martes, 24 de agosto de 2010

LAS AVENTURAS DE UN JACOBINO EN PUEBLA

LAS AVENTURAS DE UN JACOBINO EN PUEBLA
Por José Joaquín Blanco



A la memoria de Pepe Morante
Sin duda ustedes habrán oído hablar de Huitla, ese pintoresco pueblito tropical cundido de vegetación y de todo tipo de flores; con sus blancos caserones de muros enyesados y techos de teja, sus empedradas calles escalonadas, que brillan bajo los aguaceros como si fueran de metal, y las altas torres de su iglesia. Está en la Sierra de Puebla.
Ah, y sus coloridos mercados domingueros, en la plaza, llenos de indios que bajan de los cerros a comprar cassettes de Bronco, los Temerarios y los Tigres del Norte; pantalones de mezclilla, camisetas de U2 y tenis y huaraches de plástico. Y de turistas que adquieren la indumentaria indígena de manta, bordada, insuperable para descansar junto a una alberca, en torno a la parrillada; para sudar cómodamente en la discotheque y para pasear en el calor abochornante por los jardines de los hoteles y las huertas de las fincas de recreo, además de todo tipo de cerámica y cestería para decorar folkóricamente un progresista hogar universitario.
Habitualmente no se ve mucha miseria en Huitla, porque los indios viven en sus aldeas de las montañas. Tampoco se ve a los grandes cafetaleros ni a los ganaderos, que van y vienen en coche o avioneta entre sus espléndidas propiedades y sus oficinas y residencias en Puebla, Veracruz o el Distrito Federal. El turismo es dominguero. De modo que entre semana parece un pueblo vacío, una maqueta de museo de “cultura popular”, con algunas señoras que se abanican con revistas de estrellas de televisión a todo color, en sus dos o tres tiendas y fondas semivacías.
Lucen entonces en su variado esplendor la vegetación (ya un locutor de TV-Azteca habló del “verde multicolor” de la Sierra de Puebla), las flores, las calles empedradas construidas como escaleras de un afanoso laberinto, los gruesos muros enyesados, los techos de teja, las terrazas con macetones. Y de repente, un estrépito infernal: las campanas de la iglesia.
Dos torres de tres pisos dotadas de no sé cuantas campanas potentísimas, como forjadas para imitar el escándalo del fin del mundo. Rompen los oídos a muchas cuadras de distancia. Y desde la visita del papa y el nuevo poder legal de la Iglesia tañen a cada rato, todos los días. Ni caso tiene señalar que, entre tal estrépito, no se escuchan las mentadas de madre al cura, a quien la población denomina “el enemigo del oído humano”, por parte de los funcionarios y empleados del ayuntamiento, que está exactamente junto a la iglesia; ni las de los tenderos, fonderos y vecinos del pueblo, quienes siempre llevan consigo bolitas de algodón y de cera para tapiarse a cada rato las orejas.
Las campanas empiezan a bombardear al pueblo desde las cuatro y media de la mañana y no cesan hasta después de las diez de la noche. En días de gran santo (y los santos grandes suman legión) siguen hasta la madrugada. Su horario y sus intenciones son arbitrarias, pues ni siquiera las toca el cura, sino un mozo-sacristán aguardentoso, imbuido de todo el odio que el cura siente por las estatuas de Benito Juárez (tosca, de piedra) y de Cuauhtémoc (amanerada, semidesnuda, con vientre físico-culturista, de yeso dorado) que el gobierno jacobino erigió durante los buenos días del PRI en el centro de la plaza; y por la impía modernidad que mantiene a toda la gente pegada a sus radios y televisiones, sin temor alguno de Dios ni del fin del mundo.
Hay también triunfalismo, revanchismo, en el tesón con que el cura manda y el sacristán pone en práctica la furia de las campanas: hace unos treinta años, cuando el viento todavía no les hacía nada al PRI ni Juárez, el presidente municipal don Aristarco Méndez, padre del actual, mi amigo Jenofonte H. Méndez, hizo reglamentar el tañido de las campanas. Sólo podían sonar tres veces antes de cada “acto efectivo” de culto; y no todas al unísono, sino nomás unas cuantas, para no “quebrantar la tranquilidad de la ciudadanía”.
Por “acto efectivo” de culto se consideraban las misas y los rosarios con feligresía comprobable, pues resultaba que las campanas atronaban todo el tiempo, pero la iglesia siempre estaba vacía y hasta cerrada por falta de feligreses: ¿qué caso tenía “sobresaltar a la ciudadanía” cuando no estaba ocurriendo nada? Y democráticamente debía aplicarse a las campanas de la iglesia la misma ley que se imponía al sonido de cantinas y cabarets: fijarles un límite de decibeles, para “no atentar contra la salud del oído humano”.
Ni siquiera entonces, cuando el viento no les hacía nada al PRI ni a Juárez, pudo prevalecer el munícipe jacobino, por más que juntó las firmas de todos, sin excepción, los vecinos de las manzanas circundantes a la plaza. El cura argumentó que los campanazos se dirigían también a los “hermanos indígenas”, quienes tenían todo el derecho a escucharlas desde sus arduas labores en los montes remotos, aunque sólo bajaran los domingos y visitaran el templo tempranito, antes de que el mercado entrara en plena actividad.
Protestó también el párroco porque el munícipe enviaba a las esposas e hijas (enrebozadas y disfrazadas de beatas) de sus empleados a espiar a la iglesia, para luego publicar en el pequeño periódico dominical La Voz de Juárez. ¡Con la República siempre!, la estadística de que a tantos campanazos de tantos “megadecibeles” correspondían dos sordísimas ancianas dormidas durante el rosario, o las más de las veces, a una iglesia cerrada mientras el cura estaba jugando dominó en la tienda-pulquería de don Tucídides Aguirre con el propio presidente municipal.
El obispo de Puebla apoyó al cura, y el ciudadano gobernador constitucional del libre y soberano Estado de Puebla se hizo oficialmente el desentendido, pero a trasmano se comunicó a las autoridades eclesiásticas que si no cesaban en su intemperancia con las campanas podría ocurrir que el Seguro Social repartiera más propaganda del control de la natalidad; que se autorizara algún indigenista dispensario protestante en la mera plaza de Huitla; que los vigilantes del municipio no advirtieran una gran campaña intempestiva de pósters y volantes de semidesnudas vedettes de palenque, los cuales amanecerían pegados en cuantos postes y muros disponibles se encontraran cerca de la iglesia; y que, en fin, el Estado podría instalar muchos altavoces (de los cientos que almacenaba el PRI en sus bodegas, y sólo usaba durante las campañas electorales) en la plaza, para amenizar a todo volumen la vida ciudadana con puras cumbias, rancheras y rocanrol.
De hecho, toda esa propaganda apareció un domingo tapizando la barda misma de la iglesia, y una camioneta del PRI (el emblema cubierto por una gran foto de Irma Serrano en minifalda ranchera), con altavoz, se estacionó frente a su entrada para detonar ininterrumpidamente, durante todo un día, pura música de Carlos Lico y de la Sonora Santanera. Y se repartieron eruditos folletos de control de la natalidad entre los marchantes analfabetos del mercado.
Durante unos años, hasta su muerte, el cura moderó sus campanazos. Seguían sonando fuerte, pero no todas las campanas a la vez y no todo el tiempo. El munícipe por su parte prohibió con un valiente decreto la publicidad nudista o jacarandosa, y santa paz. Huitla podía aburrirse tranquilamente entre campanazo y campanazo. Y como todos sus antecesores desde la Independencia, el cura y el presidente municipal podían jugar amistosamente cartas y dominó con el boticario y el maestro rural en la tienda-pulquería de don Tucídides Aguirre y sus antecesores.
Republicanamente cambiaron el presidente municipal de Huitla y el gobernador de Puebla; también, fatalidad de la vida, envejecieron y fueron reemplazados el obispo de Puebla y el cura de Huitla. Pero volvió a comenzar el ciclo de la animosidad entre el nuevo cura y el nuevo munícipe jacobino, por más que siguieran jugando dominó dos o tres tardes a la semana. El nuevo cura, para quien los tiempos del “oscurantismo de la PRI-Reforma” habían caducado “al igual que las tiranías de Nerón y Diocleciano”, tomó como pretexto la visita del papa para volver a hacer estallar todas las campanas todo el tiempo.
El cura volvió a ser “el enemigo del oído humano” para los ensordecidos empleados y funcionarios del ayuntamiento, para los tenderos, fonderos y vecinos. Se retomó la costumbre de traer en los bolsillos bolitas de cera y algodón, y de contestar cada campanada con una mentada de madre contra el cura; inocuamente, pues ni siquiera alcanzaba a escucharla quien la gritaba.
Una mañana de domingo, en plena efervescencia del tianguis en la plaza, hizo su aparición una camioneta (las siglas del PRI cubiertas por una gran foto de Olga Breeskin en bikini) con altavoz. Gobernaba el ayuntamiento don Píndaro L. Méndez, hermano de aquel edil y tío del actual. Pero ya no se trató de simples cumbias, ni de Carlos Lico, ni de la Sonora Santanera. Eran puras canciones “pornográficas” de Lupita D’Alessio, María Conchita Alonso, Camilo Sesto, Emmanuel y José José.
Para entonces había crecido el turismo universitario o antropológico, y se habían acondicionado como hoteles tres o cuatro casonas céntricas. Tenían bar y variedad los fines de semana, hasta de strip-tease y travestis. Los turistas universitarios que iban a disfrutar de la etnología y del folklore son gente terrible en busca de aventuras inusitadas. No sólo se emborrachaban, sino que fumaban mariguana al pie de la dorada y amanerada estatua de yeso de Cuauhtémoc, que lucía buenas piernas. Y “fornicaban” frente al paisaje, en la madrugada, bajo los flamboyanes de la plaza. Andaban en minifaldas y shortcitos por eso de “la calor”.
Con el pretexto de disfrazarse de indias, las chamacas sociólogas se ponían pantalones y blusas indígenas de manta (que Dios sabe que sólo se inventaron para los hombres), a fin de tornear y transparentar a la menor brisa todas sus formas pecaminosas. Los indios disfrutaban del espectáculo, muertos de risa.
El munícipe había autorizado, además, un cine permanente en el patio de otra casona, donde se exhibían puras películas de narcos, sexo y violencia, al que iban sobre todo los indios jóvenes, quienes ya para entonces usaban acampanados pantalones Milano y cachuchas de béisbol, y más sabían de los hermanos Almada, de Lola la Trailera y de Sylvester Stallone que de fray Bartolomé de las Casas y don Juan de Palafox.
Para colmo de horrores, le escribió el cura al obispo de Puebla, la propaganda del control de la natalidad del Seguro Social sí se había incrementado en una forma alarmante. Hasta se hablaba de eso en la escuela primaria. Pocos años después (ya la era del sida) añadió que el maestro rural había instruido al grupo de sexto año (es el mayor grado de escolaridad de Huitla, pues no hay secundaria, y sólo media docena de chamacos al año logran su certificado de primaria), días antes de la fiesta de fin de cursos, ¡en el uso de condones! Había calzado pedagógicamente un condón en el extremo de un palo de escoba.
No sólo eso: cundía la subversión; los universitarios comunistas y los protestantes, “ajenos a nuestro siempre católico Estado de Puebla”, se habían metido a agitar a los trabajadores de las fincas cafetaleras y de los ranchos ganaderos. Sólo la venida del papa (“¡Qué venidota!”, se había atrevido a decir el edil don Píndaro en pleno juego de dominó, frente a las narices mismas del cura) podía salvar de la perdición a ese “poblano redil de Dios, que adoraba a Cristo aun en su gentilidad, con el nombre de Quetzalcóatl”. Como siglos después diría el bolero: “Antes de conocerte, te adiviné”.
Y terminaba alertando de que la infamia y la corrupción de las costumbres no alcanzaba ya sólo a los mestizos de Huitla (a quienes siempre se consideró, por lo demás, semicristianos y condenados de antemano al averno, por más que tanto el obispo de Puebla como el cura de Huitla fueran bien mestizos), sino a los propios indios, quienes hasta entonces se habían conservado tan “sobajados, serviciales, dulces y devotos”, a pesar de las revoluciones y discordias sociales de dos siglos liberales, como en los tiempos dorados de la evangelización.
El obispo de Puebla, orondamente “angelopolitano”, semper fidelis, volvió a apoyar al cura. Y con qué fuerza atronaban las campanas. ¡Cómo hacían saltar al propio presidente municipal de su escritorio, a cada rato; cómo provocaban que don Tucídides Aguirre volcara las garrafas de pulque, y hasta le hacían perder al propio cura la concentración en el dominó!
Este nuevo cura retomó la belicosidad de sus antecesores. Una mañana el dorado Cuauhtémoc apareció con un gran escapulario de cartón, izando sobre su lanza siempre insumisa una gran estampa de la Virgen del Socorro. Otro día amaneció don Benito Juárez, tan bien peinado de raya enmedio, tocado con un bonete; y en su pedestal una frase que decía: “¡Antes de morir, se confesó!”
Don Píndaro, por primera vez en más de cien años, no pudo responder como buen jacobino a la provocación clerical. Órdenes terminantes del centro, del gobierno federal, le ataron los manos. “Las cosas han cambiado”, se le dijo. “Ahora somos pluralistas, democráticos y modernos, y hay que buscar un buen entendimiento con el clero.”
El cura lo supo y se envalentonó. Ya no le parecieron suficientes las campanas. Compró un enorme aparato de sonido. “Como la gente no va a la iglesia, la iglesia debe ir a la gente”, se justificó ante don Tucídides.
Hacía grabar en cassette su sermón dominical de la misa de doce, la de la gente decente, y lo ponía a resonar desde unos altavoces potentísimos en las torres de la iglesia. A todas horas durante toda la semana. Entre campanazos y campanazos, el mismo sermón; entre las repeticiones del sermón, los campanazos. Poco faltó para que acudiera a una comisión internacional de Derechos Humanos para quejarse del jacobino munícipe, quien había hecho arrestar al aguardentoso sacristán por tres horas —acusado de violar la Ley Seca en día cívico— y había suspendido la corriente eléctrica de la iglesia la mañana de un 16 de septiembre, a fin de realizar sin campanazos ni sermón su “demagógico” desfile de escolares “acarreados” en pos de la bandera nacional.
Parecía que el jacobino había perdido de una vez para siempre su eterno pleito con el cura en ese pueblito de la Sierra de Puebla. De hecho, al dejar la presidencia, don Píndaro abandonó su vieja y querida casona en el centro de Huitla, que su familia había habitado durante diez generaciones, y se hizo construir una moderna, con jacuzzi, bastante lejos, por el panteón civil, donde de cualquier manera seguía escuchando el eco de las campanas y de los aguerridos sermones del cura contra el caos y el diabolismo de estos tiempos.
No se conformó el cura con los campanazos y los sermones. Mandó grabar el rosario en una buena parroquia de la propia ciudad de Puebla, la de San Miguelito, donde se oyera tupido y en buen castellano; y asestaba el cassete completo por los altavoces, a todo volumen, todas las tardes, a los sufridos habitantes de Huitla. No lo ponía a una hora determinada, para que la gente no pudiera escaparse, corriendo en estampida hasta más allá del panteón civil. “¡Santa Virgen del Rosario, sálvanos del rosario!”, clamaban. Su repertorio se amplió con himnos marianos y cristeros, con sermones del papa y del obispo de Puebla, y finalmente hasta con canciones devotas entonadas por artistas de moda, como Roberto Carlos y Lucerito.
Llegó a la presidencia municipal mi amigo Jenofonte H. Méndez, nieto, hijo y sobrino de próceres huitlenses, y se encontró con las mismas órdenes que don Píndaro. Los tiempos en efecto habían cambiado, y no había modo de responder al clero fuera de la ley. ¿Y cómo responderle dentro de ella, si no había reglamentos contra las campanas ni contra los sermones en altavoz? ¿Si para los sonidos clericales no existía límite legal alguno de frecuencia ni de decibeles?
Por lo demás, las represalias de sus ancestros ya no funcionarían. Las grabadoras portátiles se habían popularizado aun entre los indios, y las ponían a todo volumen los domingos, en el mercado, aumentado la confusión de campanas, sermones, vivas a Cristo Rey y lamentos amorosos de Bronco, los Tigres del Norte y los Temerarios, todo a un tiempo. En la propia televisión se veían más semiencueradas que en todos los afiches que discurriera pegar en la barda de la iglesia. La “sociedad civil”, tan católica en otros aspectos, distribuía por sí misma condones y guías de educación sexual hasta en el atrio. ¡Incluso los boy-scouts (claro, forasteros: no hay boy-scouts nativos en Huitla), rezando el rosario, repartían condones y manuales de “sexo seguro”! El mundo también había empeorado para el cura, pero sus campanazos y sermones atronaban peor que nunca.
“¿Cómo proteger los oídos de la ciudadanía del estrépito clerical?”, se preguntaba el jacobino Jenofonte en la tienda-pulquería de don Tucídides Aguirre, mientras buscaba que el cura le diera una oportunidad de deshacerse de la mula de seis.
“¿Cómo proteger a la feligresía, sobre todo a ‘nuestros hermanos indígenas’, de la corrupción del gobierno tiránico y del mundo moderno?”, se preguntaba el cura mientras, astutamente, le ahorcaba la mula de seis al munícipe.
El boticario y el maestro rural ya habían decidido (en secreto) que una futura revolución debía expulsar, al mismo tiempo y con parejo y ejemplar rigor, tanto a la iglesia como al edificio del ayuntamiento del centro de Huitla, y refundirlos a ambos en lo más intrincado de la Sierra de Puebla.
Pero mi amigo Jenofonte halló la solución. Un día supo que la “sociedad civil” también contaba, entre sus múltiples lemas, con el de la protección de los animales. Y efectivamente, la proliferación de perros sin dueño era todo un problema municipal, reflexionó. Ningún munícipe se había ocupado de ellos, ni en caso de rabia: la propia gente se encargaba de matar a pedradas a los perros rabiosos. ¿Con qué presupuesto se iba a proteger, por más cromo de san Francisco de Asís con rosas de plástico que se venerase en la iglesia, al hermano perro, a la hermana perra, si no había dinero ni para darles frijoles una vez al día a los presos en la cárcel municipal?
Tampoco los munícipes se habían ocupado mucho de la delincuencia. Dejaban que la propia gente matara o linchara a los abigeos, asesinos y ladrones, en vendettas interminables que siempre han sido una patriótica tradición poblana. Sólo en casos especialísimos, de los que habla la prensa de la capital, se detenía a algún delincuente y se le remitía a la cárcel del estado, para que “lo mantenga el gobernador”.
El pequeño cuarto enrejado, dentro del propio palacio municipal, con amplia vista a la calle, sin vidrieras, completamente descubierto, a unos veinte metros de la iglesia, que decía “Cárcel” en letras desvaídas, apenas albergaba de vez en cuando, por dos o tres días, a los misérrimos borrachines alborotadores que no podían pagar su multa; y se les hacía barrer las calles, custodiados por los dos desnutridos gendarmes que constituían toda la fuerza pública del municipio. Los presos sólo comían si sus familias les llevaban un taco. Así, la cárcel se encontraba casi siempre vacía.
El munícipe jacobino resolvió fastidiar al cura de la siguiente manera: cambió el letrero de “Cárcel” por el de “Centro de Protección y Rehabilitación Canina del H. Ayuntamiento de Huitla, Pue.” Comisionó a los dos gendarmes para aprehender a cuanta perra callejera se encontrara en los soberanos límites del municipio. Dicen que hasta importó, con cargo al erario, docenas de perras de los municipios colindantes. Sólo encarceló, es decir, amparó en la ex-cárcel municipal, a las hembras. “Ellas merecen más la protección gubernamental que los machos”, dijo en un oportuno desplante feminista, propio de los nuevos tiempos, ahorcándole ahora la mula de seis al cura, en la tienda-pulquería de don Tucídides Aguirre.
Sobra decir que en unos cuantos días el olor de hembra atrajo a todos los perros de la localidad y de los alrededores. Que incluso los perros domésticos aullaban sin parar dentro de las casas vecinas. Que el aullido de los perros innumerables ante el olor de tantas hembras juntas sí logró destacar entre los campanazos y sermones de altavoz. Que se volvieron todo un espectáculo regional, incluso con beneficios turísticos, los episodios de tanto macho sobrexcitado frente a la iglesia y al ayuntamiento, sobre todo cuando, en su desesperación sexual, los machos se desahogaban entre ellos mismos, y luego no se podían separar, y aullaban más desoladoramente que campanario alguno, ensartadísimos, jalando inútilmente cada cual en sentido opuesto.
Fue así como el cura cedió al fin. Desactivó algunas campanas. Redujo la abundancia de campanazos, de sermones, de himnos marianos y cristeros. Es cierto que no se rindió del todo, pero tampoco lo hizo el jacobino.
La cárcel no retornó a su antigua función. Siguió siendo el “Centro de Protección y Rehabilitación Canina del H. Ayuntamiento de Huitla, Pue.”, con dos o tres perras en celo nada más, y no cincuenta. Ahí sigue en pie de guerra, por sí las dudas. Hasta el obispo de Puebla vino a inspeccionar el caso. Se le vio espiar desde la ventanilla polarizada de su limusina este último, agónico recurso de un jacobino tenaz.