viernes, 1 de agosto de 2014

VIRGILIO PIÑERA

LA IMAGINACIÓN NARRATIVA DE VIGILIO PIÑERA

Por José Joaquín Blanco

                            “Esto es un arroz con mango que no hay
                            quien lo entienda —comentó la vieja...”
                              Virgilio Piñera: “Hecatombe y alborada”

SURREALISTAS EN LA HABANA
Más que en lo “real maravilloso” o en el “realismo mágico” de las novelas que gravitaron en torno a Carpentier, Rulfo, Garro o García Márquez, el surrealismo —un curioso surrealismo que incluye la Biblia, Blake, fábulas orientales, Carroll, Kafka (sobre todo Kafka) y pesadillas de science fiction tipo Lovecraft— azotó la narrativa latinoamericana con desaforadas invenciones breves pero “inconcebibles”, que ni siquiera querían considerarse muchas veces cuentos o relatos, sino fábulas, “varia lección”, “varia invención”, esperpento, poema en prosa, “discurso”, “grafomanía”, balbuceo hipnótico. Borges, Bioy, Cortázar, Arreola. Ello ocurrió sobre todo a partir de los años cuarenta.  Veinte años después tal imaginería llegaba incluso al teatro “experimental” y a los cómics “culturales” (en México: Juan José Gurrola, Alexandro Jodorowsky).
         A este espíritu narrativo pertenecen los textos, ahora recopilados en Cuentos completos (Alfaguara) del también poeta, novelista (Pequeñas maniobras, La carne de René) y dramaturgo (El no, Dos viejos pánicos) cubano Virgilio Piñera (1912-1979), gran rival de Lezama Lima en la rica y extraña atmósfera literaria de la revista Orígenes (1944-1956), que se prolongaría por décadas hasta, al menos, las obras de Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy y Reinado Arenas. Más de setenta relatos repartidos en cuatro libros y un apéndice de inéditos; en vida sólo publicó dos compilaciones: Cuentos fríos (1956) y El que vino a salvarme (1970); son póstumos, ambos de 1987, los volúmenes Un fogonazo y Muecas para escribientes.
         Piñera comparte con aquellos autores la ambición de las invenciones fantásticas “inconcebibles”, pero con frecuencia les añade una furia escatológica, del “humor negro” de Breton, o del “teatro de la crueldad” (Artaud) que en Europa adquiría el nuevo nombre del “teatro del absurdo” (Ionesco). Habla mucho del cuerpo y de la escatología (tanto en el sentido de muerte como de mierda), pero curiosamente el sexo no es uno de sus mayores temas (aunque en “Fíchenlo, si pueden” narre un episodio de homosexualidad infantil), ni el amor; predominan hecatombres, transformaciones, profanaciones y sátiras corporales.
         Para un lector mexicano gravitan en torno al Confabulario (1952) de Juan José Arreola, pero sin el rigor, el tino ni la claridad contundentes de éste. Por el contrario, dan alas a fantasías informes: alardes barrocos sin orientación, norma ni límite; muecas humorísticas o pesadillescas, vagidos de bebés terribles (“Vea y oiga”), rollazos de escritura automaticoide —jamás ha existido una escritura automática verdadera—; o bien áridos juegos de ingenio abstracto en una puesta de escena chusca, con utilería banal y cotidiana (“El conflicto”, “El filántropo”, “Grafomanía”, “El balcón”, “Lo toma o lo deja”). Se burla de su propio hartazgo culteranísimo de la cultura en “La risa”. Tanto los excesos culteranos como las burlas desorbitadas a esos excesos son propios de su generación (con ciertos antecedentes en Alejo Carpentier y Nicolás Guillén) y, a partir de ella, de toda una corriente literaria cubana.
         A diferencia de Arreola, Piñera no aspira a la perfección ni a la metafísica, sino a la fealdad, al asombroso artefacto verbal gratuito, a la invención salvaje, al escándalo letrado, en los temas y en su expresión. Sigue siendo fiel al espíritu de travesura de un “criminal literario”, a la manera Ubú Rey (Alfred Jarry) y Dadá.
         Por otra parte, Piñera comparte con su amigo-enemigo José Lezama Lima el horror de la claridad, de la precisión, de la racionalidad en asuntos estéticos, y de los límites literarios. Paradisiaco aquél, “cainita” o demoniaco Piñera, ambos desmesurados se identifican en el regodeo en caos verbales y conceptuales, que sus partidarios llaman exuberancia o literatura a la doble o enésima potencia; y sus detractores, autocomplacencia muchas veces arbitraria, nebulosa, sofocante.
          Como su otro gran amigo, Witold Gombrowickz, Piñera veneró una arisca escritura empeñosamente antiliteraria (pero erudita, verbosa y golosa de malabarismos de un virtuoso del estilo, e incluso de un archifilósofo-en-guasa) que privilegia lo informe y lo sádico, lo irracional y lo salvaje, lo extravagante y extrapolado (“El baile”).
         Siento que añade un culto a la miseria, al desastre emocional, a la desolación íntima, al autodesprecio de sus protagonistas, que le da una coloración sentimental, de “saturniano” bohemio romántico a la manera de Barba Jacob. Sus personajes quieren ser más cucarachas que Gregorio Samsa (“Cómo viví y cómo morí”), lo que a ratos se resuelve en otra forma, tal vez involuntaria, del melodrama: a pesar del vasto jolgorio verbal, se ofrecen como seres lastimosos. En sus diabluras, La commedia é finita desde el principio. Resultan humorísticos cuentos tristísimos (“El enemigo”, “La cena”, “El viaje”). Al menos en sus cuentos de su última época (después de 1965), tal desolación tenía una abrumadora causa exterior: la represión de la burocracia castrista, la cual persiguió a Piñera tanto por su conducta privada (homosexualidad) como por actitud cultural independiente o “decadente”, “contrarrevolucionaria”. Se erigía como la antítesis del Hombre Nuevo de Fidel Castro.
         Pero también encontramos esa visión y ese temperamento escatológicos en su abundante obra anterior a la tiranía de Castro. De cualquier modo, los Cuentos completos no expresan directamente denuncias ni testimonios autobiográficos, sino una estética consistente, continua, desde los años cuarenta.  Su asco y su terror del mundo son muy anteriores al régimen de Castro, aunque éste haya venido a confirmárselos con una salvaje concreción minuciosa; y de algún modo puedan leerse ciertas prosas de Piñera como un delirio de víctima frente al terror que los castristas impusieron a la sociedad y la cultura cubanas (“La rebelión de los enfermos”). Acaso los textos posteriores a 1965 admitan cierta interpretación como denuncias o estertores en clave contra la represión que sufrió por parte del régimen (especialmente la burocracia cultural, que a su muerte hipócritamente lo “reivindicó”) de Fidel Castro.

EL CIRCO DE LAS LETRAS
Los cuentos de Virgilio Piñera podrían considerarse, al mismo tiempo, extravagantes, inconcebibles, fársicos, logorreicos y premeditadamente asquerosos: laberintos, mutilaciones, masacres (“Unas cuantas cervezas”), antropofagia (“Unos cuantos niños”), defecaciones, enfermedades y deformidades físicas asumidas con la muy seria cara de un predicador de escabrosos prodigios de feria. Un merolico de El jardín de las delicias. Rinden homenaje al mundo como payasada general en “El gran Baro”. No lindan con la locura: pretende superarla.
         Piñera siempre desconcierta; a ratos escandaliza y revuelve el estómago (o la cabeza); en ocasiones se dedica, fastidiado y fastidioso, a un mero enrevesamiento de la lógica. Y él tan campante, tan feliz con su viscosa o embrollada travesura.
         La aventura literaria debe ser radical, pero gratuita: sin trascendencia. Un texto trascendente iría en contra de su radicalmente negativa aspiración literaria. El lector pierde a veces la paciencia: la altanería del autor, como buen barroco, su narcisismo virtuosista, su afán de pasmar, prevalecen sobre la vida propia del texto. Prodigios huraños, hoscos.
         La desaforada libertad que presuntamente se otorga el autor a sí mismo, corre en detrimento de la lectura y del lector. No le gustaba a Piñera escribir para ser leído, sino para proliferar “grafomanías”, “muecas de escribiente”. Tiene mala opinión de sus posibles lectores:
         “¡Tremenda ensalada para el querido lector! Bien está que se rompan la cabeza, pues en su puñetera vida no hacen otra cosa que leer. Son como esos saprofitos que se nutren de otros organismos” (“El Impromptu en Fa de Federico Chopin, novela XVII”).
         Lo mismo podría decirse de los escritores, absortos en la manía de escribir a partir siempre, desde luego, de textos de otros autores. No hay escritor espontáneo: la cadena se remota a varios milenios. No hay Piñera sin Kafka, Breton, Poe, Neruda, Borges, ni... doña Gertrudis G. de Avellaneda. (Cuando se recopilen sus ensayos, artículos y escritos diversos, encontraremos sin duda —han aparecido ya dispersos testimonios y referencias al respecto— un facineroso Piñera crítico (arbitrario, ególatra): contra Orígenes y contra Sur, contra Borges y Lezama Lima, etcétera.)
         A la manera de los poetas laberínticos del siglo XVII y de Lezama (especialmente en su poesía), Piñera despliega una obra desaforadamente hábil, pero condenada a malabarismos más y más extraños a cada nueva página, para consolidar su imagen de habilidad suprema y de su negación total. Impresionan más el virtuosismo y la estética escatológica del autor que los arduos y un tanto atrabiliarios textos particulares.
         En ocasiones trama ficciones más físicas que las de Arreola o Cortázar, Borges o Bioy, y en ese sentido golpean más directamente al lector, con las historias de los hambrientos que empiezan por rebanarse una nalga para preparársela como filete, y terminan por autodevorarse y autodefectarse en mitad de una prosa barroca, eufónica y perfecta.
         O la del cojo del pie de derecho que anda en busca del improbable encuentro con un cojo del pie izquierdo para juntos, ahorrativos, comprarse y compartir un par de zapatos; ahí se esperan imposiblemente ambos, echados durante una eternidad de desolación a la puerta de diversas zapaterías. “Bueno, se impacienta el lector “saprofito”, ¿por qué no dejan de hacerse los interesantes y se hacen anunciar en algún lado? Y que de paso especifiquen la medida de su pie respectivo, no sea que a alguno no le quepa el zapato.”
         Nunca pretenden los textos de Piñera ecuaciones o metáforas orientadoras que potencien (o domestiquen) el relato atroz o el divertimento algebraico, o una idea que trascienda la barbaridad narrada. Se quedan generalmente en la gorda, infatuada barbaridad, venenosilla y barrocamente cultivada (“Alegato contra la bañadera desempotrada”), oronda en su proliferada ociosidad: “He ahí mi artefacto, diría. Así es, sin más”.
         Hiperbólicos horrores carcajeantes (“Unión indestructible”); exuberancias rabelaiseaneas (“Un parto insospechado”, “La montaña”, “El caso Acteón”); espejos deformantes de una gelatinosa casa de bestias o monstruos; caníbales, brujas (“El caramelo”) o jocundos locos de atar (“Otra vez Luis Catorce”), en el infierno cíclico de un mundo desbocadamente sádico pero rebosante de vida alrevesadísma u “horribilísima”.
         O bromas intelectuales disfrazadas de circo, que suenan un poco lejanas, como divertimentos de clique, en clave; sarcásticas herejías demasiado elaboradas de un antifilósofo en mitad del simposio solemne (Piñera siempre es solemne, sobre todo cuando ríe o juega al infantilismo “terrible”). Breton y Dalí asoman las orejas en muchas de estas páginas, de cualquier manera.
         Todo ello conforma, sin embargo, una burla radical de la humanidad y de la civilización, caníbal y fría, con cierto color habanero. Hecatombes pánicas en la Calle Damas.
         A medio siglo de distancia esa concepción cerebral de lo inauditamente visceral o inconcebible, de los horrores físicos más titiriteros, de los silogismos puestos boca arriba o a morderse la cola (“La locomotora”), pierde mucha frescura. Hemos padecido ya toneladas de surrealismos y absurdismos. Se han vuelto epidemia en los video-clips y rebosan en las mesas y los anaqueles de los gift books, a todo lujo, en las librerías, como las sodomías y las mierdas tan preciosistas, y envueltas para regalo, de Salvador Dalí:
         “A ver, Piñera, exclamarían los ‘saprofitos’: ¿ahora con qué me quieres confundir, asombrar, espantar?” “A ver, Piñera, ¿con que otro cuento me vas a poner a vomitar o a delirar, como en el miasma de una indigestión de lechones y langostinos semipodridos, pero con algún folklore caribeño?” “¿Ahora quién le arranca los ojos a quien; qué cuerpo se convierte en una sola y ávida nariz?” O lo asombroso por el asombro mismo: el hombre que se dedica profesionalmente a “nadar en seco”, sin agua. “Órale, tú síguele: todos exclamaremos a coro al pie de cada texto: ¡Qué chico tan listo, tan imposible, este Piñera!”
         Dice en “La gran escalera del Palacio Legislativo”:
         “Descendí los pocos escalones subidos y una vez en el arranque de la escalera me puse a contemplarla largamente. Hice el sensacional descubrimiento de que un escalón se compone de una losa acostada y de una losa parada. Entonces se me reveló con perfecta claridad que si subimos veremos primero la losa parada y, en seguida, la losa acostada; y que, del mismo modo, si bajamos, veremos primero la losa acostada y después la losa parada. Otra revelación: como a cada escalón corresponde un paso de nuestras piernas, ocurre que acabamos por no saber si son nuestros pasos los que suben por los escalones o si los escalones suben por nuestros pasos”.
         “¡Bravo, Piñera!”, gritaría el “saprofito”.

KAFKA CAÑAVERAL
A nadie se culpe pues, sino al propio autor, si Virgilio Piñera ha parecido durante tanto tiempo un autor poco digerible en la literatura latinoamericana. En cualquier literatura. Ya era un nombre marginal, clandestino, ninguneado, antes de 1971 (fecha en que ingresa formalmente como anatema en el Index castrista): se encontrarán pocas referencias a su obra en las historias de la literatura latinoamericana de la época (vgr. Anderson Imbert, Jean Franco). No sólo el régimen de Castro, sino toda la cultura latinoamericana, decidió ubicarlo como fantasma clandestino. En España, en Argentina, en México aparecieron diccionarios, enciclopedias, historias y antologías que lo excluían a reducían a menciones insignificantes.
         Un ejemplo local: El lector mexicano buscó en vaño a Piñera en Una antología de la poesía cubana, compilada por Diego García Elío (México, Editorial Oasis, 1984), al parecer asesorado por Eliseo Diego, Eliseo Alberto, Álvaro Mutis, Jomí García Ascot y Luis Mario Scheider: no aparece su nombre ni como notita de pie de página. ¿A los cinco, además del compilador, les pareció bien excluirlo por completo? No sólo en La Habana castrista se cuecen habas.
         Coincidente con el surrealismo, la reivindicación de Góngora —operada por la generación española del 27— llegó en La Habana, con Orígenes, a sus mayores temeridades o exageraciones. Marea un poco la simple idea de “exagerar a Góngora”, como la de ser más cucaracha todavía que Gregorio Samsa. Góngora se vuelve, en ocasiones, para júbilo de Cocteau, un loco caribeño que se cree Góngora.
         ¿Gongorismos kafkianos coronados de El amor loco de Breton? Los hay entre los cultos habaneros de la revista Orígenes. Aunque la densidad de Piñera proviene más de los laberintos de la invención o las ideas que del lenguaje, no deja de competir en crucigramas, diccionarismos, enrevesamientos y declamaciones “glíglicas” con Lezama (aunque algo se burla de éste), en quimeras verbales: “la altifolia magna daba un do sobreagudo de sangre”, “congojosidades ultraterrenas”, “interjeplinas sonorosas”, “las intripificenas la obturaron, dejándola en la pura contingencia terráquea”, “me llegó por correo un hemeclofante”, “entre las léntulas se deslizaban presurosas las málgalas”, “la densidad visional de las pligloterias”, etcétera (“En la funérea playa fue”).
         Se acusó a Lezama de conformar un Proust tropical; habría que denunciar a Piñera como un Kafka caribeño (o al menos como un Kafka “cubanazo” en plena guagua): una selva donde se centuplican y abigarran a cada instante José K. y “El artista del hambre”. ¡Qué descanso regresar a El Proceso o El Castillo de Kafka, tan temidos antes de conocer La Habana de Piñera! ¡Hasta resultan nítidos, confortables, lógicos y sobre todo sucintos, orientados: trascendentes!
         Virgilio Piñera presenta invariablemente en sus cuentos el gran espectáculo de una mente y una pluma extraordinarias que enfáticamente dan la espalda al lector “saprofito” y se dedican a no sé qué elaboradas bromas o lamentos para sí mismo, o para un cenáculo. Una gran autocomplacencia estética e intelectual nimba su radical anticonformismo.
         Advierto demasiada deliberación, demasiado proyecto monótono de inventar desoladas y/o nauseabundas barbaridades en Piñera. Algunos cuentos aislados azoran o escandalizan, en efecto, cuando toman al lector por sorpresa. En conjunto vemos una retórica que sigue, incluso modo automático, esa “bizarra” forma personal de narrar, ese arrogante impulso adquirido.
         Gana en los relatos más largos, cuando logra incorporar a sus conjuros algebraicos el habla y el color local de La Habana (“El álbum”, “Frío en caliente”, “El caramelo”). El Piñera que más me gusta es el menos aparentemente elaborado, el de los antirrelatos que se libran de la trama portentosa, y narran jocundos jirones de la loca vida diaria; por ejemplo, se lee en “Un jesuita de la literatura”:
         “Mulata despampanante avanza como tanque de guerra, con tajada de melón [melón de agua: sandía] en la boca, sembrando la acera de semillas negras. La vista, al chocar con tal arremolinamiento de carnes, envía al cerebro preguntas apremiantes, que este contesta al punto: sabrosona, santa, entera... Acto seguido, mi voz, velada y meliflua, se las susurra al oído; pero ella, que en ese momento de comerse el melón no está para piropos, me dice, parándome en seco: ‘Está bueno, ¿no?’... El flujo cerebral es interrumpido bruscamente por el tremendo frenazo de un camión que ha estado en un tris de llevarse por delante a un autito verde, cuyo chofer, sacando la cabeza por la ventanilla, sólo tiene ojos para la mulata, que unos metros más allá sigue escupiendo semillas de melón con la misma actitud olímpica de Luis XIV al recibir a los embajadores persas. ‘¡Malanga!’, grita el camionero. ‘¡Jamonero!’, grita el del autito. ‘Paragüero!’, grita alguien que pasa. Inminente match de boxeo”...
         Tal frescura es infrecuente en los Cuentos completos. Sin embargo, el lector se familiariza con las crueldades extremas y los antisilogismos, infantilismos y payasismos “inconcebibles” de Piñera; les reconoce prestigio “vanguardista”, los hace de lado, y se dedica a disfrutar, tranquilamente, algunos juegos de ingenio y episodios de pesadillas superterribles.
         O memorables viñetas satíricas como las del fatuo Ministro metido con toda su solemnidad burocrática en una cocina (“El señor Ministro”, originalmente publicado por Borges en Anales de Buenos Aires); del Señor Presidente con la mejor sonrisa del mundo (“El muñeco”); del santo papa que mistifica a todo su universal concilio con la teología de las bicicletas (“Concilio y discurso”); del tigre aficionado a las fiestas infantiles (“Belisario”), o del pusilánime perpetuo que escapa de sus miedos mediante valientes, “efímeramente eternas”, inmersiones en la tina (“El enemigo”). O ciertas burlas de la novela policiaca y de la ciencia ficción.
         De cualquier modo, siempre salta algo que qué gozar en su marea revuelta y turbia: Piñera es un prosista habilísimo, un humorista incorregible, y posee una imaginación pródiga: ofrece, más que textos logrados, perfiles memorables en su culto del-caos-es-un-caos-es-un-caos:
         “La seriedad para un payaso es su propia payasería, con ella realiza todos los actos de su existencia, y si alguien, en un estado de payasos, tiene la temeridad de destacarse del gran todo armónico que es la payasería, deberá pagar las consecuencias de su desequilibrio” (“El Gran Baro”). 
         Hay un melancólico clown extraviado entre las letras, que brinca y patalea en busca de su circo, en estos Cuentos completos de Virgilio Piñera. No es tan divertido porque no logra realizar cabalmente ese circo, sino sólo su lastimosa y truculenta añoranza de un universo delirante e hilarante. Y desde luego, absolutamente “cruel” (“cuentos crueles, teatro de la crueldad”), como el anciano que añora a su puntual asesino (“El que vino a salvarme”). Los pintores abstractos más vanguardistas pintaban “negro sobre negro” o “blanco sobre blanco”; Piñera, la desolación sobre la desolación, decorada con vísceras mutiladas o razonamientos demenciales y funerarios.
         De ahí que, como durante su vida, aunque sea imposible negar el talento y la imaginería del célebre autor cubano, resulten siempre algo elusivos, discutibles, extrañísimos. Seguramente se proponía algo de esto. Soberbia y travesura. Vocación de sufrimiento y sufrimiento por órdenes de la dictadura revolucionaria. Desesperados alardes ególatras y gemidos de víctima —o al revés: alardes de víctima y desesperados gemidos de ególatra—, siempre en arabescos. Escribió textos que nadie supiera cómo ni por dónde tomarlos. Su broma/lamento íntimos. Cierta antiexpresión o antiescritura.
         Una vocación radicalmente exótica en los terrenos del arte que se enorgullece (¿se infatúa?) de tal soledad enrarecida, de tan arisca diferencia: “Soy Piñera y qué. Tómenme o déjenme. Y les voy a facilitar todo el camino para que abandonen mi libro”.
         Como Lezama Lima, Piñera puede considerarse un héroe estético en este sentido de creador de una literatura difícil, aventurada, onírica o baldía. Como las hazañas barrocas de otro siglo, ese heroísmo se ofrece más a la admiración en cuanto rareza que como generosidad de lectura. Curiosidades de museo literario. Dan ganas de proclamar: “En la Sala Marcel Duchamp de este museo literario se ofrecen durante la presente semana, para las damas y los caballeros eruditísimos que ya regresan desengañados de toda cultura, los artefactos inconcebibles, imposibles o ultrajantes, y hasta gratuitos, de Virgilio Piñera”.
         Esto, al menos, con respecto a los textos de 1944 a 1965; después, este estilo, ya consolidado antes del castrismo, ¿en qué medida, de qué modo, expresó la pesadilla personal, histórica, de una víctima social, moral y cultural de la dictadura de Fidel Castro?
         Muchos de los alardes literarios de Piñera, sin embargo, son comunes a la muchedumbre de autores que siguió la senda surrealista en todo el mundo. La literatura del siglo XX abunda en pensamiento salvaje, en ficciones inconcebibles, en delirios de asco y horror, en bromas sonámbulas como “cadáveres exquisitos”; en ruedas de bicicleta montadas sobre un banco y ya: “¿A poco creían que la literatura era otra cosa, eh, inocentes saprofitos?”.
         Esa extravagante tribu literaria suele desanimar al lector (es tan fácil deshacerse de autores ególatras: basta con botar los libros); pero no ha perdido su atractivo entre los propios escritores, que admiran las difíciles minucias, los logros encubiertos, las aristas temerarias, las “arias de locura”, o de bravura, que no escasean entre algunos de sus mayores heresiarcas como Virgilio Piñera.
         Uno parece conocer menos al autor entre más lo lee: resalta su talento de orfebre, pero sofoca la densidad y la sobreabundancia de sus enigmas: zumba una mosca y Piñera se desgañita con una dodecafonía. Y de inmediato cada dodecafonía a su vez se decuplica, y vuelve a decuplicarse hasta configurarse en selva prosística.
         Yo me sospecho, en ocasiones, menos una revelación que una utilería sonámbula, reiterativa hasta la desesperación, en esa especie álgebra desorbitada entre visiones esotéricas de los Cuentos completos de Virgilio Piñera. Nadie podrá negar, sin embargo, sus elevadas lecciones (pero intermitentes, parciales, inconclusas) de invención y de escritura, que le aseguran un nicho exótico, de heresiarca —y de mártir particular de un Estado totalitario—, entre los maestros de los narradores latinoamericanos.
         Como el poeta Lezama, Virgilio Piñera cumple el destino de permanecer lejos de los lectores y demasiado presente, como obsesión gremial, entre los propios escritores, siempre temerosos de hundirse en la vulgaridad sentimental o realista, en la lógica tradicional o cotidiana, en la literatura municipal y espesa; siempre ávidos de la brillantez de lo insólito o misterioso. Y no sin razón admiran a autores como Piñera (o al Joyce de Finnegans Wake) a la manera de íconos redentores.