viernes, 1 de febrero de 2013

SCHOLEM Y BENJAMIN


SCHOLEM: TE LO DIJE, WALTER BENJAMÍN

 

Por José Joaquín Blanco

 

                El cabalista que ofició de numem

                a la vasta criatura llamó Golem;

                estas verdades las refiere Scholem

                en un docto lugar de su volumen.

                (...)

                 Algo anormal y tosco hubo en el Golem

                 ya que a su paso el gato del rabino

                 se escondía. (Este gato no está en Scholem

                 pero, a pesar del tiempo, lo adivino.)

                                   BORGES: El Golem.

 

Gershom Scholem (1897-1982), el célebre intelectual sionista, tan apreciado y citado por Borges a propósito de la cábala, del golem y del pensamiento judío (su obra fundamental, La cábala y su simbolismo apareció en 1972 y tiene versión castellana de Siglo XXI), debe a los azares de su juventud otro tipo de importancia, mayor que aquél, para los lectores interesados en la crítica y la sociología contemporáneas: el de amigo, confidente y heredero de Walter Benjamin (1892-1940).  En tal sentido escribió Walter Benjamin. Historia de una amistad (1975; versión castellana de Ediciones Península), un libro tan importante como antipático.

Como en el Doktor Faustus de Thomas Mann, Walter Benjamin padeció la suerte de contar como amigo íntimo con semejante profesorsote infatuado, regañón y simplificador.  Scholem escribe la vida de su amigo desde el punto de vista del hombre práctico y prudente, sin laberintos ni dudas, que supo hacer en su vida lo conveniente y lo rentable en los momentos oportunos, de la manera más exitosa posible, y que todavía en su vejez no alcanza a terminar de comprender, de una vez por todas, que la vida de los demás (y para los demás) no es necesariamente tan fácil ni tan cuadriculada como él mismo hizo la propia.

Scholem nos habla de un jovencito Walter Benjamin hipersensible y ridículo, torpe y casi lamentable, que se pasaba los años metiéndose en camisa de once varas y resultando siempre víctima de sí mismo.  ¡Cómo se engríe al recordar que le ganaba a Benjamin, y rápidamente, todos los partidos de ajedrez! ¡Con qué asqueroso ademán sanote confronta su propia vida amorosa "razonable" con las dudas y desastres continuos de Benjamin!  No deja de insistir, con su chato estilo de una claridad mercantil, en que Benjamin escribía confusamente, y hasta de conceder razón a los mandarines alemanes que le negaron cualquier plaza universitaria, pues al fin y al cabo, aun para su íntimo Scholem, Walter Benjamin no era más que un fárrago y un galimatías.

Supongo que fue Gide quien afirmó que hay que tener cuidado con los admiradores: resultan siempre enemigos solapados, y armados hasta los dientes de los mejores argumentos.  Gershom Scholem los tiene: después de décadas de rumiar los defectos y vicios de su amigo, de someter a despechado juicio diario sus flaquezas de conducta, extiende su carta de mal comportamiento.  ¿Por qué?  ¡Por no parecerse en nada al propio Scholem!

El gran pecado de Walter Benjamin fue, dice Scholem, no haberse consagrado al sionismo por entero.  No fue el gran autor de la literatura occidental que conocemos, el originalísimo crítico marxista, el poeta del ensayo y las prosas dispersas y fragmentarias, el conjurador de Baudelaire, Kafka y Brecht... no: fue simplemente un sionista fallido.  Se dedicó a las frivolidades literarias y filosóficas de los "gentiles" --seres humanos de segunda categoría para un sionista como Scholem--, en lugar de obedecer e imitar a Scholem, y convertirse en una especie de rabino laico, en un sabio judío, autor de pura judaica o hebraística --la única cultura que, supongo, cuenta para semejantes sionistas--, hasta llegar a destacar al lado y a la zaga de su brillante amo, el judaísta Scholem, experto en cábala.

Walter Benjamin desde luego tuvo una juventud sionista y nunca dejaron de inquietarle los aspectos fundamentales de la vida y la cultura judías.  Pero también le importaban Alemania y la lengua alemana, París y la lengua francesa, Marx y el socialismo, Brecht y los nuevos rumbos del teatro, los adelantos técnicos y la experiencia estética de Occidente, el marxismo y Proust y Gide y Julien Green y Kafka y, sobre todo, la posibilidad de una nueva escritura alemana minuciosa y abierta a todo tipo de asociaciones.  Benjamin vivía, por lo demás, obsesionado no tanto por los milenarios misterios judaicos como por los recientes enigmas de la modernidad: las mercancías, la fotografía, los signos industriales y tecnológicos. De modo que aunque Gershom Scholem le buscó un modestísimo estipendio judío para que se trasladase a Jerusalén, olvidara el mundo, el demonio y la carne, aborreciera la cultura de los "gentiles", y se dedicara a comentar la Biblia para el beneficio exclusivo, tribal, su raza, el incorregible Walter Benjamin persistió en andar y desandar las calles de las ciudades europeas, para fortuna de sus lectores (de todo el mundo) y del pensamiento (de todas las culturas y religiones) de nuestros días.

Ah, esos fundamentalistas, como los sultanes que frente a la Biblioteca de Alejandría condenaban todos los libros, porque o decían lo mismo que el Corán, y entonces sobraban, o decían otras cosas, y entonces eran enemigos de Alá; como los jesuitas y los prelados mexicanos que persiguieron a Sor Juana porque se dedicaba a las artes y no a rezar y a latigarse, como buena monja ignorante y devota...

Gershom Scholem, ese angelote bancario de la virtud, ese dependiente del mostrador de las conductas exitosas, tampoco perdona a su viejo amigo el que haya removido llagas que valía ignorar: el psicoanálisis y el marxismo. (Marx y Freud, otros judíos que se dedicaron a otras impías y gentiles cosas, que no a comentar la biblia para el estrecho círculo racial en la sinagoga). Casi llega a insinuar que Benjamin se dejó confundir por los falsos profetas (el único verdadero sería el mismo Scholem, bien apoltronado en su sacristía rabínica) y que se dejó postrar ante los ídolos de neón o de rojas banderas de la primera mitad del siglo XX, del libertinaje o la idolatría ideológica.  Cuánto odio contra los "gentiles" y la cultura "gentil."

El iracundo Scholem ve que Benjamin sigue haciendo "traiciones a su raza": ahora, porque en lugar de escoger una judía, se le ocurre enamorarse de una ¡soviética!, escribir con ella signos comunistas, hacer maletas para seguir no el camino de Jerusalén, ¡sino el de Moscú!  ¡Benjamin y el baal Stalin! Pero aun peor --Benjamin jamás fue stalinista--, lo ve escuchar, fascinarse ante un "falso profeta": Bertholt Brecht.  El despecho, la rabia, los sinaíticos relámpagos de Gershom Scholem llegan a su climax cuando ve el éxito de La ópera de tres centavos, que evidentemente --más porquerías de "gentiles"-- le parece un fraude y una porquería: ¡y ahí estaba Benjamin, adorándola! ¡y escribiendo texto tras textos sobre Brecht, en lugar de ocuparse de Scholem y de la Biblia, bien encerrado en una escuela sionista de Jerusalén!

Walter Benjamin, historia de una amistad cuenta algunas anécdotas importantes de la vida y la trayectoria de este escritor (como la de su juvenil activismo sionista) y muchas totalmente anodinas o comunes, pero sobre todo traza la figura que Benjamin representaba para su compañero y amigo, a quien ni la ocupación universitaria en la cábala y en la mística judías lograron despojar de su figura burguesota.  Scholem es el hombre sanote y juicioso bien apoltronado en el lado bueno, razonable, rentable, exitoso y regañón de la vida.  Cree, con la mayor sinceridad, que quien no piensa como él ni sigue sus pasos, está en el error y va terminar mal.  En consecuencia, deja la impresión de Benjamin como un-hombre-que-vivió-en-el-error-y-terminó-mal, todo por haber preferido a los "gentiles" y no haber seguido a Scholem a Jerusalén.

Pero quizás la diferencia entre ambos sea más profunda: es de temperamento.  Scholem es un gran atleta del pensamiento sistemático y religioso, pero no un creador; Benjamin no era atleta de nada, pero si algo lo caracterizó siempre fue la chispa creativa, la búsqueda y el hallazgo cotidianos de chispas creativas. Susan Sontag ha estudiado esa especie de "nerviosismo creativo", de melancolía que sólo mediante el trabajo imaginativo logra sobrevivir: ese fuego desgastante y neurótico: Walter Benjamin vivió "bajo el signo de Saturno"; Scholem, en cambio, bajo el de Marte y Apolo.  Aquél profeta y éste capitán; aquél inventor y éste ingeniero; aquél con sus dudas y éste con sus certidumbres...

Por lo demás, Scholem, como hombre profesionalmente recto, tan odiosamente recto como el Padre de la famosa carta de Kafka, se sentía profundamente indignado de que otro judío, brillante y honorable, se empeñara en dudar de la rectitud como virtud absoluta.  Propietario del decálogo, Gershom Scholem no se explica para qué tenía Benjamin que andarse metiendo en los laberintos urbanos, entre hashish y prostitutas, ¿qué tipo de sucio conocimiento "gentil" y moderno andaba buscando? Los vicios y las virtudes están claras, ¿para qué, entonces, andarse con sutilezas baudelaireanas y proustianas de lo virtuoso-viciado y de los vicios-llenos-de-virtud? Benjamin es Adrian Leverkühn visto por su sano y mediocre amigo Zeitblom; es el loco Edipo regañado aun después de su muerte por el beato triunfadorsote de Teseo, en la obra de Gide.

Pero precisamente las dudas, el nerviosismo de la falta de certidumbres, la disposición al asombro, la codicia de experiencias, el pensamiento que se atreve a desgastarse y a decaer, la apuesta intelectual en toda su plenitud y en todo su riesgo, lo que agradecemos en Walter Benjamin, uno de los grandes escritores del siglo en el mundo, y no en Gershom Scholem, uno de los principales catedráticos de judaica y nada más.

Cuando los triunfadores escriben sobre las víctimas, cuando los sanotes escriben sobre los enfermizos, cuando los "afirmadores de la vida" escriben sobre los dudadores y los nerviosos, se produce un tipo desagradable de biografía: el retrato del otro como la historia clínica de un inferior o desadaptado, visto por un adaptadillo y superiorcito engreído y diplomado en normalidad y éxito. Si Scholem fuera un real escritor, lo que no es --aunque sí un importante sabio en su parcela clerical--, habría tenido que usar algo de ironía contra sí mismo, contra sus machaconas salidas del tipo de "yo se lo dije", "yo lo había prevenido", "yo ya le había anticipado", que lo hace sonar efectivamente a una abuelita o tía solterona malhumorada durante la mayor parte de las páginas del libro.

Scholem siempre sabe lo que quiere y dónde buscarlo; acierta en gran medida, pero su autosuficiencia lo limita y lo lleva a errores graves.  Por ejemplo, sobre Kafka: todo el significado de Kafka quiere ubicarlo en la cuestión judía, en la vida del ghetto, en la tradición literaria judía, en la represión al pueblo judío.  En este sentido, queda en el mismo papel limitado y dogmático de su rival en la amistad de Benjamin: Bertholt Brecht, para quien toda la cifra de Kafka cabía exclusivamente en la cuestión social: la aparición de las burocracias y de las grandes ciudades germánicas, el reflejo de la opresión social, el aparato represivo del Estado, etcétera. Benjamin tuvo la fortuna de su pensamiento, tanto más frágil cuanto más apto y alucinado, y supo ver perspectivas hacia Kafka provenientes de todas las direcciones, incluyendo desde luego las recírpocamente excluyentes de sus dos importantes amigos autosuficientes y triunfadores: Gershom Scholem, el clérigo sionista, y Bertholt Brecht, el clérico comunista.

Como puede suponerse, todo el libro de Scholem está hechido de antisovietismo (no sólo anticomunismo y antiestalinismo, sino de racismo antisoviético; cuando odian, los sionistas son enormes racistas), lo que no es el mejor marco para situar a un personaje como Walter Benjamin cuyos mejores años conocieron la esperanza y el entusiasmo que despertó en todo el mundo la Revolución de Octubre.  Para Scholem los rusos, en tanto rusos, son el diablo. Para Benjamin, los comunistas no pudieron ser ángeles, pero el panorama se tejía de infinitud de complejidades dolorosas que nada tenían que ver con fulminar demonizaciones; y de cualquier manera, muchas de las muy razonables, sanas y verdaderas aportaciones del marxismo para entender las sociedades, están desde luego muy presentes en su pensamiento y en sus escritos, sobre los que, dicho sea de paso, el gran cabalista Scholem no alcanza a urdir ni siquiera un comentario pasable.  Su cábala no servía sino para la sinagoga y para nada más.  No tuvo nada interesante que decir sobre los riquísimos libros de su amigo de juventud.

Si el cerco nazi que motivó el suicidio de Walter Benjamin hubiera, por el contrario, caído sobre Gershom Scholem y a aquél le hubiese correspondido escribir la biografía del judaísta, habríamos tenido sin duda alguna un libro muy molesto para los judíos ortodoxos y beligerantes, serios, buenos padres y mejores hijos de su Dios.  Benjamin habría buscado iluminaciones  --se habría cebado-- en sus aspectos misteriosos, ambivalentes, acaso morbosos; habría encontrado intuiciones y relaciones desusadas; habría querido develar misterios, en vez de reducirse al ciertamente impecable curriculum académico-sacro del judaísta célebre.  Habíra dudado, y con gran admiración y respeto por las dudas.  Y es que estos dos amigos, que llegaron a complementarse maravillosamente en su primera juventud, crecieron cada día más y más diferentes uno de otro, y llegaron a mirar de modo contrario el mismo mundo.  No había modo de lograr a un acuerdo: sólo el afecto, la amistad, las pequeñas ocasiones de reencuento los conservaban espiritualmente unidos.  ¿Pero en plural?  Sabemos del permanente cariño de Benjamin por Scholem, a quien dejó como su heredero literario. Pero del de Scholem por Benjamin no encontramos nada en este libro, que sólo prolifera desprecio, indignación, regaños, intolerancia, excomunión. A lo mejor Scholem merece llamarse "santo" sionista, pero nunca amigo de Benjamin.

Walter Benjamin, historia de una amistad de Gershom Scholem podría haber escogido un título mejor: "Walter Benjamin, la historia de un dudador desdichado, escrita por un orondo triunfador que nunca dudó".