sábado, 1 de diciembre de 2018

CONCHITA


CONCHITA


por José Joaquín Blanco


1
He llamado mamá a cuatro mujeres; la principal, Conchita Alfaro, era la hermana mayor de Trini, quien me parió, y sobrina y prima de las dos Luchas (Alfaro y Jiménez) de Tulancingo, madre e hija, que me atendieron buena parte de mi infancia. Vastas familias matriarcales entraban en acción cuando fracasaban los matrimonios, y se repartían la responsabilidad de todos los chamacos del apellido y de algunos aledaños.
Matriarcas más que milagrosas en el arte de multiplicar el pan, la ropa, los zapes y los pellizcos. Alguna misteriosa razón, acaso el que se me impusiera el nombre de su adorado padre, que acababa de fallecer, mi abuelo Joaquín, me situó desde el nacimiento bajo la advocación especial de Conchita: fue mi madrina de bautizo, confirmación, primera comunión y graduación de primaria, secundaria, preparatoria y facultad; con ella probé mis primeros cigarros y mis primeras cubas; me curó mis primeras crudas y se empeñó en transformarme en universitario.
Me apoyó en mi decisión de dedicarme a las letras, pero no al grado de leer muchos de mis escritos: tampoco era para tanto; cuando escribiera algo de veras bonito, que le avisara. Entre tanto las tres reglas de la vida: trabajar duro, ser honrado y comer muy bien. Sobre todo comer muy bien. Servía platos abundantes, grasosos, picantes, sabrosísimos, con mucho pan y muchas tortillas. “Nací en Puebla, así que ya saben a qué atenerse: mono, perico y poblano, no los tomes de la mano...”
Trabajadora, bailadora, tequilera y mandonsísma. Cuando estaba de buenas usaba palabras muy correctas e incluso dulzonas, pero cuando andaba de malas (que era lo frecuente) salían a relucir, como doblones de oro, encadenados, uno tras otro, netos y resplandecientes, los vocablos picarescos más resonantes del barrio capitalino donde creció, La Merced. 
Nos volvimos especialmente cómplices cuando, a la edad de ocho años, una mamá-tía Lucha de Tulancingo me declaró niño problema incorregible: me iba de pinta, le robaba la lana, le respondía como carretonero, me juntaba con la indescriptible plebe local y me encontraban bajo el colchón revistas de chistes indecentes (Los Parisinos, Pasa-rato).
Para Conchita no había niños problema ni incorregibles sino parientes tontos y mochos de provincia. Aprobaba el lenguaje de los carretoneros, como hemos visto. En diciembre de 1959 llegó a Tulancingo como un huracán y decretó que el tal Pepito –entonces me llamaba sencillamente Pepe Blanco- era lindísimo y listísimo y no tenía culpa de nada, pero para nada, en todas las travesuras que aterraban a la rama hidalguense de la familia Alfaro. Simplemente necesitaba ser criado por una mujer capaz, ella; y me trasladó en ADO, con sólo una maletita –desdeñó mis tiliches provincianos: ya me ajuarearía “como debe ser” en El Puerto de Liverpool-, en cosa de horas, a su departamento capitalino de la Colonia Roma, donde vivía con mi hermano mayor, de once años. Sumamos hasta una docena de hermanos y mediohermanos Alfaro. Me dicen que los hermanos y mediohermanos Blanco cubanos también son numerosos.
En el camión me exigió que me olvidara del sobadísimo Pepito (casual santo del día de mí nacimiento): debía llevar muy en alto el deliberado Joaquín, nombre de mi abuelo, “hombre de honra y pro”, su Jorge Negrete (aunque en las fotos le encuentro más parecido con Pardavé). Salomónico y taimado, me quedé con mis dos nombres, para no pelearme con ninguna de las sectas del matriarcado. Prevaleció, como siempre, la voluntad de Conchita, el Joaquín. En el rencoroso Tulancingo nunca se han dignado acordarse del Joaquín: puro Pepe, Pepón, Pepito. Luego resultó que, para el ámbito de las Luchas, Conchita me había echado a perder, que yo había sido todo un santito antes de abandonar “la Esmeralda del Valle” (sic) y volverme ateo, irrespetuoso y todo lo demás que algunos lectores acaso intuyan.
Para entonces Conchita ya imperaba en altar mayor de mis mitologías: la Mujer Gritona del Carácter Terrible, a quien en alguna de mis más amoratadas rabietas, quizás antes de que cumpliera cinco años, hubo que convocar por teléfono para que me metiera en orden. Seguramente lo logró en menos de un minuto.
También era la Dama de los Dones y el Escándalo de las Monjas. Llegaba a visitarme, a ratos con Trini, a ratos con un amigo misterioso (feón, pobretón y mucho más joven que ella), dos o tres veces por año, con cajas de ropa moderna, reluciente, y abominables botes gigantes de cápsulas de aceite de hígado de bacalao. No le interesaban mucho los juguetes.
Parecía salida de las películas o de la tele, con sus peinados de salón, sus perfumes y cremas, su maquillaje, sus vestidos lujosos a la última moda (escotados, con los brazos descubiertos, muy acinturados y con la grupa compacta y enfática), su montón de aretes, pulseras, anillos, medallas, medallones y collares. Las monjas nos habían dicho en el kínder que el infierno se había inventado sobre todo para las señoras que usaban chemisse (ligero vestido sin mangas, muy usado por Conchita), llevaban falda a la rodilla, descubrían los hombros y el nacimiento del pecho, y caminaban con cierto guasón ritmo de mambo.
Ella iba poco a misa –en Tulancingo asistíamos diario a la iglesia, y en algunas épocas dos o más veces por día: a ofrecer flores, los novenarios, los rosarios-, y sólo para saludar a sus compadres entre los santos: su tocaya Inmaculada, la comadre María Auxiliadora, la Milagrosa a quién sólo había que molestar muy de vez en cuando, en casos desesperados, y sus compadres san Cayetano y san Judas Tadeo. Pero no toleraba a los curas y menos a los obispos. Todos los mochos le parecían amargados, pazguatos e hipócritas.
Era una mujer que reía fuerte, que fumaba, y que los domingos se empinaba dos o tres tequilazos de aperitivo. Sostenía siempre opiniones duras: esto me gusta, esto no y “más vale una buena colorada que muchas pintitas”.
Platicaba de sus frecuentes viajes a Acapulco, aunque desaprobaba el novedoso bikini. Le gustaban las películas prohibidas de Rita Hayworth, Ava Gardner, Kim Novak, Rock Hudson, Elizabeth Taylor y Tony Curtis. Nada más espectacular había ocurrido sobre el planeta que el incendio de Atlanta en Lo que el viento se llevó. Ahhhh, ¡ese Clark Gable! No toleraba a María Félix, pero admiraba a Lola Beltrán.
No tuvo oportunidades de cultura –su formación escolar fue someramente contable, y empezó a trabajar en una oficina a los dieciséis años-, pero no se negaba al ballet, ni al “buen teatro” (es decir, donde aparecieran Ofelia Guilmain, Enrique Rambal, Ignacio López Tarso o José Gálvez), ni a los conciertos de la Sinfónica Nacional en Chapultepec ni, sobre todo, a las temporadas de zarzuela.
Se burlaba de sus cantantes favoritos: Toña la Negra, Olga Guillot, Pedro Vargas. Los adoraba, pero a risa y risa. María Grever cantada por Urcelay la sumía en la nostalgia idolátrica por su padre Joaquín: “ése sí era todo un hombre”.
Se identificaba con el Cuarteto Rufino, en un acceso de carcajadas incontrolable. Se encolerizaba contra Clavillazo y Viruta y Capulina: “¿Con qué derecho se cagan en nuestro hogar?”, y apagaba la tele. Jamás le creía una palabra a Jacobo Zabludovski, pero se regocijaba con Los Polivoces y le perdonaba toda mariconería a Salvador Novo: “El Maestro Novo es algo verdaderamente especial”. Seguía sus programas libreta en mano y se aventuraba en las pantraguélicas recetas nacionalistas que Novo se atrevía a proponer a un público meramente contemporáneo.
Conspiraba con su modista para plagiarle el vestuario a Amparo Rivelles, especialmente durante la era -¿o fue imperio?- de Anita de Montemar.
Se parrandeaba al menos una vez por mes, con sus compañeros de oficina, algunos compadres con parejas enigmáticas -sobre las que no había que preguntar-, y su infaltable amigo misterioso, a quien también tenía seducido y domado.
Le gustaban los restoranes típicos del rumbo de Garibaldi o el Guadalajara de Noche. Casi siempre se le pasaban las copas y se ponía a cantar delante de los mariachis. En la playa, también con copas, prefería los tríos, pero no se paraba a cantar (salvo cuando las muchas copas se volvían demasiadas), porque los boleros le parecían más difíciles que las rancheras. Cantaba desde su asiento y en voz más baja: “Conocí una vez una linda morenita y la quise mucho...”
Pero esto ocurría en días y noches de excepción; se la vivía a dieta, entre fajas feroces, combatiendo la fatal tendencia familiar a la obesidad: desayuno: jugo de naranja con un huevo crudo; comida: ensalada y pollo o carne asada; cena: café con leche y pan tostado. Entre comidas algo de fruta.
Guapona y chaparrita con muy lindas piernas sobre sus elegantes zapatos puntiagudos, importados (italianos), de tacón altísimo (siempre los zapatos “hacían conjunto” con el bolso descomunal); cintura controlada, busto y cadera tropicales, en continua amenaza de desbordamiento. Ojos grandes y expresivos de actriz de cine mudo. Una piel hermosísima, de nena recién bañada, incluso en su vejez.
Llegaba a Tulancingo acompañada del amigo misterioso en un carrote moderno, que desataba todo tipo de envidias y chismorreos. Navegaba con bandera de viuda, pero ya sabíamos que era una de esas pérfidas desencaminadas a quienes se lapidaba desde el púlpito todos los domingos: las divorciadas. Jamás se debía mencionar a su exmarido ni –su gran tragedia secreta- al bebé que se le murió en el vientre al sexto o séptimo mes. Creo que a instancias del marido lo certificaron como Ricardo; ella hubiera querido llamarlo Joaquín.
Ella me había dicho, probablemente desde el momento en que nací –desde luego, estuvo junto a Trini durante el parto-, que yo era solamente suyo: que sólo me parecía a ella, que mi cara representaba (como la suya) el vivo retrato de su papá Joaquín, y que no me creyera lo del  “diablillo” ni lo del “chico problema” que espantaba a las tías, digo mamás, Luchas de Tulancingo: todo lo contrario, que yo había salido –vía Trini- con el temple, el carácter y el rostro de Joaquín y de Conchita.
No debía olvidar tampoco –supongo que todo esto me lo dijo en secreto, entre besuqueos, porque era muy besucona, de besotes tronadísimos- que yo no había nacido en un rancho, sino en una clínica muy moderna de la Ciudad de México (calle de Chiapas), metrópoli adonde volvería para vivir con Conchita para siempre jamás en cuanto terminara la primaria, porque la capital era muy insegura para los niños chiquitos.
2
Trabajaba como contadora –en la práctica, la Supergentísima Señora Alfaro, mimada y hasta adulada por los místers sobre todo cuando triunfaba en los embrollos con las oficinas de gobierno, los acreedores, los deudores o los sindicatos- en una empresa norteamericana (Constructora Técnica, S.A., Tíber 100) de 9 de la mañana a las 7 de la noche en días hábiles, y los fines de semana atendía asuntos contables extra en casa.
Tampoco admitía que se mencionara en su presencia al playboy cubanazo de Raúl Blanco García, mi padre, profesor de Trini en la Escuela Bancaria y Comercial. La propia Conchita los había arrastrado de las orejas hasta el Registro Civil porque mi hermano ya venía en camino (a Raúl, por lo demás, le urgía regularizar su situación migratoria).
Por entonces me habían dicho que mi padre había muerto en un accidente de tránsito. Años más tarde aparecería por correo, con largas cartas culteranas y sentimentales, llenas de citas de Martí, como un miembro más de la tribu de los divorciados.
Un día Conchita nos descubrió a Trini y a mí releyendo esas cartas, escondidos en el baño. Fue el escándalo del fin del mundo. “¡Te sigues carteando con él,  no vas a entender nunca!”, le rugió a una Trini estremecida, temblorosa, desatada en llanto. Nos arrebató el fajo de cartas, las hizo pedacitos ahí mismo y las tiró al excusado. Jaló la cadena con un ademán fulgurante, implacable.
No faltan intrépidos que forjen su carácter en la lucha con el ángel; yo templé el mío entre los años cincuenta y sesenta, de los ocho a los dieciocho años, en feroces encontronazos con Conchita. Tenía sus ideas. Las cosas debían ser como debían ser y no se aceptaban negativas ni disculpas, y punto. Todo perfecto y todo a su tiempo, y punto. Y no le gustaba ordenar las cosas dos veces ni que le salieran con batea de babas, y punto.
Ni siquiera recuerdo cómo fue que un niño ya famoso como rebelde e imposible, asumió que no había modo de desobedecer a Conchita. Incluso me gustaba complacerla en todo, y hasta por anticipado y de sobra, pero de repente, a pesar de los pesares, algo salía mal. Entonces ella me gritaba. Yo me crecía al castigo y le gritaba más fuerte. Bombardeos domésticos. En esos plácidos tiempos no se usaba aturdir a los niños con rollos psicológicos; unas cuantas nalgadas, cinturonazos, zapes y hasta algún bofetón casi teatrales cumplían su cometido perfectamente.
Pero ya ella me había hecho a su imagen (porque esa altanería acerada, esa soberbia casi suicida no aparecían en Trini –siempre bonita, resignada y llorosa- ni en mis hermanos), y permanecía castigado pero insumiso, mudo, agrio y malencarado durante semanas. Me le muy vendía caro y las reconciliaciones le costaban muchos esfuerzos y regalos. Incluso después de “perdonarla”, la seguía castigando tenazmente con algún aire ofendido. “¡Me topé con la horma de mi zapato!”, se quejaba con cierta vanagloria.
Al principio sus éxitos fueron resonantes. Logró en cosa de semanas, desvelándose conmigo frente a mis tareas, imponiéndome como ley universal que sólo existía lo perfecto, y que nada menor era admisible, que el chamaco que casi reprobaba todas las asignaturas en el colegio pueblerino saltara a los primeros lugares en un instituto prestigioso de la capital. Me volví casi de inmediato un precursor del nerd, un “sabio expresito”, quien a falta de computadoras almacenaba parrafadas y parrafadas en la memoria, lo mismo de la orografía de Chihuahua que de la producción cafetalera de Puebla, Veracruz, Chiapas, Oaxaca. La aritmética tuvo que enseñármela de nuevo desde el principio, sin tanta faramalla, con pura sensatez. No se me ocurre nada importante que ella no me haya enseñado; y lo que no pudo enseñarme personalmente ella (deportes, manejar vehículos) casi nunca lo aprendí después.
De mis seis años de kínder y primaria con las monjas del Colegio Pedro de Gante de Tulancingo sólo rescaté una casi perfecta caligrafía pálmer (que apenas logré estropear en la edad adulta) y una facilidad casi instantánea para memorizar poemas y pasajes de historia. “Nuestro fuereñito ya es el alumno más aplicado del grupo”, telegrafió como un bofetón a las Luchas incapaces de corregir al diablillo problema.
Gracias a mi buena letra me volví su asistente. En aquellas épocas no había ni siquiera máquinas de escribir con un carro tan grande como para admitir las hojotas de contabilidad (un metro de ancho). Se hacían a mano y no debían llevar errores ni enmendaduras. Me encomendaba pasar sus borradores en limpio. Ganábamos tiempo y ahorrábamos para el Evento del Año, la semana santa en Acapulco. (Yo iba nomás para complacerla: nunca me ha gustado demasiado el mar: sólo ratitos de ahhh y enseguida el tedio de más de lo mismo.)
Lleno de boletas con dieces, de diplomas, de medallas; solicitado para proferir discursos o recitaciones en las fiestas escolares, amigo de los curas, encantado con la posibilidad de callejonear sin rumbo por la Ciudad de México, parecía que una Nueva Vida se abría ante mis pies. Conchita ya elaboraba desde entonces laberínticos planes para cuando me convirtiese en ingeniero, médico o abogado. Me educaba para un destino prócer.
Pero iba creciendo en mí una nueva rebeldía, más desesperada que todas las anteriores. Conchita creía en el restablecimiento mesiánico del hogar ideal, el del abuelo Joaquín de su infancia, y según ese esquema yo quedaba completamente subordinado a mi hermano, tres años y veinte kilos mayor que yo: un escuincle de lo más atorrante y resentido contra el Usurpador que de la noche a la mañana le quitaba la mitad de la atención de Conchita, la mitad de su cuarto, y encima le imponía la obligación de andarlo trayendo y llevando por todos lados como pilmama. “Ninguno va solo a ninguna parte; los dos deben andar siempre juntos, comprendiéndose y cuidándose como buenos hermanitos”.
Los buenos hermanitos legales, de papá y mamá, los dos blanco-alfaro, nos detestábamos; nos dirigíamos miradas asesinas. Él me considerada un escuincle pueblerino, meado y usurpador, con quien no quería que ni de lejos lo vieran sus amigos. Yo lo veía como egoísta, verdugo y pendejísmo. Con frecuencia me aporreaba bien y bonito, surtidito, sobre todo en las fechas de calificaciones, porque el método escolar de Conchita no había operado en él con tan buenos resultados, mejor dicho: con ningunos resultados.
Decidí entonces que la Ciudad de México era demasiado chica para nosotros dos. Y algún día que me golpeó e insultó más de lo habitual, lo que ya estaba con mucho fuera de todo lo soportable, en la escuela y delante de otros niños, con la  firme promesa de ahora sí romperme de veras la madre al llegar a casa, decidí que tenía que escaparme de Conchita y de su monstruito cavernario, mi hermanito-de-padre-y-madre, de Raúl y Trini.
3
El 11 de abril de 1961, después de comer, salté el muro posterior del campo de futbol del Instituto Don Bosco, por Iztapalapa, para regresarme a Tulancingo, a casa de la mamá Lucha chica (la mayor ya había fallecido). Mejor la vida de rancho que la de víctima y criado de mi hermano. ¡Y nunca más una humillación, ni un aporreo!, me prometí.
Estas cosas no las podía concebir Conchita: nos quería y trataba a ambos por igual: la dinastía Alfaro, los vástagos de los sacrosantos abuelos María y Joaquín; nos daba todo lo que necesitábamos, ¿por qué algo tenía que ir mal entre dos hermanitos Alfaro? ¿Acaso nos faltaba algo? Vivíamos casi como ricos, incluso con ciertas extravagancias (mi hermano poseía un equipo completo de buzo, que nunca usaba), gracias al alto salario y a los trabajos extra de Conchita, empinada durante interminables horas frente a la sumadora eléctrica, sobre las hojas de contabilidad y los alterones de recibos y facturas, en la mesa del comedor.
Bueno: ocurrieron la diferencia de tres años, veinte kilos y una acumulada discordia; la eterna lucha por el poder en un departamentito donde los dos estábamos solos casi todo el día y la convicción de mi hermano de que yo había llegado a robarle lo que era suyo, exclusivo. Me calificaba, no sin argumentos, de petulante y maricón. No quiero ni recordar lo que entonces yo pensaba de él.
Imaginé que caminando por Calzada de Tlalpan –siempre fui un buen caminador- podría llegar antes del anochecer a la Villa de Guadalupe, que era la última parada de los ADO que iban a Tulancingo. No llevaba dinero, pero muchos choferes de Tulancingo conocían a las Luchas, y –confiaba- podría pagarles al llegar allá. Las Luchas pertenecían a la distinguida familia del profesor Aurelio Jiménez, a quien nadie le negaba nada en Tulancingo.
Me he contado tantas veces esta aventura desde entonces que ya no sé qué inventé en ella y qué realmente sucedió. Debí urdir algunas mentiras al no encontrar, ya bastante noche, camiones ADO a Tulancingo cerca de La Villa. Mis mentiras, sobre todo las más disparatadas, solían tener cierta verosimilitud o encanto entre las señoras. Quizá me conté huérfano, extraviado, fugitivo, víctima de no sé qué conspiraciones dickensianas o zodiacales. Ya había visto muchísimas películas en las funciones triples del Cine Morelia y algo sabía de Salgari y de Mark Twain, en ediciones simplificadas.
El caso es que no tardé las dos horas y media reglamentarias de autobús de México a Tulancingo, sino tres días, en cuyo transcurso fui hospedado, agasajado y financiado por dos familias humildes del rumbo de la Villa. Algo debieron influir mi uniforme de colegio privado elegante, mi cara de mosquita muerta, que sabía enternecer, y (espero) algún talento inventivo.
Cuando llegué cantarín y chiflador tres días después, un mediodía, a casa de Lucha, dudando si me recibirían con una fiesta (pues así Lucha triunfaba sobre la mandona y sabihonda Conchita) o con una buena paliza por andar tres días como Huckleberry Finn por el ancho y ajeno mundo, cuando al menos podía haber hecho alguna llamada telefónica por cobrar, empecé a ver rostros que se asomaban, morbosos y boquiabiertos, por los visillos de las ventanas, por los resquicios de zaguanes, por sobre el mostrador de las tiendas de la calle de la casa.
Que de dónde venía, que con quién había estado, que las tías y mamás ya me creían muerto, que me habían andado buscando la policía y hasta los bomberos por el río podrido y los cenagosos alrededores del Instituto Don Bosco, que hasta en la tele me habían anunciado como desparecido, exhibiendo una foto donde lucía un traje (franela y peluche) de león, que había servido para una función de circo en una ceremonia de fin de cursos.
“¡Ora sí la hiciste en grande!”, me dijeron. Se trataba de una frase familiar: ora sí la había hecho en grande cuando me escapé con un rancherito a una huerta a empacharnos con perones, y luego a un establo, a examinar los genitales de vacas, bueyes y burros; y luego a jugar en los alrededores de la estación del tren; cuando nos aventamos dizque a nadar en el Río Tulancingo, que ya era un desagüe flaco lleno de trapos, zapatos y perros muertos; cuando nos robamos un block de papel membretado de la escuela y pedimos perentoriamente –desde la máquina de escribir Remington de mi tío- a todos los padres de familia de nuestro grupo una contribución especial para las obras de la capilla, que pensábamos gastárnosla en la feria de Nuestra Señora de Los Ángeles (nos descubrieron por dos o tres errores de ortografía, pero la mayoría de los padres de familia cayó en la trampa); cuando nos trepamos a la azotea de la casa de un amigo, donde habían instalado un gallinero, y agotamos los veinte o treinta huevos del día en dispararlos festivamente contra los transeúntes.
Mi retorno a esa improbable arcadia no fue venturoso. Asombró mi aventura, pero mis parientes me vieron como un caso definitivamente perdido. Quizás me imaginaron muy pronto en el Tribunal para Menores. Algo se habló de algún internado religioso o militar, donde finalmente me domesticaran.
Conchita, dolida y humillada, se opuso sin embargo a todo ello, en misteriosos conciliábulos telefónicos que yo espiaba desde debajo de mis cobijas, haciéndome el dormido. Finalmente apareció con el carrote, con su amigo misterioso y con mi hermano. Me treparon en vilo, sin más contemplaciones. No sé qué habían hablado entre ellos, pero adoptaron conjuntamente la política de tratarme con lejanía y respeto. Sobre todo mi hermano me veía raro, incómodo en su culpa, y como si yo hubiera de repente crecido tres años y engordado veinte kilos. Por fin me veía casi como a un igual. Nunca volvió a pegarme (lo que constituyó una no pequeña ganancia). Nos seguimos llevando muy mal, pero en silencio, guardando distancias, hasta la fecha.
Como se ve, no soy un buen creyente de la fuerza de la sangre. Creo en las afinidades electivas: Conchita me eligió a mí y yo la elegí a ella. Y de ahí, amor apache.
         Durante meses viví con Conchita como un matrimonio mal avenido pero cortés, lleno de silencios, hielo y amabilidades. Pensé que la había perdido para siempre y que me toleraba por lástima, mientras yo llegaba a la edad en que pudiese deshacerse de mí sin remordimientos (pues Trini se había vuelto a casar y a llenarse de hijos). Pensé que ahora sí estaba completamente solo en el universo y que no me restaba otra solución que lanzarme solo a la vida cuanto antes, en un chapuzón suicida –esta idea romántica siempre me ha fascinado.
Ensoñaba a mis diez años con todo tipo de escapes cinematográficos, recordaba los cuentos de vagabundos e hijos pródigos que se lanzan por los caminos del mundo cargando su alforja en la vara que llevan al hombro. Fui un automático admirador y enamorado de los “muchachos terribles” de Gide, Martin du Gard y de Cocteau.
Entre tanto, a cumplir con la escuela. Me encarnicé en el estudio por orgullo, para que no me acusaran luego de abandonar la escuela por no poder con los libros, y porque no apetecía nada más. Y por prepotencia: “¡Ahora van a ver quién es un Alfaro, cabrones!”, como diría Conchita. Ninguna otra cosa me divertía ni pasaba por mi cabeza. Sólo la de crecer muy rápido para largarme lejos, muy lejos y totalmente solitario. Había elegido los Mares del Sur.
Fue mi mejor año escolar, casi apoteósico. El mejor promedio general, las medallas de primer lugar en la mayoría de las materias. Tenía derecho al premio mayor, la Medalla de Excelencia, pero, como me recurrirá con frecuencia, los mentores privilegian la buena conducta sobre la mera instrucción. Y vi coronarse como “excelente” a algún niño que iba muy por debajo de mis notas en casi todos los campos, pero que era “muy buen chico”.
         La noche de fin de cursos tuvo ese patetismo. Tantos dieces, diplomas y medallas para nada. Con cuán menores méritos los modositos se calzan fácilmente las grandes coronas. Pude, sin embargo, declamar “Los Motivos del Lobo” en la ceremonia, ante la euforia general.
Durante el tedio de ese año me apegué a mi destreza caligráfica y le compuse a Conchita un poemario: en una libreta de pasta gruesa fui copiando meticulosamente los poemas más bonitos que encontraba en los textos escolares (desde luego prevalecían Bécquer, Amado Nervo, Peza, Díaz Mirón, Gutiérrez Nájera, González Martínez, Samaniego, Gabriel y Galán; Rubén Darío, Lope, Quevedo, Calderón, Sor Juana). Ése fue mi primer libro, sin un solo manchón ni error caligráfico, y Conchita lo releyó y tuvo en su buró hasta su muerte, a la edad de sesenta y ocho años.
         Después de la ceremonia de fin de cursos, Conchita no me llevó a cenar machitos con tepache, o pozole, como solía premiar mis buenos momentos. El amigo misterioso nos condujo silenciosos y cabizbajos a casa. Pero ahí ella me tenía varias sorpresas: una enorme, carísima enciclopedia juvenil en doce tomos, que había sido toda mi codicia, para compensar la medalla de excelencia que me habían robado; unos suéteres muy decorados, a la moda de César Costa; un kit completo de rasurar: vasija de madera con jabonadura, brocha, rastrillo dorado, hojas gillette, lociones. (Me había estado terminantemente prohibido rasurarme “hasta que llegara el momento”, por más ridículos que se vieran mis bozos largos y ralos en una cara demasiado aniñada).
Yo le tenía otra sorpresa: para evitar la incomodidad de mi hermano, me había acercado a los curas, y me habían invitado formalmente a estudiar el seminario menor. Debía presentarme en Puebla veinte días más tarde. Aunque camuflado de fraile, me largaba finalmente de casa.
         -¡Con una chingada! –rugió Conchita-, primero te me largas como un criminal porque voló una mosca. Ahora te quieres hacer cura. Pinche egoísta malnacido. ¿Y yo qué, y la familia qué, y tu hermano qué? ¿Acaso sólo cuentas tú en este fregado mundo?
         -Ya me dijiste que tú no me quieres.
         -Te mereces que te diga eso y más. Pero anda, vete, te sientes muy listo, puedes decidirlo todo, ¿no? Yo nomás te estorbo.
         Rompió a llorar. Corrió a su misterioso amigo y mandó a mi hermano a acostarse. Nos servimos unas cubas –mi primera cuba- y platicamos hasta el amanecer. También mi primer cigarro. Lo dijimos todo y no pudimos componer nada. Ni modo que eligiera entre mi hermano y yo.
         Fue a hablar con los curas, me preparó la ropa y los útiles escolares, me llevó a un examen médico exhaustivo y me depositó durante tres años en un internado salesiano que funcionaba como primaria, secundaria y seminario menor, en Panzacola, Tlaxcala.
4
Me iba a visitar cada dos domingos, por temporadas todos los domingos. La distancia restañó todas las discordias y heridas. Nuestros encuentros –picnics en el bosque del seminario, para los que llevaba manjares de fiesta, chiles en nogada y todo- eran alegres y tranquilos. Prefería cargar hasta México con mi bolsa de ropa sucia y lavarla en casa a que me la percudieran en la gregaria lavandería del seminario.
Me empezó a hablar como a persona adulta. Mi brillantez escolar se había consolidado y la impresionaba. A ratos, cuando me tocaba predicar revestido de monaguillo o frailecito, me admiraba como si fuese un obispo. De repente me decía que no usara palabrejas tan rebuscadas, que a ratos ya ni me entendía.
Me consultó la necesidad de inscribir a mi hermano vago y mal estudiante en un internado estricto, porque ya no le hacía el menor caso y en plena adolescencia se estaba desencaminando con sus pésimas amistades de todos los billares de la Colonia Roma.
Durante los tres años que estuve en el internado, ella conoció, por fin, cierto descanso, y alguna libertad y plenitud amorosas. Estaba completamente sola y libre en su casa para agasajar al misterioso y fiel amigo –duraron unos veinte años-, que se veía muy complacido (gracias a la hábil conducción de Conchita, ya no parecía tan feo ni tan pobretón); y me llevaba todo tipo de regalos al seminario (plumas fuentes, cámaras fotográficas, portafolios de piel, como de ejecutivo) con la firme intención de convencerme para que jamás, pero jamás me saliera de ahí.
Boté a los curas en 1965, en segundo se secundaria. Viví con Conchita cuatro años más, ya en plena complicidad y camaradería hasta que tuve que inventar un barroquísimo conflicto de caracteres para largarme de nuevo. La razón fue que quise mantenerla completamente alejada de la vida gay que había decidido seguir y que ella no podría sospechar, entender ni admitir. Conchita pensó que mi nueva vida de intelectualón y artistuco me exigía cierta bohemia, y estuvo finalmente de acuerdo.
         Perdió su gran empleo hacia sus cincuenta años cuando, seguramente por políticas deliberadas de la empresa para renovar su personal ejecutivo, se empezó a enfrentar con incomodidades, absurdos y aun humillaciones. La Supergerentísima Señora Alfaro les cantó a los místers una renuncia brevísima y sonora, según su estilo.
 Vi con estupor cómo se reconstruía desde cero, en empleos inferiores y con la tercera parte del sueldo anterior. Adiós a los peinados de salón, a los vestidos elegantes, a los zapatos finos, a las frecuentes parrandas y viajes a Acapulco. En compensación se deshizo de las feroces fajas y dietas, y en cosa de meses asumió un porte monumental. Empezó a usar unos vestidos sencillos, holgados, baratos, que ella misma se confeccionaba, y que sólo en los estampados o en los colores brillantes se diferenciaban de los que portaba mi abuela, durante su vejez, en las fotografías.
Siguió como la madre generalísima de todos los chamacos de apellido Alfaro y aledaños; tuvo docenas de ahijados en cuatro o cinco manzanas a la redonda en la casita humilde pero con amplio jardín (una vejez dedicada a los chamacos, a las plantas, a los gatos, a los perros y a los canarios) que adquirió con sus ahorros por el rumbo de Iztacalco. Y tenía larga lista de espera para amadrinar matrimonios, bautizos, quinceaños y primeras comuniones. Las afligidas vecinas de la zona le llevaban a sus maridos briagos o mujeriegos para que los regañara. “Ya no lo vuelto a hacer, señora Alfaro”, le contestaban contritos y cabizbajos.
Además de mi madre, fue mi mejor amiga, mi cómplice plenipotenciaria y mi compañera de parrandas durante sus últimos veinticinco años. En un recital de Jaime López le tocó el pandemonium desatado por un fan delirante que, en su éxtasis, tomó el extinguidor y lanzó el polvo tóxico contra artistas y público en La Casa de la Paz.
Cuando descubrió que frecuentemente organizaba reventones en mi departamento, propuso que algunos se trasladaran a su casa, para compartir la diversión. Yo ponía los tragos y ella la comida. En uno de ellos logré escandalizarla: llevé a mi amiga Silvia Tomasa Rivera, quien se robó la noche con bailes y poemas. Conchita estaba acostumbrada a ganar todos los torneos de mujeres bravías, tequileras, gritonas y de opiniones mandonas y ultraliberalísimas. “¡Qué bárbara esa Silvia, me comentó al día siguiente, y qué lindos poemas!”
         El 13 de septiembre de 1991 despertó con dolor de estómago. Si hubiera temido una enfermedad grave habría acudido a un médico particular. Pensó que era un achaque y se confió a su querido Seguro Social de jubilada, no en balde había cotizado quincena a quincena durante cuarenta y tantos años. Siempre le daban unos cuantos calmantes y le exigían que bajara veinte kilos. Esta vez la internaron de inmediato.
         Pasé casi cincuenta horas sentado en las salas de espera, leyendo José y sus hermanos, de Thomas Mann. Los médicos me dijeron que había que operarla: algo de la vesícula, no muy grave. Parece que además de la vesícula hubo algo con el páncreas, una segunda operación en veinticuatro horas de la que no despertó.
Nunca me enteré bien: los médicos y las enfermeras cambiaban de turno a cada rato –nos trasladaron en ambulancias: ella en camilla y yo a su lado, a tres hospitales: Iztacalco, Balbuena y Centro Médico- y sólo ofrecían explicaciones evasivas, lacónicas, confusas.
La enterré el 17 de septiembre de 1991 en el Panteón de Dolores, junto a sus padres y a Trini (quien había fallecido por infarto en la propia oficina aduanal de Conchita, en el aeropuerto, unos quince años antes, cuando la bíblica prole de Trini se trasladó de inmediato, en caravana, a casa de Conchita, por cuya herencia llevan más de diez años mediomatándose). No he vuelto a esa casa desde el día que Conchita murió. Tampoco he querido tratar desde entonces a los “hermanos de José”, digo, de Joaquín.
Enjugué mi solitario dolor con algunas páginas de fray Luis de León, en su Exposición del Libro de Job: “Mis faces se enlodaron con el lloro, y sobre mis pestañas sombra de muerte... Porque el lloro mana del corazón, que se derrite en lágrimas cuando está triste. Y véase que la aflicción es mucha, pues el llanto tan grande que le ensuciaba la cara, y le cegaba los ojos: que eso es cuando dice mis faces se enlodaron con lloro; porque el agua de las lágrimas que le bañaba el rostro, y el polvo que sobre ella caía, se convertía en lodo en las mejillas, y ni más ni menos lo que añade, que sobre sus pestañas sombra de muerte, es decir, que del llorar le nacían tinieblas en los ojos, que suelen cegar con el lloro: porque lo negro y lo tenebroso, y lo que es noche y oscuro, es muy vecino a la muerte, que se oscurece y envuelve en tinieblas la vida”.


jueves, 1 de noviembre de 2018

EL NIGROMANTE

DESTELLOS DEL NIGROMANTE

Nervo, Reyes y Novo maldijeron a los máistros liberales de la Reforma, a quienes consideraron, con cierta fatuidad, menos cultos, cosmopolitas y refinados que ellos mismos. ¿De veras? Haciendo a un lado la fatal obviedad de que la cultura de 1850 ha de diferir de la de 1890 o de la 1950, los liberales de la Reforma no resultan ante los ojos del siglo XXI tan astrosos: simplemente un poco fechados, al igual que van envejeciendo sus infatuados y maledicentes sucesores.
El atildamiento estético del modernismo, por ejemplo, no tenía por qué prevalecer desde 1840-1880, cuando arrasaban las pasiones y las catástrofes políticas: estaba precisamente esperando a Nervo -ya en la paz porfiriana-, quien por cierto lo recibió en gran parte de Gutiérrez Nájera, discípulo de Altamirano, casi hijo de Ramírez, El Nigromante (1818-1879), a quien Prieto veneraba. De tal modo, la genealogía literaria de Nervo también pasa por (o comienza en) Ramírez. Reyes admitió, a su vez, el magisterio de Nervo. Y Novo volvió a las libertades y gracias de las viejas crónicas de Guillermo Prieto. ¿Para qué tanto escupir hacia arriba?
         Los liberales creían en otra retórica, que murió con su siglo: la oratoria de gran formato (v gr.: se nos recrea la creación del mundo, con estallidos de lava y todo, a propósito del Grito de Dolores) y la poesía musical. Es difícil reproducir la fuerza que en su tiempo detonaron los discursos de Ramírez, que ahora pueden sonarnos ampulosos o episcopales: el Dios Pueblo, los Infames Traidores, Clericales, Invasores o Monárquicos; la Diosa Patria, la Diosa Ley, la Diosa Libertad; hasta la Diosa Beneficencia (“que el poder público no sea otra cosa que la beneficencia organizada”, Obras completas, Ed. David Maciel y Boris Rosen Jélomer, México,  Centro de Investigación Científica Jorge L. Tamayo,  3 t., 1984-1985; t. III, p. 9. Cf. Maciel, David E.: Ignacio Ramírez, ideólogo del liberalismo social en México, UNAM, 1980).
Buena parte del periodismo de Ramírez constituye simplemente un espinoso comentario a la Constitución de 1857, a las leyes de Reforma y a las administraciones de Santa Anna, Juárez, Lerdo y Díaz, fatalmente encerradas en debates fechados. Ofrece muchos esquemas pedagógicos del positivismo de Comte y del novedoso Libre Mercado. O discusiones políticas y legalistas, elementales y pragmáticas, algunas incluso borrosas pues se han perdido los referentes de sus denuncias y bromas. En cierto momento Ramírez se compara, por dizque cerril y principiante, y por agotar (y agotarse en) sus agitados días laicos y locales, con otro escritor callejero, cotidiano y “vulgar”: Lizardi (OC, III, 88-93). Ambos se ocuparon alegremente de todo tipo de asuntos y disciplinas: era una época incipiente de la cultura nacional en que unos cuantos debían improvisarlo todo. Los especialistas llegarían, cuando llegaron, mucho después.
Así, otra parte de su prosa conforma una larga, generosa y paciente divulgación –Ramírez fue sobre todo un maestro la mayor parte de su vida- de conocimientos de cultura y ciencia clásicas y contemporáneas. Fue iniciador en tales caminos, inaugurador de cátedras. Existen los testimonios de sus discípulos. Y no falta, finalmente, desde luego, un buen sazonado racimo de explosivas expresiones anticlericales y antirreligiosas de jabobino al rojo vivo, con toda la barba, que Voltaire habría inudablemente aprobado; a las que por cierto ningún otro mexicano se atrevió de manera tan franca y frontal, para intentar sacudirse un poco el atarantamiento levítico de siglos.
Por lo demás, los liberales tenían otra información histórica y científica: la ideología de la ciencia y del capitalismo salvaje, pero lleno de telégrafos, barcos, bancos, fábricas y ferrocarriles. Parecían divinidades novedosas y pródigas, casi cuernos de la abundancia. (“El ferrocarril es el ensueño de todos los partidos, cuando dejan dormir sus divergencias en la política”, OC, III, p. 49).
Esos artículos y discursos, a ratos, admiten mejor una lectura metafórica que literal o ideológica: por ejemplo, El Nigromante trata de crear una Patria Nueva desde cero, nacida de un parto de fuego –como mural de Orozco-: las bodas de Hidalgo con la plebe airada (“la vil muchedumbre”, “las turbas envilecidas”) para engendrar el Ciudadano, la Libertad, la Ley, la Dignidad y el Progreso, que si bien no se sostiene mucho como historia ni como ideología, cabe en la tradición hispánica de los autos sacramentales (OC, III, pp. 10-26; 53-61).
Anticura supercura, laico predicador, santo luciferino, Ramírez expropia el mito católico de que una humanidad  a la que perdió una meretriz (Eva, a propósito de la serpiente) había sido redimida gracias a una Virgen María sin mácula; los mexicanos, así, a quienes perdiera la Malinche, “barragana de Cortés”, se vieron rescatados por la impoluta y peinadísima Corregidora (OC, III, pp. 19-20). Llega a comparar a la revolución (de la Reforma) con el amor sagrado a una mujer, y lo quiere como un buen matrimonio: honradísimo, robusto, prolífico.
Tales figuras enfáticas, contratastadas, duras –con su belicosa oposición innegociable de héroes y villanos; paraísos y cataclismos-  resultaban oportunas para una sociedad criada entre púlpitos y retablos; de ahí su extraordinaria eficacia: hasta hace unas pocas décadas, casi toda la oratoria oficial y escolar se inspiraba en dos o tres discursos de Ramírez.
Al paso del tiempo el loco azar antologa los textos. Ahora preferimos las crónicas pintorescas de Prieto a sus poemas populares y patrióticos, muy estimados en su tiempo; y de Ramírez, además del legendario perfil sobre sus audacias ateas, su generosidad hacia “la vil muchedumbre”, los oprimidos y los vencidos (así se tratase de Maximiliano, cuya ejecución condenó), y su justiciera, irrefragable y colérica honradez...; ahora que ya no podemos digerir debidamente sus discursos, ¿qué preferir de Ramírez?
Fue un escritor muy admirado por su prosa dura, que casi se ha descarapelado, y se le recuerda más por su poesía. Involuntariamente, como jugando a imitar a Voltaire en la saga del viejo raboverde tras jóvenes ninfas, ha dejado en muchas antologías dos poemas tardíos que no eran probablemente la herencia que él prefería.
La vejez rococó del fauno en “Al amor”:

         ¿Por qué, amor, cuando expiro desarmado,
         De mí te burlas? Llévate esa hermosa
         Doncella tan ardiente y tan graciosa
         Que por mi oscuro asilo has asomado.

         En tiempo más feliz, yo supe, osado,
         Extender mi palabra artificiosa
         Como una red, y en ella, temblorosa,
         Más de una de tus aves he cazado.

         Hoy, de mí, mis rivales hacen juego,
         Cobardes, atacándome en gavilla,
         Y, libre yo, mi presa al aire entrego;

         ¡Al inerme león el asno humilla!
         Vuélveme, Amor, mi juventud, y luego
         Tú mismo a mis rivales acaudilla.

Y una galantería cuyo éxito proviene de su desaforada exageración en el álbum de la ninfa Rosario de la Peña:

         Ara es este álbum: esparcid, cantores,
         A los pies de la diosa, incienso y flores. 
        
         El Nigromante fue, en sus mejores momentos, un supremo retórico: un manipulador pasmoso de efectos; así logró la “declaración de odio” más fragorosa de nuestra lírica que, bien mirada, sólo es una hábil acumulación de efectos verbales extremos: “Venganza de los mártires de Tacubaya”

         Guerra sin tregua ni descanso, guerra
         A nuestros enemigos hasta el día
         En que su raza detestable, impía,
         No halle ni tumba en la indignada tierra.

         Lanza sobre ellos, nebulosa sierra,
         Tus fieras y torrentes, tu armonía
         Niégales, ave de la selva umbría;
         Y de sus ojos, sol, tu luz destierra.

         Y si impasible y ciega la natura
         Sobre todos extiende un mismo velo
         Y a todos nos prodiga su hermosura;

         Anden la flor y el fruto por el suelo,
         No les dejemos ni una fuente pura,
         Si es posible ni estrellas en el cielo.

         En otro lado, cierra una cadena de tercetos fúnebres con cierta altivez estoica, casi un epitafio romano, del hombre que ha elegido el desnudo escepticismo como rumbo de su vida:

         Madre naturaleza, ya no hay flores
         Por do mi paso vacilante avanza.
         Nací sin esperanzas ni temores,
         Vuelvo a ti sin temores ni esperanza.

LECCIONES DE MATUSALÉN
Buena parte de los escritores de finales del siglo XIX y de todo el siglo XX padecieron la obsesión de enterrar o desterrar a los liberales románticos como a mastodontes, que  recuerda la de éstos al ignorar a los coloniales y a los prehispánicos. A Ramírez le fastidiaban tanto las antiguallas virreinales  como las ruinas prehispánicas que andaba ajetreando Orozco y Berra: por ahí dice algunas torpezas sobre la literatura náhuatl y sobre sor Juana. Por lo demás, tampoco le gustaba mucho el romanticismo, al que calificaba de mera histeria y sentimentalismo: se asumía tal vez como un estoico griego o romano, anacrónico y perdido en el Anáhuac.     
En los discursos y artículos periodísticos del mastodonte Ramírez admiro sobre todo su vocación de brusquedad satírica. No quiso ser dandy, moderado, diplomático y gentil. Todo era tropel de búfalos.
 Se ha perdido aquel célebre ensayo juvenil (hacia 1837) que presentó a la Academia de Letrán, y cuyo escándalo no ha cesado, al grado de que en 1947 una horda de terroristas católicos irrumpió en una sala del Hotel del Prado para mutilar el mural “Sueño de una tarde de domingo en la Alameda central”, donde Diego Rivera recordaba al Nigromanye y su frase “Dios no existe”, y que fue obligado a modificar poco antes de su muerte, en 1956, bajo amenaza de nuevos atentados (a pesar de la disposición militante de asociaciones, uniones o sindicatos de pintores izquierdistas, de restaurarlo cuantas veces fuera preciso) con una mera alusión a las Leyes de Reforma. (Cf. Novo, Salvador: La vida en México durante el periodo presidencial de Miguel Alemán, La vida en México durante el periódo presidencial de Adolfo Ruiz Cortines, México, CNCA, 1994 y 1996; y México, Barcelona, Ediciones Destino, 1968).
Guillermo Prieto e Hilarión Frías y Soto recuerdan que ese ensayo comenzaba con: “No hay Dios; los seres de la Naturaleza se sostienen por sí mismos”. Sin embargo, al discutirse en lo general la Constitución en la sesión del 7 de julio de 1856, se permitió una impertinencia –para la sociedad semilevítica de entonces- igualmente memorable:
         “El proyecto de Constitución que hoy se encuentra sometido a vuestra soberanía... se funda en una ficción: ‘En el nombre de Dios... los representantes de los diferentes estados que componen la República de México... cumplen con su alto encargo...’ La Comisión, por medio de estas palabras, nos eleva hasta el sacerdocio; y colocándonos en el santuario, ya fijemos los derechos del ciudadano, ya organicemos el ejercicio de los poderes públicos, nos obliga a caminar de inspiración en inspiración, hasta convertir una ley orgánica en un verdadero dogma... Yo bien sé lo que hay de ficticio, de simbólico y de poético en las legislaciones conocidas; nada ha faltado a algunas para alejarse de la realidad, ni aun el metro; pero juzgo que es más peligroso que ridículo suponernos intérpretes de la Divinidad y parodiar, sin careta, a Acampich[tli], a Mahoma, a Moisés, a las Sibilas... Señores, yo por mi parte, lo declaro, yo no he venido a este lugar, preparado por éxtasis ni por revelaciones; la única misión que desempeño, no como místico, sino como profano, está en mi credencial [de diputado constituyente], vosotros la habéis visto, ella no ha sido escrita como las tablas de la ley, sobre las cumbres del Sinaí entre relámpagos y truenos. Es muy respetable el encargo de formar una constitución para que yo comience mintiendo” (OC, t. III, pp. 3 y ss.)
Este Padre de la Patria mestizo pero con todos los rasgos físicos indígenas detestaba furibundamente a los aztecas, en quienes sobre todo encontraba esclavitud, fanatismo religioso y barbarie militar. Sólo quería indios modernos: ciudadanos, jornaleros sanos con agricultura e industria, salarios dignos, alfabetizados y totalmente independizados del curato.
Insulta a Juárez como a “un bárbaro de la Mixteca” (OC, II, 97). Así de rudo se llevaban los indios con los aindiados, si bien en otro lado generaliza: “En la República Mexicana todo mundo es tapatío... no hay quien deteste cordialmente a un jalisciense como otro jalisciense”.
Los historiadores del siglo XXI podrán corregir los datos históricos sobre los aztecas que Ramírez expuso en un artículo de 1871, pero ¿cómo no asombrarse de su brusco anti-indigenismo cultural, cuando ya algunos poetas románticos cantaban la vuelta gentil y florida al folklorismo de Moctezuma?  Seguramente Ramírez no conocía la frase que acababa de escribir Rimbaud: “Es necesario ser absolutamente modernos”, pero tal inspiración mueve su definición satírica de las pirámides aztecas como “parodias de los cerros”, y este latigazo al prehispanismo folkórico-sentimental:
         “El primer emperador mexicano se comió a su esposa en la noche de sus bodas, y ante el sol del siguiente día la convirtió en diosa; todos los actos de la vida se sujetaban a ceremonias político-religiosas; el terror adormecía el cuerpo social; se inventaron hechiceros, y los bufones fueron los consejeros de los reyes; todo en este sistema, nos descubre el tipo a que desean acercarse los modernos admiradores de la teocracia y del cesarismo...” “Las pirámides, que tanto cautivan la atención, ya por su altura, ya por sus adornos, sepulcros, aras o fortalezas, no fueron construidas para el servicio de los particulares sino para satisfacer la pública magnificencia... el lujo era privilegio de la autoridad, mientras que los particulares sólo recibían de mano de la arquitectura, chozas de tal suerte deleznables, que la tierra ha desdeñado conservar sus cimientos: cuantos escombros existen, están marcados con el sello del poder; la multitud no nos ha dejado sino algunos utensilios domésticos” (OC, t. II, p. 23), etcétera. Ya vendría Brecht a preguntarnos “en cuál de los palacios de la dorada Lima vivían los albañiles que los construyeron”.
         A los españoles no les fue mejor. En su respuesta a Emilio Castelar, quien se quejaba de la ingratitud hispanoamericana hacia la Madre Patria, escribió sin desperdicio:
         “Renegamos los mexicanos de la patria de usted, señor Castelar, del mismo modo y por las mismas razones que usted reniega de ella... ¿Imitaremos la España actual, donde usted, admirable escritor, es visto como un paria? No; usted no canoniza el robo de guano, ni los asesinatos de Santo Domingo, ni la esclavitud de Cuba: llamándose usted demócrata, ha dicho sobre la España de hoy: ¡anatema! ¿Imitaremos la España que Carlos II El Hechizado, una especie de Maximiliano por derecho hereditario, abandonó como un cadáver a los buitres de Austria y Francia?... La España que usted ama no existe, ni ha existido jamás; el talento de usted la engendra en su alma aristocrática; la ve usted en el porvenir; la dota usted con las prendas de su propio carácter... Una sola gota de sangre española, cuando ha hervido en las venas de un americano, ha producido los Almontes y los Santa Annas, ha engendrado los traidores; y no es extraño este fenómeno, porque para darnos su sangre no han venido a América los Quintanas ni los Castelares, sino los frailes que ustedes han asesinado y los galeotes que ustedes cargan de cadenas... Los españoles no han hecho en nuestros puertos sino una cosa buena: salir por ellos... ¡Que ruin sería la América a los ojos de nuestro ilustre antagonista si no aspirara sino a remedar a España!... En España no es Castelar sino el bastardo de la opinión pública, aquí en México es, desde hace tiempo, uno de nuestros hermanos” (OC, II, 382 y ss).
Como se sabe, el triunfo de la Reforma logró no reemplazar sino digamos apenas ampliar la antigua aristocracia ranchero-militar, con una nueva clase político-militar liberal, generalmente de orígenes modestos y recientes, pero que rápidamente se asentó en el poder y en los negocios y se asumió como una casta profesionalmente patriótica que debería monopolizar el gobierno para siempre: la dictadura de Juárez-Lerdo-Díaz (1857-1910).
Como ocurriría durante la Revolución de 1910 y las décadas del PRI, el joven arriero liberal, pasando por soldado y funcionario menor, trepó a un buen cargo (que además le permitía sucios pero jugosos negocios particulares con los bienes del clero, de los pueblos indígenas, de los conservadores o “traidores” y del erario), y devino por arte de magia un prudentísimo marqués que empezó a hablar de los peligros del populismo, de la anarquía y de los cambios en la vida pública. El partido de los políticos debía gobernar invariablemente para y por los políticos –en ese momento juaristas-lerdistas- y desconfiaba de la inmadurez o la barbarie del pueblo, que podía arruinarle el negocio.
“Mi amigo el lerdista me saludó, preguntándome con melosa voz:
-¿Dónde vive ese pueblo soberano cuyo triunfo pretende usted asegurar en las elecciones?
Comprendí su atroz ironía, le contesté:
-Vive en las casas de vecindad, donde usted pasó sus primeros años, llevando ya un jarro de atole, ya un jarro de pulque a su familia; vive en los modestos jacales, único abrigo de mi cuna; vive en las cárceles, donde usted y yo hemos completado nuestros estudios políticos; vive en los talleres y en los campos de donde brota el alimento de ocho millones de habitantes; en ese pueblo se contaron nuestros padres, en ese pueblo se verán nuestros hijos. A ese pueblo debe usted su inesperada y dudosa riqueza” (OC, II, p. 51).
Ministro (breve) tanto de Juárez como de Díaz, Ramírez fue un crítico brutal de ambos; combatió asimismo la corrupción liberal (“Don Benito permite hacer negocios a sus altos empleados en Hacienda, para que no roben...” OC., II, 46)
         Para Ramírez, Juárez es el Gran Dictador, el Asesino, el Protector de la Rapiña, el Intrigante, el Despreciable, el Claudicador que se reconcilia con el Arzobispo. Ese gran ideólogo del Plan de Ayutla y ministro del primer juarismo dice de Juárez en 1871:
         “El sistema de subvenciones, corrompiéndolo todo, ha venido a centralizarlo todo. Hoy, don Benito, en las horas de lucha electoral, puede, desde su silla, merced al telégrafo, derramar sobre las urnas hasta hacerlas rebosar, torrentes de oro con una mano y con la otra torrentes de sangre” (OC, II, 68).
¿Para qué conservar la Constitución en papel si ya contábamos como dictador con el “Hombre Necesario”?: “Si ya tenemos al Hombre-Constitución don Benito ¿para qué disputar por un cuaderno de papel?” (OC, II, 87). “¿Qué cosa puede saber Juárez que no sepan mil, diez mil, cien mil, en la nación? En Guerra, tiene un ejército costoso y turbulento; en Hacienda, despilfarra los dineros y embrolla las cuentas; en Fomento, se deja engañar por extranjeros que prometiéndole capitales ingleses, se llevan más allá del Atlántico los de la nación; en Justicia, no sabe sino matar sin figura de juicio; en Gobernación, ensaya el centralismo; en relaciones extranjeras compromete con igual facilidad los recursos del erario y vastas regiones de nuestro territorio.”
Y más adelante lo acusa de usufructuar méritos ajenos:
“Abolió Juárez los fueros. Los fueros estaban abolidos en la segunda época de la federación [Gómez Farías]. Santa Anna los reestableció. El Plan de Ayutla declaró nulos todos los actos de Santa Anna. Juárez no tenía libertad para deliberar; dio una ley que hubiera expedido hasta el más refinado conservador si hubiera admitido el ministerio. Dio las leyes de Reforma. Éstas habían sido iniciadas por la Constitución y por Comonfort; la revolución las hizo inevitables. Juárez resistió el expedirlas, se le anticiparon en Zacatecas; entonces, para no caer, se improvisó en reformista. Se fue al Paso del Norte [Ciudad Juárez] cuando la invasión francesa. ¡Sí! Comenzó por tratar con los enemigos; puso a Zaragoza en lucha con los franceses y con las órdenes suspicaces de Doblado; no mandó un buen ejército de observación sobre Forey; abandonó la capital antes de tiempo; disolvió catorce mil hombres en Querétaro; desorganizó otras fuerzas; introdujo la guerra civil en muchos estados; se aseguró de no despreciables cantidades, y aprovechó el triunfo ajeno para darnos la convocatoria. ¡Otros fueron los que lucharon!”  (1871, OC, II, pp 96-97).
Alcanzó a decepcionarse de Díaz, pero no a escribir mucho contra él, como lo había hecho contra Juárez, pues murió pronto (1879), a excepción de esta carta privada al ya presidente don Porfirio, cuando se enteró de que había ordenado destituir a todos los maestros que no se hubieran adherido al Plan de Tuxtepec: “Usted es casi omnipotente como lo son en México todos los triunfadores. Puede quitar sus grados a todos los generales y dárselos a otros sujetos que no hayan peleado nunca; puede abolir la Federación; unir la Iglesia y el Estado, nombrar diputados a los sujetos que le plazca, restituir los fueros, imponer el sistema monocamarista o bicamarista y hasta acabar con las cámaras. Pero hay cosas que no están en su mano y que yo deploro no estén, porque me duele que sea limitado el poder de los generales triunfadores; por ejemplo, hacer que dos y dos sean nueve, cambiar el curso de las estaciones e improvisar sabios, aunque sean tan modestos como los que tenemos” (OC, III, pp. 188-189: al parecer, esta carta no existe en los archivos de Díaz; azarosamente se publicó en Excélsior el 27 de mayo de 1927).
         Ramírez subvierte la superstición centenaria de la “sólida” historia de bronce de las gestas liberales. Ese Panteón Liberal, que para él no es sino una arribista, oportunista “tribu de héroes” (OC, t. I, p. 13), no desconoció en el Nigromante la más arisca autocrítica. Lo que no es pequeña lección para ninguna literatura.
Como las “lascas” que dijera Díaz Mirón, los destellos de la obra que -demasiado humilde o altivo para promoverse como autor-, se negó a recoger en libros durante su vida, y que son mera recopilación de lo que buenamente reunió Altamirano en una edición póstuma, o sobrevive en las hemerotecas, recuerdan su verdadera labor: encabezar la lucha colectiva por una cultura liberal, de la que, sin embargo, empezó a desengañarse desde el momento de su triunfo sobre Maximiliano.
O desde el momento mismo de discutir la Constitución, cuando dice “pero en el siglo de los desengaños, nuestra humilde misión es descubrir la verdad y aplicar a nuestros males los más mundanos remedios” (OC, III, p. 9), a falta de los divinos, que él supo admitir muy temprano que no existían.
Nacido tres años antes de la consumación de la Independencia, toda la vida de Ramírez transcurrió entre experimentos políticos, guerras y discordias civiles. Acaso desde niño se hizo la pregunta que pronunció en otro discurso de 1856: “¿Qué debemos hacer para rehabilitarnos ante nuestros mismos ojos?” (OC, III, p. 13). Acaso la recordó a sus sesenta años, al acercarse “sin temores ni esperanza” a la muerte, que por cierto le fue suave: se fue extinguiendo como en “un sueño agradable”, según lo vio Altamirano.


lunes, 1 de octubre de 2018

SCOTT-FITZGERALD

SCOTT FITZGERALD: SEREIS COMO DIOSES

Por José Joaquín Blanco

Edmund Wilson escribió que si la Universidad de Princeton no le dio a su generación --que era también la de Francis Scott Fitzgerald y John Peale Bishop-- "suficiente base moral para ser escritores", la abrumó en cambio de "demasiado respeto por el dinero y el prestigio social de la gran burguesía terrateniente".  Scott Fitzgerald lo sabía: en el college descubrió claramente por primera vez que su meta era "superar a tantos como le fuera posible y alcanzar una 'vaga cima del mundo'" (Stephen Palms, The Romantic Egotist), y en la universidad, bueno: "las clases sociales era lo primero que uno descubría en Princeton... los mezquinos esnobismos del college, los sistemas de castas de Minneapolis, todos estaban allí ampliados, glorificados, transformados en una brillante clasificación... Me gustaba la idea de una gran competencia por el éxito entre las clases y castas dentro de las aulas y del triunfo de la habilidad y de la personalidad".
Para eso se estudia.  Edmund Wilson dio gracias al cielo de que, al menos, no hubieran ido a la Universidad de Yale, donde "aunque probablemente hubiéramos sobrevivido en carne y hueso, jamás habríamos sobrevivido a eso que inspira a la gente a tomar con demasiada seriedad el ideal del hombre de éxito". 
Aunque, como probablemente ningún otro novelista norteamericano de este siglo y acaso con mayor fortuna que Henry James en el anterior, Scott Fitzgerald encarna los retos exigentes y verdaderos de la narración en cuanto arte, contra los del mero éxito de mercado, y en opinión de Malcolm Lowry, "representa las mejores cualidades del decoro y de la dignidad, generalmente ausentes en la literatura norteamericana y con frecuencia también en la inglesa", bien se podría hablar de él en relación a sus temas más materiales, que en otros resultan incluso vulgares: el dinero y el prestigio social entre la burguesía.
Son dos de los tres ideales que sus estudiosos han encontrado en su personajes --el autor, desde luego, los compartía, pero añadía muchos otros: la ambición artística, ideas morales, políticas y religiosas, y hasta algunas erizadas incursiones amateurs, tomadas muy en serio, en la filosofía y la historia: Spengler, Marx--; en El último Laocoonte (Barral), Robert Sklar, ve la obra de Fitzgerald como la tradición del héroe genteel norteamericano (fundamentada por Mark Twain en el Tom Sawyer de Huckeberry Finn y Henry James en el Robert Acton de The Europeans, y que no consiste en otra cosa sino en la rebeldía voluntariosa pero dentro de las normas, que muchachos demasiado inquietos e imaginativos hacen contra su sociedad sólo para lograr la reaceptación y el premio: "Cuando terminaban los juegos de destreza, el héroe romántico se quedaba con la chica, el dinero y el prestigio social, porque sus aventuras conducían invariablemente a la victoria de la verdad sobre la falsa moral.  Este era el rito del paso a la edad adulta".
Tal cosa fue cierta en las primeras obras de Fitzgerald (Este lado del paraíso, Todos esos tristes muchachos, Chamacas y filósofos, Los bellos y los malditos), ennoblecidas sin embargo por un brillo lírico proveniente de un Keats amado y memorizado y recreado desde la adolescencia y por una confianza candorosa en que los veintes de los adinerados eran un paraíso, pero se volvió ya sumamente compleja en las siguientes: El gran Gatsby, Tierna es la noche, El último magnate, Cuando se quiebra (The Crack-Up).
Scott Fitzgerald pertenece a una extrañísima generación de novelistas norteamericanos en la que ocurrió algo insólito en la historia universal de la literatura: todos ellos, uno tras otro, cada cual destronando a su predecedor, fueron internacionalmente aclamados como el Número Uno de la novela mundial: Scott Fitzgerald en los veintes, Hemingway y Dos Passos en los treintas, Faulkner y Steinbeck un poco después, y además sufrían la cercana competencia de Theodore Dreiser, Upton Sinclair, Thornton Wilder, Thomas Wolfe, Robert Penn Warren, Willa Cather, James Branch Cabell, James T. Farrell, Sinclair Lewis, Sherwood Anderson, Gertrude Stein, Nathanael West, Dashiell Hammett, Erskine Caldwell, etcétera. 
No hay otro momento tan competido en la historia de la novela. Scott Fitzgerald tuvo el éxito más fresco y espontáneo, y el más efímero: se le consideró --lo era, en ese momento-- el representante del conformismo frívolo de la burguesía adinerada de la primera postguerra, el cantor de la brillante juventud que sabe divertirse con el mucho dinero. Sus cuentos de muchachas recién púberes que de pronto se encontraban en el mundo moderno, donde apenas se estaba resquebrajando el puritanismo calvinista que había impedido la diversión desde el principio del planeta, entusiasmaban al público masivo de las revistas más populares.  Pero su aportación a la literatura sería otra, la contraria: la crítica de ese sueño.
Buena parte de la grandeza de El gran Gatsby (1925), que desde luego ya no fue éxito de ventas aunque si y muy alto de crítica (T.S. Eliot), nace  de ser la historia de un sueño.  Ya la chica dorada, el supremo éxito de prestigio social y todos los millones del potentado no son asunto dado, natural, puro como los benditos árboles de Norteamérica, fruto del puritanismo y del trabajo; son, por el contrario, el sueño obsesivo del joven pobre que logra hacerlo realidad mediante malos manejos: el contrabando de licor (de lo que nos enteramos hasta el final).
El resplandor físico de la riqueza, de la juventud hermosa y saludable, de la omnipotencia moral de quien está por casta y cartera por encima de las normas, de las facultades casi divinas de una cuenta bancaria inagotable, exalta una historia soñada, una aventura adolescente montada en la vida real cuando todavía es tiempo y Gatsby algo joven.
Se ha señalado las dos grandes aportaciones de la novela europea a este juvenil idilio norteamericano: Conrad, donde se aprende a narrar en una anécdota particular una metáfora del destino (el mar en Conrad, el dinero en Fitzgerald) y Joyce, cuyo reciente Ulises planteó en el mundo entero la forma moderna de tratar a personajes de clase media baja --antes de Joyce, todo era estilización aristocratizada, tipo Henry James. Es esta perspectiva de realismo pequeñoburgués la que, por contraste, permite la incandescencia irreal de la historia inventada en la realidad y con seres reales, pero como si fuera una grandiosa película de Hollywood, por Gatsby.
El gran Gatsby, no es el dinero, la chica ni el prestigio, sino su ensueño en un brillante joven pobre; todos sus resplandores provienen de esa irrealidad, todas sus fiestas tipo Satiricón (el primer modelo fue precisamente Trimalquión, cuando Fitzgerald todavía pensaba hacer la sátira de un arribista y no la tragedia de un desdichado que trató de imponer en la realidad sus quimeras).  Si en Balzac puede leerse una épica del dinero, en Fitzgeral se encuentra su lírica --un romance: sus fantasmas de cuento de hadas.
Y ese sueño conmueve tanto más por la juventud de su protagonista (Gatz) y de su narrador (Nick Carraway), dotados de gran capacidad para la esperanza y el entusiasmo, hombres con apetito de mundo y de vida que saben encontrarle vigor, brillo, chiste, nobleza y belleza a todos los rincones de la realidad.  Son  unos Tom Sawyers asombrados en las ciudades y las residencias veraniegas, ante las orquestas de jazz y los magníficos automóviles, las mejores muchachas con los vestidos más finos y los mejores camaradas en sus mejores días, y así todos los días llenos de vida, y noche tras noche todas las noches.
La riqueza no es contabilidad, sino magia y libertad moral: todo es asequible con ella, no sólo hacer posibles los amores que no lo son sino hasta corregir el pasado, dice Gatsby. Y todo de bulto, todo presencia sensorial: las notas del jazz, el sabor de la champaña, la textura de todas sus camisas: el narrador, Nick, le dice a Gatsby:
"--Ella tiene una voz indiscreta... Esta llena de --yo vacilé.       
"--Su voz está llena de dinero --dijo Gatsby repentinamente. Eso era. No lo había comprendido antes.  Estaba llena de dinero: ese era el encanto inagotable que se alzaba y caía de su voz, su  retintín, su cascabeleo...  En lo alto del palacio blanco, la hija del rey, la chica de  oro."
Desde luego, el sueño de dinero de Gatsby es derrotado por el dinero pragmático, real, vulgar del rico de este mundo, Tom Buchanan.
En todos sus libros habla Scott Fitzgerald del dinero; en un cuento, "Los nadadores", dice que "Los norteamericanos están incompletos sin el dinero... El dinero es poder.  El dinero hizo a este país, construyó sus grandes y gloriosas ciudades, creó sus industrias, lo cubrió con una red de ferrocarriles.  Es el dinero lo que domina las fuerzas de la naturaleza, crea la máquina y la pone a funcionar cuando el dinero dice que funcione, y la detiene cuando el dinero dice que se detenga", lo que por cierto viene de Spengler y  suena a los sermones antimarxistas de Mencken.
En la vida real, el dinero fue un drama para Scott Fitzgerald, sobre todo cuando su prestigio empezó a declinar, en los años treinta, y sus gastos a crecer, por el empeño de mantener el mismo tren de vida en la depresión y los gastos médicos de su mujer, recluida en una clínica mental. Contó entonces de diversas maneras la tragedia del dinero, las bancarrotas y desmoronamientos de la época de la depresión.
En Tierna es la noche el protagonista, que se creía vivo, se descubre de pronto en medio de su sueño, que ya es un tanto delirio, y lo que es peor: se descubre manipulándolo, organizando sus quimeras en espejismos quebradizos al borde de la playa. Su pasado lo ha vuelto irreal, vive extraviado, engolosinado y preso en sus fantasías extravagantes.  Se diría que todo lo perdió en el auge, pero especialmente los deseos mismos, la capacidad de desear; ahora la acción no le interesa, no cree que actuar, hacer algo --cualquier cosa-- valga la pena. Quedan esquirlas de sueños chispeando en medio de una niebla alcohólica.
Pero acaso el texto de Fitzgerald más voluntariamente obsesivo con la riqueza sea un cuento escrito a la manera dieciochesca, ilustrada, de Voltaire: una fábula no realista, con gran libertad para las exageraciones, las peripecias extravagantes, caprichosas o de plano fantásticas,  y los símbolos, con encarnaciones de ideas y moraleja, que todavía usaban de vez en cuando algunos autores como Kipling o Twain.  En el propio Twain (a través del estudio de Van Wyck Brooks) encontró la idea: el protagonista se vuelve rico al descubrir una montaña de carbón; Fitzgerald no creyó que el carbón fuera suficiente y la volvió de diamante: The Diamond as Big as the Ritz, la mayor riqueza del mundo: así conforma la parodia del Mayor Capitalista del Mundo, con su versión sinóptica del sistema mundial: tiranías, esclavitud, todo tipo de crímenes (incluso contra Dios, a quien el Gran Rico trata de sobornar), corrupción de seres, cosas, instituciones y de la naturaleza misma, vulgaridad hollywoodense.
¿Es necesario decir que el gran trovador del dinero se confesó a sí mismo repetidamente marxista en sus últimos años?  Entre sus papeles personales quedan huellas de sus estudios de marxismo, que al parecer no pasaron del Manifiesto Comunista... lo que no está mal, si se piensa toda la ley y los profetas del cristianismo, según el propio Cristo, caben en un espacio todavía menor: dos renglones. Colaboró estrechamente con el Partido Comunista (1932-1934) y quedan referencias y textos de su obra engagé: teatro antibélico, programas de radio, discursos.