con los albañiles. Le decían el Garrakech, porque se trataba de un Marrakesh (un cabaret entonces famoso) de pura garra o harapo. Juan Carlos Bautista escribió unos poemas al respecto. Recuerdo alguno en que compara su largo mingitorio con un abigarrado bebedero de potrero. Olía y se veía peor. ¿Con qué relacionaba el poeta los prolongados hocicos de los potros? Descífrenlo, semióticos.
—¡Ufff: ahí va pura gata! —decía una loca “ibero”, quien nunca dejaba de concurrir.
El ascenso del 9, de un barecito casi café, modosito y pacato, al antrazo elegante que llegaría a asombrar y a escandalizar a medio mundo, se debió al incremento intensivo de la corrupción policiaca durante el gobierno del “general” Arturo Durazo; digo, del presidente López Portillo.
Resultó que, de pronto, el bar abría hasta las tres, cinco, siete, ¡nueve! de la mañana; que llegó la música disco, y se pudo bailar entre hombres, abrazarse, besarse, fajar; que nunca, ni en lunes, cabía un alfiler, y hasta se formaba una larga y morosa cola a la entrada, sobre la calle de Londres. Pálidos de envidia, los jotos viejos asistían a los privilegios de la nueva generación.
Nada de eso era “legal”, ni podía serlo con las leyes, prácticas y reglamentos todavía uruchurtianos de entonces. Se definía como “ofensas a la moral”, “escándalos en lugar público” y “atentados al pudor” a lo que al inspector o al policía buenamente se les ocurriese. Solían efectuarse razzias y redadas de “gente inmoral” hasta en domicilios particulares, en fiestas de diez o doce amigos. De hecho, incluso la música disco estaba prohibida, pues se exigía, por un privilegio del Sindicato de Músicos (la era de Venus Rey), que todo bar ofreciera exclusivamente música en vivo, aunque fuese un melcochoso órgano Yamaha. Mucho menos era “legal” que hombres bailaran con hombres, desfilaran las vestidas llenas de oropeles, y todo mundo saliera hasta atrás, joteando y gritando “¡siiiiiiií!” en plena luz del día.
Se pagaba ese subterráneo permiso policiaco en el cóver. Otros bares que intentaron imitar al 9, sin semejante protección, no sólo sufrieron intempestivas, sino terribles clausuras: llegaba la policía y cargaba con todos los clientes, a quienes extorsionaba y vejaba uno por uno en la delegación.
No bien había logrado El 9 su clientela frívola y bullanguera de homosexuales “tipo San Francisco”, quienes ya, para evitarnos lo de joto, marica y puto, nos definíamos como gays (término poco usado en los sesentas: se echaba mano de los arcaicos eufemismos “ser de ambiente” o “de onda”), siempre humilde y agradecidamente conformes con unos cuantos tragos y una festejada de música disco (Donna Summer, Gloria Gaynor, Alicia Bridges), cuando de manera súbita y agresiva la vio relegada y desplazada por otra más dispersa y moderna: la droga.
El éxito de las drogas, especialmente de la cocaína, fue repentino y arrollador. De pronto el bar rebosaba de misteriosos y draculescos bi- poli- hetero- o asexuales y no se hacían esperar los pleitos, que ya difícilmente podían controlar los guardias y meseros. Se volvió peligroso, menos por las drogas en sí que por toda su erizada trama de capos, conectes, ganchos, espías, agentes, delatores, cobradores. Ocurrió un escándalo de nota roja en la sucursal del 9 en Acapulco. No recuerdo que antes de ello se esculcase ni manosease a los clientes a la entrada de los bares dizque elegantes.
Aunque El 9 duró varios años más, ya nunca (ni siquiera la propia Zona Rosa) volvió a reunir a la nata del reventón homosexual capitalino, sino a una concurrencia extraña, heterogénea, convocada por otros apetitos, más riesgosos y ariscos. Uno les creía ver cara de judiciales o de freaks a demasiados parroquianos. Esta impresión se extendió a todo el rumbo. Pareció más peligroso parrandear en El 9 que en la Candelaria de los Patos: el mayor encanto de la Zona Rosa, su relativa impunidad, se había hecho añicos.
Aparecieron por ese tiempo, en varias colonias, otros bares con semejante o mayor protección policiaca. Hasta se decía que los jefes policiacos habían tomado por su cuenta el negocio gay, y eran los propios dueños, casi lenones. Por el contrario, Luis González de Alba se permitió un desplante asombroso: establecer legalmente dos bares gay, aunque en ellos, ilegalmente, se prohibiera la entrada a mujeres (como si los gays no tuvieran amigas) y a los catrines que olieran a loción y no calzaran botas de piel de víbora. Si alguien traía un arete, de esos que ahora lucen hasta los boxeadores y en el ombligo, o se había decorado con una pizca de rímel, se llamaba a gritos a los bomberos. Los clientes debían firmar, a la entrada, en un librote, su aceptación de un decálogo de buena conducta (v. gr.: nada de drogas, mariconeos —todos bien jotos, pero machísimos— ni de violencia). A media tarde funcionaban también como “centros culturales” o bibliotecas, para cultivar a los gays... con los propios libros de González de Alba. “¿De veras se cultiva uno con semejante cosa?”, se preguntaría alguno.
Una noche un mesero de El Taller me obligó a apagar mi cigarrillo: “Es el día internacional de no fumar”, me aseveró, como en un convento, y me señaló un rótulo beato pegado a la pared. ¡Ah, que de todo se dan manías en este mundo, hasta de Madre Superiora! Sólo que en los conventos no cobran cóver ni precios tan altos. Me largué mentando madres y preferí seguir fiel a los menos quisquillosos bares ilegales.
Lo curioso de aquella nata gay del 9, de mediados de los años setenta, era su inocencia casi provinciana, con presunciones de gran modernidad neoyorkina o de Miami y San Francisco. No había sida, claro; ni existía mayor terror para un homosexual trasnochador que el apañón policiaco, el cual a la distancia aparece también casi inocente y provinciano, pues no se trataba de secuestros brutales, prolongados y con alto riesgo de muerte, a la manera actual, sino de extorsiones relativamente módicas (de 200 a 300 pesos, casi nunca más de unos 20 dólares), comunes y corrientes —las más de las veces—, como las que también sufrían los novios a quienes se pescaba haciendo el amor en un coche.
En el peor de los casos, los agentes lo traían a uno dando vueltas por la ciudad, en una patrulla o en un automóvil sin placas, hasta despojarlo de cuanto llevara encima, u obligarlo a ir a buscar dinero (se conformaban entonces con unos 500 pesos) a alguna casa de familiares o amigos, bajo la amenaza de consignarlo a la delegación y delatarlo con su familia.
Formábamos grupos de ayuda mutua: se trataba de acudir a un amigo para pagar la multa o mordida, en vez de verse obligado a telefonear a la madre o a la esposa (años en los que la gran mayoría de los homosexuales se casaba, para cubrir las apariencias) en plena madrugada: “Venme a sacar del bote; me tienen detenido por puto”.
La movilización de muchos activistas gay acabó con esa rutina policiaca a principios de los años ochenta; se ordenó efectuar las clausuras de los antros sin cargar en bola con los clientes. Creo probable que uno de los éxitos capitalinos de la Comisión de Derechos Humanos haya sido reducir el espacio de maniobra policiaco “formal” contra los gays, aunque los abusos policiacos informales se hayan incrementado y agravado.
Algún amigo mío, bigotón por más señas, quien entonces me quería y luego me desquiso, cayó en una de aquellas redadas; había sido preso político y contraído en su desventura cierto extravagante humor en asuntos policiacos, de modo que en plena delegación se identificó, con la cara dura, cuando lo atraparon por andar en un lugar de puro joto, como “Pancho Villa”. ¡Y los policías se lo creyeron! Escribió al respecto una crónica admirable. No voy a incomodar nuestra bonita enemistad con un elogio; simplemente recordaré su crónica como escrita por “Pancho Villa”, su súper o alterego, con letras de oro en el congreso. Sospecho que esa crónica fue fundamental para detener las razzias en los bares gay. (No niego, sin embargo, que se trate del propio prócer Luis González de Alba.)
Luego, entre algunos liberacionistas gay se puso de moda hablar de “comunidad” para referirse a los trasnochadores de los bares. Más que comunidad parecía un ghetto o una clique, como siempre encabezada y abanderada por muy afeminados modistos, peluqueros, aspirantes a bailarines y a actores, empleados de hoteles y agencias turísticas, bastante cercana a las parodias del Mariconazo a que invariablemente recurren todos los días los lamentables cómicos de la televisión, a la manera de Luis de Alba, Héctor Suárez y Ortiz de Pinedo.
No ocurría, desde luego, que tales oficios congregaran a la mayoría, ni siquiera a buena parte de los homosexuales, sino que eran los pocos que les permitían parecer y hasta ostentarse como tales. Se consideraba legítimo en esos años despedir de su trabajo a un burócrata o a un empleado bancario, mucho más a un maestro o a un médico, por la mera apariencia, sospecha o rumor de “malas costumbres”. La enorme mayoría de los homosexuales capitalinos evitaba la Zona Rosa, para que no los descubriera algún chismoso. Andar de gay en público exigía mucho coraje... o no tener chamba ni prestigio que perder.
Todo mundo en la ciudad se agazapaba, salvo los libérrimos peluqueros, modistos, bailarines o “artistas” en general, quienes gozaban sobreactuando su descaro de locas: “¡Aquí el último buga murió de parto! ¡Putas putas, pero muy guadalupanas! ¡Me dicen la Virgen y Mártir: virgen por delante y mártir por detrás!”, eran los chistes de la época. El ghetto se diversificaría con los años, gracias al metro.
La inauguración del metro marca el fin de los sueños de la Zona Rosa. Todo se les ocurrió a sus diseñadores, hasta esa gran plaza sobre Insurgentes, que soñaron llena de boutiques y de refinados bares al aire libre, como en la Costa Azul, menos que se les fuera a venir encima toda la raza. Y se les vino pero fuerte, desde el principio.
La Zona Rosa quedó rápida, fácil y económicamente conectada por el metro a Pantitlán. La chamacada desempleada, con un vago aire entre pandillero y estudiantil, fue ocupando los rumbos exclusivos. Pronto nada, sino tal vez una mayor espesura de muchedumbre astrosa, distinguía en la noche esos rumbos alguna vez elegantes, de las turbias calles con cabaretuchos de la Colonia Obrera o de la Doctores. Muchas tiendas y restoranes huyeron, en estampida, a Polanco. Otros sobreviven, con menores ambiciones. Cundieron, como en el resto de la ciudad, la basura, los perros callejeros, los policías, los rateros, el comercio ambulante, los clanes de mendigos, los “chavos banda” y los “niños de la calle”.
Sus manías snobs se trasladaron a Coyoacán y recientemente a la Condesa. Sus galas turísticas quedaron desgarradas entre calles intransitables, sucias, peligrosas. ¿Qué diablos viene a hacer un turista a la espantosa ciudad de México? Misterio.
Su función de refugio y centro de reunión homosexuales, en aquellos tiempos modesta y provinciana, fue recuperada, multiplicada, agigantada por el propio metro. Sus andenes y pasillos como los vastos ligaderos de la explosión demográfica. Una Zona Rosa subterránea, masiva, juvenil, desempleada, que usa como protección el precipitado oleaje de la muchedumbre de pasajeros. Tal vez resulte más eficaz.
En cierto sentido, hasta la homosexualidad se democratizó o lumpenizó, según se quiera. Recuerdo la nata del 9 como catrina: de clase media alta, o con ese disfraz: la moda, el peinado, el aseo personal, los modales y la conversación afectados. Puro señorito. Todo mundo quería parecerse a Camilo Sesto. O a John Travolta en Fiebre del sábado por la noche. Luego, sin necesidad de tantas teorías de liberación (¡a veces hasta trotskistas!) como algunos disparatados predicábamos entre puros modistillos y aspirantes a “estéticos” o peinadores de lujo (“¡Abolir el paradigma patriarcal judeocristiano!”), la raza tomó la aventura gay por su cuenta.
A partir del temblor de 1985, con el caos citadino y el incremento de la corrupción policiaca, se abrieron antros gay por todas partes, especialmente en el centro. Antros inconcebibles apenas un lustro antes: con strippers en abundancia, meseros semidesnudos, trastiendas oscuras para todo tipo de contactos, shows plenamente sexuales y hasta con la participación del público, subastas de chichifos. El desmadre en pleno: una “decadencia”, por lo demás, en estricta igualdad de derechos y circunstancias con los table dance heterosexuales.
En una sola generación, y más a causa del desorden gubernamental y de la eficaz corrupción policiaca que de sesudas teorías de liberación gay, todo ello impulsado desde luego por los jóvenes de la explosión demográfica, y teñido de su desempleo, su desencanto y su miseria, se abatieron las murallas del pudor.
Al sucumbir, las alambicadas ambiciones de una Zona Rosa refinada parecieron arrastrar en su derrota el modelo centenario del gay señorito y relamido que callejoneó por sus rumbos durante los años sesenta y setenta (toda la ropa bien ajustada, y nada en los bolsillos que estropeara la figura; para el pañuelo, las llaves, la cartera y los cigarros se llevaba, colgando de la muñeca, una especie de bolsa de mano o “mariconera”). Y aunque de vez en cuando se establezca, con diversa fortuna, algún bar exquisito, “de puto fino”, a la manera antigua, ya es demasiado tarde. Traté no sé ya bien si de defender o de vilipendiar a esos señoritos en un artículo que resultó muy ruidoso: “Ojos que da pánico soñar” (Unomásuno, marzo de 1979), que ahora me parece tan anticuado como el Códice Mendocino.
La principal imagen gay en nuestra ciudad se volvió lo bronco, la raza, lo “banda”, el vasto mercadeo, la muchedumbre jodidona del metro Hidalgo. Lo que yo consideraría un avance, si tanta miseria y desolación no se entremezclara en su novísima y asombrosa libertad.
Los antiguos gays catrines de la Zona Rosa, bien mirado, desde sus ambulantes clósets entreabiertos, creían en el presente y el futuro como algo codiciable, y callejoneaban llenos de pequeñas y frívolas, pero brillantes ilusiones.
Desde luego, a toda la sociedad capitalina le ocurrió lo mismo.

LOS VIERNES DEL CHICO


LA IZQUIERDA EN LA CULTURA
Durante el primero de los tres lustros que Carlos Monsiváis dirigió o “coordinó” el suplemento cultural “La Cultura en México” de Siempre!, de 1972 a 1977 (cuando se funda Unomásuno, y poco antes Proceso), ofreció una publicación exageradamente política y muy poco cultural.
No dejaban de concurrir, para cubrir las apariencias, algunos poemas, algunos ensayos, algunas traducciones literarias. Pero todos sabíamos, y se evidenciaba, que en esa época la principal función del suplemento era la de propiciar y divulgar el pensamiento político de la izquierda mexicana. Ese suplemento llegó a ser el sitio fundamental de las discusiones y protestas izquierdistas.
Con absoluta injusticia, algunos enemigos de la izquierda de entonces, encabezados por Octavio Paz, calificaron a ese suplemento de rojo y hasta de “estalinista”. No lo era. Jamás aparecieron en sus páginas opiniones que defendieran el poder soviético, aunque hubo cupo para algunos trotskistas.
Por lo demás, la izquierda mexicana no se caracterizaba como prosoviética, salvo el Partido Comunista, el cual no formaba parte importante del suplemento (ni de cosa alguna: su secrecía le servía sobre todo para disimular lo minúsculo e insignificante de su presencia). Se trataba de muchas izquierdas nacionalistas, antigubernamentales, estudiantiles, culturales, obreristas, campesinistas, indigenistas y populistas.
Algunas destacaban. Había quienes revisaban, con frecuencia desde los poco rojos cubículos de El Colegio de México, y desde los algo más encendidos de la UNAM, la trayectoria de la Revolución Mexicana. Fue una obsesión de aquellos años rescribir y reinterpretar la Revolución Mexicana, semejante a la posterior sobre la democracia.
Otros profesores y escritores, apoyados especialmente en las experiencias de la izquierda italiana y lo que se denominaría “eurocomunismo”, buscaban a toda costa reformar el “socialismo real” y llegar a un “socialismo democrático”.
Los más se ocupaban de la crítica de la local violencia gubernamental (represiones ordenadas por el poder público; matanzas de campesinos, obreros y estudiantes; desaparecidos políticos) y de la embrollada trama de demagogia, autoritarismo e insensatez de la administración de Luis Echeverría. Luego, del cesarismo petrolero de López Portillo.
Finalmente, como era natural en un suplemento que había elegido como público privilegiado a los estudiantes universitarios, se discutía mucho las secuelas del movimiento de 1968 y el sindicalismo universitario. De ahí se pasó a la que, en mi opinión, fue la fase política más importante y entusiasta de nuestra publicación: el apoyo al sindicalismo independiente, especialmente al que se congregaba alrededor de Rafael Galván. Raúl Trejo Delarbre destacó en esta tarea. José Woldenberg recuerda esas atmósferas y luchas en sus Memorias de la izquierda.
Por lo demás, el propio Monsiváis aparecía abiertamente como enemigo del estalinismo, del sovietismo y del despotismo de Fidel Castro. Carlos Pereyra y Rolando Cordera encabezaron a su lado el ala política del suplemento. A partir de la fundación de Proceso y de Unomásuno, que retomaron con mayores alcances esas tareas ideológicas, fue moderándose paulatinamente aquel carácter tan político, y quedó más espacio para la cultura, especialmente para la literatura.

ENTRE LITERATOS TE VEAS
Monsiváis es una persona olvidadiza, o ha tenido la mala suerte de reunir en su torno a mucha gente olvidadiza. Sus recuerdos del suplemento casi nunca coinciden con los de quienes colaboramos con él cinco, diez o quince años. Varios han contradicho públicamente sus afirmaciones. Hay por ahí algún problema de deficiencia o de manipulación de la memoria.
Yo no estaba interesado ni preparado para participar en esas hazañas políticas, salvo como editor y corrector de galeras, y como lector. No me corresponde hablar de tales aventuras ideológicas. Me preparaba y me interesaba mucho, en cambio, en la literatura, esa trastienda del suplemento que resultaría a final de cuentas bastante afortunada (la mayoría de los escritores que se iniciaron ahí ha producido obra abundante de diversa importancia) y, a la vez, desastrosa: con la única excepción del diplomático de carrera José María Pérez Gay, todos los literatos de “La Cultura en México” terminamos mal esa aventura. Desde el primer año ocurrieron pleitos encendidos entre los literatos, y así se siguió en esa cuesta de abrojos hasta 1987.
Nunca supe por qué Monsiváis decidió rodearse, en lo político, de autores experimentados, ya profesores universitarios y hasta doctores, de renombre e influencia nacionales, y en cambio convocar para lo literario a puros jóvenes escasamente conocidos o de plano novatos (incluso de 20 ó 21 años, edad a la que yo ingresé buscando... ¡la poesía!) Lo natural habría sido acudir a escritores famosos de su propia generación, como Zaid, Pacheco, José Agustín.
Decía que quería “echar a perder suplementos para formar nuevos escritores”; sonaba bonito y se lo creíamos: ahora me suena a un vals. Sospecho que no deseaba rivales, compañeros de su nivel, sino discípulos dóciles. Lo que resultó triste para todos: demasiado inexpertos, los jóvenes o novicios literarios convocados nos lo tomábamos todo muy, pero muy a pecho; nos apasionábamos totalmente; y de tal pasión a las grandes broncas internas hasta por fruslerías no había sino un paso.
Nos sentíamos a ratos manipulados o engañados y lanzábamos grandes gritos de guerra. Aguilar Mora continúa gritando, iracundo. Renunciábamos y nos apartábamos dos o tres veces por semana, aunque también dos o tres veces por semana retornábamos, tras la flauta de Hamelin de los telefonazos de Monsiváis. A veces hasta nos cantaba al teléfono “Estrellita” para disiparnos el mal humor.
En cambio el ala política, donde ocurrían discusiones profundas —conoció incluso amenazas de muerte por su condena de la violencia “ultra” o guerrillera—, se mantenía en relativa paz interior. Eran hombres (algo precozmente) maduros. Si Monsiváis reunió jóvenes literatos para ahorrarse las confrontaciones que temía entre autores de su edad, su experiencia y su prestigio, obtuvo el resultado opuesto: pleitos y pleitos. Parecía disfrutarlos.
Los muchachos también salimos perdiendo: gastamos demasiada pólvora juvenil en los infiernillos de disputas y rencores de pandilla. Ojalá cada quien se hubiera dedicado a avanzar solitariamente en lo propio, y santa paz. Desde mediados de los ochentas he seguido tan apacible ideal, que diría Quevedo:

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con los ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos...

Sea como fuere, el ala literaria del suplemento siempre se distinguió, precisamente a causa de su juventud y de sus robustos y novicios egos literarios, por su apasionamiento. Mucho ardor, muchas ilusiones, mucho trabajo (con frecuencia era preciso traducir o escribir docenas de cuartillas del sábado al martes, porque no había llegado a “la redacción” —el propio domicilio de Monsiváis— material suficiente). Y pleitos, pleitos.

EL VERANO DEL 77
En 1977 el equipo literario renunció casi en masa, por razones “políticas”. Estaba por fundarse Nexos (con Enrique Florescano), una revista que ya no pagaría papá Pagés Llergo, como en Siempre!, sino la publicidad que consiguiera, y que en buena medida provendría necesariamente del gobierno y de las universidades. Como cualquier otra publicación. No había entonces muchos otros anunciantes, ni más “puros”.
Declararon que estábamos conformando “una cultura del poder”, como si la revista Siempre!, de donde proveníamos, no se financiara con pura publicidad oficial. Como si mal que bien, todos los escritores del suplemento no trabajásemos, a falta de otras fuentes de empleo —no éramos juniors ociosos—, en universidades públicas y oficinas de gobierno, o en la entonces abominada Iniciativa Privada; no obtuviéramos chambas, becas o premios con cargo al erario, o al capital privado y hasta —¡horror!— norteamericano; no publicáramos en editoriales y otros medios que también recibían publicidad o contratos oficiales y universitarios. Y en cuanto a la orientación política y cultural de nuestros escritos, opino que aun hoy, bien mirado, seguimos mostrando todos muchas más semejanzas que diferencias. Lo que celebro.
Por su destacada importancia como escritores, y por el cariño (a ratos erizado, pero constante y profundo —en lo que a mí respecta, perdurable—) que nos había unido, la deserción de Héctor Manjarrez, Jorge Aguilar Mora, David Huerta y Paloma Villegas (y algún otro, como Evodio Escalante) provocó un escándalo cultural y una profunda resquebrajadura interna. Yo me explico esa renuncia simplemente como una más (pero la gota que derramó el vaso) de las constantes explosiones emotivas: causó envidia e irritación la mancuerna, entonces sólida y feliz, de Aguilar Camín con Monsiváis. Esta resplandeciente mancuerna pareció súbitamente marginar y echar sombra sobre el resto del equipo.
Con un desplante que ahora no puedo interpretar sino como un claro desdén por la literatura, Monsiváis me encargó —¡a mí, el más huraño y antisocial de todos!— que sustituyera a los renunciantes con nuevas tropas de geniales muchachos inéditos. Me quedé mirando al vacío, y casi me imaginé situado en una salida del metro con una pancarta: “Se solicitan colaboradores geniales para el suplemento de Siempre!”
¿Por qué no llamó a los abundantes autores conocidos de treinta o cuarenta años? Quería puro chamaco. Además, le interesaban los escritos políticos y le fastidiaban los literarios, posición exótica cuando se dirige o coordina un suplemento cultural. ¿Dónde encontrar un equipo casi adolescente de la calidad de quienes renunciaban? Parecía decirme: “Anda, vete a buscar unos cuantos chavitos literatos al mercado. Total, son pura literatura...”
Hice mi esfuerzo. Contacté, a través de mis profesores de Filosofía y Letras, a algunos estudiantes aplicados. Recurrí al Taller de Poesía Sintética, el Taposín, de Ciencias Políticas, a cuyos veinte o treinta integrantes (especialmente Roberto Diego Ortega) había conocido en la aventura de los libros de papel estraza, cartón y mecate de Ediciones El Mendrugo, de Elena Jordana, que en 1976 vendí con ellos en un puesto del metro Pino Suárez. Recibí muchos poemas, que se publicaron, pero escasos artículos, que Monsiváis invariablemente rechazaba de un vistazo (sin embargo, publiqué algunos, aprovechando sus viajes o distracciones.)
El suplemento había heredado de su antigua época, con Fernando Benítez —Paz, Fuentes, Cuevas, Rojo, Rulfo, Cardoza, García Terrés, García Ponce, García Cantú, García Riera, Pacheco, Monsiváis, Piazza—, la fama de “mafia” literaria, que también resultaba injusta en nuestro caso: para empezar, los jóvenes o novatos desconocidos no conforman mafias de alcance nacional: carecen de tal poder —si hubo “mafia” en nuestro suplemento, estuvo siempre integrada por una sola persona—; necesitábamos colaboradores y los buscábamos por todas partes todo el tiempo. Nos urgían. Recibíamos puros poemas —poemas, poemas, poemas—, casi ninguna reseña de libros. Por lo demás, tampoco Monsiváis consiguió mayor cosa.
Cualquier editor de suplementos y revistas culturales conoce esta situación: todo mundo quiere publicar sus “creaciones”, pero no ponerse a escribir decentes reseñas y artículos periodísticos, a cambio de la escasa remuneración que se obtenía, y se sigue obteniendo, en esos medios. Y del ínfimo prestigio o gran desprestigio que se logra con aparecer como “crítico” y no como poeta.
Todos los jóvenes querían los laureles del éxito poético; casi nadie se apuntaba para la talacha de las traducciones, reseñas, artículos y crónicas de periodismo cultural. ¡Y mucho menos para un escandaloso suplemento izquierdista y dizque enemigo del Establishment cultural y de Octavio Paz!

EL REHÉN DE LOS FEDAYINES
Monsiváis me ponía cara de cólico cada lunes que no recibía, envueltas para regalo, las tres o cuatro docenas de geniales articulistas inéditos, descubiertos por medio de una lámpara de Aladino. En los tensísimos meses posteriores a la renuncia de nuestros antiguos compañeros, ocurrieron unas 10 ó 20 de las 50 ó 60 veces que renuncié al suplemento durante los quince años que apareció mi nombre en el “Consejo de Redacción”. El cual fue un absoluto fantasma, un mero membrete hasta los años ochenta, cuando Monsiváis se encontró con la horma de su zapato. (También pasaron, fugaz o simbólicamente, por ese consejo o lista de “celebridades”, Elena Poniatowska, Luis González de Alba y Adolfo Castañón.)
¿Para qué formar un Consejo de Redacción directivo —desapareció el puesto de director, que fue reemplazado por el de un mero “coordinador”, rotativo por temporadas— con casi puro joven, desconocido y novato? Todo mundo sabía que el suplemento era coto exclusivo de Monsiváis, por decisión soberana del dueño de la revista.
“Para trabajar democráticamente”, decía él; sonaba bonito y se lo creíamos. Ahora también me suena a un vals, sobre todo cuando me entero —no acostumbro gastar suela en cocteles, de modo que tardo años en enterarme de los chismes de la Culturiux, que decía José Agustín— de que algunas decisiones que él tomaba e imponía sin consultar ni informar a nadie, nos las achacaba telefónicamente o en los mentideros culturales a “los muchachos”.
Se proclamaba víctima o preso de una banda de fedayines literarios. Así se evitaba que le reclamaran en alguna cena o en algún coctel esas reseñas “asesinas” que estilábamos, siguiendo su inspiración y hasta sus instrucciones precisas, como la de denunciar “la tala de bosques” que practicaba el gobierno para desperdiciar el papel en los “bodriescos” títulos literarios de la colección Sep-setentas. “¡No puedo hacer nada, son unos energúmenos, unos enloquecidos!” La historia de “Yo no fui, fue Teté”.
Ciertamente, en mi caso, yo quise escribir algunos vituperios encendidos contra Paz, Fuentes, la generación de la Casa del Lago, etcétera, que sigo reconociendo y he recopilado en mi Crónica literaria (1996). Pero recuerdo que alguien me sugería, estimulaba y festejaba tales desplantes; que los aprobaba y hacía publicar. Algunos artículos anónimos o semi-anónimos (iniciales perdidizas), más incendiarios aun, contra tales o cuales personalidades e instituciones de la cultura, provenían de la pluma suprema, aunque redundaran en el antiprestigio fedayín de “los muchachos”. ¿Quién escribía las andanadas contra Francisco Zendejas y el “lacayuno” Premio Villaurrutia, a partir de que Elena Poniatowska lo rechazó?
Con los años me he encontrado varios escritores que me reprochan la “intolerancia” de haberles ninguneado sus artículos, de los que nunca me enteré ni por asomo. Pero corría la versión oficial de que los platos rotos se debían exclusivamente al Consejo de Redacción de fedayines, y no a su gentil y bondadoso rehén con título de coordinador.
Recuerdo también que ciertos articulistas que escribían los elogios interesados, adulones y rutinarios —que ahora se han vuelto epidemia—, sobre escritores importantes de quienes esperaban algún premio, chamba o recomendación, se vieron rechazados por ese supuesto Consejo de Redacción. Bien hecho, aunque el mérito no siempre fuera nuestro.
Mi memoria me dice: podíamos sugerir (y en general, a partir del tormentoso verano del 77, sólo sugeríamos temas universales y “culturalistas”, para no atizar la hoguera de los pleitos internos), pero todo lo aprobaba o rechazaba una sola persona. Todas las campañas en favor o en contra de autores, instituciones o corrientes tenían un solo origen. Jocundamente cómplices, claro, y por más que discutiéramos horas en las reuniones, en realidad los veintiañeros desconocidos y novatos nos ocupábamos simplemente de la edición y corrección del suplemento, y de escribir nuestros propios artículos, bajo nuestra firma (pocas veces rechazados, porque amenazábamos con guerra, pero más de una vez tasajeados y corregidos por la Mano de Dios, que dijo Maradona.) Sin embargo, efectivamente ocurrieron varios ruidosos rechazos, y más pleitos.
Escribo esto porque en su despedida formal, solemnota y cursi, en 1987, Monsiváis clamó con toda la boca que la función de “su” suplemento había sido promover y encomiar a muchos autores a quienes, como ellos mismos lo supieron en carne propia, solíamos dar pamba una y otra vez. Alguien ha perdido o manipula la memoria.
¿De veras, en serio, la política cultural de ese suplemento no fue abolir el “vergonzante, obsoleto, provinciano” Establishment cultural? ¿No había un pastor evangélico que nos predicaba “la expulsión de los mercaderes” del templo cultural?

LOS CHICOS DEL CHICO
La solución, sin embargo, estaba en casa desde 1975. En diciembre de ese año Luis Miguel Aguilar había entregado unos bellos poemas, que estuve a punto de echar a perder porque venían sin firma, y escuché mal, por teléfono, el nombre del autor. El error se pudo arreglar en galeras, pues ya las corregía el propio Luis Miguel. Pero no nos conocimos sino hasta principios de 1977, cuando se nos encargó de la Revista de la Universidad (editamos sólo 5 ó 6 números, ya que renunciamos patrióticamente cuando la policía invadió CU).
Luis Miguel conocía una tropa de amigos dispuestos a encargarse de la talacha periodística. Algunos eran tan jóvenes o novatos todavía que no se atrevían a lanzarse de inmediato al artículo largo, de modo que formamos una sección fragmentaria de reseñas, traducciones, aforismos, comentarios: “De cal y de arena”, título que daría nombre a la editorial que fundamos diez años después, en recuerdo de nuestra primera tarea común. Los artículos, y luego los ensayos en forma, no se hicieron esperar muchos meses.
Eran Rafael Pérez Gay, Sergio González Rodríguez, Delia Juárez, Alberto Román, Antonio Saborit y Luis Franco Ramos. Roberto Diego Ortega y yo nos integramos a su banda. Nos reuníamos los viernes, después de cobrar en Siempre!, en el restorán español El Chico de Avenida Nuevo León, entre Sonora y Álvaro Obregón. Asistían también, con menor frecuencia, Arturo Acuña, Arturo Dávila, Manuel Fernández Perera, Enrique Mercado y Álvaro Ruiz Abreu. A veces nos visitaban Héctor Aguilar Camín y José María Pérez Gay. (Con los años nos mudamos a otros restoranes, como La Bodega, Los Guajolotes, el Hipocampo de la calle Chilpancingo).
De modo que Monsiváis obtuvo finalmente, envuelto para regalo, como producido por la lámpara de Aladino, su grupo de nuevos literatos jóvenes, algunos absolutamente inéditos. Este grupo se encargaría del trabajo editorial y de la parte literaria, y luego de casi todo el suplemento, durante los últimos diez años de la época monsivaíta.
Desde que recuerdo, es decir, desde diciembre de 1972, Monsiváis estaba harto de “la monserga” de “La Cultura en México”. Lo cansaba, lo aburría, le causaba problemas gratuitos, lo distraía de sus grandes afanes de gurú de la izquierda y de la contracultura nacionales. Creo que también él renunció (pero no ante Pagés, sino ante nosotros, en pantomima) unas 50 ó 60 veces durante los quince años que quiso coordinarlo o dirigirlo.
Vi cómo se lo ofrecía, pero por favor, a David Huerta, a Carlos Pereyra, a Héctor Manjarrez, a Jorge Aguilar Mora, a Héctor Aguilar Camín, a Rafael Pérez Gay. “¡Líbrenme de esta monserga, por favor!” Claro que inmediatamente olvidaba sus renuncias y sus formales nombramientos de sucesor (como si a él, y no al propio Pagés, le tocara decidirlo), para furia de aquellos ingenuos que se los habían creído, y se habían tomado todo el trabajo de diseñar concienzudamente la publicación que cada cual hubiera soñado. Resultado: pleitos y más pleitos.
Pero ocurrió que la importancia de Siempre! empezó a declinar con la aparición de Proceso y de Unomásuno. Seguía siendo una revista poderosa, claro, pero ya no la más importante y mejor distribuida del país (llegaba a las peluquerías y consultorios dentales de cualquier pueblito), ni una de las dos o tres más influyentes de América Latina. Empezó a saltar por muchas partes la libertad de prensa.
Antes de 1977, sólo el genio de José Pagés Llergo lograba el milagro de publicar sin problemas las opiniones verdaderamente críticas de periodistas de todo el espectro político, de la extrema derecha a la extrema izquierda. Sólo a él, en Siempre!, por su encanto, talento y habilidad personales, le permitían tal libertad los presidentes de la república. La agresividad política y cultural de nuestro sumplemento fue posible sobre todo porque lo amparaba Pagés.
La gruesa revista sepia estaba saturada (para empezar, casi toda la segunda mitad) de publicidad gubernamental, generalmente encubierta a modo de artículos “firmados” en encomio de políticos. Pero sus mejores lectores se saltaban todo ese bosque de papel y encontraban comentarios francos y enjundiosos de sus articulistas favoritos: lo mismo Vicente Lombardo Toledano y Rico Galán que Blanco Moheno o Kawage Ramia; pero también lo grandioso, lo políticamente inspirado y bien escrito: José Alvarado, Renato Leduc, Francisco Martínez de la Vega, Alejandro Gómez Arias, Manuel Moreno Sánchez.
El Excélsior de Julio Scherer ya había intentado, con el resultado de la conocida represión de 1976, una libertad semejante. Ahora aparecían muchas exigencias de periodismo democrático: Proceso, Unomásuno, Vuelta, Nexos. Los habituales escritores políticos de nuestro suplemento encontraron nuevas y mejores tribunas. Se fue abriendo, por flagrante escasez de oferta de escritos políticos, mayor espacio para la literatura en “La Cultura en México”, que el grupo de El Chico se las ingenió para ir aprovechando paso a paso. No desplazamos nada ni a nadie: llenamos vacíos. “¿No ha llegado ningún rollazo ideológico? ¡Pues vamos a dedicarle todo el suplemento a Beckett!”, decía Rafael Pérez Gay.

EL ZAPATO Y LA HORMA
Monsiváis rezongaba, pero no le quedaba mayor remedio que dejar hacer. No tenía ya tiempo ni interés de encabezar el trabajo, pues desde luego formaba parte conspicua de cuanto proyecto político, cultural o periodístico surgiera en el país. Tampoco encontró mejores colaboradores durante toda una década. Tuvo que conformarse, entre pucheritos, con nosotros. Andaba además con sus sesudas ocurrencias de que “la rumba es cultura”, de que los chismes de la farándula constituían una “cultura popular” y de que la misión auténtica de un escritor progresista residía en conseguir una foto de portada con Lucía Méndez en alguna revista de quinceañeras.
En su opinión, además, ya teníamos un suplemento políticamente devaluado. Por necesidades de la producción editorial, salíamos a puestos de periódicos dos o tres semanas después de los acontecimientos; Unomásuno al otro día, Proceso el domingo siguiente. Y nuestros antiguos lectores políticos preferían ahora estas publicaciones nuevas. A nosotros nos importaba un suplemento donde hacer literatura y periodismo literario, aunque ya no fuese la gran tribuna nacional.
Monsiváis se limitaba a rumiar chistes, a fingir golpes de estado que no duraban ni dos semanas, a armar berrinches y pataletas por el “excesivo culturalismo” que se iba apoderando de lo que era, precisamente, un suplemento cultural. Nunca se denominó de manera oficial “La Grilla en México”, suplemento político de Siempre!
Por lo demás, introducía todo el material político que quería y vetaba cualquier expresión contra sus viejos compañeros de mafia, como Jaime García Terrés, “el intocable”. Todos los ataques contaron con su permiso, y sin excepción se le consultaba oportunamente sobre cualquier artículo problemático o conflictivo. No fue por mis pistolas, sino con su autorización explícita, que publiqué aquel fragmento de la novela El vampiro de la Colonia Roma, de Luis Zapata, que dizque les causó úlcera a Arturo Durazo y a José López Portillo; y a Monsiváis un regaño de Pagés. Rezongaba, pero estaba más o menos a gusto de dirigir tan fácilmente un suplemento que otros le dirigían. O subdirigían.
Y es que se había encontrado con la horma de su zapato. A diferencia de los literatos anteriores, el grupo de El Chico estaba constituido por escritores más amigos entre sí que de Monsiváis. Su capacidad de maniobra quedaba reducida. Y éramos muy borrachos, al menos los viernes. De modo que sus manipulaciones y rumores telefónicos quedaban invariablemente en evidencia durante esas comidas. Nos contábamos todos sus chismes.
Antes ocurría, por ejemplo, que un día me encontraba yo de mala cara a David Huerta o a Héctor Manjarrez, cuando el anterior nos habíamos despedido con abrazos; o que ellos me saludaban con una sonrisa y se topaban con una mueca distante: resultaba que Monsiváis les había dicho que yo decía de ellos tal o cual tontería; y a mí, que ellos hacían otro tanto conmigo. Tardábamos semanas en deshacer el entuerto de la vieja política monsivaíta del “divide y vencerás”. En El Chico todo se resolvía el mismo viernes, en grupo, en voz alta. Muy pronto Luis Miguel, Rafael y Toño lograron, a grados de excelencia, imitar la voz, los ademanes y el tipo de chismes de Monsiváis. Nos moríamos de risa con tales parodias toda la tarde. Hasta nos aplaudían en las mesas vecinas.
Los diez años del grupo de El Chico —ahora un bar techno, la Barracuda— formaron una fértil generación de ensayistas y periodistas culturales. Que era precisamente de lo que se trataba. Queríamos algo más, desde luego, y algunos lo han conseguido: la novela, el relato, la poesía. Al menos en el ensayo y la crónica desarrollamos una forma nueva, amena, libre, equidistante del parnaso y de la academia, con ideales de cotidianidad y pasión crítica, que ha sido bienvenida por muchas otras publicaciones.

ATERRIZAJE EN LLAMAS
En 1987 Monsiváis decidió, como era desde luego muy dueño de hacerlo, renunciar en serio ¡por fin! a “La Cultura en México”. Ojalá nos hubiera dicho simplemente: “Ya se acabó el viaje”.
Un viaje en el que yo participaba ya muy poco: desde 1978 me había cambiado parcialmente, con claridosas muestras de hartazgo, a Unomásuno, Nexos, Punto, La Jornada. Fue en estas publicaciones, no en el suplemento, donde aparecieron mis textos “duros”, como “Ojos que da pánico soñar”, que recopilé en algunos libros: Función de medianoche (1981) y Un chavo bien helado (1990). Desde el verano del 77 le evité a Monsiváis cualquier problema político o de política cultural: mi respuesta a Paz y mis líos con Zaid no aparecieron en “La Cultura en México”: se los entregué al propio Pagés, quien sin mayores estornudos los publicó en su sección de correspondencia. A partir de entonces yo trataba mucho menos a Monsiváis que a los chicos del Chico, a quienes directamente ofrecía mis colaboraciones.
Pero se tomó el trabajo de escupir a posteriori para arriba, dizque en privado pero por todas partes; murmurar y telefonear, en plena discordia, contra quienes finalmente lo ayudamos muchos años, con invariable lealtad y muy buena gana, a hacer el trabajo que sólo a él le correspondía, por el que se ganaba todo el prestigio (cargando en nuestra cuenta los líos y los platos rotos), y por el que además cobraba. (Sospecho que ha usado a algunos plumíferos testaferros para que, filtrando maledicencia, pergeñen o firmen insultos contra algunos de nosotros, que no encontró cómodo ni “políticamente correcto” identificar con su nombre. Pero me conozco sobradamente ese tono y esa táctica. Así les ha ido a los tales.)
¿Mala conciencia? ¿Una manera de hacerse perdonar por su dizque odiado Establishment la “mala fama” del agresivo suplemento, con la disculpa de que, por alguna maldición del Cosmos, anduvo década y media rodeado de puro canalla? ¿De veras él no propició, exigió, manipuló, ese aire combativo, que hasta llegó a parecerle insuficientemente duro?
Siempre pudo, sin siquiera tener que explicar nada, prohibir cuanto se le antojara, y expulsar o incorporar a quien quisiera. Le convino mucho trabajar con nosotros y punto. Luego, cuando se retractó tras un esparadrapo de infinidad de sus antiguas prédicas y políticas, trató (para limpiar su neo-vetusta imagen de canónigo cultural) de endosárnoslas todas a “los muchachos”, maldiciéndonos de pasada.
Todo un lodazal de chismes, injurias y verdades a medias (pero afanosamente retorcidas), filtrados por debajo del agua. Si éramos todo eso que anduvo por ahí escupiendo y filtrando entre canónigos, publicaciones y grupillos, ¿por qué no nos corrió? Tuvo sus quince, sus diez años para hacerlo. Enfrenté meses deprimentes al encontrar como insidioso enemigo gratuito, soterrado, a quien yo había imaginado como un amigo cercano durante tres lustros.
Entiendo que los escritores, incluso quienes se dedican a pastorear grupos de novatos, cambien de opinión. Exijo que lo manifiesten con sinceridad y valor civil. Me indigna que finjan haber vivido en la luna y descarguen sus propias incomodidades y remordimientos exclusivamente sobre “los muchachos” de entonces.
Sostengo la teoría de que las cosas son como terminan, y que es mala la aventura que termina mal. No me toca pues la gentileza de ponderar aquí —por lo demás lo hice a su tiempo, en 1981, y reproduje recientemente ese texto en mi Crónica literaria— el fulgor intelectual, la estampida de conocimientos novedosos, la enseñanza de la vocación crítica, la pasmosa variedad de intereses, la alegría de los mejores textos y conversaciones de Carlos Monsiváis. Que lo ponderen quienes hayan gozado con él de mejor suerte. Esta admiración de novatos hacia el Big Brother, sin embargo, explica nuestra larga fidelidad, algo extravagante y hasta gratuita desde una perspectiva ulterior.

FINAL FELIZ
Casi todos los ex chamacos del Chico seguimos siendo muy amigos. La amistad fue nuestro trofeo. Y lo que cada cual escriba gracias al aprendizaje de aquella década. O se niegue concienzudamente a escribir, como el sabio Beto, quien nos salió más borgiano que Borges en aquello de que “leer es más creativo que escribir, más intelectual”. Tiene razón: en la lectura reside el verdadero talento. Era precisamente lo que defendíamos en 1977, con “excesivo culturalismo”, en nuestra sección “De cal y de arena”. Todo ha girado alrededor de ese embrujo: leer.


CRONISTA DEL PSUM

A finales de 1981 me llamó Manuel Becerra Acosta, el director de Unomásuno, para encargarme una misión exótica: escribir día a día, durante meses, viajando por todo el país, la crónica de la campaña presidencial del recién formado Partido Socialista Unificado de México, el PSUM.
Todavía no aparecían los supuestos 8 mil cronistas fabulosos de la Sociedad Civil (melodramáticos, filantropiquillos, ignorantazos, llorones), y el género mismo de crónica —que ni siquiera se llamaba así en los periódicos, sino “nota de color”, como equivalente de relleno pintoresco— resultaba borroso y marginal.
No se me enviaba como reportero, con la responsabilidad de la información, sino como cronista. Me vi todo el tiempo como el único extravagante “cronista”, es decir, el único no-reportero, del grupo de prensa del PSUM. Me sentía el único no-matemático en un congreso de matemáticas: Un buen reportero es la cosa más Humphrey-bogartiana del mundo, mientras que el cronista nomás se dedica a chismear y a colorear.
Pocas veces he sentido un desprecio más gélido que el de un reportero hacia un cronista. Para moderarlo, les recordaba que yo iba sin plaza, sueldo ni sindicato de reporteros. Iba de loco. Mi status era de simple colaborador del periódico y cobraba cada texto como mera “colaboración”, con las cifras módicas y todo el lío administrativo que le sigue siendo (irracionalmente) propio. Entonces se conmovían y lastimeramente casi me aconsejaban que mejor me dedicara a otra cosa.
“¿Qué diablos es la nota de color?”, le pregunté a Becerra. “Pues escribe tus barbaridades”, me dijo.
Traté de negarme, asustado. Pero siempre me ha sido difícil decirles un no a personas o proyectos que estimo, o con los que me unen lazos de esperanza o gratitud. Unomásuno era el periódico de todas mis ilusiones, y le estaba particularmente agradecido a Becerra Acosta por no sólo permitirme, sino hasta solicitarme todo tipo de “barbaridades”, impublicables entonces en otros medios (recopiladas parcialmente en Función de medianoche, 1981). Ninguna le parecía suficientemente atroz, escandalosa o inconveniente; me incitaba a ir cada día más allá, en asuntos, en lenguaje, en perspectiva crítica, en inconveniencias y sarcasmos
Nunca lograba epatarlo con mis crónicas “escandalosas” de la vida cotidiana o subterránea de la ciudad de México. Cuando ya me sentía todo un enfant terrible del periodismo, y tenía disgustado y escandalizado a medio mundo, al grado de construirme una pequeña fama de “amargado y disoluto”, por esos relatos urbanos que adrede cargaban la tinta en los rincones sórdidos, trágicos o depresivos de la sociedad capitalina, para Becerra Acosta todavía ni siquiera empezaba yo a mirar “con verdaderos ojos dostoyevskianos” la realidad mexicana. Algunas de las más ruidosas o tenebrosas de esas páginas fueron escritas en plan de reto, para ver si por fin me pasaba de la raya, lo escandalizaba, y se veía obligado a rechazarlas o a censurarlas; no lo conseguí.
Nunca me propuse ser “cronista”: la chispa brotó de casualidad, y la atizó Becerra Acosta. Insatisfecho, cansado y decepcionado de varios proyectos literarios que me habían corroído los nervios durante un lustro (libros de crítica literaria como Crónica de la poesía mexicana, La crítica cultural de la generación de Contemporáneos y Se llamaba Vasconcelos, todos de 1977; muchos poemas dizque villaurrutianos, audenianos, zaidianos o gerardo-dieguinos; dos o tres novelas fracasadas), en agosto de 1978 intenté colgar los tenis del literato y calzar los supuestamente más cómodos del periodista, y solicité espacio en Unomasuno como articulista político. Escribir algunos artículos políticos, a partir de ideas generales, es la cosa más fácil del mundo; escribir muchos, regularmente, sin repetirse como mimeógrafo ni hartar al lector, la más difícil. Para mí, imposible.
Un día no tuve “artículo político” que escribir para mi columna semanal, ni tema ni idea ni nada. Eché desesperadamente mano de un viejo truco que me había dado buen resultado en mis inicios como periodista, en 1970, en la Revista de América de don Gregorio Ortega, el célebre “Orteguita” de los años veinte: ocuparme de asuntos mínimos, cotidianos o callejeros, como si se tratara de grandes temas, a la manera de los periodistas del siglo pasado, o de algunos del presente, como el enorme poeta y prosista argentino Ezequiel Martínez Estrada (autor de libros de oro, como La cabeza de Goliat, en favor o en contra de Buenos Aires, Radiografía de la pampa, y de varios poemas que impresionaron a Borges). Los borrachos, los mercados, los solitarios, el panorama de las calles, las anti-epopeyas de los empleados y las amas de casa. Un amigo definió esos textos anfibios con una frase que no dejo de agradecer veinte años después: “églogas viaductales”.
“Esto es lo tuyo”, me dijo Becerra: “deja los artículos políticos”. Me emborraché con él madrugadas enteras, oyéndolo hablar interminablemente de Dostoyevski.
¿No que lo político me resultaba ajeno? ¿Por qué me mandaba ahora a una campaña política, y me alejaba de los relatos de borrachos o crudos de Vip’s, que “eran lo mío”? Salí de su oficina sin saber cómo había finalmente aceptado.
El demonio de la ambición literaria muy pronto me susurró al oído: “Los autores norteamericanos más importantes, de Mencken a Mailer, Thompson y Vidal, han escrito páginas memorables sobre las convenciones y campañas políticas de su país”. ¿Era eso lo que me pedía Becerra? New Journalism?
Por unas horas revolotearon sobre mi cabeza recuerdos de los magníficos libros de Norman Mailer: Los ejércitos de la noche, Miami y el sitio de Chicago; por fortuna aterricé pronto y adopté modelos nativos, igualmente inalcanzables, pero modestos y familiares: las crónicas políticas y las notas de viaje de Guillermo Prieto, Ignacio Manuel Altamirano y Manuel Gutiérrez Nájera.
Años después supe que Becerra quería otra cosa. Pero tuvo la elegancia de no decírmela, de no tirarme línea. Ocurría que la mayor parte de los reporteros, articulistas, fotógrafos, caricaturistas y redactores del periódico apoyaba vociferantemente al PSUM; y en cambio yo había escrito un artículo, “La súbita unificación” (agosto de 1981), en el que me burlaba de la demagogia y del pragmatismo de la izquierda política. Tal vez esperaba que mis “notas de color” introdujeran cierta crítica, alguna distancia irónica, que matizaron un poco el casi incondicional apoyo generalizado del periódico al PSUM.
Le fallé: el sarampión izquierdista me prendió en serio, y durante los tres meses que aguanté como cronista diario —tuve que retirarme por una amibiasis aguda, contraída en campaña—, a través de diez estados de la república, fue menor la distancia crítica o irónica que la simpatía frente a la primera gran campaña presidencial, formal y abierta, de la izquierda mexicana. Una simpatía difícil. Se trataba de una izquierda dura de tragar; apunté el 7 de noviembre de 1981:
“En su segundo día de Asamblea Nacional de Unificación, la nueva izquierda mexicana dedicó casi seis horas a exasperar a este cronista con más de tres docenas de los peores discursos que recuerdo en mi vida. Se trataba de analizar el informe (que más que informe fue clase de sociología), que ayer presentó Martínez Verdugo, así como los proyectos de programa y de estatutos del nuevo partido.
“Pocos analizaron algo, menos aún fueron los que discutieron, y todas las intervenciones, en cambio, se impusieron competir en un tétrico certamen de oratoria que rara vez se alzaba del nivel CCH. Los lugares comunes del marxismo-leninismo más elemental, todas las denuncias contra la burguesía, que desde hace décadas se reiteran en todos los mítines; todas las amenazas contra todos los enemigos del proletariado...
“Al echar este maquinazo con lo que me resta de cerebro, después de tal mareo, no recuerdo si efectivamente fue Andy Warhol o quién, el que propuso a la sociedad de consumo con medios masivos que diese a cada ciudadano, una vez en la vida, sus quince minutos de celebridad internacional. Los partidos socialistas nomás les dan diez en alguna de las asambleas. Y entonces el delegado se enciende, y no deja santón del marxismo sin invocar, culpa del capitalismo sin execrar, distinción epistemológica sin trazar, índice analítico sin recorrer. Sus compañeros le aplauden cuando dice huelga, masas, burguesía corrupta, gobierno corrupto, solidaridad internacional, Cuba y Zapata. Y luego se retira a su pueblo o a su barrio, con la alegría de haber tenido ya sus diez minutos de brillantez, cuando la asamblea lo escuchó y aclamó”.
Algunos dirigentes pesumistas, quienes llegarían a ser mis amigos y a invitarme formalmente a ingresar a su partido (invitación que decliné, por aquello de que un escritor debía mantenerse siempre independiente), me gruñían. Casi me tomaron por agente del gobierno cuando narré que la manifestación del Monumento a la Revolución a la Plaza de Santo Domingo, con la que arrancó la campaña de Arnoldo Martínez Verdugo, se vio escasa, casi desairada. El propio candidato lo reconoció en su discurso, asiéndose de una frase de Alejandro Gómez Arias que postulaba la superioridad moral de cien partidarios “conscientes y libres” del PSUM sobre los “miles de apáticos acarreados” del PRI.
La izquierda que asaltaba democráticamente el poder estaba conformada por “esos cuantos miles que apenas tardaron media hora en detener el tráfico frente a la Lotería, y que parecían, desde las ventanas de los rascacielos donde se asomaban los mirones, perderse un tanto en la ciudad gigantesca y multitudinaria. Somos un chingo y seremos más, decía uno de los muchos slogans y porras que con voces roncas, en el frío y entre el polvoso viento de Avenida Juárez, coreaban los contingentes. Bueno, tanto como un chingo, todavía no”.
Esta frasecita: “Bueno, tanto como un chingo, todavía no” les molestó a tal grado que la recordaron durante meses, y me la echaron bromistamente en cara (ya para entonces todos éramos cuates) cuando, el 20 de junio de 1982, lograron llenar el zócalo en su cierre de campaña.
“¿No que no somos un chingo, eh? ¿No que no?”.
El problema estaba en cuánto sumaba un chingo, cifra azarosa. Porque también las matemáticas resultaban rama de la ideología. Si el PRI llenaba el zócalo, se trataba simplemente “de unos cuantos miles de apáticos acarreados”; si lo llenaba el PSUM, eran cientos de miles y ¡hasta un millón! de “partidarios conscientes y libres”. Se boletinaban y publicaban oficialmente tales cifras.
¿Qué tanto era un chingo? Esa discusión duró años, hasta que los directivos del Unomásuno convocaron a un notario y a una especie de agrimensores para que calcularan científicamente cuánta gente llenaba el zócalo. No eran millones ni cientos de miles: bastaban unas 60 ó 70 mil personas. ¿Eso ya era tanto como un chingo, o todavía no?
El PSUM obtuvo resultados muy modestos en las urnas, que sorprendieron a los periodistas y militantes que habíamos visto muchos mítines con plaza llena. Quienes votan son los ciudadanos, no las ilusiones ópticas de los mítines.
A partir de entonces todo mundo ha llenado el zócalo para cualquier cosa. El esperanzador Zócalo rojo (como se titularía la excelente crónica de crónicas del PSUM que habrían de publicar mis compañeros Rogelio Hernández, de Excélsior, y Roberto Rock, de El Universal) se volvió el actual rutinario zócalo atiborrado todo el tiempo para y por lo que sea.
Dos días después del modesto mítin de Santo Domingo me trepé al camión de prensa, El Machete I (en el Machete II iban los próceres y caciques del PSUM), para viajar tres meses con la izquierda, como cronista de su campaña: Guerrero, Oaxaca, Chiapas, Tabasco, Quintana Roo, Yucatán, Guanajuato, San Luis Potosí, Zacatecas y Aguascalientes. Yo iba leyendo un libro raro, cuya intención particular en esa campaña sólo Roberto Rock descifró: se trataba de Innocents abroad, de Mark Twain.
De ahí, claro, al hospital, ahora sí que en propulsión a chorro, un chorro que ya ningún antidiarreico moderaba. A casi todo el equipo de prensa le pasó lo mismo: muchas veces comíamos, por los pueblos misérrimos y escondidos entre las montañas, lo que la generosidad de los militantes locales del PSUM nos convidara, en las precarias condiciones de higiene características de nuestra pobreza rural.
Supe también, enarbolado en la utopía, de exaltados meses de esperanza y optimismo. Todo se podía cambiar, resolver, redimir en nuestra patria. Entre las idas y vueltas al atascado WC del Machete I, haciendo cola entre puros periodistas con retortijones, quienes apretaban los esfínteres hasta con los párpados, conocí lo más cercano que recuerdo a una visión esperanzada y optimista de la nación. El país se podía arreglar pronto, y a nuestra generación le tocaba de inmediato, pero ya —¡cuántas décadas, cuántos siglos se habían perdido!— esa oportunidad.
De veras, de veras: podíamos arreglarlo. Lo ibamos a arreglar. Lo estábamos haciendo con nuestro trabajo. ¡Y con el PSUM!

LA CAMPAÑA SOCIALISTA EN GUERRERO

Muy cercanos todavía los episodios guerrilleros de Genaro Vázquez y de Lucio Cabañas, el PSUM decidió iniciar la gira de su candidato presidencial en el Estado de Guerrero, y a partir de un pueblito de mixtecos que sobrevivían, en durísimas condiciones, gracias a un poco de agricultura y al tejido de sombreros: Alcozauca (8 de diciembre de 1981).
Tenía la particularidad de ser el único municipio comunista de México. El recién legalizado Partido Comunista (antecesor del PSUM) había ganado poco tiempo atrás las elecciones locales. “¿Cómo ahí, tan lejos de CU y de la ritual Facultad de Economía, había prendido el comunismo?”, nos preguntábamos los periodistas, un poco escandalizados. Los propios ex comunistas, ahora pesumistas, decían chistes macabros: Alcozauca estaba tan perdido en los abismos de la sierra —la Montaña Roja, como se llamaba bravíamente a esta zona de Guerrero— que a los priístas les había dado flojera bajar hasta el fondo del mundo a contar unos escasos votos de gente muy pobre.
Se hacían en El Machete I cinco o seis horas, por una pésima “carretera” bárbara —una brecha llena de zanjas, deslaves, derrumbes, boquetes—, primero, de Chilpancingo a Tlapa; y de ahí tres o cuatro más por otra mucho peor, encrespada, corroída y rota, que todo el tiempo bordeaba en espiral el abismo, circundando los montes.
Había que cerrar los ojos y confiar en algún comunista ángel protector que impidiera que los camiones y coches de nuestra comitiva se desbarrancaran en cada curva, y aparecía una a cada cincuenta metros. Sólo se podía viajar decentemente en avioneta —las Coca-colas, carísimas, llegaban en avioneta—, pero un viaje redondo por aire entre Tlapa y Alcozauca le costaría a un indio mixteco 120 sombreros de 5 pesos. Cuando los campesinos de Alcozauca tenían que ir a Tlapa se trepaban como ganado, en destartalados camiones de redilas, y confiaban en no desbarrancarse en ciertas curvas ya derruidas hasta en una tercera parte, junto al abismo. Alguna de las llantas de esos camiones con frecuencia rodaba, prodigiosamente, sobre el aire.
Estábamos en pleno evangelio. “Los últimos serán los primeros”, y el olvidado pueblo de Alcozauca se alistaba el primero, voluntarioso e inaugural, en la construcción del nuevo México socialista.
Todo resultaba asombrosamente conmovedor: desde el poblado de Alpuyecancingo, anterior a Alcozauca, vimos a los campesinos serios y dignos, en plena ceremonia cívica: perfiles severos, ropa limpia, adornos de carrizos y papel, guirnaldas de flores, niños de escuela con unos silbatos de plástico. Una fe en la política y un respeto por el civismo como jamás había yo visto en parte alguna.
Además, por primera vez en décadas o siglos se tomaba en serio a Alcozauca como noticia nacional. Finalmente iba a existir ese ninguneado municipio para el resto del país, a propósito del acontecimiento de la campaña del PSUM. Ningún candidato del PRI ni del PAN se había asomado nunca por ahí, ni se solía mentar a Alcozauca más allá de Tlapa. Los periódicos, la radio y la tele ahora proclamarían su existencia de frontera a frontera y de costa a costa. Y los lugareños estaban muy interesados en mostrarse más mexicanos que cualquiera, aun en la arruga más perdida de las montañas.
La bandera nacional escoltada por banderas rojas, a manera de aguerrida guardia de honor; el himno nacional en castellano y en mixteco; su escuela Amado Nervo —”Era llena de gracia como el ave maría”, etcétera—, añorante de la educación socialista-indigenista del presidente Cárdenas; su kiosko y su plaza limpísimos, llenos de gente expectante; sus modestas calles recién barridas, en una de las cuales existía un ¡monumento nacional!, casi un proyecto de museo: una placa. Porque debía el país reconocer, de una vez por todas, que la mexicanidad de Alcozauca no sólo era antigua en la memoria indígena, sino incluso desde el punto de vista de la historia de los criollos y ladinos, de la liberal y trigarante “historia de bronce”: en un muro de una casa se leía: “Aquí se hospedó el general Vicente Guerrero de paso a Xonacatlán”.
Hubo el mitin de rigor. Las denuncias de las tropelías, tonterías y olvidos del PRI. La dolida protesta ante la patria ladina que los marginaba por hablar mixteco, y los insultaba como apátridas por seguir el extranjero escudo comunista (como si la cruz cristiana y el concepto de Constitución fuesen muy Made in México).
Y el muy raro espectáculo de una pobreza extrema, pero (al menos ante los ojos de la prensa en ese momento) sin degradación ni suciedad: una miseria digna, casi elegante. “Hermano indio: sólo luchando cambiarás tu vida: PSUM”. Recordé la legendaria miseria decente, organizada y hasta edificante de los “hospitales” de Vasco de Quiroga, en México, o de los indios del Paraguay, que Leopoldo Lugones evoca en El imperio jesuítico; y el deber de los letrados y poderosos de buena fe (en el libro de Lugones los jesuitas), de organizar y paliar la miseria del pueblo. ¿La herencia de Tata Vasco retomada por la izquierda actual? ¿Los frailes engendraron a los liberales, quienes engendraron a los comunistas, en el proyecto, fracasado durante cinco siglos, de respetar la vida indígena?
El misterio del comunismo de este remoto municipio tenía una explicación sucinta: un caudillo político y cultural regional, perteneciente a una vasta familia de maestros y filántropos que habían luchado durante décadas por la supervivencia y la dignidad de Alcozauca. No precisamente un jesuita colonial, sino su equivalente contemporáneo: un maestro republicano, comunista, de escuela pública. Se trataba del antiguo líder magisterial Othón Salazar, protagonista y precursor de tantas luchas políticas nacionales. Anoté:
“Es la tierra de Othón Salazar, y verlo y oírlo ahí es advertir la naturalidad y profundidad de su liderazgo que, como en el siglo pasado, conjuga en el líder al político y al sacerdote. Aquí se leen pancartas de peticiones, dirigidas precisamente a la hoz y al martillo, como: ‘Instrumentos, templo y agua para regar la tierra. San José Lagunas’”.
La iglesia se les había venido abajo en un temblor, y a los comunistas tocaba reedificarla. El pueblo lo exigía: ¡A erigir pues templos católicos, señores comunistas! ¡Y a comprar una banda de música, antes que los tractores! La música era importante: resonaba como la primera y más enfática de las peticiones.
Así, con iglesia y música aportadas por las autoridades comunistas, acaso se podría hasta cantar La Internacional en misa, en el nuevo templo, con los nuevos instrumentos musicales, para la mayor honra de Dios y de la hoz y el martillo (Ad majorem Dei et PC gloriam). Y todos contentos. En Alcozauca hasta el Niño Jesús resultaba comunista y seguidor de Othón Salazar. Y Othón Salazar parecía un comunista del Niño Jesús —el “comunismo del Niño Jesús” es frase de Carlos Pellicer— y del ideal vasconceliano del maestro rural. (Aunque los comunistas solían regatearle méritos educativos al “reaccionario” autor de Ulises criollo, y endosárselos todos al rojo Narciso Bassols.)
Por cierto, José Vasconcelos tuvo un sobresalto en su vejez, y la valentía de confesarlo (en una entrevista, creo, con E. Carballo). Este famoso denostador de los liberales de la Reforma aceptó prologar una novela de Ignacio Manuel Altamirano, que desconocía: La navidad en las montañas, pensando sin duda en una buena oportunidad para aporrear de nueva cuenta a los liberales. Y quedó no sólo encantado, sino edificado con la novela. “¿Cómo, esto lo había escrito el comecuras, el incendiario de 1861? ¡Pero si es una historia bonita, edificante, casi propia de un santo!”
Bueno: además de ciertos ribetes de comecuras y de incendiarios, los liberales de la Reforma eran curas laicos, profesores cívicos, y aspiraban precisamente (como algunos frailes antiguos y Othón Salazar) a ese pueblo pobre pero no miserable, católico pero no fanático, lleno de trabajo, de salud y de amor, que deseó, como un poema, Altamirano. Yo vi reverberar un poco este sueño de La navidad en las montañas en el fondo de la Montaña Roja, en Alcozauca, entre cuyos próceres y autoridades predominaba, desde luego, el apellido Salazar. (Años después, una conjura de biólogos, comandada por Julia Carabias y Carlos Toledo, trató de mejorar los cultivos de esa gente mediante procedimientos científicos.)
Pero este idilio cívico no se extendía a otros pueblos. Todo estaba salpicado de sangre reciente, de agravios actuales. “Somos gente de Ahuatepec, golpeada por la judicial y la cárcel, pero estamos con Martínez Verdugo”. Aquí se ignoraba insolentemente la Reforma Política nacional: en un solo día los caciques priístas y sus pistoleros habían encarcelado por razones partidarias a los 57 campesinos de ese ejido. Había nueve presos políticos y muchos desaparecidos. Un cacique priísta se había ufanado: “A un comunista lo pueden matar como a un perro en la carretera, y nadie reclama”.
La lista de agravios del PRI a los indígenas era interminable. A veces la imaginación priísta del gobierno del estado desbordaba el surrealismo: no contenta con expulsar de sus empleos a los maestros comunistas, con ningunear a sus nuevas autoridades comunistas y condicionar todo servicio público a la militancia al PRI; de cobrar cuotas abusivas e ilegales, de intimidar a los indios con los pistoleros y luego insultarlos como “adoradores de ídolos”; no contenta con todo ello, me decían, la imaginación del PRI estatal se permitía tenebrosas bromas ingenieriles, como construir finalmente el puente que habría de unir dos pueblitos gemelos separados por un río... pero construirlo ¡a seis kilómetros de distancia!, para que ambas poblaciones rojas, Igualita y Alpoyecantzingo, sudaran la gota gorda si querían aprovecharlo, y reconsideraran su oposición al PRI. Se siguió cruzando el río a pie, entre las aguas. El inútil puente nuevecito, inusado, a lo lejos, como un aleccionador castigo político.
La gente me rodeaba, pero en bola, confirmando y añadiendo información, para contarme todas estas cosas de modo que aparecieran en Unomásuno, y produjeran algún resultado milagroso. Esos campesinos mostraban tal fe en la decencia y la utilidad del periodismo que me sentí abrumado y casi apenado por representar ante ellos ese oficio, al que yo bien sabía harto distante de tales expectativas, incluso el periodismo mejor intencionado.
Me ocurriría lo mismo en varias poblaciones indígenas a lo largo de la campaña del PSUM, como en Juchitán, Oaxaca, y en Simojovel, Chiapas. Sentí vergüenza de andarle haciendo al cronista, como un payaso de la pluma dedicado a defraudar a la gente más seria, sencilla y golpeada.
De hecho, en ocasiones fui deliberadamente un farsante. Como los quejosos no me dejaban en paz ni un momento durante las muchas horas de cada mitin, y fiscalizaban estrictamente que anotara en mi libreta de taquigrafía cuanto me denunciaban, me dedicaba con la mano adolorida a llenar páginas y páginas, a sabiendas de que no iba a publicar ni la décima parte de lo anotado, pues el espacio que me asignaba el periódico no debía superar las tres cuartillas.
No quiero ni pensar en la desilusión ni en la ira de todas esas personas que al día siguiente leyeron o se hicieron leer el periódico, y no encontraron en él sus denuncias, propuestas, comentarios. Poco cabía en mis tres cuartillas, buena parte de las cuales, por otra parte, debía describir y “colorear” los hechos de la campaña, más que relatar los dichos de quienes se me acercaban voluntariamente. Seguramente pensaron que yo los ninguneaba o censuraba.
En el mitin Arnoldo Martínez Verdugo propuso medidas ideales, que llenaron a todo mundo de entusiasmo, incluyendo a los periodistas, para que los indios asumieran el control de la producción, comercialización y administración de sus mercancías básicas. No vimos, no quisimos ver que el panorama mismo de Tlapa, por ejemplo, contradecía esos sueños de un indigenismo anterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando el país estaba bastante cerrado al exterior, y podía imaginar a sus anchas soluciones políticas sui generis, contrarias al empuje de la civilización occidental moderna (hermosas en la teoría, casi siempre desastrosas o inútiles en la práctica). El horrible mundo exterior contemporáneo, tirano y arrollador, el industrial y financiero, y la modernidad del consumo y de los nuevos hábitos, ya estaban enraizados ahí. Narré:
“Varios cientos de campesinos se manifestaron, festivos, con muchos niños, por las calles de Tlapa. Al frente, algunas niñas vestidas con típicos trajes mixtecos que combinan bastante bien con los tenis de suela de tanque, las chanclas de plástico, y hasta, debajo de los faldones típicos, los jeans de tubo. A su lado, perros, cerdos y guajolotes se unían democráticamente a la bulla. La gente gritaba: ‘¡Viva la Montaña Roja!’”
“Y el panorama de todas las pequeñas ciudades de México: sobre el conjunto de tradicionales casas de adobe y teja, se va imponiendo la miseria industrial de llantas abandonadas, envases industrializados, cables, antenas de tele; varillas, block, losetas, láminas, asbesto, tinacos, etcétera —obras siempre inconclusas, se diría nacidas para lucir como ruinas permanentes—, que más que solucionar la pobreza, parecen añadirse a ella, en una confusión de tiempos, cuya única uniformidad es la de ser, todos ellos, tiempos de absoluta joda.”
Pero no queríamos ver ni reportear esa contradicción. Queríamos creer, con un gran desprecio por la tiranía de la realidad moderna —”capitalista”, “burguesa”—, y aplaudiendo a rabiar, en “una sociedad rural y campesina democrática y socialista”, tal como la cantaba Martínez Verdugo. Se la alabó en castellano, en náhuatl, en mixteco y (según me dijeron) en tlapaneco (!).
Copié una pancarta: “Nt’ina sabi na kuta’ a nti xa’ ataa Arnoldo Martínez Verdugo ña ku ra taa chiño ñoo yo ña PSUM” —varias erratas debieron colarse en la transmisión telefónica que hice al periódico—; alguien me la tradujo: “Todos los mixtecos se juntaron para apoyar a Arnoldo Martínez Verdugo para que sea el que mande en México.”


TRAS LAS HUELLAS DE LUCIO CABAÑAS

Visitamos una docena de poblados en la Montaña Roja, donde se reprodujeron con pequeñas variantes las escenas de Alcozauca y Tlapa. En mi recuerdo se unen, sobre un fondo insistente de la música de Rigo Tovar, las imágenes de la extrema pobreza campesina e indígena con las de una extrema civilidad. Buena organización, mítines concurridos e interesantes, denuncias y protestas civilizada, casi respetuosamente expresadas.
Todo lo contrario de lo que veríamos en las ciudades importantes de Guerrero —Acapulco, Iguala, Chilpancingo, Ciudad Altamirano, Taxco—, donde a muy poca gente le interesaba el PSUM o simplemente se utilizaba su campaña para presiones particulares, como las de ciertos grupos gremiales y de colonos. Y para quejarse con alaridos de las transas de Banrural (el banco gubernamental que “ayudaba” a los campesinos).
Ocurría una curiosa contradicción. En las ciudades la gente se mostraba completamente decepcionada de la política, a la que, en cambio, los pueblitos de la Montaña Roja acababan de descubrir y veneraban. En ellos se veía siempre la mano de los maestros rurales.
Los pueblos, escarmentados de la sangrienta década de los setentas en Guerrero, el cual estuvo prácticamente durante todo ese tiempo bajo control militar —retenes de soldados revisaban, ilegalmente, como aduanas interiores en un estado de sitio, incluso a los turistas que viajaban en coche o autobús por la autopista a Acapulco—, lo apostaban todo a la opción democrática.
Las ciudades, resignadas y hasta cínicas, se sabían presas permanentes del PRI, que llevaba ya muchos años de lograr en el estado de Guerrero los ejemplos más espectaculares —una lúgubre espectacularidad hasta mundial— de barbarie y corrupción caciquil, como lo fueron los gobiernos de Nogueda Otero y de Rubén Figueroa (el padre). Éste superó incluso en la televisión internacional, gracias a un documental francés titulado El señor gobernador, al ugandés Idi Amín, como prototipo del tirano antropófago del Tercer Mundo.
Ahora que reviso mis crónicas, escritas precipitadamente sobre las rodillas para dictarlas de inmediato por teléfono, o improvisadas directamente sobre la bocina telefónica, encuentro un dato curioso que no recuerdo haber advertido en su momento: jamás se habló públicamente en la Montaña Roja de los guerrilleros (pero también, desde luego, maestros) Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, quienes se volverían obsesión en los mítines de la Costa Chica y de Tierra Caliente. Tampoco asomaron las disputas entre los diversos grupos ultras de la Universidad Autónoma de Guerrero.
En la Montaña Roja se realizó una campaña moderada, cívica, casi escolar, totalmente popular y enraizada en los problemas de la tierra, del agua, de las administraciones municipales, del transporte, de los créditos y precios agrícolas; los elementos comunistas se desvanecían ante viejas demandas básicas, a veces centenarias, de la vida diaria de indígenas y campesinos.
Othón Salazar, ese profesor duro y dulce, pausado y claridoso, se indignaba ante la ineficacia o la mala fe de los cuadros comunistas o pesumistas de las ciudades y de las poblaciones de la Costa Chica y Tierra Caliente. O bien, encerrados en sus obsesiones de ghettos ideológicos, se negaban a atender al pueblo, de modo que en el momento de exhibir sus “masas” apenas si lograban reunir unas docenas de curiosos indolentes en los mítines; o bien despreciaban y hasta boicoteaban la opción política, democrática, del socialismo mexicano, conservando en secreto sus obsesiones por la “violencia revolucionaria”.
Así, cuando llegamos nada menos que a Atoyac de Álvarez, la cuna de Lucio Cabañas, el preciso corazón de la guerrilla de los años setenta, resultó que casi nadie quería escuchar al candidato del PSUM. (Lo mismo le había ocurrido a Rosario Ibarra, candidata del trotskista PRT, Partido Revolucionario de los Trabajadores). Anoté: “Poca, muy poca gente esperaba a Martínez Verdugo en esta plaza. Tan poca gente que, al presentarlo, Othón Salazar se sintió obligado a recordar aquella ocasión en Sonora o en Sinaloa, en que Francisco I. Madero no pudo decir su discurso porque nadie había concurrido al mitin”.
Se logró finalmente reunir, con súplicas de última hora por altavoces, a un desairado grupo de casuales transeúntes. Esa plaza con unos cuantos mangos frondosos había sido la tribuna desde donde Lucio Cabañas arengaba al pueblo a mediados de los años sesenta. Ahí ocurrió una matanza (siete muertos) el 18 de mayo de 1967, cuando profesores y pueblerinos protestaban simplemente contra una directora autoritaria de la escuela Modesto Alarcón. De tal matanza surgió la guerrilla.
El panorama de esta región de la Costa Chica, y especialmente de Atoyac de Álvarez, era confuso, inverosímil: una especie de pesadilla de la miseria y la represión entreveradas con el desarrollo y las obras públicas, resultado de las extravagancias conjuntas de los guerrilleros Genaro Vázquez y Lucio Cabañas y de los presidentes Echeverría y López Portillo.
La inmutable pobreza campesina, en este caso de cafetaleros y copreros (la agroindustria de los cocos), corrompida, desgajada, por una descomunal y precipitada inyección de dinero gubernamental, invertida a tontas y a locas para recuperar el control de la zona y borrar la memoria de los guerrilleros.
Carreteras recién construidas, relucientes y desiertas, donde sólo transitaban vehículos del ejército o de corporaciones oficiales como el Instituto Mexicano del Café; a su vera, beneficiados por el súbito repreciamiento del terreno, horrendos edificios públicos y particulares, a medio construir, que ostentaban un lujo y una modernidad insultantes y falsas, de bisutería industrial, en medio de la abrumadora desolación y la miseria campesinas.
Esto se observaba en la propia plaza de Atoyac de Álvarez. Para borrar la memoria de los guerrilleros recientes, se la había llenado de espantosas estatuas de... ¡guerrilleros antiguos! Una placita con más estatuas que árboles: abotagados monigotes estereotipados, de ésos producidos en serie para fastidiar las plazas y jardines de todo el país: Hidalgo, Morelos, Guerrero, Juan Álvarez, Juárez, Zapata. ¡Todos juntos, al mayoreo, en ofertón! ¿De veras todos estos héroes antiguos no seguían predicando, a su manera, la teoría de la guerrilla? ¿Alguno de ellos no fue guerrillero?
También predicaban el horror de la escultura heroica mexicana: monstruos o bestias de cemento o metal que liquidan de antemano cualquier aspiración cívica, producidos en serie con moldes burdos, frente a los cuales los peores momentos de la escultura política stalinista parecen egregias obras de arte.
Había dinero para las estatuas, las carreteras estratégicas que necesitaba el ejército a fin de que no se le escondieran tan fácilmente los guerrilleros; los edificios públicos y los servicios que requería la tropa y la burocracia recientemente importadas, pero no para saldar las deudas del gobierno (el cual “compraba” como filatrópico monopolista las cosechas, pero se volvía moroso y usurero al pagarlas) con los campesinos cafetaleros y copreros, a veces vencidas dos años atrás.
Describí: “El centro de Atoyac es una especie de charco de dinero”. Cantinas, burdeles, restoranes, chocomilerías (los guerrerenses son buenos para los neologismos: en Iguala comí una torta de iguana, una iguanaburger). Los poblanos los emulan: en Acaxochitlán (¿o fue Huauchinango?) me estremeció la sonoridad aliterada del nombre de una fonda: Burgervargas. No me habría extrañado que algún viejo recitador de Barba Jacob, en Chilpancingo, llamase Acuarimántima a su marisquería.
“En las calles chuecas, incómodas, sin trazo alguno, lomas con caños abiertos y azarosos y múltiples boquetes, entre cerdos y perros, empiezan a levantarse los castillos de varilla, las primeras líneas de tabicón y de ladrillos, las balaustradas y celosías; las ventanas y puertas prefabricadas con sus metálicos marcos dorados y plateados, el asbesto y la lámina”, a imitación de las nuevas zonas residenciales del Distrito Federal. Manifestaban la prosperidad de los burócratas, militares y caciques beneficiados con la inyección antiguerrillera de dinero gubernamental.
“Cunden las vulcanizadoras y los talleres mecánicos entre los jacales; en un patio de tierra, junto al lavadero rústico, sobre cuatro palos torcidos se tiende el cobertizo para que no se asolee la combi.”
“Claro que a unas cuadras del centro se Atoyac de Álvarez acaba todo el progreso. Se achaparran y desaparecen las construcciones, las obras de drenaje y agua potable, los coches; las calles regresan a su eterna condición de brechas y senderos retorcidos y sucios, hasta perderse rumbo a los palmares y campos cafetaleros. Y más allá, no tan clandestinamente, los plantíos de mariguana”.
La vigilancia militar acentuaba por todas partes este caos disfrazado de prosperidad: soldados con boinas rojas, “muecas ácidas y burlonas por encima de sus rifles automáticos”.
El presidente municipal priísta no estaba de acuerdo, desde luego, con mi descripción; ofrecía otras explicaciones: el auge y el peligro del narcotráfico en la región. Esto desde el 11 de diciembre de 1981.
*

Días más tarde pasamos por Ciudad Altamirano. Este pueblo campesino, tradicionalmente dedicado al tejido de sombreros y al cultivo del ajonjolí, había sido bombardeado tres veces por el progreso.
La primera: Se le robó su ancestral nombre verdadero de Pungarabato; se lo despungarabateó (y quien lo repungarabate será —buen beisbolista— un todo un pungarabateador; o a la norteña: ¡Despungáralo, bato!), para asestarle el nombre del civilizador ilustre, quien desde luego no nació ahí, sino en Tixtla, y que de cualquier modo sonaba como ácida ironía en ese bárbaro lodazal mercantil, esas innumerables bodegas —enormes jacales amontonados— improvisadas al margen de toda higiene, orden o cualquier tipo de servicios urbanos, en calles sin pavimientar, donde proliferaban el hambre, las enfermedades y la mierda.
La segunda: Se lo convirtió en un miserable pero gigantesco almacén donde se acumulaban los productos agrícolas de la región; y se vendía a los campesinos, en proliferado tianguis, infinidad de carísimas baratijas industriales, todo al son de calientes cumbias remecidas por el zumbar de espesas nubes de moscas y mosquitos. Infierno campesino y paraíso de caciques, funcionarios de Banrural y Cordemex, acaparadores e “intermediarios”. Jacales y harapos sobresaltados por tráilers y camiones de carga, coches de lujo, porte ostentoso y fatuo de caciques, burócratas y pistoleros.
La tercera: El prepotente puritanismo del vecino, limítrofe gobernador michoacano, Cuauhtémoc Cárdenas. ¡Cómo se le mentaba la madre en Guerrero, pero mil veces por minuto, a ese oportunista y beato adlátere de Echeverría y de López Portillo! El codicioso Cuauhtémoc, para crearse fama de moralizador público, y como si no tuviera mejor cosa qué hacer con sus sobrados ímpetus de redentor, se había permitido prohibir y expulsar terminantemente de “su” estado, por decreto —a la manera de un convento o del propio Reino de los Cielos—, la prostitución, el alcohol, el juego, los bares y salones de baile, y toda “malvivencia” en general, ¡sólo para exportarlos, pero de un solo golpe y a lo bruto, a la fronteriza ciudad guerrerense! Ciudad Altamirano se convirtió en la concentrada y desbordada zona roja del neopuritano y neomustio estado de Michoacán.
Con alivio escapamos de esa Babilonia de Tierra Caliente. La maldije:
“Ciudad Altamirano es una enorme ciudad de basura, lodo, barracas y trago, donde el poder y el dinero no necesitan disimulo ni formulismos. Una sola calle pavimentada (la principal), y a sus lados vastos campamentos de miseria, con casi una cantina por esquina y en cada cantina un burdel, entristecidos por clientes y prostitutas igualmente misérrimos y patibularios... Entre la basura y el polvo se levantan muchos bancos, oficinas del gobierno, bodegas, centros comerciales y más tianguis... esta especie de estómago e intestinos revueltos de Tierra Caliente”.
*

Volvimos a pueblear. La civilidad y la política encontraban poco eco en las ciudades, y mucho entusiasmo en los pueblitos. Llegamos al muy pobre de Acatempan, el del abrazo célebre, sólo recordado por un viejo y modestísimo monumento de yeso, tricolor, que sobrevivía al margen del gobierno, gracias al puro empeño de los vecinos, quienes solicitaron, en primer lugar, “un monumento digno a Vicente Guerrero”; y sólo después el drenaje y una escuela secundaria “para que los niños no tengan que bajar todos los días hasta Teloloapan”. Acatempan —calles empedradas, casas viejas— todavía conservaba cierta estampa de arcaico pueblito colonial fuera del tiempo.
Seco, árido y pedregoso fue el sitio donde Iturbide y Guerrero decidieron (con escasa suerte, como se sabe) apostarle a la política y no a la violencia, como manera de resolver los problemas de México. No sé si desde entonces se le haya ocurrido al gobierno mejorar el modestísimo monumento de yeso. Ojalá no. Ojalá no haya reproducido ahí el bestiario escultórico de próceres con que tuvo a bien atiborrar la belicosa plaza de Lucio Cabañas en Atoyac de Álvarez.

*
Quisiera omitir nuestro paso por Taxco, blanca mexican curios en forma de caracol. Yo no creo que Taxco exista: es una charra tarjeta postal. Y cuando el turista se enfrenta a la fachada de Santa Prisca se empalaga e indigesta al primer vistazo, y de inmediato vomita merengue colonial. Pero ahí, impresionado por el movimiento sindicalista católico de Polonia y la ascendente estrella del papa Juan Pablo II, Martínez Verdugo trató de reconciliar el marxismo con la Iglesia Católica, echando mano de no sé qué cita de Engels sobre las catacumbas.
¿Tolerancia u oportunismo? Un Engels procatólico en las orejas y una Santa Prisca aderezada con banderas comunistas frente a los ojos, en mezcla novedosa y explosiva. Vaya guiso. Como para correr de inmediato al WC. (Sospecho que no se debe culpar solamente a las amibas, sino también a ciertas bacterias oratorias, de la epidemia de diarrea y disentería que se abatió sobre buena parte de los periodistas de la campaña del PSUM.)
Nostálgico del asfalto y del smog, hinchado de ideología, escandalizado de la miseria y la brutalidad del campo, harto de las diarias docenas de discursos redentoristas, con la diarrea taponada con puñados de pastillas de Enterobioformo, trepé precipitadamente al Machete I sin pensar en otra cosa que en regresar por fin a la ciudad de México, ponerme una buena borrachera —pero hasta el fondo— en una discotheque gay, Le Baron; y lograr así un nirvana reparador, donde no se escuchara ni se tuviera que meditar en otra cosa que en la música disco de Barry Manilow: Her name was Lola,/ she was a showgirl,/ with yellow feathers in her head... She danced merengue, / and did the cha-cha.../ At he Cooopa,/ Copacabana, / the hottest spot north of Havana;/ music and passion were always the fashion at the Cooopa...”
Así fue, pocas horas más tarde, en mitad de la madrugada. La primera etapa de la campaña del PSUM había terminado.

LA CAMPAÑA SOCIALISTA EN OAXACA.

A la memoria de Lola Álvarez Bravo
LA IZQUIERDA DE ENTONCES Y LA DE AHORA
La segunda etapa de la campaña del PSUM, en enero de 1982, recorrió Oaxaca, Chiapas, Tabasco, Quintana Roo y Yucatán. Lo primero que hicimos los periodistas, ya experimentados en la ineficacia y la desorganización de ese partido, fue denunciarlo a coro desde Magdalena Ocotlán, Oaxaca.
En aquellos años no había faxes ni teléfonos celulares, de modo que los veinte o más periodistas debíamos dictar nuestros reportajes o crónicas por teléfonos domésticos o de farmacias, palabra por palabra, a algún exasperado mecanógrafo de la redacción de nuestros periódicos.
Eso se llevaba al menos veinte minutos por periodista. Y con demasiada frecuencia resultaba que no había teléfonos públicos disponibles en los pueblitos por los que pasábamos —acaso táctica priísta a veces, pero de cualquier manera previsible—; y que a los organizadores del partido sólo a última hora se les ocurría conseguir dos o tres líneas particulares, lo cual nos obligaba a hacer varias exasperantes horas de cola frente a esos aparatos, después del cansancio del autobús, las marchas, los mítines y la redacción del texto.
Naturalmente algunos textos ya llegaban demasiado tarde a los periódicos, que los resumían y enterraban en páginas interiores, o de plano los omitían. ¿Qué era eso de empezar a dictar las notas a las diez u once de la noche?
“¿Para qué nos traen, si no van a aprovecharnos?”, protestábamos. ¿Para qué tanto Machete I atiborrado de periodistas que sólo con muchas dificultades podríamos enviar la información, y con todos los defectos y problemas de una transmisión improvisada y precipitada? Nunca supe si tal barbaridad se debió a la avaricia, a la holgazanería o a la dejadez de los encargados. Parecían boicotear su propia campaña. Nos amotinamos frente al propio candidato Martínez Verdugo.
Los dirigentes del PSUM nos ofrecieron disculpas, pero su capacidad organizativa no alcanzaba siquiera a reservar media docena de teléfonos en las localidades que visitábamos. Les interesaban la marcha o manifestación, el mitin, el show, los discursos larguísimos, los hurras y los aplausos, los puños en alto, esa La Internacional que nadie se sabía; pero no trámites tan sencillos como la facilidad teléfonica para ocupar un espacio que la prensa les brindaba en abundancia, menos por simpatías políticas que por la novedad del socialismo legal y de la Reforma Política. Luego, tranquilamente les echaban la culpa al “PRI-gobierno” y a los burgueses de que su campaña no recibiera mayor difusión. Me consta que la izquierda se ha merecido algunos de sus fracasos.
A ello se añadía, tal vez no tan involuntariamente, la impuntualidad y el desorden de los actos y discursos. Nunca se realizaban los actos de acuerdo con los horarios programados. Los periodistas, imposibilitados así para planear nuestras actividades, bajábamos muy retardados del camión del PSUM; asistíamos a sus actos, conversábamos con sus simpatizantes, y jamás nos quedaba tiempo para confrontar con las autoridades municipales, los miembros de otros partidos o la gente del común, los datos que oficialmente nos proporcionaba el partido o lo que nos contaban sus militantes.
El Machete I era una especie de ghetto motorizado. Jamás había tiempo, ni oportunidad, ni sitio donde los periodistas trataran a gente ajena al PSUM. Más que cronista o reportero se volvía uno, en tales condiciones, una especie de perico reproductor del discurso pesumista. Por esas circunstancias, y a pesar de que protestáramos y lo aclarásemos en nuestros artículos, faltábamos con frecuencia a la elemental norma periodística de comprobar la información y buscar los puntos de vista diferentes.
De tal modo, supe pronto que mi “crónica de la campaña” no sería tal, sino meros apuntes sesgados, filtrados, dominados por el propio discurso del partido. Más propaganda que crónica. De hecho, nunca los recopilé en libro; ahora, a 17 años de distancia, recuerdo sumariamente esa campaña, y más las atmósferas que viví que las denuncias que no pude comprobar.
En cuanto se terminaba un acto había que transmitir la información y treparse al Machete I, rumbo a otro pueblo, con otros problemas. Tuvimos que confiar demasiado en los informes oficiales del PSUM y en las conversaciones de sus adeptos locales. ¿De veras siempre fueron fidedignos? Lo dudo. Apenas intentábamos salvarnos, como un gesto de pudor profesional, con frases del tipo de: “según dicen los lugareños”, “según denunciaron unos campesinos de tal pueblo en el mitin”, “a partir de la información proporcionada por el PSUM”, “según afirmaron tales o cuales líderes”, etcétera.
Desde luego, siempre existía la coartada de que todo el mal del país residía en “el gobierno y los ricos”, y de que “los pobres y oprimidos” poseían una identidad angélica que los impulsaba a decir invariablemente la verdad.
Esta superstición, ya grave en el Unomásuno y el Proceso de 1982 (y en varios reporteros y colaboradores de otros diarios y revistas), se volvió calamidad rutinaria, deliberada, en La Jornada perredista, ahora que el PRD se ha convertido en un negociazo y en un incontinente atracón a los fondos públicos. No sólo los intereses del gobierno y del capital, sino también las maniobras de la izquierda política o del populismo venal pueden contradecir la vocación periodística.
En cierto sentido no hubo un “nuevo periodismo” en México a partir de la Reforma Política de Jesús Reyes Heroles, sino una nueva (y pobre) propaganda. Tampoco un auge de la crónica política, sino su decadencia. No aparecieron muchos Alejandro Gómez Arias o José Alvarado; y sí demasiados charlatanes propagandísticos que, con el pretexto de que ya se valía la expresión coloquial al “ahí se va” en la prensa, echaban expeditamente un pujido y su maquinazo, antes de acudir al papel higiénico. ¿O era ese papel usado lo que hacían imprimir?
En otras épocas también los izquierdistas estaban obligados a escribir con alguna corrección: por ejemplo, el periodismo de José Revueltas. Los mayores gurús de la nueva ola de periodistas, Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis, ya habían consolidado su estilo y escrito algunos de sus mejores textos desde los años sesenta.
Es triste admitirlo, pero la prensa izquierdista de los años ochenta ya pecaba, aunque no en la medida de la actual, de denuncias e informes no comprobados, que automáticamente otorgaban en todo credibilidad a “los buenos”, por ser o parecer débiles. Esto banalizó el acto mismo de las denuncias. Muchos lobos se disfrazaron de ovejas para ser creídos, y se les creyó (v. gr. dirigentes de “colonos”, o sea invasores de terrenos, o de vendedores ambulantes, que resultaron verdaderos gángsters).
Y muchos pobres y oprimidos han exagerado sus cargos, para causar mayor efecto y llamar la atención (y de paso, para conseguirles sueldazo y presupuesto abundante a sus líderes). La prensa populista se ha vuelto sospechosa, desconfiable, y con frecuencia se dirige, como en La Jornada, más a fanáticos semialfabetas que a lectores racionales.
Buena parte de sus neo-articulistas y neo-cronistas son llanamente los propios políticos del PRD, quienes simplemente defienden o atrapan, con las armas de “la libertad de expresión” y “el periodismo democrático”, su tajadota del erario público.
Hay muchos asegunes y categorías en la eterna frase “Prensa Vendida”. El comercio periodístico domina toda la geometría, y también existen las ventas por la izquierda.

EL MUSEO DEL DESPOJO
Pero algo se podía ver, más allá de la propaganda y de los mítines y pancartas reiterados. Recuerdo un museo insólito. Soñé escribir sobre él un relato a la manera de La invención de Morel, de Bioy Casares. Aún no se sospechaba el Internet, pero ya existía, en el paupérrimo pueblo (producía artesanías de barro y de palma) de Teotongo, en la Alta Mixteca, un museo informático casi virtual, una página rural de Internet en la cual navegar y perderse. Una existencia “mediática”, aunque sólo se tratara de medios impresos.
La propia comunidad sostenía ese museo mediático en una pequeña casa humilde de adobe y teja, de un solo cuarto. Resultaba que desde un decreto virreinal de 1719 Teotongo había sido formalmente dotado de tierras comunales, pero que en 1940 una disposición gubernamental las cedió al pueblo vecino, su rival y su enemigo, Tamazulapa.
De entonces a 1982, los campesinos de Teotongo habían visitado todas las oficinas gubernamentales del país; se habían entrevistado con todos los políticos; habían firmado todo tipo de peticiones; habían realizado cualquier cantidad de trámites, contratrámites, protestas y marchas, y nada: dos resoluciones presidenciales en favor, otra vez, de Tamazulapa, contra las que apelaron.
Sus legajos, nunca estudiados, se empolvaban y se trasladaban con todo y polvo de oficina en oficina, hasta ir a parar extrañamente a ciertos abandonados plúteos (“¡Dije plúteos!”: Salvador Novo) de ¡Tuxtla Gutiérrez, en Chiapas! Me vino también a la memoria la lastimera y varias veces centenaria letanía de súplicas de campesinos en La feria, de Juan José Arreola.
En ese cuarto hicieron el museo vivo de su despojo, su archivo mural. Pegados a los muros, saturándolos, se exponían recortes amarillentos de periódicos y revistas de 42 años: denuncias, declaraciones, entrevistas, noticias, cartas a las redacciones, mapas, fotos, fotocopias de documentos, cartas abiertas, nuevas denuncias. Ahí estaba toda su injusticia, su ira, su corazón. Ese museo o casa-libro, o estelas indígenas en papel y tipografía, o una mastaba egipcia desbordande de escenas y jeroglifos, eran su verdadera historia; la realidad, una ficción atroz. Frente a tal casa se realizaban los actos públicos más importantes del pueblo.
Y el visitante podía leer en grandes letras, en mantas y en rótulos, citas tremendamente belicosas de Benito Juárez (“Benito Pablo Juárez”, señala la Enciclopedia Británica, aunque se gaste más saliva) contra los franceses... ¡que la gente de Teotongo aplicaba aguerridamente a sus propios enemigos invasores: los vecinos-parientes de Tamazulapa!

NUESTRA SEÑORA DE LOS GLOBITOS
Magdalena Ocotlán (unos mil habitantes) mostraba la armonía de sus muros de adobe, techos de teja, cercas y bardas de nopales, órganos y carrizo. Por las calles, todas sin pavimentar, de una tierra finísima, caía un polvo brillante de resolana; pasaban bandas de chivos arreadas por pandillas de chicos prietos y ruidosos.
La gente con sus sombreros maltratados y viejos, los rebozos negros, la ropa raída y las piernas y los pies llenos del polvo total y permanente. En el panorama árido, los gestos dolidos de las mujeres armonizaban en silencio con los pedregales, los cerros pelones, el zacate requemado, los restos de la milpa en surcos resecos y pedregosos: se parecían a los velorios de Rodríguez Lozano.
En Magdalena Ocotlán no había palacio municipal, y el sitio del poder político era una especie de corredor con tejas junto la cancha de básket de la escuela primaria. Boicoteado por las autoridades federales y estatales, el municipio socialista —ganado con muchos empujones, en segunda instancia— recurría a “los usos y costumbres” indígenas para empezar a construirlo, mediante el tequio, o trabajo comunal obligatorio.
Los curas habían corrido con mejor suerte, y mientras se hablaba de la carestía de la gasolina y el transporte, de la fatalidad de los muchachos de emigrar en busca de empleo; de la granja avícola comunal, a la que pronto le apareció un prepotente propietario individual; de los nueve pozos construidos por la Secretaría de Recursos Hidráulicos, de los cuales jamás llegó a funcionar ninguno, avizoré una iglesita pintoresca.
Vieja, desmantelada, en plena ruina. Una torre rota; en el patio, colgaba de un palo la verdusca campana de bronce totalmente rajada, y ya sin badajo (se la hacía repicar a madrazos, con cualquier fierro). En un temblor se había caído todo el remate de la torre, y como no hubo modo de subirlo y repararlo, se le instituyó en monumento o capilla sorprendente, a mitad del atrio.
El interior era menesteroso. Fragmentos de retablos dorados, restos de una decoración mayor, o misteriosa importación de maltrechos retazos de otro templo. Algo de borrosa decoración mural. Muros llanos de los que alguna vez colgaron óleos o contra los que se apoyaron estatuas: quedaban algunas huellas como lampos.
Esta iglesia no tenía cura. La atendía una enjuta señora enrebozada, agria y arisca (salida de un velorio de Manuel Rodríguez Lozano), quien había encontrado en su tierra seca un sustituto de las flores: unos globos. El altar estaba adornando con un “adorno global”, como puesto de feria. Globitos azules y blancos: los colores de la Virgen. Con aspecto de globero, aparecía una nueva advocación mariana: Nuestra Señora de los Globitos.
Me intrigó la historia de este templo ruinoso; busqué en sus muros una fecha, 1835, cuando se terminó de pintar; encontré las de 1870 y 1880, de un temblor y una reconstrucción.
Un beato con machetón suspendió mi visita y me arrojó de la iglesia. Seguramente el sector clerical del pueblo opinaba que el fin del socialismo, actuara dentro de la ley o en contra de ella, consistía en robarse los globos y el santito mocho, de yeso, de su retablo.
El hombre paupérrimo, desaliñado, delirante y furioso me gritaba cosas en mixteco, agitando en la mano un gran machete. Salí por piernas con mi libreta de taquigrafía, y la enrebozada mujer colérica, temblando, me gritó en castellano:
—Sí, anote todo: viene usted a robar...

¡YMCA NUESTRO, QUE ESTÁS EN LOS CIELOS!
Desde los primeros tiempos de la conquista, los dominicos se metieron a la Mixteca, adonde otros misioneros no se atrevían; y como muestra de su empuje, de su fuerza y de su brutalidad, quedaba el famosísimo templo-convento de Santo Domingo. La grandiosidad y la rudeza, la elegancia y la brutalidad configuraban el panorama de Oaxaca, ciertamente una de las ciudades más hermosas e impresionantes de la República.
Esos templos exagerados, mitad fortaleza y mitad adoratorio, como los santos de óleos virreinales que dirigían al cielo la turbia y quejumbrosa mirada mística sin dejar de empuñar la sanguinaria espada. Templos duros, de muros cerrados y gruesos, y de sublimes enloquecimientos estatuarios y arquitectónicos.
La insolencia del poder, más que corrientes artísticas o rezadurías teológicas, determinó cada cúpula y cada torre que destacaban en esa ciudad de uno o dos pisos, todavía muy porfiriana en su zona céntrica: casas de fines del siglo XIX (o que las rememoraban), con sus altas y estrechas ventanas verticales, protegidas por balcones y enrejados de hierro; sus portones de dos hojas, tras los que se insinuaban el patio con pozo, los umbrosos pórticos con macetas y alguna enredadera.
Un dominio novohispano que no admitió límites, que triunfó palmariamente, que impuso su triunfo construyendo joyas afiligranadas pero del tamaño de montañas, como la iglesia-convento de Santo Domingo que, pese a las reformas y a las revoluciones, sigue todavía marcando la cultura del poder; la diferencia de razas, la supremacía del blanco (así el “blanco” priísta de hoy fuese un mestizo, o incluso un indígena de origen, como Juárez) sobre los indios.
Que otros se extasíen con los derroches religiosos novohispanos. A mí me dan grima. Me parecen insultantes. Ojalá la Nueva España hubiese proliferado menos templos de oro, e invertido esa riqueza en ingeniería civil: caminos, puentes, norias, molinos, graneros; en escuelas, talleres, hospitales. Esto también existió, pero con escasez. Me conmueven más los empeños de un Enrico Martínez y de un Sigüenza y Góngora para evitar las inundaciones capitalinas, que los delirios de los templos novohispanos, los cuales habrían resultado escándalos de derroche aun en las ciudades más prósperas de Europa. Hay que agradecerle más a España la introducción del arado, de los burros y mulitas, de las gallinas, del trigo, que las alucinaciones de Churriguera.
Esta posición no es meramente jacobina. En la propia Nueva España surgieron, desde los tiempos de Motolinía hasta los de Abad y Queipo, quejas contra las extravagancias del lujo religioso en mitad de la miseria, la cual lo mismo escandalizaba en el siglo XVI que a principios del XIX. Pienso otro tanto, por lo demás, de los lujos porfirianos y de las obras faraónicas, de mayor lucimiento político que necesidad pública, del PRI. Edmund Wilson señaló alguna vez que la invención norteamericana del water closet equivalía a un Versalles; lo supera, digo yo.
Ver esos templos y sentir lo catastróficamente abrumadores que debieron haber resultado, que resultaban todavía para los indios que los visitaban: pesados, inexpugnables, excesivos, llenos de oro, bellísimos, talentosísimamente construidos, como la cruel presencia divina.
De modo que uno alzaba la cabeza al techo de la nave, las bóvedas y las cúpulas, y encontraba ahí el fuego y el oro, sublimados por el enloquecimiento geométrico, conformando todas las terribles, infinitas, tiránicas cámaras del paraíso como lujoso resort de los dominicos.
Santo Domingo: un paraíso de cascos militares y mitras episcopales. A excepción de las pinturas recientes de la Virgen (de nuestro siglo), que copiaban pésimamente las ya algo bobas de Murillo, uno descubría en las decoraciones de Santo Domingo la exaltación de la exclusividad masculina, un bar gay a lo divino.
Los capitanes, los frailes, los obispos y los papas, todos rejuvenecidos, prácticamente efebos. Y tan torneada y agraciadamente esculpidos sus rostros (a veces también sus cuerpos), que más que decoración eclesiástica —el techo del coro, por ejemplo, llamado el Árbol de los Guzmanes— parecía, en su abundancia real de ninfetos, una erótica alberca dorada del YMCA (Young Men Christian Association: famosa durante buena parte del siglo por sus albercas exclusivas para varones jóvenes). O la alta hora nocturna de un bar gay donde todos los santos efebos lucieran oriflamas de neón, en la corriente cósmica de los efectos de discotheque. El cetro, la cruz, el cayado pastoral y la espada triunfadora, encontraban su exaltación fija y eterna.
Más que templo a Dios o a la Virgen era un templo absoluto al poder de la Orden de Predicadores, la del Santo Oficio. Cristo y María se perdían, minúsculos e insignificantes, entre el interminable y brillante proliferar de los gloriosos dominicos, cacicones militares y eclesiásticos en esa zona, Antequera, de la Nueva España, quienes no dejaban espacio que no consagrara ni reforzara su poder sobre los indios.
Ellos eran el “¡Goza, goza el color, la luz, el oro!” (que diría Góngora); y los indios, en cambio, venían a postrarse pasmados en mitad de este incendio arquitectónico, a convencerse una vez más de que el poder de los blancos no sólo resultaba absoluto y divino, permanente y brutal, sino también concentrado, inamovible y bellísimo, como las filigranas de oro del tamaño de una montaña. ¡Ah, que en las mayores iglesias coloniales, el Dios del Sermón de la Montaña fue precisamente, como Midas, el dios del oro! Recordé a Brecht: “¿En cuál de los palacios de la dorada Lima vivían los albañiles que los construyeron?” En los cielos de oro de Santo Domingo, saturados de dominicos, ¿donde quedaba el paraíso de los indios que lo edificaron?
Pero en las capillas laterales había algunas consolaciones, recientes, para los pobres actuales que no venían a adorar a pontífices medievales, ni a obispos y capitanes ya anónimos de la familia de Santo Domingo de Guzmán —los Rockefeller de otras edades—, sino a San Martín de Porres, esa coartada izquierdista y Black Power de los dominicos; a las llagas y contorsiones del Crucificado (pobrecito, siempre más jodido y llagado que cualquier indio, siempre como salido de una cámara clandestina de torturas policiacas o paramilitares).
Olvidaban el oro de los Guzmanes, y veneraban las corrientonas estampas marianas posteriores. Venían a adorar a las Santas Vírgenes preñadas o recién paridas. Todo ese culto a la maternidad desamparada, encarnada en la explosión demográfica de los angelitos nalgones (casi cupidos o puttoni) como nenes de meses. Lindos y en pañales y a punto de volar de los brazos de las Vírgenes a los de las arrodilladas indias devotas, algo churriguerescas a su maternal y menesteroso modo, llenas de hijitos prietos y mocosos que les jalaban las faldas, el rebozo, los cabellos, los pies, como una proliferada imagen de angelitos indios en torno a una Inmaculada. Y a punto éstos, a su vez, de volar a los brazos blanquísimos, “más blancos que el cristal luciente”, de esa otra Madre Soltera (aunque regularizada) que viene a ser la Virgen María.
Hay que señalar otra razón en la adoración mexicana de los angelitos bebés: hasta hace medio siglo, solía morírseles a muy tremprana edad la mitad de sus muchos hijos a las mujeres pobres y no tan pobres; los cementerios y los corazones de las madres estaban llenos de “angelitos”, niños muertos. Revoloteaban en su ánimo, como alrededor de Nuestra Señora de los Ángeles.
Y otra vez, para los humillados: Un Jesucristo mutilado, enfermo, amoratado, coronado de espinas, alanceado, gimiente, indio él mismo, torturado y vencido más que cualquier indio; ahí en su cadáver sanguinolento y roto, entre el impetuoso incendio de poder y de joyas monumentales de los dominicos triunfantes.
Me puse lírico en Santo Domingo, después de apechugar una opaca, elíptica y formulista entrevista colectiva —que conseguimos a escondidas del PSUM— con el gobernador del Estado, Vázquez Colmenares, quien afirmó entonces no conocer “ni un caso” de caciquismo en su Oaxaca:
—Considero yo que ese caciquismo... no tenemos la suficiente información ni los instrumentos para localizar a los caciques; el caciquismo es un fenómeno que existe en el estado, indiscutiblemente, aunque no podemos conocer un caso en este momento determinado...
Bueno, de eso se trataba el gobierno del PRI: de jamás contar con esa “información suficiente” ni con esos “instrumentos” para detectar a los caciques ni las demás formas de extorsión y explotación de los indios. Otros dominicos, otros Guzmanes.
Ese día todos los periodistas del Machete I nos olvidamos del PSUM y vapuleamos, en pleno jolgorio, el cantinflismo del gobernador Vázquez Colmenares.
Mi amiga Lola Álvarez Bravo (una de los mayores fotógrafos del siglo) aún vívía, con buena salud y trabajando mucho, en la época de mi viaje a Oaxaca. Quiero recordarla ahora, porque era una enamorada de todo lo oaxaqueño, y me había prevenido: “Fíjate en eso, pon atención en aquello, no te vayas a perder tal cosa; luego me cuentas”. Escribí esas crónicas un poco para platicar con ella a través del periódico. Reconstruyo ésta en homenje a su memoria.
Aunque nadie como la propia Lola para hablar de la Oaxaca que conoció desde los años veinte. La extasiaban la naturaleza y las artes populares oaxaqueñas, tanto como la aterraban la miseria, la violencia y las epidemias.
Me contó lo siguiente —ella platicaba, whisky en mano, en la mejor prosa, amena y bien dibujada, casi instantáneamente lista para la imprenta—, que transcribí para su libro Recuento fotográfico, Editorial Penélope, 1982:
“Desde las orillas de Oaxaca, donde hacen la fiesta del lunes del cerro, se veían unos atardeceres preciosos, con la ciudad rosa o verde, un verde jade muy suave; y pesada, chaparra la ciudad, con un ambiente y una temperatura extraordinariamente agradables. Y la naturaleza la volvía tierra de promisión, con una abundancia enorme de frutos y de flores; llovía rotundamente, pero para todos lados al mismo tiempo: el agua venía del norte, del sur, del este, del oeste; arriba, con el aire, se arremolinaba y llovía al mismo tiempo en todas direcciones, con un movimiento rotativo que no he vuelto a ver en ningún otro lado, entre tormentas y rayos extraordinarios. Como las calles están en declive, a la media hora de los tormentones la ciudad ya se había lavado, el agua se había escurrido y bajado hacia las afueras, y Oaxaca quedaba brillante, con una atmósfera muy limpia, como si la hubieran lavado con escobeta. Y ya uno podía irse feliz a sentarse al zócalo a oír la música”.
Pero también contaba:
“En Oaxaca empecé a tratar a la gente verdaderamente popular, de una dulzura encantadora, pero que a la mala es brava a morir. Una vez, en la fiesta del tule, por poco me regresan desmayada, porque en mitad de la vendimia y de las borracheras espantosas, de repente yo ya lo único que veía eran machetazos por todos lados, escurrir de sangre y tajadas de cuajo. Los oaxaqueños son terribles en pleito: como todos se sienten en la obligación de ser Juárez... A la entrada de Oaxaca hay una estatua muy fea dizque de Juárez, con la mano estirada y el dedo de punta; y yo les preguntaba a las primeras personas que conocimos allá: ‘Bueno, ¿y ese Juárez qué está señalando?’. Me contestaban: ‘Dice: Ya entraste. Ya no saldrás. Ya te fregaste’; y yo ya no volteaba a ver a ese Juárez porque no quería quedarme ahí para siempre...”
Tampoco yo quise mirar esa estatua de don Benito Pablo.

AY, TEHUANA: FLOR DE VIEJO BILLETE DE DIEZ PESOS
Los renacentistas y los ilustrados se desesperaban ante las ruinas romanas. ¿Eso era todo lo que quedaba de la gran Roma? Ahora dirían frente a Tehuantepec (y no se les eche la culpa entera a a Moritz ni a Quevedo):
—Buscas a Tehuantepec en Tehuantepec, viajero, y en Tehuantepec mismo a Tehuantepec no encuentras; murió lo que era vernáculo y esencial y solamente la fatal miseria permanece y dura.
En la carretera que venía de Oaxaca, de pronto cambiaba el uniforme panorama de cerros secos y casi pelones bajo un sol que quemaba por rutina y sin sentido, que nomás quemaba por chingar. Empezaron a aparecer riachuelos y pequeños grupos de palmeras. Un poco más adelante, cruzando un espantoso puente de fierro —la pura estructura oxidada y herrumbrosa de vigas, alambres y tornillos—, se llegaba a Tehuantepec.
Se dice que aquí, en 1921, cuando lo visitó como parte de la comitiva del Secretario de Educación Pública, José Vasconcelos, en gira por el Sur, Diego Rivera marcó el rumbo de la vertiente digamos idílica (como existen la épica y la sarcástica) de la plástica nacional en la primera mitad del siglo: la Escuela Mexicana de Pintura.
Y que en estos parajes descubrió el colorido, la desnudez y la frescura de los “indios” de Gauguin; y pintó esos lindos indígenas tropicales en bailes y baños de río —todos ellos pura vegetación, indios florales—, como si se tratara de los propios Mares del Sur, para arrojárselos en un lance de dados a Picasso, a Bracque y a Matisse. Siqueiros, en uno de sus arrebatos, casi o sin el casi acusó a Rivera de contrarrevolucionario y de plagiar a Gauguin, al celebrar la belleza natural, indígena o mítica de nuestros trópicos. ¿El Istmo de Gogantepec?
Ahora, 9 de enero de 1982, advertimos que sesenta años es mucho tiempo, desde luego; y el viajero no encontró sino una sucia ciudad tropical parecida a Cuautla o a Jojutla, a los barrios feos de Acapulco, y de hecho a los barrios feos de cualquier ciudad de México.
La provincia mexicana desapareció hace décadas —si alguna vez existió como idilio fuera del tiempo—, y sólo se encontraba, pueblo tras pueblo, pero principalmente en lugares como éste, adonde el viajero llegó queriendo visitar las célebres esencias y tradiciones, la gran imposición del urbanismo moderno, que forzadamente quería aparecer en todas partes y sólo en muy escasas zonas residenciales alcanzaba a prosperar.
Tehuantepec no quiso o no pudo seguir sosteniendo su bella estampa del paraíso vernáculo y colorido de las leyendas, el Tahití mexicano: quería, y no podía, alcanzar el bienestar moderno de, digamos, una unidad habitacional capitalina; el cemento, la varilla, la loseta, el agua entubada, el drenaje, las antenas de televisión, el tabique, el plástico, los alimentos industriales, las normas higiénicas, las chanclas de hule, el coche y la motocicleta, los tenis y los discos, las calles pavimentadas, las vasijas de plástico de los topergüer, los tanques de gas.
Tehuantepec no mostraba la identidad que lo hizo famoso (con cierta ayuda de Agustín Lara y de la bella tehuana que lució en los billetes de diez pesos casi medio siglo, desde los años treinta), sino la identidad que le faltaba. Le faltaba ser Lindavista, como a todos los pueblos y colonias del país. Se ponía a competir con Lindavista, o de perdida con Narvarte; utilizaba los elementos de construcción del modernismo industrial, tuvieran o no que ver con su clima, y se dedicaba a construir pequeños y pesados neo-jacales con tabicón, asbesto y loseta, siguiendo el modelo de la casa urbana, la cual por supuesto no diseñaba ningún espacio para los cochinos, la gallina clueca, los perros y los niños encuerados del vecindario.
Decidió transportarse en automóviles, aunque por sus calles, retorcidas y estrechas, no pudieran caber, y muchas de ellas en cualquier hora resultaran tan difíciles de transitar como el periférico en horas tope.
A la forma comunal de habitación indígena, a las casas abiertas de amplias familias en comunidad, sucedieron las pequeñas casas individuales, divididas y limitadas entre sí, y enfiladas en las calles. Pero esta gente carecía del temperamento para vivir encerrada cada familia en su celda, como en las unidades habitacionales del Distrito Federal. Por el contrario, todas las casas dejaban sus puertas abiertas, y las calles se convertían en grandes patios con niños, perros y marranos, charcos y gallinas, y todas las mujeres se asomaban a las ventanas, suspicaces y medio díscolas, cuando un intruso las recorría.
¿Quién podía resistir la modernización industrial, defenderse o escapar? La promovían el gobierno, las empresas, los productos, los medios de comunicación. El bienestar industrial sonreía indiscriminadamente para todos, y más para aquellos a quienes excluía, desde los carnosos labios del anuncio de la güerita que mordía una rebanada de pan Sunbeam. (Andy Warhol sustituiría en nuestros templos todas las caras de angelitos, por la reiteración infinita de la nena golosa de Sunbeam, llevándose a la boca su eucaristía industrializada). Y cualquier otro modo de vida se volvía imposible. Entraban por millones las cervezas Tecate, y luego, ¿cómo deshacerse de los botes? Se amontonaban sobre la arena fina a la orilla del río, y formaban un muladar de incesantes resplandores metálicos.
Había que subir agua potable por calles que eran cerro y partes de cerro que eran calles, entre montaraces y urbanas, a través de tuberías descubiertas (a ratos francas mangueras de plástico): ahí iba el largo tubo suelto, y sobre él tropezaban los vehículos y frecuentemente lo rompían.
Los tehuanos habían inventado un curioso sistema de transporte para sus calles curvas, empinadas, estrechas y sinuosas: unos “motocarros”, o sea una especie de camiones de redilas, pero casi en miniatura, tirados por una motocicleta, en no tan vaga semejanza con los carros y cuadrigas romanos. (Digo cuadrigas suponiendo que las motos tengan, como en Ben Hur, cuatro “caballos de fuerza”.)
Las tehuanas de largos y amplios vestidos ligeros se trepaban al remolque de redilas, y viajaban de pie, a la Ben Hur, dignas como matronas romanas, el vestido ondeando y resaltando sus gruesas piernas y sus senos inverosímiles (“Tetas vastas como frutos del más pródigo papayo”, etcétera: Díaz Mirón), mientras el gañán —auriga— del manubrio trepaba a toda velocidad y evitaba como podía, cuando podía, chocar con otros motocarros, atropellar cerdos, gallinas y niños, o tropezar con las tuberías o mangueras descubiertas. ¿Realismo mágico? ¿Miserabilismo folklórico?
Muchas mujeres seguían usando los largos vestidos tehuanos y sus abultadas blusas llenas de flores y de colores muy vivos, pero ya no se trataba de las pesadas y pudorosas telas bordadas de antes, sino de rasos y muselinas untuosos y estampados, como las más volátiles banderas.
Se habían pavimentado algunas calles, pero se quedaron sin mantenimiento durante décadas y, cundidas de baches, resultaban a veces peores que las brechas antiguas. Se acumulaba una tierra fina, arenosa, que no se aplacaba, y cuando de repente soplaba uno de esos vientos zapotecos del Istmo, quedaban banalizadas las tolvaneras capitalinas de Ciudad Nezahualcóyotl e Iztacalco: ahora conformaban verdaderas paletadas de tierra en la cara (casi como las que describen Bioy Casares y Silvina Ocampo en Los que aman, odian).
Claro que los lugareños ya sabían y se volteaban y protegían por instinto, de modo que sólo el reportero despistado se quedaba tosiendo y escupiendo tierra. Y de repente salté del motocarro, aterrado, con una agilidad que jamás me habría sospechado (o simplemente fui expelido), pues por estar cuidando que, cegado por la polvareda, el zapoteco auriga no chocase contra otros motocarros cargados de ondulantes amazonas tehuanas, no advertí un taxi formal, en sentido contrario, que se nos dejaba venir como todo un destroyer, sin emitir siquiera un claxonazo. El motocarro casi se trepó a un muro y yo anduve rengueando dos o tres días.
Todavía había casas viejas, de adobe y teja, pero eran muchísimas más las que se levantaban con materiales de construcción recientes y siguiendo de cerca y ciegamente la idea moderna y urbana de lo que “debe ser” una casa, de modo que cada vez sumaban más los trechos de las calles de Tehuantepec que resultaban idénticos a Ciudad Nezahualcóyotl, a la que imitaban casi lastimeramente.
En todos lados se veían casas a medio construir, en parte porque, efectivamente, se habían quedado a medias, con puntas de varillas que emergían de cada ángulo del techo, protegiéndose con botellas de los rayos. Los muros sin encalar: las filas de tabicones y ladrillos al descubierto. El piso de cemento burdo. Las ventanas y puertas con la herrería sin pintar y hasta con las manchas y huellas de soldadura y del empotrado en los muros.
En parte porque la casa, como encarnación máxima del bienestar urbano, no podía nunca terminar de construirse —era una Scherezada de la albañilería—, y en consecuencia siempre se estaba esperando levantar otro cuartito, alzar otro piso, extender esto, aumentar aquello, cambiar esta ventana tan simplona por un balconcito de los que dicen “provenzales”.
Pero también, se me ocurrió, porque costaba tanto trabajo y tanto dinero llegar siquiera a los primeros tabiques, a los primeros tubos, a los primeros postes, a los primeros cables, a los primeros herrajes del bienestar, que estos elementos de la construcción moderna se volvían bonitos en sí mismos.
¿Para qué ocultar con pinche yeso estos tabiques, estas tuberías tan caras? ¡Mejor que se vieran desnudos, para presumir que eran nuevecitos, y no cascajo! ¡Hasta ganas daban de exhibir las facturas en las ventanas! Nada de recubrirlos ni de pintarlos. Que se quedaran así, en gloriosa exhibición. Y que la ciudad entera constatara que esta casa no había sido construida como casa de indios, sino a la moderna, casa de blancos, con puertas metálicas de garage aunque por ahí no entraran muchos carros, y persistieran las carretas, los burros y las mulitas.
Así como en ciertas residencias “artísticas” de la capital se dejaba al descubierto las maderas finas, la cantera, la piedra volcánica, el ladrillo perfecto, el tezontle, como elementos decorativos, estas tehuanas casas pobretonas dejaban al descubierto sus blocks, sus tabiques, sus varillas, sus cables, sus tuberías, sus herrajes, sus láminas de metal o de asbesto.
El edificio del mercado no recordaba a Gauguin ni a las clásicas imágenes de la Escuela Mexicana de Pintura. Era un mercado moderno, feo, tiznado, sin pintar, insalubre, apestoso: una bodega de cemento y lámina. Pero, como en otros tiempos, se acumulaban ahí vistosas pirámides de frutos muy variados, con los más vivos y frescos colores. ¡Viva Gogantepec!
—¡Preparan otro bodegón de Olga Costa para la mesa 5! —exclamaría un guía de turistas.
Y que los ojos supieran prescindir de las narices, porque el cuerno tropical de la abundancia de frutos se exponía sobre un drenaje azolvado desde hacía años. Las doradas piñas escurrían sus mieles entre toda una compilación exhaustiva de los olores del desagüe. No faltaba ningún hedor.
Cada coladera era un borbotante charco de inmundicias. Por lo demás, si hubiese traído cámara para fotografiar a color las pirámides de fruta, habría tenido que auxiliarme, a manera de flash, de un buen bote de insecticida para espantar unos instantes los enjambres de moscas y mosquitos.
Las gordas tehuanas estaban reconciliadas con ellos. Se abanicaban indolentemente por no dejar, y sólo cuando aparecía un turista se dedicaban a arrojar, a abanicazos e insultos en zapoteco, a todas sus propias moscas y mosquitos hacia los puestos de las vecinas. Pirámides de frutas del paraíso bajo pirámides sonorísimas de mosquitos y moscas.
Diego Rivera, Olga Costa y demás pintores de exuberancias mexicanas omitieron, censuraron, en sus cuadros a los insectos. En cambio Lola Álvarez Bravo, quien fotografió, en blanco y negro, la magia oaxaqueña de Yalalag y algunas suculencias istmeñas, no olvidó al horrible niño ciego por oncocercosis. Decía:
“Lo que más me aterraba, lo que me hacía querer correr de Oaxaca eran los enfermos de oncocercosis, que había mucho. Es un mosco que les picaba en el ojo sobre todo a los campesinos y a la gente muy pobre de los pueblos cercanos, y entonces les va saliendo una como nube que se vuelve algo gelatinoso, como si tuvieran un ostión en el ojo; medio podrido medio viviente; medio que escurre medio seco; y se les van secando los ojos...”
¿Molestaban en Oaxaca los moscos a las estatuas de don Benito Pablo? ¿Se atrevían? Desde luego, atestaban el mercado de Tehuantepec y las marchantas sólo pretendían molestarse cuando aparecía algún fuereño. Sus ejemplares de la revista Kalimán admitían también ese uso, de matamoscas y abanicos tipográficos o de ahuyentadores de bichos, cuando se acercaba un turista quisquilloso. Las tehuanas entonces blandían sus kalimanes, súbitamente iracundas, contra la densidad de los zumbidos. Pero ni a kalimanazos (“Serenidad y paciencia; sobre todo mucha paciencia”) se podía contra moscas y mosquitos. (“¡Finalmente has sido derrotado, Kalimán!”)
Por ahí leí (supongamos, es un decir, en Petronio) que había en Roma un dios benéfico que jamás imaginó otra cultura: Muscarius, “el dios que alejaba las moscas de los altares”. Ciertamente no está en la teogonía zapoteca... ni en los libros istmeños, algo zumbones, de Andrés Henestrosa. No recuerdo que Novo se ocupara mucho de Oaxaca, a pesar de su ensayo “Sobre el placer infinito de matar muchas moscas”.
Las marchantas vendían en bolsas de plástico pétalos de flores, violetas o rojos. Y algún tirano municipal las obligó a proteger, también en bolsas de plástico, los mangos pelados y rociados de chile piquín, los elotes hervidos y enmayonesados, y demás comestibles y fritangas innumerables.
A un lado, frente a cubetas rebosantes de acamayas y camarones, esplendía en toda su grandeza una peluda y ¡cruda! (casi viva) cabeza de cerdo, que artísticamente se erigía en el centro de una fuentecilla de carnitas, sobre una canasta plana. ¡No fueran los turistas a pensar que en Tehuantepec se vendían maciza, cueritos, chicharrones y tripitas de soya! La cabezota del cerdo, que naturalmente antologaba a las moscas: las más bravas y voraces, testimoniaba su origen.
Sería excesivo, sin embargo, pretender que en los años veinte de Diego Rivera —y por su conducto, de Einsestein—, Tehuantepec era de veras nuestro Tahití. En cualquier época la desnutrición, las infecciones, las epidemias, la miseria, la ignorancia, el fanatismo, la violencia y la explotación lo mantuvieron necesariamente lejos de tal paraíso. Por lo demás, hay relatos de viajeros del siglo XIX que hablan del Istmo en los términos más insalubres y antipáticos.
Pero no cabía duda de que la modernidad lo había dañado más profunda y rápidamente que otras invasiones. Sencillamente porque se les imponía a los tehuanos una civilización urbana que no podían costearse (salvo la docena de ganaderos riquísimos), ni disfrutar, a cambio de la pérdida final de su añeja independencia local y su economía precaria de autoconsumo.
Se les acabó toda autonomía, con cuadros goganianos de Diego Rivera y demás. Fue la conversión de la provincia ancestral en la lumpenización urbana. No había que ir a Tehuantepec para ver Tehuantepec: bastaba cualquier amontonadero semiputrefacto de productos agrícolas o animales en La Merced o en la Central de Abasto del Distrito Federal. Ahí también asomaba Tehuantepec.
¿Pero no que estábamos hablando de la izquierda y del PSUM? Bueno: nada de eso les importaba a los tehuanos. Los rojillos de Tehuantepec se reservaban para armar bulla al día siguiente, en la vecina Juchitán. No me quedó más recurso que hacer una crónica de las moscas.
Ese día el único indigenismo —indigenistmo— era bancario. Nunca antes había visto yo a Bancomer (estamos en enero de 1982) anunciarse en los muros en lengua indígena alguna, ahora en zapoteco, para ofrecer créditos y financiamiento: Cadi Coochaui, tu Spidxi chitu Udxitu Sanda Choo tu Cuanani. La Guapani ihra, Banco de Comercio (Bancomer) Baco Stinu Tiora Iñique tu Stale Bidxichila Banco Sutiñe Taatu mas para Sitó Tractor o Yoo. O algo así.
Y en la plaza, a un lado del quiosco, se levantaba un pequeño pedestal con mosaicos para alzar un busto de yeso dorado de Máximo Ramos Ortiz, “el genial compositor de la inmortal Zandunga”.
Debo reconocer que visité Tehuantepec de pinta. Me escapé tempranito de un hotel solitario a la vera de la carretera, en un oportuno taxi —al que zarandeaban, como a una palmera, los vientos brutales—, para ahorrarme no sé que conferencia de prensa (con la emética logorrea de Pablo Gómez), en vísperas del mitin de Juchitán, el único importante de la campaña oaxaqueña del PSUM. Ahí asistiríamos a la peculiar alianza de zapotecos y comunistas, que había vuelto célebre, incluso fuera del país, el apoyo del pintor Francisco Toledo.

LA BELICOSA JUCHITÁN
Juchitán ha sufrido mala suerte con los gobiernos estatales y nacionales, peor que la de otros pueblos oaxaqueños, desde tiempos remotos. Tuvo como feroz enemigo nada menos que a Juárez, quien ahí no es ningún héroe. (Que yo sepa, de toda la República, sólo Juchitán se atreve a sacarle la lengua, y tamaña lenguota, a don Benito Pablo Juárez.) Hay que contarles lo de la Enciclopedia Británica a los juchitecos: entrometerle el Pablo a don Benito, es como descomponerle, desmitificarle un tanto lo Juárez. ¿Nos atreveríamos a hablar de María de los Ángeles Félix? ¿De Dolores Asúnsolo López Negrete ex de Martínez del Río?
Acaso un regionalismo más beligerante que el de otras zonas, y su codiciada riqueza agrícola y ganadera, le habían provocado casi una declaración de guerra por parte de varios gobernadores oaxaqueños recientes, lo que dio como resultado la organización regional más contestataria y célebre del país en los años setenta y parte de los ochenta: la Coalición de Obreros, Campesinos y Estudiantes del Istmo, la COCEI; la cual logró finalmente, en alianza con el entonces Partido Comunista, el triunfo en las elecciones municipales. Era la mayor plaza nacional del PSUM y se esperaba un mitin apoteósico.
El añejo descuido gubernamental no podía ser más escandaloso. De pueblo tropical, Juchitán se volvió una insalubre ciudad de 150 mil habitantes, sin agua potable, sin drenaje, sin pavimentación, sin otros servicios como recolección de basura, escuelas, centros de salud. La mezcla más ostentosa de la miseria y la riqueza, el abandono rural y el hacinamiento urbano; la modernidad, la mendicidad y la mierda.
Su único mercado —era domingo, el 10 de enero de 1982, día de plaza— se desbordaba y extendía por varias calles. Los vendedores de pescado, verduras, carne, flores (muchas flores), frutas, ropa y baratijas metálicas, acomodaban su mercancía sobre el suelo o en puestos de madera desde muy temprano, confundiéndose con la gente de la COCEI que colgaba adornos rojos de papel picado para recibir al candidato del PSUM, y sobre todo para manifestar masivamente su apoyo al presidente municipal Leopoldo de Gyves, PSUM-COCEI, quien sufría embates cotidianos de los gobiernos estatal y federal, e incluso del ejército.
Cerca del mercado, frente a la plaza o jardín, se levantaba un Palacio Municipal en ruinas, abandonado durante décadas, y que apenas ahora se empezaba a restaurar mediante el trabajo comunal, pues el gobierno de Oaxaca alegaba falta de fondos. Tenía al frente su reloj señorial, parado desde nadie recordaba qué época en un veinte para las seis.
La ciudad rebosaba de politización. Pintas en muchos muros y taches en muchas pintas. Volantes que combatían o tapaban a otros volantes. Al mismo tiempo una ciudad grande y paupérrima, donde el gran dinero abrumaba con su presencia caótica y conflictiva; entre los jacales y las zanjas, donde pastaban los bueyes y gruñían las piaras, aparecían contrastes agresivos: los modernos edificios y los símbolos de los bancos, y hasta grandes almacenes, como Sears, cuyos plúteos (“¡Dije plúteos!”) organizaban la última moda en aparatos eléctricos.
En la mañana de domingo también destacaba una presencia religiosa fuerte, con las ricas matronas juchitecas de largas faldas brillantes, vistosísimas y floreadas, algunas con orlas de encaje. Pechos prominentes y barrigas orondas bajo blusas bordadas. Vastas caderas y trenzas negras y lustrosas, adornadas con cintas de colores. Sobre los hombros, amplios velos de encaje dorados o negros, traslúcidos. Iban feliz y ruidosamente a misa, como a una fiesta, platicando en zapoteco a voz en cuello y balanceándose, entre el retintín de sus joyas (a veces collares, aretes y pulseras de monedas de oro), pesada y altivamente, con un porte apacible y majestuoso. La política no tenía por qué arruinarles su misa.
Junto a la iglesia, la famosa Casa de la Cultura apadrinada por Francisco Toledo; y entre sus exposiciones de arte moderno, fotografía, arqueología, gráfica local, las chiquillas en rueda tomaban clases de baile, y los niños muy pequeños se iniciaban en la pintura, coloreando (en lugar de los escarabajos o reptiles eróticos que uno esperaría de la tierra de Toledo) unos rotundos, televisivos platillos voladores. ¿Los ovnis “que dispersó la danza”?
Se trataba de una bonita casa tradicional, con arbolado patio al centro. Muros de adobe, y bajo techos de teja se exhibían cuadros de internacionales pintores contemporáneos que envidiarían los museos de Nueva York. Todo un muro lucía fotos de boda, tamaño postal, desde finales del siglo pasado: los hombres con trajes de catrín, y las mujeres con lujosos vestidos regionales, pero todos casi siempre descalzos, luciendo sus trabajados pies de campesinos. En esa ciudad no se necesitaban, pero para nada, sino hasta hace muy poco, los zapatos.
Eran casi las once. Empezaron a aparecer los contingentes de las secciones de la COCEI. Se recibían los unos a los otros con aplausos, con flautas y tambores. Se agarraban, se abrazaban, se hacían bromas. La gente de Juchitán se estaba siempre agarrando: hombres con hombres y mujeres con mujeres. Todo era lenguaje físico y retozaban como chamacos hasta los campesinos ancianos.
Por contraste, los adolescentes, igualmente vaciladores, mostraban a ratos una seriedad adulta: a lo mejor, los bárbaros, ya estaban hasta casados. (Para las viejas culturas indígena y campesina, a los trece o catorce años ya se puede; y cuando se puede, se puede; aunque rujan los modernos enemigos de la sexualidad “infantil”). Si usted les tomaba una foto, por otra parte, creería adivinar en ella ciertos gestos de sabiduría indígena, como en un perfil arqueológico.
Pero aquí el folklore no se andaba con intolerancias. En total concordia convivían los sombreros de palma con las cachuchas de beisbolista, de ésas de plástico que se acababan de poner de moda en el Distrito Federal, caladas y ajustables. Con excepción de los obreros de la Corona, uniformados de azul, todos los demás hombres se vestían sencillamente: huaraches, pantalón y camisa claros, a diferencia de sus mujeres, que siempre andaban a la Frida Kahlo.
De repente los cientos se habían vuelto miles. Se llegó a calcular en 10 mil los asistentes al mitin. Las mantas: “La cárcel y las balas jamás detienen la lucha de un pueblo consciente”. Los gritos: “¡Gobierno asesino, que matas campesinos!” “¡Viva campesino, Viva obrero, Viva estudiante juchiteco, Viva mujer juchiteca!”.
Las mujeres tenían una participación principal. Lo andaban alborotando todo, bravas, alegres, entronas, solemnes, floridas, panzonas y algo mugrientas, con el durísimo viento del Istmo agitando, embarrándoles sus faldas largas. Les gustaba ser flores. Las ropas como suculentos pétalos, aunque se tratara de señoras viejas y chimuelas. (Por lo demás, proliferaban los dientes de oro.)
Les gustaba también abundar en carnes. En ningún otro lugar como en éste se confirma la veracidad del apotegma de Novo: “Los mexicanos las prefieren gordas”. Desde chamaquitas se veían muy redondas, y ahí andaban tocándose, pellizcándose, abrazándose en irrefragables grupos de cuatro o de cinco.
Eran más aguerridas que los hombres en el galano arte de mentarle, a gritos, la madre al mal gobierno, sin dejar de rociarse confeti rojo como si el mitin político tuviera algo de kermesse o de posada. Lo tenía, a ratos.
Curiosa la división de los sexos, como en las viejas escuelas. Grupos estrictamente separados de hombres y de mujeres, cada cual con su relajo, durante la marcha por buena parte de las calles —de algún modo habría que llamarlas— de esta ciudad sin servicio urbano alguno.
La política juchiteca tampoco era intolerante con el trago. Nada de ley seca. Juchitán se mostraba orgullosamente cervecera. La civilización del calor. Muchos manifestantes visitaban sobre la marcha —una manifestación interminable, eterna— los cientos de cervecerías, hasta que otros, también algo achispados, iban y los sacaban entre carcajadas y, supongo, albures en zapoteco, para reincorporarlos a la ceremonia cívica. Y nuevas visitas a más cervecerías. Y más ceremonia cívica. Cerveza en ristre la política sabe mejor.
Una clara alegría. Un retozar en la masa y entre la masa. Y lo insólito, aunque legendario (siempre se habla de ello a propósito de Juchitán, pero otra cosa es verlo de bulto): algunos “amujerados”, pero de veras locas de atar, con pantalones entallados, blusas de mujer (hartos olanes), uñas pintadas, flores en el pelo oxigenado y un poco de maquillaje, tranquilamente desfilaban en los contingentes, con contoneos de pasarela, también abrazados en grupos de cuatro o cinco. Lanzaban guiños y besos a los machines. Y ni quien estornudara.
Un gozo de muchedumbre, de estar en familia los miles con los miles se manifestaba también en una relación casi corporal de la gente con sus líderes, como si todos conformaran un mismo cuerpo. Las señas, los gestos, casi imperceptibles para el extraño, organizaban en instantes a la gente. Imponían el silencio, o permitían volver a los gritos, las corretizas, la algarabía.
Y de pronto la seriedad. Una seriedad profunda y casi funeral. A las primeras frases en zapoteco de un discurso se empezó a formar una sensación colectiva, dura, valiente, incluso violenta. Una como electricidad nerviosa que varias veces me humedeció los ojos y entrecerró la garganta —casi adiviné el zapoteco en los rostros y actitudes de la gente, pues nuestro pesumista-coceiano traductor nos resumía mil palabras en una sola frase—, cuando todo ese pueblo, completo, apretándose en las calles y en la plaza, recordó sus ocho años de muertos y lucha desigual con pistoleros y policías, con los caciques, el gobierno del estado y el nacional.
Esa altivez, esa seriedad raigal, ese arrojo también me provocaron cierto escalofrío, cierto miedo. Gritos aleccionadores de 10 mil bocas. Mujeres airadas agitando sus banderas, aventando pétalos, gritando mueras, aplaudiendo discursos que subían y subían de tono. Casi eché de menos los balazos.
Es prudente temerle a Juárez, pero más a quienes no le tienen miedo a Juárez, pensé conmovido y alarmado.
Gente brava, pero que afortunadamente no se dejaba obsesionar por su bravura. Había anochecido. Se disolvió el mitin para repoblar jubilosamente las cervecerías, los únicos pero innumerables puntos luminosos en esa ciudad sin alumbrado público. Los juchitecos festejaban por todos lados, con música y risas, su gran acto de reto político al PRI, al gobierno federal y estatal. Su falta de miedo a Benito Pablo Juárez.
Por desgracia, los veinte o treinta periodistas no pudimos sumarnos a la borrachera general: formábamos cola frente al único teléfono que el PSUM-COCEI había tenido a bien ofrecernos. Transmitíamos nuestras crónicas y reportajes, otra vez, a las diez, once, ¡doce! de la noche.
En la madrugada abordamos El Machete I rumbo a Chiapas. Yo iba pensando en las locas de Juchitán; con la oportunidad de la populosa y larga borrachera, seguramente ese día habían hecho su agosto.


ENTREVISTA TRUCADAS
Nous tromper dans nos entreprises
C’est à quoi nous sommes sujets.
Le matin, je fais des projets
Et le long du jour des sotisses.
VOLTAIRE
1.- SOBRE POEMAS Y ELEGÍAS
GABRIEL JIMÉNEZ: —Acaba de publicarse, en la Editorial Cal y Arena, tu libro Poemas y elegías; parece una edición de tus poemas completos...
JJB: —En cierta manera, lo es: un centenar de textos. He excluido, sin embargo, unos doscientos poemas publicados en revistas y suplementos. Deseché todos los que me disgustaban claramente y desde hace tiempo, pero incluí aquellos sobre los que todavía tengo dudas o esperanzas, que son muchos. Les di (les dio la editorial) otra oportunidad... Uno no es siempre el mejor crítico de los escritos propios, pero me atrevería a destacar, tal vez, las elegías quinta, sexta, séptima y novena; dos poemas homoeróticos, “Muchacho mar” y “Oleaje de muchachos”; las canciones sobre Auden, Gide, Pound y Pavese; y tres juegos humorísticos: las “Liras” son un ejercicio gongorino sobre el mambo; “La siesta en el parque” ofrece una pequeña rabieta ecológica; y el “Rimado matutino” habla de escenas mañaneras capitalinas: una “égloga viaductal”, como dijo algún poeta...
—Además de una especie de pórtico, donde su alude a W. H. Auden, hay dos secciones orgánicas, “Elegías” y “Garañón de la luna”; y otra más bien miscelánea, “La siesta en el parque”...
—Son mis principales libros de poemas, algo revisados, pero fundamentalmente fieles a sus primeras versiones. Creo en la corrección (de algunos errores parciales, de ciertas torpezas específicas), pero no tanto en la reescritura general de textos viejos. Sospecho que hay más riesgo de terminarlos de arruinar, por un prurito de corrección, que oportunidad de mejorarlos. Garañón de la luna fue un librito sobre la luna, sólo eso, de mediados de los años noventa. Tal vez se considere el más ortodoxamente literario. Por esos años revisé la poesía surrealista francesa, la de la Generación del 27, la de los Contemporáneos... Viñetas de sueño, algo eróticas, algo pesadillescas...
—Hay diez “elegías”...
—Escribí la primera en 1977 ó 1978, cuando vivía por San Ángel, aunque ciertos antecedentes, como “Nocturno constante” o “El juez pretende disuadir a los divorciantes” son de 1970 ó 1971, cuando vivía por Iztacalco. Por entonces pensaba que la sensibilidad homosexual no se expresaba propiamente en la poesía mexicana contemporánea: se abundaba en el feísmo melodramático, o en la autocomplacencia pornográfica. Algo de ello dije, por la misma época, en Ojos que da pánico soñar. Nadie recuerda ya a esos autoproclamados “poetas gay” de los setentas: autores y textos presuntuosos, estridentes... Yo sentía cierta nostalgia por los temas homosexuales tan espléndidamente tratados en “nocturnos” o “elegías” por Villaurrutia, Novo, Pellicer, Cernuda, Ballagas, Auden, Jaime Gil de Biedma... incluso Barba Jacob.
—¿De qué se lamentan las “Elegías?
—No existía el sida por entonces, o no lo sabíamos, claro. Lo que había por esos años que lamentar en las “Elegías” era más bien lo tradicional, lo de siempre: el aislamiento social y sentimental del gay; la ciudad enemiga, la policía brutal; la propia experiencia del gay como cazador solitario de erotismos y sentimientos en la selva de una sociedad hostil, donde brillaban, clandestinos, sus ojos acechantes... Y sobre todo su extrema dificultad para satisfacer tanto los anhelos eróticos como los sentimentales, que en esa soltería radical del gay suelen ir separados, hasta opuestos... Pensé en escribir cada año, especialmente por diciembre, una elegía, a la manera del Novo que se ocupaba en escribir un soneto cada fin de año... Pero no me tardé diez años, sino quince en componer la serie de las diez elegías... La décima es una alusión a Paul Goodman, el entrañable gurú de Growing Up Absurd. Traté de imitar en algo el estilo de algunos pasajes líricos de su novela Empire City... En fin: Sentí que era un gran proyecto, que las “Elegías” serían “mi” libro; que todo lo demás resultaría a su lado un mero ejercicio profesional, chamba crítica o periodística. Parece que no fue así. Incluso a mis amigos más cercanos les gustan más otros de mis libros. Pero sin las “Elegías” no habría esos otros libros. Las “Elegías” fueron el mayor anzuelo. Caí en la escritura por el anzuelo de la poesía; y en la poesía, especialmente por el anzuelo de las “Elegías”...
—Acaso suenen demasiado depresivas, lamentables...
—Durante los años que las escribí yo era relativamente feliz. Lo tenía casi todo: juventud, salud, libertad, autosuficiencia económica, éxito y entusiasmo profesionales, y hasta algunos logros sentimentales y eróticos. Y muchos amigos... En realidad, desde una consideración autobiográfica, acepto que, de plano, me quejé demasiado... Que era bastante feliz y no me daba cuenta, fascinado por los prestigios culturales y políticos de las Tinieblas del Alma. Parecía casi vulgar ser feliz en aquellos tiempos: uno deseaba andar bien atormentado... Curiosamente, después, en épocas más grises, he escrito textos menos melancólicos. Escritura y vida no siempre se corresponden con exactitud... Pero, en fin: se trataba de los inconformistas, iracundos, irreconciliables años setenta: “el espíritu del tiempo”. Y la crónica de las noches sentimentales del D. F. te conducía sin misericordia a ese estilo desvelado, lamentable. Me hubiera gustado escribir esos poemas con mayor humor, con alguna alegría. No pude (y no voy a trucarlos ahora con ulteriores contrapuntos deliberados). Auden y Pellicer lo hicieron asombrosamente. Prevaleció en mí, sin embargo, la tradición elegíaca de Barba Jacob, Villaurrutia, Novo, Cernuda, Ballagas... Desde luego, no aspiro a compararme con ellos, pero sí a continuar su tradición. Pellicer aprobaba mi manera de hacer versos, a final de cuentas muy cercana a Contemporáneos; pero no que fueran “tan delgados, tan tristones... ‘¡Hágame usted el favor de dejar en paz a Xavier!’”, me exigió alguna vez, a propósito de los “Poemas del agua”, en su casa de Las Lomas.
—¿Y “La siesta en el parque”?
—Son los poemas más antiguos, de los primeros años setenta. Algunos me siguen divirtiendo. Los escribí como reacción al excesivo simbolismo o surrealismo que predominaba en la poesía mexicana: más de lo mismo después de tantas décadas. No me gustaba ser vidente. No me gustaban las odas a la Sibila. No me gustaba “manar toda la noche profecías”... Encontré que algunos poetas hacían “poesía ligera” (el término “ligera” no se refiere a los cigarros con escasa nicotina ni a la Coca Cola sin calorías, como se ha creído muchos años después: simplemente aludió, en mi librito Poesía ligera, de 1976, a una antología de Auden: The Oxford Book of Light Verse: limericks, crónicas, chismes, canciones, farsas...) Me gustaban los poetas que jugaban y echaban relajo en los poemas: Tablada, Huidobro, Gerardo Diego, Drummond de Andrade, Vinicius de Moraes, Alberti, Lorca, Pellicer, Novo, Brecht, nuevamente Auden; Nicolás Guillén, Ernesto Cardenal, Efraín Huerta, Gil de Biedma, Zaid, Pacheco... Por aquellos años casi me sabía de memoria Práctica mortal, de Zaid, No me preguntes cómo pasa el tiempo, de Pacheco, y sobre todo Las personas del verbo, de Jaime Gil de Biedma.
—¿Qué recepción has tenido como poeta?
—Fuera del Premio Diana Moreno Toscano 1972 (discernido en mi favor en 1973, con cierta rabieta de Octavio Paz, a quien no le quedó mayor remedio que sumarse al dictamen propuesto por la familia que daba el premio, y de la que soy muy amigo), y de algunos premios y menciones en la revista universitaria Punto de Partida, recuerdo haber disfrutado de variada música de viento... Esos poemas lograron molestar en sus buenos años: “¡Esto no es poesía!”, exclamaban indignados ciertos “poetas”, quienes por cierto desconocían y/o despreciaban a aquellos autores, pero se creían dueños del concepto esencial, la visión única o la intuición plena de toda la poesía... Y suponían que todo poema debía tener un tono engolado, un lenguaje de joyería, un aparador de metáforas apantallantes, y sobre todo un idealismo “visionario”: El servilismo a la tradición de Paz... Suponían que la obligación del poeta, ahora sin metro ni rima, consistía exclusivamente en crear imágenes estetizantes, dizque rarísimas, a la manera de Montes de Oca, Segovia o Aridjis... que entonces eran dogma y arquetipo y ahora son, bueno: simplemente Montes de Oca, Segovia y Aridjis. O refreír y refreír tumultuariamente —”¡Fuenteovejuna: todos a una!”— a Paz, a Lezama Lima, a Saint-John Perse, a algunos beatniks o a los posteriores “poetas de Nueva York”. Bueno: se puede hacer poesía de todo. Todo puede ser poesía... Claro que de ahí a lograr esa auténtica ligereza en poesía, esa cotidianeidad, ese humor, esas viñetas epigramáticas, como las que aparecen en los autores citados, o en Cavafis; o bien esas fábulas o escenas cotidianas, blancas, desnudas o moderadas en su retórica (como ciertos textos de Pacheco), hay un buen trecho... Uno hace sólo lo que puede, y no todo lo que ambiciona. Por lo demás, en la juventud se ambicionan demasiadas cosas, que luego se revelan del todo imposibles, como imitar a Villaurrutia, a Pellicer o a Auden. O volver a medir y a rimar, aventura en la que de plano no obtuve mayores resultados... Sin embargo, logré publicar muchísimos poemas en suplementos y revistas importantes: Punto de Partida, Revista de la Universidad, Nexos, los suplementos de Siempre!, Unomásuno, La Jornada, El Nacional, La Crónica de Hoy, en Etcétera (incluso en el Plural de Paz). Eugenia Revueltas, Elena Jordana, Huberto Batis, Ilya de Gortari y Bernardo Ruiz publicaron varios de mis poemarios en las colecciones que editaban; otros los financié yo mismo o en coperacha con los amigos. Algunos de mis poemas se han colado en dos o tres antologías, incluyendo (para mi sorpresa) la de Evodio Escalante. De modo que, a pesar de todo, no me ha ido tan mal.
—¿Les fue mejor a tus contemporáneos?
—Tal vez sólo dos o tres de quienes ya publicábamos poesía en 1970 hayan logrado a la larga mayor (o mejor) atención. En la canibalesca poesía mexicana lograr algún brillo en algún momento es casi anuncio de muerte literaria inmediata, y hasta de linchamiento publicitario por parte del gremio, que suele hacer efímeros “consensos” de montoneros en favor o en contra... A Jaime Reyes, a Ricardo Castillo, a Silvia Tomasa Rivera, por ejemplo, se les hizo pagar hasta con insultos inconcebibles ciertos tempraneros veranillos de la fama. Sus envidiosos los degradaron, varias veces, a “los peores poetas de México”, para no recordar insidias más innobles y personalizadas... David Huerta se ha defendido mejor: como nadie entiende su Incurable, exige mucha imaginación atacarlo; y las puyas no van más allá de señalar que lo verdaderamente “incurable” no era su poesía, sino sus crudas, allá en los buenos años del vino, que me tocó compartir. O se dice que es buen poeta... ¡a pesar! de Incurable... También Alberto Blanco les pone difíciles las cosas a los malquerientes: algunos de sus poemas son todo un reto criptográfico: misticismo, ADN, I Ching, sabidurías aleatorias... Evodio comparte conmigo la maldición de ser al mismo tiempo crítico y poeta, de modo que queda mal al mismo tiempo con los poetas y con los críticos; por lo demás, sus furias y boutades derridianas le ayudan poco... Eduardo Hurtado, quien me dedicó su primer libro de poemas allá por 1970, ha ingresado recientemente a las filas de la crítica, y con esa nueva profesión proporciona armas adicionales a quienes no lo aceptan de buen grado como poeta... Isabel Quiñones, Kyra Galván, Luis Miguel Aguilar y Roberto Diego Ortega se dedican a escribir su poesía con total indiferencia de los chismes y cabildeos del medio. Esa independencia es el mejor camino... Coral Bracho también, creo, protege con una buena distancia con respecto a la Culturiux, la musicalidad tan delicada (“molecularizada”, “textural”, “antilogocentrista”: Evodio dixit) de sus textos... En fin: recuerdo a unos cuantos poetas que empezamos a publicar por la misma época: primer lustro de los setentas. Luego vino otra generación más codiciosa de la aceptación del gremio —premios, recitales, congresos—, y parece que en ellos se va repitiendo la misma historia: algún enigmático y tempranero veranillo en reseñas de suplementos, algún premio, generalmente circunscritos a su primer libro; y luego rara vez se les toma en serio individualmente, sino como muchedumbre o asamblea... Ni lectores, ni venta, ni crítica: puro censo. Los dos mil poetas “jóvenes” (“jóvenes” de hasta 50 años) de México en febrero del año 2000, son: ¡y se lanza la listota alarmante, como padrón electoral, en orden alfabético!... Jaime López llama a esa censomanía “el pluralismo diluyente”: se inventan 2000 poetas, o 2000 compositores de canciones, para diluir la importancia de los tres o cuatro que de veras valen la pena... ¿Cuántas veces has escuchado comentar, con conocimiento, la poesía personal de Jorge Aguilar Mora, de Héctor Manjarrez, de Paloma Villegas...? A Efraín Bartolomé y a José Luis Rivas nunca les quitan el sambenito del regionalismo, de los edenes naturales, como a mí lo de gay y lo “cronista”; van y vienen calideces y enfriamientos con respecto a Jorge Esquinca, a Benjamín Rocha, a Francisco Hinojosa, a Rafael Torres Sánchez, a Fabio Morábito, a Arturo Trejo, a Vicente Quirarte... Y sin embargo estamos hablando de poetas que ya tienen una obra considerable, veintitantos años de labor.
—¿A qué responde tal situación?
—Se ve misterioso, hasta histérico, el encarnecimiento de envidias y ninguneos entre poetas, mucho mayor que en otros géneros artísticos; acaso se deba a que tanto los poetas de mi generación como los más jóvenes, le hemos importado poco al público: las ventas resultan escasísimas, cuando no nulas. (La mayoría de las ediciones gubernamentales o universitarias de poesía jamás salen de la bodega.) De modo que no hay más público para nuestros poemas que los propios colegas: lectores terribles, competidores a sol y a sombra, a quienes parece que el mérito ajeno, así sea modesto, es un pedazo de pan que se les arranca de la boca. A ratos se refugian en comités de elogios mutuos. Pero esos comités apapachadores duran poco y dan lugar a nidos de alacranes caníbales. No hay peor enemigo de un poeta que un examigo poeta, que otro exmiembro de la misma Banda de Elogios Mutuos. Acaso lo mejor para un poeta de hoy en día es que el gremio lo ignore por completo, que no se dedique a fastidiarlo... Hace algunos años quisieron fastidiar hasta a José Emilio Pacheco. ¡Que dizque no sabía hacer versos! Puede gustar menos o más su visión del mundo, pero nadie con un mínimo sentido del ridículo puede acusar a Pacheco, el versificador vivo más hábil del país, ¡de no saber hacer versos! Si él “no sabe” componer poemas, ¿qué decir de todo el vasto resto de bardos mexicanos? Pura canalla de poetas. Puro ocio de cotilleos, de mentideros... Se requiere, en fin, de considerable modestia y de buenos nervios para escribir poemas durante toda la vida, independientemente de la calidad de cada cual: sólo te enfrentas, una y otra vez, en lugar de lectores, a la rebatinga patibularia de prestigios en la grilla gremial. “Puros calvos que se pelean por un peine”, diría Borges. El impasse de nuestra poesía actual es este enrarecido alejamiento del público, esta banalidad de quedar completamente a merced de los humores y las pasiones de los propios compañeros de oficio, siempre díscolos. No ha muerto la nueva poesía mexicana, pero anda como embodegada en censos multitudinarios. Y cada cual sueña ganar póstumamente sus batallas líricas dentro de cien años... No es buen negocio apostarle a la poesía en estos tiempos.
—Se te acusa de hacer prosa en tu poesía...
—Y poesía en mi prosa... Efectivamente: es el riesgo del verso libre y de la prosa con pretensiones artísticas. Se liman los límites... Pero también encuentro cierta intolerancia de los poetas visionudos hacia la razón. Sólo saben leer y escribir poemas irracionales, o “arracionales”, “antilogocentristas”, como dirían esos bárbaros... Imágenes e imágenes, producidas en forma automática, sonámbula, apenas unidas entre sí como con el hilo de un collar. La metáfora por la metáfora misma, en el mejor de los casos; en los más, puros grafismos... Yo pretendo que el poema aspire a cierta unidad integral, racional (¡”el logocentrismo”!): sí, como prosa. No me ofende que se considere a mis poemas como artículos en renglones más cortos que los de mi prosa. Me gustan incluso los poemas con argumento, y hasta con un cuento, una trama: su principio, su desarrollo, su fin... Mi práctica podrá ser deficiente, pero es sana la teoría: por ejemplo, la poesía racional, discursiva, incluso narrativa de Borges. Todas las “locuras” de Prévert hacen sentido. Y las de Gil de Biedma.
—¿Crónicas en verso?
—Poemas dramáticos, con personaje: monólogos, diálogos, episodios, viñetas con mayor intimidad que la que suele permitirte la crónica en prosa. Más “románticos”, si se quiere... Hablo un poco del desengaño de las generaciones que querían “cambiar el mundo, transformar la vida” en la “Canción de W. H. Auden”. De la desolación erótica durante ciertas noches capitalinas, en “Elegía de San Ángel”. De algún desastre sentimental, en la elegía quinta. De algunas exaltaciones oníricas, eróticas o sentimentales en “Besar la luna”, “Sebastián”, “Garañón de la luna”, “Ciega luna”, “Cristal de luna”, “Arde un ángel”. De ciertos terrores nerviosos y hasta, je, algo metafísicos, en “Verano del 91”, “Catedrales sumergidas”, “Ojos como gajos”, “Fogata en verde”.
—Insisto: ¿La poesía como otra manera de la crónica?
—No llego muchas veces a ser tan radical. Me habría gustado intentar más la poesía de circunstancias. Todavía hay tiempo: no tengo idea de qué poemas vaya a escribir en los próximos años. Voltaire y Goethe decían que todo poema era “poesía de circunstancias”. Pero se necesitan muchos recursos difíciles, ahora que no hay la coartada del metro y la rima, para rescatar en un texto breve, con renglones o versos meramente cortos, sin mayor música, situaciones o episodios más o menos banales... Lo que nunca me he creído es el idealismo, la videncia, el soy-pero-no-soy, el muero-porque-no-muero, el veo-lo-invisible. Eso es pura esoteria, charlatanería de intérpretes del tarot. Nada de Melusina en mis poemas: “Sibilas, absténganse”. Poesía al nivel de la banqueta, del bar, del condominio, de la charla o, cuando mucho, de los sueños... aunque también en estos sitios algo resuene de los misterios mentales y carnales... Ni el idealismo ni la videncia son actitudes que me guste asumir cuando escribo; tampoco me gustan demasiado en los autores que leo. No todos los poetas “visionarios” logran verdaderas visiones, nomás hacen puras visiones: hay como dos mil poetas visionudos en México.
—¿Puede un crítico escribir poesía?
—Puede. Por lo demás todo mundo es crítico. Hay quienes publican sus opiniones, y quienes, más astutos, se limitan a telefonearlas... Ésa es toda la diferencia. A lo que nunca debe aspirar un crítico público es a la simpatía ni a la benevolencia de los colegas a quienes ha expuesto públicamente como ramplones o farsantes. Los colegas te devuelven los mismos cargos, acaso con la misma justicia (o injusticia)... Folklore literario.
—¿Qué importancia le atribuyes a tu poesía?
—Escasa: cuenta con pocos lectores. Sin embargo, por ella ando en este camino de las letras. Sin poesía no me imagino dedicándome a la escritura, para nada. Sin un juego de palabras, sin un regodeo verbal, no me creo ni siquiera uno de mis textos políticos. Y un juego de palabras, un regodeo verbal, ya es poesía... Pero si al lector le interesa más alguno de mis relatos, de mis artículos o de mis crónicas, pues ¡santo y muy bueno! También se agradece. Y mucho. Ya es algo tocar la “otra orilla” del lector con cualquier texto... Si es que se llega de veras a esa “otra orilla”, cosa que no les ocurre a todos los autores, ni a lo largo de tanto tiempo continuo: treinta años, como el período que cubren Poemas y elegías, y que es el de toda mi vida adulta; el de todos mis otros libros... Sucede que algunos de los no-poetas o anti-poetas de entonces hemos perseverado, pero la gran mayoría de los visionarios preciosistas, los visionudos, en cambio, simplemente se han mudado —enmudecidos— a los medianos puestos burocráticos. Desde ahí hacen abundante crítica oficial u oficiosa, pero telefónica (ahora celular), y poca poesía visionuda, que se les va agotando con la edad. Ya es un exceso dárselas de vidente o de “pararrayos celeste” a los veinte años, ¡pero a los cincuenta...!
—¿Quieres añadir algo?
—Sí: no vayas a decirles a tus lectores que Poemas y elegías son una variante en verso libre de Función de medianoche, ¡se lo pueden creer!

2.- SOBRE LAS ROSAS ERAN DE OTRO MODO
—Has publicado un libro cuentos. Seguramente el lector común no se esperaba un libro de cuentos tuyos: se te ve más como ensayista o cronista...
—Ese es un prejuicio de los periodistas y los académicos. Yo escribo de todo. La gran mayoría, por encima del 80 por ciento de los escritores mexicanos modernos han cultivado varios o todos los géneros. Y los europeos también. Creo que es un prejuicio norteamericano el autor “especializado” en un solo género. Rulfo escribió artículos, poemas, guiones de cine, cuentos, novelas. Gorostiza escribió ensayos de crítica literaria y de teatro. Voltaire, Hugo, Gide escribieron de todo. Lo mismo Reyes, Borges, Cortázar, Paz... Los géneros literarios no existen: son membretes, convenciones que se usan para clasificar las obras. Existe la escritura. Cuando yo asistía al taller literario de Juan José Arreola en la Casa del Lago, a mediados de los años sesenta, se hablaba de “textos”, no de poemas, ensayos, dramas, comedias, artículos, notas, libretos, etcétera. Sólo textos.
—¿Y en qué tipo de textos te sientes más cómodo?
—En los artículos, desde luego. Para eso se inventaron. Son el género más fácil. Hago crónicas como enchiladas: en una hora, hora y media, ya está una crónica de tres o cuatro cuartillas. En cambio, un ensayito sobre Paul Valéry, por breve y didáctico que sea, me puede llevar semanas. Los cuentos y poemas pueden concebirse en unos cuantos días, o en unas cuantas horas: pero a veces exigen meses o años de composición y reescritura. Las novelas y los ensayos largos a veces exigen lustros.
—¿Qué es lo más difícil de un cuento?
—El tono, que a veces coincide con el punto de vista. No tanto la anécdota. Ya se sabe que no hay más de 36 situaciones dramáticas en toda la literatura universal. Pondrían enlistarse miles de cuentos sobre adulterios o asesinatos o amores imposibles. El tono: la atmósfera emotiva e intelectual. Y quién narra, o desde quién se narra esa anécdota. Por eso muy pocos escritores pueden escribir muchos cuentos buenos (salvo Maupassant o Chejov). Aunque no es difícil concebir varios cientos de anécdotas, resulta imposible dotar a cada una de ellas de un tono y una perspectiva peculiares. Si los escribes todos con el mismo tono y el mismo punto de vista estás repitiendo siempre el mismo cuento, aunque varíes mucho las anécdotas. Yo siento que tengo un cuento cuando tengo con claridad en la mente la voz que narra (en “Las rosas eran de otro modo” la viejita irónica y un tanto cascarrabias, por ejemplo) y el tono (en ese mismo cuento: sentencioso, irónico, algo deprimido pero no sentimental, no melodramático: la sabiduría de una vejez bien llevada, digamos).
—Pero no has escrito muchos cuentos...
—He publicado unos treinta. Algunos de mis primeros textos adolescentes fueron cuentos y tuvieron la suerte de que los corrigiera Arreola en su taller, como “Metamorfosis” y “La búsqueda”, que ganaron varios premios en los años sesenta, y casi todos los textos narrativo-poéticos, de “varia invención”, de mi primer libro: Otra vez la playa. Pero en efecto, dejé de escribir cuentos muchos años. En parte por falta de estímulo: nadie los publicaba. Como en los periódicos y revistas rechazaban los cuentos, había que publicarlos sólo en libro: no escribir un cuento, sino una suite de cuentos con cierta unidad de tema y estilo, para un volumen unitario. Y eso ya casi era una novela. Me puse a escribir muchas novelas, de las que logré terminar y publicar cinco. Pero publiqué muchos cuentos en revistas estudiantiles, sobre todo de la UNAM; y cinco cuentos acompañan mi noveleta El castigador (ERA, 1995). En todos mis libros de crónicas, por otro lado, he incluido cuentos: relatos imaginarios. Los contrabandeo como crónicas para facilitar su publicación y su lectura. Tanto los editores como los lectores desprecian los cuentos y aprecian excesivamente las crónicas. Si el mismo texto, digamos “El estanquillo” o “La bondad del Hombre Lobo”, lo presentas como cuento, nadie lo lee ni lo quiere publicar; si lo presentas como crónica, hasta te lo aplauden. Eso me ha ocurrido muchas veces.
— “El juramentado” parece un ajuste de cuentas con la generación que te precedió...
—Sí, la tomo un poco en broma; pero traslado a una generación inmediatamente anterior un futuro que veo próximo para la mía. Ese cuento trata de unos muchachos bohemios que llegan a los sesenta años de edad; lo escribí cuando cumplí cincuenta. Hay sobre todo una especie de sátira contra toda juventud, contra sus locas esperanzas y fatuidades, y claro, una cierta melancolía de que nos haya abandonado.
—“Recuerdo de Veracruz” es un retrato un tanto cruel de los homosexuales...
—En casi todo lo que hago priva la vena satírica. No necesariamente la escogí, aunque me agrada: siempre he sido así. No me veo escribiendo relatos líricos o sentimentales de los gays. Cuando apareció mi novela Mátame y verás me acusaron de homofóbico, como si un homosexual tuviese prohibido hacer bromas de los homosexuales y debiese concentrar sus sarcasmos contra los heterosexuales. Pero eso es una superstición. Hay que ver cómo hablamos los gays unos de otros en los bares, o por teléfono. Aristófanes sirve para todo, especialmente para la burla de lo más cercano: del propio gremio, del propio grupo, del propio ghetto. También se me acusó de ver muy cruelmente el amor homosexual en Las púberes canéforas... Decididamente no seré yo quien escriba unas églogas gays, aunque lo he intentado en poesía. Quiero recordarte, sin embargo, que Verlaine, Wilde, Proust, Gide, Novo escribieron también “textos crueles” sobre el carácter gay. La función de un escritor, por lo demás, no consiste necesariamente en hacerles propaganda azucarada a las propias simpatías y afinidades. Por lo demás, quise hablar sobre todo de la soledad espantosa de muchos gays urbanos de mediana edad. Eso es un hecho. Las películas y los relatos bonitos suelen centrarse en los amores adolescentes, cuando todo es Romeo y Julieta; pero como dijo Bette Davies, “old age isn’t good for sissies”.
—Buena parte de los cuentos de Las rosas eran de otro modo ocurren en provincia...
—La literatura mexicana suele olvidar la provincia. Fuera de México todo es Cuautitlán. Pero yo me crié en Hidalgo, en Puebla, en Tlaxcala, y he viajado por todo el centro y el sur del país. Incluso partes del norte: Tijuana, La Paz, Mexicali, Monterrey, Culiacán... En cuestión de provincia, sin embargo, me quedo con el centro: Estado de México, Puebla, Veracruz... Recuerdo una provincia atroz, productora de emigrantes, donde conseguir el empleo más modesto y peor remunerado es casi una hazaña, donde la prepotencia de caciques, curas y potentados no conoce límites... Una provincia abandonada, insegura, inculta, en ruinas. Escribí muchas crónicas sobre provincia cuando fui reportero digamos honorario (es decir, muy dizque estimado pero muy mal pagado) del Unomásuno a principios de los años ochenta. Y he visto entre gente próxima, incluso en mi propia familia, esa caída atroz de la vaga clase media en la miseria o la indigencia implacables, especialmente en el caso de las mujeres, cuando quedan huérfanas o viudas, o son abandonadas, como “La prima Trini”. Pero también hay algo de bromas y de juego literario. “El corrido de Juan Murrieta” es una nota roja potosina, pero también una variación de los cuentos de matones de Borges, de alguna de sus milongas. En “Las tripas del padre Panchito” trato de reconstruir el habla y la mentalidad de varias de mis tías ancianas de Tulancingo, entre las que me crié, y me burlo un poco de ellas. Si hay otra vida y me las encuentro, me van a agarrar a pescozones. Las perras en celo de Cuetzalan, aunque yo llamo al pueblo de otro modo para no incomodar a algunos amigos que viven ahí, aluden a un cuento poco conocido de Maupassant: durante unas vacaciones que pasé ahí con Pepe Morante, cuya casa está muy cerca de la iglesia, sufrimos toda la madrugada y todo el día el tormento de los campanazos y de los rezones y sermones a todo volumen por altavoz; me daba vueltas y vueltas en la cama, tratando de dormir entre tanto estrépito, y soñando venganzas contra el cura. Recordé el cuento de Maupassant. Pero el mío lo escribí quince años después de mi última visita a Cuetzalan. Los güeritos indígenas de los alrededores de Chipilo existen y surten el mercado de la prostitución masculina en la ciudad de México desde hace décadas. Los chichifos de ojos azules cobran más caro. Me pareció divertido endosarle el güerito de ojos azules a una sirvienta casi anciana en recuerdo de una criada que efectivamente trabajó en mi casa, con mi mamá, y que trabajaba como loca para mantener a un marido güevón veinte años más joven que ella, aunque ni siquiera tenía los ojos azules. Le regalé a mi vieja sirvienta abnegada un amante de ojos azules, casi de importación.
— “La historia clínica de Pepe García” y “Las tribulaciones de una mexicanista” acaso desentonen con el estilo sucinto, realista, de los otros...
—Acaso. La sátira es más abierta. El lío de Pepe García me ocurrió, terroríficamente: un amante de repente desapareció y dejó un recado vago, equívoco, en una clínica a la que estaba abonado. Como tenía un nombre muy común me encontré a seis o siete de sus homónimos durante las cinco o seis horas que lo anduve buscando por los hospitales de la Ciudad de México. No quise revivir mi terror, sino jugar con ese recuerdo terrorífico y llevarlo al absurdo, al kafkianismo autóctono de nuestra burocracia y de nuestra sociedad entera. Quizás me ganó un poco el juego literario, y me importó más divertirme que trazar una historia verosímil. Preferí la diversión de la proliferación de absurdos. En “Las tribulaciones de una mexicanista” reúno las quejas que he escuchado entre los estudiosos extranjeros y nacionales sobre la idolatría nacionalista de nuestra historiografía, de nuestra museografía. Concuerdo y simpatizo con no pocas de las opiniones de mi protagonista, la Julie, así como con las de doña Emma Velasco, la periodista de “Las rosas eran de otro modo”.
—¿Piensas seguir escribiendo cuentos?
—Sí, claro; de hecho, varias de las “crónicas imaginarias” de mi nuevo libro, Álbum de pesadillas mexicanas, son eso: cuentos, pero con temas o ambientes históricos.
—Suerte, Joaquín.
—Gracias, Gabriel.

3.- SOBRE LAS CRÓNICAS: FUNCIÓN DE MEDIANOCHE, CUANDO TODAS LAS CHAMACAS SE PUSIERON MEDIAS NYLON, LOS MEXICANOS SE PINTAN SOLOS, UN CHAVO BIEN HELADO, SE VISTEN NOVIAS Y ÁLBUM DE PESADILLAS MEXICANAS.
-Álbum de pesadillas mexicanas lleva como subtítulo: “crónicas reales e imaginarias”...
-Hay más juego de fantasía, de invención en este libro de crónicas que en los anteriores. Hay cuentos totalmente imaginarios, como “El pipián del arzobispo”, “Fray Cipriano en la hoguera” y “Aspectos siniestros del Nican mopohua”, aunque creo que corresponden plenamente a su momento y a su atmósfera históricos. Hay cuentos totalmente reales, incluso textuales, ofrecidos por los documentos de archivo, como “El affaire Mier y Terán”, o por los libros: “El soldado Botello” parte del libro de Bernal Díaz del Castillo y “Más razones da el pulque” de las varias obras históricas citadas. Y hay cuentos anfibios, en los que respeto los hechos históricos pero introduzco un personaje imaginario, como el soldado Jáuregui de “El oro de los trasgos”, el visitador Beaumont de “La increíble historia de la China Poblana”, el “tipógrafo de Alamán” o el espía del “Informe reservado sobre Carlos María de Bustamante”. La crónica se permite estos juegos de literatura e historia, e incluso son tradicionales en América Latina: tenemos a Riva Palacio, Ricardo Palma, González Obregón, Genaro Estrada, Artemio de Valle-Arizpe... La tercera y más abundante sección del libro está conformada por estos juegos, que casi siempre aparecieron originalmente en mi columna “La Historia por Vecina”, de la Crónica Dominical que dirigía Rafael Pérez Gay...
-Se ha calificado a las otras dos secciones de una crítica feroz del príismo...
-Todas mis crónicas son sátiras, desde las que escribía a principios de los años setenta. La sátira te permite enfatizar y colorear, demostrar la monstruosidad de ciertas situaciones políticas mediante el esperpento, el carnaval y la reducción al absurdo. Y realmente tuve que escoger muy pocas de las crónicas que escribí a fines de siglo, porque el público ya estaba cansado de las crisis y los crímenes y las catástrofes que agobiaron al país en esa época, y que además recibieron un trato abusivo por parte de los medios de comunicación. Ya nadie quería saber más de Colosio o de Salinas. Me quedé con unas quinientas páginas en el cajón. Destaqué las críticas a los episodios y personajes del PRI porque fueron más importantes que los de los otros partidos, aunque éstos no cantaron mal las rancheras. Pero la gazmoñería de ciertos políticos panistas como Fox, cuando gobernador, o Castillo Peraza, como candidato a jefe del gobierno de la ciudad, o de los perredistas Cuauhtémoc Cárdenas y Muñoz Ledo no lograron en mi pluma, por desgracia, páginas más divertidas que las dedicadas al PRI. Mi crítica a la izquierda fue muy dura porque la corrupción, el oportunismo, la necedad, la ignorancia, el pragmatismo y demás vicios que reveló nuestra golden left en cuanto estuvo cerca del poder, me dolieron más que los vicios ya conocidos y previstos del PRI y la derecha. Sin embargo, escribí libelos desaforados y seriezotes. No creí que funcionaran literariamente como sátiras en este libro. Y ahora duermen en el cajón.
-¿Qué diferencias encuentras entre el Álbum de pesadillas mexicanas, tu último libro de crónicas, y Función de medianoche, el primero?
-No he releído Función. Detesto releerme y sobre todo en crónicas y periodismo, géneros rápidos, a veces espontáneos, que te permiten exhibir demasiado crudamente tus esperanzas, emociones, ideas, prejuicios. Al paso del tiempo se vuelven casi indecorosos, tanto cuando la historia te dio la razón (yo no exageraba en ese libro: nos estaba llevando la chingada desde entonces), como cuando te contradice: las esperanzas socialistas, socialdemócratas y hasta del mero Estado Benefactor, con sus módicas dosis de justicia social, se derrumbaron en todo el mundo. Pero creo que Función es el libro de un muchacho que se pretendía escéptico y desesperado, pero que en realidad albergaba secretas esperanzas en la contracultura y el socialismo, y creía que “el progreso” nos conduciría casi por su propia inercia a un futuro mejor: ¿acaso Europa y los Estados Unidos no estaban “progresando” en niveles de bienestar, de libertad política, de tolerancia social y cultural? Función de medianoche, con todas sus lobregueces, es un librito juvenil secretamente optimista. Los posteriores ya no. Álbum es un libro de un cincuentón desengañado que trata de al menos soportar el mundo idiota con la sonrisa de Voltaire. Cuando lo escribí leí mucho a Voltaire, a Flaubert, a Ricardo Palma y a González Obregón, a Novo (siempre releo a Novo), a Borges y a Bioy Casares.
-Tu segundo libro, de 1987, fue Cuando todas las chamacas se pusieron medias nylon...
-Pero contiene textos antiguos, anteriores a 1983. Hubo problemas con la edición de ese libro, pasó por varias editoriales: tardó en publicarse. Trataba de narrar el carnaval de la modernización loca y abusiva de México durante la segunda mitad del siglo, una industrialización y una urbanización supersticiosas, ineficientes, apocalípticas, que causaron mayores miseria y desorden que los que pretendían remediar. En realidad el modernismo del PRI no trataba de remediar nada, sino de hacer buenos negocios para los modernizadores. Por eso todo se hizo a lo loco, con los resultados conocidos de monstruos urbanos miserables, grotescos, catastróficos y todo el carnaval de la economía del consumo en una sociedad lumpenizada. Es un librito muy cercano a Función de medianoche, aunque más politizado. Creo que todavía esconde cierto optimismo, cierta sonrisa dentro de su travesura de cantar a lo Juvenal o Jeremías la destrucción modernizadora de la sociedad mexicana.
-En Un chavo bien helado todo es negro...
-Así fueron esos años. Crisis económicas y políticas sin precedentes, miserabilización acelerada de la sociedad, resquebrajamiento de las instituciones políticas, cinismo y voracidad de las clases políticas y adineradas, revanchismo clerical; a esto se aúnan catástrofes inesperadas: el sida, los temblores de 1985, otros desastres naturales y muchos desastres modernos, industriales, como la explosión de instalaciones petroquímicas por corrupción, estupidez y falta de mantenimiento. En 1985 la ciudad de México parecía vivir la víspera o al día siguiente del fin del mundo. La ciudad derrumbada y la gente desolada, sin esperanzas, sin esperanzas de llegar a tener esperanzas. Creí que eso ya era el fondo del túnel, pero apenas comenzaba. Fue muy criticado su tono lóbrego y miserabilista, pero resultó menos atroz que la realidad del futuro inmediato. Yo creía exagerar, jugaba a exagerar, y no me acercaba ni con mucho a los desastres que se avecinaban.
-Quedarían un poco de lado Los mexicanos se pintan solos y Se visten novias...
-Son libros más literarios. Luché para no obsesionarme con la lobreguez que veía en el país y su futuro. Por encontrarles o inventarles aspectos simpáticos a los días negros. Me gustan esas crónicas porque en ellas hay más literatura que sociología o reportaje. Constituyeron una especie de barricada personal contra la desolación, el pesimismo, el vicio de la tristeza. A pesar de todo, “hay que intentar vivir”, como diría Paul Valéry. Pero la verdad es que por esos años le perdí gusto a la crónica y al periodismo. Ese trabajo me había dejado de entusiasmar, me deprimía, me extenuaba. Y dediqué mis esfuerzos a otras cosas: novelas, cuentos y ensayos literarios. A partir de Un chavo bien helado me encerré a leer clásicos: a leer literatura lo más posible, y a escribir y pensar sobre el México real lo menos posible. Instinto último, casi terminal, de supervivencia. Jugué a ciertas farsas, como El Castigador (1993) y Mátame y verás (1994), escribí cuentos y sobre todo muchos ensayos sobre escritores antiguos; traduje a Goethe, a Rilke, a Auden, a Isherwood, a Maupassant...
-De tus novelas hablaremos mañana.

4.- SOBRE LAS NOVELAS: LA VIDA ES LARGA Y ADEMÁS NO IMPORTA, LAS PÚBERES CANÉFORAS, CALLES COMO INCENDIOS, EL CASTIGADOR Y MÁTAME Y VERÁS...
-La vida es larga y además no importa (1979) parte de un pensamiento de Pascal, sobre la vanidad del arte. Pascal censuraba a la pintura que nos hiciera admirar cuadros que imitan seres o cosas que no admiramos.
-Valéry censura mucho ese pensamiento. Encuentra en él el jansenismo histérico de Pascal, su odio tanto a la vida como al arte. A mí me pareció ciertamente ingenioso, por su juego de paradojas. Y en efecto, las novelas, especialmente las novelas realistas, tratan de gente a la que no nos gustaría mucho conocer en persona. ¡Qué tedio convivir con la Bovary, la Karenina o la Regenta! Pero sobre todo era una burla contra mí mismo. Después de intentar unos diez años diversas novelas vanguardistas, extravagantes, que imitaban a Gide, a Genet, a Mishima, a Cortázar, a Lezama, a Faulkner, a Vargas Llosa, a Fuentes, me decidí a terminar al menos una con la estética más simple y llana posible, casi un reportaje. Mi primer obstáculo narrativo, un muro que no pude franquear durante diez años, fue la moda de la narrativa vanguardista del surrealismo, del realismo mágico y del “boom”. Un tanto irónicamente, me resigné a escribir una novelita simple. Pero quería que la presidieran tanto un título como un epígrafe irónicos, que se notara que me estaba burlando de mi propio asunto y de mi propia estética. En realidad, tuve que simplificar todo lo que había querido narrar antes, reducirlo; de hecho, esta novelita es apenas la primera parte, la que no trata mucho de homosexualidad, de un díptico sobre los mismos personajes: un escritor bisexual, una dama prefemininista y un chichifón. La segunda parte, ya menos sencillita, y más enfocada en el relato de atmósferas gay, fue Las púberes canéforas (1983).
-En Las púberes canéforas ya aparece la ciudad nocturna terrible de Función de medianoche (1981).
-Y de mis Elegías (1977-1991). Por aquellos años yo vivía mucho de noche y en la calle. No había otros espacios para los homosexuales. Se ligaba en las calles, de noche, y en algunos bares clandestinos. La ciudad ya daba mucho miedo, pero menos por la delincuencia que por la policía. Eran los años de López Portillo y su célebre jefe de policía, el general Durazo. No había sida. El mayor y más frecuente terror de los homosexuales era caer en manos de los esbirros del orden.
-En Calles como incendios (1985) cambias de rumbo...
-Volví a mis queridos vanguardismos, y no gustó al público. A mí me encantó escribirla. Me entusiasmó más que muchos otros de mis libros. Las crisis económicas y sociales de la época pintaban a la ciudad de México con colores y perfiles apocalípticos, ¿por qué no jugar a un Apocalipsis de feria? Imité un poco a Gore Vidal, en Messiah, y narré un fin del mundo lumpenísimo, en una ciudad de menesterosos, con un redentor-boxeador y una doctrina que parodiaba el estoicismo. Una locura. Me pareció tan desmesurada que jugué a un punto de vista loco: que el narrador fuera loco, un demente que se imagina reencarnación de Lope de Vega y que ve el fin del mundo como una comedia de capa y de espada. Gustó mucho a mis amigos, a quienes por cierto no les había entusiasmado Las púberes canéforas, pero el público prefirió ignorar el libro.
-Hay un gran lapso entre Calles como incendios y tu siguiente libro, El Castigador (1992).
-Se me fueron esos años escribiendo guiones para cine con Paul Leduc, los artículos y crónicas de Un chavo bien helado y Los mexicanos se pintan solos, y sobre todo la voluminosa investigación de mis libros sobre la literatura novohispana.
-El Castigador es un libro alburero...
-Una novelita picaresca cuya principal característica es el juego con el lenguaje procaz y los albures. El Castigador es el hombre más indigno concebible, el peladito que se prostituye con una mujer; no un gigoló ni un chulo, sino una especie de puto heterosexual, objeto pasivo del deseo de la Geles, quien se permite incluso timarlo, pagarle con puro viento: falsas promesas de chamba, y mientras tanto tenerlo moviéndose en la cama. Él se venga de esa mujer en la cárcel, pintándola lo más burlesca y obscenamente que puede. Lo mejor que me pasó con esa novela fue que le gustó a Jaime López y que decidió producir una obra teatro basada en sus primeros episodios, tuvimos más de treinta representaciones; calculo que, en total, ya sea en el teatro o en un bar donde la presentamos como variedad, nos vieron más de 600 personas. Cuando terminó la temporada me quedé engolosinado con esa vena satírica, y escribí con mucha rapidez Mátame y verás...
-¿Es homofóbica?
-Eso dizque lo inventó Monsiváis: categoría digna de su discernimiento, y convocó a algunas loquitas embutidas en el medio periodístico para atacarla. Es una burla desde adentro de los asuntos homosexuales, una farsa mucho menos feroz que las de Genet, por ejemplo. Imagino un heterosexual obligado a convivir con homosexuales y que narre su antipatía hacia ellos. Estaba yo harto de la cursilería de las odas de chauvinismo gay y del gayismo políticamente correcto de los “estudios de género”. También le disgustó a González de Alba. Curiosamente, en varias revistas porno, gays, de muchachos con los genitales en exhibición, aparecieron reseñas muy favorables. Los lectores gay de las revistas porno fueron menos pudibundos que los mentecatos intelectuales gay políticamente correctos. Cuando la terminé, en 1994, supe que era mi última novela. Ya era mi tercer fracaso de librería consecutivo en el género novelístico, y decidí no seguir invirtiendo tanto tiempo, paciencia y desgaste emotivo en novelas que la gente no quería leer. Si de todas maneras me iban a leer pocos, que fueran cuentos. Uno puede dedicarse dos o tres meses a un cuento y abandonarlo. La novela a veces se lleva años.
-Queda pendiente tu crítica literaria.
-La vida es larga..., Gabriel.



LOS NUEVOS BUSCADORES DEL PLACER

“¡Divina Psiquis, dulce mariposa invisible,
que desde los abismos has venido a ser todo
lo que en mi ser nervioso y en mi cuerpo sensible
forma la chispa sacra de la estatua de lodo!”
RUBÉN DARÍO
“El amor es una cosa mental”, decía Leonardo. Los más hermosos cuerpos se aburren sin esa fuerza mental: díganlo los vestidores de bailarinas(es), modelos o atletas. Los Apolos y las Afroditas vivos, amontonados, se miran con fastidio y hartazgo. ¡En cambio, ah, el estudiantillo esquelético y barroso que persigue a la ninfeta pechugona a la salida del pan!
Los placeres son asimismo una cosa mental. En la juventud de mi generación (años sesenta y setenta), el cigarrillo, el alcohol, los ligues callejeros, las ficheras y, escasamente, la mariguana —y claro: los discos, las películas y sobre todo los libros: la “era Cortázar”— nos seducían sobre todo por su fuerza utópica, por su carga de símbolo de paraísos o mundos extraños, nebulosos pero seductores. El lector no quería simplemente pasar un rato emocionante con un libro: se proponía en serio convertirse en un cronopio.
Nos decían nuestros mayores: “¡Cómo le encuentras gusto a quemar papel, a embrutecerte con ese brebaje! ¡Cómo andas besuqueando a esas momias pintarrajeadas, como muñecas de cartón, cuando rebullen cientos de cándidas chamacas de prepa!” Bueno: había esa cosa mental. Lo mismo con la música: no era lo mismo bailar una rola de los Doors (“Come on, baby, light my fire!”) en una fiesta torpemente bacanalesca en un remoto departamento destartalado que, luego, obedeciendo los pasos del atildado instructor, en una aséptica sesión de aeróbics.
El placer sexual fue todo un edén sobre la tierra, capaz de arriesgar por él hasta la terrible sífilis, desde el siglo XVIII, por esa cosa mental: el combate contra las prohibiciones puritanas y la búsqueda de las utopías románticas. Ninguna pornografía moderna alcanzará las exaltaciones sensuales de las novelas de Stendhal: la gran esposa semi o mal amada descubría su Adonis en un efebo pobretón, y éste se introducía a los goces de la gran burguesía o de la aristocracia a través de los edredones de la dama. Ahí está también medio Balzac. Las libertades y permisividades sexuales del siglo XX perdieron muchas veces, entre el fragor de sus conquistas “democráticas”, esa carga mental.
La vida es una mentira que uno se inventa, y la goza al inventársela, hasta que descubre (y más le vale que ello ocurra en la alta vejez) que todo era un cuento incontrolable, escasamente voluntario, que se iba contando a sí mismo; o que su tiempo le iba contando sobre la marcha, permitiéndole sentirse un pequeño protagonista azorado.
Esta fuerza utópica, este delirio de andarle buscando islas del tesoro a la vida urbana o suburbana; esta obsesión de vivir cada día como episodio de una gran batalla personal con grandes triunfos y conquistas en lontananza; marcan —con su ausencia brutal— el actual desencanto industrializado de las poblaciones modernas de fines del siglo XX. Unas chiches de video o de internet. Una Escala de Jacob para llegar a subgerente de relaciones públicas.
Pero el mundo resulta menos deliberado de lo que suponemos. Tal es nuestra victoria. No tenemos ni idea de qué ocurrencias locas, bobas, irracionales, peregrinas, inventen sin querer, estén ya inventando ahorita los chamacos, para iluminar su mundo. Y a lo mejor les funcionan.
Es difícil imaginar algo más aburrido que las señoronas de las novelas de Henry James, con sus vestidotes como telones de ópera y sus sombrerotes, ataviadas como “edificios públicos” (según Wilde), chismeando sin la gracia de sus degeneradas abuelas del Antiguo Régimen (todas las marquesas aforísticas y epigramáticas de Las relaciones peligrosas). Existían todavía durante la Primera Guerra Mundial. Cocteau alcanzó a cronicarlas. Y en seguida, ¡la revolución femenina!
No me refiero al odioso feminismo letrado, que siempre suena a puras páginas de Julio Jiménez Rueda o de Jaime Torres Bodet, sino al día glorioso del siglo XX, en los años veinte, cuando las chamacas tiran los corsés, miriñaques y crinolinas, y se untan vestiditos ligeros, casi peplos à la grecque, enseñando sus piernas en medias de colores, y coronando todo ello con una radical visita al peluquero, que les recortaba toda la cabellera a la Bob: quedaban bobbed, con un casquetito, listas para empuñar una raqueta de tenis o asaltar uno de los primeros Fords y chocarlo a toda la velocidad contra el primer árbol que se les enfrentara: El gran Gatsby.
Se inventaron esa gran cosa mental: las flappers. Todos los “estudios de género”, tan tipo Julio Jiménez Rueda y Jaime Torres Bodet, que opacan y abisman nuestras universidades, no representan sino la triste decadencia de ese gran título de Scott Fitzgerald: Flappers y filósofos.
El deporte fue otra gran explosión mental, devenida embutidero en estadios, a lo largo del siglo. Ángel Zárraga alcanzó a pintar, todavía en pleno edén, a los primeros (¡y a las primeras!) futbolistas. Las drogas, antes reservadas a los bohemios y carcelarios, ofrecían también (desde entonces) sus paraísos artificiales a la clase media. ¡Y la velocidad! El globo, el auto, el zepelín, el avión... estar en todas partes al mismo tiempo.
Podría verse el siglo XX como el gran tramo apocalíptico de la historia: las guerras y las bombas, la contaminación, las epidemias, las hambrunas, los pogroms y los campos de concentración, las dictaduras burocráticas, etcétera. Pero se podría asimismo escribir un libro igual de gordo sobre todas las cosas mentales que se inventaron los habitantes de este siglo para hallarle placer a esta monótona naturaleza humana que lleva milenios con puro más de lo mismo.
Lograron que no todo siempre fuera más de lo mismo. Una escena fílmica de Marlene Dietrich en los años treinta ya no era más de lo mismo, ni las primeras películas de vaqueros, ni los primeros chamacos de barrio, bien rebeldes con su chamarra roja (James Dean) o de cuero (Marlon Brando) en autos deportivos o en motos. O la pelvis de Elvis.
En una película desoladísima de arrabales ruinosos y chamacos patibularios, en blanco y negro, La ley de la calle, esa cosa mental sobresalta como un pez súbitamente colorido. Todo el tesoro de la negra vida era ese pez a colores.
Ahora se difama a la “contracultura”, religión laica inventada por puros filósofos como Aldous Huxley, Gerald Heard, Christopher Isherwood, Paul Goodman y Jean Paul Sartre. Se reduce el término a su acepción literal (con la proverbial tontera que acomete al buen narrador José Agustín cuando se mete a “ensayista”): contra-la-cultura, es decir, vandalismo snob en favor del analfabetismo soez y arrogante, de destruir ventanas ajenas, o de enmierdar y atronar vecindarios también ajenos, nomás por chingar y porque el odio (o el rencor social) contra todo y a lo pendejo suena bien chido...
La contracultura (en su floración norteamericana y europea) fue muy otra cosa: la búsqueda de ese tesoro mental, de esa inspiración mágica, que volvía súbitamente diferente lo que siempre era más de lo mismo. Cuando Huxley, Heard e Isherwood, por ejemplo, importaron (años cuarenta) a las muy bonitas quintas de Santa Mónica, en el sur de California, la sabiduría budista, querían menos un escándalo o una excentricidad snobs que una vuelta a lo sagrado del mundo, de la persona, del amor, del alimento, de los episodios cotidianos. Lo mismo con el “eros polimorfo”, el peyote, el hachís y la mezcalina.
El cristianismo se había deshilachado en sus desastres coloniales y de la Segunda Guerra Mundial. El hombre era basura. El yo era basura. ¿Cómo amar, disfrutar, descansar, anhelar desde un yo-basura a unos otros-basura (“El infierno son los otros”: Sartre); a unos coitos basura, a una música basura, a un arte basura, a unas letras basura?
Podremos hacer todos los chistes concebibles contra la pedantería desabrida de los existencialistas (aunque jamás se haya cantado algo mejor que Les feuilles mortes, letra de Prévert, en la voz de Juliette Greco), o contra los oms de los hippies, pero esas ocurrencias le ayudaron durante veinte o treinta años a mucha gente a vivir una realidad inhabitable como si fuera otra cosa. Strawberryfields forever!
Yo creo que esa cosa mental que vuelve placentero el monótono mundo —utopías, delirios, sueños, obsesiones; “Imagine”, diría de plano John Lennon— no suele resolverse en ideas geniales ni muy deliberadas. Simplemente ocurren, y prenden. El surrealismo fue una babosada (Cf. Borges), y prendió durante mucho tiempo.
El hombre tiene (a veces) esa arma secreta: reinventar a partir de cualquier cosa, a ratos hasta de verdaderas baratijas, el tedio municipal y opaco, el muro que se interpone a cada paso, el desaliento que amarga desde antes de su concepción cualquier proyecto de aventura o de ilusión.
Hay un libro de título terrorífico que me gusta mucho: Literatura comprometida, de André Gide: son sus últimos artículos de vejez. Ahí les da unas buenas nalgadas a sus queridos discípulos Albert Camus y Jean Paul Sartre. Ya dejen de hablar del suicidio como de “el único tema que importa”, les dice. Ya dejen de insistir en que todo es “absurdo”. Ya dejen de entonar minuciosas odas al asco, a la fealdad y al sinsentido del mundo. El mundo puede tener sentido, y placer, y florecimiento, si ustedes se lo inventan. Algo parecido había escrito Gide unos setenta años atrás en otra crisis finisecular: Los alimentos terrestres. (No conozco mayor antídoto contra la acedía que ése.)
Uno se cuenta el cuento de su vida. Lo quiera o no. Y cuando corre con suerte, encuentra la cosa mental que lo vuelve placentero, y hasta trascendente. Salvo épocas total y largamente apocalípticas (el largo fascismo, el largo estalinismo), la gente no puede evitar enriquecer un poco o un mucho su existencia. Volverla placentera. (Hasta en la tremenda miseria de la Nueva España, según la novela El Canillitas de Valle-Arizpe). No sé qué travesuras anden urdiendo los muchachos que por estas semanas estrenan sus vidas.
Yo soy un hombre de los sesentas y los setentas, para quien la cosa mental de aquellos años sigue reluciendo como entonces, aunque pocas veces la encuentre ya fuera de mi casa. (Gide: “Repaso una a una las ideas de mi juventud”). Pero algo, que seguramente no voy a entender ni me va a gustar, anda ajetreándose en los alrededores: el nuevo bullicio de quienes no se dejan amedrentar por los datos atrozmente documentados de la realidad, y apostarán sus vidas, al igual que tantas otras generaciones, como si cada minuto, cada ser, cada episodio de veras valieran la pena.
El placer y la importancia del mundo les son absolutamente reales. Tratarán de que esa realidad codiciable y brillante (inventada, iluminada por ellos mismos) dure décadas. Hasta llegar al momento, entre más tardío mejor, en que, como tantas otras generaciones, recuerden a Leonardo (o a Rubén Darío) y sepan que la mariposa de la vida, su fulgor tornasol, su trascendencia irisada, era tan solo esa “cosa mental”, que nos ayuda a inventarnos la espesa y municipal vida de siempre como si de veras fuese nueva, y de veras fuese otra cosa.

LA PELUQUERÍA DEL AMOR DE DIOS

La peluquería no es un buen sitio para pacifistas ni para liberales, diría Flannery O’Connor. Armados de navajas y tijeras contra sus pobres parroquianos enjabonados y enmantelados, inmovilizados sobre el sillón reclinable como en un quirófano, los barberos pontifican en torno a asuntos terribles. Frecuento la Peluquería del Amor de Dios. Ayer hablaban de doña Marta Sahagún de Fox y del feminismo.
–Que no nos salgan las feministas con la Madame Curie ésa ni con sor Juana Inés de la Cruz. Las féminas realmente existentes, realmente beligerantes en México, son sólo doña Elba Esther Gordillo, doña Rosario Robles y doña Marta Sahagún de Fox. Ellas resultan la coronación lógica del feminismo mexicano, como Stalin lo fue del comunismo soviético.
Hay un extraño placer en carcajearse cuando la navaja del peluquero nos roza el cogote.
Seguramente en los salones de belleza dirán que la coronación lógica del machismo, que los varones realmente existentes, realmente beligerantes en México fueron don Carlos Salinas, don Vicente Fox y don Orlando Magaña, el “Chacal de Tlalpan”.
Al barbero de la Peluquería del Amor de Dios lo aterran doña Elba Esther Gordillo, doña Rosario Robles y doña Marta Sahagún de Fox, porque creció en vecindades y novenarios y conoce la prepotencia de las cacicas iluminadas, sobre todo cuando invocan a Dios, la Familia y la Patria. Todas las cacicas son terribles.
Y milagrosas. Desde que Brozo dispone de un noticiero en la tele, nuestro barbero ha depurado sus gustos y ya no lee La Jornada, diario dirigido por una dama parsimoniosa, doña Carmen Lira, dedicado de tiempo completo a linchar especialmente a otras mujeres, como doña Elba Esther Gordillo.
El milagro –mucho mayor que cuantos pudieran prodigar san Juan Diego y san Judas Tadeo–, está en que hasta hace poco tiempo, y durante muchos años, precisamente en ese periódico dirigido por tal digamos égida, destacaba una fémina intelectual, editorialista de planta, contumaz y sistemática, que se firmaba precisamente doña Elba Esther Gordillo, y cuyas espesas, pedantescas y pontificales peroratas aparecían muy destacadas cada semana. Fue durante más de un lustro la intelectual orgánica de ese periódico: Elba Esther Gramscillo.
-¿Cómo ocurrió que La Jornada admitió primero, reverente, a tal enjundiosa “intelectual de izquierda”, desde luego incapaz de redactar tales digamos artículos, y luego se ha dedicado a perseguirla como a las brujas de Salem? ¿Ha dejado doña Elba Esther de privilegiar a “su” periódico de tantos años con los generosos fondos del SNTE? –Los barberos de la Peluquería del Amor de Dios evacuan preguntas muy inoportunas.
A veces, sin embargo, las cacicas se reconcilian. A principios del sexenio de Fox se perseguía en ese ya no leído diario a doña Sari Bermúdez, que porque eso de “Sari” era una cursilería inadmisible para feministas de izquierda (digamos: como si la periodista Lira se atreviera a firmarse “Carmeli”), y sólo se la voceaba como doña Sara Guadalupe Bermúdez, según rezaba su documentada credencial de electora; y se sacaban a relucir todos los días sus (desde luego inolvidables) pifias periodísticas en adulación de doña Marta Sahagún. Ahora vuelve a ser la bientratada pontífice cultural Sari Bermúdez. ¿“Carmeli” ya le tolera el “Sari”? Abracadabra: ¿Fondos del CONACULTA?
Mi peluquero tampoco comprende mucho la histeria que recorrió la ciudad a partir del asesinato de toda una familia, sirvientas y visitas (subtotal: 7 cadáveres al pastor) en Tlalpan. Siempre han ocurrido semejantes horrores, dice. Lo asombroso es que no se presenten más a menudo.
-Póngase usted a caminar durante una hora, a ver cuántos policías encuentra disponibles por la calle. O a ver cuántas patrullas están prestas a atender a un quejoso. Cualquiera podría ponerse a matar a cuanta gente quisiera, sin ton ni son, y a ver quién lo detiene. No hay que admirarse de las malas aventuras que puedan ocurrirle a uno fuera (o dentro) de casa, sino de que no le ocurran todo el tiempo, a toda hora.
Hay quien sospecha que detrás de toda noticia terrorífica se esconde una mentalidad privilegiadamente sádica, mefistofélica: los genios del mal. Pero mi peluquero sabe más: con mucha frecuencia las mayores maldades son simples productos banales de la estupidez y de la cobardía. Hanna Arendt dixit.
A veces quien mata a muchos y con escandalosa saña es que no sabe delinquir “técnicamente”, como todo un acróbata o prestidigitador del bandolerismo. Si contásemos con una buena policía no les quedaría otro recurso a los delincuentes que perfeccionar sus técnicas, y volverse Flambeau, Fantomas o Rififí, para eludir a eficaces gendarmes y sabios detectives; con la policía burda y chilapastrosa que tenemos les basta drogarse, emborracharse o envalentonarse, y agarrar un bat, un puñal o una pistola. Y ya estuvo. Se garantiza el 98 por ciento de impunidad.
El asaltante estúpido mata a batazos a todas sus víctimas amarradas, acaso amordazadas, porque no supo ni pudo asaltarlas de otro modo; y por cobardía: para que no vayan a acusarlo ni a vengarse. El final tiro de gracia es nomás una rúbrica pretenciosa para darse taco, para firmar su hazaña como todo un sicario de narcotraficantes, el oficio más codiciado por nuestro desempleo.
Todas las peluquerías me parecen enciclopédicas. Parte de la sesión pudiera dedicarse a discutir las ortodoncias, endodoncias y odontologías de doña Marta Sahagún de Fox: ¿Cómo es posible que a toda una Primera Dama le hayan empotrado una dentadura tan desproporcionada, intrusiva, abusiva y protuberante, que se resuelve en una dicción seseadora aniñada, de risa loca?
El pobre parroquiano no puede impedir que el tenaz peluquero maniobre con su intimidante navaja sobre el cogote, a la vez que pontifica de doñas, doños (que los hay) y asesinos.
-Para como vamos –vuelve a fulgurar su navaja sobre mi cogote– alguien torvo e idiota nos asesinará a todos con saña en poco tiempo. Váyase a confesar hoy mismo. Y nos asesinará “vivitos”, no le quepa a usted la menor duda. ¿O qué pretende? ¿Que nos sede con diazepam, misericordioso, antes de tundirnos a batazos?




TAXI DRIVER


Llámenla Deborah. Quién fuera ella. Su volcánico pelucón de estropajo pelirrojo, más bien colorado, no admite apelativos modestos. Ruletea un minitaxi, probablemente pirata, en las proximidades del Periférico. Simplemente adora el Periférico, que “es donde está la acción” en esta parda ciudad de tarugos y dejados, dice.
Ahí la veo triunfar con imprecaciones roncas, cascadísimas pero estruendosas, casi gargajientas, capaces de intimidar –como sus cerrones, sus salidas, sus cruzadas, sus resbaladas, sus encontronazos, sus enfrenones, sus lleguecitos, sus derrapadas- a los más curtidos cafres del volante.
Calcúlenle cualquier edad, entre los cincuenta y los doscientos años. Viene enfundada en pants cafés y sudadera verde, extra large. De su áureo y añorado oficio de cabaretera ha rescatado las zapatillas de tiritas metálicas, de las que destacan –firmes sobre los pedales- unos pulgares gordotes, con uñas pintadas de azul. Y bajo los aparatosos lentes oscuros –según el rostro que recorta el espejito retrovisor-, la pasta caliginosa de un maquillaje que restaña las arrugas más profundas y proliferadas. Carnosos labios artificiales: lirios de colágeno. Otro enfrenón. Otras retumbantes, coloridas, incandescentes injurias y mentadas que ponen en fuga desaforada a los automovilistas circunvecinos. Va despejando el espeso tráfico de las tres de la tarde en la canícula del Periférico. Las patrullas no se atreven a acercarse.
-No se preocupe, señor. Orita llegamos. ¡Muévete pendeja, como anoche! –le grita a una anoréxica profesionista pulcrísima y cara pálida, sin duda feminista, a quien no le quedó más remedio que abrirle paso con gestos de haberse topado con Satanás.
Avanzamos cien metros. La salida del Puente de la Morena está próxima. Adoro a la Big Mamma que me tocó hoy de taxista. Ella es la Patria: cascada, blindada y a prueba de espantos. Quién fuera ella. Le gusta aterrorizar, se divierte:
-¡Sólo así entienden estos tarados! –se disculpa-, no le digo que ahora ya no hay respeto. ¡Nadie respeta nada! ¡Sólo a huevo te respetan!
Me viene hablando de la incivilidad del mexicano desde Fuentes Brotantes. Ella se conoce su país, que no le cuenten babosadas. Disfrutó sus buenos años en el cabaret en épocas de su general Durazo, me dice. Entonces la gente sí sabía respetar. Había sus transas y sus muertitos y sus madrazos, igualito que ahora, insiste, pero la gente se ponía las pilas. O respetaba o respetaba. Sospecho que juega a aterrarme con su efusiva admiración por los superguaruras; imagino que por la noche llega a su casa, se desmonta del pelucón y mantiene a sus nietecitos. Inconfundible devota de san Judas Tadeo. Sin duda se despacha algún reconstituyente ilegal para ayudarse en la inhóspita jornada de trabajo. Pero se ve en total control de sí misma. El minitaxi está limpio y en aparentes buenas condiciones. Hay una bolsa de mandado con verduras debajo de la guantera.
-¡Maneja con los huevos, no con las nalgas, idiota! –un junior delata un primer impulso de contestar a la bronca, pero opta por subir precipitadamente su ventanilla, y suda por escapar entre el congestionamiento. Se tarda pero lo logra. Mi Big Mamma lo sabe: cuando los chicoteas, todos obedecen. Siempre pueden: cuestión de chicotearlos. Es difícil precisar si sonríe desde su rostro empastelado y su mueca permanente de colágeno, como del Guasón de Batman, pero seguramente sabe que así son estos pollitos: si no los pateas y carrereas, nomás no se mueven.
Deborah respeta mucho a sus pasajeros, me dice; los protege de la pendejez circundante, los amadrina. El cliente siempre tiene la razón. Ella ha conocido a todo tipo de clientes. Que no le cuenten babosadas. Para todo sirve y no se asusta de nada. En sus buenos años de cabaretera jamás permitía que a sus clientes les sirvieran cubas adulteradas (“Hasta orines les echaban, nomás por fregar”).
-¿Por dónde quiere que nos vayamos? –me había preguntado, en cuanto me subí al taxi como hipnotizado por una aparición-. En Insurgentes está haciendo puras pendejadas López Obrador. En Patriotismo está haciendo puras pendejadas López Obrador... No, por donde usted me diga. Al cliente lo que mande.
Pero sin esperar sugerencia alguna ya había entrado al Periférico, feliz en su entorno, dueña de su terreno, y claxoneaba y vociferaba a sus anchas. Decidí disfrutar el viaje y el espectáculo. Era mejor que recorrer la apocalítica ciudad en una patrulla o en un coche blindado. Todo era seguridad con Big Mamma, digo, con Deborah. Quién fuera ella. Hasta me hice de la vista gorda al descubrir de reojo que, mientras me entretenía con los claxonazos, los enfrenones, las resbaladitas, los encontronazos, las cruzadotas, los cerrones, las saliditas, los lleguecitos, las derrapadas, las mentadas y los aspavientos, el taxímetro avanzaba con una velocidad supersónica.
-¿Y nunca se mete en problemas, Deborah?
Atronó su carcajada cascadísima, casi gargajienta. Vi oscilar su estropajosa peluca colorada. Tornasolaron sus lentes oscuros. Refulgieron sobre los pedales las uñas azules de sus pulgares gordísimos.
Supe que no era tan mala solución –a tal hora, entre tal gente y tal tráfico, en el Periférico- asumirse uno mismo como el problema de los demás. Allá ellos. Yo qué, yo voy con Big Mamma. Y seguir disfrutando del viaje y del espectáculo.
Me dio una tarjeta con su teléfono. Atiende desde su celular. Es “taxista de confianza”, se definió. Acaso algo pirata. No estoy tan seguro de poder evitar utilizarla.



EL DÍA SIGUIENTE

Todas las madrugadas son terribles, especialmente las que se erizan con los vidrios rotos de la gran noche anterior. Al amanecer reaparece, arisca y estragada, la tribu de los soñadores de la noche: ¿De dónde salieron ese moretón, esa cuchillada? ¿Dónde quedaron el coche, la novia, los grandes amigos, la tarjeta de crédito, el celular? ¿Qué fue de ese mundo resplandeciente -luz y sonido, músculos dorados, sonrisas prometedoras, calurosas miradas-, y aquella súbita generosidad de un mundo donde “sí se puede”, “todo se puede”, alzada por un surtidor de proyectos ambiciosos; por la codicia prócer de pedirle más, y más, y más vida a esa hosca realidad gris que, todavía al anochecer, era un pesado muro que todo lo prohibía, una alambrada que lo negaba todo, un espeso tejido del No, del Nunca, del Nada, del Ni-lo-pienses?
El fulgor de los paraísos artificiales proviene menos de los estimulantes, de los cocteles y los elíxires en las rocas, de los humos, vapores, esencias, polvos y pastillas que invitan a atreverse a soñar más vida u otra vida, que de la rebelde vocación de esa desvelada tribu por negar el páramo urbano y asaltar una realidad que valga la pena. El sueño ha estado ahí todo el día, todas las semanas y meses y años anteriores, agitándose, golpeando contra las sienes, borboteando en los pálidos ensueños, colándose entre los resquicios de un trámite, del tedio de un atascadero del tráfico, del vago interés por un programa de tele.
Si esa mujer, si ese muchacho, si ese negocio, si ese cuerpo desgarbado y aceitunado se dieran la oportunidad de exigirle a la vida, de una buena vez y al portador, todo lo que les ha venido negando... Cuando la realidad municipal y espesa se encierra en sus hogares, brillan los anuncios de neón, se concentran en los antros o en las fiestas los nerviosos cofrades del asomo a lo imposible.
Nadie parece engañarse, sin embargo, cuando se encamina al reventón. Cuestión de soltar vapor un rato y ya, de darle gusto al cuerpo, de tomar en serio las fantasías, de extenuar al animal de rutinas del cuerpo, para que quede molido y no de lata por unos días. Pero nadie deja de soñar que entre todas las noches pudiera estar a punto de asomar la única, la deseada, la que abre las puertas y conduce a la otra orilla, al Amor o a la Aventura, o a la Experiencia Diferente, o la Amistad-de-la-buena, o a la oportunidad de dar con los salvoconductos o guías que permitan, ahora sí, “hacerla”, pero hacerla en grande: la transa o la chamba o el negocio o... O la aventura, o de perdida el desmadre. No puede ser cierta la pesadilla solar del no hay, no alcanza, hasta luego, vuelva usted mañana, ¿y a mí que me importa?, con la que la ciudad trata de sol a sol a sus ajetreados y tensos transeúntes.
La noche como rifa prodigiosa. Al menos había que participar, que asirse, jaibol en mano, a un boleto. Y todo era risas y modernidad y gente guapa, interesantísima, con amplias sonrisas de dentífrico, carcajadas emocionantes y opiniones decididas en discusiones frenéticas. De noche, en el reventón, las personas parecían diferentes, transfiguradas o monstruosas, hasta sicalípticas, pero indudablemente más reales que el desfile de magullados fantasmas resudados en el metro.

LA LEY DEL CRUDO
Eso recuerdas: ahí estás en un VIPS a las cinco de la madrugada, frente a unos tacos o un caldo picosísimos, con tu atuendo de utilería y los restos de la quincena, preguntándote: ¿Dónde quedaron el coche, la novia, los grandes amigos, la tarjeta de crédito, el celular? ¿De dónde salieron este moretón, esta cuchillada?
O en un hotel de paso, junto a un cuerpo desconocido, inoportuno, casi repugnante.
O haciendo cola en el Ministerio Público, entre la tupida turba de quejosos derribados, ajados náufragos de la noche, para presentar formal denuncia de la desaparición o de los daños de ese coche, esa novia, esos grandes amigos, esa tarjeta de crédito, ese celular.
O en tu cama hogareña, con jaqueca y los nervios de punta, sepultando la cabeza en un acceso de ansiedad en la almohada, mientras tu mujer, o tu madre, o los niños, o la sirvienta y los vecinos hacen un estrépito infernal, vulgarísimo, para vivir un maldito día rutinario y opaco más, frente al muro infranqueable que todo lo prohíbe, la espesa alambrada que lo niega todo, el denso tejido del No, del Nunca, del Nada, del Ni-lo-pienses.
Lo primero que debe hacer el crudo (o el ebrio que levemente enjuaga sus delirios en el amarillento amanecer polvoso, achocolatado) es perdonarse la vida. En la Gran Noche al menos pudo existir la travesura, la locura, el exceso. El compadre que dirige la orquesta con una botella o con un zapato. El subgerente de ventas que se atrevió o treparse a la pista, con un desdeñoso olvido de su panza, su torpeza, sus cachetotes y sus canas, y a zarandearse como comparsa dorado de una teibolera, en cuya liga o en cuya tanga dejó un flamante billete de doscientos pesos que cómo le duele ahora, al escudriñar los bolsillos para completar con morralla el importe de un consomé especial con higaditos, o de una birria callejera en pleno camellón de Insurgentes.
Hay los crudos que caminan sin rumbo, largamente, por las calles derruidas y llenas de escombros y basura, como en un amplio final de película ecocida: disolverse en el horizonte y ya, irse viendo cada vez más pequeño, luego un grumo, luego un punto, luego casi nada, finalmente nada.
En algunos parques y avenidas arboladas coinciden con las rectas personas que no se equivocan, que no confunden la vida con espejismos ni candilejas, y empiezan su día enérgicamente con carreras y jogging, sudando la camiseta, para estar perfectamente sanos y en condiciones de dar lo mejor de sí frente al block de facturas o la clientela de deudores diversos.
El crudo y el atleta se cruzan sin verse, y acaso sin confesarse –sería demasiado cruel- la consabida historia del atleta que mañana andará como crudo o del crudo que mañana, tras una feroz bronca de conciencia consigo mismo, tratará de redimirse de una vez por todas y de reincorporarse a la vida aguada –no hay otra- al menos con cierta energía, con gimnasia, jogging y camiseta resudada, según recomiendan los manuales de autoayuda.
El crudo sabe –él sabe- que le espera una larga cuesta, física y anímica. La ansiedad, la temblorina, las náuseas, la taquicardia; la depresión, la tristeza, el sentirse en el colmo de lo-absurdo-de-lo-absurdo. El demonio de los crudos es implacable. Pero al menos tiene la ventaja de ser gratuito, elegido, autoimpuesto. Ese golpe al menos no lo propinó la Rutina Idiota, sino las ganas de sacarle la vuelta, de encontrarle salida a los callejones que no la tienen y resplandores de erotismo y amooor a la Colonia Narvarte.
En consecuencia, lo segundo que debe hacer todo crudo es evitar a todo mundo, pero sobre todo a cualquier otro crudo, porque entonces sus demonios implacables se confabularían; uno se vería en el otro, multiplicado, y en aquél adivinaría, con obscena evidencia, todo lo que se oculta a sí mismo, su traje ajado, manchado, estropeado, acaso roto; el rostro envejecido, aguzado en un perfil biliar; el armatoste del cuerpo torpe, desguansado, con ganas de arrojarlo a la basura como un paraguas que nomás por ahí se reventó.
El crudo intenta entonces mimarse, hacerse chistes, y Dios sabe que no hay peor momento para el humor que una buena cruda. La voz cascada, la tos gargajienta, los escalofríos, las náuseas, los pedos. Como papá tolerante y benévolo de sí mismo se da sus cachetaditas, sus palmaditas en la espalda: “¡No manches, güey, ahora sí te portaste verdaderamente mal!” Felicidades.
Es todo un alivio ser (o hacerse el) perversón de vez en cuando, como para dejar constancia ante la Gris Realidad de que aún no lo ha atrapado del todo, de que él sigue insistiendo en arrancarle al mundo chatarra de la ciudad algún jirón maravilloso. Vivir, siquiera alguna vez, o de vez en cuando, algo que contar. Algo que valga la pena y te diga: “¡Hombre, realmente le estás sacando buen partido a tu juego!” Y a propósito de todo esto: ¿De dónde salieron ese moretón, ese rasguño, ese diente flojo, esa cuchillada, ese intenso dolor en la rodilla; cuándo demonios te llenaste de mierda los zapatos? ¿Dónde quedaron el coche, la novia, los grandes amigos, la tarjeta de crédito, el celular?

RECUENTO DE DAÑOS
Recuerdas mujeres monumentales, desnudas, de un bronceado efectivamente metálico. Traes en los bolsillos tarjetas y papelillos con algunos teléfonos bajo nombres suntuosos: Dhara, Belinda, Tiaré. Tropiezas, junto al pañuelo, con un voucher de suma faraónica. “¿Pero y dónde diablos están la tarjeta de crédito, el coche, el celular?” Seguro los dejaste en el carro de Delgadillo. Claro: tu propio coche -¡qué alivio!-, quedó en casa de Delgadillo –“¿Pero entonces dónde carajo dejé las llaves?”-, cuando ustedes dos, y Ayala y ¿cómo se llamaba el otro, que te ofreció una recomendación para Obras Públicas, “seguro, mañana mismo, infalible: cuenta con ella, hermano”?, algo así como Mendoza, y algún otro más, partieron rumbo al Ecbatana en el coche de Ayala.
Ya te enterarás que eso no fue así. Antes del Ecbatana pasaron por el Soho, el Pigalle y el Sans-Souci. Dhara, Belinda y Tiaré no se conocen, ni bailan en el mismo sitio. Fuiste coleccionándolas poco a poco. Te lo dirá Delgadillo cuando te entregue tu tarjeta de crédito –“Pendejo, la andabas tirando por todas partes, cuando abrías la cartera para enseñarles las fotos de tus hijitos a las teiboleras. Te salvé la vida una vez más, mano”.
Los milagros ocurren: El celular reaparece en el coche. Todo empieza a recobrarse, el mundo vuelve a tener sentido; esta noche no naufragaste del todo.

EL RETORNO DEL GUERRERO
Ni mencionar quieres ese moretón en la mejilla, ese rasguño en el brazo, ese diente flojo, esa como cuchillada en la mano, ese intenso dolor en la rodilla. Pero has ido a recobrar lo que aparezca de la armada invencible con que te lanzaste a conquistar la noche. Infracción al segundo mandamiento de los crudos. La esposa de Delgadillo puso una cara de asesina cuando te abrió la puerta. Él no sabía si morirse de risa o pedir a gritos una aspirina, en su ridículo piyama japonés de buen marido.
Ahora están frente a unas cervezas, para el desempance, en una cantina tempranera. Unos meseros ruquísimos los compadecen y aplauden: “¡Juventud, divino tesoro1”. Pasarán revista a todas sus victorias y conquistas.
No recuerdas a esa Lizbeth por la que, según Delgadillo, estabas casi dispuesto a lanzarte de promotor de bailarinas, conmovido hasta las lágrimas por el relato de cómo había sufrido entre chulos y gángsters durante su heroica peregrinación por una letanía suntuosa de letreros de neón a lo largo de toda la república: Copacabana, Riviera, Asteroide, Taj-Majal, Spoon River. Pero no hay que creerle a Delgadillo.
A la tercera cerveza te enterarás de que tuviste una discusión ideológica con un mesero a propósito de la liga turca de futbol, ¿o era la yugoslava? “Ya no hay Yugoslavia, pendejo”, te recrimina Delgadillo. Tú le gritaste racista e hijo de puta al mesero engreído o sabihondo, o él te lo gritó a ti.
Un crudo jamás debe creerle nada a otro crudo. Todos los crudos son mañosos y se cobran las cuentas de viejos agravios, envidias y desaires de la manera más alevosa. Todo lo exageran o inventan con gélido maquiavelismo para hacerte sentir peor. A lo mejor discutieron de películas, de punchis-punchis o de líneas aéreas.
A lo mejor no te enfrentaste a un simple mesero entrometido, sino a toda una mesa de gandayas envidiosos, que a tus espaldas les hacían guiños y les enviaban besos a Lizbeth, a Dhara, a Belinda y a Tiaré. ¿Cuál era cuál?
A lo mejor el rival y el envidioso fue el propio Delgadillo. O Mendoza -¿se llamaba Mendoza?- o Ayala.
“Vamos a hablarle a Ayala”, sugieres, con una estrategia tentativa. “Mejor ni le hables”, sugiere Delgadillo, haciéndose el memorioso, el dueño de la situación, el que sí se acuerda de todo lo que ocurrió esa noche y manipula la numerosa, especiosa información como un magnate.
Te enterarás de que tú mandaste al diablo a Ayala, o de que él te mandó al diablo a ti, o algo pasó que de repente te saliste encabronado del Ecbatana -¿o habrá sido del Taj-Majal?-, y al parecer nada tuvieron que ver en la contienda las aterradas Lizbeth, Dhara, Belinda y Tiaré, trepadas en las sillas y pidiendo auxilio a los meseros –aunque no se conocen, supones, y nunca estuvieron juntas ni en el mismo sitio-, sino la vieja cantilena de Ayala contra ti: que te sientes mucho y te pasas; o tu vieja cantinela contra Ayala: porque se siente mucho y se pasa.
Sea como fuere, ya en tu coche, con tu celular y tu tarjeta de crédito, sin más que lamentar que la suma faraónica del voucher y esa rodilla que a cada momento duele más, y cierta incomodidad en las costillas, y el rasguño y el moretón, te encaminas a tu hogar.
Ya prevés la trompa de furia de tu mujer y dos días de malos modos y monosílabos. Hacia el miércoles todo se arreglará. Y ya llegará el nuevo viernes. El sol del mediodía te fríe en vida frente a un semáforo.
Preparas tu entrada al hogar como un triunfador. La noche es una especie de deporte extremo, y después de escalar acantilados o de arrojarse en paracaídas no falta quien cojee un poco, quien tenga que llevar vendado el tobillo dos o tres días. Algo le arrancaste al mundo hostil, te convences.
“¡No manches, güey!”, te dices. Por el momento, considérate un campeón. Has librado una batalla más. Has vivido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario