sábado, 1 de diciembre de 2012

ILUSTRADOS MEXICANOS


Los ilustrados mexicanos del siglo XVIII: la búsqueda de la verdad secular, de la cultura útil y del bien común

 

(Coloquio “Movimientos sociales en la historia de México, Dirección de Estudios Históricos-INAH, del 12 al 16 de noviembre de 2012 )

 

Por José Joaquín Blanco

 

A lo largo del siglo XVIII se popularizó en la Nueva España, como en otras regiones hispánicas, el término “literato”, poco usado antes (el equivalente era “ingenio” y aludía a la invención retórica), y que en el siglo XIX se volvería peyorativo y sinónimo de “pedante inútil”, pues ya los científicos no querían ser llamados literatos, sino científicos, y los humanistas querían ser llamados poetas, dramaturgos, novelistas, ensayistas, etcétera. En realidad, la palabra literato sólo fue positiva en el siglo XVIII.

         Literato no era lo mismo que letrado, término casi sinónimo de togado y generalmente dirigido a abogados y funcionarios públicos, ni desde luego que poeta, dramaturgo, novelista, pues como es sabido la literatura artística sufrió en el siglo ilustrado su peor período en toda la historia de las lenguas hispánicas.

         Tampoco correspondía a su equivalente francés “philosophe”, que era temido en el mundo católico como sinónimo de hereje, ateo o licencioso. Resultaría un tanto exagerado emparentarlo con “científico”, pues a pesar del gran entusiasmo de la Ilustración hispánica  por las ciencias y técnicas, no alcanzó su cultivo un nivel parecido al de Francia, Inglaterra o Alemania, y mucho menos en América, salvo excepciones, pero las excepciones siempre existieron, incluso en las primeras décadas de la colonización en el XVI.

         “Literato” fue pues un término cómodo, general, vago, irrestricto, que más bien tenía que ver con un nuevo entusiasmo de aficionado por las novedades y prosperidades de la modernidad, y en el que participaron muchos tertulianos, comentaristas, sacristanes, barberos, profesores, tenderos, granjeros, comerciantes, estudiantes, abogados, médicos, militares, funcionarios y hasta curas y gobernantes.

Solían llamarse también, y tal vez sea ésta su definición más correcta, “amantes de las bellas letras”, de las letras humanas y entre éstas sobre todo las de utilidad inmediata, y ya no tanto de las religiosas a las que se seguía acatando pero a distancia; tampoco tenían que ver con las letras realmente artísticas, poéticas, “letras de ingenio” a la manera de Góngora, Quevedo o sor Juana. Ahora se querían letras sencillas y útiles, simpaticonas, bromistas, pragmáticas, dirigidas a la prosperidad y a la mejora de la comunidad, o “bien común”; letras populares y hasta populacheras que llegaran fácil y amenamente a todos con recetas, moralejas y datos de utilidad inmediata evidente: consejos morales, recetas de cocina, lecciones, apuntes sobre cultivos o máquinas, cuestiones de farmacia, comercio. Todo esto ya estaba muy cerca del periodismo, pero de un periodismo pedagógico: se buscaba educar e instruir en asuntos aparentemente nuevos, sencillos y claros.

         Se operó en la Nueva España, como en buena parte del mundo occidental, un cambio radical de código, de gusto, de intención, de intereses y de valores. Estos numerosos nuevos “literatos” producirían en castellano poca literatura siquiera comparable a la tercera fila de sus antecesores barrocos en términos artísticos, pero crearían una poderosa corriente secular, terrenal, pragmática, cívica, empresarial, moralizante que prevalece hasta nuestros días. Una persona más o menos culta de hoy en día tiene poquísimo que ver con un ingenio barroco del siglo XVII, por desgracia, pero todo con los “literatos” neoclásicos o ilustrados del XVIII. Los opinadores de la tele son calcas de los tertulianos de botica y sacristía que conocieron Veytia, Clavijero, Alzate, Ramírez, fray Servando, Hidalgo, Abad y Queipo, Bustamante, Lizardi, Lucas Alamán… En cambio, casi nadie en la edad moderna tiene mucho que ver con Sahagún, sor Juana o Sigüenza y Góngora… Lo mismo podríamos decir de sus escritos.

Tal vez los primeros signos de este cambio cultural se manifestaron desde finales del siglo XVII en los colegios de filosofía, especialmente entre los jesuitas, donde fue creciendo una enconada oposición a la anterior filosofía barroca, perdida en detalles de analogías, figuras imaginarias, profecías, y de rejuego de “autoridades” intemporales (la Biblia, los clásicos grecorromanos, los Padres de la Iglesia), que no conseguía otros resultados que imponentes discursos y sermones oratorios.

Un ejercicio: compárense dos obras de la misma autora, sor Juana: su autobiografía, clara, contundente, novedosa, encendida, con su casi incomprensible sermón teológico sobre las finezas de Cristo, el que le costaría la ruina; y se verá qué tan inútil y estorbosa se había vuelto la filosofía ya en el propio siglo XVII.

         Los filósofos jesuitas, entre ellos José Rafael Campoy, así como sus discípulos Abad, Clavijero, Alegre, Landívar, Cavo, Maneiro no impugnaban para nada la doctrina ni la ortodoxia de la filosofía escolástica, sino su estorboso, delirante aparato retórico barroco, decorativo, inútil, inabordable… Buscaban introducir en la misma filosofía ortodoxa católica los valores del nuevo código: mesura, sensatez (buen sentido, sentido común, proporción, consecuencia entre los enunciados), racionalidad, crítica sensata, revisión lógica de datos y argumentos, todo ello en un estilo más llano y sencillo, natural; lo que en gran medida, desde luego, sí terminaba transformando la doctrina y la ortodoxia milagreras y delirantes que venían usándose. Buena parte de la milagrería barroca les habría resultado ridícula enunciada en términos menos babélicos o rituales. De una barroca filosofía ritual aparatosa, hecha para el pasmo y la adoración acríticas, se transitaba ahora a una racional filosofía práctica, lógica, crítica; con las mismas verdades de siempre, que se volvían otras para los ojos conservadores, así no se tocara un solo detalle del dogma: la actitud ya secularizada, para éstos incluso arrogante, de una inteligencia crítica, era casi blasfemia. Tenían razón: el fondo es forma y la forma es fondo; simplificar y desnudar el aparato retórico implicaba dañar buena parte del propio discurso intelectual.

La reacción de los filósofos conservadores –la enorme mayoría, incluso entre jesuitas— contra estos nuevos pensadores fue brutal. Se dieron todo tipo de disputas, escándalos y castigos de claustro cuyos ecos nos llegan sólo en las biografías de los jesuitas exiliados. Se inventó una nueva herejía: la introducción de novedades. No por ser malas, sino tan solo por ser nuevas. Cualquier cosa nueva, por serlo, se volvía herética. González Casanova dedicó un libro al estudio de este “misoneísmo” o persecución oficial de las novedades culturales por el mero hecho de ser nuevas, en el siglo XVIII novohispano.

Medio siglo de tenaz, soterrada, silenciosa lucha entre filósofos jesuitas no produjo aquí mayor fruto, pues fueron expulsados de la Nueva España. En 1777 por fin se logró una victoria filosófica: el libro Elementos de filosofía moderna, todavía en latín, del padre Benito Díaz de Gamarra, quien no era jesuita sino oratoriano, pero se había formado con los jesuitas. Gamarra ya sin tapujos fustiga los vicios retóricos de la escolástica barroca, promueve el conocimiento crítico, mesurado, experimental, y se expresa con mayores contención y claridad.

Tenemos  entonces esas novedades: secularidad, bien común, mundo material, colectividad en el momento presente que busca resolver sus necesidades inmediatas o próximas; mesura, racionalidad, crítica de las fuentes, desconfianza de las autoridades o citas prestigiosas sólo por analogías o metáforas, importancia de los datos reales, comprobables, del mundo material; conocimiento experimental en cuestiones físicas o químicas; se busca la sensatez, el buen sentido o incluso el sentido común y ya no la figura metafórica o emblemática asombrosa como un retablo…

La ilustración europea, especialmente la inglesa, la francesa, la alemana, no llegaba naturalmente a los jesuitas novohispanos a través de los escandalosos herejes británicos o de los libertinos descreídos de la Enciclopedia, tan famosos. Los jesuitas tenían su propia ilustración gremial internacional: talentos menos famosos que algo tomaban de los nuevos tiempos y los adecuaban con prudencia en sus escritos, generalmente en latín. Estos ilustrados jesuitas internacionales sí llegaban a la Nueva España, y a veces hasta se atrevían a mencionar a Locke o a Voltaire. Se trataba pues de otro tipo de ilustración, que no aceptaba dañar los dogmas católicos ni la autoridad del monarca, pero sí recomendaba limpiar la metodología y la retórica en la filosofía, en las humanidades y en general en todo tipo de escritos.

Otros ilustrados católicos influyeron poderosamente no sólo a los jesuitas sino a todos los literatos hispánicos durante todo el siglo, especialmente el padre Feijoo, cuyo Teatro crítico universal, que no era sino una interminable recopilación de artículos sobre todo tipo de temas, reinó sobre toda la cultura hispánica del siglo XVIII.

Después de su auge en las décadas que siguieron a la conquista, la historiografía sufrió una política de desconfianza, de desestímulo e incluso de prohibición durante siglo y medio. La historiografía se volvió un rito: ya no un registro de lo verídico, sino el trazo de un código ritual o sacro de la divinidad, la Virgen, el demonio, las autoridades eclesiásticas. Se privilegió la evangelización, las misiones, las vidas y milagros de los misioneros, la crónica de las órdenes religiosas y de los obispados, curatos o conventos; se documentaron y exageraron los milagros y los santos locales.

         De la misma manera que en la filosofía, y con mayor suerte, este nuevo tipo de literato ilustrado, buscó generalmente en secreto, en la marginación o en el exilio, una reforma historiográfica que antepusiera los criterios de verdad, racionalidad, imparcialidad, sensatez, sentido común, lógica crítica, comprobación rigurosa de fuentes y datos, todo ello tejido en un estricto discurso metódico, a los ideales anteriores de piedad, edificación, rito, ceremonia, conmoción religiosa, ornamentación u aparato litúrgico. Recordamos sobre todo los nombres de Lorenzo Boturini, Mariano Veytia, Andrés Cavo y Francisco Xavier Clavijero.

         Una iluminación particular provino del hispano-milanés Lorenzo Boturini, quien realizó un accidentado viaje de investigación a la Nueva España en busca de fuentes y datos tanto sobre la historia prehispánica como sobre la tradición guadalupana. Boturini había aprendido de Giambattista Vico (sus Principios de una ciencia nueva aparecieron en 1725) nuevos rumbos y criterios historiográficos que trató de aplicar a México. Uno de los más afortunados fue su teoría de las tres etapas de la historia, enfocada especialmente en la grecorromana, pero que podía extenderse a otras culturas paganas. Vico distinguía una primitiva etapa de dioses, que cedía a una de héroes, ambas más o menos mitológicas, para llegar finalmente a la etapa más moderna de los reyes o caudillos. Esta teoría habría de ayudar a Clavijero a romper con los dogmas barrocos de la historia indígena como una farsa o parodia diabólica, que no admitía otra perspectiva que la conquista y la evangelización cristianas que lo borrasen todo y comenzasen desde cero, desde esa conquista y esa evangelización rumbo al regreso final de Cristo al final de los tiempos, dejando lo anterior como un infierno del diablo.

         Sin perder nada de su ortodoxia católica ni de su lealtad de súbdito español, Clavijero vio la historia de los aztecas con los ojos secularizados con que se estudiaba en la moderna Europa la historia de cualquier otro pueblo pagano, especialmente Grecia y Roma. Y encontró una nación azteca con dioses, héroes y reyes o caudillos como cualquier otra, que conformaban una civilización madura comparable a cualquiera otra nación precristiana.

Secularizó un poco pues la historia de los aztecas, la desdemonizó, aunque no dejó de reprobar los aspectos que escandalizarían a cualquier cristiano de la época. Todo ello con una fuerte crítica racional, no analógica ni ritual, con riguroso acopio y estudio crítico de todo tipo de datos y documentos concretos, muchos de ellos comprobables. Y un ideal terrenal y actual de caminar hacia la verdad sólo por el conocimiento y la razón, con total imparcialidad. Y con ello fundó la visión moderna de la historia de los aztecas, en la que ellos ya eran el sujeto de su historia, y no los combates ni los entramados de las potencias celestiales o infernales.

Además, su lógica crítica ya era plenamente ilustrada, científica, digna del debate europeo más riguroso de la época, y finalmente su idioma ya era plenamente moderno: limpio, fluido, racional, sensato en el sentido del buen sentido y del sentido común: un discurso secularizado. Incluso logra luego, como adición a su Historia antigua de México, comprometerse en unas disertaciones en defensa de los antiguos mexicanos, que echaban por tierra tanto las supersticiones culturales de la época barroca que todo lo basaban en potencias celestiales, milagros, héroes alegóricos casi divinizados y cierta negación de la plena racionalidad de los indios y su cultura, como La nuevas supersticiones ilustradas euroepas que igualmente consideraban a lo indio, lo americano, e incluso a lo español, como formas semi o subhumanas.  Escrita en el exilio, en Italia, esta historia logró el mayor monumento historiográfico, ideológico y literario de la cultura mexicana del siglo XVIII.

         A su lado, Veytia trató de introducir la investigación moderna en las antigüedades indígenas, especialmente en cómputos calendáricos, pero también interrogó con nuevos ojos los códices y monumentos, los objetos y libros antiguos que había reunido Boturini (todo un selecto museo que, en gran parte, antes había pertenecido probablemente a Ixtlixóchitl y a Sigüenza y Góngora). Con los instrumentos y con el discurso científicos de que disponía (fue un poblano criollo y acaudalado que viajó por Europa) trató de establecer un debate secular sobre un sujeto secular de una historia de este mundo fundado en fuentes ciertas, con un discurso racional de discusiones lógicas. Tuvo menos fortuna en cuanto autor que Clavijero, pero más que todos los otros historiadores de su siglo, y se distingue, incluso por encima de Clavijero, por el hecho de que tuvo ante sus ojos, al menos parcialmente, los códices, objetos y monumentos preciosos que se supone salvaron los indios sabios de Tlatelolco, quienes los heredarían a Ixtlixóchitl, de quien pasarían a manos de Sigüenza. A Boturini le fueron confiscados y aparentemente quedaron almacenados en el Palacio. Lo siguiente que sabemos, hacia la época de la intervención francesa, es que muchas de esas piezas se subastaban en París, Viena, Londres y Nueva York. Parte de las fuentes que Veytia tuvo entre sus manos forman muestra señalada de las colecciones reservadas de los mayores museos del mundo.

         Como se sabe este movimiento de literatos o “amantes de las bellas letras” o filósofos o ilustrados u hombres de ciencia: este movimiento renovador de la retórica, de los métodos, de las fuentes y de los fines del estudio cultural quedó completa y tempranamente descabezado por la expulsión de los jesuitas, sus mentores. Y entonces se produjo una gran contradicción, casi una comedia macabra, porque ante la ausencia de los jesuitas, y ante el debilitamiento y el amedrentamiento de las otras órdenes, que tal vez por miedo se volvieron mucho más conservadoras, y ante la casi total inexistencia de toda cultura fuera de los ámbitos clericales, los nuevos adalides de la nueva cultura ilustrada resultaron ser casi exclusivamente los altos burócratas borbónicos y sus ayudantes y secretarios, éstos sí muy abiertos a cualquier novedad que mejorara la minería, la agricultura o la administración pública, pero archiconservadores ante todo lo demás.

         Los escasos sabios religiosos que quedaban (frailes y curas secundones, casi clandestinos) o laicos (médicos, ingenieros, burócratas, militares, boticarios, artesanos o simplemente paisanos aficionados a comentar de vez en cuando sobre las novedades europeas) debieron contar con la cercanía, el permiso y la protección de la corte. Después de la expulsión de los jesuitas, por lo general el alto clero redobló su conservadurismo y su odio a las novedades y a todo tipo de culturalismo.  Opinaban que cualquier novedad, a pesar de las notables ventajas materiales que por ejemplo algunas máquinas ofrecían, minaba la tranquilidad de los fieles, su docilidad y su devoción, y lastimaba el orden público al secularizar la vida diaria y promover la falta de reverencia y hasta de respeto a la cultura religiosa establecida.

         Si el nuevo código de los literatos ilustrados encumbra la racionalidad y la sensatez del discurso y la claridad del estilo –a veces a grados de pedagogía machacona y pueril-, entre sus espacios de acción abandona los templos y conventos para asentarse en las tertulias seculares, las oficinas, los laboratorios, las aulas y las bibliotecas. La cultura intelectual ya casi está en la calle. Del mismo modo abandona los antiguos modos de expresión, los ritos y saraos en templos, conventos y palacios, los sermones en misa de honor, los concursos de poemas caóticos: ahora buscará expresarse en el discurso secular o cívico, en el artículo o comentario más o menos científico o técnico, en cartas, diálogos o comedietas.

Ya no se busca, como antes, sorprender y pasmar: sino educar y divertir. Los poemas difíciles ceden el paso a una versificación pueril de fabulillas o escenas más o menos cómicas que se representaban en salones o en las aulas. Aparecen como ágora de esta cultura de los literatos, las gacetas, revistas, periódicos u hojas volantes, todavía pequeños y de escasa periodicidad, pero ya antecedentes claros del periodismo moderno.

Y como un gesto de liberación del pueblo, e incluso del pueblo festivo o majadero, cunde la poesía popular callejera satírica y obscena, y cobra nuevos bríos el corrido, que ya existía en época de sor Juana, pero ahora con un tremendismo hacia lo criminal y un culto a los bandoleros bastante novedoso. Es la época de los refranes, de los catecismos laicos como una fórmula de memorizar cualquier conocimiento con el método de pregunta y respuesta breves y sentenciosas, preferentemente rimadas. Es la época de las lecciones, de las recetas y de las moralejas.

Igualmente, como signo del crecimiento de la sociedad secular si no liberada si muy agitada y alebrestada, proliferan letrillas cantables y bailables de tono festivo, satírico, obsceno e incluso sacrílego. A finales de la Colonia, en la levítica Nueva España nadie tiene peor fama ni causa mayor risa entre el pueblo que un fraile, y ya se cocina un beligerante malestar contra los gachupines. Parece que quienes peor hablaban de curas y frailes eran los propios curas y frailes, y quienes más vilipendiaban a los gachupines eran otros gachupines menos recientes. Se llamaba gachupín al español que había llegado ayer y era detestado sobre todo por los españoles que habían llegado antier.

El médico José Ignacio Bartolache, quien se ocupó de las ciencias y técnicas más variadas, generalmente desde una perspectiva autodidacta, publicó 16 números de su pequeña revista de estudios y comentarios útiles con vistas al Bien Común, o beneficio de la comunidad, llamada Mercurio Volante.

Más culto, más inteligente, éste sacerdote (aunque un cura poco clerical), José Antonio de Alzate y Ramírez, se interesaba en múltiples campos de las ciencias y las técnicas; llegó incluso a incursionar en la arqueología, con expediciones pioneras a algunas ruinas, y se atrevió a secularizar, a desdemonizar el uso de la mariguana, a la que llanamente consideró una antigua planta medicinal que, como muchos otros productos en este mundo, admitía ciertos abusos. Publicó varios periódicos pequeños, periódicos con escasa periodicidad y más escaso tiraje, especialmente sus Gacetas de literatura, que conforman uno de los principales emblemas de la ilustración dieciochesca en la Nueva España.

Es memorable que Alzate se haya tenido que enfrentar, por motivos de cultura –dimes y diretes de estudiosos-, con el caudillo cultural de su momento, el propio virrey, que era Croix, quien se creía asimismo virrey de las ciencias y de las artes, y que Alzate le haya espetado que en la “república de las letras” (por lo visto, la antigua cultura clerical ya se había vuelto un tanto republicana) no había tal virrey, sino equidad entre todos los literatos.

Antonio León y Gama, Joaquín Velázquez de León, Juan Wenceslao Barquera pertenecen a este nuevo grupo de literatos seculares y vagamente republicanos, al menos en asunto de letras, que se extiende con rapidez. Muy pronto, y a lo largo de todo el siglo XIX, todos los curas, maestros, médicos, boticarios, sargentos, tenderos, artesanos, muleros, granjeros, comerciantes se consideran a sí mismos ”literatos”, “amantes de las bellas letras”, gentes de progreso y de criterio, discutidores, y hojean y comentan periódicos donde se habla sobre todo de ciencias y técnicas, pero a partir de la Constitución de Cádiz, sobre todo de política.

El viejo ideal del literato del padre Campoy y del joven Clavijero se ha vuelto legión. El prototipo del ciudadano culto que priva incluso ahora en el siglo XXI fue el que se formó desde finales del XVII y principios del XVIII. Entre los perfiles memorables de esta tribu hay que trazar asimismo los de fray Servando, Hidalgo, Abad y Queipo, Bustamante, Lizardi, Alamán, hasta desembocar en la gran furia periodística de los liberales de la Reforma.

Tal vez el campo en que mejor se nota el contraste entre  la vieja cultura barroca y la nueva cultura ilustrada sea el de la discusión sobre temas guadalupanos. En la compilación de Ernesto de la Torre Villar, Testimonios históricos guadalupanos, encontramos los textos de toda la poca colonial, tanto aparicionistas como antiaparicionistas, sobre todo mexicanos pero con tres o cuatro ilustres españoles que participaron en el largo y encendido debate. Si los textos del siglo XVII son más estilizados, teológicos y mitológicos, y desde luego con mucho mayor valor artístico, más sermón de aparato, más poemas de ingenio delirante en los que la verdad histórica importaba poco frente a la verdad imaginaria, analógica o profética, más arrebatos emotivos, más sueños despiertos; en los textos de los “literatos” del XVIII veremos sobre todo la vocación crítica con respeto a los datos, las fuentes, los objetos, los razonamientos, las expresiones; y con los conocimientos y métodos de que por entonces podían echar mano, crítica científica y técnica sobre el material del ayate, sobre los colores, sobre las figuras, sobre las substancias, sobre las fuentes, las fechas, los sitios, los personajes y los documentos, etcétera. 

Fue el guadalupano el tema central, el tema de lujo de toda la escritura novohispana, y en el dejan ver no sólo su devoción y su opinión, sino también los cambios del tiempo, de códigos y de modos de ver la cultura y la vida. Entre los guadalupanistas dieciochescos podemos mencionar a Boturini, Cabrera y Quintero, Eguiara y Eguren, el pintor Miguel Cabrera, Veytia, Clavijero, Bartolache, los estudiosos españoles Téllez Girón y Muñoz, y sobre todo fray Servando Teresa de Mier, en quien se perfecciona y consuma el tipo de este literato ilustrado que tratamos de trazar.

Finalmente, hoy contamos con mucha literatura silenciada o perseguida, que se ha rescatado sobre todo de los archivos de la Inquisición, y que encontramos sobre todo en el libro de Pablo González Casanova: La literatura perseguida en la crisis de la Colonia. Casi no advertimos herejías ni ateísmos, tampoco modernidades enciclopedistas en ella (cuando aparece, por ejemplo, Voltaire, es como autor de un cuento fantástico, y a propósito de un viaje a la luna), ni mucha novedad verdaderamente filosófica, científica o tecnológica, pero sí un poderoso aliento terrenal y secularizador totalmente desusado hasta entonces, y que se volverá el santo y seña de la cultura mexicana del siglo XIX.

Muchas celebraciones del gozo de vivir sobre la tierra, especialmente los bailes sensuales y aun obscenos; muchas ganas de romper controles de censura, sobre todo usando y abusando del lenguaje picaresco y aun soez; un talante democrático, en burla de de los burócratas e incluso del rey, y una celebración de la mexicanicanidad criolla, mestiza o mulata callejera que creía estar a punto de tomar el poder.  Todo un viento de festejo terrenal.

Como primer grupo cultural secularizado y terrenal, amplio, con fines prácticos de vivir lo mejor y lo más gozosamente posible el tiempo presente y de mejorar las condiciones de la comunidad --utilidad, bien común, alegría, libertad, serían las nuevas enseñas--, los “literatos” ilustrados del XVIII formaron una secta que no sería contradicha sino proseguida y multiplicada, hasta el día de hoy.

 

 

 

jueves, 1 de noviembre de 2012

EDGAR ALLAN POE


POE: LA ESTETICA DE LO BIZARRO

 

Por José Joaquín Blanco  

 

Uno de los principales ensayistas literarios de nuestro tiempo es el italiano Mario Praz (1896-1982), autor de varios libros fundamentales sobre literatura italiana e inglesa, sobre el Barroco --conceptismo, emblemas-- y los períodos romántico y neoclásico, especialmente La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica (1930; 1966).

Recientemente se publicó en México (traducción de Ida Vitale) una recopilación de sus ensayos de mediados de siglo: El pacto con la serpiente (Fondo de Cultura Económica) en torno a la literatura que buscó estimular la sensibilidad mediante la imaginación desbordada; todos los ensayos son estimulantes: Fuseli, El Monje de M. G. Lewis, los prerrafaelitas (los Rossetti, Swinburne), los esteticistas (Pater, Ruskin), algunos excéntricos del tipo de Symonds, Wilde, Moore, Barón Corvo, Beerbohm, de la Mare; una saga dannunziana y los alrededores de Proust y Kokoschka.

Del autor de la Historia ilustrada de la decoración.  Los interiores, de Pompeya al siglo XX ("La fillosofia dell'arredamento"; versión española de Editorial Noguer) no podían faltar estudios y concepciones plásticas, del "estilo floral" a las pesadillas arquitectónicas de Piranesi y el mobiliario del horror en la novela gótica.  (De él escribió Edmund Wilson en 1965: "Ama lo grotesco, lo incongruente; sus libros, entre otras cosas, son gabinetes de curiosidades.  Pero esto no da idea de la belleza y del rango de sus libros".)

Una larga sección de El pacto con la serpiente se dedica a discutir --sin misericordia y sin injusticia-- a Edgar Allan Poe, un autor cuyos principales prestigios resultan falsos (el arte puro, la "filosofía de la composición", la originalidad estética, la perfección formal, el intelectualismo artístico, el buen gusto literario, el "dar un sentido más puro a las palabras de la tribu", etcétera); y muy verdaderas, en cambio, las aportaciones fundamentales de Poe, poco reconocidas en la época --los años cincuenta-- en que escribe Praz: la refundición truculenta de Hoffmann y Coleridge, capaz de "epatar" y apasionar a los lectores populares de periódicos, y de invadir con la estética romántica a la literatura popular; un climax en la teatralización del poeta moderno como ser degenerado, perverso y maldito; el entronizamiento en el gusto general del aspecto gótico de la literatura, que ya venía desde principios del siglo XVIII, como el vampirismo, la ternura mórbida y los delirios escatológicos; la propaganda triunfal de las novias espectrales y los dandies neuróticos y criminales; la campaña más fuerte para desligar el arte de contenidos morales edificantes, aun al precio de saturarlo de guardarropías de infierno, comedor de opio, deshuesadero y manicomio; el prestigio retórico de una mecánica de efectos, por sobre metafísicas espiritualistas o sentimentales, en la composición literaria; el establecimiento de una estética de la teatralidad y la exageración, en la que ya es imposible avanzar un milímetro más sin iniciar o culminar su autoparodia; una "teatralidad granguiñolesca" en sus abismos de conciencia y de nervios, gracias a la cual diversos perfiles de terror, pasión y delirio alcanzaron textos y personajes definitivos; la elevación del "doble" de Hoffmann a un motivo central de la narrativa moderna; intuiciones radicales, sin las cuales no existía alguna parte de, por ejemplo, Dostoyevski (como el Espíritu de la Perversidad, mediante el cual  realizamos indefectiblemente las acciones fatales "simplemente porque no deberíamos hacerlo"); la creación del género policial (y de alguna de sus muy escasas producciones realmente literarias, artísticas, pues hablar de "literatura policiaca" es casi siempre una contradicción de términos: "El género policial, dice Praz, no tiene en sí otra cosa en común con la literatura que el ropaje exterior: una novela policiaca es un libro como puede serlo el directorio telefónico o la tabla de logaritmos"); no sólo el género policial, sino algunos de sus elementos básicos: el detective-dandy, sofisticado y esteta, el planteamiento matemático de la trama, el compañero lerdo (que produciría a Watson), etcétera; algunos de los momentos límite en el abuso escatológico, sólo comparables a Sade o a El Monje, como las descripciones de los cadáveres del barco fantasma en Las aventuras de Arthur Gordon Pym; la instauración, como recurso terrorífico y no cómico, de la demencia y los manicomios; la exaltación de los escenarios decorados como abismos de conciencia, etcétera.

La lista de las  aportaciones de Poe suena larga y parece desdeñosa.  Es lo uno y lo otro, si bien desde luego se resuelve en el triunfo final, en el que se ponen de acuerdo el lector popular y el estudioso, de una de las grandes obras de la literatura mundial del siglo XIX.  Es importante que parezca desdeñosa, porque enfrenta seriamente las acusaciones que generalmente los críticos y el público sajones hacen a Poe, y que siempre son ignoradas por la tribu de fanáticos latinos, especialmente franceses, del autor de Historias extraordinarias.

Resulta que, ni con mucho, ni en prosa ni en verso, Edgar Allan Poe llega a ser un paradigma de pureza, maestría o fecundidad en el uso del lenguaje.  Es un "maestro de la lengua inglesa" sólo para quienes lo leen en traducciones romances. Los lectores de lengua inglesa --afirman Huxley y muchos otros-- se refriegan los ojos al escuchar los elogios extranjeros ante un uso tan torpe y viciado de la retórica y la lengua inglesas como el que hace Poe. 

Sus supuestas sabiduría y aristocracia del gusto quedan desmentidas por las atroces opiniones de sus artículos críticos, donde ensalza pura basura literaria y de la más vulgar.  Su famosa "filosofía de la composición" (mera exageración, extrapolación, de ideas de Coleridge), mal comprendida por Mallarmé, Valéry y tantos otros profetas del rigor y de las matemáticas en literatura, es menos una postulación de rigor mental que una orquestación de simples efectos exagerados, precisamente los que hacen de El cuervo un gran poema... de la teatralidad y lo artificial; es menos una filosofía o una retórica que una tramoyística truculenta.

Mario Praz se ve en el caso de examinar con atención y justicia cada uno de los argumentos propuestos contra Edgar Allan Poe por sus coterráneos, y de concluir que en casi todos ellos son éstos quienes tienen razón, y no los extranjeros fantasiosos que lo leen en traducciones o con reducida capacidad de juicio en asuntos de lengua inglesa y de historia cultural estricta. 

Sin embargo, estas derrotas no menguan el triunfo final de Poe; se diría que lo clarifican y refrendan.  Sólo echan un tanto por tierra las mitologías forzadas que a partir de Poe han inventado los europeos (¡el artista del rigor! ¡el formalista de la retórica!), a partir de Baudelaire y Mallarmé, para justificar aristocracias artísticas e intelectuales que nunca se propuso Poe, ni las habría entendido ni aprobado, y ni siquiera llegó a sospechar.

Poe nos resulta, así, no tanto un genio seminal cuanto un genio de actuación y repercusión, como en otros sentidos Byron y Wilde.  No resiste la comparación seria con Hoffmann ni con Coleridge, pero tampoco la necesita; y en cambio, propició --encaminó minuciosamente-- obras importantes, de primer rango, que sin él serían impensables en muchos aspectos: Baudelaire, Mallarmé, muchos simbolistas, Villiers d l'Isle Adam, Huysmans, Dostoyevski, Stevenson, Chesterton, Borges, Cortázar... Y esto a pesar de que "la prosa de sus relatos sea intolerable", de que sus poemas trágicos suenan a "cadencias cómicas" e involuntarios "sinsentidos de Edward Lear", de que su cultura ni fuera amplia, ni profunda, ni firme; ni si gusto muy decantado.

A pesar también de que, en la mayoría de sus terrenos, Poe no sea tan original: "Ya que en literatura, como en geografía, dice Praz, los que dan nombre a las tierras nuevas son los Vespucios más a menudo que los Colones".  Sin negarle cierta originalidad (especialmente en el cuento policiaco), resulta que Poe fue el Vespucio; los Colones eran autores irreprochables como Coleridge y Hoffmann.  Algo semejante al éxito y a la influencia de Lord Byron, que extendió con nuevo atractivo popular y a bajo costo, como en barata, todos los prestigios románticos (introduciendo de su cosecha el sentido burlesco del spleen), o como Wilde con respecto al arsenal esteticista.

Poe es el triunfo popular de los románticos alemanes; un triunfo minucioso, incluso en su biografía, "una biografía que ya es por sí casi una obra de arte, un drama del artista en la sociedad".  Byron, Wilde, Poe "son autores, pero sobre todo son grandes actores. Mueven multitudes" con sus amores, sus episodios de delirium tremens (Poe), orgías, rarezas, extravagancias, vicios, cárceles (Wilde), extremos de riqueza y pobreza, muerte casualmente heroica en el caso de Byron y casualmente antiheroica en los otros. En Poe triunfa la literatura antiburguesa precisamente en el pleno ascenso de la edad burguesa: es el elogio de la debilidad y la fatiga, de la desesperanza, de la equivocación, la intemperancia y el desorden, de la derrota, de la esterilidad, de la enfermedad y los vértigos alucinantes; escribió: "No he logrado amar sino donde la Muerte/ mezclaba su aliento con la Belleza".

Y todo ello más en la atmósfera y en el temperamento que en la letra expresa.  Escribió para periódicos puritanos, y a su muerte sus compatriotas lo elogiaron como un autor especialmente ¡virtuoso y casto!: "Nada en sus escritos habría podido ruborizar las mejillas de la más pura joven".  Poco después, sin embargo, comprendieron que el mal era subrepticio y difuso; desde entonces, y hasta la fecha, la literatura norteamericana una y otra vez conjura para deshacerse de su mayor prestigio mundial.  Le parece un prestigio sucio, derrotista y mórbido, a diferencia de la supuesta Salud Patriótica de Walt Whitman, de la misma manera que ha querido deshacerse de Faulkner (exaltando al All American Boy, Hemingway), de Tennessee Williams (con loas a Arthur Miller)... aunque desde luego resulte que Hemingway y Miller también era una excelentes fichitas perversonas, capaces de indignar a los puritanos de los Estados Unidos.  (La mitad de la mejor literatura de Norteamérica es ninguneada y despreciada siempre en su propia patria por razones puritanas: ¡cómo quisieran los Estados Unidos deshacerse también de Paul y Jane Bowles, Goodmann, Kerouac, Burroughs --no el de Tarzán, sino el de Naked Lunch--, Ginsberg, Corso, Bokowski, Mailer, Baldwin, Capote, Vidal... e instaurar el fastidio edificante de ejercicios universitarios de estilo, redactados por profesores de la Christian Science!).

Poe no inventó su repertorio, ni su lenguaje, ni sus personajes y episodios: los exageró a partir de modelos previos, con gran tino: "En el los temas del repertorio romántico, dice Praz, el mayor erudito mundial en arte romántico, se vuelven verdaderamente obsesivos porque recubren una situación psicopatológica excepcional... La provincia que Poe ha descubierto, en verdad, no es tanto la de lo maravilloso y terrorífico como el haber hecho de ellos un lenguaje transparente de su angustia subterránea".

Es la angustia --fue el inventor del método y la atmósfera-- lo que vivifica a sus personajes y episodios, de otra manera inverosímiles, que en efecto parecen muñecos: "Los versos de Poe tienen el mismo tipo de vitalidad fija, alucinada, de muchos de sus relatos: la seudovitalidad de las figuras de cera", lo que resulta --hay que añadir-- finalmente apropiado: es necesario este artificio, incluso este artificio de museo de cera, para que sus atmósferas de horror, locura, vértigo, delirio realmente se posesionen del lector; si no fueran tan artificiales serían naturalmente insoportables.

Y el contrapunto lúdico, el juego de crear pesadillas sensibles con tipos artificiosos, es lo que da fuerza a sus extravagancias y exageraciones.  Leídos de corrido, sus cuentos resultan avasallantes (sobre todo en francés, en prosa de Baudelaire; y en español, en la prosa de Julio Cortázar); releídos con análisis, molestan por su abundancia de tramoya y utilería, su pastosa e histérica prosa inglesa de novelitas vulgares de quiosco --lo que también, naturalmente, está perfecto: creemos introducirnos en un cuento popular más, de esos truculentos que proliferan cadáveres, y resulta que de pronto estamos en mitad de un cuento diferente, inolvidable, obsesivo, aunque no deje de rendir copioso tributo a las más baratas rutinas y necesidades de la literatura truculenta de quiosco.

Praz escribe este ensayo sobre Poe hacia 1958, cuando en Europa predominaba el prestigio de la literatura social o sartreanamente "comprometida", y se veían mal las frivolidades o degeneraciones burguesas y antiburguesas.  Poe parecía iniciar su desprestigio definitivo, que patrocinaban claramente las universidades e iglesias norteamericanas, ansiosas de Autores Positivos, como el Profeta Whitman o el Predicador Emerson o el Bibliotecario MacLeish, en lugar del borracho-narcotizado-neurótico-necrofílico-dandy-escapista-irresponsable-aristocratizante-populachero Poe.  No fue tal.  Poe sigue siendo, ante todo, un enorme favorito del gusto popular.

Y lo mejor que puede hacer el estudioso y el lector letrado es la tarea honrada de Mario Praz: señalar que buena parte de los prestigios europeos de Poe siempre fueron falsos, y que por lo demás no los necesita, ni como fundador en muchos sentidos de la llamada literatura popular --literatura de quiosco--, ni como creador de espacios y mecánicas enrarecidos, teatralizados, extravagantes... donde ocurren vértigos verdaderos.

"En sí mismo finalmente la Eternidad lo convierte", escribió Mallarmé: ese sí-mismo era el "hombre solitario y devorado por el ansia", que sus libros nos devuelven como figura de cera: apenas convalescente de un envenenamiento, con la piel del rostro que se vuelve traslúcida más que pálida, verdosa, los labios lívidos y unas ojeras espectrales, resaltado todo por una lámpara rojiza de un estanquillo de cartomanciana, o en una enrarecida alcoba elegante y como subterránea.


 

lunes, 1 de octubre de 2012

GOETHE


GOETHE: EL DIABLO MODERNIZADOR

                                  

Por José Joaquín Blanco

 

Johann Wolfgang von Goethe ha sido, además de uno de los más altos autores de la humanidad, el santón más feliz de la cultura burguesa; el más feliz de los autores oronda, flagrantemente burgueses.  Nadie como él consagra los ideales y los intereses de esa nueva clase social que, a fines del siglo XVIII, se proponía revolucionar el mundo gracias a las palancas del dinero, del trabajo, de la osadía empresarial, de la imaginación transformadora de la materia.  Que Goethe fuera, además, muchas otras cosas, no le resta importancia a su imponente enseña de patrón de la cultura burguesa.

En su tan difundido como disparatado revoltijo de ideas y anti-ideas, Todo lo sólido se desvanece en el aire, el tardío profeta-de-campus (decadencia más que extenuada de sus predecesores Paul Goodmann,  Herbert Marcuse, Norman O. Brown, etcétera), Marshall Berman, retoma este emblema (en realidad, responde a los planteamientos de hace algunas décadas de Georg Lukács): el Fausto, el Hombre Nuevo (es decir, el Hombre Burgués, el Empresario Libre, el Científico Dueño del Mundo), como primer esbozo de un desarrollo económico y social a contranatura: un héroe de la planificación, un Prometeo industrial y bursátil, un neoyorkino-feliz-construyendo-el-canal-de-Panamá: un empresario moderno.

A nadie debe escandalizar que se vea en el Fausto una épica empresarial, al menos en la medida en que también se considere a la Ilíada una épica castrense y a la Divina Comedia una épica eclesiástica; estas obras son sobre todo poesía, y de la mayúscula, pero también son --y sobre todo-- proposiciones de cómo y con qué vivir en este mundo real, que es el único que existe.

Por lo demás, el término "cultura burguesa" (o autor "burgués", o "novela burguesa" --qué lata con las etiquetas--) no implica valoración ética alguna ni definición generalizante, sino una mera descripción elemental, hasta instrumental: son los que quieren ser burgueses, con las instituciones, valores e intereses de la burguesía, y no otros.

En este sentido, al propio Goethe le habría gustado ser considerado autor burgués (y no noble, clerical, militar, campesino, proletario, lumpenproletario o pequeñoburgués); lo mismo podría decirse respecto a Thomas Mann, André Gide, Virginia Woolf, E. M. Forster, Constantino Cavafis,  William Faulkner, Jorge Luis Borges... Pero además, en el momento floralmente burgués de Goethe, la burguesía todavía no había sido impugnada: todo lo contrario, era la impugnadora y redentora (los enciclopedistas, pero también y sobre todo quienes hacían posibles a los enciclopedistas: los industriales, comerciantes, especuladores y corredores de la bolsa y las finanzas, etcétera), la constructora y creadora de riqueza y de poesía, de ciencia y de empresas, de leyes y de contratos (las leyes: contratos).

Este aspecto liberador del sueño burgués se expresó en los terrenos de las artes y la vida espiritual o sentimental, especialmente como una ansia de libertad y ensanchamiento individuales. Tal es el camino que lleva de la Ilustración al Sturm und Drang, de Voltaire a Rousseau, de la Casa de los Lores a Lord Byron en Grecia, del rococó al romanticismo más radical.  El individuo quería romper límites y trabas, obstáculos y compromisos en todos los sentidos. Liberado de las ataduras medievales de religión y estamentos sociales, se planeaba como algo-más-que-un-hombre, un superhombre.

El Fausto quiere llegar al conocimiento absoluto, como nunca se había llegado antes, sin separar lo bueno de lo malo, sin diferenciar siquiera entre el dolor y el placer: un conocimiento rendondo y cabal como el propio universo, que además no se redujera a las meras formulación o ideación especulativas, sino que se transformase en experiencia individual: "Quiero gozar de todo aquello que es patrimonio de la Humanidad, aprehender con mi espíritu así lo más alto como lo más bajo, saturar mi pecho de todo lo bueno y de todo lo malo, y dilatar así mi propio yo, hasta que comprenda al de la Humanidad entera,  y al fin, como ella misma, estrellarme también".

A la experiencia total del mundo sigue la convicción --por primera vez en toda la historia universal-- de que es posible inventarlo, transformarlo por completo, crear incluso un mundo artificial, mecánico.  La idea del Homunculus es complementaria de la de un mundo radicalmente trastocado, reformado, reconstruido, mejorado, rehecho por el hombre.  Dios y la naturaleza estaban liquidados.

La acción burguesa, exactamente como habrá de definirla Marx, es una portentosa energía sin fin previsible: una creadora de necesidades que crean a su vez nuevas necesidades, una transformadora de realidades que exigen más círculos viciosos de transformaciones.

"Como portador de una cultura dinámica en el seno de una sociedad estancada, dice Berman, el Fausto está desgarrado entre la vida interior y la exterior."  La tragedia de la inteligencia burguesa en los siglos barrocos se revela en el Fausto   como la necesidad de poner la cultura a la vanguardia de la sociedad, de convertir al intelectual (los ilustrados, savants, eran sobre todo intelectuales científicos) en líder de las transformaciones económicas y de la creación de riqueza de su tiempo.

En gran medida, toda la primera parte del Fausto es la historia del nacimiento de este nuevo tipo de intelectual práctico, activo, empresarial, para el cual el mundo de la economía y de la materia no sólo también existe, sino que es el que importa más y el que está ahí sobre todo para ser sometido --es el propio Goethe, el especulador Voltaire, el viajero Humboldt-- y aprovechado: utilizado.

La segunda parte es la historia del poderío humano planificador y científico sobre la realidad material y sobre las sociedades.  En esta segunda parte ya no hay solamente hombres, sino que súbitamente, como un fogonazo, aparece una clase: los trabajadores urbanos, los hombres transformados, modernizados por la ciudad y por el trabajo: la materia y el instrumento indispensables para la gran revolución práctica del doctor Fausto.

Pero en el momento en que el hombre desplaza a Dios de la creación, de la naturaleza y de la vida de este mundo, aparece la nueva fuerza: el demonio.  Una de las grandes aportaciones de Goethe a la cultura universal ha sido la invención de un demonio moderno --ya no aldeano, medieval, hagiográfico o mito-de-oriente--, sino la eficiente subversión de la moderna fuerza humana en su lado oscuro, rebelde, abusivo (hybris): el motor estercolado y poco escrupuloso de la creación humana: "el más importante de los dones del diablo es el menos artificial, el más profundo y más duradero: estimula a Fausto para que 'confíe en sí mismo'; una vez que Fausto ha aprendido a hacer esto, emana encanto y seguridad", ciertamente un don no menos valioso que el fuego de Prometeo.

Pero el hombre moderno, con su moderno demonio, posee otros nuevos dones con los que puede destruir la estabilidad anterior, el mundo fijo de Dios y de los amos feudales: trae dinero (el papel moneda y su fantasmagoría inflacionaria, tan hábilemente soñada por Goethe). Trae espíritu polémico: capacidad de contradicción para destruir los dogmas y las ideas establecidas, si no mediante la cabal discusión, al menos mediante el mero hecho de perderles el respeto y discutirlas: al discutirlas --con razón o fortuna, o sin ellas-- se las vuelve discutibles (no hiceron otra cosa Voltaire y los otros enciclopedistas). Trae ideas propias, arrogantemente asumidas como posibles, que está impaciente por poner en práctica cueste lo que cueste. Trae sobre todo una conciencia feroz de que éste, el material y diario, es su mundo; de que no quiere otro; de que además lo quiere ahorita y lo quiere todo.

El hombre fáustico trae ideas de libertad (no tan volátiles como pareciera: liberarse de los privilegios medievales; libertad de empresa, de iniciativa, de religión, de expresión, de finalmente hacer todo lo que se le pegue  la gana contra el que resulte más débil que él, sea quien fuere, aun curas y nobles): quiere en suma la libertad  brutal de intentar ser el más fuerte en la selva. Trae también ideas urbanas: el mundo de la ciudad es el primer gran mundo secularizado, donde el hombre puede ser autosuficiente y prepotente; en la ciudad la divinidad decrece, del mismo modo que en la aldea campesina se volvía absoluta.

A Marshall Berman, tan pos o antimoderno, el Fausto le parece una especie de King Kong: la tragedia de Margarita "debería grabar para siempre en nuestras mentes la crueldad y la brutalidad de tantas formas de vida barridas por la modernización". Bueno: también el feudalismo, el Renacimiento, Roma y el más remoto Egipto, si a ésas vamos, tuvieron sus culpas.

La modernización no es buena o mala en sí, sino cómo se haya hecho; a la modernización fáustica se debe el surgimiento de los Estados Unidos, del proletariado y las clases medias.  Del WC, la democracia y la pasta de dientes, a los antibióticos y a  la falta de miedo a los fantasmas, vivimos de puros signos modernos: no podríamos imaginar siquiera cómo se vivía de otro modo; creó la milagrosa posibilidad de que, mediante la producción masiva y en serie, muchedumbres antes desnudas y desnutridas logren por primera vez en la historia del mundo satisfactores amplios y baratos: que la pobreza no sea necesariamente harapienta y mendruguera.  La modernización puede resultar atroz según su dirección: los hornos del nazismo, las ciudades del subdesarrollo, las armas nucleares y químicas y la destrucción de la naturaleza, pero no vamos a echarle de ello la culpa a las vacunas, al agua potable, a la ropa interior, al papel higiénico, a la ortodoncia ni a la cirugía, ni mucho menos a los zapatos tenis bien deportivos, muy acá, que por fin acabaron con una gran mayoría de sans-culottes, descamisados y descalzos en el mundo occidental (menos complejos de clase habría sufrido Jean-Jacques Rousseau si hubiera usado unos tenis nike como los míos), ni a las grandes industrias del papel y las artes gráficas que producen libros muchísmo menos caros que los de 1777, aunque --nadie es perfecto-- a veces nos llenan de best-sellers de campus como Todo lo sólido se desvanece en el aire.

Fausto quiere que las cosas no sigan  como han sido siempre, quiere doblegar la tiranía de la naturaleza, establecer un mundo de la razón, una naturaleza con utilidad, fiel a un plan humano: quiere un mundo de puentes y canales, de barcos y trenes, quiere sobre todo un mundo lleno de mercancías.

La mercancía era la libertad total.  En los siglos barrocos se necesitaban títulos y privilegios para usar tales o cuales cosas; ahora sólo se necesitará el dinero.  Toda la libertad en el bolsillo, ¿quién quiere otra libertad?, ¿para qué hace falta?.

Y el dinero, nueva magia eficiente, lo transforma y recrea todo: pastizales, campos de cultivo, sembradíos, huertos, granjas, minas, agricultura intensiva, injertos y especies nuevas, máquinas fabulosas con fuerza hidráulica, y sobre todo: más y más mercancías, más y más mercados, más y mejores ciudades para que no se pare jamás el círculo vicioso --vuelto círculo creador-- de más-y- más-mercancías-para-mercados-cada-vez-más-ávidos-y-pujantes.

Detrás de semejante obra, está un espíritu del tiempo: la fuerza abrumadora de la burguesía y su expansión industrial en la segunda mitad del siglo XVIII.  Lukács afirma con razón que el último acto del Fausto es "una tragedia del desarrollo capitalista en su primera fase industrial.  Es la época de los grandes sueños de transformar la realidad, tanto los que buscaban la riqueza --fábricas, minas, canales--, como los que buscaban la justicia: el socialismo saint-simoniano.

El propio Goethe pertenece y reina en una cultura que durante más de dos siglos ha estado produciendo sistemas y contrasistemas, doctrinas y antítesis, pretendiendo a cada instante dotar al mundo de un nuevo orden.  De hecho fue el suyo, el orden liberal burgués, el que ha tenido más suerte, sobre todo en estos tiempos en que el socialismo parece ya no atreverse a decir su nombre.


 

sábado, 1 de septiembre de 2012

SCOTT FITZGERALD


SCOTT FITZGERALD: SEREIS COMO DIOSES



Por José Joaquín Blanco



Edmund Wilson escribió que si la Universidad de Princeton no le dio a su generación --que era también la de Francis Scott Fitzgerald y John Peale Bishop-- "suficiente base moral para ser escritores", la abrumó en cambio de "demasiado respeto por el dinero y el prestigio social de la gran burguesía terrateniente".  Scott Fitzgerald lo sabía: en el college descubrió claramente por primera vez que su meta era "superar a tantos como le fuera posible y alcanzar una 'vaga cima del mundo'" (Stephen Palms, The Romantic Egotist), y en la universidad, bueno: "las clases sociales era lo primero que uno descubría en Princeton... los mezquinos esnobismos del college, los sistemas de castas de Minneapolis, todos estaban allí ampliados, glorificados, transformados en una brillante clasificación... Me gustaba la idea de una gran competencia por el éxito entre las clases y castas dentro de las aulas y del triunfo de la habilidad y de la personalidad".

Para eso se estudia.  Edmund Wilson dio gracias al cielo de que, al menos, no hubieran ido a la Universidad de Yale, donde "aunque probablemente hubiéramos sobrevivido en carne y hueso, jamás habríamos sobrevivido a eso que inspira a la gente a tomar con demasiada seriedad el ideal del hombre de éxito". 

Aunque, como probablemente ningún otro novelista norteamericano de este siglo y acaso con mayor fortuna que Henry James en el anterior, Scott Fitzgerald encarna los retos exigentes y verdaderos de la narración en cuanto arte, contra los del mero éxito de mercado, y en opinión de Malcolm Lowry, "representa las mejores cualidades del decoro y de la dignidad, generalmente ausentes en la literatura norteamericana y con frecuencia también en la inglesa", bien se podría hablar de él en relación a sus temas más materiales, que en otros resultan incluso vulgares: el dinero y el prestigio social entre la burguesía.

Son dos de los tres ideales que sus estudiosos han encontrado en su personajes --el autor, desde luego, los compartía, pero añadía muchos otros: la ambición artística, ideas morales, políticas y religiosas, y hasta algunas erizadas incursiones amateurs, tomadas muy en serio, en la filosofía y la historia: Spengler, Marx--; en El último Laocoonte (Barral), Robert Sklar, ve la obra de Fitzgerald como la tradición del héroe genteel norteamericano (fundamentada por Mark Twain en el Tom Sawyer de Huckeberry Finn y Henry James en el Robert Acton de The Europeans, y que no consiste en otra cosa sino en la rebeldía voluntariosa pero dentro de las normas, que muchachos demasiado inquietos e imaginativos hacen contra su sociedad sólo para lograr la reaceptación y el premio: "Cuando terminaban los juegos de destreza, el héroe romántico se quedaba con la chica, el dinero y el prestigio social, porque sus aventuras conducían invariablemente a la victoria de la verdad sobre la falsa moral.  Este era el rito del paso a la edad adulta".

Tal cosa fue cierta en las primeras obras de Fitzgerald (Este lado del paraíso, Todos esos tristes muchachos, Chamacas y filósofos, Los bellos y los malditos), ennoblecidas sin embargo por un brillo lírico proveniente de un Keats amado y memorizado y recreado desde la adolescencia y por una confianza candorosa en que los veintes de los adinerados eran un paraíso, pero se volvió ya sumamente compleja en las siguientes: El gran Gatsby, Tierna es la noche, El último magnate, Cuando se quiebra (The Crack-Up).

Scott Fitzgerald pertenece a una extrañísima generación de novelistas norteamericanos en la que ocurrió algo insólito en la historia universal de la literatura: todos ellos, uno tras otro, cada cual destronando a su predecedor, fueron internacionalmente aclamados como el Número Uno de la novela mundial: Scott Fitzgerald en los veintes, Hemingway y Dos Passos en los treintas, Faulkner y Steinbeck un poco después, y además sufrían la cercana competencia de Theodore Dreiser, Upton Sinclair, Thornton Wilder, Thomas Wolfe, Robert Penn Warren, Willa Cather, James Branch Cabell, James T. Farrell, Sinclair Lewis, Sherwood Anderson, Gertrude Stein, Nathanael West, Dashiell Hammett, Erskine Caldwell, etcétera. 

No hay otro momento tan competido en la historia de la novela. Scott Fitzgerald tuvo el éxito más fresco y espontáneo, y el más efímero: se le consideró --lo era, en ese momento-- el representante del conformismo frívolo de la burguesía adinerada de la primera postguerra, el cantor de la brillante juventud que sabe divertirse con el mucho dinero. Sus cuentos de muchachas recién púberes que de pronto se encontraban en el mundo moderno, donde apenas se estaba resquebrajando el puritanismo calvinista que había impedido la diversión desde el principio del planeta, entusiasmaban al público masivo de las revistas más populares.  Pero su aportación a la literatura sería otra, la contraria: la crítica de ese sueño.

Buena parte de la grandeza de El gran Gatsby (1925), que desde luego ya no fue éxito de ventas aunque si y muy alto de crítica (T.S. Eliot), nace  de ser la historia de un sueño.  Ya la chica dorada, el supremo éxito de prestigio social y todos los millones del potentado no son asunto dado, natural, puro como los benditos árboles de Norteamérica, fruto del puritanismo y del trabajo; son, por el contrario, el sueño obsesivo del joven pobre que logra hacerlo realidad mediante malos manejos: el contrabando de licor (de lo que nos enteramos hasta el final).

El resplandor físico de la riqueza, de la juventud hermosa y saludable, de la omnipotencia moral de quien está por casta y cartera por encima de las normas, de las facultades casi divinas de una cuenta bancaria inagotable, exalta una historia soñada, una aventura adolescente montada en la vida real cuando todavía es tiempo y Gatsby algo joven.

Se ha señalado las dos grandes aportaciones de la novela europea a este juvenil idilio norteamericano: Conrad, donde se aprende a narrar en una anécdota particular una metáfora del destino (el mar en Conrad, el dinero en Fitzgerald) y Joyce, cuyo reciente Ulises planteó en el mundo entero la forma moderna de tratar a personajes de clase media baja --antes de Joyce, todo era estilización aristocratizada, tipo Henry James. Es esta perspectiva de realismo pequeñoburgués la que, por contraste, permite la incandescencia irreal de la historia inventada en la realidad y con seres reales, pero como si fuera una grandiosa película de Hollywood, por Gatsby.

El gran Gatsby, no es el dinero, la chica ni el prestigio, sino su ensueño en un brillante joven pobre; todos sus resplandores provienen de esa irrealidad, todas sus fiestas tipo Satiricón (el primer modelo fue precisamente Trimalquión, cuando Fitzgerald todavía pensaba hacer la sátira de un arribista y no la tragedia de un desdichado que trató de imponer en la realidad sus quimeras).  Si en Balzac puede leerse una épica del dinero, en Fitzgeral se encuentra su lírica --un romance: sus fantasmas de cuento de hadas.

Y ese sueño conmueve tanto más por la juventud de su protagonista (Gatz) y de su narrador (Nick Carraway), dotados de gran capacidad para la esperanza y el entusiasmo, hombres con apetito de mundo y de vida que saben encontrarle vigor, brillo, chiste, nobleza y belleza a todos los rincones de la realidad.  Son  unos Tom Sawyers asombrados en las ciudades y las residencias veraniegas, ante las orquestas de jazz y los magníficos automóviles, las mejores muchachas con los vestidos más finos y los mejores camaradas en sus mejores días, y así todos los días llenos de vida, y noche tras noche todas las noches.

La riqueza no es contabilidad, sino magia y libertad moral: todo es asequible con ella, no sólo hacer posibles los amores que no lo son sino hasta corregir el pasado, dice Gatsby. Y todo de bulto, todo presencia sensorial: las notas del jazz, el sabor de la champaña, la textura de todas sus camisas: el narrador, Nick, le dice a Gatsby:

"--Ella tiene una voz indiscreta... Esta llena de --yo vacilé.       

"--Su voz está llena de dinero --dijo Gatsby repentinamente. Eso era. No lo había comprendido antes.  Estaba llena de dinero: ese era el encanto inagotable que se alzaba y caía de su voz, su  retintín, su cascabeleo...  En lo alto del palacio blanco, la hija del rey, la chica de  oro."

Desde luego, el sueño de dinero de Gatsby es derrotado por el dinero pragmático, real, vulgar del rico de este mundo, Tom Buchanan.

En todos sus libros habla Scott Fitzgerald del dinero; en un cuento, "Los nadadores", dice que "Los norteamericanos están incompletos sin el dinero... El dinero es poder.  El dinero hizo a este país, construyó sus grandes y gloriosas ciudades, creó sus industrias, lo cubrió con una red de ferrocarriles.  Es el dinero lo que domina las fuerzas de la naturaleza, crea la máquina y la pone a funcionar cuando el dinero dice que funcione, y la detiene cuando el dinero dice que se detenga", lo que por cierto viene de Spengler y  suena a los sermones antimarxistas de Mencken.

En la vida real, el dinero fue un drama para Scott Fitzgerald, sobre todo cuando su prestigio empezó a declinar, en los años treinta, y sus gastos a crecer, por el empeño de mantener el mismo tren de vida en la depresión y los gastos médicos de su mujer, recluida en una clínica mental. Contó entonces de diversas maneras la tragedia del dinero, las bancarrotas y desmoronamientos de la época de la depresión.

En Tierna es la noche el protagonista, que se creía vivo, se descubre de pronto en medio de su sueño, que ya es un tanto delirio, y lo que es peor: se descubre manipulándolo, organizando sus quimeras en espejismos quebradizos al borde de la playa. Su pasado lo ha vuelto irreal, vive extraviado, engolosinado y preso en sus fantasías extravagantes.  Se diría que todo lo perdió en el auge, pero especialmente los deseos mismos, la capacidad de desear; ahora la acción no le interesa, no cree que actuar, hacer algo --cualquier cosa-- valga la pena. Quedan esquirlas de sueños chispeando en medio de una niebla alcohólica.

Pero acaso el texto de Fitzgerald más voluntariamente obsesivo con la riqueza sea un cuento escrito a la manera dieciochesca, ilustrada, de Voltaire: una fábula no realista, con gran libertad para las exageraciones, las peripecias extravagantes, caprichosas o de plano fantásticas,  y los símbolos, con encarnaciones de ideas y moraleja, que todavía usaban de vez en cuando algunos autores como Kipling o Twain.  En el propio Twain (a través del estudio de Van Wyck Brooks) encontró la idea: el protagonista se vuelve rico al descubrir una montaña de carbón; Fitzgerald no creyó que el carbón fuera suficiente y la volvió de diamante: The Diamond as Big as the Ritz, la mayor riqueza del mundo: así conforma la parodia del Mayor Capitalista del Mundo, con su versión sinóptica del sistema mundial: tiranías, esclavitud, todo tipo de crímenes (incluso contra Dios, a quien el Gran Rico trata de sobornar), corrupción de seres, cosas, instituciones y de la naturaleza misma, vulgaridad hollywoodense.

¿Es necesario decir que el gran trovador del dinero se confesó a sí mismo repetidamente marxista en sus últimos años?  Entre sus papeles personales quedan huellas de sus estudios de marxismo, que al parecer no pasaron del Manifiesto Comunista... lo que no está mal, si se piensa toda la ley y los profetas del cristianismo, según el propio Cristo, caben en un espacio todavía menor: dos renglones. Colaboró estrechamente con el Partido Comunista (1932-1934) y quedan referencias y textos de su obra engagé: teatro antibélico, programas de radio, discursos.  


martes, 31 de julio de 2012

GORE VIDAL


GORE VIDAL: EL CLASICISMO DEL REBELDE

Por José Joaquín Blanco





Gore Vidal engañó a todo mundo todo el tiempo, con sus exitosos guiones de televisión y de cine, con sus novelas (frecuentes best-sellers, que también a menudo resultaban excelente narrativa), y especialmente con sus ensayos, que ahora aparecen reunidos en el tremendo volumen United States. Lo creyeron un latoso pasajero: es el más firme hombre de letras de la segunda mitad del siglo en los Estados Unidos, sólo comparable a Edmund Wilson en la primera.

         Era el escritor que ponía nervioso a todo el mundo, con el que nadie sabía a qué atenerse, el prolífico y el polifacético, el armabullas, el... más clásico de todos, probablemente el único verdadero clásico de su generación dorada, la generación de la Segunda Guerra Mundial. Era el autor "negativo", el de las opiniones impopulares, el irreverente, el burlón, el de los temas cochinos; además se sentía culto y elegante, despreciaba la cultura y la sociedad norteamericanas, se iba a Europa, y desde ahí escribía cada cosa sobre "el mejor país del mundo". Qué apátrida, qué apóstata, qué tipo. Time y The New York Times le declararon la guerra... y la perdieron. Fue ganando todas sus guerras (hasta la del dinero, hasta la del prestigio internacional) a su modo. Llegó a la vejez con un cúmulo de logros y una majestad de cónsul romano, él, a quien año por año se pronosticó el fracaso, el olvido, la cárcel, el bote de la basura.

         Como crítico literario, fue una temprana voz disidente contra el formalismo o "estructuralismo" francés y la usurpación académica del reino literario, que se pusieron de moda cuando cayó en desgracia Sartre (fiera brava, Sartre).  Vidal clamaba guerra contra los profesores, contra los pizarrones, contra las teorías y contra las tesis. Muerte a las universidades, en lo que a literatura se refería. Muerte a los temitas "positivos", "afirmativos", patrióticos, sentimentales: muerte a la demagogia de los políticos y moralistas. Qué hueva el realismo social, qué hueva la antinovela, qué hueva el melodrama edificante, qué hueva las novelas del amor a través del psicoanálisis...

         Como además escribía novelas que se convertían en best-sellers internacionales (Julián, Myra Breckinridge, Burr, 1876, El mesías, Kalki, Lincoln, Creación), la respuesta de los profesores fue acusarlo de autor comercial o popular, dado al escándalo, la mistificación histórica y la más obsesiva pornografía. A la distancia, las carcajadas de los dioses resuenan por todos los confines: si había un novelista verdaderamente letrado y clásico, que se supiera perfectamente sus autores grecolatinos, su Goethe y su Flaubert; que entendiera de historia y de política, de psicología y de economía, y que de veras supiera escribir --que de veras conociera la prosa de Henry James, por   ejemplo--, era precisamente él.  Su truco es antiguo e impecable: el ángel apóstata resultó el verdadero ángel, el aparente enemigo de la tradición era quien más tradición tenía. No me sorprendió que cuando todo mundo andaba tras la finta de Roland Barthes, él siguiera en la escuela de Gide. En Europa lo supo Calvino; lo sospecharon Isherwood, Bowles y Tennessee Williams; lo temieron Capote, Kerouac y Norman Mailer. Lo de siempre: sólo el verdadero rebelde puede construir una literatura verdaderamente clásica: sólo él tiene "lo que hay que tener", que dice la zarzuela.

    El mejor camino para revisar a este enemigo de la literatura, a este asesino de las novelas, a este francotirador anarquista siempre en pie de guerra contra las academias, está en considerarlo precisamente como el hombre de letras clásico, precisamente a la manera de Goethe y Flaubert, Gide o Borges... con la particularidad de que se sintió obligado o seducido, en los terrenos del ensayo, por la acción pública, mientras que otros hacen crítica privada, en conversaciones, diarios, cartas o publicaciones de escasa circulación. Todo creador es necesariamente un crítico; todo crítico que no es asimismo creador --al menos creador de ensayos de valor artístico-- es un albañil que jamás ha cocido un adobe con sus propias manos. ¿De qué habla ése, eh?

         Pensaba (y esto queda claro en sus ensayos políticos) que los Estados Unidos no sólo vivían una decadencia, sino una completa farsa que era necesario desenmascarar, combatir con recursos polémicos, cómicos, espectaculares (que aprendió de Bernard Shaw, André Gide, H. L. Mencken y Edmund Wilson).  Quien lea la Correspondencia de Flaubert no encontrará mayormente novedosa la virulencia del ensayista Vidal; tampoco quien conozca las batallas de esos cuatro padres de la literatura que fueron en su momento, y durante décadas, todos ellos, acusados de asesinos de la literatura, de corruptores de la tradición, de...  Quien verdaderamente ama y conoce la literatura odia a los farsantes de manera especial, y siempre existe la tentación de zarandear a los mercaderes del templo, aunque sea en unos cuantos ensayos críticos.

         Los dones de Vidal no podían ser más apropiados. La más vasta cultura humanística que se conozca a escritor norteamericano alguno. Sus novelas históricas deben en parte su agilidad a un vasto dominio de los autores clásicos y fundamentales, que son los mismos que apoyan su irrefragable lógica ensayística. Y una actitud furibundamente anti-sentimental, enemiga de todo tipo de mitos, idealizaciones, fanatismos y mentiras piadosas. Es, como crítico, el hombre que ríe: las falsificaciones e imposturas literarias quedan rotas, o reducidas a la modestia, frente a su máquina burlesca.  Alfonso Reyes trasegó en vano toda La edad ateniense en busca de un crítico literario: no encontró a ninguno, en la Grecia solemnota y pedagógica que adoran los maestros de literatura, salvo el hombre que reía: Aristófanes. Con tristeza, pero fiel a la verdad, Reyes declaró a Aristófanes el mayor crítico literario de toda Grecia.

         Cuando Vidal empezó a escribir, los Estados Unidos empezaron a ser el Imperio mundial, gracias a la bomba atómica. Todas estas décadas, los Estados Unidos, aun en sus tropiezos, han vivido una época imperial... que Vidal ve como farsa, una Roma de opereta. Aunque se disgusta ante los métodos y las ideologías (que por lo demás conoce bien, como el marxismo, que aprendió en el libro clásico de Wilson: Hacia la estación de Finlandia), su crítica sistemática política y económica a la dictadura de los banqueros y militares norteamericanos --con sus marionetas de políticos-- sigue un camino consistente de desenmascaramiento y denuncia que en no pocas ocasiones lo acerca a teóricos radicales como Noam Chomsky, ese otro rebelde-clásico que tiene "lo que hay que tener", además de genio, sabiduría y todas las otras cosas.

         Para desprestigiarlo como novelista, Mailer y Capote inventaron el truco de elogiarlo nomás como crítico (ellos, a quienes Vidal degolló en sus reseñas y comentarios). El viejo chisme de que el buen crítico es mal creador y etcétera. Vidal, que sí sabía literatura, conocía por el contrario que no hay gran creador que no sea asimismo un gran crítico. No hay Baudelaire poeta ni Flaubert novelista sin los Salones del primero y la Correspondencia del segundo. Lo que ocurre es que existen algunos atrevidos que se deciden a no ocultar su crítica, a publicar sus ensayos --Gide, Wilson, Shaw, Chesterton-- con la misma pasión y esperanza que las narraciones y los poemas. Vidal se reía de que el pueblo, por millones, comprara sus novelas, creyéndolas "literatura popular" (hasta escribió novelas detectivescas con el seudónimo Edgar Box), mientras los melifluos y respingados literati sólo aceptaban, y a regañadientes, sus reseñas en The New York Review of Books.  Con ello hizo dos favores a la literatura internacional: aumentó el nivel de la crítica, y emponzoñó a nuevas generaciones de escritores, que se volvieron adictos a la crítica. A la crítica vidalesca.

         Leí --traduje, imité-- muy jovencito a Vidal (me lo dio a conocer Carlos Bonfil en 1973, como a Sontag y a Pauline Kael, a Baldwin y a Norman Mailer): es él una de las razones por las que he escrito reseñas tantos años y de la forma en que las he escrito. Cuando mis "creativos" amigos de academia-y-parnaso me decían que no perdiera tiempo en la crítica, que la crítica "seca" y "desprestigia", que no era "tan" literatura como los poemas y las novelas, yo me recitaba como quien pasa revista a una serie de nombres de silogismos, los títulos de crítica de Vidal, Wilson, Gide, Benjamin, Borges...  De Vidal: Homage to Daniel Shays, Matters of Fact and of Fiction, The Second American Revolution, At Home, etcétera, y ahora United States.  Además de este poderoso tomote, más voluminoso que una Biblia, Vidal ha escrito más de veinte gruesas novelas... La crítica ni seca, ni desprestigia, ni quita tiempo para nada... sólo cansa, cansa mucho, sobre todo en México, donde por cada persona que verdaderamente escribe poesía o narrativa por vocación (dejemos de lado si es buena o mala), cien lo hacen exclusivamente para hacer dizque méritos burocráticos, académicos, o pasarse la vida de perennes becarios inanes.

                   Mi pasión por sus ensayos no me impidió admirar desde el principio sus novelas. Probablemente en una relectura madura las encuentre aun mejores de como las recuerdo (existe el prejuicio juvenil de no valorar como Buena Escritura lo ameno, y Vidal invariablemente es ameno).  Pero las recuerdo escandalosas. Pocos autores vivos me escandalizaron tanto en su momento, y me cambiaron a tal grado la manera de pensar. No sólo la burla de las buenas costumbres sexuales, sino del sexo mismo, del hombre mismo, que explota en Myra y Myron; la burla de Dios y de la muerte en Julián, El mesías y Kalki; la devastación contra el patriotismo de farsa en Burr, 1876, Lincoln, Washington D.C., y hasta las dos o tres burlas pesadas que tiene que hacer --al fin pinche gringo WASP con larga infancia racista--, contra México en Duluth, del cual (como diría Mauriac sobre uno de Sartre) me da mucho gusto informar que es una mala novela... El escritor como ese hijo de perra que hace destrozadero y medio en la conciencia del lector.  Gracias mil, Hijo-de-Perra.

         Como en sus novelas, en su crítica Vidal es un pensador radical, un escritor claro y una mente especialmente divertida. Piensa mal de todo mundo, pero sobre todo concentra su perfecta maledicencia en los profesores, los políticos, los demagogos, los autores y los libros. Aun sus autores favoritos (salvo Calvino, Isherwood, Bowles) caen del pedestal. Nada de mentiras, de poses, de trucos, en este reino de las letras que, lo sabemos, contiene todas las miserias del mundo, más otras tantas inventadas por los letrados, esos bribones. Los letrados son en Vidal muchas veces los esperpentos más risibles de la comedia humana, quienes más tropiezan en la corte de milagros de este mundo. Su talento cómico es infalible.

         La sátira política de Vidal --sus estudios, diagnósticos y profecías--, igualmente extraordinaria, resulta menos disfrutable. Los personajes y las situaciones de la política norteamericana pueden ser aterradores. Y ahí sí se equivoca Vidal. Dijo, por ejemplo, a finales de los años setenta: "Ronald Reagan no puede ganar. No puede ser presidente de los Estados Unidos. No tiene ninguna oportunidad. Los Estados Unidos están en el peor momento de su historia, pero todavía no somos Paraguay". Bueno: sí lo fueron, Reagan ganó y volvió a ganar como ningún otro presidente (tuvo mayor popularidad que Franklin Delano Roosevelt), se llevó a medio mundo entre las patas, y a nadie puede hacer mucha gracia --aunque la sátira sea soberbia-- tan desastrosa historia. Reagan sigue ganando.

         Nada puede Catulo contra César, pero cómo nos ayuda en la vida personal leer a Catulo. (1995)