sábado, 1 de febrero de 2014

PASOLINI


EL INFIERNO SEGÚN PASOLINI

 

Por José Joaquín Blanco

 

Algunos autores, y no necesariamente los menores, se vuelven enigmáticos y hasta antipáticos durante sus últimos años o al día siguiente de su muerte. El mundo o la sociedad han dado tal voltereta que su obra resulta muda o absurda ante las nuevas corrientes y modas del pensamiento. Parece incorrecta ante las nuevas “correcciones” oficiales o populares o comerciales.

         Tal cosa, en parte, le ha ocurrido a Pier Paolo Pasolini (1922-1975), el cineasta de Accatone, El Evangelio según San Mateo (premiada por el Vaticano), Pajarracos y pajarillos, Edipo Rey, Medea, Trilogía de la vida (El Decamerón, Los Cuentos de Canterbury, Las mil y una noches), Salò, etcétera; el novelista de Una vida violenta y Los chicos de la calle (Ragazzi di vita); el poeta, el crítico cultural y especialmente el tremendo articulista de combate: Escritos corsarios, Letras luteranas, Las bellas banderas, etcétera.

         En México se conoció tarde, salvo por su película sobre Cristo que nos mostraba un sorprendente realismo histórico-sensorial de la predicación de un Mesías en un país de miseria. Se acababa en su película con esa Jerusalén pompier de los cuadros de la Edad Media o del Renacimiento, o de las películas de Hollywood: un Israel tercermundista, árido, terroso, harapiento, con actores severos y serios: tal era la historia de Jesús. Podía ocurrir ahora mismo entre los kurdos.

         No supo entonces el Vaticano, distraído, ni el público mexicano de los primeros años sesenta, despistado, que se trataba de la película de un comunista jacobino y ansioso de libertades y gozos sexuales. En cierta manera, como sus otras películas de la primera etapa, en blanco y negro, Pasolini hizo neorrealismo italiano; sobre su realidad contemporánea en éstas, sobre la realidad de Cristo y los cristianos del primer siglo en El evangelio según San Mateo.

         Después, como un estallido, vimos Teorema. Una indescifrable película, muy propia del vanguardismo europeo de los sesentas, sin significado preciso (de ahí el título) pero de asunto terrible: una familia italiana burguesa con esposos y dos hijos, chico y chica, reciben de pronto la vista de un hermosísimo ángel que los seduce y fornica a todos en pantalla. El sexo con el ángel les revela la locura.

         Teorema no se exhibió en el cine comercial mexicano. Había que ir a verlo entre los dispensadores de las cosas prohibidas: los jesuitas, en el Centro Universitario Cultural, limítrofe a Ciudad Universitaria. En el CUC se podía ver todas las películas “cochinas” de la nueva Europa.

         Ahí vimos después, casi sin creer a nuestros ojos, la feria, el festín, la exuberancia de los amores sexuales recreados a partir de Boccaccio, de Chaucer o de los escritores innumerables de Las mil y una noches. Nunca el sexo había parecido más fresco, bello, natural, multitudinario, jocoso.

         Pero cuando los mexicanos descubríamos este paraíso, Pasolini lo estaba abandonando. Advirtió que el puritanismo europeo contra el que combatía desde su infancia se había transformado demasiado pronto, durante los años sesenta, en una permisividad de plástico, en un sexismo de consumo, en un homogeneizado erotismo sicodélico de autómatas sin fe ni ternura algunas. Ahora hablaríamos de una liberación virtual de Internet, arrasando aún más con lo que quedaba de espíritu y vida verdaderos en la especie humana.

         Abjuró pues de sus películas de “erotismo poético” y se lanzó a la más atroz, o a la única atroz de todas: Salò: una recreación del sexo-tortura del Marqués de Sade efectuado durante el fascismo por unos cuantos potentados contra algunas docenas de adolescentes prisioneros o esclavos. El sexo ahora corría en sentido contrario: la suprema abyección, el asco, la mierda, la mutilación, el crimen.

         En una sola vida el sueño de la flor y el sueño del infierno del sexo.

         Son los años de la postguerra y del milagro económico italiano, o como diría Pasolini, de la americanización de Italia. Pasolini, comunista, había crecido durante el fascismo y ensoñado una Italia socialista. De un socialismo radical. Tenía honda raíz de partisano. Aborrecía de la Socialdemocracia, precisamente porque, como lo demuestra en sus artículos, proliferaron a granel los socialdemócratas corruptos en la Italia moderna.

         A partir de mediados de los años sesenta, por lo menos, Pasolini se lanza a un combate sin descanso contra la modernización cultural de Italia. Contra la venta de toda una cultura y de todo un país por el plato de lentejas del progreso uniforme según el modelo de Houston. Defiende las lenguas regionales, los usos vernáculos, el minimalismo en la vida cotidiana.  Recuerda y venera todas las raíces campesinas. Se burla de la presunción de ex-prostituta nueva rica de la Dama Italia que se pavonea como neoyorkina, a la manera de ciertas películas de Fellini, como La Dolce Vita. Cuando la consigna fue ser lo más “occidentales” posible, él propugnó por ser lo más particulares que se pudiese, por no caer en la esquizofrenia del progreso homogeneizador.

         La historia ha ido en contra suya. Parece haber perdido todas sus batallas. (Solía perder todas las batallas desde el principio: contó muy pronto entre sus peores enemigos a sus propios camaradas comunistas italianos.)

         Es difícil verlo o leerlo hoy en día y no tergiversarlo o traicionarlo. Su pensamiento es cada vez más complejo, por cada vez más remoto. Escupe con furia anarquista sobre el Estado, que ahora en Europa es todo un ídolo de oro brand new. Nuevo Becerro tenemos, con el Banco Europeo que acuña el euro. Para no hablar del dinero rápido, especulativo, y de las baratijas industriales. Es decididamente intolerante con la Iglesia, esa “infame” que clamó Voltaire. Desprecia minuciosamente a la clase media y a sus abalorios tecnológico-mercantiles. Canta geórgicas a una edad campesina que ya parece extinta en Europa.

         Voltaire conoció también esa súbita voltereta de la historia, a principios del siglo XIX, cuando casi todos los “románticos” lo denostaban. Ahora resultaba que en todo se había equivocado. Pero luego vinieron las correcciones. Y fue recuperando uno a uno todos sus puntos. Bioy Casares no titubeaba cuando le preguntaban sobre su autor favorito: Voltaire.

         Yo veo en Pasolini una búsqueda feroz de la verdad, casi una búsqueda sagrada, y por una verdad sin negociaciones ni cortapisas; en cruda lucha de la moral y la razón. Veo su amor por la pobreza, por los rincones sucios o violentos, las sombras de lo humano; todo aquello que las culturas comerciales, políticas o religiosas modernas ocultan o contradicen.

         Veo al poeta de las contradicciones, y al vidente loco que jamás dejó de creer que el hombre y la tierra eran sagrados, ni siquiera cuando fue asesinado por una banda de chichifos o de matones derechistas —todavía no se ha esclarecido de todo el caso, un cuarto de siglo después—, el 2 de noviembre de 1975, en un baldío a las afueras de Roma, a los cincuenta y tres años de su edad.

         Enzo Siciliano ha escrito una amplia biografía de Pier Paolo Pasolini (consulté la versión inglesa de Random House, Nueva York, 1982).

         Lo mejor de la contracultura mundial de los años sesenta y setenta se espiga en ese nombre: Pasolini. Y mientras van o vienen modas, dictaduras e ideologías de lo “políticamente correcto”, dimes y diretes, quedan su forma y su espíritu de artista.

         Su aguijón volteareano para la polémica (el más duro de los duros, el más terrible de los terribles); su afán de autenticidad y de belleza para los días terrenales. Su don narrativo y cinematográfico frente a la vida de la calle. Su rara poesía, a la que creo no se ha hecho justicia en traducciones a idioma alguno.