miércoles, 25 de marzo de 2009

MIS 50 TOP ENSAYISTAS DE CRÍTICA LITERARIA

MIS 50 TOP ENSAYISTAS DE CRÍTICA LITERARIA
1. Edmund Wilson
2. André Gide
3. Charles Augustin de Sainte-Beuve
4. Charles Baudelaire
5. Gustave Flaubert
6. Walter Benjamin
7. Jorge Luis Borges
8. G. K. Chesterton
9. Gore Vidal
10. Paul Valéry
11. Hyppolite Taine
12. T. S. Eliot
13. H. L. Mencken
14. Jean-Paul Sartre
15. Roland Barthes
16. Mario Praz
17. W. H. Auden
18. D. H. Lawrence
19. Albert Thibaudet
20. Malcolm Cowley
21. Van Wyck Brooks
22. Cyrill Connolly
23. Xavier Villaurrutia
24. José Gorostiza
25. Jorge Cuesta
26. Pier Paolo Pasolini
27. Paul Léautaud
28. Marcelino Menéndez y Pelayo
29. Ramón Méndez Pidal
30. Alfonso Reyes
31. Octavio Paz
32. Antonio Alatorre
33. José Lezama Lima
34. Alejo Carpentier
35. Luis Cardoza y Aragón
36. Virginia Woolf
37. Susan Sontag
38. George Steiner
39. Harold Bloom
40. Claudio Magris
41. Maurice Blanchot
42. José Emilio Pacheco
43. Gabriel Zaid
44. Jean Franco
45. Georg Lukacs
46. Jacques Rivière
47. André Suarès
48. Charles du Bos
49. Lionel Trilling
50. George Saintsbury

sábado, 21 de marzo de 2009

ILYA DE GORTARI (1951-2007)


Desde España, Balam de Gortari me solicitó una semblanza de su padre para una página web a su memoria; escribí esto:


ILYA DE GORTARI (1951-2007)

Por José Joaquín Blanco

Desde jovencito, adolescente, Ilya de Gortari (1951-2007) vivió el arte y la promoción cultural como una expansión natural y entusiasta.
En parte por inclinación propia, en parte estimulados por una familia y un grupo de amigos con esos intereses, los gemelos Ilya y Yuri, de quienes fui compañero en la Secundaria 3 “Héroes de Chapultepec” allá por 1966, desde chamaquillos se andaban inmiscuyendo en filmaciones, grabaciones, sesiones de fotografía, reuniones bohemias guitarra en mano, discusiones literarias y librescas.
De modo que podría decir que a Ilya siempre lo conocí artista y siempre lo vi urdiendo alguna conjura cultural.
Volvimos a coincidir en la preparatoria San Ildefonso. No sé por qué lo recuerdo como algo inclinado a las ciencias, mientras su hermano yo nos dirigíamos hacia las humanidades. Eran los años sesenta de todas las rebeldías y de todos los snobismos; de las tropas bohemias en la Zona Rosa y la “pequeña muchedumbre” –al fin y al cabo, se daba abasto un solo cine, el Roble, en Reforma, cerca del monumento a Cuauhtémoc, en una sola tarde-noche por película- cuyo centro anual de cultura eran las dos o tres semanas de la Reseña Cinematográfica, donde fulguraba la nouvelle vague francesa.
Sabíamos que Ilya dibujaba y pintaba muy bien (siempre andaba garabateando algo), pero no parecía inclinarse más por las artes plásticas que por la antropología, las artesanías, la música, la arquitectura, el diseño, cualquier cosa: su curiosidad no discriminaba rubros. Discutía sin descanso de todos los temas. Anduvimos arreglando y desarreglando el mundo trago en mano hasta el amanecer desde los quince hasta sus cincuenta y seis años.
Así también era su apariencia física, que del perfil Beatle de la secundariua avanzaba un día hacia los abrigos y sombreros del pop-op art de la reseña, o de plano hacia el hippismo oaxaqueño; sus gustos musicales, que lo mismo atinaban con las rancheras y los boleros que con el rock y el vasto espectro a gogó; su paladar siempre amistoso con los pulques, los tequilas y los platillos pueblerinos de México.
Aunque la edad le fue perfilando habilidades y experiencias, siempre encontré en el Ilya de los cincuenta y tantos años al mismo muchacho de dieciséis a diecinueve de la preparatoria de San Ildefonso y los cafetines de los alrededores, por las calles de República Argentina, Donceles y República del Brasil. Se hizo a sí mismo desde chamaquito. El resto de la palomilla no había acuñado sus modos y vocaciones con tales decisión y congruencia perdurables.
Ya estaba desde entonces su constante rebeldía, que alarmaba a quienes todavía no lo conocían y simplemente regocijaba a los habituados, por sus maneras estruendosas, sus grandes gritos, silbidos y carcajadas, su cultivo pintoresco de las palabrotas, su feroz independencia y su constante actitud de apoyar por sistema las causas más impopulares o perdidas.
Rebelde a las rutinas académicas, pronto se erigió en autodidacta contumaz; rebelde a las rutinas laborales, pronto se autoempleó como artesano (prendas de piel, como abrigos y sombreros), impresor, editor, cafetero… y hasta aprendiz de campesino…
En la Editorial Penélope alentó la nueva poesía mexicana –ahí surgieron o embarnecieron nombres que se volverían famosos-, los cómics modernos internacionales, los grupos de música más heterogéneos, el dibujo y la pintura; e incluso logró sacar a su costa el primer libro serio sobre la fotógrafa Lola Álvarez Bravo: Recuento fotográfico, con muchas fotos y textos.
Además de, en su momento, una de las empresas editoriales más independientes y atentas de la producción nueva, Editorial Penélope se fue constituyendo en un centro de actividad de varias artes y formas culturales que continuaría en Editorial Quinqué, en el café-bar Las Hormigas de La Casa del Poeta y en los dos locales de El Café de Nadie. Ahí, en todas esas empresas, se alentaron las tocadas y las cantadas, las exposiciones de arte reciente e incluso se formaron grupos de autodidactas de la pintura, con sesiones de nudismo y tequilismo mitológicos.
Por lo demás, a todas horas del día Ilya de Gortari era una especie de virtuoso y gurú de un arte que ya entonces estaba en decadencia: la conversación… Uno de los mayores encantos de sus empresas y promociones eran las conversaciones que Ilya puntuaba y estimulaba.
A primera vista, Ilya de Gortari parecía contradictorio: moderno y arcaico, sofisticado y rupestre, esotérico y sensato, rudo y dulcísimo, jovial y hosco, cultural y contracultural; en realidad, no era contradictorio porque, en principio, no creía en las exclusiones y muchas cosas le interesaban mucho.
Eso le permitió ser amigo, promotor y, en cierta manera, un centro de reunión y contacto de las personas y tribus más heterogéneas.
Se abocaba al arte ajeno como si fuera propio con totales entusiasmo y desinterés. Todo ello durante mucho tiempo, desde principios de los años ochenta, en el edificio de Penélope de la colonia Country Club, hasta los locales de Las Hormigas y los dos Café de Nadie de la colonia Roma.
A partir de los años ochenta, sin ocultarse pero sin exhibirse, guardando un perfil discreto, fue dedicando cada vez más sus horas libres a la pintura.
Dibujos decididos de frecuente vocación erótica. Continuos homenajes a la mujer, con más rasgos que color, con más fuerza que paisaje. En esos dibujos busca atisbar realidades apasionadas a través de fragmentos mínimos, de rincones, de perspectivas, de encuadres. El erotismo esplendía en un rasgo, en un botón, en una sombra, en una textura como aforismos orientales del paraíso de los cuerpos.
Dibujó y pintó mucho y fue reconocido en varias exposiciones, algunas muy originales en su momento, como cuando colgó buena parte de su obra en un andén del metro Auditorio, ante el azoro, el regocijo y algo de escándalo de ora sí que millones de espectadores: los usuarios del metro.
Fue un hombre sumamente amoroso con sus amigos, con los amigos más heterogéneos, que solían sumar multitudes: recuerdo alguna fiesta “íntima” con docenas de esos amigos: prácticamente los comensales se desbordaban, como en cómic, por las ventanas y la azotea del departamentito de la calle Álvaro Obregón. No faltaba ningún exotismo ni ninguna antigüedad, lo mismo los instalacionistas más supersónicos que un grupo de concheros exuberantemente ataviados de Quetzalcóatl-Superstars, haciendo conjuros de copal a los cuatro puntos cardinales.
Fue muy importante en la obra y sobre todo en la vida de mucha gente. De alguna manera actuaba a ratos como una especie de patriarca bíblico que a todo mundo ofrecía amparo, estímulo y consejo. Para algunos incluso fungía como una especie de Papá Ilya.
Siempre lo consideré, como a Yuri, más que un amigo; y lo frecuenté más que a un hermano. Fue alguien que siempre estuvo a mi lado durante casi cuarenta años. Tenía el signo de la fuerza y del apoyo, del entusiasmo y de la crítica.
Pero sobre todo tuvo el arrojo de la alegría y del placer de la vida. Vivió como quiso y gozó todos sus días, aun en circunstancias difíciles, a las que lograba encontrarles la diversión y el regocijo, la floración y el fruto. Ilya siempre fue pura vida.
Todos los momentos de su vida tuvieron plenitud, disfrute y sentido.
El recuerdo de sus amigos, por ello, no sólo es melancólico, sino entusiasta y regocijado, afirmativo y amoroso. Y desde luego, agradecido: hizo arte y cultura no sólo en sus propias obras; su inspiración, su fuerza, su apoyo asoman en la obra de muchos músicos, escritores, artistas plásticos.
También amó a su público, a sus parroquianos, como les decía, y que encontraban en sus cafés, bares, cocteles, eventos, reuniones, tocadas, un espacio estimulante y acogedor en aquellos años que la Ciudad de México se desgarraba. Ambos locales del Café de Nadie estuvieron rodeados de pavorosas ruinas del temblor de 1985. Y ahí se tocaba, se cantaba, se hablaba de pintura y de poesía con entusiasmo y calidez.

sábado, 14 de marzo de 2009

SILVESTRE REVUELTAS POR SÍ MISMO


SILVESTRE REVUELTAS POR SÍ MISMO
por José Joaquín Blanco



La política de indiferencia y ninguneo que en general se ha seguido, en vida y durante el medio siglo posterior, contra la música de Silvestre Revueltas, también afectó su figura; se le fabricó una mitología de excentricidad, bohemia y carácter imposible, que complementaban el olvido y el desdén por su música.

Demasiado tarde y demasiado lentamente, como puede observarse en la discografía de Eduardo Contreras Soto, se ha revalorado su obra. El volumen misceláneo Silvestre Revueltas por él mismo (ERA), recopilado por su hermana Rosaura, viene ahora --a medio siglo de su muerte-- a revelarnos una de las reflexiones más lúcidas, apasionadas y radicales sobre la cultura del México moderno, tanto más valiosa cuanto que este género de literatura es insólito en nuestro país, tan abundante por el contrario en apologías propias y en festinamientos de ocasión. No hay muchas obras que nos muestren, por así decirlo, la crónica del impacto artístico serio en la personalidad, en la vida, en las relaciones sociales, aun en la intimidad, de quien se decide frontal y valientemente por el arte y la cultura, en un país que parece tenerlo todo para impedirlo.

Sólo con rubor, con mucho rubor, podremos seguir festejando lo que hemos dado en llamar el "renacimiento cultural de México", "la cultura nacionalista moderna" y hasta "la cultura de la revolución mexicana", frente a documentos como éste, que muestran la actitud real del poder --y aquí ni siquiera hablamos todavía del alemanismo, sino de las épocas de Calles y Cárdenas--, de las instituciones culturales, de los periódicos, academias y conservatorios, de los próceres letrados, de la clase adinerada y de los sectores medios.

Compuesto en gran parte por papeles íntimos, que con gran valentía ha ofrecido su familia, y por algunos artículos, reflexiones y textos diversos, Silvestre Revueltas por el mismo gira, entre otras, en especial en torno a tres reflexiones: la dificultad de crear arte en México, la dificultad del artista dentro de la sociedad y de la cultura burguesas, la dificultad de ser libre en un mundo como construido a prueba de libertades.

Hay que señalar de antemano algunos momentos especiales del volumen, que sin duda dejarán profunda huella en la cultura mexicana, ahora que circulan abierta y aptamente: su crítica de la falsa cultura letrada y musical mexicana (los pretendidos sabios y genios a la europea en el país atrasado, que resultó que nada sabían, y que la Cultura enmayusculada de la que presumían y en la que apoyaban sus privilegios, no era sino una sarta provinciana de prejuicios, bien aderazada de servilismo y mala fe); su apasionada introspección amorosa: pocas historias de amor se han expresado más franca y enfebrecidamente, con enfebrecimientos que llegan a la tortura mental y emotiva, y sobre todo a momentos de plenitud y entrega, que la de la correspondencia de Silvestre Revueltas con su esposa; su crónica europea en la época de la guerra de España, y finalmente un texto casi inverosímil, maravilloso: su crónica de su convivencia con los locos --las locas, las locas de Cristo, las locas del Ave María-- durante aun tratamiento antialcohólico casi al final de su vida.

"¿Por qué has derramado la vida? ¿Por qué/ has vertido/ en cada copa tu sangre? ¿Por qué/ has buscado/ como un ángel ciego, golpeándose contra las puertas oscuras?", se pregunta Pablo Neruda en "A Silvestre Revueltas, de México, en su Muerte. (Oratorio menor)". Quizás no falten respuestas románticas sobre el trágico destino del talento rebelde en sociedades y situaciones que no los soportan, pero Revueltas tenía respuestas más concretas sobre "la situación económica y social de los trabajadores de la música", que los iban forzando a varias salidas desastrosas: "Equilibristas en la cuerda floja de su vanidad, dice, fácilmente vulnerables, de una enfermiza susceptibilidad, bailan desamparados teniendo a un lado el desaliento irrazonado y cobarde y a otro la rebeldía histérica e inútil. Es pues difícil manejar material tan frágil, tan poco resistente", obligado "desde tiempo inmemorial (a) solazar, entretener, endulzar con su profesión, la vida del amo, del poderoso: la sumisión complacida ante el halago y la rebeldía impotente de quienes son esclavos de la vanidad y de su miedo", o bien a rebelarse: "nos embriagamos de gritos teatrales, de actitudes desmesuradas. Puerilmente jugamos a la revolución con soldaditos de plomo. Y el hombre a quien servimos, sonríe benévolamente. El nos deja jugar. Es bueno. Y bajo su sonrisa aprieta su desprecio".

Conocemos la difícil lucha de los músicos modernos en Europa y los Estados Unidos, pero resulta casi imposible imaginar la que se dio en el México de la primera mitad de siglo, contra instituciones y sectores harto más ignorantes y poderosos, a quienes la música desde luego no importaba nada, ni siquiera sabían escucharla ni ejecutarla con propiedad, y se atenían a los más desvencijados prestigios del pasado como un mero atavismo de clase, de elegancia, de estrato poderoso, como si la música fuera vestidos o licores importados: "la burguesía intelectual semiletrada, como la llama Lombardo Toledano", gustosa de una "música hecha a base de diminutivos empalagosos"; los burócratas a quienes, dice Silvestre, "veo ir orondos y felices. Yo los veo amplificar su sonrisa por los patios, los salones y los corredores de los ministerios. Van presurosos, cargados de cartapacios. En sus cartapacios llevan nombramientos, órdenes, ceses; toda una maquinaria espeluznante y omnipotente... Yo me pregunto: ¿qué misterio insólito se encuentra oculto en los corredores de los ministerios, en los despachos ministeriales, en las estaciones de radio, en las oficinas cómodas y relucientes? ¿Qué poder mágico tienen estos orondos explotadores, inflados de vanidad, prosopopéyicos y habladores?... Ah, ¡ya sé! Esa horda tiene el poder..."

Una horda que no dejaba en paz a Beethoven, con el que anestesiaba al público "un año sí y otro también", con orquestas totalmente improvisadas, para resumirlas en ramplonas "ejecuciones espantables pero muy del agrado del adormecido auditorio... (habituado a) una lluvia de recitales de canto, de violín, de arpa, de arias, de romanzas, de óperas más viejas y vulgares que un Arco de Triunfo o un plato de lentejas, que les servían a diario --¡todavía!-- las academias particulares y el mismo conservatorio..."

Frente a tal panorama, no quedaban posiciones cómodas o razonables --lo cómodo y razonable consistía casi exclusivamente en hacerse banquero, comerciante o diputado o en irse del país--, sino arranques desaforados. Revueltas convoca a los jóvenes a mantener sus sueños y quemar sus pianos, antes que reducirse a la atroz lección predominante y a los maestros e instituciones que matan al artista "con la peor muerte: la del inválido".

Ese quemar los pianos significa, entre otras cosas, empezar a tocarlos debidamente; frente al triunfalismo de la época, que a través de la prensa o de las instituciones, con el apoyo del poder o del dinero, inventaba genios y conciertos maravillosos donde no había sino "Blof, blof, blof", se hace necesario el rigor profesional: "No hay más que dos caminos en el arte: o se hace uno virtuoso o se hace uno payaso. Digo virtuoso en el sentido de dominar su técnica y su profesión. Eso cuesta mucho trabajo; es duro. Digo payaso en el sentido de perder todo escrúpúlo profesional. Eso sería relativamente fácil para algunos, y hasta puede producir dinero. ¡A escoger!".

Los textos más privados del volumen conservan tal beligerancia crítica pero en un tono diferente, en el que priva el sentido del humor. Un sentido del humor tal vez irónico y triste, pero que muestra una mente perfectamente organizada y capaz de resistir los filos de la realidad.

Hay de pronto en él apuntes solemnes de profeta hostigador, aforismos y reflexiones de enorme dureza: "La soledad está poblada de gentes que aúllan, gritan, gesticulan", "Dios se ha vuelto una Virgen de carne poderosa y fuerte, y alegre"; "¿Por qué un artista, un creador ha de sufrir hambres y miserias? Aquí descansa, entre nosotros, el secreto del fracaso de la cultura de México como pueblo. Somos un país de descamisados y de zánganos. Se desprecia al música, al pintor, al poeta, por considerarlos como a los bufones que cabriolean en los banquetes de los burócratas. Pero es que se les hace bufones por la fuerza del hambre. Aunque muchos nos rebelemos, la rebeldía es la soledad, la soledad infecunda, el abandono, la miseria!".

Que Silvestre Revueltas haya logrado otro tipo de rebeldía, la fecunda de su obra musical, elaborada casi toda ella en los treintas, y de sus apuntes de conciencia, no hace sino enfatizar el gran problema de la cultura mexicana de su tiempo, que sigue vigente, más allá de ideologías, partidos, borracheras, bohemias y episodios anecdóticos. La obra importante, seria, noble se vuelve casi imposible; y cuando alguien puede hacerla, no es sino pagando un precio exorbitante en su felicidad, en su tranquilidad, en su salud, en su estabilidad emocional y nerviosa. En desesperación, pues, al borde de alguna madrugada fría y final.

Aunque no debemos perder de vista la importancia de una voz franca y claridosa que pone el dedo en la llaga, sin duda la riqueza, el fuego del libro está en sus altos sueños. Muchos de los cuales sí se realizaron, pese a todo.

En Madrid, cuando viajó a la República Española como secretario de la LEAR, dirigió a verdaderos músicos; tocaron sus propias obras: "Han tocado Janitzio como jamás la había oído. En el tiempo lento llegé a sentir los ojos humedecidos. ¡Cómo recordé la tarde aquella, allá en Pino Suárez, cuando la escribí! ¿Te acuerdas?", le escribe a su esposa. "Entonces, en aquel momento, te sentía más lejos que ahora, y estabas delante de mí, pero mi alma sentía el inmenso desconsuelo de tu distancia. No, tú no puedes recordarlo, no te diste cuenta. Nunca tal vez me vi más irremediablemente triste, más distante, más desamparado de tu amor. Tú estabas ausente. Después en la noche, mi exaltación por haber compuesto ese trozo; ya entonces mi orgullo, quizá mi vanidad de creador. De eso sí te acordarás, eso era más concreto: bebí desesperadamente, con una alegría inconmensurable, con un dolor por encima de tu miseria y de la mía". (1990).

***

Paul Bowles y Silvestre Revueltas.- El narrador y comppositor Paul Bowles (cuya autobiografía Without stopping ha sido publicada en castellano recientemente por Grijalbo, Sin descanso) visitó México varias veces en los años treinta y cuarenta. La primera ocasión pudo tratar a Silvestre Revueltas, gracias a una recomendación del común amigo Aaron Copland. Revueltas era profesor del Conservatorio Nacional y estaba en su mejor momento.

Bowles lo recuerda como una de las personas más cálidas que jamás llegó a conocer, "con sus brazos siempre abiertos", y a él debió el descubrir a García Lorca y a Nicolás Guillén. Revueltas llevó a Bowles al conservatorio e improvisó una orquesta para tocarle su Homenaje a García Lorca --que Bowles elogia como capaz de "conmover violentamente" y como dueño de una "luminosa textura"--, antes de conducirlo por todos los vericuetos de las cantinas capitalinas, más que hechas para impresionar al futuro autor de Tapiama y de Let it come down! (¡Qué caigan!), de tantas pesadillas nocturnas por barriadas de miseria, prostitución, violencia, alcohol y hashish.

A través de la propia casa y del barrio céntricos de Silvestre Revueltas --que representaron el mayor grado de miseria que jamás había conocido Bowles, y eso que ya había pasado por Marruecos--: sin agua, sin drenaje, sin electricidad, sin pavimiento en las calles, y con casas a medias: "De hecho, no había lo que propiamente hablando se llaman muros, entre una vivienda y otra. Las divisiones se alzaban hasta unos 2 metros con 40 cenímetros y se detenían inconclusos. El alboroto de voces, radios, perros y bebés era infernal". En mitad de la paupérrima y hospitalaria vivienda destacaba el viejo piano de pie.

Para Christopher Sawyer-Lauçanno, autor de An Invisible Spectator. A Biography of Paul Bowles (Nueva York, The Ecco Press, 1989, pp. 175 y ss), "La visita a la casa de Revueltas dio a Paul Bowles mucho que pensar sobre Revueltas como la encarnación del artista quintaesenciado, que sacrificaba la vida al arte. Extraordinariamente apasionado de la música, de la poesía, de la vida y de la política, él era el creador consumado, que veía en la existencia misma la inspiración para el acto creativo, o como Bowles escribiría de Revueltas unos cuantos años después, 'uno tenía la sensación de un organismo que alcanzaba la completa expresión en la creación de un tipo de música que era una versión exacta y muy personal de la vida que lo rodeaba en su país".

En buena medida, como artista, como actitud frente a la vida y los mundos de la vitalidad, la miseria, la aventura riesgosa, Silvestre Revueltas fue un confesado modelo del compositor (diversas óperas, ballets, cantatas, conciertos, piezas de piano, música para teatro y cine, sonatas, conciertos, una danzas mexicanas y nada menos que dos huapangos --sic-- de 1939) y novelista norteamericano, ahora tan de moda en todo el mundo (The Sheltering Sky, The Delicate Pray, A Hundred Camels in the Courtyard, etcétera).

Aunque Bowles estimaba mucho más la comodidad y las oportunidades que daba el dinero, de lo que le pareció que lo hacía Silvestre Revueltas, "tomó de Revueltas el sentido, que ya nacía ne él,no sólo de la nocesidad de abrirse a una miríada de encuentros, sino también de la importancia de transformar aquella experiencia vivida en arte. Aunque no tan dispuesto al hedonismo que afectaba a Revueltas, Bowles estaba aprendiendo por entonces una manera de usar la energía de los hechos que lo rodeaban para crear. El legado de Revueltas es principalísimo en Bowles. Las composiciones que hizo en México estpan llenas de la realidad del lugar, como si fueran transcritas de un encuentro real. En el obituario que Bowles escribió sobre Revueltas en 1941, describió este talento; las palabras asimismo se aplican a mucha de la música de Bowles inspirada en México", dice Sawyer-Lauçanno.

Las palabras de Paul Bowles sobre Silvestre Revueltas: "Revueltas sabía para qué era la música y de qué se trataba... El representaba al verdadero compositor revolucionario que en su trabajo iba directamente a la cosa que quería decir, poniendo la menor atención posible a las medios de decirlo. Como musicalmente era un romántico, lo que quería decir era generalmente lograr un efecto, más que cualquier otra cosa. No hay esas preocupaciones con la forma o el establecimiento consciente de un estilo individual que hace de la música de Chávez un producto intelectual. Con el instinto del orador, Revueltas hacía sus efectos, bárbaros y sentimentales, después de los cuales el podría haber subrayado con tranquilo orgullo: He dicho".

Los escritos de Paul Bowles sobre Revueltas están en sus comentarios autobiográficos (Without Stopping) y en el ensayo "Sylvestre Revueltas" aparecido en la revista Modern Music (volumen 18, No. 1, Noviembre-diciembre 1940, pp. 12-13). La biografía de Sawyer-Lauçanno estudia asimismo la "época mexicana" de la música y de la literatura de Paul Bowles (n. 1910, y de otras influencias contemporáneas, como la de Miguel Covarruvias. (1990).

jueves, 5 de marzo de 2009

JOHN UPDIKE: EL MAÑANA, EL MAÑANA Y ETCÉTERA





El mañana y el mañana y el etcétera
John Updike



Amontonándose, empujándose, platicando, el grupo 11D empezó a entrar en el aula 109. Por el tipo de excitación de sus alumnos, Mark Prosser supuso que iba a llover. Llevaba tres años de dar clases en secundaria y sus alumnos seguían impresionándolo: eran unos animales tan sensibles, reaccionaban de una manera tan infalible a una presión meramente barométrica.

Brute Young se detuvo junto a la puerta mientras el pequeño Barry Snyder, que apenas le llegaba al codo, risoteaba nerviosamente: su risita ronca subía y bajaba, sumergiéndose hacia algún secreto vil, que tenía que ser saboreado y resaboreado, y saltando luego como cohete para proclamar que él, el pequeño Barry, compartía semejante secreto con el grandulón de la escuela. A Barry le encantaba andar de sombra de Brute. El grandulón no le hizo mucho caso y volteó en busca de algo que aún no aparecía por la puerta, mientras la procesión que venía empujando se llevaba a Barry por delante.

Exactamente bajo los ojos de Prosser, como un crimen que de repente apareciera en un friso histórico, entre la continuidad de reyes y reinas, alguien con un lápiz le picó las nalgas a una muchacha. Ella lo ignoró arrogantemente. De un tirón, otra mano le desfajó la camisa a Geoffrey Langer. Geoffrey, un alumno brillante, no supo bien si considerarlo una broma o defenderse con ira; e hizo un débil, ambiguo gesto de compromiso, con una expresión de vaga arrogancia, que Prosser de inmediato asoció con los confusos sentimientos que a él mismo le ocurrían. A lo largo de toda la fila, en el resplandor de los llaveros y en los ángulos agudos de los puños arremangados, se expresaba una electricidad que el simple clima era incapaz de generar.

Mark se preguntó si ese día Gloria Angstrom traería puesto ese suéter de angora, de un rosa subido, prácticamente sin mangas. El factor de disturbio era la falta de mangas, y cómo quedaban expuestos al aire esos dos brazos serenos, blancos como muslos contra la delicada lana.

Su sospecha era correcta. Una mancha de un rosa vivo relumbraba entre el zangoloteo de brazos y de hombros, conforme entraba al salón el último grupito de chamacos.

—Pueden sentarse —dijo el señor Prosser—; aprisa, muévanse.

La mayoría obedeció, pero Peter Forrester, que había estado en el centro del grupo que rodeaba a Gloria, seguía demorándose con ella junto a la puerta, terminando de contarle algo, con el propósito de hacerla reír o de arrancarle un pequeño grito, él, satisfecho, meneó la cabeza, sacudiendo su pelo anaranjado, presuntuosamente peinado con una especie de copete colgante. A Mark siempre le habían caído mal los pelirrojos con sus pestañas blancas, sus caras hinchadas, sus ojos tiroideos y sus bocas con el absurdo gesto de seguridad en sí mismos. Una raza de engreídos. Prosser tenía el pelo castaño.

Cuando Gloria, caminando con movimientos deliberados y majestuosos, ya se había sentado, y Peter había llegado a su pupitre, el señor Prosser dijo:

—Peter Forrester.

—¿Sí? —Peter se levantó, buscando apresuradamente en su libro la página que tocaba.

—Por favor, diga a la clase el significado exacto de “El mañana y el mañana, y el mañana / Con rutina se desliza, de día en día”.

Peter echó un vistazo a su edición escolar de Macbeth, que estaba abierta sobre su pupitre. Una de las muchachas menos atractivas echó una risita nerviosa desde atrás del salón. Peter era popular con las muchachas; a esa edad, las jóvenes tienen mente de mariposa ciega.

—Con el libro cerrado, Peter. Recuerde usted que todos nos hemos aprendido, para hoy, este pasaje de memoria, ¿no?

La muchacha de atrás del salón soltó un chillido de placer. Gloria puso su libro abierto sobre su pupitre, de modo que Peter pudiera verlo. Peter cerró el suyo de golpe y miró en el de Gloria.

—Bueno —dijo finalmente—, creo que significa en gran medida lo que dice.

—¿Y qué dice?

—Bueno, que el mañana es algo sobre lo que pensamos muy seguido. Se desliza en nuestras conversaciones todo el tiempo. No podríamos hacer ningún tipo de planes sin pensar en el mañana.

—Bien, ¿entonces usted diría que Macbeth se está refiriendo aquí a, digamos, a la vida como si fuera una agenda?

Geoffrey Langer se rió, sin duda para agradar al señor Prosser. Por un momento el señor Prosser se sintió complacido. Pero entonces se dio cuenta de que había estado buscando risas a costa de un alumno. La paráfrasis que el profesor había hecho de la interpretación de Peter la mostraba más ridícula de lo que había sido. Empezó a retractarse:

—Bueno, admito que…

Pero Peter había retomado la palabra. Los pelirrojos nunca saben cuándo retirarse.

—Macbeth quiere decir que si dejamos de preocuparnos sobre el mañana, y vivimos sencillamente el ahora, podríamos apreciar todas las cosas maravillosas que ocurren frente a nosotros.

Mark pensó sobre esto un momento antes de hablar. Decidió no ser sarcástico:

—Ah. Sin negar que hay algo de razón en lo que dice usted, Peter, ¿cree probable que Macbeth, en esta situación, estaría expresando sentimientos tan —no pudo evitarlo— primaverales?

Geoffrey volvió a reír. A Peter se le enrojeció el cuello, y se puso a mirar detenidamente el piso. Gloria miró con dureza al señor Prosser, con la determinación de que en el rostro se le notara claramente su indignación. Mark se apresuró a remediar su error.

—No me malinterprete, por favor —le dijo a Peter—, no pretendo saberlo todo; pero me parece que todo el parlamento, hasta donde dice “que no significa nada”, está diciendo que la vida es, bueno, que la vida es un fraude. Nada hay de maravilloso al respecto.

—¿De veras Shakespeare pensaba eso? —preguntó Geoffrey Langer, con un nerviosismo que le hacía levantar el tono de la voz.

Mark vio en la pregunta de Geoffrey sus propias premoniciones adolescentes sobre la terrible verdad. Era obvio que tenía que hacer un esfuerzo. Le dijo a Peter que podía sentarse y miró por la ventana el cielo que se iba cargando, con nubes de intensidad creciente.

—En la obra de Shakespeare —empezó el señor Prosser despacio—, hay mucha oscuridad, y ninguno de sus dramas es más tenebroso que Macbeth. La atmósfera es venenosa y opresiva. Un crítico ha dicho que en esta obra es la humanidad misma la que se sofoca.

Se sintió a punto de sofocarse y se aclaró la garganta.

—Hacia la mitad de su carrera, Shakespeare escribió tragedias sobre hombres como Hamlet, Otelo y Macbeth, a los cuales su sociedad, la mala suerte, o algún defecto menor en ellos mismos, les impidieron convertirse en los grandes hombres que pudieron haber sido. Aun las comedias de Shakespeare en este periodo tratan de un mundo que se ha vuelto amargo. Es como si hubiera visto a través de la superficie pulida y brillante de sus primeras comedias e historias, y hubiera encontrado algo terrible. Y eso lo aterró, del mismo modo que algún día habrá de aterrarlos a algunos de ustedes.

En su determinación de encontrar las palabras correctas había detenido su mirada involuntariamente en Gloria; turbada, ella había inclinado la cabeza, y él, al darse cuenta, le había sonreído. Trató de hacer más amables sus comentarios, hasta modestos.

—Pero es aquí cuando creo que Shakespeare sentía una verdad redentora. Sus últimas obras son serenas y simbólicas, como si él se hubiera asomado por entre los hechos horribles, y hubiera alcanzado una esfera donde los hechos eran hermosos otra vez. En este sentido, la obra completa de Shakespeare constituye una imagen más cabal de la vida, que de cualquier otro escritor, quizás con la excepción de Dante, un poeta italiano que escribió varios siglos antes.

Ya se había alejado mucho del soliloquio de Macbeth. Una vez otros profesores, divertidos, le habían contado cómo los alumnos jugaban a hacerlo hablar y hablar. Miró hacia Geoffrey. El muchacho, indiferente, se entretenía garabateando en su cuaderno. El señor Prosser concluyó:

—La última obra que Shakespeare escribió es un extraordinario poema llamado La tempestad. Quizás algunos de ustedes quieran leerlo para el próximo reporte de lectura, que tienen que entregar el 10 de mayo. Es una obra corta.

El grupo se había estado divirtiendo. Barry Snyder estaba aventando bolitas de papel al pizarrón y volteaba a ver si Brute Young se daba cuenta.

—Una más, Barry —dijo el señor Prosser—, y se sale del salón.

Barry se puso rojo y sonrió para disimular, mirando de reojo hacia Brute. La feona muchacha de atrás se estaba pintando los labios.

—Guarde eso, Alicia —dijo Prosser—, no estamos en un salón de belleza.

Sejak, el muchacho polaco, que trabajaba por las noches, se había dormido sobre el pupitre, la mejilla (a la que la presión volvía completamente blanca) contra la madera barnizada, la boca colgando hacia un lado. Por un momento el señor Prosser tuvo el impulso de dejarlo dormir; pero ese impulso podía no ser una verdadera bondad, sino sólo la pose autocomplaciente y bonachona en que el profesor se descubría a veces. Además, un tipo de indisciplina provocaba los demás. Bajó al pasillo y fue a sacudirle el hombro a Sejak. El muchacho despertó. El bullicio crecía en la parte delantera del salón.

Peter Forrester le murmuraba algo a Gloria, tratando de hacerla reír. Sin embargo, el rostro de la muchacha era frío y solemne, como si se le estuviera ocurriendo un pensamiento; como si en su cerebro estuviera moviéndose algo de lo que había dicho el profesor Prosser. Con una fuerte sensación de intercesión caballeresca, dijo Mark:

—Peter. Ese barullo me hace pensar que tiene usted algo que añadir a sus teorías.

Peter respondió con cortesía:

—No, maestro. Sinceramente no entiendo los versos. Por favor, maestro, ¿podría decirnos qué es lo que de veras significan?

Esta confesión sincera y la pregunta, con su énfasis inesperado, sorprendieron al grupo. Una a una, todas las cabezas redondas, blancas, ávidas finalmente por comprender, volvieron hacia Mark.

—No sé —dijo él—, estaba esperando que usted me lo aclarara.

En la preparatoria, cuando un profesor hace un comentario así, suele conseguir un buen efecto. La humildad del profesor, la necesidad de intercambio creativo entre el maestro y el alumno, causaban una impresión dramática en el grupo. Pero en el grupo 11D de secundaria, que un profesor ignorara algo era tal contrasentido que equivalía a un agujero en el techo. Fue como si Mark hubiera estado jalando cuarenta cuerdas muy tensas, para tener fijas frente a sí cuarenta caras, y entonces hubiera cortado todas las cuerdas. Todas las cabezas se movieron, las miradas cayeron, las voces murmuraron. Algunos de los problemas de disciplina, como Peter Forrester, intercambiaron sonrisillas sesgadas.

—¡En orden! —gritó el profesor Prosser—, todos ustedes. La poesía no es aritmética. No existe una única respuesta. No quiero imponer mis propias impresiones en ustedes, no estoy aquí para eso.

(Una pregunta silenciosa: Entonces, ¿para qué está usted aquí?, parecía cargar la atmósfera de suspenso.)

—Estoy aquí para ayudarlos a que ustedes se enseñen a sí mismos.

Le hayan creído o no, se sometieron un tanto. Mark juzgó que podía reasumir, con seguridad, su posición de un-humano-entre-los-humanos. Se recargó en el borde del escritorio, para preguntarles informal, franca, amistosamente:

—Ahora bien, con toda la sinceridad, ¿ninguno de ustedes ha sentido algo personal sobre esos versos, su propia impresión, que quisiera compartir con sus compañeros y conmigo?

Se levantó indecisamente una mano que apretaba un pañuelo floreado.

—A ver, Teresa —dijo el señor Prosser.

Era una muchacha un tanto tímida, un tanto esnob, cuya madre era testigo de Jehová.

—Me hace pensar en la sombra de las nubes —dijo Teresa.

Geoffrey Langer se rió.

—Compórtese, Geoff —dijo el señor Prosser lateralmente, con suavidad antes de dirigirse en voz alta a la clase—; gracias, Teresa. Creo que es una sensación válida e interesante. El movimiento de las nubes tiene algo del ritmo lento y monótono que uno siente en el verso: “El mañana, y el mañana, y el mañana”. Es una línea muy gris, ¿no es así, muchachos?

Nadie dijo ni sí ni no.

Del otro lado de las ventanas, las nubes verdaderas se iban agrupando rápidamente, y secciones erráticas de luz solar resbalaban por aquí y por allá en el aula. El brazo de Gloria, doblado con gracia sobre su cabeza, se volvió dorado de pronto.

—¿Gloria? —preguntó el señor Prosser.

Ella levantó la cabeza de algo que había estado viendo en su pupitre con un rostro resplandeciente de indignación:

—Creo que está muy bien lo que dijo Teresa —dijo, mirando en dirección a Geoffrey Langer. Desafiante, Geoffrey lanzó una risita—, y tengo una pregunta: ¿qué significa en ese contexto, “con rutina se desliza”?

—Significa el trivial modo de vida en el que los días simplemente se siguen uno a otro, como el de un contador o un cajero de banco. O el de un maestro de escuela —añadió, sonriendo.

Ella no le devolvió la sonrisa. Algunas arrugas de esfuerzo mental irritaban su perfecto entrecejo.

—Pero Macbeth ha estado peleando guerras, y matando reyes, y ha llegado él mismo a convertirse en rey, y todo eso —señaló.

—Sí, pero son precisamente esos los hechos que él está condenando como nada. ¿No se da cuenta?

Gloria movió la cabeza.

—Otra cosa que me preocupa: ¿no es tonto que Macbeth se ponga a hablar consigo mismo en mitad de esta guerra, cuando apenas se ha muerto su esposa, y todo eso?

—No lo creo, Gloria. No importa qué tan rápido ocurran los acontecimientos, el pensamiento siempre es más rápido.

Su respuesta era débil, todos se daban cuenta; aun si Gloria no lo hubiera pensado, supuestamente para sí misma, sino en voz alta para que todos la oyeran:

—Parece tan estúpido.

Mark retrocedió, tocado por la espantosa claridad con que sus estudiantes lo veían. A través de sus ojos qué extraño se veía él, con las manos sucias de gis, los lentes redondos de carey, el cabello que nunca podía mantener aplacado; todo él envuelto en “literatura”, en la que, cuando las cosas se ponen duras, el rey masculla el poema que nadie entiende. De repente Prosser se dio cuenta de una terrible ternura en los muchachos, de su paciencia y de su fe aterradoras. Qué buenos alumnos eran al no sacarlo a carcajadas del salón. Bajó la mirada y se frotó las yemas de los dedos, para limpiarse el polvo de gis. El bullicio del grupo fue filtrándose hasta resolverse en una tranquilidad nada natural.

—Se está haciendo tarde —dijo Prosser finalmente—, vamos a empezar con las recitaciones del pasaje que hemos aprendido de memoria. Bernard Amilson, empiece usted.

A Bernard le costaba trabajo pronunciar, y su recitación empezó con un “al mañán, yal mañán, yal mañán”. Fue reconfortante el grado hasta el cual el grupo se esforzó por reprimir las risas. El señor Prosser puso un MB junto al nombre de Bernard en su libreta de calificaciones. Siempre le ponía MB a Bernard en las recitaciones, a pesar de que la enfermera de la escuela decía que no había nada orgánicamente malo en la boca del muchacho.

Era la costumbre, cruel pero tradicional, decir las recitaciones frente a la clase. Cuando le llegó su turno, Alicia fue reducida a un estado de indefensión por el primer dengue que le hizo Peter Forrester. Mark la dejó titubear todo un minuto, con la cara cada vez más roja, y luego la dejó regresar a su sitio:

—Alicia, al rato volvemos con usted.

Muchos alumnos se sabían el pasaje bastante bien, aunque siempre había la tendencia de saltarse el verso “hasta la última sílaba del tiempo”; y de convertir “presume y consume” en “consume y presume” o simplemente en “presume y presume. Incluso, Sejak, quien ni siquiera pudo haber visto el pasaje antes de entrar al salón, consiguió llegar hasta “y no volverá a ser escuchado jamás”. Geoffrey Langer, como de costumbre, se lució interrumpiendo su propia recitación con brillantes preguntas:

—“El mañana, y el mañana, y el mañana / Con rutina se desliza…”, ¿no debería ser “se deslizan”, profesor?

—Es se desliza. El trío está efectivamente en singular. Siga usted, sin las notas de pie de página.

El señor Prosser se había hartado de consentir a Langer. Era como si el pelo negro del muchacho, corto y tieso, quisiera parecerse deliberadamente al de una rata.

—“Con rutina de desliza de día en día/Hasta la última sílaba del tiempo/Y todos nuestros ayeres han iluminado a los tontos/el sendero de la muerte…”.

—No, no, ¡deténgase! —el señor Prosser saltó de su silla—. Esto es poesía. No la diga como tarabilla. Haga una pausa después de “tontos”.

Geoffrey se vio genuinamente sorprendido esta vez, y el propio Mark no entendió bien a bien por qué se había irritado tanto con el muchacho; mentalmente, reflexionando sobre a qué se debía, recordó los espesos, húmedos y duros ojos indignados con que Gloria había mirado a Geoffrey. Mark se vio a sí mismo en la absurda posición de estar actuando como el caballero andante de Gloria en su guerra privada contra este inteligente muchacho. Suspiró un poco, como a manera de disculpa:

—La poesía está hecha a base de versos —empezó, volteando hacia la clase.

Gloria le estaba pasando un recadito a Peter Forrester. ¡Eso ya era el colmo! ¡Ponerse a pasar recaditos durante un regaño que ella misma había provocado! Mark saltó y atrapó el puño frágil de la muchacha y le arrancó el recadito de entre los dedos. Lo leyó en silencio, dejando que el grupo viera cómo él lo leía, aunque Prosser despreciaba este tipo de gestos de escarmiento. El recadito decía:

Pete: Creo que te equivocas con el señor Prosser. Creo que es maravilloso y yo aprendo mucho de su clase. Es celestial en poesía. Creo que lo amo.

Realmente creo que lo amo. Así que ya sabes.

El señor Prosser dobló el papel y se lo guardó en la bolsa del saco.

—Espéreme después de clase, Gloria —dijo; y luego, a Geoffrey—. Vamos a empezar de nuevo; a ver, desde el principio.

Mientras el muchacho recitaba el pasaje, sonó la campana. Terminaba la clase, y era la última del día. El aula se vació rápidamente y sólo quedó Gloria. Llegaba el ruido de cómo se abrían los casilleros metálicos y en ellos azotaban los libros, entre la gritería:

—¿Quién trae coche?

—Dame un cigarro.

—No, pues ni modo de jugar en este charco…

Mark no había notado cuándo había empezado a llover exactamente, pero ahora la lluvia caía con mucha fuerza. Se puso a cerrar las ventanas y a bajar las persianas. La brisa le salpicaba las manos. Empezó a hablar con Gloria en un tono enérgico de voz que, como este truco de cerrar ventanas, servía para protegerlos a ambos de la turbación y el nerviosismo.

—Sobre el recadito —ella seguía inmóvil, sentada en su pupitre en las primeras filas de adelante; su cabello corto, cepillado para arriba, como una antorcha apagada. Por el modo en que estaba sentada, sus brazos desnudos cruzados sobre los pechos, y los hombros recogidos, Prosser sintió que ella tenía frío—, no solamente es una grosería ponerse a garabatear cosas cuando el profesor está hablando, sino que es estúpido poner lo que uno siente en un papel, donde se ven mucho más tontas de lo que hubieran parecido de viva voz.

Dejó en un rincón la varilla con la que jalaba las ventilas más altas y caminó hacia su escritorio.

—Y sobre la palabra amar. Amor es una de esas palabras que ejemplifican lo que sucede en un idioma tan viejo y agotado. En estos días, con estrellas de cine y cantantes y predicadores y psiquiatras que no dejan jamás de hablar de amor, ya no significa más que una vaga simpatía por algo. En este sentido, yo puedo amar la lluvia, el pizarrón, estos pupitres, a usted. No significa nada, ¿ve usted? Mientras que la palabra alguna vez significó algo bien explícito: el deseo de compartir con alguien todo lo que uno es y lo que uno tiene. Ya es hora de que inventemos una nueva palabra que signifique eso; y cuando usted se haga de la palabra que quiera usar para ello, le sugiero que no abuse de ella. Trátelo como algo que no puede usar sino una sola vez. Digo, ya por el bien de usted misma; o si no, por lo menos, por el bien del idioma.

Prosser llegó a su escritorio y dejó caer sobre él dos lápices, como diciendo: “eso es todo”.

—Qué pena —dijo Gloria.

Un tanto sorprendido, contestó el señor Prosser:

—No, para nada.

—Pero es que usted no entiende.

—Desde luego que no entiendo. Probablemente nunca lo entendí. A su edad, Gloria, yo era como Geoffrey Langer.

—Apuesto a que no —la muchacha estaba a punto de llorar; Prosser estaba seguro de eso.

—Ya Gloria, no se aflija. Olvídelo.

Lentamente ella acomodó los libros entre su brazo desnudo y su suéter, y salió del salón con ese paso adolescente, un como arrastrar los pies con melancolía, de modo que su cuerpo, de los muslos para arriba, parecía flotar sobre el borde de los pupitres.

Bueno, se dijo Mark a sí mismo, ¿y qué es en el fondo lo que estos chamacos están buscando? Deslizarse, decidió, lo que es en sí patinar: dejarse ir, siempre rítmicamente, siempre con frialdad, las pequeñas ruedas sonando bajo los pies, hacia ningún sitio en especial. Si el cielo existiera, así sería. Es celestial en poesía. Les gustaba la palabra cielo. Se citaba el cielo en la mitad de las canciones que enloquecían a los muchachitos.

—Ey, baja, ya no te eleves tanto

—Strunk, el maestro de educación física, había entrado al salón sin que Mark se diera cuenta; Gloria había dejado la puerta entreabierta.

—¿Ah! —dijo Mark—, del cielo cayó un ángel lleno de lodo.

—¿Y por qué estás tan contento?

—No estoy contento, sólo en trance celestial. No sé cómo es que no te das cuenta.

—Oye —Strunk recorrió un pasillo entre los pupitres, con una manerita afeminada de caminar como pato, deshaciéndose de ganas de chismear—, ¿sabes lo de Murchison?

—No —Mark arremedó el susurro de Strunk.

—Hoy le vieron la cara de pendejo.

—¿De veras?

Strunk empezó a reírse, como lo hacía siempre antes de ponerse a contar algo:

—Sabes todo lo pinche conquistador que se cree, ¿no?

—A lo mejor —dijo Mark, aunque Strunk decía casi lo mismo de casi todos los profesores de la escuela.

—¿Tú también tienes en tu grupo a Gloria Angstrom, no? —preguntó Strunk.

—A lo mejor.

—Bueno, pues hoy en la mañana Murky interceptó un recadito que ella estaba escribiendo; y el recadito decía qué pinche maravilla de hombre era Murky, según ella, y lo mucho que lo amaba —Strunk esperó a que Mark dijera algo, y como no hacía comentario alguno, continuó—: Te imaginas cómo se puso el Murky, de todos colores, cuando leyó. Pero, ¿qué te parece?, que a la hora del recreo salió a cuento que a Fryeburg le habían hecho la misma cabronada ayer, en su clase de historia —Strunk se rió y con los dedos se puso a golpear a lo tonto el escritorio—. La muchacha es demasiado tonta como para haber inventado la bromita por sí misma: todos creemos que fue idea de Peter Forrester.

—A lo mejor —aceptó Mark. Strunk lo siguió rumbo a su casillero, describiendo la expresión de Murchison cuando Fryeburg (con la mejor buena fe, ¿no crees?) le contaba lo que había ocurrido.

Mark abrió su casillero con la perilla de combinación, 18-24-3.

—¿Me disculpas por hoy, Dave? —dijo—. Mi esposa me está esperando.

Strunk era demasiado lento como para captar la rabia de Mark.

—Ahora tengo que regresar al gimnasio. Con esta lluvia no puedo sacar a las canchas a los bebitos; luego sus mamitas le mandan recaditos al profe, quejándose —siguió caminando como pato por el hall; dio vuelta en el extremo, y gritó—: No se lo vayas a contar a ya-sabes-quién.

El señor Prosser tomó su saco del casillero y se lo echó encima. Se puso el sombrero. Colocó los protectores de hule sobre sus zapatos, lastimándose un poco los dedos al ajustarlos. Sacó su paraguas y pensó en abrirlo ahí mismo en el hall, desierto, a manera de chiste, y decidió que mejor no. La muchacha había estado a punto de llorar, estaba seguro de eso.



Traducción de José Joaquín Blanco



John Updike. Escritor estadunidense. Autor de medio centenar de libros entre los que destacan Corre, Conejo, Las brujas de Eastwick y Terrorista.

Publicado en Nexos en 1983 y 2009...