martes, 1 de abril de 2014

KIPLING

El Kipling que sí se lee

Por José Joaquín Blanco

Desde joven, Rudyard Kipling (1865-1936) se ganó con cuentos y poemas una popularidad extraordinaria: exótico, colorido, macabro, algo sádico, bufonesco y profuso en leyendas, mitos y atmósferas pintorescas de soldados y “nativos” de la India y sus ardedores. Admitió también la clasificación al principio pomposa, luego oprobiosa -y demasiado justificada-, de “trovador del imperialismo británico”.
Asimismo se erigió en paladín internacional de otras virtudes-oficiales de su época: la educación-mediante-la-violencia (Stalky & Co., 1899), el orden-por-el-orden, el machismo puritano, el militarismo y la idealización de la policía y hasta de la policía secreta; el racismo, el nacionalismo arrogante (“el truculento patriota británico” dice Edmund Wilson: The Wound and the Bow. Seven Studies in Literature, Nueva York, Farrar, Strauss, Giroux).
Exaltaba el autoritarismo del Hombre Blanco obligado, como por un “fardo” moral (“The White Man’s Burden”), a sojuzgar y a modernizar a fuetazos a los debiluchos, pueriles, semidiablescos, irresponsables pueblos “inferiores” –incapaces de gobernarse y sobrevivir decentemente por sí mismos- para producir la grandeza y el bienestar del Imperio Británico. En uno de sus primeros relatos famosos, unos pobretones truhanes ingleses invaden a cierta etnia arcaica de las montañas de Afganistán, fingiéndose dioses con armas y trucos de Hombre Blanco, como una parodia de la conquista de América (“El hombre que sería rey). No es raro en la obra de Kipling que otros soldadones, por borrachera, ambición o payasada, devengan dioses (“La encarnación de Krishna Mulvaney”) u otro tipo de mitos “nativos”.
Expresiones y caricaturas que ahora nos parecen agrios o grotescos no eran sino la ideología habitual de muchos blancos de su tiempo con respecto a otras civilizaciones. Ellos exaltaron a Kipling como insigne portavoz del Hombre Blanco. Su posterior caída en la estima literaria responde a los cambios ideológicos producidos por las guerras mundiales, el fin del Imperio Británico y el anticolonialismo; así como a nuevas posiciones en la opinión pública occidental en torno a cuestiones de raza, sexo, democracia, sindicalismo, costumbres. Lo primero en descascararse fue su profusa galería de aguerridos soldados valentones y bufonescos (El handicap de la vida, Madrid, Siruela), pues a partir de 1914 la opinión mundial se volvió bastante antimilitarista.

EL DÉBIL Y EL FANFARRÓN
Borges protestó porque se criticaban las opiniones políticas de Kipling y no “su genial labor literaria”. El caso era que siempre estaban entremezcladas. Muchos de sus libros inducen premeditadamente a tales moralejas y fueron escritos sobre todo para predicarlas. En su tiempo fueron leídos como evangelio y glorificación del moderno Hombre Blanco, empeñado en acumular su fuerza, aun  a costa de sí mismo –autorrepresión, autocastigo- y adueñarse del bárbaro resto del mundo, que de otro modo caería en el caos y el apocalipsis. O Imperio Británico o fin del mundo. Nunca olvidó sus laureles oficiales de Mentor de los Jóvenes Blancos: alguno de sus libros se llama Cuentos terrestres y marítimos para Boy-scouts y Guías Scouts.
 Kipling nació en Bombay, donde se crió hasta los seis años. Primero habló una especie popular de hindú y luego el inglés. Para que se educase como británico auténtico, fue enviado desde los siete años a Inglaterra, a “desoladores” pensionados y a estrictos colegios de Inglaterra, cuya crueldad o brutalidad luego encomió: el Hombre Blanco debía acrisolarse mediante el castigo a fin de crecer Duro y Firme: forjarse en la rudeza como Amo. (Sus dos principales invenciones: Mowgli y Kim, son niños huérfanos que se abren por sí mismos el camino en la vida). Volvió a la India en 1882-1889, como periodista.
Sin embargo, su vasta obra recorre infinidad de temas y geografías, con deliberados énfasis éticos y heroicos. Escribió relatos realistas, históricos, políticos, míticos y hasta futuristas.  (Sigo  la espesa biografía de Angus Wilson: The Strange Ride of Rudyard Kipling. His Life and Works, Penguin Books y The Portable Kipling, ed. y pról. de Irving Howe, Penguin Books. En castellano hay numerosas ediciones de Kipling: Aguilar, Edimat, Siglo XXI, Porrúa).
Con un poder verbal preciso y prodigioso libró en la poesía la gran batalla del verso tradicional inglés, medido y rimado, capaz de conquistar un público amplio, contra los afrancesados simbolistas y vanguardistas que introducían la subversión del verso libre e intelectual para iniciados. Compuso infinidad de himnos, odas y canciones que se publicaban al unísono en los principales diarios y se recitaban en escuelas y cuarteles; fueron más célebres aún que sus cuentos. Parte de esa poesía ha sido elogiada por Eliot, Yeats, Brecht, Auden y Borges; parte ha sido señalada como mera propaganda y “periodismo rimado” (Edmund Wilson, quien de paso motejó de “código anglo-espartano de conducta” al celebérrimo poema “Si...”: “Y sobre todo, hijo mío, todo un Hombre serás”).
De complexión menuda, débil y enfermiza, con frecuentes postraciones nerviosas, Kipling soñó sólidos-personajes-robustos-de-moral-simple-dedicados-a-la-Acción (el progreso, la guerra, la grandeza del Imperio Británico), a ratos con perfiles de comicidad dickensiana, a ratos fanafarrones y sádicos con los “nativos incorregibles” o con hombres blancos infieles o rivales del imperio (irlandeses, rusos, alemanes, norteamericanos, holandeses, franceses). Edmund Wilson creyó entrever en su obra un retruécano freudiano: el nervioso-debilucho-miope-inventa-alteregos-fanfarrones: “Sus bravuconadas y asesinatos son despreciables: son las fantasías de su desvalimiento físico. El único heroísmo auténtico que se puede encontrar en las ficciones de Kipling es el heroísmo de la fuerza moral al borde del colapso nervioso”.
Salvo dos o tres casos, en su obra las mujeres escasean o sirven roles muy marginales o trillados (sobre todo maternos). Su principal ideal fue el man’s man (que Hemingway convertirá en Hombres sin mujeres), el-hombre-entre-hombres-dedicado-a-la-Acción-y-al-Deber entre los rigores y la picaresca de la tropa. Sin embargo, otra parte del genio de Kipling, al principio lateral o menor, residió en su gusto y su admiración por los niños (muchas veces idealizados o simplificados), su apego por el juego y la magia infantil, su insistencia en ver el mundo desde la perspectiva de las aventuras y sueños de chamacos, de la seria y fresca lógica del niño que sabe asombrarse y enamorarse de la naturaleza. Los niños han defendido a Kipling de la crítica y sostenido la preeminencia de Los libros de la selva (1894-1895) y Kim (1901), y de algunas páginas de Precisamente así (Just So Stories, 1902) y Puck (1906).
Las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, de Mark Twain, el gran inspirador de Kipling (como en otro sentido, Stevenson), encontraron un prodigioso avatar hindú: Kim, un chico blanco hijo de irlandeses, huérfano y callejero, criado como anglo-hindú, recorre un buen trecho de la India como discípulo y criado de un viejo lama, entremezclando la avidez infantil con la sabiduría budista.
“La novela Kim, dice Borges, deja la impresión de que hemos conocido toda la India y hablado con miles de personas... Esta novela tan precisa y tan vívida está como saturada de magia” (Introducción a la literatura inglesa). Otros autores no están tan de acuerdo; incluso Angus Wilson acepta que Kim es una especie de “Ariel [shakespeareano] en una India ficticia”. Más bien hemos asistido al sueño particular de un chico blanco entre nativos, con la naturaleza y la cultura hindúes a la manera de escenografía, tramoya y utilería pintorescas y caprichosas, antes de entrar en razón como Buen Chico Blanco y convertirse en... ¡un policía secreto británico!
Se le ha reprochado a Kipling su incapacidad para la novela; sus pobres análisis y su negativa a enfrentar objetivamente los conflictos, a diferencia de E. M. Forster, quien en Un paso a la India encontró sumamente difíciles y dolorosos los tropezones raciales. Conrad asimismo trazó historias patéticas en las andanzas piratas del Hombre Blanco por otros continentes. Incluso su obra maestra, Kim, parece más bien una novela-de-cuentos: una sucesión de fábulas y episodios jubilosos y poco organizados. Su genio fue fabulesco y de perspectivas parciales. “Un maestro del cuento, desde sus primeros relatos, que eran simples y breves, hasta los últimos, no menos complejos y dolorosos que los de Henry James”, añade Borges.

El PARLAMENTO DE LOS ANIMALES
Al plastificado habitante del siglo veintiuno le resulta inconcebible cómo verían aquellos niños victorianos a los animales salvajes, antes de nuestra promiscua familiaridad con Tarzán y con Walt Disney. Esta reconversión de la fauna universal en simpaticones dibujos animados de scouts reptantes, volátiles o cuadrúpedos, tuvo una etapa previa: Kipling, quien heredó milenios de cuentos sobre animales humanizados, de Esopo a La Fontaine, de Calila y Dimna a Las mil y una noches, pero que supo recrearlos como si nadie antes hubiera narrado una fábula. Y de ahí pasaron a los cómics y a las películas. Todos los animales humanizados de la cultura de masas proceden de Kipling: se advierte su huella hasta en el Correcaminos y en el Pato Donald, al igual que en la sátira anticomunista La granja de los animales de George Orwell.
Las dos grandes obras infantiles de Kipling: Los libros de la selva y Kim, escritas en su juventud y ya lejos de la India, se cuentan entre los títulos más felices de los tiempos modernos: compendian con naturalidad y frescura la tradición fabulesca de oriente y occidente, a la que añaden un gusto británico por la parodia, la excentricidad, las bromas en serio, la seriedad jocosa; y cierto ritualismo irónico, que realza su emoción y su dramatismo, sin perder su condición afortunada de libros que los niños disfrutan y aman, y que los adultos no abandonan.
En Los libros de la selva, a partir de Mowgli, un bebé humano criado y adoptado por una manada de lobos, nos asoma a una selva de recreo –un “idilio” dice Irving Howe; un “Jardín del Edén”, anota Angus Wilson- donde los animales se comportan como bravos chamacos scouts con sus pandillas y sus pleitos, sus jerarquías y duelos de honor; con arrogancia y pedantería se ostentan unos a otros sus nuevos descubrimientos, conquistas o ideas; se dan y toman lecciones; se premian y castigan; se encomian o reprenden. A los niños les gusta jugar en serio, con códigos y reglas, con buena fe y alianzas inquebrantables. Siempre son más civilizados que los adultos. Como Lewis Carroll, Kipling respetaba y admiraba la inteligencia y la imaginación de los niños. Los chamacos y los animales de su obra resultan incompablemente más ricos y nobles que los humanos adultos. Alan Sandison ha señalado que en la vasta obra de Kipling “el amor jamás aparece, salvo en Kim”, en Mowgli y en algunos animales.
El lector del siglo veintiuno advierte cierta familiaridad de esa selva con las de Tarzán y Walt Disney, salvo que Kipling resulta más variado, a ratos incluso áspero: no todo es azúcar y simpatía; hay sangre, Mal, dolor, desdicha, muerte. De cualquier modo, sus feroces bestias selváticas son ejemplos civilizatorios: damas y caballeritos muy dados a los clubs, a las buenas maneras y a los códigos de honor. Tienen su Ley-de-la-Selva clara y simple, y la obedecen como británicos ideales en una especie de paraíso social. Priva un facilón “moralismo prefabricado” [readymade] (Edmund Wilson). Los Libros de la selva ofrecen una idealizada y libresca infancia victoriana, más que selvas o animales auténticos de la India (salvo alguna broma pesada como “Los enterradores” –una charla entre animales carroñeros- donde Kipling no quiso reprimir, ni siquiera en un libro-para-niños, su célebre afición por episodios sádicos o macabros, tan frecuentes en su obra-para-adultos.)
Algún crítico moderno ha observado que ningún sabio ni aristócrata de París habló jamás mejor francés que los animales de las fábulas de La Fontaine; diríase, en consecuencia, que el francés es una lengua para animales que los humanos imitan defectuosamente.  Frente a Alicia en el país de las maravillas, según lo advertía Auden (Forewords and Afterwords), el lector advierte un refinamiento ético, léxico, lógico y cívico superior al de la realidad social: niños y animales demasiado damitas y caballeritos: Alicia, el Conejo, la Tortuga, Humpty-Dumpty, hasta los Naipes y la Risa del Gato.
De igual modo, encontramos en Los libros de la selva una serie de interesantes pandillas de granujitas-animales más listos, limpios, leales, bravos, educados y expresivos que los humanos adultos de las oficinas, comercios, iglesias y parlamentos del imperio. Los animales de Kipling son en realidad buenos scouts con opulentas fisonomías: garras, colmillos, corpulencia; harto más imponentes que las ranitas humanas que han de suplir con ropa incómoda y fea la carencia de regio pelambre. Las perfectas mascotas imaginarias para un niño. Tener un leal amigo oso y una leal amiga pantera; formar banda con los búfalos, los elefantes, las serpientes y las aves; combatir al tramposo tigre y a los monos chusquísimos que se pasan de veras.
Profundizar en Kipling es ir de asombro en asombro. En contra de la leyenda, aprendió poco en experiencias propias. Las investigaciones biográficas han demostrado que durante su primera infancia en Bombay, no “absorbió la cultura hindú” ni salió de los ámbitos de los colonos británicos; y que, luego, durante sus seis o siete años como reportero juvenil en la India, jamás se aventuró en la jungla. Las descripciones de sus selvas provienen de textos, atlas, fotografías, dichos. Tampoco tuvo grandes encuentros con animales salvajes, salvo acaso un oso perdido que entrevió cuando viajaba en carro por un camino. Sus animales proceden asimismo de fotos, zoológicos, dibujos, dichos y libros.
Hay en su obra más trabajo de escritorio y de imaginación que experiencia vivida, de la misma manera que unos dieciocho años después de la aparición de Los libros de la Selva, Edgar Rice Burroughs produjo Tarzán (1912) sin haber salido jamás de los Estados Unidos, pero seguramente con los libros de Kipling al lado. Es de justicia admitir que no siempre Tarzán degrada o adultera la mitología ni la ideología de Kipling. Desde luego, el refinamiento verbal, artístico, es otra cosa. 
Durante sus siete años juveniles en la India, Kipling vivió apaciblemente entre los colonos ingleses y como amo o sahib de algunos sirvientes locales o coolies. No trató al pueblo bajo hindú y le resultaban antipáticos los hindúes cultivados o ricos, a quienes juzgaba hostiles o presuntuosos. También sabemos que sus nociones de budismo no las adquirió de sus nanas en la India, sino hasta los diecisiete años y en un colegio inglés, leyendo La luz de Asia de Sir Edwin Arnold. Se ha dicho que no lo entendió bien o que prefirió conformarse con lo superficial, lo exótico, lo macabro y lo pintoresco.
De hecho, algunas de las tramas de sus cuentos-para-adultos partieron de anécdotas corrientes entre los colonos británicos poco ilustrados (burócratas, soldados, negociantes), a las que cada boca añadía extravagancias, prejuicios y supersticiones que ahora insultan en ocasiones la inteligencia del lector moderno. Representan más la tradición oral de los colonos ingleses que la de los propios hindúes.

EL ATENTADO
Hacia 1940 Edmund Wilson publicó uno de sus ensayos más feroces donde aplicó una especie de aniquilamiento minucioso sobre el cadáver de Kipling como “autor serio” (reconociendo el genio verbal al que no siempre conseguían estropear del todo sus bavuconadas y delirios ideológicos): “El Kipling que nadie lee”.  El sonoro paladín de la Carga y la Grandeza del Hombre Blanco (toda su obra-para-adultos) caía en añicos; sobreviviría el autor de libros infantiles.
La carnicería analítica de Wilson sobre la obra completa de Kipling era lúcida, rigurosa, impecable y perfectamente fundada y documentada. Aunque su entusiasta freudismo-años-treinta haya pasado de moda, su asalto despiadado contra Kipling deslumbra como un momento superior de la crítica literaria. Su diagnóstico fue correcto y profético... Y sin embargo, Kipling sigue gozando de cabal salud como un gran narrador.
¿Algo falló? ¿No era Kipling culpable de todos los crímenes literarios e ideológicos analizados por Edmund Wilson? Desde luego, y ahora parecen incluso más evidentes: pero resulta que han dejado de leerse y de recordarse buena parte de los textos arrogantes –muchos de sus relatos, casi todos sus ensayos, sermones y poemas- en que se fundaba o se ostentaba el “trovador del imperialismo británico”; el moralista simplón, “prefabricado” y automático; el “nacionalista truculento”, el machista fanfarrón, el racista desaforado.
Se diría que Kipling ha ganado con tan cuantiosa pérdida. Tan tajante mutilación operó como cura o poda. Olvidado o banalizado su aparatoso rol de Supremo Guía Scout de la Juventud Blanca y de Trovador Oficial del Imperio Británico, y hasta disminuido el papel guerrero de Inglaterra en el mundo (ahora ejercido tras el cómodo escudo norteamericano), Kipling obtiene una especie de impunidad o de absolución parciales, y lo que resta apenas lo decora como rasgos pintorescos o extravagantes.
Quedan sobre todo, liberados de tan odioso lastre, Kim y Los libros de la selva, reinando entre los libros para niños que también los adultos leen y releen a cien años de distancia. En ellos se trasluce algo de la ideología de Kipling, claro, pero muy desvanecida, como si fuesen cuentos de hadas, ¿y a quién se le ocurre criticar los despropósitos de ogros, príncipes, brujas, princesas y sapos en los cuentos de hadas? Hasta algunas grotescas caricaturas y burlas de la sociedad, la religión o las costumbres hindúes parecen a ratos viñetas casi inofensivas, a la manera del exotismo-de-cómic de Tarzán o de Indiana Jones, y nadie supondría que fueron pensadas y predicadas no sólo en serio, sino a gritos.
Así, la voluminosa obra para-adultos de Kipling ha quedado casi prohibida, olvidada o muerta (ya sólo accesible a especialistas) durante décadas, a pesar de algunos intentos de los estudiosos (The Portable Kipling) por rescatar entre ese magma algunos cuentos y poemas en los que, como Edmund Wilson aceptaba, el ideólogo no lograba estropear del todo los relatos.  Ese rescate está todavía en discusión: hay quien opina, por ejemplo, que sus cuentos tardíos son más profundos y artísticos, y quien los encuentra simplemente pretenciosos y hasta abstrusos.
Como señala Irving Howe, ha correspondido a los relatos infantiles que en su tiempo parecían parecían trabajo “menor”, sostener la considerable grandeza literaria de Rudyard Kipling, a quien la literatura latinoamericana debe algunas inspiraciones de Borges y sobre todo de Horacio Quiroga.