jueves, 30 de julio de 2009

VERLAINE: EL TALIÑIDO DEL OLIFANTE

VERLAINE:
EL TAÑIDO DEL OLIFANTE
Por José Joaquín Blanco


La gran revolución simbolista de la poesía francesa, comenzada por Baudelaire, contó con tres caudillos en la segunda mitad del siglo XIX: Verlaine, Rimbaud y Mallarmé. Ninguno de ellos fue muy estimado en su momento; el lector común seguía prefiriendo a Víctor Hugo, y luego a los parnasianos, pero no ignoraba a Verlaine (1844-1896): la perfección del verso y de la composición puesta al servicio de los “placeres malditos” —uno de los cuales era la ensoñación de los rincones o episodios prohibidos de la historia antigua (recuerdos de Ecbatana y de los Borgia; “suntuosidad persa y papal”); y el otro, la exaltación de la lujuria al sitio del Ideal (“la pasión loca va tañendo el olifante”. “Olifant”: “marfil; nombre del cuerno que llevaba Rolando, y en general un tipo de cuerno pequeño que llevaban los caballeros”: Le petit Littré). Exaltación tanto más irónica cuanto que casi siempre ocurría en lupanares, entre bohemios sin un céntimo que sufrían graves remordimientos religiosos.
El siglo XX le dio las espaldas a Paul Verlaine, quien cometió muchos pecados que abominaba el nuevo siglo: poesía musical (“La música antes que nada... que tu verso sea la cosa en vuelo... y todo lo demás es literatura”); perfección, sutileza (“¡No queremos el color, sólo el matiz!”); lujo, fracaso económico y social, esteticismo (“¡Vivimos en un dandismo, prendados solamente de las Rimas!”); hiperestesia mórbida, misantropía, anarquismo (participó en la Comuna); autoflagelación, sentimentalismo.
Enemigo de la civilización industrial, vociferaba cantos de odio contra las ciudades modernas; a los nuevos poetas “El mundo, turbado por su palabra profunda,/ los exilia. ¡A su vez ellos exilian al mundo!”. Efraín Huerta retomó esos cantos de odio urbano y esa misión del poeta (“Responso por un poeta descuartizado”).
Aunque fue el gran promotor del concepto y del racimo de Los poetas malditos (1884), nuestro siglo lo hizo víctima de un curioso maniqueísmo en cuestión de malditos. Se ensalzó (incluso por parte de los católicos y de los surrealistas) a Rimbaud, como una especie de santo al revés —quien de plano, como en viaje místico, se fue a pasar Una temporada en el infierno—; pero se excomulgó al “decadente”, “frívolo”, “vicioso” ensoñador de perfumes, joyas, cuerpos, historias y músicas equívocas, que iba y venía botella en mano de la sacristía a la cárcel, y del hospital al burdel.
Además Verlaine era feo, “tenía mal vino”, y en sus raptos de cólera solían estar cerca esa maldita pistola contra Rimbaud, ese maldito sable contra su madre. Pontificó Anatole France: “El autor es indigno, y los versos son los peores que he visto”. En su célebre no-diatriba contra Anatole France en la Academia Francesa, Paul Valéry no sólo vengó a Mallarmé, sino también al saturniano.
Verlaine —no mártir como Rimbaud, no asceta como Mallarmé—, hizo un reino negro para los proscritos: “Id, pues, vagabundos, sin tregua,/ errad, funestos y malditos,/ a lo largo de los abismos y las playas/ bajo el ojo cerrado de los paraísos.” O bien: “Y nosotros, que la derrota nos ha hecho, ay, sobrevivir,/ los pies magullados, los ojos turbios, la cabeza pesada,/ sangrantes, flojos, deshonrados, cansados,/ vamos, penosamente ahogando un lamento sordo...”
A lo largo de nuestro siglo se ha revalorado a Baudelaire, a Rimbaud, a Mallarmé. No a Verlaine, a quien en español conocemos principalmente a través del rodeo por Rubén Darío y de “Birds in the night” de Luis Cernuda. No había poeta con mejor música que Verlaine (“Les sanglots longs/ Des violons/ De l’automne...”) Valéry no desconoció su primacía. Darío lo escuchaba con tal pasión, que quien haya leído Prosas profanas conoce mucho a Verlaine, aunque jamás haya recurrido al poeta de Las fiestas galantes (1869).
Como sus tres compañeros ilustres, Verlaine es sobre todo un poeta de hallazgos verbales, y no tanto ideológicos o filosóficos; pierde casi todo en las traducciones: su música, su suntuosidad, su perfecta versificación, su ironía en la combinación de vocablos, sus calembours. Incluso en francés, se ve lleno de manierismos Segundo Imperio, de decadentismos fin-de-siglo, cuya novedad enloqueció a sus contemporáneos, y que ahora parecen pintoresquismo de época: asfódelos y nenúfares carnales del Museo d’Orsay.
A diferencia de sus compañeros, careció de mística (y de teoría, como no sean el dandismo y la “maldición saturniana”), lo que para muchos equivale a decir que careció de seriedad, de profundidad. Fue un fanático de la forma, pero con un fanatismo meramente sensual, sin las pretensiones filológico-filosóficas de un Mallarmé. Fue un revolucionario de las costumbres, pero sin la deliberación del joven Rimbaud: a cada momento se arrepentía y a gritos pedía perdón a los párrocos. También en eso recuerda a Baudelaire. Quiso meterse a monje.
Curiosamente, este idólatra de la Forma creía sobre todo en el Gran Contenido; el fin de la poesía era la expresión, casi la confesión —así, con solemnidad sacramental— del alma del poeta: “El Arte, hijos míos, es ser absolutamente uno mismo”. No el estar absolutamente ebrio, que pedía Baudelaire; no el ser absolutamente moderno, que exigía Rimbaud; no el ser absolutamente el Texto, que estatuyó Mallarmé. (Ningún otro poeta de la forma tuvo tan paradójica mala suerte: quedó en la fama pública, de tanto ser “él mismo” en sus poemas, como un exquisito biógrafo de la disipación y la crápula).
Y ese “uno mismo”, por lo demás, era una maldición astral, la de nacer bajo el siglo de Saturno: “Ahora bien, aquéllos nacidos bajo el signo de Saturno,/ fiero planeta, caro a los nigrománticos,/ entre todos tienen, según los viejos grimorios,/ buena parte de desdicha y de cólera...” (Grimoire: manual de brujería); “Lo que necesitamos nosotros, supremos poetas/ que veneramos a los dioses, y en los cuales no creemos,/ nosotros a quienes ningún rayo de luz aureola la cabeza,/ a quienes ninguna Beatriz nos ha dirigido los pasos”... Su primer libro, de 1866, se llama precisamente Poemas saturnianos. Porfirio Barba-Jacob trató de imitarlo no sólo en el verso. Susan Sontag ha escrito un ensayo Bajo el signo de Saturno (México, Laser Press, 1981).
¿Fue absolutamente “él mismo” en su poesía? Sólo de una manera indirecta. Fue sus sueños, fue sus pesadillas. Fue Sardanápalo y Heliogábalo, Felipe II, Caspar Hauser y Luis de Baviera, Pierrot y Colombina, Wagner y Calderón, las mitologías indostanas y las leyendas de la Edad Media —lo que, bien mirado, no es un mundo poético tan estrecho ni tan despojado de “contenido”. Ascendentes en la luna, la lluvia, el otoño y el atardecer en jardines ruinosos y en alcobas acojinadas, olorosas a almizcle y a benjui.
Amó como el más delicado y suntuoso de los voyeurs los abrazos lesbianos de las amigas adolescentes (“Las amigas”, esas seis acuarelas de lujo, protagonistas de toda literatura erótica). El lector ha tener libre su mejor mano al leer la “Primavera”:

Tierna, la muchacha pelirroja,
A la que tanta inocencia enardece,
Dice a su amiguita rubia
Estas palabras, en voz dulce y queda:

“Savia que asciende y flor que brota,
Tu infancia es una glorieta:
Deja en su musgo errar mis dedos,
Ahí donde brilla el botón de rosa;

“Déjame, entre la hierba clara,
Beber las gotas de rocío,
Ahí donde la tierna flor está rociada;

“Para que el placer, amada mía,
Ilumine tu frente cándida
Como, al alba, el azul tímido.”

Habrá que señalar entonces la feliz coincidencia del perfeccionismo estético (virtuosismo de sugerencias y matices, más que el trato directo) con el afán de conquistar el tema sexual para la poesía en esta época; y añadir la tensión moral del remordimiento de esos libertinos que querían ser devotos. De ahí la irrepetible delicadeza y la particular intensidad emotiva —en sonetos de filigrana— de sus traviesas “muchachas en flor”, que relatará Proust.
En sus últimos años, sin embargo, Verlaine quiso cultivar una poesía deliberadamente letrinesca (“No metaforicemos, ¡a coger! A pelotear bien los huevos”, etc. Ne métaphorons pas, foutons, / Pelotons-nous bien les roustons...), bajo los títulos de Parallèlement y Hombres: veintitantos textos que por lo general se publicaron sólo hasta este siglo, en ediciones privadas; no están desprovistos de gracia (auto)satírica. (Los poemas de Hombres, aparecen en Oeuvres livres, París, Cercle du Livre Précieux, 1961, y en A Lover’s Cock and other gay poems, Ed. bilingüe, San Francisco, Gay Sunshine Press, 1979.) Debe señalarse, asimismo, que a diferencia de la expresión dichosa que encontró en Verlaine el amor lesbiano, los amores entre Hombres sólo fueron realmente celebrados de una manera satírica y letrinesca. El mismo camino siguió Proust: ofrece delicadas acuarelas de sus perversillas “muchachas en flor” y espantables aguafuertes de Monsieur de Charlus. Dice Edmund Wilson en El castillo de Axel: “Proust no trata de vendernos la homosexualidad haciéndola aparecer atractiva y respetable, como por ejemplo André Gide... [En las novelas de Proust] desde luego se nos hace sentir la atracción femenina de Albertine y de Odette, mientras que, por el otro lado, ninguno de sus homosexuales masculinos aparece jamás sino en formas horribles o cómicas...” Igual en Verlaine.
Como en Poe y en Darío, su vida de miseria produjo poemas llenos de joyas y de oro (Víctor Hugo, que era rico, cantaba a la vida sencilla); su mala fortuna moral —cantinas, cárceles, hospitales— lo condujo a llorosas loas a la Iglesia y a la virtud (Víctor Hugo, quien carecía de la “maldición de Saturno”, no necesitaba los consuelos de la Iglesia, sino la compañía de los héroes y dioses paganos, sus compadres).
Verlaine logró joyas verbales. No se pueden traducir cumplidamente, pero los milagros ocurren: en Rubén Darío hay más Verlaine que en cualquier versión española de Verlaine. Y también logró a ratos ese raro don de algunos poetas, que Borges reconoce: el afecto del lector, su complicidad, que más allá de los juicios literarios se niega a olvidar ciertos versos: “¿Qué has hecho, tú que estás/ llorando sin cesar,/ di qué has hecho tú, que ahí estás,/ de tu juventud?” (Qu’as-tu fait, ô toi que voilà/ Pleurant sans cesse,/ Dis, qu’as-tu fait, toi que voilà,/ De ta jeunesse?).
Sus andanzas desesperadas, sus sueños de paraísos de lujo y maldad (“Bajo techos de oro,/ entre los perfumes, al son de la música,/ harenes sin fin, paraísos físicos”), sobresaltados por pesadillas de postración, dolor, humillación (“Los negros inviernos de mis hastíos, de mis ascos, de mis angustias”... “Mi alma apareja hacia naufragios horribles”), entretejen una especie de tragedia moral alucinante.
Más que ningún otro, este emblemático “poeta maldito” habla de las “inmundas” ciudades modernas, donde un soñador menesteroso, enfermo, a poca distancia del desastre y del crimen, se roba de la historia antigua leyendas de lujo sensual; y de los cuerpos que pasan, hiperestésicas lucubraciones de alcoba. Es inevitable que en tales poemas abunden la confesión a Dios o a la amada, la autocompasión, los tremendos berrinches a cachetadas del poeta consigo mismo, los escupitajos.
Quizás Verlaine fue el más escéptico de todos ante la Poesía, esta putilla de los bohemios:

Pon tu frente sobre mi frente y tu mano en mi mano,
Y hazme los juramentos que romperás mañana,
Y lloremos hasta que amanezca, mi pequeña fogosa.

¡Pero eso ya era algo! Era cantar concretamente la tristeza, la monotonía, el vacío (“el aire átono”), la grisura de la realidad. Todo un arsenal de museos, bibliotecas y catedrales, de guardarropas y galerías del horror, de perfumes y colores, para decir: no, nunca, nada, nadie... Decir solamente: “Llueve en mi corazón/ como llueve sobre la ciudad” (Il pleure dans mon coeur/ Comme il pleut sur la ville).
Y ensoñar entonces, a sabiendas que se delira, sueños musicales, perfumados, minuciosamente tallados con perfección de diamante, conscientes de su inutilidad, de su inexistencia. Rubén Darío (Cantos de vida y esperanza) escribió uno de esos delirios suntuosos para su tumba:
Que púberes canéforas te ofrenden el acanto;
que sobre tu sepulcro no se derrame el llanto,
sino rocío, vino, miel;
que el pámpano allí brote, las flores de Citeres,
¡y que se escuchen vagos suspiros de mujeres
bajo un simbólico laurel!

sábado, 25 de julio de 2009

FEOS ATRIBUTOS

FEOS ATRIBUTOS
Por José Joaquín Blanco


Uno de los motivos más exitosos de la poesía simbolista francesa (Baudelaire, Verlaine), fue el amor lesbiano. Ocurrió también en la pintura impresionista, con su larga colección de “bañistas”. Y en el mármol, como todavía lo vemos hasta en Bellas Artes: las ninfas con peplos delgados y transparentes, desceñidas, mostrando minuciosamente senos, caderas y piernas, incluso el pliegue del pubis, aparecen en grupos eróticos sin varón.
Se trata un poco de la escuela de Safo, es decir, de un lesbianismo púber y casi inocente de colegialas —Sin penetración, ¿qué puede ocurrir realmente, en serio, entre las chicas?, se preguntaba la moral sexual falocrática de la época—, anterior al matrimonio; y que se suponía habría de desaparecer con él: travesuras de niñas antes de que conocieran hombre.
A pesar de la censura, de algún reclamo judicial (Baudelaire), la sociedad europea culta de la segunda mitad del siglo XIX fue no sólo tolerante sino consentidora de este “estético” lesbianismo juvenil como exquisitez, como excentricidad casi oriental. Hay quien se pregunta si realmente ocurre un verdadero tema lesbiano en esos poemas, cuadros y estatuas de “amigas”, o si son meros pretextos para encender al público masculino, que ve muchachas erotizadas, pero en una acción que juzga sin culpa, sin penetración y sin verdadero rival.
Ya venía desde antes: todos los circos de Sade, desde luego; Balzac, en La muchacha de los ojos de oro, inaugura y acaso culmina ese tema; Ingres y Delacroix pintan escenas de harén, con hetairas y bañistas lánguidas, que algo han de hacer entre ellas para no aburrirse. No ocurrió sólo en Europa: están Las bostonianas, de Henry James, y los poemas mexicanos al amor lésbico de Tablada y Rebolledo.
Todo el arte y toda la literatura del siglo XIX persiguen expresar nuevas libertades sexuales: adulterio, amor libre, amor lesbiano. Todavía no llegaba el turno (salvo en resquicios, como el Vautrin de Balzac, en Esplendores y miserias de las cortesanas, en alguna escena de Salambó de Flaubert, en ciertos guiños de El retrato de Dorian Gray de Wilde) a la homosexualidad masculina. Pero se anuncia. Flaubert escribe en sus cartas las escenas —chistosas, monstruosas— que todavía no caben, sin escándalo y sin problemas con los tribunales, en las novelas; Verlaine y Rimbaud componen poemas más pornográficos que eróticos, en páginas secretas, escritas para diversión de un grupo de iniciados. Se parecen a los albures y a las obscenidades de nuestros días.
Pero en Las amigas, el grupo de bellos sonetos lesbianos de Verlaine, deslumbra no tanto su arrojo cuanto su delicadeza, su ternura. No se han escrito en nuestro siglo poemas más refinados sobre las chicas que físicamente se aman. Uno se pregunta: ¿por qué los atributos viriles y el amor homosexual masculino no compartieron tal devoción artística? Refinamiento, seriedad, delicadeza, ternura. Verlaine escribió una treintena de poemas sobre falos, testículos y hombres que se aman, en Parallèlment y Hombres, pero en un tono completamente diverso: deliberadamente soez y cantinero. Circulan profusamente, para reírse, los dibujos de los chicos de grandes falos de Aubrey Beardsley.
El mismo camino siguió Proust: ofrece delicadas acuarelas de sus perversillas “muchachas en flor” y espantables aguafuertes de Monsieur de Charlus y de Jupien. Dice Edmund Wilson en El castillo de Axel: “Proust no trata de vendernos la homosexualidad haciéndola aparecer atractiva y respetable, como por ejemplo André Gide... [En las novelas de Proust] desde luego se nos hace sentir la atracción femenina de Albertine y de Odette, mientras que, por el otro lado, ninguno de sus homosexuales masculinos aparece jamás sino en formas horribles o cómicas...”
Igual en Verlaine. El gran hurra de la homosexualidad masculina del siglo XIX, en literatura, fue casto: Walt Whitman y sus camaradas, también bañándose en los ríos, pero como boy scouts, sin genitales, sin ambigüedades sexuales que enturbiaran su fraternidad pura. Puros equipos deportivos. Whitman se indignaba, y no tenemos razón para dudar de su sinceridad, cuando alguien trataba de leer en sus Hojas de hierba “otras cosas”.
¿Sólo autorrepresión, gazmoñería en esta decisión de expulsar los atributos viriles y la homosexualidad masculina de los reinos de la belleza artística? Bueno: ante todo, falta de éxito estético —hasta la época de los modelos de calzoncillos Calvin Klein, al menos— de los genitales masculinos. Han escandalizado siempre, de modo que la mayoría de las estatuas antiguas que los mostraban fueron mutiladas desde los primeros tiempos del cristianismo.
Pero también han disgustado. A diferencia de los sinuosos y musicales perfiles femeninos, el falo y sus bolsas echan a perder los cuadros. Dicen algunos pintores: es sencillamente feo. Encogido, ¿qué chiste? Erecto, cosa de cantina o de burdel. Incluso en la antigüedad grecorromana, los príapos o términos que se usaban como amuletos para atraer la fertilidad agrícola, eran monstruosos y risibles. Escenas idílicas: las “amigas” que se tocan senos, pubis, caderas... ¡qué cochinada las puñetas!
Se necesitaba muchas veces de todo el talento de los pintores y escultores clásicos para mostrar los falos y los testículos (como en escenas de guerreros y jugadores olímpicos) sin atraer las carcajadas o el disgusto —a veces los reducen, o los esconden en la mata de vello (así es de discreto, en nuestros días, David Hockney). Los racimos colgantes no caben en las simetrías ni en las áureas proporciones del arte sublime. Hasta en el David de Miguel Ángel: qué majestad de las manos, qué humildad del capullo. Lorca y Cernuda pintaban a sus gitanos, muchachos andaluces y jóvenes marinos con los calzones bien puestos.
Las liberadas mujeres artistas y escritoras de nuestra época no han superado el escollo: rara vez logran celebrar la genitalidad masculina. Hablan de la Pareja. Celebran, sabias, su experiencia de ser amadas... por tan antiestético instrumento. Se cantan eróticamente a sí mismas, ¡ni modo de cantarle a eso! ¡Y la estética gay de Francis Bacon! (Acaso los strippers de los bares exclusivos para damas gocen de mejor fortuna: aunque su show concluye en cuanto se quitan la tanga, y entonces de plano hay que apagar la luz. Las coristas, en cambio, pueden lucir sus atributos enteros y bien aceitados toda la noche...)
Por lo demás, al hombre heterosexual siempre le ha gustado (y lo vemos hoy en el table dance), cierto lesbianismo en las cortesanas. ¡Pero contemplar falos ajenos, incluso el propio! Asunto de risa o de franco disgusto, como ver que alguien defeca. Muy natural, pero no es arte. Incluso disgustan otras partes del cuerpo masculino, que la plástica suele androginizar un poco, depilándolas: una cosa son caderas y senos jugosos y alabastrinos, y otra nalgas y pecho exiguos y con pelos. Para no hablar de barrigas. Cierta gordura en la mujer siempre ha encontrado sus escultores prehistóricos, sus cultos étnicos, sus Rubens. La panza de los hombres, ¿cuándo? Sólo en la comedia, al amparo del comprensivo dios Baco. Y las calvas, y las papadas... La poesía sublime sigue siendo monopolio de las Gracias; apártate, joto feo. Entona la Sátira de Salvador Novo. Imita a Buda, cuarentón, no seas rencoroso.
Nada de malo hay en los desnudos femeninos, nos dice algún liberal “curador” de museos: son pura música. Pero en los masculinos mejor esconder los genitales, y acentuar el talle juvenil y los músculos atléticos, para que los sustituyan como ideal de prepotencia y servicio eficaz. A veces, como en las conocidas fotografías eróticas del barón Wilhelm von Gloeden, a principios de siglo, se tolera que efebos, pastorcillos, exhiban sus cositas como si no las tuvieran. Nada de tocárselas. Y sin erección, o de plano ya es puro porno.
Incluso en el siglo XX, la mayoría de los relatos de homosexuales varones se han andado por las ramas (E. M. Forster, Cocteau, Julien Green), o han preferido la picaresca sobre el idilio (Genet). Y cuando han intentado el amor sublime, oscurecen toda genitalidad. Esos higos. Esos pepinillos. Esos apéndices. Esos rabos. ¿Cómo hacer arte con eso? Que se tapen sus vergüenzas, por inarmónicas, y queden casi lisos como “amigas”; apenas cierta curva discreta en las mallas de los bailarines, en los calzoncillos de los concursantes del body-building. (Quienes de plano no se miden son los toreros: ahí traen todo el paquete chorreado, atamalado, omeletteado, sobre un muslo, como un paliacate hecho bola.)
La conclusión es simple y conocida. En la cultura occidental, y probablemente en todas las culturas, el ideal de belleza es femenino. Se reservan al varón los más prestigiosos ideales de la fuerza y el carácter. Cavafis, García Lorca o Tennessee Williams hacen atractivos a sus galanes no con la pintura de sus atributos sexuales, sino mediante odas a su carácter y a su fuerza. Los hacen intensos personajes dramáticos. (La metáfora fálica de Marlon Brando, en Un tranvía llamado deseo, fue su T-shirt sucia y muy mojada de sudor.)
Al sexo bello se le suele regatear personalidad, tanto como se celebran sus dones estéticos: las “amigas” y las “bañistas” del simbolismo y del impresionismo esplenden como flores carnales, sin distraerse con tanta psicología. Y que, por favor, no hablen, porque se rompe el embeleso estético.
Se puede divagar cuanto se quiera. El hecho conciso es que hemos cumplido más de un siglo de celebraciones sublimes, exquisitas, armónicas, del amor de las bellas “amigas”, desnudas, con sus exuberantes atributos sexuales plenamente expuestos. Los amigos, en cambio, saben que su feo sexo da pura risa, lo mismo erecto que encogido. (Nada tienes qué ver con el arte, gallito inglés.) La gran musa de la genitalidad varonil es la cómica. Lo que, bien mirado, ¿por qué considerarlo demérito?

domingo, 19 de julio de 2009

La prima Trini

LA PRIMA TRINI
Por José Joaquín Blanco
Para Alejandro Meneses

1
Me había olvidado por completo de mi pueblo. Estoy tan integrado a la Ciudad de México que siento como si hubiera nacido aquí. Pero nací en las afueras deshilachadas de un pueblo seco y casi anónimo donde no pasaba nada: calles vacías, tiendas vacías, y estudié en su única aula para los veinte chamacos mugrientos que cursábamos los diversos grados de primaria.
Quedé huérfano antes de aprender a hablar, pero con mucha familia: sobre todo mujeres. Los hombres desaparecían rumbo a la capital o a los Estados Unidos. Quedaban muchas tías y primas, entre las que me fui criando, ahora en una casa, ahora en otra, haciéndola de mandadero o de cargador en el mercado, o prestándoles infinidad de menudos servicios a cambio de su amparo.
No es tan tormentoso ser huérfano como aparece en las telenovelas. El chico madura antes, se ve obligado a pensar y actuar por sí mismo, y goza de pequeñas libertades o ambiciones que no suelen conocer los hijos de familia: como la de largarse un buen día a trabajar y estudiar la secundaria a la Ciudad de México, con apenas el modesto apoyo inicial de una colecta entre las primas y las tías. No existían muchas raíces profundas que cortar.
Tuve suerte en la ciudad y me olvidé del pueblo. Al principio les escribía a menudo, y las visitaba una vez por año; luego sólo les enviaba tarjetas de navidad. Luego nada. Ellas también me fueron olvidando un poco: cada año les nacían más hijos, primos y sobrinos que atender.
Pero hace unas semanas me llamó la prima Trini. Larga distancia por cobrar, desde la farmacia del pueblo. Que el gobierno andaba construyendo una gran carretera que iba a pasar por encima de buena parte del panteón municipal. Estaban cambiando el panteón a otra parte, y cada quien debía ir a exhumar los restos de sus parientes más cercanos y mudarlos al nuevo, muy moderno, con jardines, fuentes y altos muros para minicriptas.
La prima Trini no podía encargarse de la populosa familia que teníamos en el panteón, sólo de algunos de los parientes más cercanos. Me pedía que fuera yo a recoger los restos de mis padres, y que en lo posible cooperara para el traslado de tantos tíos abuelos y bisabuelos de los que nadie se acordaba ya, más que de nombre, pero que se amontonaban en una docena de “perpetuidades” vecinas. No le parecía justo que fueran a dar a una fosa común, ellos, los más antiguos, los olvidados, que habían sido precisamente los compradores de las perpetuidades que disfrutó toda la enorme familia por cuatro o cinco generaciones. Casi un siglo. Pero todo se acaba, por lo visto, hasta lo “perpetuo”.
Hace cuarenta años escapé del pueblo en tren, con mi ropa en una caja de cartón. Era un trayecto directo a la Ciudad de México, aunque duraba horas y a cada rato parecía que iban a destartalarse los vagones oxidados. Mis ojos estaban llenos de esperanza, y miré por la ventanilla cómo, después de dos o tres horas, desaparecían los llanos monótonos de zacate, la terca aridez de las serranías, y aparecían las verdes granjas, los ranchos cercados, los poblados modernos, las fábricas, las ciudades.
Recuerdo las escenas de campo de ese viaje más que otra cosa en la vida. Ahora sencillamente tomé el avión a Zacatecas, y luego, en una conexión anacrónica, un autobús guajolotero, tan ruinoso y traqueteante como aquel tren, que iba subiendo y bajando campesinos de todo tipo en pueblos y rancherías.
Alcancé finalmente a ver los trabajos, los socavones, las montañas de arena, las grandes máquinas amarillas, de la nueva carretera que se iba acercando irremisiblemente al panteón de mis mayores. Llevaba en una maleta infinidad de chucherías para mujeres. No sabía a cuántas tías y primas habría de visitar.
El pueblo mostraba dispersas y borrosas señales de progreso. Al apearme del autobús vi un enmarañado, improvisado cableado eléctrico. Descubrí antenas de televisión en tienditas y pollerías, hasta en alguna casa. Las principales calles estaban enchapopotadas y sentí como que los pies se hundían y se pegaban un poco en esa especie de colchoneta negruzca y brillante, por la que circulaban puras carcachas.
Había varios esqueletos de automóvil estacionados por ahí, de los que a la buena de Dios se irían tomando partes para quién sabía qué usos. ¿Un espejo retrovisor se encontraría ahora instalado en un coqueto tocador de quinceañera? ¿Las llantas convertidas en columpios, los tapones en charolas? ¿Algunas partes de la carrocería se habrían vuelto remiendos en las chozas techadas con lámina?
Visité ante todo la iglesita espantosa (moderna, con “arreglos globales” —grupos de globos de colores, pues—, en lugar de florales, sobre el altar; y dibujos de El Buen Pastor, con su cayado y sus ovejas, y de El Ciervo Herido, o sea Bambi, completamente inspirados en Walt Disney.) El evangelio y los salmos en su insolente simplicidad de cartoons.
La placita tenía su media docena de árboles enfermos y sus columpios chirriantes, como siempre. Deglutí como pude alguno de los dulces de leche quemada, manjar de mi infancia, que vendían una especie de mendigos en la acera del Palacio Municipal.
Y entré a ver al munícipe, un compadre desconocido pero también, como lo descubrimos después de una media hora de genealogías, un poco pariente. Amable, huevón, cinicazo. Calcetines transparentes; chorros de loción vetiver. Le tuve envidia.
Se encontraba completamente feliz en su pueblo inútil; su exiguo salario municipal, más algunas igualmente módicas exacciones a trasmano, le permitían tener su casita en forma en el centro, y sus dos o tres casas chicas por ahí. Le gustaban el dominó, la televisión (que ocupaba el lugar de honor en su oficina) y las borracheras del domingo, después del partido. Se jugaba futbol en el llano de la escuela, que ya tenía dos aulas y dos maestros para los seis grados de primaria. “Más vale ser cabeza de ratón que cola de león”, como decía mi tía Maruca. Mi primo era toda una personalidad en el pueblo.
—¡Apenas llegas a tiempo, primo! ¡Los ingenieros tienen prisa! ¿Qué crees que me aconsejaron? Que no le avisara a nadie. ¿Para qué alborotar a la gente? Dejar que pasara la supercarretera sobre los muertos, como una especie de lápida general...
Pantalón entallado bajo la barriga incipiente. Dos tallas de menos. Ni siquiera así se le notaban las nalgas. Seguro ejercía de Adonis local. ¿Usaría tangas caladas? Los botas de supuesta piel de víbora, brillantísimas. Por lo pronto, varias cadenillas de oro con medallitas de santos y signos zodiacales.
—Y ojalá les hubiera hecho caso. No sabes el revuelo que se ha armado. ¡Hay tanta gente sin un peso en la bolsa pero con veinte esqueletos en su “perpetuidad”...!
Los retratos del gobernador y del presidente, detrás de su escritorio. Una bandera nacional, en su aparador vertical, en un rincón. Un vistoso díptico de fotos sobre el estante: su boda, sus bebés.
—Se están haciendo rebajas hasta del 50 por ciento en los gastos de reinhumación para la gente, digo los difuntitos, que tenían perpetuidades. Pero ni eso pueden pagar. O no quieren... Además, son reabusivos. Hay tumbas en las que se encontraron ¡treinta! esqueletos. No se acababa de pudrir un cadáver, cuando le estaban apiñando otro en el mismo agujero. ¡Hasta treinta!
Ademanes estudiadamente francos, norteños. Al presidente municipal la daba gusto hablar con personas ilustradas, de la capital; tanto mejor si resultaban parientes. Pronto nos veríamos en el Distrito Federal, cuando llegara a diputado.
—“Haga el hoyo más hondo”, nomás le decían al sepulturero. Como quien dice: rásquele más que todos caben... hasta el mero centro de la tierra.

2
Revisamos el registro de perpetuidades. Me alarmé. Mi diligente prima Trini había ido a avisar que su “primo de México” vendría al rescate de los difuntos familiares, ¡pero había palomeado como cincuenta! Chávez, Godínez, García, Bernal. Y aun con el cincuenta por ciento de descuento a los “perpetuos”, los costos de incineración, criptas, tumbas, exhumación y reinhumación resultaban los mismos en ese perdido pueblo de las serranías que en un cementerio de mediana categoría de la capital.
Me escandalizó lo que me parecía avaricia de la prima Trini. En mi infancia su madre figuraba como la parienta rica: poseía animales, puestos en el mercado, un camión de carga, una casa grande, en forma, con dos pisos, patio, huerta y corral. Yo era el huerfanito, el arrimadito. Pero, bueno, a final de cuentas la madre de Trini, la tía Maruca, se había erigido en mi principal benefactora durante mi orfandad; me había tenido viviendo con ella dos o tres años, me compraba ropa y juguetes. ¿Había llegado el momento de pagar? ¡Pero tanto de golpe! ¿Y de veras todo ese medio centenar de Bernales, Garcías, Godínez o Chávez eran parientes cercanos? Porque parientes más o menos distantes pues todos en el pueblo lo éramos.
Ordené de inmediato la mudanza de mis padres, de los abuelos y de dos tías cuyos nombres reconocí (¡incluso el de la tía Maruca!). Se trataba pues de una suma considerable.
—Ya veremos con la prima Trini a quiénes más salvamos —dije—. Me gustaría visitar la tumba de mis padres, antes de que la abran.
Recordaba una tumba sencilla. Simplemente una cruz de madera, una laminita cuadrada con sus nombres y fechas, y un jardín mínimo a manera de lápida, que las primas y las tías tenían siempre fresco. Eran devotas de los muertos, y solían irles rezando a todos, tumba por tumba, como en viacrucis. Desyerbaban las tumbas, sembraban plantas resistentes.
—Lo único es... que no se va a poder —dijo filosóficamente el munícipe—, porque ya preparamos esa zona desde hace dos meses. Los ingenieros tienen prisa. La supercarretera viene por La Consentida (un almacén de forraje a la entrada del pueblo), y nos amenazaron con que iban a echar pavimento sobre el terreno, con muertos o sin muertos. Pero ya tenemos a los difuntos bien clasificaditos.
El primo munícipe era cada vez más amable. Seguramente ya había calculado cuántos pesos podía exprimirme, o al menos conseguir que le invitara unas buenas horas de borrachera, con el pretexto de recordar seres y tiempos idos. ¡Y quién sabe! Podría necesitar ayuda cuando se instalara en la capital, como diputado.
—¡Quiero ver los restos! —exigí con brusquedad.
—¡Pues lo único es que... eso tampoco se va a poder, primo!, porque están encerraditos... y quién sabe dónde ande el cabrón de Cipriano.
Claro que me acordaba del cabrón de Cipriano. Un renco hosco y bigotón, siempre colorado de tanto solazo, de quien se decían cosas terribles: que enterraba a trasmano, sin conocimiento del Ministerio Público, a algunos asesinaditos; que extraía los dientes de oro, incluso de cadáveres recientes, y se los vendía a los joyeros de Zacatecas; con ese dinero compraba a casadas en apuros económicos y hasta a niñitos, y les hacía cochinadas en la propia capilla del panteón; que poseído por la mariguana y el aguardiente hablaba con el diablo, a gritos, por la noche, entre las tumbas. Nada más faltaba que recitase “El ánima de Sayula”.
Todas las generaciones de chiquillos, supongo, han tenido a dos o tres valientes que se escapan de casa en la madrugada para espiar al cabrón de Cipriano. Con quien había que quedar bien a cualquier costo, pues podía secretamente vengarse de tal o cual familia en la oscuridad de la noche, en los restos de los parientes difuntos. Toda la confianza del pueblo respecto a sus muertos estaba depositada en él.
Me imaginé al munícipe y al enterrador, coludidos, en su gran negocio de restos de tumbas: angelitos de yeso sin un ala; Inmaculadas de falso mármol, degolladas; pedazos de cruz, de columnitas, de guirnaldas, de jarrones y jardineras.
Seguramente algunos pueblos vecinos pronto lucirían en masa, remendados y remozados, los restos decorativos de nuestro panteón viejo.
El cabrón de Cipriano siempre se ha sabido de memoria qué tumbas cuentan todavía con deudos, y cuáles ya han sido abandonadas al polvo y al olvido. Probablemente desde muchos años atrás saqueaba y vaciaba las tumbas olvidadas. Por fortuna, primas como Trini velaban por la docena de nuestras perpetuidades.
—Pues lo único es que... hay que buscar al cabrón de Cipriano —le exigí, con sorna—; ahí, con cualquier chamaco. Total, en este pueblo nadie nunca anda muy lejos... —Y para suavizar la conversación—: Mientras nos echamos una cervecita.
Supe, al estar diciendo estas palabras, que en un minuto Cipriano podría ensamblar seis esqueletos, con cualquier tipo de huesos, y vendérmelos como los de mis papás, mis abuelos y mis tías. Intenté presionar al munícipe mediante la codicia:
—¿Y no sabrás de una casita, de un terrenito por aquí, que no sea muy caro? Ya estoy harto de la capital. Uno anda siempre aterrado con tanto delincuente, y la contaminación. Además en la capital nadie lo conoce a uno, se anda solo entre multitudes. Anda uno como sin raíces, al capricho del viento. A veces se me antoja volver al terruño, arraigarme en mis orígenes y vivir modestamente de mis ahorritos.
Con cierta envidia vi los gestos grandilocuentes con que paladeaba su cerveza Pacífico, como si no hubiera mejor gustador de cerveza en el mundo. La ostentosa virilidad con que se limpió la espuma que se le había pegado hasta en las narices. La mirada autocomplacida y fulgurante con que se dijo: “A este inocente lo desplumo de tantos o cuantos miles de pesos”.
—Uh Uh Uh... pues hay varias. Pero no vayas a comprar nada sin consultarme, primo. Muchas propiedades están intestadas o hechas un lío burocrático, o con hipotecas. Yo te consigo una muy buena, baratita, en orden.
—Desde luego te tocaría una buena comisión, primo.
—Desde luego, primo.
El chamaco regresó. Que el cabrón de Cipriano estaba en el panteón viejo, y que mejor lo fuéramos a buscar allá porque no iba a descuidar su trabajo por pendejadas.
—Poco respeto hacia la autoridad municipal, primo.
—Ya conoces a Cipriano. Además ya anda en las últimas. Casi sordo, casi ciego. Ojalá nos dure siquiera para acabar de desenterrar a todos los difuntitos, ¿porque dónde consigues otro sepulturero? Cipriano nomás porque nació en el propio panteón, a lo mejor ahí mismo lo concibieron, y aprendió el oficio de su padre. Y ahí a trasmano hace crecer sus hortalizas, bien abonadas...
Y efectivamente, el viejo panteón parecía un campo de batalla, lleno de agujeros como trincheras. Vi unas pilas de esqueletos al aire libre, bajo los pirules: los que acababa de desenterrar.
—¡Ánimo, ya te faltan pocos, Cipriano! —dijo el munícipe.
Apenas una cuarta parte del panteón permanecía intocada.
—¡Que va! ¡No se terminan nunca! Abres cada hoyo y te encuentras un titipuchal de finados, como en madriguera.
—Aquí el licenciado, mi primo, quiere ver los restos de unas tumbas de los García, los Godínez, los Bernal y los Chávez. Los de la señora Trini pues.
—¿Verlos? ¿Qué, desconfía de mi?
—Para nada, don Cipriano. Pero en fin, los padres de uno son los padres de uno. La sangre obliga.
—Pues será otro día porque ahorita tengo mucho trabajo.
Un poco de dinero y un gesto del munícipe decidieron al cabrón de Cipriano a meterse en la capilla del panteón, que tenía convertida en pudridero y osario. Me confortó un poco que se tardara más de media hora. Si se trataba de defraudarme con unos esqueletos al aventón habría necesitado apenas unos minutos. Pero se tomó su tiempo.
Regresó. Nos hizo entrar. La oscura capilla abandonada apestaba a albañal. Huesos mondos como de piedra, cartón o madera, junto a otros informes, con adherencias de tejidos como harapos, y algunos semipodridos que todavía no se acababan de secar. Y algunos costalitos nauseabundos con trozos ínfimos o polvo.
Advertí con cierto consuelo que muchos esqueletos (pero no todos) tenían amarrada una etiqueta en el fémur o en las costillas, pero también descubrí de reojo, en los rincones, montones de cráneos y pedacería varia. ¿De veras estaría yo afanándome por el eterno descanso de los huesos de los míos, o por un azaroso ensamblaje de vecinos enigmáticos? ¿Qué caso tenía entonces trasladarlos al panteón nuevo?
—¿Y qué van a ser con los finados que nadie reclame?
—¡Uta, son la mayoría! —respondió el edil—. El cura no quiere la incineración. Que por aquí sobra terreno baldío. Y que no es muy cristiano eso de andar quemando huesos con tanta facilidad y en masa, dice; y que, además, cualquier día puede llegar un deudo: ¿y qué le enseñamos? Ni modo: tendrán que apretarse en la fosa común. Eso sí, con su misa de tres ministros y todo.
—Por fortuna la señora Trini me avisó de estas tumbas. Así que les puse empeño especial —tartamudeó don Cipriano, algo diabólico y cadavérico él mismo, mimetizado con su material de trabajo, con sus ojos medio nublados bajo los párpados carnosos.
Estaba como encogido y contrahecho: apenas lo reconocí por el bigotón en escobeta de siempre, completamente cano, pero amarillento de tabaco, y el pie renco, con su zapatote ortopédico parecido a un adobe.
—Por ahora nada más estos seis —decidí finalmente—. Ya Trini les dirá luego qué otros.
—Pero no hay mucho tiempo: la supercarretera se nos viene encima.

3
Del panteón nuevo no vi sino un llano cercado de alambre de púas: una docena de tumbas muy recientes, sin lápida todavía; un muro como estante vacío, lleno de huecos para minicriptas. Y dibujos de cómo imaginaban que quedaría. Parecía algo babilónico.
Pagué con cheque. Tuve que entregar en efectivo una especie de multa al munícipe, pues no hay banco en el pueblo y tendría que mandarlo cobrar a la ciudad más cercana. Al cabrón de Cipriano también le dejé su buena propina, con la amenaza de que la prima Trini vigilaría su trabajo, y yo mismo, cuando regresara semanas más tarde.
Visitamos el munícipe y yo tres o cuatro casonas, de las mejorcitas, cuyos dueños estaban más que interesados en venderlas al instante y largarse a cualquier otro pueblo.
Una de ellas, parcelada, deformada, convertida en vecindad y carbonería, era aquella finca que me parecía lujosísima, donde yo había vivido dos o tres años al amparo de la tía Maruca y donde había jugado a los novios con la prima Trini.
—¿Pues no sabes lo que pasó a la muerte de doña Maruca? —me dijo el remoto primo al notar mi azoro—. Sus siete hijos se pelearon a balazos por la herencia. Murió uno de los muchachos; el otro estuvo en la cárcel de Zacatecas unos meses, y se escapó a los Estados Unidos...
Resplandecía su rostro al hablar de violencia. En ese pueblo muerto seguro las únicas fiestas verdaderas eran las de los balazos. Se emocionaba hasta la euforia al relatarme el drama:
—Todavía sigue el juicio de intestado, aunque algunos de los hermanos ya de plano se dividieron la finca a las malas. A ver quién les va a decir que no... Y ni siquiera con ésas se tranquilizan. A ratos vuelven a balacearse, pero ya no se tiran a matar, nomás a desfigurarse un poquito... Y ya tampoco presentan denuncias. Que son cosas de familia, dicen. Allá ellos. El municipio sólo cuenta con tres gendarmes, nomás para cuidar la plaza y el Palacio Municipal. ¿Así era en tus tiempos, primo?
El precoz munícipe rozaría los treinta años. Le respondí:
—Entonces nomás había dos, y siempre estaban borrachos.
No quise preguntarle por el destino de la prima Trini, a quien me disponía a visitar poco después. No quise que su vulgaridad, su obsceno arribismo, la tocara. Me acordaba de Trini cuando era mi novia, de ocho años. Decíamos que éramos “novios nomás de juguete”, porque resultábamos primos hermanos, y los primos hermanos no pueden casarse “sin una dispensa del papa”, decía la tía Maruca. “Pero así de juguete, de juguete, sí pueden ser novios”. A lo mejor la tía Maruca me amparó, me alimentó y me vistió para que yo fuera el compañerito, la mascota de la prima Trini. Me tenía embobado. Y así, la tía evitaba que su nena se juntara con escuincles desconocidos.
Hablábamos mucho de escribirle una carta al papa cuando fuéramos mayores. Trini era la única hija viva (dos más habían muerto pequeñitas) y la consentida de la tía Maruca. Parecía que más que criarla, jugaba con ella. La tenía siempre extravagantemente vestida de princesita o de muñeca, con ropa que confeccionaba ella misma como en un delirio de fantasías.
Trini hizo su primera comunión con un atuendo de angelito tan espectacular que provocó durante años el rencor popular. Se veía preciosa, delicada, finita. “¡Pero mira qué lindura, si es un dulce!”, exclamaban las comadres. Todas las otras niñas de primera comunión llegaron nomás bañadas y estropajeadas al ahí se va, con cualquier percudido vestidito blanco y ya.
Festejamos la primera comunión de la prima Trini con una gran tamalada, a la que sólo asistió una depurada antología de sus amiguitas. Nadie podía creer la decoración del pastel, lleno de conejitos de malvavisco. Mi tía Maruca no bajaba la voz al afirmar que Trini era la única niña fina del pueblo, y que la iba a mandar a estudiar en un internado de señoritas de la capital, para que se casara con un millonario.
Curiosa la debilidad de la tía Maruca, una matrona tan dura con todos sus hijos varones y con la gente en general: una viuda famosa como avara y agiotista, por su niña-muñeca. No podía dejar de adornarla, de besuquearla. Algunos desgraciados decían que la trataba menos como hija que como mascota, como perrito fino, pues: “de los que dicen french puddle”. Sólo faltaba que la expusiera en un nicho, como al Santo Niño de Atocha.
Me despedí del primo edil, quien a cada momento borbotaba grandes proyectos inmobiliarios para mí, y me encaminé a la dirección que me había dado la prima Trini. “Es una colonia nueva, del lado del río”, me había dicho.
No encontré río alguno, sino un cauce seco y pestilente; y “la colonia” se conformaba por una centena de barracas de madera. ¡El angelito con colorete, rizos entre listones y vestidito de satén y tul; con sus pies pequeñitos y perfectos en sandalias doradas, ahí! ¡Tanto que la envidié en la infancia, como hija legítima y además favorita, dueña de un gran futuro! La princesa de los cuentos de oro.
Trini me reconoció de lejos. No son muchos los capitalinos de traje, con maleta, que se aventuran por esa “colonia nueva” cundida de perros, cerdos, pollos y chorrientos nenes encuerados.
—¡Primo, primo! —clamaba como en remedo de un episodio infantil.
Vi a través del aire borroso, como líquido, una escena irreal. Respiré hondo y pensé que también yo había cambiado. Trini debió haberme visto canoso, arrugado y flaco. Una especie de avejentado agente viajero. Cuarenta años son cuarenta años. Yo vi, contra toda verosimilitud, a una mujer gorda, colorada por el sol, desgreñada, con un vestido sucio y roto. Le faltaban varios dientes.
Apartó a gritos a los chorrientos nenes, perros, cerdos y pollos que se interponían entre nosotros y me abrazó con un furor sofocante. Un aroma rancio, acedo. Me llenó el rostro de besos mojados, incluso demasiado cerca de la boca.
—¡Primo, primo, qué gusto volverte a ver!
La vida había sido dura para ella, dijo, pero no se quejaba. Tenía cinco hijos. El mayor ya hasta le llevaba dinero. (No le tocaba a ella saber cómo lo obtenía, supongo.) No, no del mismo marido: de varios. Se había casado más o menos bien con un fuereño ambicioso, técnico del gobierno, de la Comisión Hidráulica, pero “no nos comprendimos”, dijo con el gesto enigmático de la escena de telenovela.
Quedó desamparada y con dos chiquillos a la muerte de la tía Maruca. Sus hermanos no le hablaban: líos de la herencia: “¡Mamá siempre le dijo a todo mundo, y muchos han ido al juzgado a declarar, que la casa era para mí sola, para mí sola! ¡Y sus joyas, y sus muebles, y su dinero en el banco! ¡Mis hermanos no me dejaron ni siquiera un vestido!”. Lloró un poco sobre mi pecho.
Más tarde improvisó unas quesadillas en un brasero. Sacó de detrás de unas cajas una Coca-Cola tibia, intacta, que me tenía reservada. Y bueno: una mujer necesitada no estaba en posición de escoger quién la ayudara, ¿no? Y ¿de qué iba a vivir, si no sabía trabajar en nada, y peor con los dos primeros chiquillos?
Así fue intentando nuevos amores: con que la aceptaran con los dos niños ya era ganancia; y pariendo metódicamente hijos de otros hombres, que desaparecían, satisfechos, tras el parto. “Ninguno se ocupa de traerles ni un taco siquiera”. Pero pronto se acabaría su martirio, pues tres de sus cinco hijos eran varones, y entrarían a trabajar. El mayorcito...
Sólo las dos niñas estaban en casa: tan sucias y dejadas como la madre. Tenían las edades que le conocí a la bella Trini. Ocho, diez años. Las sacó a que se ocuparan de los perros, puercos y pollos, y pudiéramos platicar a gusto en la habitación única de la casa. Sentí como un tiempo estancado. No había nada para mañana. Sólo pasar el día de hoy como se pudiera, y sin hacerse ilusión de ningún tipo. Como animalitos, pues: comiendo lo que fuera, y echándose a dormir donde cayera. ¡Y pensar que todo en la niña Trini había sido lustre, ilusión, fantasía!
En mitad de la barraca había un enorme retrato de estudio, con marco dorado, de la tía Maruca; reconocí su grueso medallón guadalupano de oro macizo al cuello. Se decía que venía de Roma, bendito por el propio papa, y que con sólo tocarlo se ganaba indulgencia plenaria.
—Entonces pensé en ti. Ves que no estoy en posibilidades de pagar tanto en el panteón. Apenas la voy pasando con el lavado, con la costura.
Vestía niños dios y los domingos expendía carnitas al borde de la polvosa carretera vieja. Sus hijos la ayudaban.
Le dejé todos los obsequios que llevaba en la maleta. No me quedaban ganas de visitar más primas ni tías. Me despedí tan pronto como pude, con la garganta hecha un cacto, y escapé casi corriendo de mi pueblo, donde casi todos somos parientes.
Y mientras caminaba por la carretera vieja, rumbo a la parada; y en el estruendoso autobús guajolotero, sofocante en su miseria y en su atmósfera de tiempo enterrado; y durante el irreal trayecto en avión; y desde entonces hasta ahora mismo que lo escribo, no puedo concebir que esos camotes varicosos de la prima Trini fuesen las piernas del dorado angelito de primera comunión que concentra lo mejor de mi infancia.
La prima Trini era el lazo mayor con mi pueblo. La vejez me cerca y luego, los huesos. He dispuesto que me incineren, y convertirme rápidamente en polvo.
Por lo demás, también he decidido desentenderme del todo de mis muertos. “Dejad que los muertos se ocupen de los muertos”. Que no queden raíces ni simulacros de raíces.
Acabo de enviarle un giro a la prima Trini, para la salvación de más restos de nuestra populosa familia. Pero querría que se quedara con el dinero, que se comprara algunas pomadas para esas várices.
O al menos unos zapatos nuevos, porque me partió el alma ver sus pies lodosos y regordetes, hinchados, deformados, en unas chanclas que no eran sino viejos zapatos reventados, cuando me despedía en el cenagal de los cerdos que rodeaba su casa.
Por eso escucho con escepticismo cuando la gente habla de sus “raíces”. Las raíces tienen algo de enterrado, de sucio, de malsano, de podrido. ¡Tanto mejor las plantas aéreas! Me imagino que soy un huérfano entre el viento de la ciudad, sin otro origen ni mayor destino que el viento. He educado a mi hijo para que prescinda de mí. Mi ex-esposa no necesitó tal educación, y ha vuelto a casarse.
No quiero dejar tumbas ni recuerdos. Aunque a ratos sea difícil tratarme a mí mismo como brizna, como nada. Y me pregunto qué habría sido de mi vida si me hubiera quedado en el pueblo; si Trini y yo hubiéramos llegado juntos a la edad de escribirle una carta al papa, para pedirle esa “dispensa” tan mentada.

martes, 14 de julio de 2009

LUIS CERNUDA

LUIS CERNUDA:
EL JOVEN MARINO, LOS TULIPANES AMARILLOS
Por José Joaquín Blanco

En "Desolación de la Quimera", poema que da título al último libro de su compilación La realidad y el deseo (1924-1962), Luis Cernuda expresó, con mayor contundencia y desolación, si cabe, que en otras ocasiones, su descreimiento y su desesperanza frente a la poesía, y en general frente a la existencia humana. Esta actitud crítica contra el optimismo humanista del arte es uno de sus mayores temas, y aparece con frecuencia tanto en su poesía como en sus ensayos: la poesía no sirve de nada, la vida misma no llega a ningún lado, es apenas un temblor ilusorio de ideales y deseos sin aplicación en esta tierra. Cernuda vio el ejercicio poético bajo la advocación mitológica de Ocnos, aquel personaje que entretejía juncos para que los devoraran sus asnos: labor tan sin sentido ni futuro como entretejer palabras, sueños, ilusiones.
Su poesía completa no está dedicada a los hombres ni a las ideas: sino al propio deseo de vida del poeta, insatisfecho sin remedio: "A mon seul Désir" (1). Está hablando, desde luego, de la poesía moderna, que se crea justificaciones revolucionarias de vidente, crítica del mundo, transformadora de la vida, capaz de asomos radicales a lo nuevo, exploradora de lo prohibido, aventurera más allá de límites; no del sentido general, tradicional, de la poesía como una mera ornamentación lujosa de la vida establecida, o de uno más de los estimulantes románticos, eróticos, religiosos, ideológicos acostumbrados —semejante a las canciones, las oraciones, los discursos de gran popularidad.
La poesía como adorno o como estimulante nunca tiene problemas: es asunto de decoración o de pastelería. El otro camino poético de la poesía revolucionaria, vidente, excesiva ante la vida y el lenguaje —abierto por los románticos alemanes y sus sucesores franceses: Goethe, Hölderlin, Novalis, Nerval, Baudelaire (y Poe), Rimbaud, Verlaine, Mallarmé, Lautréamont, pero que ya existía en el renacimiento de la poesía española: Mena, Garcilaso, Aldana, Lope, Góngora, Quevedo—, tuvo grandes accidentes en todas las lenguas; fue un camino invariablemente difícil, cuando no trágico. Cernuda lo encarnó con mayor altura y profundidad que nadie en la española, negándose a los escapes a que recurrieron otros miembros de su generación, como fueron los de la celebración folklórica, el juego por el juego, las exaltaciones políticas, filosóficas o estetizantes. Cernuda optó por el camino hosco de la poesía crítica, especialmente la autocrítica: la encarnizada contra la vida y contra las vicisitudes del propio poeta. Despreció a los juglares e ingenios de zarzuela, a los oradores y a los académicos. Sólo le complacieron García Lorca (el vivo, anterior a su popularidad mundial) y Vicente Aleixandre. Jorge Guillén en cambio, por ejemplo, lo irritaba como un demagogo de la claridad y el júbilo terrenales.
La Quimera del poema de Cernuda no es solamente un delirio o un ideal, sino también un ser concreto: un monstruo mítico, mezcla de diversas especies animales, humanas y divinas, a la manera de la Esfinge de Gizeh, que aparece también como extraña divinidad del mundo poético en la décima de las Elegías de Duino de Rilke. Este poema de Cernuda está intencionalmente ligado al de Rilke: el mundo aparece como un arenal nocturno, bajo la luna, entre huesos de animales y aullidos de chacales. La Quimera, estatua derruida en medio del desierto, es el cadáver de la vida y de la poesía, del sueño y del ideal, en mitad de un mundo extinguido: entre sus despojos de piedra anidan aves de rapiña. La poesía como magia y videncia, ansia de lo absoluto, urgencia de modos de vida superior, no ha muerto: como los dioses de civilizaciones abatidas, permanece en una infinita descomposición lamentable. La Quimera quisiera morir de una vez, integrarse finalmente al mundo exterminado, pero no le es posible: está condenada a una muerte interminable, a una agonía infinita, ofreciendo a nadie sus enigmas antiguos. Es la inspiración divina que acaso, en tiempos mitológicos, habitó en hombres y que ahora sólo la recuerdan —por rutina escolar absurda, por moda artística rutinaria— algunos desagradables poetas calvos y de lentes, esperpénticos, demasiado gordos o demasiado flacos, que ya no buscan en la poesía sino el estímulo erótico o la confirmación de sus rutinas conyugales, domésticas, académicas, políticas.

¿Es que pueden creer en ser poetas
Si ya no tienen el poder, la locura
Para creer en mí y en mi secreto?
Mejor les va el sillón en academia
que la aridez, la ruina, la muerte,
recompensa que generosa di a mis víctimas.

Aridez, ruina, muerte: tales son los modernos dones de la Quimera, en un mundo donde proliferan prefabricados simulacros de alegría, amor, virtud. Poetas mercaderes de los adornos y estímulos establecidos, y un público que los sigue como el fanático de las canciones y películas comerciales.
La poesía verdadera se ha vuelto crítica, negativa, funeraria, frente a la falsa vida positiva conformista y burguesa, llena de mercancías y de instituciones envilecidas. La Quimera querría morir del todo, que se acabara de una vez para siempre la poesía, el impulso poético, ahora obligado a ese tono arisco, a esos mensajes nihilistas: pero desaparecer no está en su mano. Debe continuar existiendo, disminuida, corroída, con su mensaje acedo y negativo.
Muchas otras veces Cernuda habló de las tragedias de la poesía moderna, de las infamias que se cometen contra ella. "Birds in the night", uno de sus poemas más conocidos, protesta contra la absurda hipocresía moderna de una sociedad pudibunda que finge venerar a sus poetas malditos, de una sociedad comercializada que finge extasiarse en la búsqueda del absoluto; de una sociedad aburrida que finge adorar la aventura, el goce y el placer más allá de límites, las transgresiones. Se diría que las sociedades antiguas que expulsaban o quemaban a sus poetas como corruptos o corruptores, eran al menos más congruentes. La poesía se ha vuelto una hipocresía, una farsa:

El gobierno francés, ¿o fue el gobierno inglés?, puso una lápida
En esta casa 8 Great College Street, Camden Town,
Londres,
Adonde en una habitación Rimbaud y Verlaine, rara
pareja,
Vivieron, bebieron, trabajaron, fornicaron,
Durante algunas breves semanas tormentosas.
Al acto inaugural asistieron sin duda embajador y
alcalde,
Todos aquellos que fueran enemigos de Verlaine y Rimbaud mientras vivían.

En prosa (ensayos sobre poetas ingleses, alemanes y españoles), pero sobre todo en poesía, Cernuda trató al mismo tiempo de defender, caída y todo, su quimera de poesía absoluta, y de expulsar a los mercaderes de su templo. A veces los mercaderes eran los propios poetas, y algunos de los mayores, como Goethe, ofrendando en el altar de Napoleón, "la Bestia, la sangrienta vedette que exhiben Los Inválidos". Los grandes poetas resisten, como Góngora, escondiendo su orgullo y su lucidez en la pobreza discreta, y sufriendo la estupidez de académicos y universidades:

Ventaja grande es que esté ya muerto
Y que de muerto cumpla los tres siglos, que así pueden
Los descendientes mismos de quienes le insultaban
Inclinarse a su nombre, dar premio al erudito,
Sucesor del gusano, royendo su memoria.
Mas él no transigió en la vida y en la muerte
Y a salvo puso su alma irreductible
Como demonio arisco que ríe entre negruras.

La gran excepción es Mozart, fundador del arte moderno, pero que también en alguna medida, por llegar temprano, escapó a estos entretejidos de farsa y de tragedia. La celebración que Cernuda hace de Mozart es uno de sus mejores poemas, y uno de los escasos que fulgen en su alegría y su optimismo:

Toda razón su obra, pero sirviendo toda
Imaginación, en sí gracia y majestad une,
Ironía y pasión, hondura y ligereza.
Su arquitectura deshelada, formas líquidas
Da de esplendor inexplicable, y así traza
Vergeles encantados, mágicos alcázares,
Fluidos bajo un frío rielar de estrellas.
[...]
En cualquier urbe oscura, donde amortaja el polvo
Al sueño de un vivir urdido en la costumbre
Y el trabajo no da libertad ni esperanza,
Aún queda la sala de concierto, aún puede el hombre
Dejar que su mente humillada se ennoblezca
Con la armonía sin par, el arte inmaculado
De esta voz de la música que es Mozart.

Rara vez encontraremos en Cernuda esta celebración positiva, actual, posible de la poesía en el mundo contemporáneo, especialmente la última estrofa del poema dedicado a Mozart. Tiene en común con la Quimera habitar un espacio de ruinas; pero aquí, como en un paisaje griego, se diría que las ruinas son más espléndidas que los edificios intactos, y que la muerte de los dioses revivifica a los hombres.

Voz más divina que otra alguna, humana
Al mismo tiempo, podemos siempre oírla,
Dejarla que despierte sueños idos
Del ser que fuimos y al vivir matamos.
Sí, el hombre pasa, pero su voz perdura,
Nocturno ruiseñor o alondra mañanera,
Sonando en las ruinas del cielo de los dioses.

Los dones de Wagner fueron más dudosos, ilusorios ("Luis de Baviera escucha Lohengrin). Ese rey delirante hace representar toda la aparatosa ópera para sí mismo como único espectador, como fantasma en su palco real, entre los rojos y los oros de un sombrío colorido gongorino: "Ni existe el mundo, ni la presencia humana/ Interrumpe el encanto de reinar en sueños". El sueño del rey, encarnado en el héroe wagneriano, es el demonio de Cernuda, que en pocas ocasiones lo iluminó con su gracia (Los placeres prohibidos, "A un muchacho andaluz”, “El joven marino"), y tantas otras lo desesperó con su ausencia o su remembranza amarga: la juventud alzada a su potencia demiúrgica. El joven hermoso, aventurero, lleno de futuro, como el Lafcadio de Gide a quien varias veces rindió homenaje. Luis de Baviera se transforma en el soñador de sí mismo, de la vida que no existe, visitado por el otro yo que no existe sino en esos sueños, poeta a su modo: flor extravagante "cosa hermosa, inerme, inoperante", entre los cortinajes de su palco, en mitad del palaciego teatro vacío:

Mas la presencia humana es a veces encanto,
Encanto imperioso que el rey mismo conoce
Y sufre con tormento inefable: el bisel de una boca,
Unos ojos profundos, una piel soleada,
Gracia de un cuerpo joven. El lo conoce,
Sí, lo ha conocido, y cuántas veces padecido,
El imperio que ejerce la criatura joven,
Obrando sobre él, dejándole indefenso,
Ya no rey, sino siervo de la humana hermosura.

La poesía no es posible en la realidad: apenas en ciertos ensueños enrarecidos y sombríos. En su elegía a la muerte de García Lorca ("A un poeta futuro. F. G. L."), habla del poeta como la flor imposible que brota en una roca: "Por eso te mataron, porque eras/ Verdor en nuestra tierra árida/ Y azul en nuestro oscuro aire". El mundo envilecido es opaco y vulgar, enemigo tanto de la poesía como de las flores de la vida.

Leve es la parte de la vida
Que como dioses rescatan los poetas.
El odio y destrucción perduran siempre
Sordamente en la entraña
Toda hiel sempiterna del español terrible,
Que acecha lo cimero
Con su piedra en la mano.

Pero la muerte no es suficiente castigo para el contrasentido que instaura la poesía. Viene la irrisión, la hipocresía culteranas. En "Limbo" ve cómo el trabajo del poeta se vuelve juguetillo, bibelot, adorno de académicos y dilettanti fatuos, de "Damas imperativas bajo sus afeites,/ Caballeros seguros de sí mismos", que se agasajan entre sus opiniones de moda y coleccionan ediciones raras. La Quimera del poeta falló del todo:

Su vida ya puede excusarse,
Porque ha muerto del todo;
Su trabajo ahora cuenta,
Domesticado para el mundo de ellos,
Como otro objeto vano,
Otro ornamento inútil
[...]
Mejor la destrucción, el fuego.

¿Para qué la poesía, pues? Para nada. "No conozco a los hombres. Años llevo/ De buscarles y huirles sin remedio", escribió en "A un poeta futuro". Pero es inevitable, un lenguaje agónico, una ensoñación polvosa de la Quimera que se derruye. Un lenguaje sin escucha "cosa hermosa, inerme, inoperante", como el Lohengrin que ensueña Luis de Baviera. Apenas queda el frágil consuelo de que, acaso, constituya un lenguaje cifrado, secreto, para la secta de la Quimera. El poeta vivo escribe sólo para poetas futuros, confiando demasiado en que éstos lo escuchen o recuerden como él lo hizo con sus antecesores. Más polvorienta agonía es difícil de concebir: sueños de futuros improbables:

Cuando en hora tardía, aún leyendo
Bajo la lámpara luego me interrumpo
Para escuchar la lluvia, pesada tal borracho
Que orina en la tiniebla helada de la calle.
Algo débil en mí susurra entonces:
Los elementos libres que aprisiona mi cuerpo
¿Fueron sobre la tierra convocados
Por esto sólo? ¿Hay más? Y si lo hay ¿adónde
Hallarlo? No conozco otro mundo si no es éste,
Y sin ti es triste a veces. Ámame con nostalgia,
Como a una sombra, como yo he amado
La verdad del poeta bajo nombres ya idos.


*
"Quería yo hallar en poesía el 'equivalente correlativo' para lo que experimentaba, por ejemplo, al ver a una criatura hermosa (la hermosura física juvenil ha sido siempre para mí cualidad decisiva, capital en mi estimación como resorte primero del mundo, cuyo poder y encanto a todo antepongo)", escribió Cernuda en "Historial de un libro" (1958), sobre el camino que lo estaba llevando, de sus inicios esteticistas, paisajísticos, musicales, casi abstractos, de Perfil del aire —refundido luego como "Primeras poesías" [1924-1927]— y Égloga, Elegía, Oda [1927-1928], hacia una poesía más terrenal y comprometida con el deseo, llena de la emoción surrealista, que sobre todo se logrará en Los placeres prohibidos [1931], un libro de tonos, atmósferas y mecanismos poéticos cercanos a algunos de Neruda y de Aleixandre. La celebración de los muchachos y del deseo carnal:

Diré como nacisteis, placeres prohibidos,
Como nace un deseo sobre torres de espanto,
Amenazadores barrotes, hiel descolorida,
Noche petrificada a fuerza de puños,
Ante todos, incluso el más rebelde,
Apto solamente en la vida sin muros.

La etapa surrealista de Cernuda es la única en que se le encontrarán metáforas oscuras y enigmáticas; luego fue un poeta de sintaxis y versificación hoscas, embrolladas; de léxico a ratos un tanto solemne —monólogos "elevados" (en el sentido retórico de lenguaje alto o noble) como oratorios musicales—, pero siempre nítido: es un poeta racional, de discurso, de poemas con razonamiento y aun con anécdota. Y a diferencia de otros poetas, Cernuda no buscó en ese movimiento un nuevo sistema de mecanismos poéticos, de expresión ni de inspiración, sino fuerza: una nueva intensidad pasional, dirigida menos a descubrir profundas oscuridades íntimas que a alcanzar un poderoso estímulo de rebelión y de protesta. Fue entonces cuando halló ese tono duro, imprecatorio, que irá creciendo y distinguiéndolo a lo largo de su obra:

Extender entonces la mano
Es hallar una montaña que prohibe,
Un bosque impenetrable que niega,
Un mar que traga adolescentes rebeldes.

Aunque también Cernuda tuvo su primavera ideológica durante la defensa de la República Española, siempre descreyó de ideologías y de partidos. Frente a tanto encendido republicano de sus tiempos, parecería un esteta, un discreto (en su obra crítica suele censurar la carga ideológica de los poetas). Sin embargo, su odio a los partidos (el Comunista Español, entre otros), a la iglesia, al Estado, a la academia, a la familia, a los negocios y la riqueza, a la próspera vida establecida y exitosa, fue más radical que el de ninguno de sus contemporáneos. El más antiburgués, hasta los extremos del nomadismo y del ermitañismo, que se le criticaron casi como defectos, casi como una enfermedad de depresión y soberbia, como si el éxito social y el optimismo reglamentario fueran virtudes obligatorias en un poeta. Su ideal de vida joven, pasional y libre, sin otras ataduras que los propios deseos e ideales rigurosos, también parte de su época surrealista. Antes estaban insinuados, ahora se enuncian sus grandes sueños, tan irrealizables como irrevocables:

Si un marinero es mar,
Rubio mar amoroso cuya presencia es cántico,
No quiero la ciudad hecha de sueños grises;
Quiero sólo ir al mar donde me anegue,
Barca sin norte,
Cuerpo sin norte hundirme en su luz rubia.

No son poemas de amor, en el sentido de otros que sí hizo como celebración o lamentación de amores concretos (como "Poemas para un cuerpo", en Con las horas contadas [1950-1956]): son ideales de vitalidad, fuera de los cuales rara vez encontró consolación ni sentido de la vida. Posteriormente, después del surrealismo, con una expresión más clara y reposada, más luminosa, los narró en algunos de sus poemas más hermosos, como "A un muchacho andaluz" y "El joven marino" (ambos en Invocaciones [1934-1935]).
Si la vida carece de justificación y sentido —llámense dinero, familia, prole, prestigio social, indulgencias religiosas— tiene en cambio súbitos, instantáneos frutos prodigiosos, los cuerpos jóvenes, con algo de promesas de dioses griegos y de visiones oníricas enigmáticas y plenas. Cernuda jamás renunció, ni vio críticamente, el ensueño moderno de Grecia como un paraíso de efebos de mármol; a ellos añadió las inspiraciones románticas sobre tal idilio griego, imaginadas especialmente por los poetas alemanes, de Goethe y Hölderlin, a Stefan George y Rilke, sin olvidar desde luego la visión inglesa de Shelley, Keats, Byron. No quiso, no pudo ver a esos dioses juveniles en los laberintos urbanos de Proust, Gide o Genet: los efebos prostibularios, delincuentes, proletarios o llanamente callejeros, sin prestigios míticos. La belleza juvenil estuvo en Cernuda siempre sometida a la forma sagrada de cierta divinidad absoluta de mito romántico inglés o alemán. El Muchacho Andaluz no es un campesino hermoso capaz de tonterías y gastritis, de trampas y delitos, de mentiras y banalidad —no es el chamaco campesino que se obsesiona por una película, que es capaz de golpear y robar por unos zapatos o una parranda, como algunos muchachos de Cavafis y de Auden, como algunos cadetes de Novo—; no, está por entero, plenariamente, bajo el ala de la divinidad: es el mundo en sí, concentrado en su floración mayor: arquetipo y consumación, ideal y origen de una vida exaltada a su potencia más intensa y pasional. Erotismo y visión:

Eras el mar aún más
Tras de las pobres telas que ocultaban tu cuerpo;
Eras la forma primera,
Eras la fuerza inconsciente de su propia hermosura.

Sólo la juventud, sólo la belleza, sólo la visión importan. Todo lo demás resulta gris y fantasmal, irreal, mezquino. El efebo campesino se opone a "los ateridos fantasmas que habitan nuestro mundo"; es la única verdad: "Sola verdad que busco,/ Más que verdad de amor, verdad de vida". Y la gloria del triunfo apolíneo de la juventud contradice, en alusión a Nietzsche, la antivida puritana del cristianismo ("Porque nunca he querido dioses crucificados/ Tristes dioses que insultan/ esta tierra ardorosa...")
Pocas veces los muchachos, su belleza ideal como mito (a diferencia de sus vicisitudes terrenas, a lo Cavafis), ha sido tan apasionadamente cantada, y menos en la poesía en castellano. Aunque en algunas ocasiones, con menor fortuna, tocará la cuerda sentimental del encuentro o la nostalgia, siempre privará la exaltación distante del efebo como visión e ideal, como ensoñación y filosofía de la vida. La pureza y la pasión de estos poemas son formidables, pero un tanto inhumanas y enrarecidas (sensación que aumenta en sus poemas en prosa y en sus tres narraciones manieristas). Cernuda canta al Muchacho Andaluz como a un dios, y no —según ya lo estaba haciendo, por ejemplo, W. H. Auden— como a un compañero, todo lo espléndido en su edad y su belleza que se quiera, pero completamente terrenal y moderno. Cernuda carece del sentido del humor, del sentido del juego, del sentido de la camaradería de otros entusiastas de los dorados muchachos (en novela, Christopher Isherwood; Tennessee Williams en teatro). Y siempre, desde muy temprano, hay en el canto de Cernuda la imposibilidad del contacto. Pero una imposibilidad casi metafísica: el encuentro con el efebo es tan imposible como el de un pastor mítico tras una ninfa o una diosa. El propio Cernuda era todavía un muchacho andaluz cuando escribió:

Adiós, dulces amantes invisibles,
Siento no haber dormido en vuestros brazos.
Vine por esos besos solamente;
Guardad los labios por si vuelvo.

Lo que desde luego habla del atraso de dos o más generaciones de la cultura y la literatura en castellano, con relación a la inglesa o francesa, en el trato de temas modernos como el amor homosexual. Hay todavía tonos de Shelley y Whitman (y desde luego, de Bécquer) en este poeta que era contemporáneo de Auden, Isherwood y Williams. Pero este aparente anacronismo en relación con otras literaturas no hace sino subrayar su pertinencia en la tradición y la literatura hispánicas, que carecían de todo antecedente importante (Pellicer, Villaurrutia, incluso buena parte de Novo, por ejemplo, son aun más perifrásticos y simbolistas en este terreno). Cernuda tiene en la tradición hispánica la fuerza fundadora de Proust o Gide en la francesa. Es una lástima, sin embargo, que esta ausencia de humor, de cotidianeidad, de verdadero coloquialismo en su trato con el tema de los muchachos, dote a sus grandes poemas, al mismo tiempo que de una pulcra exaltación, de una tristeza dolorosa fundamental: son ideales imposibles de raíz, ausencias inexorables, visiones aéreas que se desvanecen casi en el momento de ser enunciadas; no las vemos como personajes o pasiones posibles en este mundo. Todavía, por más que el erotismo quede explícito, son ángeles, más personajes alegóricos como los hermosos mancebos de las Soledades de Góngora o de la poesía pastoril renacentista que contemporáneos de los "muchachos terribles" de los años veinte y treinta en las literaturas europea y norteamericana.
"El joven marino" lleva esta alegoría a la cúspide. El joven marino, como amante del mar —"tu nadador, tu amigo", diría Borges—, es la vida urgente e insaciable, trastornado en su deseo de vida, más mar que el propio mar, y en su seno y en su abrazo de nadador se precipita:

Cuántas veces te vi,
Acariciados los ligeros tobillos por el ancho círculo
de tu pantalón marino,
El pecho y los hombros dilatados sobre la armoniosa
cintura,
Cubierto voluptuosamente de lana azul como de hiedra,
El desdén esculpido sobre los duros labios,
Anegarte frente al mar en una contemplación
Más honda que la del hombre frente al cuerpo que ama.

Hasta que finalmente:

Y una vez, como rosa dejada,
Flotó tu cuerpo, apenas deformado por las nupciales caricias del mar,
Mas pálidos los labios, lo mismo que si hubieran dado paso
A toda su pasión, el ave de la vida;
Igualmente hermoso así, joven marino,
Desgarradoramente triste con tu belleza inhabitada,
Como cuando tornasolaba la vida tus miembros melodiosos.

Frente a visiones tan exaltadas, las introspecciones del propio poeta no podían ser más desoladoras, casi fúnebres. La vida en el sueño; en el soñador el vacío, la desolación, la muerte. Un fantasma sobre la tierra sueña esas visiones. Sabemos que no siempre fue así en la vida de Cernuda —su estancia en México, por ejemplo, se debió a una pasión florecida—, pero casi siempre es así en su poesía. Dos casos de la poesía del yo, del personaje-soñador: "Soliloquio del farero" (Invocaciones [1934-1935]) y "Lázaro" (Las nubes [1937-1940]).
El poeta se define como un ser de soledad, que ha de apartarse tanto del amor como de la amistad. Va encendiendo los faroles en la calle planetaria y fantasma. Ser en la noche una luna distante para los hombres, para sí mismo. No es el suyo el mundo de los demás. Sólo existe su deseo solitario, su soledad deseosa. Su mayor desgracia sería buscar a los demás. Cuando abandona su soledad traiciona su destino:

Te negué por bien poco;
Por menudos amores ni ciertos ni fingidos,
Por quietas amistades de sillón y gesto,
Por un nombre de reducida cola en un mundo fantasma,
Por los viejos placeres prohibidos,
Como los permitidos nauseabundos,
Útiles solamente para el elegante salón susurrado,
En bocas de mentiras y palabras de hielo.

En "Lázaro" el poeta es un resucitado, que anda entre los vivos con el color y el aroma de alguien robado a la tumba. Había ya escrito en "A Larra, con unas violetas": "Quien habla ya a los muertos/ Mudo le hallan los que viven." Después de haber soñado el sueño de la muerte o el sueño de los dioses, la vida se vuelve irreal, inconvincente, inapetecible.

Encontré el mar amargo, sin sabor las frutas,
El agua sin frescor, los cuerpos sin deseo;
La palabra hermandad sonaba falsa,
Y de la imagen del amor quedaban
Sólo recuerdos vagos en el viento.

Lo que une estas inconciliables figuras del poeta-fantasma y el efebo-sagrado es apenas un aroma o una visión que tirita y se desvanece: tal es la vida. Su absoluto consiste en apurar ese olor, esa visión fugitivas. Tal hondo absoluto —clímax, funeral— es el amor: "Porque alguien, cruel como un dios en primavera,/ Con su sola presencia ha dividido en dos un cuerpo"; o bien:

Qué ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando se aman,
Parece como el viento que se mece en otoño
Sobre adolescentes mutilados...

Dicho de otra manera:

No decía palabras,
Acercaba tan sólo un cuerpo interrogante,
Porque ignoraba que el deseo es una pregunta
Cuya respuesta no existe,
Una hoja cuya rama no existe,
Un mundo cuyo cielo no existe.

En "Por unos tulipanes amarillos" (Invocaciones) se da constancia de tal comunicación, del mensaje de los dioses: la prueba de ese mensaje, como la rosa que Coleridge conservó de su sueño. "Cuando a mí vino, alegre mensaje de algún dios,/ No sé qué aroma joven,/ Hálito henchido de tibieza prematura". El mundo estará lleno de alambradas y de imposibles, de prohibiciones y de muros, de espejismos, pero el contacto instantáneo con el absoluto existe, y tal es la vida a la que canta Cernuda. El momento en que las altas exigencias son colmadas: el amor, el sueño, el ideal, la poesía, el deseo: flor rápida ofrecida por el dios o los dioses:

Con gesto enamorado
Me adelantó los tiernos fulgores vegetales,
Sosteniendo su goteante claridad,
Forma llena de seducción terrestre,
En unos densos tulipanes amarillos
Erguidos como dichas entre verdes espadas.

Entonces:

Tuve tus alas, rubio mensajero,
En transporte de ternura y rencor entremezclado;
Y mordí duramente la verdad del amor, para que no pasara...

Queda la embriaguez, la eternidad de ese absoluto. Porque este Cernuda que dedica la mayor parte de su obra a negar la realidad del amor, de la dicha, de la propia existencia, es el mismo que se había propuesto no transigir en su búsqueda de vida absoluta: "Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien/ Cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;/ Alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina,/ Por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,/ Y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu/ Como leños perdidos que el mar anega o levanta/ Libremente, con la libertad del amor,/ La única libertad que me exalta,/ La única libertad por que muero"; y en otro lugar: "Creo en la vida,/ Creo en ti que no conozco aún,/ Creo en mí mismo;/ Porque algún día yo seré todas las cosas que amo:/ El aire, el agua, las plantas, el adolescente".
Cernuda le pedía en fin al mundo el perfume total de la vida, el perfume total del instante pleno, así el largo resto de los años quedase envuelto entre brumas y fantasmas. Gozó de ese perfume, mensaje de dioses, más de una vez. Adicto a él, y a nada más, conciliable con nada más, irguió su más alto heroísmo en los gozadores del amor, los creadores del amor humano. En uno de sus últimos poemas, "Ninfa y pastor, por Ticiano", celebra precisamente al pintor nonagenario que maníaca e inspiradamente sigue pintando, incluso con los dedos, flores de carne: ninfas luminosas. Ticiano, codicioso de la carne del amor hasta sus últimos días. Veamos a su ninfa desnuda:

Desnuda y reclinada, contemplemos
Esa curva adorable, base de la espalda,
Donde el pintor se demoró, usando con ternura
Diestra, no el pincel, mas los dedos,
Con ahínco de amor y de trabajo
Que son un acto solo, la cifra de una vida
Perfecta al acabar, igual que el sol a veces
Demora su esplendor cercano el ocaso.

Y cuánto había amado, había vivido,
Había pintado cuando pintó ese cuerpo:
Cerca de los cien años prodigiosos;
Mas su fervor humano, agradecido al mundo,
Inocente aún era en él, como en el mozo
Destinado a ser hombre sólo y para siempre.

Cernuda vio el cuadro Ninfa y pastor, de Ticiano, pleno de ese aéreo y dorado mensaje de los tulipanes amarillos. Plena de fervor, de la misma manera destaca la obra poética de Cernuda, aun en su contradicción de imposibilidad y deseo, de realidad y de espejismo. Aun en sus denuncias del mundo y la humanidad inhabitables. Sus poemas de amor o de tristeza, de cólera o reflexión, pintados con los dedos, en que se demoró con diestra ternura o rabia "Con ahínco de amor y de trabajo/ Que son un acto solo, la cifra de una vida/ Perfecta al acabar..." Aunque fue propio del carácter de Luis Cernuda no esperar la avanzada vejez. Murió poco después de sus sesenta años.

*
A partir de su estancia en Inglaterra, donde se refugió a la caída de la República, aparece un tono nuevo, el tono definitivo de Luis Cernuda: ya no el impulso desbordado, lleno de imaginería surrealista, de Los placeres prohibidos; ni el anterior de sus primeros poemas y de Égloga, oda, elegía, que retomaba la claridad, el color, el ritmo de los poetas clásicos españoles del Renacimiento. Ahora será un tono duro y hosco, con una versificación que no siempre sigue al sentido de la sintaxis, sino que a veces parece oponérsele, desvertebrarlo mediante encabalgamientos; Cernuda coloca verbos, adverbios y adjetivos en lugares poco naturales dentro de la frase, omite artículos, forma pequeños laberintos con las oraciones subordinadas; este tono queda así dotado de una especie de solemnidad, como monólogo u oratorio rituales (así el rito sea la ira), y evita la comprensión inmediata, como si adrede se dirigiese exclusivamente a la relectura. Tienen con frecuencia la pureza y el hieratismo de antiguos poemas sagrados. Son recursos retóricos otras veces usados por poetas españoles (especialmente Góngora y los barrocos), pero si en otras ocasiones buscaron el lujo, los juegos de ingenio, el color, la música, Cernuda los asume ahora para crear una fuerza desnuda, dura, introspectiva en sus poemas, cada vez más reflexivos. Por ejemplo esta estrofa de "Vereda del cuco":

Un desear atávico te atrajo
Aquí, madura la mañana,
Niño, ya no, ni hombre todavía,
Con nostalgia y pereza
De la primera edad en huirnos;
E indeciso tu paso se detuvo,
Distante la corriente,
Mas su rumor cercano,
Hablando ensimismada,
Pasando reticente,
Mientras por esa pausa tímida aprendías
A conocer tu sed aun inexperta,
Antes de que tus labios la aplacaran
En extraño dulzor y en amargura.

La nueva poesía española, triunfal con los éxitos de Alberti, Diego y Lorca, caminaba hacia el dispendio de colorido, popularismo y juegos de ingenio; Cernuda, a contracorriente, busca el contrapunto, el silencio, los claroscuros: "Pronto hallé en los poetas ingleses, dice en 'Historial de un libro', algunas características que me sedujeron: el efecto poético me pareció mucho más hondo si la voz no gritaba ni declamaba, ni se extendía reiterándose, si era menos gruesa y ampulosa. La expresión concisa daba al poema contorno exacto, donde nada faltaba ni sobraba, como en aquellos epigramas admirables de la antología griega. Aprendí a evitar, en lo posible, dos vicios literarios que en inglés se conocen, uno, como pathetic fallacy (creo que fue Ruskin quien le llamó así), lo que pudiera traducirse como engaño sentimental, tratando de que el proceso de mi experiencia se objetivara, y no deparase sólo al lector su resultado, o sea, una impresión subjetiva; otro, como purple patch o trozo de bravura, la bonitura y lo superfino en la expresión... Algo que también aprendí de la poesía inglesa, particularmente de Browning, fue proyectar mi experiencia emotiva sobre una situación dramática..." Enseñanza del monólogo poético que también recibió Borges del autor de The Ring and the Book.
Enseguida vino la influencia alemana, especialmente de Hölderlin y otros románticos alemanes, que dotaban a la poesía de una pureza y una ambición filosóficas de introspección profunda y aun de videncia, totalmente inusitadas en castellano, y de cualquier manera extrañas en la mayoría de las literaturas modernas: "A partir de la lectura de Hölderlin había comenzado a usar en mis composiciones, de manera cada vez más evidente, el enjambement, o sea el deslizarse la frase de unos versos a otros, que en castellano creo que se llama encabalgamiento. A veces ambos pueden coincidir, pero otras diferir, siendo en ocasiones más evidente el ritmo del verso y otras de la frase. Este último, el ritmo de la frase, se iba imponiendo en algunas composiciones, de manera que, para oídos inexpertos podía prestar a aquéllas aire anómalo. Alguien no muy perspicaz en cuestiones poéticas llegó a decirme en Londres que yo había dejado de escribir en verso". No "alguien"; muchos lectores de poesía castellana —precisamente cuando la nueva poesía castellana redescubría los viejos encantos del romancero y del cancionero, o de los juegos de ingenio y del folklore a lo culto— encontraron la nueva poesía de Cernuda gris, embrollada, discursiva, disonante... Hoy en día incluso, resulta difícil para el lector corriente apreciar otros poemas de Cernuda que no sean los surrealistas, los cantos de los muchachos, o las recriminaciones a su patria y a los hipócritas de la vida y la cultura; el gran resto de su poesía queda un tanto difusa o enigmática en una primera lectura, parecería que "no es poesía". Por ejemplo, en "Noche del hombre y su demonio":

Después de todo, ¿quién dice que no sea
Tu Dios, no tu demonio, el que te habla?
Amigo ya no tienes si no es éste
Que te incita y te despierta, padeciendo contigo,
Mas mira cómo el alba a la ventana
Te convoca a vivir sin ganas otro día.
Recuerda la sonrisa y, como aquel que aguarda,
Álzate y ve, aunque aquí nada esperes.

Todo ello llevaba a erigir a Cernuda en el héroe de lo antipoético: estilo duro y gris, pensamiento crítico y agrio, pesimismo existencial, capacidad de injuria y aun de blasfemia. Además, no deja de insistir en que la vida es fraude, y que no queda otra posición digna que el desabrimiento, salvo encendidos instantes entregados a la ensoñación y el deseo. No era el poeta como cantaor de la vida, del arte ni de las ideologías. El pensamiento fue ocupando mayor espacio en su poesía —poemas como meditaciones radicales—, que cuando no se abismaba en las airadas madrugadas del alma desapegada de la vida, se solazaba en paisajes silenciosos, iluminados con tintas mentales ("El chopo"): el alma noble después de la muerte:

Luego brote inconsciente, revestida
Del tronco esbelto y gris, con ramas leves,
Todas verdor alado, de algún chopo,
Hijo feliz del viento y de la tierra,
Libre en su mundo azul, puro tal lira
De juventud y amor, vivo sin tiempo.

Sin duda, esta nueva seriedad de entonación en Cernuda —quien siempre fue un poeta serio, pero que ahora, además, asumía beligerantemente esta actitud—, que aparece ya entera en Como quien espera el alba [1941-1944], y persistirá en Vivir sin estar viviendo [1944-1949], Con las horas contadas [1950-1956] y finalmente en Desolación de la Quimera [1956-1962], no era tan sólo necesaria, sino imprescindible, para el papel de víctima iracunda de la sociedad, de fiscal escarnecido del mundo que, en la mejor tradición del romanticismo alemán, asigna al poeta moderno. Es el tono para maldecir su propia lengua, a sus propios paisanos:

Si vuestra lengua es la materia
Que empleé en mi escribir y, si por eso,
Habréis de ser vosotros los testigos
De mi existencia y su trabajo,
En mala hora fuera vuestra lengua
La mía, la que hablo, la que escribo.
Así podréis, con tiempo, como venís haciendo,
A mi persona y mi trabajo echar fuera
De la memoria, en vuestro corazón y vuestra mente.

Sin duda, de todos los muchos poetas que sufrieron el exilio y la enemistad de la España triunfadora, fue Cernuda quien la imprecó más salvaje, justiciera y memorablemente: "Así ocurre en tu tierra, la tierra de los muertos,/ Adonde ahora todo nace muerto,/ Vive muerto y muere muerto;/ Pertinaz pesadilla: procesión ponderosa/ Con restaurados restos y reliquias,/ A la que dan escolta hábitos y uniformes [..] La historia de mi tierra fue actuada/ Por enemigos enconados de la vida..." ("Díptico español"). O bien esta estrofa de "Ser de Sansueña":

La nobleza plebeya, el populacho noble,
La pueblan; dando terratenientes y toreros,
Curas y caballistas, vagos y visionarios,
Guapos y guerrilleros. Tú compatriota,
Bien que ello te repugne, de su fauna.

Isaías, Juvenal, Hölderlin. Es el poeta que en su madurez ya no encumbra los "placeres prohibidos", que los encuentra tan "nauseabundos" como los permitidos, unidos todos en un envilecimiento general de la carne y los espíritus. El que vocifera su odio contra la familia, incluso contra la propia y el propio engendramiento:

Suya no fue la culpa si te hicieron
En un rato de olvido indiferente,
Repitiendo tan sólo un gesto trasmitido
Por otros y copiado sin una urgencia propia,
Cuya intención y alcance no pensaban.
Tampoco fue tu culpa si no les comprendiste:
Al menos has tenido la fuerza de ser franco
Para con ellos y contigo mismo.

La verdad, así como el desengaño y el distanciamiento del mundo se vuelven en Cernuda requisitos indispensables del poeta ("A odiar entonces aprendiste el amor que no sabe/ Arder anónimo sin recompensa alguna"), el poeta ha de escribir para nadie, para nada, sin para qué: su expresión es inevitable y estéril ("La soledad poblé de seres a mi imagen/ Como un dios aburrido”), en una ruinosa nobleza de Quimera: "soy, sin tierra ni gente,/ Escritor bien extraño; sujeto quedo aún más que otros/ Al viento del olvido que, cuando sopla, mata". Lejos de asumirse como el portador de las palabras de la tribu, encarna el destino del portador de la maldición justiciera: "Alguna vez deseó uno/ Que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela./ Tal vez exageraba: si fuera sólo una cucaracha, y aplastarla".
Más que en otros poetas, se dio en Luis Cernuda el afán y el castigo del absoluto. Ideales y deseos tan alzados le impidieron toda claudicación, toda negociación, toda conciliación con la realidad. En ello se parece —y precedió— a los poetas jóvenes de los años cincuenta y sesenta, a su vez iracundos e inconciliables, como Delmore Schwartz, Dylan Thomas, algunos beatniks. No fue él un joven terrible que se convierte en adulto académico y próspero, y en viejo rico y laureado. Conservó su terrible radicalismo juvenil hasta el final, a costa incluso de volverse la propia vida incómoda, impracticable. Cómo no echar de menos, cómo no desear para Luis Cernuda algunos momentos de comodidad amorosa en la tierra, como los de Auden o de Cavafis; lo mismo podríamos decir de otros autores radicales. Su heredad es el soplo de la Quimera, la visión crítica del mundo; el volverse enemigo de la realidad detestada y, como un Lázaro, sentirse un muerto insepulto entre vivos insufribles. Quedaban algunos paisajes (hay mucha botánica en Cernuda, casi siempre con simbología metafísica), y los efebos abstraídos de su cotidianeidad y de su terrenalidad, elevados a un cielo mitológico:

Qué dulce hubiera sido
En vuestra compañía vivir un tiempo:
Bañarse juntos en aguas de una playa caliente,
Compartir bebida y alimento en una mesa,
Sonreír, conversar, pasearse
Mirando cerca, en vuestros ojos, esa luz y esa música.

Seguid, seguid así, tan descuidadamente,
Atrayendo al amor, atrayendo al deseo.
No cuidéis de la herida que la hermosura vuestra y vuestra
gracia abren
En este transeúnte inmune en apariencia a ellas.

La literatura moderna, sobre todo la poesía, abunda en casos de personajes maduros y razonables que domestican sus ilusiones juveniles, meten su capacidad de crítica y de ideal a la jaula de oro de los canarios, y posan cómodamente en la vida y la historia literarias, como miembros sonrientes del consejo de administración de un banco. Cernuda escogió el camino aparte, por un baldío en el que reina solo, donde su voz es única e irrenunciable. De él, como otros muy pocos nombres famosos, se puede decir que conoció la poesía auténtica, que contra lo que dicen los periodistas culturales, es bastante escasa en nuestro siglo.
————
(1) Se trata, además, de una referencia a Rilke, a sus Cuadernos de Malte Laurids Brigge: este verso aparece en un tapiz de tema mitológico: una isla azul sobre fondo rojo, una dama con animales heráldicos, una tienda de damasco azul y oro. "¿Has descubierto el verso encima de la tienda? Puedes leer: 'A mon seul Désir'".

viernes, 10 de julio de 2009

CHESTERTON: NOSTALGIAS DEL PADRE BROWN

CHESTERTON: NOSTALGIAS DEL PADRE BROWN
Por José Joaquín Blanco



Después de Poe y de Stevenson, nadie supo crear mejor un cuento que Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), especialmente en sus 49 aventuras del cura de Norfolk, el Padre Brown. Un cuento: no un relato, no una fantasía, no una confesión o una conversación, no novelas en miniatura. Un cuento, a la manera de los de Las mil y una noches, de Boccaccio, Chaucer y Cervantes, de Voltaire y Diderot: una trama artificiosa, autosuficiente y asombrosa, que para nada invoca al realismo, sino en todo caso a la fábula, y en tiempos modernos, a los mecanismos de relojería.
Un aparato verbal tan preciso y artificioso como un soneto, como un mito. Algo que en sí mismo resultaría increíble —aunque no se trate de literatura fantástica—, y que se gana la credibilidad por sus méritos propios de ingenio preciso, de imaginación limpiamente urdida y ejecutada, y de una verdad llevada, por sí decirlo, a la segunda potencia: su historia es artificiosa, pero encarna una forma que sí responde puntualmente a la verdad real. Doctor Jekyll y Mr. Hyde (de Stevenson), por ejemplo, es un cuento artificioso sobre el terror a la ciencia (la droga producida por la ciencia) y a los sótanos de la conducta en el siglo XIX; también una fábula precisa de los riesgos reales de todo hombre concreto: cada uno puede ser otro, cualquiera de los otros, incluso los más terribles. Todos sabemos que podemos ser Mr. Hyde: ésa es la gran tragedia de la inasible conducta humana. Hay veces que nos preguntamos en qué estadio del camino rumbo a Jekyll o rumbo a Hyde nos encontramos.
Para estos autores un cuento siempre es una historia extraordinaria y no un espejo de la vida. La vida real, espesa y caótica, resulta inverosímil. Uno sólo puede creer los cuentos. Especialmente los de la dinastía Poe-Stevenson-Chesterton (que en Hispanoamérica continuaron Borges y Cortázar).
Las aventuras del Padre Brown suelen ser extravagantes; abundan en disfraces, en bigotes y patillas postizos, en guardarropía; usan escenarios vistosos y complicados, con puertas, ventanas, pasajes y calles laberínticas de tramoya; sus personajes son un tanto teatrales, hasta operáticos o caricaturescos, y en sus tramas no faltan la farsa ni el sainete. Proliferan las identidades trocadas y los cadáveres degollados. Los diálogos prefieren el alto ingenio, las adivinanzas, las paradojas, los aforismos. Crecen y se multiplican los crímenes al anochecer y los personajes con perfiles de pájaro. Casi todos los personajes son enigmáticos y extravagantes, elaborados, rebuscados, se diría que sólo el Padre Brown es un hombre simple. Son cuentos de pura fábula, es decir: apuntan siempre hacia la ilustración detectivesca de algún enunciado de lógica (a veces, de plano, de matemáticas) o de sentido común, generalmente aplicado a la ética, a la crítica de las costumbres de su sociedad —finales del siglo pasado y principios de éste, en Inglaterra.
Si Esopo, si los fabulistas hindúes o árabes, si La Fontaine recurrieron al reino animal para ilustrar principios éticos, Chesterton hizo otro tanto con respecto al reino criminal. Todo el caudal psicológico que otros han encontrado en las infinitas aventuras del cuervo y la zorra, de Aquiles y la tortuga, del lobo y los corderos, se da en Chesterton entre el criminal, su víctima y los testigos. Y el minoritario Padre Brown: teólogo tomista en la época de Darwin y Marx, católico en Inglaterra, cura en un mundo secularizado; soltero, célibe, gordito, rucón, pacífico, amistoso y racional en el planeta erótico del siglo XX.
No es Chesterton un admirador romántico del crimen y del terror, como Poe o Borges, simplemente encuentra en el mundo criminal metáforas naturales de la cotidiana especie humana, tipos decantados y enfáticos. Los detectives, los ladrones y asesinos, los testigos, víctimas y cómplices de los casos que atarean al Padre Brown son meras imágenes del género humano en su devenir cotidiano, resaltadas por anécdotas y situaciones extravagantes, en tramas que tienen la limpidez matemática de los silogismos —o la sensata precisión de los buenos refranes. No ofrecen moralejas particulares, sino siempre una llamada al buen sentido, a la razón clara, a cierta sana y bienhumorada sensatez encarnada en el chaparro y gordito cura de lentes de búho, que trota por el mundo con su abultado y corto paraguas, su sombrerito de hongo y su sotana redonda.
Nadie se explica, después de conocer el medio millar de criminales, clowns, actores, abogados, saltimbanquis, vagos, maniáticos, excéntricos, hipnotizadores, comunistas, masones, científicos, millonarios, predicadores, periodistas, anticuarios, dandies, marineros, policías y demás picaresca o bohemia que constituyen el mundo del Padre Brown en sus 49 embrollos, cuándo tuvo tiempo ese buen cura de Norfolk para tratar a las beatas, mustios y peces agrios que suelen constituir la feligresía de las pardas parroquias católicas. Tal vez en su pasado. El hecho es que el Padre Brown huyó de su pasado y de sus buenos rebaños para hacerse cura de ovejas negras y extravagantes, entre las que se desenvuelve con gran agilidad y pocas veces con disgusto, como un san Francisco especializado en confraternizar con el hampa. Bueno: los hampones muestran mentes interesantes y hacen cosas complicadas, y los parroquianos no: llevan (o fingen llevar) vidas correctas y aburridas. Siempre se ha acusado al catolicismo de interesarse más en el pecado que en la virtud; hasta en Dante, los pecadores tienen mayores espesor y profundidad, más vida, que los pardos o los mustios.
Pero hay una raíz filosófica, teológica, ortodoxamente católica, enraizada en el más puro catolicismo medieval (el de los grandes pecadores de La leyenda dorada de Jacobo de la Vorágine, o fábulas santas como la de santa María Egipciaca), que inspira al Padre Brown a acostumbrarse a los criminales: la posibilidad de todo hombre, especialmente de los mejores, de los santos, de volverse criminales. Cosa de un parpadeo. La virtud para Chesterton no es ese bien raíz estable y perdurable de que se ufanan los puritanos protestantes: es casi un azar, como el propio vicio.

EL SECRETO DEL PADRE BROWN

En "El secreto del Padre Brown" el ensotanado detective cuenta su método: para descubrir al criminal, descubre primero en sí mismo la posibilidad de un yo-criminal en tal situación precisa (que es el sistema de Poe, en “Los crímenes de la Calle Morgue” —“...el analista penetra en el espíritu de su oponente, se identifica con él y con frecuencia alcanza a ver de una sola ojeada el único método (a veces absurdamente sencillo)”, etcétera— pero con sotana. Todos los hombres nos parecemos más de lo que se pretende: todo hombre puede ser cualquier otro en tal circunstancia especial. La tentación, la necesidad y el deseo del crimen se dan en todos por igual; difiere entre el criminal y el probo sólo la decisión del albedrío, la negación voluntariosa a hacer el mal, que por supuesto puede quebrarse en circunstancias difíciles. El Padre Brown es el detective que podría haber realizado cada uno de sus crímenes. No solía ser muy diferente la actitud medieval de los santos confesores que sabían que entre el escucha y absolutor del pecado, y el pecador mismo, no corrían sino pequeñas diferencias de fortuna, del libre albedrío y de la azarosa gracia divina (don arbitrario de Dios) —las tres de ellas, situaciones mudables. Muchos santos eran pecadores arrepentidos y conversos; muchos criminales, santos caídos.
Los cuentos del Padre Brown también podrían leerse como una llamada a la modestia racional o intelectual, como una crítica de la vanidosa inteligencia moderna, tan autosatisfecha con su supuesto sentido común (en realidad, el sistema de los prejuicios modernos), de su supuesta cultura científica. Varios de los casos del Padre Brown son meros errores intelectuales de otros testigos o detectives, que el sacerdote detectivesco corrige con dosis de modestia intelectual y buen sentido (aquí, el sistema intelectual de la meditación, del examen de conciencia). Dos ejemplos:
En "El escándalo del Padre Brown" aparece una célebre muchacha de sociedad, esposa de un millonario, que al parecer —según los chismes de las revistas de moda— está a punto de ser seducida por un famoso y byroniano poeta moderno. ¡Un hogar célebre que se derrumba! ¡Uno de los pilares de la clase dirigente que cae en añicos, por culpa de la disipación y la perversión de los tiempos modernos! Todo ello ocurre en un hotelito campestre de los Estados Unidos, en la frontera con México. Aparece un pretencioso espécimen de la modernidad y de la ciencia, un periodista norteamericano, Mr. Agar P. Rock, para proteger a ese matrimonio importantísimo en los Estados Unidos, a punto de romperse y dar otro funesto ejemplo mundial del divorcio.
Este hombre está lleno de presunciones o prejuicios modernos: desconfía de los empleados mexicanos del hotel, del cura católico, de los tiempos del divorcio y del amor libre, de la poesía moderna, de la fragilidad de las damas hermosas. Y todo conspira para desolarlo. Ve que en torno al hotel ronda un guapísimo galán a la moda, como preparando un asalto; que dentro del hotel, un hombre maduro, entrecano, paga muchos dólares a los empleados para que cierren todas las ventanas y las puertas; que la dama se aburre con el hombre maduro, y ve con ensoñación y amor hacia afuera, donde ronda el galán romántico; finalmente, que el cura católico ayuda a la desvergonzada a saltar por un balcón para alcanzar al galán satánico. Telefonea a todos los periódicos anunciando el escándalo de un esbirro de Roma que favorece el adulterio. Todos los enemigos de la puritana Norteamérica —la poesía moderna, la juventud, el amor libre, el paisaje y los empleados mexicanos, y hasta el Vaticano— unidos en una gran conjura.
Pero el cura era el Padre Brown, quien después del embrollo explica al escandalizado puritano y moderno Mr. Rock que no hubo más error que sus prejuicios modernos. 1.- ¿De dónde sacaba que el famoso poeta satánico era el guapísimo muchacho a la moda? Cuando los poetas satánicos alcanzan la fama, ya no se ven —si es que lo fueron alguna vez— ni tan guapos, ni tan jóvenes, ni visten tan a la moda. El poeta maldito era el hombre poco atractivo de mediana edad, gastado por los años y la escritura. 2.- ¿De dónde sacaba que el hombre entrecano era el respetable capitalista, marido burlado, a pesar de sus millones? Hay millonarios jóvenes bastante guapos que visten a la moda, juegan al tenis y pasan muy buenos ratos con las muchachas. Sólo su desconocimiento de los clubs y resorts de los jóvenes millonarios, y su visión moralizante del empresario, le hacía deserotizar a los ricos. Aquí el galán sexy era el marido millonario, no el poético seductor. 3.- ¿Por qué habría de escapar hacia el mal, por el balcón, la guapa mujer? Escapaba hacia el bien, y para ayudarla estaba ahí el Padre Brown: si en un principio la joven esposa se había entusiasmado con los tremendos poemas byronianos del autor famoso, al rato se había aburrido del sedentario hombre de letras de mediana edad —satánicos o no, los hombres de letras son todos sedentarios, con una vida cotidiana bastante aburrida para todas las muchachas hiperactivas—, y escapó de regreso a su marido, él sí lleno de romanticismos y de tenis, ilusionado y vigoroso como ella ante las cosas y sentimientos que atraen a los jóvenes, y con quien además tenía ella en común cosas importantes como la fortuna y la clase social. La ceguera del Hombre Moderno, el americanísimo Mr. Rock, su manía de hacer caber la realidad en sus roles prejuiciados, lo había enrevesado todo; se había inventado a la medida de sus prejuicios, y no de la realidad, las formas que debían llenar el Marido Respetable y el Poeta Disoluto, y había creído que sólo para brincar al pecado sirven las ventanas: bueno, las ventanas sirven para todo.
Más sorprendente en esta crítica de los prejuicios y los roles es su cuento, el último de los 49, "El vampiro de la villa". Aquí el teatro, la visión maniquea, los prejuicios fijados como roles teatrales, se apodera de todo un pueblo, que sufre la desgracia de un viejo y respetable pastor protestante, cuyo hijo está a punto de sucumbir ante una extraña dama de cascos ligeros, casi una vampiresa. El Padre Brown se tomará el trabajo de descubrir que la vampiresa es una actriz honrada, novia de tiempo atrás del muchacho que no es hijo, sino víctima del verdadero vampiro: un falso pastor que lo chantajea, y quien fue el verdadero autor del crimen que ha echado sobre la conciencia del joven, para extorsionarlo y someterlo. Un sacerdote demasiado sacerdotal, una vampiresa demasiado vampiresa hicieron desconfiar al Padre Brown —tal perfección de roles sólo ocurre en las mentes prejuiciadas y en el teatro—, y el verdadero vampiro del pueblo estaba entronizado donde menos se lo esperaba: en el rol del pastor santo, desempeñado con grandilocuente solemnidad por el asesino, quien por lo demás llevaba años de representar papeles de sacerdote modelo en el teatro de la legua.

10 KM. EN 6 HORAS: DE VICTORIA A HAMPSTEAD

Sorprende, diría el Padre Brown, lo mal y lo poco que conocemos la vida real. Estamos llenos de roles, de prejuicios, de rutinas mentales y morales. No vemos directamente la vida: dejamos que la vean por nosotros las comedias y melodramas que hemos visto u oído, las normas y preceptos morales que se nos han destilado por las orejas durante años, los prejuicios de las épocas, las modas, las supersticiones sociales.
De ahí que especular sobre un crimen, sobre una ruptura en el orden, tenga el carácter religioso de la especulación sobre un asunto teológico. Nos permite meditar en la vida profunda, por debajo del conocimiento superficial del mundo en que desperdiciamos el tiempo de nuestras vidas. El análisis detectivesco como forma de desmontaje de las rutinas y prejuicios de la vida social.
Innumerables veces declaró Borges que Chesterton era su narrador favorito, y que se preciaba a sí mismo, como narrador, especialmente en cuanto continuador de Chesterton. La declaración es escandalosa en múltiples sentidos, pero especialmente porque Borges sí tuvo —aunque la haya negado en algún ensayo— la supersticiosa ética de la obra perfecta, esencial, sucinta. Por el contrario, Chesterton fue sobre todo un polígrafo, enraizado en el periodismo, la polémica —cerca de Wells, de Shaw, de Belloc, de Mencken, de Unamuno, en cuanto a la estética de la escritura—: su obra dispersa es incalculable y sus libros sumaron más de medio centenar, que abarcaban todo tipo de asuntos y de géneros.
Escribía rápido y para publicar de inmediato, alejado de las a veces un tanto enrarecidas perfecciones borgianas (siempre hay justicia en este mundo: el éxito de Borges, en su vejez, provocó la exhumación de múltiple obra dispersa que se sumó a su decantada bibliografía de madurez, de modo que terminó siendo un autor involuntariamente prolífico y misceláneo; resultó hasta especialista en Manuel Maples Arce y tratadista del budismo, por ejemplo).
Versos (hay un poema suyo ineludible en las antologías, "Lepanto"), biografías (San Francisco de Asís), crítica literaria (espléndida: sobre Shaw, Browning, Chaucer, Dickens, Blake, Carlyle); historia, religión (Santo Tomás de Aquino), ciencia, política, novelas (La cruz y la esfera y esa "pesadilla", envidia de los surrealistas, titulada El hombre que fue jueves); cuentos, memorias, ensayos (Herejes, Ortodoxia), abarcan la tumultuosa obra de G. K. Chesterton. Además de los cinco tomos del Padre Brown (aparecidos entre 1911 y 1935), su narrativa detectivesca incluye títulos como El hombre que sabía demasiado y El club de los oficios raros. Se dio el lujo de tener su propio semanario, al que bautizó con sus propias iniciales: The G.K.CH's Weekly
Fue un cronista incansable de Londres: caminaba con su imponente gordura por su ruta favorita, de Kensington a la catedral de San Pablo. Se dice que era tan gordo y tan caballeroso, que alguna vez cedió en el tranvía su asiento para que lo ocupasen tres señoritas. Incursionó en la profecía y en la ciencia ficción: así, en 1904, se anticipó con mucho a Orwell en la narración de lo que sería Inglaterra precisamente en el año de 1984: El Napoleón de Notting Hill. Y en su defensa recordó Kingsley Amis que a los compositores, aun a los más decantados, se les permite no sólo tal o cual concierto o sinfonía esenciales, sino todo tipo de obras —marchas, oratorios, óperas, canciones, villancicos, variaciones—, ¿por qué al poeta y al narrador no se les ha de permitir escribir libros por docenas, tocando docenas de asuntos? ¿A qué compositor se le prohibe el corno o el oboe, nomás porque su "género" es el piano? ¿Alguien le reprocha a Benjamin Britten componer óperas con el argumento de que "su campo" era exclusivamente los oratorios para coros de monaguillos?
Chesterton creyó en la variedad y en la abundancia, en la creación constante. Y en la perfección, claro, pero en la perfección no buscada, sino encontrada alguna rara vez dentro del tráfago de las miles de cuartillas inmediatistas... y si la perfección no aparecía, no importaba: se trata de uno solo de los dones de la escritura, quizás el menos simpático. Era un hombre capaz de escribir un libro sobre temas como El hombre perdurable, Los crímenes de Inglaterra y ¿Qué es lo que está mal en el mundo?
La involuntaria perfección se le dio con frecuencia, con su maravilla espigada de milagro silvestre. Ah, los escritores chestertonianos: siempre sobre la página, llenos de insatisfacción, de prisa, de inquietud, de múltiples curiosidades e intereses. Ah, los buenos lectores chestertonianos que saben de algo más que de endecasílabos pulidos: saben del genio de la verbosidad, de la gimnasia de la improvisación, del amplio campo de las mentes tumultuosas, de la final modestia que representa el lanzarse, ávido, al todo literario. El escritor perdido en el mundo busca en selvas; los profesores o dandies del esteticismo se quedan en su perfeccionamiento de palíndromas, endecasílabos y acrósticos tan "perfectos" como un zapato boleado diez veces... en el que no se va a ningún lado. Los cojitos con botines de charol.
Chesterton tuvo sus defectos: quien en todo se mete en mucho se equivoca —¿Y cuál es el problema de equivocarse? Hay autores que cometen la peor equivocación, la de eludir equivocarse: crean obras de pura finta, que no se comprometen en nada esencial. Los errores de hecho y de juicio no escasean en sus libros: son libros, no catecismos ni manuales escolares.
Le da, como a Edmund Wilson y a André Gide, por ponerse a pintar paisajes en los momentos y lugares más impertinentes: todas las plantitas, todos los crepúsculos, cuando uno se está mordiendo las uñas para descubrir al asesino. Hay en sus libros material para llenar de paisajes a la acuarela todas las galerías más o menos convencionales del mundo (el glotón de Chesterton no sólo quiso comerse toda la literatura: intentó también pintarla). Kingsley Amis encontró un cuento ("La cruz azul") donde las variaciones de la luz van desde el gran sol de la mañana, pasando por el despacioso crepúsculo, hasta el reino planetario de todas las estrellas, en un solo trayecto en tranvía de caballos de Victoria a Hampstead, que apenas se extiende unos diez kilómetros: Chesterton hizo sufrir a sus personajes cinco horas más de viaje de lo debido, sólo para darse gusto pintando paisajes.
Asimismo, uno encontrará que la caracterización de los personajes es totalmente exterior, más inspirada en la apariencia física —estilizada hasta lo caricaturesco—, a la manera de Dickens, que de acuerdo a sus vidas internas, como los rusos enseñaron a toda la literatura contemporánea. Es igualmente un goloso descriptor de objetos. Sus libros pueden llenar asimismo muchos bazares con los objetos más minuciosos —ahora, a más de medio siglo de su muerte, todos se recubren de pátina: sus historias son un poco, en su proliferación de cosas de principios de siglo, tiendas dickensianas de antigüedades. Este último es un encanto no buscado, producto neto de la lectura ulterior: el Padre Brown como museo del Londres victoriano.
A veces su detective olvida que es cura y se convierte en jocoso mago de feria, de modo que resuelve sus crímenes sacando conejitos de un sombrero, para escándalo de los solemnotes y rígidos aficionados a la más rigurosa literatura de detectives, que claman por el regreso impecable de Sherlock Holmes (en "El actor y la coartada", por ejemplo, se nos dice que todos los posibles criminales, los actores, estaban en escena frente al público cuando ocurrió un elaborado asesinato abajo del foro, y resulta que una, la asesina, sólo parecía estar en escena). A Chesterton y al Padre Brown les gustaban esos conejitos, y también al lector que no admira tanto la ortodoxia del género policiaco, como el humor, el ingenio, la escritura. No me resfría el que alguna de sus historias abandone la ortodoxia policiaca y se vuelva metafísica o comedia de capa y espada, si es buena metafísica y buena comedia de capa y espada: muchas veces lo son. Y también abundan los cuentos igualmente espléndidos como amplia literatura y como modelos del género policiaco: "La desaparición de Vaudrey". (Auden señala que el verdadero género policíaco debe ser literatura de consumo: un vicio o una adicción desechables, y además superar esta prueba: no se puede leer dos veces la misma novela policíaca; si el lector siente deseos de reelerla, es que ya pertenece más a la literatura en sí que al mero género policíaco, como ocurre como Chesterton, Hammett y, en cierta medida, con Raymond Chandler, cuyo interés por dotar de un moderno "color local" al hampa urbana, a veces lo acerca más al realismo crítico que a Sherlock Holmes).
En sus ensayos, donde siempre tuvo opiniones sólidas qué defender, vemos ulteriormente como inocencias o prejuicios los puntos donde se equivocó: quien contra todos arremete, recibe buenos golpes: no siempre ganó en su cruzada personal contra la modernidad, ni contra la ciencia, ni contra las ideologías democráticas y socialistas, ni contra el psicoanálisis y las libertades modernas, ni en su reivindicación de su paraíso popular y religioso de la Edad Media; hay combates con golpes bien repartidos en su literatura bullente. Uno lo ve terminar sus faenas con sus moretones, con sus huesos rotos. Sus textos son acción, no trofeos prefabricados. Y una perfección más allá de toda perfección: es entrañable. De él también se podrá decir, como se ha afirmado de Wilde, que convoca el afecto del lector, por encima de los gremiales logros literarios.
Quizás sea el Padre Brown el último racionalista optimista de la literatura europea. Poco después, a partir sobre todo de la Segunda Guerra Mundial, el adelanto tecnológico fue tan acelerado, que la razón sola ya no podía tener optimismo alguno, debía doblegarse y someterse a las tecnologías, y ya ni los detectives descubrían nada ni los criminales obraban por sí mismos.

EL CRIMINAL IDEOLOGIZADO

Como reflejo del mundo tecnificado y superburocratizado, hubo en la realidad y en las mitologías policiacas un aparato contra el crimen (incluso internacional, del tipo cinematográfico de CIPOL o de los amos del Agente 007) y grandes aparatos, también trasnacionales (el comunismo, el Opus Dei, los cárteles del narcotráfico, los fundamentalistas musulmanes), para delinquir. La época de la CIA y la KGB: ya no había seres humanos, sino peones de uno u otro partido. Miles de historias detectivescas se dieron entre los agentes de uno y otro bando (o los similares: la CIA contra los “antiamericanos”, los negros, los terroristas; la policía prancesa contra los independentistas árabes). El crimen se politizó al grado de que toda cuchillada era presentada como crimen de Estado, desde un diplomático homosexual que aparece ahogado en los canales de Amsterdam hasta las más diversas hipótesis de la muerte de Marilyn Monroe.
Pienso, por ejemplo, en La segunda muerte de Ramón Mercader, de Jorge Semprún, y en toda la literatura europea de la postguerra, y hasta en la incursiones policiacas de Jean-Paul Sartre: en La puta respetuosa la inocente se asume como culpable, sencillamente porque el racismo interiorizado en la negra habla por ella —la ley ya no es una mera maquinaria técnica, sino todo un sistema autoritario, con sus propios principios, muy alejados de la ley natural, la razón, el sentido común o la justicia "objetiva", y el negro siempre resulta culpable (nadie necesita de la casuística de los detectives, sino del Departamento de Policía de un condado del Ku Kux Klan--); en Nekrassov se acaba toda la sabiduría individual en las aras de los aparatos institucionales —el Comunismo o la Democracia deciden por uno—: "Ya no entiendo nada de nada, dice Georges; solía tener mi pequeña filosofía propia. Me ayudaba a vivir. Lo he perdido todo, hasta mis principios. ¡Ah! Nunca me debí haber metido en política". El Padre Brown habría perdido su pequeña filosofía desde el ascenso de nazismo. El mundo criminal se complicó. Valéry se indignaba de la facilidad racionalista con que Voltaire reducía a simples truísmos —verdades simples y sólidas de sentido común— la teología, para ridiculizarla, y acusó al autor del Diccionario filosófico de ser "un caos de ideas claras". Los lectores del Padre Brown de los años treinta —y mucho más los posteriores a la Segunda Guerra Mundial— podrían achacarle la misma frase. En el último medio siglo el crimen ha sido ideologizado, aun en términos clínicos: un violador no es un delincuente individual, sino un esbirro del machismo, por ejemplo (hay uno de estos violadores metafísicos en El hombre sin atributos, de Musil).
Tal vez desde los propios años veinte el individualismo estaba en crisis, pero su desastre se confirmó con la burocratización de Europa que se encaminaba a la Segunda Guerra Mundial. No es novedad alguna señalar que El proceso de Kafka marca esta situación: ni crimen, ni culpables, ni inocentes, ni detectives: solo el aparato inexorable de la burocracia judicial. De modo que el cuento detectivesco debe situarse siempre en esa era decimonónica anterior a las grandes burocracias mundiales o nacionales, a las ideologías políticas, en un liberalismo político idealizado y sencillo, comprensible a simple vista, en el cual se supone hay juego limpio, sentido común, pruebas, cargos, descargos, pistas, un criminal racional y un detective racional que se persiguen en un tablero de ajedrez (probablemente ni en los barrios más civilizados de Inglaterra existió eso nunca: se trataba de una idealización literaria que la posteridad asume por romanticismo nostálgico). La literatura policiaca es un bucolismo.
Los individuos quedaron fuera de las principales historias policiacas, detectivescas o de espías: llegó el monopolio de los sistemas. Antes importaba Scotland Yard por sus agentes; a partir de ahí, por su aparato, por su burocracia y su tecnología impersonales, sin estrellas policiacas. Hasta Cortázar fracasó al querer retomar este viejo tipo de narración policiaca individualista, en "Alguien que anda por ahí": su saboteador anticastrista no era un individuo, sino una pieza del aparato contrarrevolucionario, combatiendo contra las piezas del aparato de Fidel. Tuvo mayor fortuna Gore Vidal, con su seudónimo Edgar Box (Muerte en la quinta posición, A la muerte le gusta caliente, Muerte en la tarde), aunque estas eficaces novelas son menos una contribución que una regocijada parodia del género policiaco, y a pesar de que en ellas parecen aparatos como el FBI y el Comité de Actividades Antinorteamericanas, reinciden en el relato policiaco clásico, padre-brownesco, como un enigma individual que se descifra individualmente (en el caso de Vidal, un pretexto para satirizar los gremios de los políticos, bailarines y potentados norteamericanos).
Sea como fuere, el mito del detective como aventurero individualista es sumamente nostálgico, emblema del romanticismo, propio de sus orígenes del siglo XIX en Poe o Wilkie Collins (La piedra lunar). De hecho, como lo señala Auden en The Dyer's Hand, ya en un principio el detective, en cuanto personaje, es un héroe desmesurado, un rebelde como Prometeo, con mucho de anarquista o de superhombre, toda vez que se enfrenta al orden establecido y comete el pecado de hybris de negar que la policía y la burocracia judicial descubran el crimen. Se arroga el derecho de llegar individualmente a la verdad. Desconfía de las instituciones y se establece como caballero andante de la justicia (aun cuando forme parte del aparato jurídico, que no es el caso del Padre Brown, será más un individuo independiente, desmesurado, extravagante, que un oficial ortodoxo).
Asimismo, la invasión de la psicología moderna, encabezada por los novelistas rusos y Freud, volvió ingenuos, mecánicos, los antiguos móviles claros y racionales de los delincuentes: todo crimen se volvió pedante, resultó caso clínico y paradigma ideológico del Mal: el asesino, el violador, el ladrón, el violento son encarnaciones de ideologías perversas, y no hombres desdichados a quienes les ocurre cometer un crimen, o pecar. Un ladrón es un anarquista contra la propiedad, un violador es un terrorista contra el feminismo, un asesino es un maquiavélico destructor de la civilización, los derechos humanos, la democracia. Hay un juicio político moderno en cualquier caso meramente criminal. El público no se horroriza ya tanto por el crimen, sino por la subversión política que cada crimen hace del estado de cosas. Ya nadie cree en casos moralmente sencillos.
El Padre Brown habría ciertamente sospechado a un delincuente anarquista en el Lafcadio de Las cuevas del Vaticano, pero no habría podido explicar convincentemente su asesinato. Pudo haber sospechado asimismo a los criminales de Dashiell Hammett (y los menos afortunados de Raymond Chandler), pero no habría conseguido explicar sus crímenes como producto de un mundo socialmente sórdido e irredimible, donde nadie está del lado bueno de nada, ni siquiera el propio detective. De hecho, el Padre Brown desconfiaba de todas las cosas profundas —psicología profunda, ciencia sofisticada, religión laberíntica— y creía en las verdades planas y sencillas: en las cosas vistas en sus dimensiones habituales y las palabras asumidas literalmente a las que llamaba "truísmos"; y desconfiaba de las complicaciones.
Había que retomar el sentido común, el 2 + 2 son 4, que se estaba olvidando. Chesterton diría que las verdades simples, los truísmos, son lo más difícil que existe para las mentes distraídas o rellenas de modas y supercherías. En cierto sentido, Chesterton continúa a su odiado Voltaire en la crítica de la falsa profundidad: así como Voltaire demostró que la teología escolástica era mucha complicación para dorar unas cuantas tonterías evidentes, Chesterton arremete contra la ciencia popular de moda, propia de la sociedad postvictoriana secularizada y llena de terminajos académicos y clínicos. Voltaire contra los jesuitas; Chesterton contra los krishnas, los frenólogos, los mesmeristas, los comunistas, los ateos, los francmasones, los astrólogos, la Christian Science norteamericana, etcétera. Ambos vuelven al sentido común, a la carcajada, a la reducción al absurdo de las filosofías como tormentas en vasos de agua. Cándido es un cuento amigo de los del Padre Brown.
Por su parte, el chevalier C. Auguste Dupin decía, con respecto a la investigación criminal, que no había que complicarla demasiado: los policías fallaban por “un exceso de profundidad, y la verdad no siempre está dentro de un pozo. Por el contrario, creo que, en lo que se refiere al conocimiento más importante, es invariablemente superficial” (Poe: “Los crímenes de la Calle Morgue”).

LAS ANTORCHAS DE FLAMBEAU

En "El secreto de Flambeau", el Padre Brown habla de cómo descubrió los casos del rubí de Meru, del collar de esmeraldas o del pez de oro: "La dificultad en esos casos es que tienes que empequeñecer tu mente. Los embaucadores altos y poderosos, que se mueven entre grandes ideas, no hacen tales cosas obvias... Para ello tienes que tener una mente pequeña. Es terriblemente difícil conseguirlo; como enfocar un objetivo cada vez más pequeño y agudo con una cámara en movimiento". Y en efecto, si como dice en otra parte el Padre Brown, matar a alguien no es tan difícil como escapar sin dejar rastros, buena parte de la tarea del criminal consiste embrollar a los testigos y detectives, distraerlos con toda una parafernalia de pistas falsas, y la del detective en desembrollar la confusión prefabricada. De ahí la importancia de los truísmos, de los pequeños datos de verdad sólida, de análisis sensato, en mitad del fárrago, la pesadilla o la fantasmagoría. Leer al Padre Brown es una gran clase de lógica: se aprende a pensar; y de estética: se aprende a reír.
Toda la técnica mental del Padre Brown se compendia en 1) el detective se piensa como criminal, y 2) ese pensamiento se basa en puros truísmos, sin dejarse confundir por supuestas complejidades científicas, religiosas, lógicas, ideológicas, psicológicas. Dedica un cuento completo, "El oráculo del perro", a los truísmos: todo el asunto está en saber interpretar sensatamente el ladrido de un perro.
En su opinión, sólo los creyentes en Dios ven las cosas materiales como son, y pueden sumar el 2 + 2; los ateos y librepensadores modernos, al carecer de tal principio divino ordenador, se proveen de profundidades de pesadilla: las ideologías modernas proliferan nuevos fantasmas, trasgos, duendes y genios del mal, como los antiguos politeísmos. Donde falla Chesterton es en pretender que hay muchos creyentes católicos tan sensatos como su Padre Brown, quien se simboliza más la excepción que la regla del catolicismo: una religión con sobrados rasgos delirantes, y no exenta de las aberraciones que se quieren presentar como monopolio del espiritismo o de las ideologías y modas intelectuales no-religiosas de la modernidad. Dice el Padre Brown que el Dios católico ama la razón, de modo que donde hay algo irracional —las minucias desordenadas o raras que le sirven de pistas— puede empezarse a buscar el camino del crimen. Bueno: toda la historia de la Iglesia Católica está llena de las pistas irracionales, de hechos raros, extravagantes o aberrantes: nadie, en la historia de la Iglesia, se parece al Dios Sensato, Humorista, Benévolo, Rechoncho, Metódico, Disciplinado y Minuciosamente Justo del que habla el Padre Brown. Pero Chesterton, como tantos hombres modernos —y a diferencia de los antiguos, que eran quemados por ello—, puede inventarse su Dios cristiano a su gusto, a su manera, como una utopía personal —como un superego literario. (Curiosamente, no pocos aspectos del Papa Juan XXIII —lanzado al más profundo olvido por su sucesor Juan Pablo II— coinciden con la figura del Padre Brown).
A principios de siglo, el cura sensato era verosímil todavía —aunque ya un tanto fuera de moda (el Padre Brown es contemporáneo de Dadá, de Marinetti, de Picasso; de hecho, vocifera contra el cubismo en "El peor crimen del mundo")—; el hombre simple con la cabeza en su lugar, que por medios meramente humanos llegaba al conocimiento profundo de los asuntos más intrincados. Pero a mediados de siglo, todas las soluciones estaban en los microscopios, los divanes de los psicoanalistas, las computadoras, los laboratorios (ahora, el DNA), de modo que las armas y secretos del Padre Brown resultaron tan artesanales e inverosímiles como los viejos sabios o expedicionarios del siglo XIX, que ingenuamente trataban de conocerlo todo por sí mismos en sus guaridas o vehículos anticuados e insuficientes.
De hecho, en algunos cuentos como "El hombre invisible", Chesterton arremete humorísticamente contra los aparatos —carros, elevadores, robots— de la modernidad, a la manera de la América de Kafka; pero en Chesterton no vemos alegorías del apocalipsis, sino criaturas risibles —rascacielos babélicos o egipcios, que resultan a su vez modernos sarcófagos de cemento, mayordomos mecánicos que no se emborrachan, recamareras automáticas que no echan novio, veloces automóviles y elevadores que nomás fastidian— finalmente ineficientes. Para un conservador radical como Chesterton, los rugidos de la modernidad eran tigres de papel: las bases sólidas, masivas, de la civilización medieval se imponían a unas cuantas locuras, arrogancias, vanidades científicas. Fue, con Unamuno, uno de los últimos grandes despreciadores de la ciencia y de la técnica modernas.
Su Padre Brown necesita la gimnasia mental de la escolástica, no lupas, laboratorios, robots ni aparatos de ningún tipo; prescinde en sus pesquisas de toda burocracia, de toda informática. En tal sentido, el Padre Brown se recubre de un halo romántico de héroe individualista abandonado por la historia, como los viejos alquimistas de la Edad Media, los astrónomos del Renacimiento, los inventores ermitaños de máquinas barrocas, como la sumadora de Pascal; los viajeros por su cuenta como Humboldt o Darwin, héroes pretecnológicos. Y lo vemos también con cierto halo de extravagancia y locura, como a los héroes individualistas de Julio Verne: ¿a quién se le ocurre lanzarse por sí mismo a la luna? Borges y Bioy Casares (H. Bustos Domecq) radicalizaron al Padre Brown: le restaron incluso el movimiento y el conocimiento por sus propios ojos de los crímenes, con resultados admirables: los seis "problemas" que se le presentan al encerrado Isidro Parodi.
Los mayores criminales del Padre Brown también participan de esta dorada sencillez individualista, preideológica, pretecnológica, preinstitucional, preburocrática: son dandies caballerosos, como el gran Flambeau, el mayor delincuente del mundo —definido como "un artista y un deportista", que se dedica al robo con el encarnizamiento y la perfección de un orfebre, y luego lo abandonará como el gran aventurero que se retira a su finca, a su jardín y a su familia, con el halo de un legendario pecador convertido, o de un campeón de tenis que ya obtuvo todo lo que las canchas podían ofrecerle a un mortal. Sigue enviciado con el crimen, pero ya sólo se permite acercarse a él como detective amateur. Imagino a un gran lujurioso que deja a las mujeres, se hace cura, y sigue enviciado con el amor carnal, pero a través de los pecados de otros, que conoce detectivescamente en el confesionario: el Padre Juan, confesor y ya no burlador de Sevilla.
Hay algo de guiñol, de cómic, de película de Charles Chaplin en las aventuras del Padre Brown. A diferencia de algún fanático, de algún codicioso, con los que Chesterton profundiza un poco su tratamiento psicológico, el gran Flambeau tiene todos los dones del mundo, menos el que lo destruiría: no ha leído Crimen y castigo, no es un "endemoniado", no conoce la sordidez ni la desesperación del hampa moderna; anda por el mundo como un prodigioso Vautrin sin pasiones, como un Fantomas aun más elegante y literario; se mueve por un París de ópera, que nada sabe de las zahurdas de Zola ni de los hoteles y callejuelas sórdidas Proust, y por un Londres dickensiano que no sospecha las pesadillas de la vida urbana, tal como Dublín en esa época las ponía a hervir en el Ulises de Joyce. No ha visitado las ciudades de Bertolt Brecht. Ni siquiera hay vicios (como el opio, en Stevenson y Wilkie Collins) o pulsiones sexuales baudelaireanas; cuando se acerca a la homosexualidad, y a pesar de prometedoras menciones a David y Jonatán y al In memoriam de Tennyson, nos sale con un plano amor archiplatónico ("El principal doliente de Marne"). Sus personajes tampoco han leído a Flaubert ni a Swinburne. Hay degollados de todos tipos en sus cuentos: no recuerdo un beso en la boca, mucho menos una caricia en los senos o en las caderas entre sus mil personajes. Mucho Falstaff, poco Hamlet. Por lo demás, rara vez se encontrará en el Padre Brown un personaje femenino que no sea totalmente decorativo (chiquillas casaderas bonitillas y tímidas, secretarias, damas aristocráticas, tenderas); sus hombres padecen manías y obsesiones de todo tipo, menos la sexual; hay algo de asexuado universo boy scout en sus cuentos, como historietas para adolescentes varones —el Club de Tobi— que no admiten niñas —así eran las historietas y libros juveniles de las primeras décadas del siglo. Son sus varones un poco niñotes crecidos —niñotes que nunca crecieron, que se quedaron con la visión del mundo como cómic de Popeye o un partido de futbol como encarnación del coraje y la justicia de teenagers—, anteriores a su trato con el amor y el sexo, llenos de gimnasia y bromas prácticas de la hora del recreo, lo que además era una moda en la literatura victoriana: clubes de solterones castos, ricos, dandies, escrupulosos en sus ritualismos británicos, dados a manías y extravagancias ingeniosas. Pandillas de eternos adolescentes oxfordianos aun en la edad madura, aun en la vejez (como los fans deportivos y las colegiatas de canónigos: los escuincles de Tom Sawyer, Pelé y Santo Domingo Savio). Así describe Chesterton a Flambeau, paradigma boy scout, en "La cruz azul":
"Hace ya varios años que este coloso del crimen de repente dejó de tener al mundo en ascuas; y cuando cesó, como dicen que ocurrió después de la muerte de Rolando, hubo gran tranquilidad sobre el planeta. Pero en sus mejores días (quiero decir, desde luego, en los peores), Flambeau era un personaje tan estatuario e internacional como el Káiser. Casi todas las mañanas el periódico anunciaba que se había escapado de las consecuencias de un crimen extraordinario, cometiendo otro. Era un gascón de estatura gigantesca y de apariencia imponente, y los relatos más salvajes sobre él tenían qué ver con su humor atlético: cómo había volteado de cabeza a un juez, y lo había mantenido así para "aclararle la mente"; cómo había corrido por toda la Rue de Rivoli con un policía bajo cada brazo. Hay que hacerle justicia y decir que su fantástica fuerza física se empleaba generalmente en semejantes escenas tan incruentas como poco dignas; sus crímenes reales eran principalmente los del robo ingenioso y sano..." (Traduzco de prisa; hay una espléndida versión castellana de Alfonso Reyes, que por ahí presté y no me han devuelto, en El candor del Padre Brown —"candor" fue traducido pertinentemente por Reyes del inglés "innocence").

LOS CREATIVOS Y LOS CRÍTICOS

El hampa del Padre Brown está formada las más de las veces por criminales de juego de niños, son Tom Sawyer y Alicia en el país de los atracos maravillosos, de los robos como grandes partidas de ajedrez. A veces, más que literatura policiaca parecería una nostalgia de la literatura infantil: una aguda inteligencia puesta al servicio del juego de las escondidillas y de extrañas variaciones de la prestidigitación de salón. Chesterton a veces parece un gran tío incorregible, divirtiendo a sus sobrinos crecidos con aquellos juegos de antes, ahora elaborados con materiales de adultos, como la historia, la arqueología o la metafísica. En vez de conejos y pañuelos, de naipes y esferitas, hace magias con millonarios, dandies, arzobispos, banqueros, almirantes, generales, aristócratas, poetas que se entrerroban y entreasesinan. Lástima que los pastiches y homenajes, la "literatura potencial", hayan pasado de moda: sería divertido un caso que conjuntara como detectives a Alicia, el Padre Brown y Pinocho.
En "La maldición de la cruz de oro", por ejemplo, todo un caso de arqueología —los años veintes estaban locos por la arqueología, después del descubrimiento de la momia y el tesoro de Tutankamen, cuya maldición se llevó a la tumba o produjo desgracias a sus descubridores—, se resuelve en una curiosa tomadura de pelo: hay una tumba gótica subterránea, un catafalco pesadísimo de piedra cuya tapa ha sido levantada por los arqueólogos aficionados con unos frágiles soportes de madera; dentro, un pontífice momificado luce una valiosa cruz que nadie debe tocar bajo maldición de muerte: alguien toca la cruz y queda aplastado por la tapa de piedra que se derrumba... porque la cruz resplandeciente en la oscuridad de la cripta no era tal joya, sino la cruz de un largo rosario enredado como cordel en los soportes: al jalar el rosario, etcétera. Y la seca y verduzca momia no era pontífice gótico alguno, sino un fresco cadáver maquillado. ¿Y el asesino? Nada por aquí, nada por allá: a la una, a las dos, y a las... ¡tres!
Es una literatura de misterio que debe todo a la fábula y aun, explícitamente, a los cuentos ingleses de hadas: unas Mil y una noches londinenses, como ya las había gozado Stevenson. Sus policías, como Aristide Valentin, el jefe de la policía de París —intelectual, ateo y elegante—, son lords o condes del país de los acertijos. Y Chesterton es lo suficientemente irónico para referirse a su literatura policiaca como una rama de su crítica literaria: enjuicia un crimen como una novela o un poema. Dice de Aristide Valentin: "Consideraba que su cerebro detectivesco era tan bueno como el del criminal [Flambeau], lo que era verdad. Pero se daba completamente cuenta de su desventaja: 'El criminal es el artista creativo; el detective, sólo el crítico'". Esto explica el particular atractivo literario de los cuentos de Chesterton: carecen de las verbosas exaltaciones, de los romances e idilios de los "creativos", y abundan en la gimnasia intelectual, el análisis, el sentido del humor y la meditación de los críticos.

EL CRIMEN DEL FANÁTICO

Aristide Valentin se diferenciaba de los críticos literarios, así como de los demás detectives y policías del mundo, en que no se ensañaba con sus criminales, una vez presos: "Despiadado al perseguir a los criminales, era muy suave con respecto a su castigo... su gran influencia fue honorablemente usada para mitigar las sentencias y para purificar las prisiones. Era uno de los grandes librepensadores humanitarios de Francia". El lector se sorprende: ¿será capaz Chesterton de conceder buena fe y sentimientos nobles a los librepensadores? ¿No los considerará a todos tan tremendos y peligrosos como Ibsen o George Bernard Shaw?
Tenemos así en Chesterton esta curiosa trinidad detectivesca: un enorme criminal (Flambeau) que no hiere a nadie, un alto policía (Valentin) que se dedica al humanitarismo y a suavizar las penas de los presos, y un miope e insignificante detective (Brown) que busca al criminal como ejercicio teológico, además de muchos ladrones que se merecen el botín —por su ingenio, por su carácter— y algunos propietarios respecto a quienes se diría que lo más justo es que fueran asaltados. Todo ello en un mundo cristiano y santo que sería muy aburrido sin crímenes, delincuentes y detectives: los hampones como nuevos juglares que entretienen a Dios, a la Virgen y al Padre Brown.
Hay una atmósfera de humanismo cordial, que casi nos parece un paraíso de civilización intelectual y de honorable tolerancia reciproca de ideas y pasiones diferentes, aun entre cristianos y musulmanes o judíos (tuvo Chesterton alguna vez su pizca de antisemitismo); entre europeos y "caníbales" de los continentes bárbaros (fue furiosamente eurocentrista); entre ateos y creyentes, entre liberales y socialistas. Así cuando el ateo detective francés y el clerical detective inglés unen esfuerzos, como en "El jardín secreto", vemos una escena idílica de esos cuentos: un súbito cadáver decapitado y sus investigadores: "Entretanto, el buen sacerdote y el buen ateo permanecieron parados a la cabeza y a los pies del inmóvil muerto a la luz de la luna, como estatuas simbólicas de sus dos filosofías de la muerte". Demasiado idilio: con asombro el Padre Brown descubrió que el elegante e intelectual detective francés, el "crítico" del crimen, se volvió "creativo", arrebatado por su pasión abrumadora: el ateísmo anticlerical, e intentó el crimen perfecto para impedir a un dilapidador millonario yanqui financiar con un diluvio de dólares a sus abominados curas: "Valentin es un hombre honesto, si enloquecer por una causa discutible es honestidad. ¿No vieron ustedes alguna vez en esa su mirada fría y gris que estaba loco? Haría cualquier cosa, cualquiera, para quebrar lo que el llamaba la superstición de la Cruz. Ha peleado por ello, se ha muerto de hambre por ello, y ahora ha asesinado por ello".
El Padre Brown otorga una muerte clásica a su amigo, el criminal jacobino: cuando supo que sería descubierto, se encerró en su estudio y tomó unas pastillas: "Valentin estaba muerto en su silla, y sobre el rostro ciego del suicida había más que el orgullo de Catón". Uno podría pensar, ante tal generosidad del Padre Brown, que quizás conoció o sospechó una aventura que no se encuentra en sus 49: la del sacerdote fanático, ideologizado, enloquecido por la defensa de su fe, capaz de asesinar en defensa de la cruz a algún librepensador peligroso, como Valentin lo hizo en el trance de su locura ideológica.
Al fin y al cabo, un medievalista como Chesterton no pudo desconocer que el crimen ha andado muy barato y copioso entre las sotanas, en más de una época. Echamos de menos al Padre Brown en la época cristera, en el asesinato de Obregón (capaz que desenmascara a Toral como compadre de Luis N. Morones, según se rumoró tanto, y a la Madre Conchita como falsa monja al servicio de la CROM, y por encima de todos, claro, el masón Calles). Por lo demás, el Padre Brown conoció entre sus 49 aventuras, la de ser misionero en un extraño pueblo hispanoamericano (una simpática escenografía africana con perfiles aztecas, indios inmóviles, curas heroicos, demagogos que mezclan la masonería, el anticlericalismo y el vudú en sus discursos patrióticos y tiranos mestizos llenos de medallas marciales, a lo Lawrence y Graham Greene), donde tuvo que investigar su propio asesinato —que debía resolverse en una resurrección de gran santo latinoamericano—, urdido por las fuerzas vivas locales para atraer la publicidad (tanto religiosa como atea, pues se podría alegar una muerte y una resurrección fraudulentas), las inversiones, los negocios y el turismo, en "La resurrección del Padre Brown".
Pero el Padre Brown tiene esprit d'corps y en el plan de denunciar a clérigos criminales, sólo encuentra clérigos falsos. Por lo demás, un lector ateo y librepensador puede perfectamente simpatizar con el clerical detective de Chesterton, porque lo considera un ser imaginario, como el hipogrifo o la Gorgona. Uno sabe que los curas no son así, del mismo modo que no todas las chamacas son Julieta, ni todos los galanes Tristán, ni todos los tiras Sherlock Holmes. Pienso que Chesterton imaginó una quimera: el cura simpático, honrado, inteligente y divertido, del mismo modo que Cervantes imaginó un soldadón entrañable de caballería en Don Quijote, completamente diverso a toda la gente armada de este mundo. Los curas no son así, los caballeros no son así: sólo el Padre Brown o Don Quijote llenan su mito. Sorprende mucho encontrar en un cura —el paradigma de lo ocioso, de lo impráctico— tal talento detectivesco; sorprende más encontrar en él una persona saludable y simpática. Es casi un cura inconcebible, aunque menos escandaloso que San Miguel Bueno, el párroco ateo de Unamuno.

EL CRIMEN DEL CODICIOSO

Pocas veces en cualquier época literaria, y especialmente en la contemporánea —tan crítica o tan quejumbrosa, como se quiera— se encontrará una literatura tan optimista como la de Chesterton. El mundo del Padre Brown es esencialmente un mundo bien hecho por Dios, que ni siquiera los criminales logran arruinar. En realidad, la mayoría de los crímenes que investiga el Padre Brown son narrados en tono ligero, irreal, un tanto de vaudeville o de guiñol. Pocas veces en ellos ocurre la crueldad deliberada; pocas veces el lector siente o cree que de veras haya algún muerto —sería como pretender, en los cuentos de hadas, que de veras tal ogro se coma a tantos niñitos—, y no un mero pretexto cómico para una narrativa bienhumorada, llena de excelente conversación humorística.
Ni siquiera los sacrilegios aterran al cura detective, que muestra una infinita capacidad de gozar a cualquier tipo de hombres y de locuras humanas: no hay muchos pecados, manías, obsesiones, defectos, presunciones que no vea por el benévolo lado del humor. Es tolerante hasta con los chulos, los pedantes, los arribistas, los mentirosos, las marisabidillas y los malos poetas. Sin embargo, además de la crueldad deliberada, lo indignan dos tipos de personajes: el capitalista brutal y el farsante espiritual (espiritistas, demagogos "científicos", predicadores de religiones fraudulentas, como algunas sectas norteamericanas).
Contra la demagogia espiritual —médiums, redentores de religiones modernas, resucitadores de cultos exóticos— el Padre Brown reivindica lo que él llama la religiosidad sana, la medieval, que cree tan firmemente en el milagro y lo maravilloso, que no se deja impresionar por seudomilagros o maravillas de bisutería. Se diría, siguiendo sus paradojas, que sólo quienes creen en Dios y el espíritu son realmente materialistas: saben que además de lo etéreo está la vida de bulto, y dónde y cuándo cabe cada cosa; mientras que quienes se dicen materialistas andan espiritualizándolo todo con médiums, átomos, halos, telepatías, energías cósmicas, psicología profunda, leyes sociológicas, teorías de la evolución, proyectos del futuro universal.
El mundo está lleno del azar y de lo prodigioso como para atiborrarlo de portentos prefabricados, afirma el Padre Brown, bien asido a su paraguas. Sus casos más divertidos implican situaciones a primera vista maravillosas que resultan fraudes elementales. Se diría que la mente más científica es menos perspicaz, y la más moderna está más expuesta a la charlatanería. Y que el padre Brown, partiendo de que la magia negra, los milagros, los casos inexplicables, los hechos prodigiosos y el mismo demonio realmente existen, somete toda situación rara a un examen de perito en prodigios, como un joyero distingue los diamantes verdaderos de los hechizos.
Las técnicas e ideas modernas han aumentado la habilidad de falsificar lo sobrenatural, especialmente para confundir a los detectives y proteger a los criminales. Esto es suficientemente grave para el Padre Brown. Pero la modernidad también aumentó las técnicas y subterfugios de la codicia y del gran dinero, del gran apetito por el gran dinero, por los grandes negocios. Ahí el terreno es más pantanoso: ¿en dónde comienza en robo y dónde termina el negocio lícito? Las grandes ganancias eran consideradas el peor de los robos en la Edad Media, la usura que indignaba a Pound. Así como odia a las brujas, el padre Brown odia a Schylock.
En uno de sus cuentos, "El hombre con dos barbas", Chesterton reivindica al más terrible ladrón —ladrón sin asesinatos— de su tiempo: lo canoniza como a un santo ladrón de la cohorte celestial de los Robin Hood, y en cambio denuncia a un espécimen de la vileza, el inescrupuloso hombre de negocios: "Mi amigo, dice el Padre Brown, no hay tipos sociales ni negocios buenos o malos. Cualquiera puede ser un asesino como el pobre John; cualquiera, incluso el propio John, podría ser un santo como el pobre Michael. Pero si hay algún tipo que tiende en ocasiones a carecer más extremadamente de Dios que otro, es esa brutal especie de hombre de negocios. No tiene un ideal social, para no hablar de religión; no cuenta ni con las tradiciones del caballero ni con la lealtad del sindicalista. Todas sus petulancias acerca de buenos negocios eran prácticamente petulancias de haber defraudado a la gente..."
Y señala en otro cuento, "La flecha del cielo": "Es de temerse que cerca de un ciento de cuentos detectivescos hayan empezado con el descubrimiento de que un millonario norteamericano ha sido asesinado, lo que por alguna razón es tratado como una especie de calamidad. Me encanta decir que este cuento habrá de empezar con un millonario asesinado; en cierto sentido, en realidad, habrá de empezar con tres millonarios asesinados, lo que algunos podrán considerar como un embarras de richesse".
Lo que lleva a la obvia conclusión, una vez disipados los barroquismos de la esoteria y la criminalística: detrás del asesinato de un millonario hay otro millonario, lo que reduce considerablemente el número de sospechosos. Y enfoca con gran precisión el núcleo de donde salen los grandes criminales. Rara vez aparece en Chesterton un criminal "malo" —porque los hay buenos, los que roban por deporte, como Flambeau—, un criminal violento, codicioso, fanático, que no provenga del mismo templo de Mammón en que comete su crimen. Son los propios hijos, esposas o demás familiares cercanos, los abogados de la víctima codiciosa o delirantemente enriquecida, o bien sus prestigiados colegas. Los crímenes y desaguisados de las clases medias y pobres ocurren de maneras menos destacadas y especiosas que las requeridas por el relato policiaco. En cierto sentido, del mismo modo que la tragedia como género literario implicaba a personajes necesariamante aristócratas, el relato detectivesco —los grandes crímenes— convocan principalmente a los magnates, potentados o celebridades en ambos lados del delito... los crímenes medianos van a dar al melodrama, y los crímenes de los pobres a la picaresca.
El conservador Chesterton no luchaba tanto contra Darwin y Marx, como contra Mammón y las furias del dinero, pero no en cuanto clase: los ricos "respetables", especialmente si son un poco locos y algo conservan de la tradición aristocrática, pueden gustarle, pero no los herederos, especuladores, defraudadores y abogados inescrupulosos. Finalmente, si hubiese que catalogar su posición ética, la encontraríamos cercana a la que para sí definió Borges: anarquista spenceriano: "La mayor libertad posible para la individuo, la menor para el Estado", pero ambos están obligados a guardar una decencia fundamental, un código de honor: el establecido en todas las civilizaciones avanzadas como ley natural —no condena las trangresiones a las leyes del Estado, sino a la ley natural. Digamos que en cuestión de moral al padre Brown le basta el código boy scout.
De tal modo, aunque se acusara a Chesterton de antimoderno, anticomunista, antipatriótico (combatió el imperialismo victoriano), tenía muchos lectores entre sus opositores. En los años treinta, a final de su vida, debió depurar —por razones de urgencia y estrategia políticas— su especioso conservadurismo decimonónico y encabezar el combate contra el nazismo en Inglaterra.

SOLO PARA ADULTOS

Alfonso Reyes, Borges, Kingsley Amis, Wystan Hugh Auden se han quejado de la escasa admiración que los jóvenes de varias generaciones han sentido por el Padre Brown, en contraste con el entusiasmo que sucita a los lectores de mediana edad de todas las generaciones. Y es curioso, porque Chesterton, como Kipling y Twain, anticiparon en literatura las aventuras de historieta, donde ni los golpes, ni los muertos, ni las armas realmente son en serio, sino asuntos de juego finalmente inofensivos, como los golpazos de Punch and Judy, o los de Pantalón, Arlequín, Scaramouche, Pierrot y Colombina en la commedia de l'arte; o como las comedias españolas de capa y espada del siglo de oro, donde hay tantos espadazos porque a final de cuentas ninguno hiere verdaderamente: es arte feliz de serlo, no exige una supersticiosa aplicación realista a la vida misma. Cuando a alguien le cortan la cabeza el lector se llena de júbilo, porque sabe que las cabezas cortadas estarán en su sitio en la próxima obra, o hasta en la próxima escena... para ser cortadas de nuevo, en mitad de la fiesta y el aplauso.
Qué diferencia con los disparos, puñales y venenos intolerablemente verdaderos de Dostoyevski. Qué se le va a hacer: en la juventud se prefiere los relatos de la Vida, de la Verdad, del Ahora y del Aquí, el Compromiso, lo Urgente, lo Inexorable: de la desesperación, la violencia y el ruido. Gustar del Padre Brown acaso tiene algo en común con los redescubrimientos adultos de Lope de Vega y de las óperas cómicas de Mozart y de Rossini; desdeñarlo a veces identifica a quienes recorren el camino de la admiración por Dostoyevski, Kafka y los mareos del surrealismo y el realismo crítico.
Pero esos personajes y episodios de un solo plano, con sus maravillas de titiritero y de prestidigitador, no perdieron vigencia a lo largo del siglo: los encontramos en relatos de Borges, de Calvino, de Bradbury. Son los que en este siglo de elaboradas innovaciones técnicas conservaron para la narración su legendaria sonrisa de cuento arcaico, de fábula o de tablado de feria. Me imagino al Conde Lucanor como ávido lector de buena parte de los cuentos del Padre Brown. Oigo su risa de cuentista veterano, el que no le pide a la narración un reflejo de la vida, sino cuentos que parezcan cuentos: que conserven ese asombro, la magia ancestral del contador oral de historias: ese fascinador ilusionista de la realidad, que también puede incluirse entre los más tremendos, eficaces e imaginativos criminales que encontró el Padre Brown sobre su mundo, capaz de hacerlo estremecer meses después, cuando veía un perchero, como nos lo cuenta en "La daga con alas".