lunes, 15 de diciembre de 2008

Para leer a Guillermo Prieto


PARA LEER A GUILLERMO PRIETO

Prólogo a la antología de Guillermo Prieto publicada en la serie Los Imprescindibles, de Cal y Arena, 2008.

A la memoria de Ilya de Gortari y Olivier Debroise

1
En el centenario de su muerte, Guillermo Prieto (1818-1897), uno de los mayores escritores y héroes cívicos mexicanos de todos los tiempos, recibió un temible homenaje: la recopilación de sus Obras completas (ed. Boris Rosen Jélomer, Conaculta) en ¡32 tomos!, algunos muy gruesos.
Semejantes homenajes exterminan a los lectores, aunque en este caso tal Babel hemero-bibliográfica resultaba necesaria, e incluso muy tardía, pues Prieto compromete no sólo el gusto literario, sino todo el siglo XIX como uno de sus mayores protagonistas (5 veces ministro, 18 veces diputado, incesante colaborador de innumerables diarios, revistas, libros, academias) en cuanto político, escritor-de-combate, maestro, testigo, cronista, poeta (el poeta mexicano más prestigioso de su siglo, según encuesta de 1890 del diario La República, que lo ubicó en el gusto de sus lectores muy encima de Díaz Mirón, Peza y Gutiérrez Nájera). El menor detalle de Prieto es historia patria. Y claro: el supercompadre de todo mundo.
Acaso más que cualquiera de los otros 29 próceres de la Reforma (según censo de “los 30 licenciados y militares de don Benito”, que propusiera Luis González), sus compañeros y amigos, fue además una figura ejemplar y edificante por su honradez, su modestia, su simpatía, su folklore individual y colectivo.
Advierto mucho folklore nacional en ese prototipo mítico del Mexicano-con-mayúsculas (tan buen-muchacho incluso de viejito, tan llano, tan sin pretensiones, tan burlón de sí mismo), pero sospecho también no poco folklore personal inventado, construido, acuñado con prestigios de articulistas españoles y novelistas franceses. Debe destacarse su sentido del humor y su gran generosidad para la conversación, para el castellano coloquial del México callejero de su tiempo, que se ahínca como la parte sustancial de su obra.
Es posible incluso que su castellano coloquial ya no lo fuese tanto en el momento de la primera publicación de sus prosas: está más cargado de arcaísmos y pintoresquismos que sus contemporáneos; pudo ocurrir que, desde joven, haya incorporado palabras y expresiones ya en desuso, fabla de abuelos, como rasgo de estilo. Que también haya sido memorioso de los tiempos de sus mayores. Del mismo modo, exagera los giros campesinos y populares, saboreando las incorrecciones como verdaderas golosinas: la fabla ranchera o la fabla del pelado. (En realidad, Prieto siempre fue capitalino, de origen algo cómodo aunque con épocas de miseria, y con una personalidad precozmente intelectual.) Sus prosas juguetonas suelen ser más barrocas, pintorescas, plebes y arcaizantes que las serias, lo que hace sospechar que sus barroquismos, arcaísmos, plebismos y pintoresquismos fuesen desde el principio los colores elegidos para su paleta lúdica. Pero no debe pasar desapercibida la música del prosista, el refinamiento estético incluso en sus aventuras de deslenguaje: fue en cualquiera de sus formas, y sobre todo cuando escribe en laberintos, uno de los mayores artistas del castellano en México.
Ahora lo conocemos sobre todo por un libro-summa que no leyeron sus contemporáneos: Memorias de mis tiempos (póstumo, ed. Nicolás León, 1906), aunque en él se compendian tanto sus conversaciones como los trazos periodísticos que lo hicieron tan célebre (y tan querido) desde muy joven. Es probable que haya intuido en sus últimos años que legaba a la posteridad un caos hemerográfico y se haya propuesto condensarlo en un tomo de tomos, para lectores futuros. Su fortuna con la posteridad reside sobre todo en este libro, fundamental para todo conocimiento del siglo XIX mexicano.
Difícilmente, sin embargo, como en el caso de su gran amigo Ignacio Ramírez El Nigromante, podremos reconstruir cabalmente la voz que se oyó en su tiempo. Los lectores y el pueblo semilustrado sobre todo conocieron y amaron al poeta Prieto y al orador Ramírez. El gusto del siglo XXI (e incluso el del XX) se aparta de esa poesía y de esa oratoria marcadas por un patriotismo romántico dirigido a un público elemental y ardoroso, con poca o ninguna ilustración, que había surgido a la vida nacional independiente en un deplorable estado de miseria y de incuria casi silvestres; y que no estaba acostumbrado a leer -pero en absoluto- sino a oír y a declamar: escuchaba en corrillos, fogones y festejos: sermones, discursos, canciones y poemas que circulaban en la tradición oral y asimismo en la prensa, como ornamento de almanaques, calendarios, hojas volantes y variados fascículos misceláneos de principal intención política, comercial o devota.
Esa escasa o nula ilustración no era siempre, desde luego, equivalente de incultura: su cultura era otra, de tipo oral y tradicional, más atento de la conversación y de la lectura en voz alta que del texto silencioso; muy dado a ritos y ceremonias, bailes, posadas, desfiles, misas; tertulias, cafés, tabernas y mentideros; hábil para memorizar y recordar, incluso para recitar e inventar; entusiasta de fervores cívicos, militares y religiosos, y jubiloso de que sus escritores cultos lo pintaran incesantemente en la prensa periódica, en las ceremonias y en el teatro incluso con todos los ácidos de la caricatura.
Esa cultura escasamente alfabetizada era profusamente trabajada en la iglesia, la escuela y los eventos cívicos, pero sobre todo en la casa (casas colectivas, vecindades). Aun en casas humildes la recitación, el canto e incluso la improvisación de todo tipo de letrillas formaba parte del entretenimiento cotidiano (casi no había otras diversiones, más que el trago y la baraja o, rara vez, los toros y los gallos), así como la representación por los miembros de la familia y los vecinos, especialmente los viejos, las mujeres y los niños, de todo tipo de comedietas de origen más o menos sacro. Muchas plegarias así como muchas lecciones escolares, incluso de ciencias y técnicas, se difundían en verso, por el apoyo y el gusto que la métrica y la rima daban a la memoria.
Hay que advertir que los no-lectores arcaicos muchas veces apreciaban y atesoraban más el texto que los lectores alfabetizados modernos: desde principios del siglo XVII hubo memorillas capaces de aprenderse de pe a pa, de una sola oída, toda una comedia de Lope. Esos memorillas eran poco letrados. Pero incluso el público común y corriente recordaba durante mucho tiempo fragmentos y escenas completas que había visto apenas una vez, y que se volvían parte de la conversación cotidiana y de la vida social. El público salía de los teatros recitando, glosando y parodiando; se corregían y comentaban los unos a los otros, armaban competencias; representaban las escenas para quienes no habían tenido la suerte de verlas con los actores.
Esto seguía ocurriendo en México en los años de los nuevos dramaturgos Fernando Calderón e Ignacio Rodríguez Galván. Asimismo, el público de Lizardi, Bustamante o Prieto podía recordar e incluso memorizar fragmentos de textos, en prosa o verso, pero sobre todo poemas, que leía o escuchaba leer pocas veces. Algo parecido ocurría con la música: la ciudad de México por entero se impregnaba de ciertas arias de ópera, opereta y zarzuela que acababan de ser representadas apenas dos o cinco veces en sitios sólo accesibles a unos cuantos, y que sin embargo al poco tiempo andaban en las gargantas y en las guitarras (previsiblemente destempladas y desentonadas) de todos los vecinos. El propio Prieto nos cuenta que, como Don Quijote, se encuentra por los caminos a gente sencilla que ya anda recitando las letrillas que apenas acaba de componer, como la célebre “Marcha de los cangrejos”. En muchas otras ocasiones, Prieto glosa y parodia poemas y canciones ajenos que ya conocía el público. Era gente extremadamente receptiva y plástica para los textos orales, y practicaba en vivo todos los ejercicios que ahora se llaman “intertextuales”. Prieto da razón de varios pasmosos improvisadores en verso que no publicaban nada, ni siquiera pensaban en ello. Por entonces la poesía no se hacía para publicarse; se publicaba sólo por accidente, lujo o golpe de suerte, y no importaban tanto unos escasos compradores de libros frente a inagotables escuchas. La mayoría de los poemarios eran tardíos o póstumos.
A ese público se dirigían el poeta y el orador populares. En cuanto a su abundante, casi asfixiante color local, no puede olvidarse que este folklorismo de Prieto era exclusivamente para consumo interno, y de ahí las enormes libertades que se toma son su gente: no había turismo, ni lectores extranjeros para los vates locales. El folklore de exportación y lucimiento ante el mundo empieza después de la revolución, con el éxito de la pintura mural y la escuela mexicana de pintura y artes plásticas. Prieto, por el contrario, ofrece un furibundo folklorismo de combate a la manera de Ramón de Valle Inclán. Cita mucho a Goya.
Nada más remoto pues del nacionalismo complaciente que suele agobiar a México, que el nacionalismo esperpéntico de Prieto, no por ello menos enamorado de sus poblanas de enagua roja, tan tías de la duquesa que Job amó; de sus rotos y currutacos, de sus curas mitoteros y militarotes de opereta sanguinaria, de sus pelados, carniceros, cargadores, trajineros, monjas, beatas, tragones, atildados ridículos, viejos raboverdes; leperitas prendadas de rotos, pelados que se quejan de los desdenes y regateos de las léperas y de las vendedoras de chía; raterazos consuetudinarios y escuincles atorrantísimos; fauna de teatros, plazas de toros, mascaradas, fondas, cafés.
Se diría que el elenco de esta farsa tricolor no está conformado sólo por tipos (aunque abundan los cuadros de gran riqueza y precisión costumbristas), sino también por excéntricos incurables, casi seres imaginarios: los tipifica un sistemático delirio de excentricidad a toda orquesta con una irrefragable vitalidad que asombra a cada instante.
Todo su clima es comedia, de ahí que con frecuencia pasen a segundo término sus programas y matices ideológicos y prevalezca el espectáculo risible. No es en absoluto necesario compartir sus opiniones para disfrutar su mundo, de modo que conviene preferir en una antología los textos donde mejor luce su materia verbal, y no tanto su ideología, que de cualquier modo impregna toda su escritura, ni su minuciosa trayectoria de prócer.

2
Con frecuencia se reprocha a Prieto y a Ramírez que no hubiesen sido más refinados (“esos máistros y no maestros”, bromeaban Reyes y Novo): no les tocaba serlo, sino fundar la patria, su literatura y su política, su prensa y sus instituciones. La eficacia, el fragor de los poemas de uno y de los discursos de otro se resiste empero, una y otra vez, a la imaginación del lector “posmoderno”, descontentadizo y como decepcionado o harto de la cultura. En Prieto, en cambio, todo es entusiasmo y furia de vivir, incluso entre las pesadillas sin despertar, que no sólo recupera, sino exagera y alebresta, para multiplicar la diversión multitudinaria. Una como jocundidad rabelaiseana anima tal rusticidad-algo-teatrera.
Por fortuna, como asimismo es el caso de su otro gran amigo, el novelista Manuel Payno, Prieto nos ofrece su voz personal en conversación desatada, no pocas veces sobreactuada, redundante y desaforada; y adrede poco vigilada, o desvigilada -deliberada y hasta jocosamente azarosa- con delirios de risa o charla locas, algo reminiscentes, para mi gusto, de los discípulos ilustrados de Cervantes y de Quevedo, que encontraron en la literatura popular (charlas, letrillas, sátiras, fábulas, artículos de costumbres) una salida de la sofocante y tiesa cultura levítica que monopolizaba toda la civilización hispánica.
En ese sentido, charlar, echar relajo y disparatar era secularizar: escaparse del claustro (clerical o académico) rumbo a las utopías de la aventura montaraz o callejera. Casi toda la prosa ilustrada española rebuscaba la frescura de la conversación, del periodismo o del discurso laico, del teatro y sobre todo del género chico, el sketch. Ya estaba en fray Servando, por ejemplo, y en Lizardi y Carlos María de Bustamante. Abundaba también este estilo entre los escritos confiscados por la Inquisición por irreverentes, subversivos, supersticiosos o heréticos, desde el último tercio del siglo XVIII.
Sin duda existió para Prieto y para Payno cierto romanticismo folklórico y nacionalista en tal privilegio del habla vecinal y de fogón -un vecinal fogón barroquísimo- sobre la escritura atildada, de “buen gusto”, pero también una prodigiosa intuición de que en la conversación más libre y pintoresca detonaban todas las galas y pliegues de su estilo, de su personalidad y de su arte personalísimos. A ellos les tocaba escribir así. Destino es estilo. Podemos acaso, a falta de otro, recurrir al ambiguo término de “crónica” para abordar a semejantes Inclasificables, a estos prosistas-de-todas-las-prosas. Él hablaba asimismo de “tradiciones”, “charlas”, “actualidades”, “escenas”, “cuadros”, “apuntes”...
Las memorias bastante novelescas de Prieto, las novelas bastante memoriosas de Payno (Los bandidos de Río Frío) habrían perdido mucho si se las hubiese querido recortar y traducir demasiado rigurosamente a los amanerados modelos de la escritura literaria al gusto europeo stendhaliano, flaubertiano, barbey-d’aurevillesco, como por ejemplo le ocurrió muchas veces a otro gran liberal-romántico: Ignacio Manuel Altamirano, en cuyas novelas esforzadas se echa de menos a ratos el vuelo de sus crónicas rápidas. Incluso Vicente Riva Palacio a veces sufre demasiado ante las convenciones del aparatoso folletón histórico-sentimental, aunque desde luego siempre con pasajes dignos de sus cuentos y de las crónicas jocosas, y con trozos de bravura caricaturesca y pintoresca por encima del entramado artificioso.
El ideal literario de muchos de ellos, curiosamente, no fue tanto la pureza o la concentración, sino la grandiosa, dispendiosa, disparatada aventura nacional: Payno y Prieto tuvieron un modelo folletinesco imposible que todas sus obras delatan: Los misterios de París, de Eugène Sue -no remoto, desde luego, del perseguido por las novelas de Dumas, Balzac, Hugo, Dickens. Escribieron los misterios de la ciudad de México y de las guerras civiles e internacionales; Prieto se aventuró a otras zonas del país: Querétaro, Puebla, Morelos, Zacatecas, Veracruz, Sinaloa, la frontera norte e incluso llegó más allá que sus compañeros e interrogó larga y tenazmente los secretos de los Estados Unidos.
Estamos pues en la era bronca de los gigantes “rústicos”, que comenzaron la patria y la cultura nacional prácticamente de nada (los prestigios prehispánicos y coloniales habían desaparecido por completo de la cultura -y de la memoria- en vísperas de la Independencia, como se ve en las obras de Lizardi o Carlos María de Bustamante, e incluso en las de Alamán y Mora; y de hecho no se recobrarían sino hasta el siglo XX, cuando Amado Nervo lanza como manifiesto la vuelta a su Juana de Asbaje, y luego Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, los padres Ángel María Garibay y Alfonso Méndez Plancarte, los doctores Silvio Zavala y Edmundo O’Gorman, entre otros muchos estudiosos, recuperan la literatura culta novohispana.
La Colonia estaba completamente olvidada -nadie la destruyó, se pudrió solita-: toda, por completo (y esto desde décadas antes de la Independencia); quedaba apenas un destartalado clericalismo ranchero y vecinal. Los beaterios se habían vuelto beateríos. En la época del virrey Calleja se convirtió en cuartel, cárcel y establos el Colegio de San Ildefonso, y se echó a la calle, como desechos, por montones, el acervo de su biblioteca que hacía medio siglo nadie consultaba. La joya del virreinato alcanzaba de este modo su destino de muladar de la nueva soldadesca virreinal, y el papel de los escritos añosos sólo servía para fabricar cartuchos, como lo documentó Genaro Estrada.
El propio Prieto nos recupera el perfil de los curas esperpénticos de hacia 1830, de los que fue muy cómplice y compadre. Su primera publicación, muy temprana, consistió precisamente en una letra sacra que se pegó en las puertas de algunas iglesias céntricas; treinta años después lució otra publicación inolvidable: se pegaron en esas mismas puertas los edictos de desamortización de los bienes del clero expedidos por el presidente de la Reforma, Benito Juárez, y su ministro de Hacienda: Guillermo Prieto.
Sin embargo, si alguien siempre recordaba algo de la cultura virreinal, mucho más que cualquier clérigo decimonónico, era él. Nuevamente excepcional, Prieto se diferencia de sus contemporáneos porque intuye -ayudado un tanto por Vigil y Orozco y Berra- la riqueza secreta de sor Juana (conocía sobre todo sus “Liras”, que imitó) y de la cultura indígena; cita con frecuencia a Clavijero y a Alzate; sabía algo incluso de Sigüenza y Góngora. El desamortizador de los bienes del clero regresaba a menudo a las fuentes no sólo populares, sino letradas, de la amortizada cultura colonial.
Asimismo se empeñó tempranamente en todo tipo de textos en resguardar la memoria de las costumbres coloniales (que con frecuencia continuaron vigentes a lo largo del siglo), incluso en detalles de los ritos de semana santa, de la vidas de las monjas y de conventos, o de la historia de la capital, para no hablar de las costumbres populares, de las comidas y las fiestas, de los episodios cotidianos, instituyéndose así como uno de los principales patriarcas de los colonialistas y en maestro de Luis González Obregón. Hay un gran Prieto colonialista.

3
Prieto también difiere de otros juaristas y porfiristas en otros dos aspectos fundamentales: no estuvo de acuerdo con el marginamiento o el combate de esos liberales triunfadores o triunfones a los indios-que-insistían-en-seguir-siendo-indios, que no se modernizaban, que no se volvían ciudadanos liberales y prósperos empresarios capitalistas, al gusto del código liberal: hay en muchas de sus páginas una encendida sensibilidad indigenista, casi de fraile misionero; y tampoco estuvo de acuerdo con la manipulación autoritaria de la democracia: cuando el Benemérito se perpetuó a la mala en el poder (1866), renunció a su ministerio con un panfleto más que claridoso, salió del país y se opuso a la tiranía de los últimos años juaristas, sin perder por ello la admiración por su gran héroe-Benito.
Tampoco admitió el exilio más o menos dorado con que don Porfirio se deshacía con bastante facilidad de sus viejos camaradas; prefirió una especie de exilio interno en el Porfiriato: siguió hasta su muerte como pobre profesor de escuela (muchas escuelas) y periodista modestísmo, sin otro pedestal que el amor, ese sí abrumador, de sus alumnos y lectores: el casi harapiento, cochinón, sentimental y jocoso viejito Prieto de fines del siglo XIX.
Ese exilio interno era algo forzado: no fue meramente por obsesión memoriosa que el viejo Prieto se dedicó durante sus largos y marginados años porfiristas a reciclar sus memorias, sus romances y crónicas antiguas: no se le permitía ocuparse de otras cosas.
Se antojan escasas y apagadas sus críticas al porfirismo a lo largo de esos veinte años, y Prieto en otro tiempo había armado tremendas trifulcas periodísticas a la menor ocasión. En más de un sentido don Porfirio lo desterró, por nueva orden suprema, a las memorias de sus tiempos. ¿Hay cierta palinodia socarrona, cierto reproche indirecto al triunfo liberal, a ese club de triunfones, cuando Prieto lo zahiere por petulante y ridículo, y en cambia ensalza a otros liberales, los sencillotes y menesterosos, los previos al Gran Triunfo? No debe desdeñarse la lección viva para las nuevas generaciones de un Prohombre de la Reforma ni enriquecido, ni exiliado ni marmóreo, sino callejero y profesoril, sencillote, abuelito instantáneo de medio mundo. ¿Se propuso ser un reproche vivo, con su sola presencia, a los triunfones?
Prieto y Payno: Una literatura a pelo y sobre la marcha, admitiendo con feliz humorismo la ironía de plumas que se solazan en su circunstancia y su naturaleza dizque payas, semi (anti)letradas, simplonas, callejeras, peladonas y leperuzcas, fascinados por la jocosa “patria espeluznante” que diría López Velarde.
Durante la vejez de Guillermo Prieto (y de hecho, desde la fundación de la revista El Renacimiento de Altamirano, al triunfo de Juárez sobre todas las guerras de Reforma, intervención francesa e imperio de Maximiliano) ya se ajetrea una generación de autores y lectores con una nueva sensibilidad, que todavía no saben que se les llamará (muy impropiamente) “modernistas” y que ahora vemos encabezada por Manuel Gutiérrez Nájera, a quien sus contemporáneos, como Justo Sierra, por el contrario, no vieron sino como una culminación y depuración del romanticismo liberal de todos ellos: Prieto, Ramírez, Payno, Riva Palacio, Altamirano; e incluso de los maestros de éstos: fray Servando, Navarrete, Quintana Roo, Lizardi, Carlos María de Bustamante, Alamán, Heredia, Fernando Calderón, Ignacio Rodríguez Galván, Flores, Acuña...
Cierto canon poético pretende entronizar a Martí, a Gutiérrez Nájera, a Díaz Mirón, a Othón sólo como fundadores del modernismo: sabemos que varios de ellos alcanzaron a denostar con todas sus letras el gusto modernista, y que todos se sentían más cerca de sus maestros romanticotes que de sus atildados discípulos decadentes o satanistas. Se consideraban más bien románticos plenos, vigorosos, culminadores y no meros precursores de una crepuscular, conjetural escuela futurista: byronianos, victorhuguescos, balzacianos, suenescos, dumasianos; más que baudelairanos, verlaineanos, mallarmeanos o rimbaudianos. Hay mucho legado de Prieto en los románticos más jóvenes y en los primeros modernistas.
Me gusta imaginarme a Prieto como amigo literario de Michelet y de Renan (fue tenaz divulgador de Seignobos); a Fidel como compadre de Fígaro (Larra); sus escenas parianescas como escenas matritenses (Mesonero Romanos). Y si Gutiérrez Nájera, Díaz Mirón o Luis González Obregón alcanzan desde luego cierto parentesco con la gran revolución verbal e imaginativa de Rubén Darío, con mayor razón encarnan cierta culminación, cierto perfeccionamiento de los ideales de la literatura romántica de sus maestros.
La poblana de enagua roja siempre quiso ser una Duquesa Job; la Duquesa Job seguía siendo una poblanaza de enagua roja en cuanto dejaba de desfilar por la calle de Plateros. O desfilaba por la calle de Plateros como una Duquesa Job que también era una poblana de enagua roja.
Hay por otra parte una gran sensatez ranchera, extremadamente antiextremista, supersónicamente antimoderna en Prieto: liberal puro y duro, sigue siendo religioso (su poesía mariana, por ejemplo, es abundante); mira con más que ironía las novedades industriales, eróticas, comerciales y teosóficas; busca el fresco nacionalismo de los tipos-antitipos y las carnavalescas sensaciones concretas (los términos máscara y carnaval son básicos en sus escritos), a la vista, palpables en todos sus desfiguros. No asombra entonces que gran cantidad de las sátiras del modernizador y civilizador Prieto se dirijan precisamente contra los preciosos ridículos que se andaban modernizando y civilizando demasiado y al dos por tres.
No ama solamente una patria ideal, límpida y eficiente proyectada al futuro, sino su astrosa patria real de todos los días. Si el modernismo comienza en los hijos literarios de Prieto, vuelve nuevamente a él para terminar, con su gran nieto López Velarde: la novedad de su patria es precisamente la vuelta a la narrada por Prieto. Fuensanta era una Duquesa Job que recobraba el gusto por ser poblana (o jerezana) de enagua roja. Desde el tremendo examen de conciencia de la cultura mexicana moderna que ejerce López Velarde durante las desdichas de la Revolución, se ha vuelto cíclico el regreso de nuestras modernidades fallidas a ciertas arcadias de rusticidad bravía; a cada cierto tiempo, vuelve la nostalgia por Astucia (Luis G. Inclán), por Los bandidos de Río Frío, por las Memorias de mis tiempos...

4
Leemos en el siglo XXI la refundación de la literatura (y aun de los registros del habla) modernos de México que ocurrió desde los albores del XIX. En el valiente código bronco, de cronista conversador y romántico, antiparnasiano y antiacadémico, a caballo entre el nuevo periodismo hispánico de Mesonero Romanos y Larra y las novelas folletinescas de Sue (¡y hasta Paul de Kock!), Dumas, Balzac, sin perder del todo los resabios “polkos” -el patriota Prieto tuvo su perejilito de polko- de un país sacristanesco y militarote, ranchero e iletrado, añorando la conversión del púlpito virreinal en la tribuna constituyente (a la manera de Lizardi o Ramírez) y de las letrillas devotas o chismosas de la lírica dieciochesca en la poesía folklórica.
Prieto buscó el alma popular en romanceros a la manera del tradicional español, pero también en letrillas de opereta cómica y en sonetos o cuartetas didácticas y fabulescas herederas de la literatura ilustrada hispánica, abundante en la prensa periódica, devota y comercial del siglo XVIII. Una cultura moderna de autodidactas con escasa y menesterosa escolaridad (alguna clase en sacristías y colegios particulares, algunas becas nimias en San Juan de Letrán o Minería, muchas discusiones engoladas en academias y liceos, muchos poemas memorizados en calendarios y almanaques devotos): así se formaron los estupendos ministros de Hacienda, de Gobierno y de Justicia; los legisladores intrépidos, los novelistas renovadores, los pedagogos de nuevo cuño y los poetas modernizadores.
Ramírez, Prieto y Payno sabían, desde luego, que en Europa y los Estados Unidos prevalecía una literatura más refinada, que conocían y admiraban (hay bastante crítica literaria contemporánea en los 32 tomotes); admitieron que su misión y su estilo consistían, por el contrario, en recuperar las musas callejeras, las escenas del México astroso y convulso, los cromos un tanto naïves (desde el punto de vista actual) de una cultura cívica que todavía conservaba resabios y sonoridades de la sacristanesca. Reconoció el magisterio fundador de Lizardi y de Bustamante (a quien defiende contra los denuestos de Alamán en alguno de los prólogos a sus romanceros) y siempre conservó cercanía con los perfiles, que recupera tan minuciosamente, de Quintana Roo, Calderón y Rodríguez Galván.
En cierto sentido, con Guillermo Prieto empieza nuestra tradición cultural moderna de manera conciente y deliberada: reconoce y recupera como maestros a sus antecesores, lo que éstos no pudieron hacer: Lizardi, Bustamante, Quintana Roo, Alamán, Mora, Carpio, Pesado, “el gran Heredia”, Calderón, Rodríguez Galván no contaron con grandes mentores; conforma una ecléctica pandilla más o menos romántica y liberal que no excomulgaba del todo a los conservadores ni a los bucólicos, pandilla que retomará Altamirano en El Renacimiento; y decide permanecer en el país, a pesar de las órdenes supremas de don Porfirio, como maestro y abuelo extravagante de dos o tres generaciones nuevas y muy latosas: Revista azul, Revista moderna...
En Prieto tenemos pues: habla, conversación, paisaje, sensaciones, imaginación, juego, panorama social, entusiasmo y regusto en la-vida-de-todos-los-diablos-del-peor-de-todos-los-siglos, en el que se habían volcado, como chaparrón en destartalada vecindad, todas las calamidades: derrumbes del orden español, de la cultura clerical, de la paz social; continuas guerras civiles e internacionales; corrupción interna laberíntica y explosiva, extrema precariedad en todos los órdenes precisamente cuando se trataba de treparse por asalto, y sobre la marcha, al ferrocarril de la modernidad industrial.
Tenemos también un temple recio, de quien sabe mascar rieles y veranear en tempestades, con toda la risa (sobre todo las bromas a costa de uno mismo), y un formidable talento para apreciar con todo entusiasmo los detalles y nimiedades de la vida cotidiana, como si fuesen paraísos que compensan del largo apocalipsis menesteroso: los chiles rellenos, los chismes, los garabatos de la caricatura, los pulques, las anécdotas, el humor negro transformado en no sé qué de sonrisilla casi infantil, con una especie de inocencia salvaje, de anticipación fauviste que se quiere ranchera y campirana, con cierto regusto beato y mocho (ya sabemos que nuestros matacuras fueron supercuras laicos). Prieto no pocas veces al charlar jocosamente, también predica, y se muere de risa ante el esperpento de su propia predicación. Sospecho que cuando se burla de cierto aire clerical de que había quedado impregnado su tenorio amigo Payno desde la infancia, está también guiñándose socarronamente al espejo. A ratos, en su crítica de las “malas costumbres”, el liberal Prieto resulta, como Lizardi, más estrecho y espantado que los viejos curas, lo que termina conformándolo como un esperpéntico autor regañón digno de su extravagante reparto.
No nos asombre que en Prieto y Payno (como en ciertas páginas de Altamirano y Riva Palacio) se haya logrado lo que las generaciones más cultas y desahogadas del siglo XX simplemente no consiguieron: la recuperación literaria del habla, del panorama social, de las costumbres y de la vida cotidiana de su tiempo, del elenco nacional multitudinario -toda una comedia trigarante- y de su propio perfil autobiográfico. Ese estilo prevalecerá. Está en Azuela, en Vasconcelos, en López Velarde; incluso a mediados del siglo XX, Juan José Arreola buscará ese tono en muchas de sus recuperaciones pueblerinas, como La feria.
Narradores de finales del siglo XX pedirán inspiración a la musa callejera y coloquial: Elena Poniatowska (Hasta no verte, Jesús mío), José Agustín (Se está haciendo tarde. Final en laguna), Luis Zapata (El vampiro de la colonia Roma). La inspiración de la desordenada prosa coloquial de Prieto (más afortunada que la de sus poemas, y que la oratoria de El Nigromante) goza de cabal y saludable actualidad casi dos siglos después.

5
Las Memorias de mis tiempos se instituyen como duradero paradigma de la recuperación del habla, del espíritu-del-tiempo y del paisaje social mexicanos, y como inalcanzable prodigio de la reinvención de uno mismo a través de la autobiografía: sólo encuentro en el Vasconcelos de Ulises criollo un ímpetu de construcción de un yo literario semejante (aunque éste ya algo menos libre, ya uncido por un Mito-de-Superhombre).
Su continuación (una continuación previa: ¡medio sigo anterior!, siguiendo los jocosos oximorones de Prieto, pues la publicó desde 1857), Viajes de orden suprema -el relato del viaje que debió realizar, sobre todo en los pliegues del mapa de Querétaro, exiliado por Santa Anna a causa de sus artículos periodísticos, representa un gran aliento del cronista de viajes que asimismo dejó testimonios valiosos de otras regiones del país y de sus visitas a los Estados Unidos. En algún momento la farsa se materializa, y el villano mayor de toda la comedia, el tirano Santa Anna, quiere apalear ahí mismo al escritor que lo fustiga.
Estos dos gruesos tomos reúnen la más eficaz expresión de Prieto para el gusto contemporáneo y han recibido considerable atención del público en las últimas décadas. Se diría que entrambos -Memorias de mis tiempos, Viajes de orden suprema- conjuntan la mayor parte de su obra perdurable (son títulos señeros de toda la literatura nacional). Esta antología, que sigue la edición de las Obras completas de Boris Rosen Jélomer, ha procurado ofrecer una selección abundante de ellos.
Hay que enfatizar la belleza de la noveleta Memorias de Zapatilla (en las “Charlas domingueras” del 12 de septiembre al 10 de octubre de 1875), en la que con todas esas armas guasonas, naïves, fauvistes y coloquialismos incluso en laberintos verbales, narra episodios de la toma de la ciudad de México por el ejército norteamericano.
Importa recalcar que la notable revaloración que Prieto, Payno, Riva Palacio y Altamirano han recibido en las últimas décadas coincide con un saldo atrozmente deficitario para sus relucientes sucesores del siglo XX, que pretendían haberlos enterrado por obsoletos y anacrónicos: la mayoría de los llamados narradores, poetas e ideólogos de la (post)revolución, por ejemplo, o los autores de cosmopolitismos urbanos y decadentes de temporada (temporada Milagro Mexicano, temporada Auge Petrolero, temporada Ya-llegamos-al-Primer-Mundo, temporada Pura-Crisis). Los patriarcas rústicos resultaron más ricos y durables de lo que nadie suponía. Se apolillaron antes los pretensiosos, los resabidos y los redichos, los demasiado precipitada y extremosamente modernizados. Al parecer, al menos en prosa, los primitivos románticos también le han ganado la batalla incluso a muchos sus estilizados sucesores modernistas. Sólo la prosa de Gutiérrez Nájera y de Amado Nervo ha alcanzado una recuperación semejante.
¿Qué debe revisarse del resto de la enorme acumulación hemero-bibliográfica? La mitad de esos 32 tomos está conformada por textos especializados de economía, política, discursos, cartas, manuales de divulgación o pedagogía, siempre limpios e interesantes, siempre algo improvisados, que seducen poco al lector de intereses literarios y se ofrecen más bien como archivo al estudioso de su tiempo y de Prieto en cuanto personaje público. Por lo demás, con frecuencia Prieto pierde la mitad de su energía en escritos poco lúdicos; casi ni se le reconoce en sus textos de autor-serio, cuyas ideas nunca difieren de las expuestas en sus crónicas. Hizo bien en resistirse al almidón, la depuración, la etiqueta y el tono sofisticado: lo habría perdido todo. Sabemos que tal era su consejo a Payno: -¡No te me perfecciones, hermano; sigue dando lata tal y como incorregiblemente eres!
Otros seis tomos recopilan sus mil y un poemas, muchos bastante largos, como sus numerosos “romances históricos” que se propusieron, un tanto abusivamente, relatar con una versificación algo fácil, programática, de receta, a veces más bien mecánica, los episodios de la historia patria, de la “historia de bronce”. Esa historia patria romanceada de Prieto no está necesariamente mal, pero abruma por su sobreabundancia y su sobrefacilidad; se trata del mismo material de sus Lecciones de historia patria (escritas para los cadetes del Colegio Militar), que ya había reelaborado industrialmente en todo tipo de géneros y ocasiones, pero ahora versificado con velocidad de improvisador que se transforma en monotonía.
Fue empero una pedagogía exitosa: los romances históricos se usaron muchísimo en las aulas, se reprodujeron en libros de texto -incluso en los textos gratuitos de la segunda mitad del siglo XX- y millones de niños los declamaron, y fueron importantísimos para la cristalización de la “historia de bronce” que se consolidó en el Porfiriato y reciclaron los gobiernos del PRI. Es todavía la historia patria que vivimos, toda vez que los revisionismos históricos recientes han mostrado escasa aptitud artística y se han resignado a meros espacios políticos, mediáticos y académicos. Comparte no pocos vicios y virtudes con la otra gran empresa de divulgación política de la historia nacional: el muralismo.
Pero no engañaba a nadie: no aspiraba a reediciónes. Prieto se repite mucho porque escribe para la publicación (o recitación) inmediata y olvidable, casi sin memoria de lo que ya ha escrito y publicado antes: muchos versos e incluso títulos se reiteran una y otra vez como si los textos semejantes anteriores jamás hubieran existido. En cierta manera no existían. Se escribía y publicaba para el día presente. Casi se pedía al lector o al escucha que, por favor, no recordara nada: que todo ocurriera de nuevo por primera vez. No es otra la actitud de los soneros que improvisan coplas -siempre más o menos las mismas: de eso precisamente trata el són- a cada rato. Prieto codiciaba en cada poema al lector fresco.
Cualquiera de esos romances históricos se deja leer bien solo, varios abruman, el santoral completo irrita y, por otra parte, se enfrentan no al público devoto de las gestas heroicas de su tiempo, optimista y esperanzado, sino a una sociedad ahora extremadamente fatigada de la propaganda política. Nada señala, desde luego, que no puedan regresar, destino frecuente de los poemas de tema heroico en todo el mundo. El trovador siempre canta bien y cuando desafina es porque le gusta desafinar, le parece insulsa tanta servidumbre al solfeo.

6
Hay una voluntariosa vocación juglaresca en Prieto y en Payno. En cierta manera era otro bohemio, no hacia las drogas, prostituciones, decadencias, exotismos y preciosismos de “sus muchachos” modernistas (todo mundo fue alumno de Prieto), sino hacia la rusticidad y la precariedad de sus viejos tiempos: en 1890 añoraba, cultivaba, las rusticidades, despropósitos, barbaridades e incurias de 1830, cuando todavía no se habían inventado ni los fósforos y todos los fumadores debían tener su braserito prendido a la mano todo el día; o de 1855, cuando ya había perdido la fe religiosa...
Era a su modo otro lion incroyable en su desaliñada, pero rebuscada, rusticidad y en su acrisolada virtud a pesar de sus innumerables bromas. Los modernistas, que dizque no se escandalizaban ya con vampiros ni con misas negras, sí se escandalizaban, y mucho, con la facha y el beligerante anacronismo de Prieto, casi frailecito astrosísimo al final, él, ¡el único monumento vivo y presente de toda la historia de broncel! ¡Cómo le gustaba lucirse como pobretón, perdedor, mero aficionado, algo disparatado, basurita! Si tal era el final del mayor de los ídolos, ¿qué les esperaba a los principiantes? Se chismeaba que Prieto más bien chocheaba o se hacía el loco. Que sufría el snobismo del autopobreteo y del autoninguneo... Fue deporte nacional de los modernistas burlarse de su tan querido viejito: Valle-Arizpe seguía muerto de risa cuando describía tal figura hacia 1940.
La poesía de Guillermo Prieto sin embargo sigue estando en debate, pues todavía no se ha decidido que su musa romancesca, callejera, sentimental o satírica, que para el canon romántico era perfectamente legítima -como lo sanciona el elogio supremo de Marcelino Menéndez y Pelayo-, deba ser desterrada para siempre en obediencia a los códigos poéticos posteriores más restrictivos, del simbolismo o la poesía pura, que a su vez naufragaron ya hace mucho tiempo...
Sigue habiendo habla y canto, humor y panorama en ella; incluso ofrece no escasos puntos de contacto con la poesía vanguardista de Valle Inclán, Alberti, García Lorca, Neruda, Huerta o Sabines y del neorromanticismo coloquial de buena parte de la poesía en lengua castellana de la segunda mitad del siglo XX, que como el propio Prieto, recobran los moldes del romancero y de la poesía de tipo popular para elaborar su nueva expresión culta y personal. Así, por ejemplo, León Felipe y los poetas cancioneros o chansonniers (a la manera de Prévert) de 1950... ó 1970 ó 1990 recordaban a Guillermo Prieto.
También ha dejado de imperar el criterio algo escolar y parnasiano de que los poemas satíricos, las canciones, las coplas, los epigramas, los juguetes verbales o cualquier especie de corridos o cuentos en verso sean necesariamente poesía menor o no-poesía: mera prosa-en-versitos: Ahora todo es (puede ser) poesía, como en la juventud de Prieto. Sospecho que siempre el mejor poeta Prieto es el que sobre todo se divierte, y que su mejor poesía está en las letrillas juguetonas... pero bastante decentes. El terrible Prieto siempre era un buen-muchacho: ahí residía su espanto particular, en que nunca tomaba el partido del diablo. Resultaba siempre incombatible y terminaba seduciendo a los mismos enemigos y víctimas de su pluma. Este supremo comecuras es poeta imprescindible en cualquier poemario guadalupano, por ejemplo. En su caso, como en el de Ramírez, la biografía también importa para el disfrute de la obra, pues la dota de una poderosa credibilidad que es consustancial con su acento.
Quedarían como “problema” para el antólogo, pues, unos ¡ocho poderosos tomos! de prensa miscelánea, generalmente periodística, de ensayos y crónicas, cuadros de costumbres o apuntes de viaje, de calidad e interés bastante parejos, entre los que es difícil elegir. Casi todo ese abundante material podría ser antologado y resulta algo azaroso, en consecuencia, el criterio de selección. Siempre habrá lectores que echen de menos tales o cuales artículos o crónicas específicos, o que, por el contrario, aleguen que tal texto ya demasiado establecido se parece muchísimo a otros diez, entre los cuales alguno parecería más fresco o variado que el consagrado.
Ciertos autores han considerado que el Viaje a los Estados Unidos, “Los San Lunes de Fidel” (supuestamente los ocios alegres del vago, pues en lunes ni las gallinas ponen, pero asimismo un guiño a la columna literaria más importante del mundo: los Lundis de Sainte-Beuve) o las “Charlas domingueras” conforman parte del mejor Prieto, conjuntos tan compactos y apreciables como las Memorias de mis tiempos o de los Viajes de orden suprema, mientras que otros prefieren no privilegiarlos sobre el resto abundante de su escritura periodística, y rebuscar la frescura de los textos azarosamente olvidados o dispersos. Su estudioso norteamericano Malcolm D. McLean estimaba especialmente el Viaje a los Estados Unidos... un pequeño viaje ¡de dos tomazos!
En cierta manera, fuera de aquellos dos grandes títulos unánimemente acatados, la antología de la prosa miscelánea de Guillermo Prieto sigue en construcción y en debate, no porque tenga debilidades sino, al contrario, por la abundancia de sus textos rescatables, de los que puede seguirse enriqueciendo la narrativa y el periodismo actuales. Opino que siempre deben combinarse con las dos obras maestras que fueron compuestas deliberadamente como libros mayores y centrales, y que estructuran ulteriormente todos sus demás escritos.
Lejos de quedar superada la discusión en torno a Prieto, que Alfonso Reyes quiso concluir hace más de medio siglo con la fórmula diplomática, que también se aplicaría a otros liberales-románticos como El Nigromante (el menos afortunado actualmente en la recuperación estética, que no política ni ética, de todo el grupo), de personajes con gran importancia histórica y obras de escasa importancia literaria -verdaderos próceres y no verdaderos artistas-, nos encontramos con que su escritura, en apariencia frágil, callejera y momentánea, resiste al tiempo y se impone a los cambios de modas, ideas y gustos. Todos los cronistas socarrones han encontrado sus relucientes novedades precisamente en el baúl del tatarabuelo: lo mismo González Obregón que Artemio de Valle-Arizpe y Salvador Novo, hasta los actuales, y no pocos bloggeros.
Buena parte de ese material disperso era prácticamente inaccesible antes de la edición de las Obras completas, cuando los lectores sólo podían recurrir a unas cuantas antologías breves, casi todas muy semejantes entre sí y provenientes de la fundadora de Luis González Obregón: Prosas y versos (Cultura, 1917), al grado de que parecían calcadas unas de otras. Durante su vida no se recopilaron en forma de libro muchas obras lúdicas o periodísticas en prosa de Guillermo Prieto -aunque los artículos sin embargo se reeditaban generosamente en las más diversas publicaciones periódicas-, sino sólo poemarios y títulos técnicos, políticos o pedagógicos. Viajes de orden suprema alcanzó a publicarse pero no circuló, pues casi todo el tiraje se destruyó en un incendio en la propia imprenta. Durante un siglo, Prieto sobrevivió felizmente parapetado en las Memorias de mis tiempos.

JOSÉ JOAQUÍN BLANCO,
DIRECCIÓN DE ESTUDIOS HISTÓRICOS, INAH.

domingo, 14 de diciembre de 2008

La novela mexicana 1978-2007. Comentario a la encuesta de Nexos.

LA NOVELA MEXICANA EN LAS DÉCADAS DEL ENTRETENIMIENTO PURO
por José Joaquín Blanco

A la memoria de Alejandro Meneses
1
Los géneros artísticos y literarios suelen ser entidades supersticiosas, menos producto del arte o de la literatura que de la política, del mercado o de la academia; y hasta del mero desvarío: v. gr.: el “arte conceptual”, ¡como si existiera alguna expresión -incluso un mero chiflido- desprovisto de concepto!
Lo único que existe en literatura son textos (y hasta rollos meramente orales). Ése es el único género real: los textos. Que no tienen por qué ser más o menos inspirados, más o menos útiles, más o menos cultos o bellos, por expresarse en verso, prosa o diálogos; o por ocuparse de tales o cuáles asuntos, o con tales o cuáles estrategias. La literatura puede (o no) saltar por cualquier parte.
Rescato una anécdota de mis años escolares: En la hermosa y renovadora novela española El Jarama (1956), de Rafael Sánchez Ferlosio, fueron muy celebrados, incluso más que la obra misma, su arranque y su cierre enigmáticos: breves estampas de paisaje, entrecomilladas y anónimas. Se las consideró trucos o caprichos de autor. Eran citas (que nadie descubrió), y el autor tuvo azorada y honradamente que explicar en una “nota a la sexta edición” (Ediciones Destino), que se trataba de meras descripciones geográficas escritas por un científico de buena pluma un siglo atrás: el profesor Casiano de Prado en su Descripción física y geográfica de la Provincia de Madrid (1864).
En épocas no demasiado remotas la épica, la oda, la fábula y el apólogo, la parábola, el epitalamio y los sermones o discursos, los oratorios y las plegarias, los memoriales y las doctrinas (y hasta los laberintos, acrósticos, anagramas y palíndromos) eran más reputados que cualquier otro tipo de escritos.
O bien los ensayos o artículos “ilustrados” sobre asuntos útiles a la comunidad y dirigidos al Bien Común (v. gr.: Feijoo, Alzate, Bartolache, Lizardi, Larra, Mesonero, El Nigromante) constituían la Cumbre Literaria. Alguna vez la mejor literatura mundial se llamó Las vidas de los poetas, Cartas inglesas, Diccionario Filosófico, Enciclopedia, Teatro Crítico Universal; y entre nosotros: Revistas de Literatura, Mercurio Volante... Eran prosa miscelánea, artículos. (Sus sucesores ahora se ven despreciados como relleno periodístico, aunque no suelen ser peores que las petulantes fotos, gráficas o monitos que los acompañan, lo único que en realidad importa a los cibereditores actuales).
Los dos últimos siglos han parecido menospreciar y hasta olvidar esos antiguos géneros, tan estimulados antes por la Corte, la Iglesia; los salones, los colegios y las universidades, la prensa, los clubs, la milicia; y ensalzar otros que no eran, pero para nada, tan estimados: la poesía, el relato (especialmente la novela) y el teatro. Diderot escribía muy en serio los artículos (que por lo demás muchas veces ni siquiera firmaba, ya que constituían literatura muy peligrosa), y sólo como simples guasa, vituperio o didactismo filantrópico, las novelas y los melodramas. Este auge de la Poesía, la Novela, el Teatro coincide con el crecimiento de la prensa popular y de las clases medias. De hecho, Altamirano consideraba la novela como un mero género didáctico para el público ignorante, inmaduro e incapaz de lecturas arduas; conforme ese público se elevara, el medio vulgar de la novela se volvería innecesario... Algo semejante podrá decirse del teatro y de la poesía anteriores al Modernismo. No resultaban pues “descuidados y superficiales” por torpeza o ignorancia de sus autores: simplemente no parecía necesario (ni útil) trabajarlos tanto como los estudios, los ensayos e incluso los artículos y los discursos.

2
La poesía, la novela y el teatro modernos tenían no sólo estilo y aspiraciones diversas, sino que la propia sustancia difería: el realismo, el sentimentalismo, la confesión (incluso mentirosa) personal. Y la decisión de no ser meros juegos jocunda y evidentemente artificiosos, artísticos (como si lo habían sido las comedias y los autos españoles de los Siglos de Oro y las obras de Molière y Racine), sino “la vida misma”, o incluso algo-más-grande-que-la-propia-vida: La comedia humana, Oliver Twist, Los miserables, La leyenda de los siglos, Hojas de hierba, La guerra y la paz, Los hermanos Karamazov, Los Rougon-Macquart, En busca del tiempo perdido...
De hecho, estos nuevos criterios de novela, teatro y poesía reprobaron modelos venerados durante siglos (como Ariosto, Tasso, Sannazaro; Rabelais, Jorge de Montemayor, Góngora, Lope) y reivindicaron obras censuradas o marginadas (sobre todo Cervantes y Shakespeare, frecuentemente mal entendidos, abanderaron esta nueva apreciación de las artes como calcas o magnificaciones de la Realidad, del Sentimiento, de la Confesión, de la Personalidad).
Desde finales del siglo XVIII un público creciente (en el que empezaba a preponderar la gente no demasiado rica, culta ni aristócrata -aunque tampoco tan pobre, tan ignorante ni tan desnombrada-; y entre ella, sobre todo las muchas mujeres recientemente semiempancipadas y semialfabetizadas, seguidoras de Madame de Stael y de George Sand), buscó en poemas, novelas y melodramas los alimentos espirituales y sensuales que antes se exigían a las doctrinas, las plegarias, los sermones, los memoriales, los epistolarios, los oratorios, la épica, las crónicas o historias, los ensayos y los tratados. El fenómeno añejo en todo el mundo, y sólo reciente en México, del boom de las mujeres como autoras exitosas, coincide con esta transformación de la cultura y del gusto digamos populares. (Nuestros encuestados, por cierto, no favorecieron ahora demasiado a las señoras.)
Un buen punto de flexión sería Voltaire (o Diderot, o Rousseau, o Goethe), en quienes advertimos todavía el culto privilegiado por los géneros añejos, a la vez que el inicio (a ratos receloso, guasón, indeciso) de los nuevos. Ahora pensamos en Voltaire sobre todo por sus cuentos, que son obra zumbona de vejez, y no tanto por su larga, valerosísima, inteligente, escritura de combate, “filosófica”, como se decía entonces (cuando la filosofía era más bien ideología o periodismo que arideces logarítmicas y logogríficas): lo seguimos leyendo sobre todo por sus ingeniosas diversiones narrativas, en las que ni siquiera nos importa ya tanto la sustancia teórica o la moraleja (como la crítica del optimismo de Leibniz en Cándido) cuanto su jocunda invención. Hay quien cree conocer bien todo Voltaire porque se rió bastante con Cándido... ¡que sin duda le resultó menos ingenioso e iconoclasta que Los Simpson!
Cuando le preguntaron a Adolfo Bioy Casares qué título libresco escogería, en el caso de que se le desterrara con sólo un autor a una isla desierta, respondió rápidamente: “Las Obras de Voltaire”. “¿Sólo Voltaire?” “Bueno, son 75 tomos”. Voltaire (o Goethe) como ejemplo señero de la copiosa literatura multiforme que se aboca a todos los géneros y no idolatra ninguno. A todas las escrituras. Textos.
A André Gide le pidieron que señalara “diez novelas francesas” para semejante exilio en la isla desierta, pero reportaron en la prensa que “los diez libros del mundo” que Gide se llevaría a la isla antológica serían esos. Protestó de inmediato: “Me pidieron sólo novelas francesas; en caso de escoger mis diez libros favoritos, ninguno sería novela... y sólo dos (Montaigne, Racine) serían franceses”.

3
Estos tres nuevos géneros de impacto popular moderno: poesía, teatro, novela, desde un principio se encontraron en una situación conflictiva. O atendían a las ideas tradicionales del arte retórico y literario (para no hablar de imperativos estéticos), o atendían a su público “masivo” inevitablemente chirle. Algo así había ya ocurrido en el Renacimiento-Barroco (cuando Lope de Vega, por ejemplo, aconsejaba quebrantar todas las reglas del arte para agradar al “necio” e iracundo “español sentado” en un corral de comedias, cascando nueces).
Desde entonces encontramos la curiosa paradoja de novelistas, poetas y dramaturgos adrede, metódicamente, antiliterarios (quienes, sin embargo, también a ratos escribían “bien” para sí mismos, para los selectos -los happy few de Stendhal- o para la, je, posteridad), a fin de agradar y/o adoctrinar a su público.
Ya no un decálogo teórico, ya no paradigmas estéticos o filosóficos, sino una masa de lectores imponía la norma. Ya se insinuaba aquello de que “el cliente (o el lector, o el comprador de libros, o el editor, o el gerente de ventas) siempre tiene la razón”.
En estos tres géneros empezaron a competir las normas clásicas con la sensibilidad burguesa o popular; el conocimiento con el entretenimiento; el buen idioma con la amenidad episódica o el efectismo verbal. Empezó a ocurrir que los escritores más “eficaces” resultaban los peores en el sentido estético y aun retórico o académico. Flaubert atronaba contra la tontería de la “poesía” de Béranger... a la vez que fracasaba en sus intentonas de imitar a Alejandro Dumas hijo como dramaturgo popular: sus obras de teatro fracasaban en la escena.
En cada uno de esos tres géneros, sus autores más populares lanzaron sus gritos, a ratos destemplados, de radical independencia... a veces sumamente irónicos. Balzac y Hugo, autores tanto de la mejor como de la peor escritura de su tiempo, encontraban que la calidad de sus obras debía confrontarse con la prueba del público, y no siempre con las teorías ni con las retóricas. La novela, la poesía, el teatro no debían tanto ser Literatura -a final de cuentas la literatura es todo, absolutamente todo lo escrito-, sino principalmente eso: Novela, Poesía, Teatro efectivos.
Si había que insistir en efectos melodramáticos o truculentos, en sensiblería, en fatuidades y superfluidades, en chismes y boberas deliberadas; en trucos chuscos de mero entretenimiento bajo, en simplonerías y oportunismos, ¡pues bienvenido todo ello!: precisamente esos ingredientes hacían que la novela, la poesía y el teatro fueran eso: Novela, Poesía y Teatro reales, y no escritos ilegibles (e ileídos) para la mayor parte de la sociedad. El supuesto gusto del público.
Digo “supuesto” porque el público muchas veces ni idea tiene de lo que quiere: admite sólo lo que más se exhibe en el aparador, a falta de otra cosa: lo echa robóticamente a su carrito de súper y termina por tirarlo a la basura. Habría que revisar, en cualquier parte del mundo, el tenebroso destino, a muy pocos años y aun a meses de distancia, del 90 por ciento de los bestsellers y de las novelas laureadas, del hit-parade de las canciones; de las telenovelas y reality shows de gran rating; de los óscares, goyas y arieles... y de los candidatos electorales anodinos que de repente “llenan plazas”, je, en sus mítines y “avanzan” en las encuestas.
Desde entonces, y hasta la fecha, tales autores (y compositores, dramaturgos, cineastas) tienen una sola Crítica Fidedigna: su cuenta de banco. Aunque la vanidad, como la carne, siga siendo débil, y alguna vez asistimos al desfiguro de una autora sumamente exitosa, Laura Esquivel, que pretendió “poner en su sitio”, así: de literata a literato, en la revista Proceso, a un autor que, pobrecito, no vendía tanto: nada menos que Juan José Arreola. Las ganzúas del éxito comercial por lo visto no abren todas las puertas. Pobres ganzúas. Pero ni falta que les hace. Y al revés, el valor estético e intelectual incuestionable de los escritos de Arreola no impidió que su lanzamiento como Estrella-letrada-de-televisión resultara más bien patético.
Desde luego, siempre hubo pequeñas tribus inconformes que insistían en la pureza y el rigor de su arte. No siempre han logrado su ambicionada victoria póstuma. Sólo en muy contados casos el nuevo público ha abolido el gusto del viejo, y ha conferido a los Desdeñados una reivindicada popularidad extemporánea. La mayoría de los dandys exquisitos también resultaron muy malos escritores. Hasta peores (amaneramiento, pedantería, extravagancia, esoteria). La mera aspiración a la pureza, a la exquisitez, a la extravagancia y al no-éxito tampoco aporta garantía alguna. Lo más frecuente y saludable es olvidar tanto a los exitosos como a los desdeñados. Perduran poquitos y no siempre los mejores: también la posteridad será municipal y espesa. Ninguna generación soporta una Babel de antiguallas.

4
Emancipadas, prepotentes, la Novela, la Poesía y el Teatro -para enmayuscularse- dieron por burlarse y odiar a la Literatura con mayúscula, que quedaba así como ociosidad de críticos y “retores” (término de Alfonso Reyes). Entre menos literato fuese, más ganaba un autor como Novelista, Poeta y Dramaturgo. Al diablo pues la Literatura. Borges le dijo a Bioy: “Las novelas son para entretener, pero sólo indirectamente vinculan a su autor con el resto de la literatura” (Bioy Casares: Borges, Buenos Aires, Ediciones Destino, 2006, p. 187).
La novela era pues mucho más que la mera literatura: era en ella misma una nueva realidad cultural, era La Novela. La Gran Novela. The Great American Novel. La Gran Novela de Singuilucan. Y lo mismo La Poesía (que acaso empezó a decaer sobre todo por la competencia de los diversos tipos de canción industrial o comercial de los cabarets, la radio, los discos) y el teatro (que dejó de ser arte efusivo de muchedumbres con la aparición del cine). ¿Cómo iba Lugones a competir con los letristas de tangos? ¿Cómo podría competir Pellicer con los letristas de boleros? ¿Qué poeta moderno podía aspirar -en cuanto gusto popular- a codearse con los Beatles, con los Rollings?
Seguimos en esta misma situación en buena parte del mundo, aunque se diría que todo el peso de esta nueva no-literatura ya no recae tanto en la poesía o el teatro -que han dejado de ser muy populares desde hace décadas-, sino exclusivamente en la Novela. ¡Oh, los bestsellers, los laureados, los (auto)publicitados! La novela sería así no sólo la principal no-literatura, sino un más-allá-de-la-noliteratura, la Doradísima Noliteratura; y en todo caso lo que el gran público sí lee (o al menos, sí compra; y de lo que sí se habla en la tele). Lo que sí llega al carrito del súper.
-¿Eres escritor (o literato) y no escribes novelas? ¡Qué sinsentido! -apuntó, insidioso, Macufleto.
Repuso Chinchomón:
-Soy escritor y literato precisamente porque abomino de los novelones.
Aunque nuestra literatura moderna ofrece algunas novelas interesantes, hasta un puñado de títulos memorables en más de un sentido, no podríamos decir que México sea un país que se haya distinguido precisamente por sus novelas, ni siquiera en el mero ámbito ibérico (donde hubo algún Eça de Queiroz, algún Machado de Assis, algún Pérez Galdós, algún Leopoldo Alas “Clarín”). Nunca.
Sudamérica ya tenía sus diez o quince novelas superiores (digamos Amalia, de José Mármol; las novelas-en-verso sobre los gauchos, de las que el Martín Fierro, de José Hernández, sólo es la culminación; una notable abundancia de brasileños; María (Isaacs), Don Segundo Sombra (Güiraldes), La vorágine (Rivera), Doña Bárbara (Gallegos), etc., cuando en México se seguían considerando pomposamente, como “novelas nacionales”, según el paso de las modas, El Periquillo Sarniento, El Zarco, Santa, La vida inútil de Pito Pérez...
En novela, nuestro primer gran grito de guerra fue Los de abajo (1915), de Mariano Azuela, que gustó primero en el extranjero mientras parecía repugnar a los lectores locales; y que dio lugar a un divertido malentendido: se la utilizó, cuando su fama internacional ya era inescapable, para exaltar la Virilidad Revolucionaria contra los dizque “proustianos” Contemporáneos... ¡Precisamente los Contemporáneos fueron quienes dieron la lucha por Los de abajo en este país y hasta la llevaron pioneramente a la escena!
Sin embargo, el segundo gran grito de guerra, también detestado originalmente aquí y que hubo que admitir por su peso internacional, El águila y la serpiente (1928) y La sombra del caudillo (1929), de Martín Luis Guzmán, fue vilipendiado por algún desastroso miembro de ese mismo grupo (Ortiz de Montellano) como acaso un mero oportunismo libresco de la violencia y la demagogia...
De cualquier modo, no hubo buena crítica literaria nacional sobre las novelas de Azuela y Guzmán durante casi medio siglo (¿la hay ahora?): sus mejores críticos fueron (¿son?) extranjeros. No sé de ningún ensayo importante de Reyes, de Contemporáneos ni de Paz sobre ellos...
Los propios novelistas no se ponían de acuerdo. El mayor de todos, tanto por las dimensiones de su obra como por algunos (muchos) aciertos particulares, Mariano Azuela, pretendía que sólo importaban las novelas reputadas como pésimas o como no-novelas: defendió a capa y espada, contra medio mundo, Los bandidos de Río Frío, de Payno, un jocundo y descarado folletín; y llamó a José Vasconcelos, quien en rigor era más bien un político, un ideólogo o mitólogo, un filósofo, un autobiógrafo, “nuestro mayor novelista” y a Ulises Criollo (1935) lo calificó como “nuestra mejor novela”. ¿Por qué a Proust le toleran los profes que novele su autobiografía y a Vasconcelos no?
A mediados del siglo XX, en la euforia y la demagogia del “nacionalismo revolucionario” (PRI), iniciada por el éxito internacional del muralismo, se pretendió que de la misma manera que había existido una “pintura de la revolución”, existía ya una “Novela de la Revolución Mexicana”. Se publicaron compilaciones de novelas “revolucionarias”; y hasta del cuento y del teatro “de la Revolución Mexicana”... Era un asunto obligatorio en la enseñanza de las letras en todas las escuelas del país desde, al menos, secundaria. Llegué a memorizar en la escuela “generaciones de narradores de la Revolución Mexicana” como genealogías bíblicas.
Al mismo tiempo, apareció un puñado de autores más estrictos en el sentido estético, que quisieron depurar de rusticidades un género de tal importancia política e introdujeron modernidades estilísticas europeas y norteamericanas; fueron acogidos con exaltación, por esta “sublimación estética”, modernizadora, del macabro género del relato de nuestras matanzas rancheras: Al filo del agua (1947) de Agustín Yáñez, Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo; y en menor medida, algunos títulos (injustamente postergados) de Mauricio Magdaleno y de José Revueltas.
Si una encuesta como la que ahora intenta NEXOS se hubiera hecho (algo se encontrará en las hemerotecas) en los años cincuenta o sesenta, sin duda las novelas de Yáñez y Rulfo habrían obtenido cifras contundentes; al canon de esas Dos Supernovelas Mexicanas acababan de sumarse La región más transparente (1958) y La muerte de Artemio Cruz (1962) de Carlos Fuentes. Épocas de relumbrón en que lucíamos todo un pókar de ases.

5
Al parecer, el nuevo siglo es más escéptico y vario.
Falta, claro, el Gran Tema. Después del tema de la revolución, ¿hubo pintura mexicana? Después del tema de la revolución, ¿hay novela mexicana? (Hasta en la poesía se trató de uncir el asunto de la revolución, o al menos del patriotismo y del nacionalismo, a la obra de Ramón López Velarde.) Los estudiosos y los críticos dirán que sí la hay: que el arte siempre es otra cosa. El público dirá que no y que los críticos siempre rebuznan (cosa por lo demás frecuentemente comprobable). Temas supletorios como la modernidad y luego la “postmodernidad”; el urbanismo, el feminismo, la marginalidad, la crisis, el crack, el desierto, la frontera, la emigración a Estados Unidos, no han logrado aún mayor resonancia novelística. Ha corrido acaso con mejor suerte el regreso a épocas anteriores a la revolución: el imperio, el santannismo, el iturbidismo, el virreinato...
El estremecimiento nacional (que, siempre hay que recordarlo: en principio tuvo como principal credencial el éxito extranjero; los reconocimos aquí porque afuera ya eran muy reconocidos) de Rivera y de Orozco; o de Azuela, Guzmán y Rulfo, no parece encontrar sucesores. (Tal vez, para saber cuáles son nuestras mejores, je, novelas recientes ¡habría que encuestar a estudiosos y lectores extranjeros!) Que, por favor, nos pasen el tip.
Pero sin la peculiaridad, excentricidad o pintoresquismo revolucionarios, sin ese toque espeluznante, nuestras tramas pudieran resultar al gusto ajeno, demasiado parecidas a las de cualquier parte del mundo. Cuando decae la pólvora decae el mexicanismo internacional y nuestros meros episodios novelados “sin pólvora” son los que asimismo se encuentran, más o menos, en muchos otros países rezagadones. “Con pólvora” también: narcos, mafiosos, caciques, guerrillas. De modo que resulta quimérico esperar mucho de las simples tramas, los episodios, las alusiones a la “vida real” y el color local.
Es un hecho que varias novelas mexicanas que lograron en estos treinta años atención internacional (Gringo viejo, de Carlos Fuentes; Morir en el Golfo y La guerra de Galio de Héctor Aguilar Camín; Como agua para chocolate, de Laura Esquivel; Tinísima, de Elena Poniatowska; Arráncame la vida, de Ángeles Mastretta; diversos títulos “negros” de Paco Ignacio Taibo II; Guerra en el paraíso, de Carlos Montemayor, etcétera) de algún modo seguían aludiendo a la revolución o a sus secuelas y paralelos (cristeros, indigenismo, cacicazgos, facciones de crimen-política, guerrilleros, los saldos de la revolución-hecha-gobierno).
Nuestra fácil peculiaridad temática ya está muy vista. Y ciertos sucesores temáticos: guerrilleros, narcos, caciques o pandilleros matones, Neotiranos Banderas, etcétera, todavía la imitan demasiado. Incluso el color local, el folklore, las costumbres exóticas, son famosas en medio mundo desde la época de Azuela (y de Payno). A la larga, el mero expediente de “novelar” la página roja o los expedientes de procuraduría ha resultado casi siempre banal.
La nueva vida dizque occidental, desarrollada, urbanizada, pequeñoburguesa, no ha logrado entre nosotros mejores historias que en otros países pobres o semipobres. A ratos hasta se antoja irónica la modernidad supersónica (“literatura del mal”, Nouvelle vague, antinovela, experimentales erotismos parisinos en Coyoacán, la Zona Rosa o la Condesa, narrativa urbana) de ciertas novelas y películas clasemedieras -sus, je, “hipogeos secretos”- de los años sesenta y setenta... Who is afraid of Tajimara?
En buena hora. Conformamos un país más vario y complejo. No sería raro que la ausencia de títulos “icónicos” recientes refleje simplemente nuestros enormes desórdenes y confusiones actuales. Nuestro pasmo ante el presente. Nuestra propia incredulidad ante nuestros propios días. ¿De veras estamos viviendo nomás todo esto, nomás en estos ruinosos, estancados panoramas? Y se abusa de cierta nostalgia poco convincente -es notable el obsesivo reciclaje de añejos personajes pintorescos-históricos en la “novela” reciente-, como la tele sigue abusando todos los domingos de tantas películas de Pedro Infante de hace más de cincuenta años. ¿Alguien andará escribiendo una “desmitificadora” novela sobre la Corregidora y sus recetas de cocina?
Y así como la poesía decayó en el fervor popular desde la muerte de Amado Nervo (cuyos mejores herederos, sugirió alguna vez José Emilio Pacheco, fueron Agustín Lara y los letristas de boleros), otras actividades artísticas que entremezclan la cultura y el entretenimiento, el arte y el mercado, la belleza y la ramplonería se advierten en un equilibrio inestable. Ni gustan tanto al público ni a las (ahora muy conjeturales) “minorías ilustradas”. Con estos ojos que han de roer los gusanos he visto a tribus de seminalfabetas tratar de descifrar misterios egipcios y mayas, a Séneca, el Pentateuco, el Apocalipsis y hasta a Hermes Trimegisto, los “evangelios” de Magdalena y de Judas; mientras sínodos de supercubiculares semidoctores pitagorizan sobre el El Santo, Chespirito, Chabelo y El Huracán Ramírez... Que dizque “sabiduría profunda”; que dizque “cultura popular”...
¿Para qué entonces una semiliteratura de superentretenimiento en la época del cine, del video, de los multimedia? ¡Ya existe el Entretenimiento Puro, sin dizque artes, sin dizque letras! Entrémosle sin miedo al entretenimiento-sin-más, al entretenimiento ponchis-ponchis. ¡No lo toques más, que así es el ponchis!
Sin embargo, tampoco han aparecido en estos años un gran cine, una gran televisión o una gran radio de entretenimiento-puro exitosos. Puras manipulaciones del mercado, olvidables al día (o al segundo) siguiente, y hasta de inmediato y por anticipado. Vaya usted a las tiendas de DVDs o a los beneméritos puestitos de clones de video: prevalecen las películas de El Santo. ¡Ni siquiera hemos logrado mayor éxito en la pornografía: seguimos prefiriendo las xxxxx extranjeras!
No se puede entonces argüir poco fervor nacional por la novela (o la poesía, o el teatro) nacionales en virtud del fervor nacional por nuevos géneros ya integralmente industriales, ya Entretenimiento-puro-supertecnológico-y-globalizado. Hasta llegaríamos a la paradoja de que, por el contrario, Xavier Villaurritia y Juan Rulfo nos resultan contemporáneos de los crooners Jorge Negrete y José Alfredo Jiménez.
También en cuanto Superentretenimiento lo mejor está en el pasado, ya medio siglo atrás -cónstatelo usted mismo de inmediato entre las ventas de los puestitos de clones de video o de música-: ¿de veras hemos producido -en cualquier género, por cualquier medio- algo que nos entretenga o nos divierta más que Ahí está el detalle, El baisano Jalil, El rey del barrio, Los tres huastecos -desde luego, sobran títulos de Pardavé, Cantinflas, Tin Tan y Pedro Infante para escoger-, El esqueleto de la señora Morales, Las señoritas Vivanco? ¿Hemos compuesto mejores canciones industriales -directitas para la radio y los discos- que las dizque “rancheras” de José Alfredo? (Nada menos ranchero que una canción “ranchera”: El “caballo blanco” de su corrido era un ford: José Alfredo compuso el corrido de su fordcito blanco... ¡para las disqueras, el cine, la radio y la tele!) ¿Nuestros corridos de narcos se comparan con los de Heraclio Bernal y los revolucionarios? ¿Alguna radionovela reciente -si es que todavía se usan- alcanza el empuje de la de Chucho el Roto? ¿Se ha inventado durante los últimos cincuenta años algún albur que no hubiesen usado Palillo o Resortes? La decadencia es la decadencia es la decadencia es la de...

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Quizás no estaría de más recordar, para el público más joven, que en los años cincuenta del siglo XX se decretó “la muerte de la novela” y que esa teoría devino dogma universal durante al menos dos décadas: años de las “antinovelas”, cuando Barthes señalaba que había antinovelas del siglo XIX, como Paludes (Gide); y podríamos añadir: del XVIII: Tristam Shandy (Sterne), Jacques el fatalista (Diderot); sin mayor contradicción mundial que la excentricidad del boom latinomericano (una alucinación que, al parecer, sigue privando en los novelistas bisoños).
Si creemos en el mercado, la novela goza de cabal salud, mientras que muchos de sus enterradores (especialmente europeos) vanguardistas se han desleído un tanto. En cambio, si comparamos el efecto en el público de los más importantes novelistas recientes con el de sus antecesores (Balzac, Dumas, Hugo, Dickens, Flaubert, Tolstoi, Dostoyevski, Mann, Proust) la veremos como un medio notoriamente disminuido (hubo -Those were the days!- sus excepciones: Carpentier, Onetti, Rulfo, Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa.)
Lo que no necesariamente representa una tragedia. Ante la aparición de nuevos medios de entretenimiento, diversión, didactismo y propaganda, la Novela, otrora Reina de la Cultura-Entretenimiento (épocas del romanticismo y del realismo) se ha dirigido a otros rumbos. Sea como fuere, la novela -pese a sus clamores mercadotécnicos y publicitarios, sus premios y becas, sus congresos- ha regresado a la odiada esfera artística de simples minorías librescas. ¡Bienvenida! Los ámbitos pequeños, exigentes, apasionados son más reales que las enormidades abstractas, virtuales o mercadotécnicas. Desde luego: las élites también disparatan.
Tal es mi primera lectura de esta encuesta, en la que aparecen favorecidas obras muy estimables (y generalmente reconocidas como tales desde su aparición) dentro de un conjunto muy heterogéneo. Pese a todo, hay una minoría de lectores y opinadores que gusta de la buena escritura, de la inteligencia y del humor fino. Creo empero que se ha olvidado demasiado a algunos autores que ya han muerto (Augusto Monterroso, Sergio Galindo y Jorge Ibargüengoita están notoriamente subrepresentados), o han callado; que llevan años sin hacer ruido. En esta digamos cultura-del-ruideral-puro, quien no se autopromociona a gritos todo el tiempo, ni vende ni es recordado. Ya decía Oscar Wilde que el desmemoriado público sólo recordaba la “última obra” de un autor... y si esa “última obra” apareció o se representó hace varios años, pues ya ni siquiera ésa.
También pudiera ocurrir que los clamorosos éxitos tempranos de ciertos autores opacaran a sus títulos posteriores: sería el caso del silencio que ahora parece cernirse en torno a los dueños de la narrativa mexicana de ayer: Carlos Fuentes, Elena Poniatowska y José Agustín, quienes empero siguen vigentes en todas las librerías.
La buena novela mexicana (es decir, la que se estima, la que se recuerda, ¿la que se relee?), desde hace ya un buen rato ha empezado a aspirar a otras cosas que a entretener. Y pese a la tramoya industrial, vuelve a acomodarse -y cada vez más- en el ámbito del arte (y de la retórica, y de la crítica), por minoritario y débil que luzca, y menos en los aparadores de los consensos populares o publicitarios. Los novelones ponchis-ponchis configuran una mera ganga de supermercado y su competencia verdadera no debe buscarse en otros libros, sino en los reality shows y en las telenovelas.
Muchas de las novelas recordadas en esta encuesta (y no sólo las más favorecidas por los votantes) muestran, en efecto, admirables logros intelectuales, verbales y estéticos. Variedad temática extrema. Pluralidad de tonos, de gustos, de ambientes, de caprichos... Ya no hay uno ni dos Méxicos, como se afirmaba hasta hace pocas décadas, sino innumerables panoramas... En varias priva la buena escritura. Buenas intenciones no nos faltan, pues... de aquellas con que se dice están empedrados los caminos del infierno y de otros sitios inconvenientes, pero más acogedores. Tampoco están ausentes ciertos disparates, ciertos caprichos.
Advierto, sin embargo, con la “sonrisa depravada” de López Velarde, la ausencia o el pobreteo de muchas novelas tan artificialmente ensalzadas en su momento, cual candidatos electorales de paja, en tanto bestsellers o joyces y prousts y manns y kafkas locales durante estas tres décadas; blofeadas: premiadas, becadas, bestsellereadas, congreseadas, tesineadas. Y que en su propio delirante sobregiro ególatra encontraron el camino más expedito a la nada. ¿La indiferencia y el olvido sólo se consiguen con cientos o miles de páginas? Con el aforismo (y desde luego, con el silencio) se los alcanza primero.
Alarma un poco cierto escepticismo de los encuestados al dispersar tanto sus preferencias: ¿De veras hubo tantas buenas novelas mexicanas recientes que de plano haya que enlistar docenas? ¡Más barato por docena! ¿O por el contrario, faltaron las verdaderamente convincentes o, je, “icónicas”? ¿O más bien, quienes fallaron en su gusto y su discernimiento fueron los votantes? ¿O -alternativa mucho más probable- todavía no nos llega del extranjero el tip y el reconocimiento tan necesarios? Incluso: ¿No nos habremos acostumbrado tanto a la idolatría que nos sentimos en plena orfandad sin dos o tres íconos dorados irrecusables ante los cuales unánimemente postrarnos?
¿Habría que concluir con que “novela mexicana” es una forma menor, bastante menor, del oxímoron? Sea como fuere, algunos de los autores más favorecidos en esta encuesta ya habían logrado obra y reconocimiento importantes en 1977 e incluso mucho antes: las preferencias actuales refrendan su tenaz trayectoria. Esto no es novedad; dos ejemplos: en 1890 el diario La República y en 1938 el diario El Nacional lanzaron encuestas sobre el más popular o el mejor poeta mexicano: en ambos casos prevalecieron los autores de mayor edad y más largamente establecidos, aunque de ninguna manera malos: Guillermo Prieto le ganó a Salvador Díaz Mirón ¡como poeta! en 1890; y Enrique González Martínez ¡a todos los Contemporáneos! en 1938 (hay en El río. Novela de caballerías de Luis Cardoza y Aragón, alguna confidencia socarrona al respecto). Más que una instantánea de sus días, tales encuestas fueron una constancia de preferencias largamente sedimentadas.
Creo que durante estas tres décadas han estado ajetreando las prensas al menos unos doscientos novelistas mexicanos, algunos con tres o cuatro tabicones por década. En 1977 ya se reconocía bastante, por ejemplo, a Jorge Aguilar Mora, a Homero Aridjis, a René Avilés Fabila, a Arturo Azuela, a Emilio Carballido, a Manuel Echeverría, a Salvador Elizondo, a Sergio Fernández, a Carlos Fuentes, a Sergio Galindo, a Juan García Ponce, a Ricardo Garibay, a Elena Garro, a Luis González de Alba, a Luisa Josefina Hernández, a Hugo Hiriart, a Jorge Ibargüengoitia, a José Agustín, a Vicente Leñero, a Eduardo Lizalde, a Jorge López Páez, a Héctor Manjarrez, a José Emilio Pacheco, a Fernando del Paso, a Sergio Pitol, a Elena Poniatowska, a Gustavo Sáinz, a Juan Tovar y a Josefina Vicens, entre otros.

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Acaso algunos autores que sólo empezaron a publicar sus principales títulos después de 1977 les parecieron a los encuestados demasiado “jóvenes” -aunque ya pasen de los cuarenta o cincuenta años (o incluso hayan fallecido), y hayan escrito varias novelas- al lado de aquéllos. Me escandaliza un tanto la poca atención -o la escasa memoria- que han recibido en esta encuesta novelas como El Vampiro de la Colonia Roma y En jirones (Zapata), Violeta-Perú y Éste era un gato (Ramos), Pasaban en silencio nuestros dioses y La madita pintura (Manjarrez) y La luz oblicua y Agosto y fuga (Villegas).
Existe la edad prócer o gagá de los homenajes. Pero también las modas (“eternidades virtuales”, ¿pero dónde está el límite de lo virtual?) y sobre todo la empatía generacional, viva y polémica, de los lectores de hoy de, digamos, Héctor Aguilar Camín, Sealtiel Alatriste, Guillermo Arriaga, Rosa Beltrán, Carmen Boullosa, Roberto Bravo, Agustín Cadena, José Rafael Calva, Federico Campbell, Marco Antonio Campos, Mauricio Carrera, Gonzalo Celorio, Joaquín Armando Chacón, Luis Humberto Crosthwaite, Olivier Debroise, José Dimayuga, Álvaro Enrigue, Laura Esquivel, Guillermo Fadanelli, Jesús Gardea, Sergio González Rodríguez, Mario González Suárez, Margo Glantz, Mario Huacuja, Vicente Herrasti, Bárbara Jacobs, Ethel Krauze, Hernán Lara Zavala, Patricia Laurent, Guadalupe Loaeza, David Martín del Campo, Ángeles Mastretta, Dante Medina, Élmer Mendoza, Alejandro Meneses, Silvia Molina, Carlos Montemayor, Ignacio Padilla, Jaime del Palacio, Pedro Ángel Palou, Eduardo Antonio Parra, José María Pérez Gay, Aline Petterson, Francisco Prieto, María Luisa Puga, Armando Ramírez, Rafael Ramírez Heredia, Agustín Ramos, Luis Arturo Ramos, Francisco Rebolledo, Cristina Rivera Garza, Bernardo Ruiz, Iván Ruiz Gazcón, Alberto Ruy Sánchez, Daniel Sada, Severino Salazar, Sara Sefchovich, Enrique Serna, Javier Sicilia, Ignacio Solares, Pablo Soler Frost, Paco Ignacio Taibo II, Gerardo de la Torre, David Toscana, Álvaro Uribe, Xavier Velasco, Paloma Villegas, Juan Villoro, Jorge Volpi, Heriberto Yepes, Luis Zapata... entre los muchos nombres que el lector encontrará o echará de menos en la larga nómina que arroja esta encuesta de NEXOS.
¿Y por qué desdeñar la larga, diversa e interesantísima colección de cuentistas que ha recopilado la editorial Joaquín Mortiz en sus varios tomos de antologías anuales? ¡Cuántas novelas parecen simples cuentos engordados adrede, como gansos! ¿Y los poemas, dramas, comedias, canciones, fábulas, apólogos, aforismos, máximas, caracteres, collages, parodias, imitaciones, tradiciones, prosas de humo, apuntes, sketches, crónicas, cosas vistas, cartones, aguafuertes, esperpentos, greguerías, cuadros de costumbres, ensayos, letrillas, cartas, diarios, memorias, diálogos... y los infinitos tenaces de la “varia lección” y la “varia invención”?
Varias “novelas” -incluso entre las más mencionadas- utilizan las latosas convenciones de trama, je, episodios, personajes y suspenso como simples pretextos para muy diversos juegos verbales: para una verdadera ensalada de géneros. Alguna dizque con metro. Se diría que lo mejor de ellas es precisamente ese juego verbal o textual (Lo No-novelístico, je), e incluso sus disparaderos ensayísticos. Sólo la babelización del término permite denominarlas “novelas”.
-¡Viva la Novela-total! -exclamó Macufleto-, celebrando Noticias del Imperio y Crónica de la intervención. (Sabemos de buena fuente, sin embargo, que Macufleto jamás terminó de leer ninguna de las dos. ¿Las comenzó? ¿Disertará en consecuencia sobre el noticioso “imperio del arte” en Del Paso, y sobre la cronicada “intervención francesa” de García Ponce?)
-Me gusta que los autores de El desfile del amor y de Las batallas en el desierto cultiven varios géneros -reviró Chinchomón.
El lector pudiera, a su vez, jugar a su propia encuesta personal, olvidándose un tanto de géneros, prestigios, éxitos y mercados: ¿qué textos mexicanos recientes le han parecido más inteligentes y mejor escritos; cuáles le han provocado nuevas preguntas y valoraciones frente a la realidad y frente a sí mismo; cuáles lo han mejorado; cuáles quiere conservar y releer pronto?
-¿De veras prevalecerían los novelones? -sugiere, insidioso, Chinchomón-. ¿Tengo que votar sólo digamos por las novelas de Fadanelli y no también por sus ensayos y cuentos? ¿No hay relato en su prosa discursiva; sus personajes narrativos no discursean? ¿No se puede, de una vez, Todo Fadanelli, Todo Zapata, Todo Aguilar Camín, Todo Pacheco, Todo Poniatowska, Todo López Páez...?
-Ya serían seis votos totalizadores -ripostó Macufleto.
-¿Y si en lugar de títulos les exorno capítulos numerados a los relatos, crónicas y prosas misceláneas de Luis Miguel Aguilar, de Rafael Pérez Gay y de Héctor de Mauleón, y las llamo “novelas”, no se vale? ¿De veras algunas “novelas” encomiadas se atienen a una forma o a una estructura más estrictas?... Y si a un ensayote se le antepone, lo que en realidad está implícito, “Menganito pensaba que...”, ¿no es ya, en rigor, toda una novela? Más que tramas, infinidad de “novelas”, ¿no se limitan a registrar biografías, anécdotas, opiniones, ires y venires, decires y pensares; y hasta lo no hecho, lo no dicho y lo no pensado: la corriente caótica del subconsciente y los sueños locos...? Esto de los géneros, como se ve, es todo un manicomio o al menos la casa del jabonero -prosiguió inalterable Chinchomón-. Echo de menos “Las peripecias, decires, berrinches y trepidaciones de Gil Galmés”... ¿Y entonces qué hago con las comedias (existen las novelas dialogadas) de José Dimayuga o con los blogs de Bernardo Jáuregui? ¡Uh, qué cuadrados! ¡Ya los quisiera ver etiquetando como novela o no-novela Los nombres de Cristo, de fray Luis de León (novela o no, una de las tres o cuatro cumbres de la prosa castellana de todos los tiempos); o ciertos relatos de Lope, de Quevedo o de Gracián; o Los sirgueros de la Virgen (Bramón), Los infortunios de Alonso Ramírez (Sigüenza y Góngora) o La portentosa vida de la muerte (Bolaño) y hasta el Nican mopohua (apariciones guadalupanas) dizque de Antonio Valeriano o de Miguel Sánchez (a vuestro gusto: partidarios de O’Gorman o De la Maza), ¡que, además, son mexicanas!
-Lo breve, si breve, ¡dos veces breve! -trepidaría Bustos Domecq-, aludiendo a Las batallas en el desierto y a Elsinore.
-¡Pero, por piedad: no les cuenten las palabras! -aconsejó Macufleto, conciliador y benévolo-. Hay manuales que dividen los géneros con meros criterios aritméticos: las novelas debieran presentar al menos digamos 300 mil caracteres, digamos unas 150 cuartillas! Estipulan que las obras menos palabreras serían meras nouvelles, récits, contes, short stories... pero no romans, novels.
-Nimia cuestión de manuales.

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Sólo quisiera añadir que si, salvo tres o cuatro casos, a mi gusto, se advierte cierta decadencia tanto en la novela como en la poesía y en el teatro contemporáneos, no se puede deber a la mera culpa de sus autores (que la tienen). Hay también complicidad de los lectores, que han degradado el oficio del lector; abdicado del entusiasmo, del gusto, de las exigencias y los estándares superiores, indispensables. Y confundido en sus lecturas lo pésimo con lo mediocre, lo mediocre y/o farolón con lo excelente, y hasta declarado simpaticón y folklórico lo chusco y lo baboso. Para no hablar de la no-lectura entre clasemedieros dizque ilustrados: ¡la tenaz no-lectura de los “letrados”!
Y sobre todo complicidad de la crítica literaria de varias décadas, que se ha entregado a la mera grilla y a la propaganda; al chismorreo y al cotorreo, al tráfico de favores recíprocos; a las perezas mafiosas y académicas, a la inanidad sonora de evacuar tesis, ponencias y tratados exclusivamente para el currículum y los puntajes de escalafones y “méritos académicos”.
Si en algunos géneros pudiera hablarse de cierta decadencia, en la crítica literaria tendríamos que declarar el derrumbe y la pérdida totales, de las que no escapa desde luego este artículo. Curiosamente, la poca buena crítica de la novela mexicana reciente la han escrito por lo general ¡los propios novelistas! Y lo mismo podría señalarse de la crítica de la poesía y del teatro.

jueves, 11 de diciembre de 2008

MIS TOP TEN DEL TEATRO MEXICANO DEL SIGLO XX

MIS TOP TEN DEL TEATRO MEXICANO DEL SIGLO XX

Los hit parades siempre han estado de moda; incluso hay una aplicación en los blogs para que cada quien enumere sus preferencias de lo que sea…Releyendo estos días el Teatro completo de Rodolfo Usigli, por pura curiosidad, me sorprendieron dos cosas, 1) que algunas de sus obras fuesen mejores de como las recordaba, y 2) que toda su prosa resulte bodriesca: este aspirante a ser el George Bernard Shaw mexicano vociferaba masacotes fatuos –por ahí afirma que El Gesticulador “llegó más lejos” que las obras conjuntas de Azuela, Vasconcelos y Guzmán…-, arbitrarios y voluntaristas, al modo de un Roberto Blanco Moheno…

No es muy diferente, en su teatro, contra lo que se dice, del de Villaurrutia y Novo: sus diálogos son tan de etiqueta, tan literarios, tan “escritos” como los de éstos; su diferencia es una ocasional superioridad en la composición (que sin duda se reflejó en sus puestas en escena) y un evidente interés por cronicar las actualidades de la política y de la historia (Carlota, Cuauhtémoc, la Virgen de Guadalupe, los políticos posrevolucionarios) y no sólo las intimidades de una clase media de salón (aunque mucho hay en Usigli de “medio tono” y de cenas en casa de sus familias, muy parecidas en factura verbal a la de aquellos “estetas”)…

Se me ocurrió ensayar mis top ten del teatro mexicano del siglo xx (sólo el ilustrado, para excluir por principio a Basurto, a Chespirito y a La señora presidenta), aunque desde la muy lateral perspectiva de la lectura, pues las puestas en escena que privaron en las últimas décadas eran monopolizadas por el estrellismo efectista de directores, actores y demás circenses del “espectáculo”, en detrimento del texto, y que flojera recorrer el DF para soplarse las genialidades de los directores…

Los top ten de mi teatro mexicano, “sólo siglo xx, ilustrado y leído” serían, pues:

1. Xavier Villaurrutia: Invitación a la muerte
2. Sergio Magaña: Los signos del zodiaco
3. Elena Garro: Un hogar sólido
4. Rodolfo Usigli: El Gesticulador
5. Salvador Novo: La guerra de las gordas
6. Jorge Ibargüengoita: El atentado
7. Vicente Leñero: Los albañiles
8. José Dimayuga: Afectuosamente, su comadre
9. Emilio Carballido: Yo también hablo de la rosa
10. Elena Garro: Felipe Ángeles

Si incluyera una 11 sería también de Elena Garro: El árbol…

lunes, 1 de diciembre de 2008

LOS AÑOS VEINTE DEL SIGLO VEINTE

LOS AÑOS VEINTE

(Capítulo del libro La literatura mexicana del siglo veinte, coordinado por Manuel Fernández Perera; FCE, 2008).
por José Joaquín Blanco

Salvo raras excepciones, como los primeros relatos revolucionarios de Mariano Azuela, la década de la Revolución Mexicana fue vista por la cultura mexicana con azoro e irrealidad, como un limbo. México había quedado desligado del exterior por la guerra mundial, y desvertebrado por sus propias convulsiones. Prosiguieron, fiadas a su rutina, las normas finiseculares del modernismo simbolista y del realismo pintoresco.
En los mismos periódicos donde la modernidad del siglo XX atronaba con noticias de la guerra, de modas, de inventos, de tecnologías, seguían prevaleciendo los espíritus de Rubén Darío, Amado Nervo y Enrique González Martínez.
Debe recordarse que de los 15 millones de habitantes que tendría México en 1920, apenas si un 20 por ciento podían leer; y que se podían contar apenas por escasas centenas a los lectores interesados en asuntos generales y en el gusto establecido (el tono francés finisecular) y en escasas decenas a quienes preocupaba una cultura nueva, moderna, acorde con su tiempo.

RAMÓN LÓPEZ VELARDE
El nervio más excéntrico de principios de los años veinte fue el poeta jerezano Ramón López Velarde (1888-1921): el modernismo de Darío y de Nervo pero ya herido por el escepticismo, el humorismo y la angustia de Lugones y de Baudelaire.
Rompía límites: su lírica era cómica, y sus farsas verbales verdaderas confesiones íntimas. La comicidad provenía en gran medida de la adjetivación y de las rimas chuscas aprendidas de Lugones, y exageradas por López Velarde, pero también del uso y del abuso de las situaciones, personajes y perfiles cotidianos o prosaicos en el poema.
Su lira escandalosa no dejó desde un principio de insinuar una autenticidad coloquial: parecía, por fin, que nuestra poesía hablaba “en mexicano”, es decir en el lenguaje de calles y aldeas, y no en un abstracto lenguaje de cultura, de parnasos y símbolos.
Sus poemas y sus ensayos son críticos. Desnudan la pobreza y la rusticidad de nuestra realidad. No hay olimpos, dioses, ninfas y palacios de malaquita, sino primas, seminaristas enamorados y desesperados, sacristanes que caminan con su perro, muchachos y muchachas en el calendario pueblerino, con sabores de alacena y costumbres de familias rancheras.
Pronto avanzan sobre todos los demás temas la angustia y el fervor eróticos, en el nuevo paisaje de las ciudades pecaminosas y envilecidas por las guerras y sus miserias. El placer se vuelve espanto y experiencia rayana con la muerte.
Su lugonismo le aumenta originalidad: la mera voluntad de juego, de pirueta, de travesura con el Diccionario de la rima, de Lugones, alcanza en el poeta mexicano un tono ambiguo y angustiado.
El criollismo exaltado del argentino produce en el mexicano, que vive tiempos difíciles, un nacionalismo de la pobreza y de la modestia, que canta a las cosas más sencillas y cotidianas como si fueran las únicas incapaces de traicionar, de mentir, de prostituirse.
Una especie de minimalismo de principios de siglo describe sus reivindicaciones de la vida provinciana y de la poesía cívica, como su célebre “Suave Patria” (1921). Había publicado en su breve vida La sangre devota (1916) y Zozobra (1919). Son póstumas El minutero (1923), prosas; El son del corazón (1932), poemas.
La extrema originalidad, la novedad del estilo lopezvelardiano se volvieron pronto moda y epidemia: tonos y asuntos provincianos y nacionalistas, y un lenguaje irónica o sarcásticamente vernáculo.
Dos poetas mayores que López Velarde decidieron, con gran fortuna, convertirse en sus émulos y seguidores, al menos durante esa época: José Juan Tablada y Francisco González León (1862-1945), autor de Campanas de la tarde (1922).
Escribió López Velarde en “El retorno maléfico” (Zozobra):

Mejor será no regresar al pueblo,
Al edén subvertido que se calla
En la mutilación de la metralla.

Hasta los fresnos mancos,
Los dignatarios de cúpula oronda,
Han de rodar las quejas de la torre
Acribillada en los vientos de fronda.

Y la fusilería grabó en la cal
De todas las paredes
De la aldea espectral,
Negros y aciagos mapas,
Porque en ellos leyese el hijo pródigo
Al volver a su umbral
En un anochecer de maleficio,
A la luz de petróleo de una mecha,
Su esperanza desecha.

Cuando la tosca llave enmohecida
Tuerza la chirriante cerradura,
En la añeja clausura
Del zaguán, los dos púdicos
Medallones de yeso,
Entornando los párpados narcóticos
Se mirarán y se dirán: “¿Qué es eso?”

Y yo entraré con pies advenedizos
Hasta el patio agorero
En que hay un brocal ensimismado,
Con un cubo de cuero
Goteando su gota categórica
Como un estribillo plañidero.

Si el sol inexorable, alegre y tónico,
Hace hervir las fuentes catecúmenas
En que bañábase mi sueño crónico;
Si se afana la hormiga;
Si en los techos resuena y se fatiga
De los buches de tórtola el reclamo
Que entre las telarañas zumba y zumba;
Mi sed de amar será como una argolla
Empotrada en la losa de una tumba.

Las golondrinas nuevas, renovando
Con sus noveles picos alfareros
Los nidos tempraneros;
Bajo el ópalo insigne
De los atardeceres monacales,
El lloro de recientes recentales
Por la ubérrima ubre prohibida
De la vaca, rumiante y faraónica,
Que al párvulo intimida;
Campanario de timbre novedoso;
Remozados altares;
El amor amoroso
De las parejas pares;
Noviazgos de muchachas
Frescas y humildes, como humildes coles,
Y que la mano dan por el postigo
A la luz de dramáticos faroles;
Alguna señorita
Que canta en algún piano
Alguna vieja aria;
El gendarme que pita...
...Y una íntima tristeza reaccionaria.

ENRIQUE GONZÁLEZ MARTÍNEZ
Enrique González Martínez (1871-1952) prosiguió su modernismo simbolista, austero y moralizante: fábulas de buena conducta y depuración espiritual, a lo largo de la guerra revolucionaria, sin dejarse tocar por ella –aunque como periodista fuese un hombre de ideas políticas duras, especialmente antimaderistas-, y a lo largo de los años veinte.
La limpieza, la claridad y el gusto moral de sus poemas lo mantuvieron vigente hasta al menos los años treinta, cuando se constituyó en el patriarca bueno (el malo era Tablada) de la poesía nacional.
Sus libros de esos años: Silenter (1911), Los senderos ocultos (1911), El romero alucinado (1923), Las señales furtivas (1925).
Fue maestro de métrica, dicción y pureza expresiva para varios de los más importantes miembros de la generación de Contemporáneos. Escribió en Los senderos ocultos:

Cuando sepas hallar una sonrisa
En la gota sutil que se rezuma
De las porosas piedras, en la bruma,
En el sol, en el ave y en la brisa;

Cuando nada a tus ojos quede inerte,
Ni informe, ni incoloro, ni lejano,
Y penetres la vida y el arcano
Del silencio, las sombras y la muerte;

Cuando tiendas la vista a los diversos
Rumbos del cosmos y tu esfuerzo propio
Sea como potente microscopio
Que va hallando invisibles universos,

Entonces en las flamas de la hoguera
De un amor infinito y sobrehumano,
Como el santo de Asís, dirás hermano
Al árbol, al celaje y a la fiera.

Sentirás en la inmensa muchedumbre
De seres y de cosas tu ser mismo;
Serás todo pavor con el abismo
Y serás todo orgullo con la cumbre.

Sacudirá tu amor el polvo infecto
Que macula el blancor de la azucena;
Bendecirás las márgenes de arena
Y adorarás el vuelo del insecto.

Y besarás el garfio del espino
Y el sedeño ropaje de las dalias...
Y quitarás piadoso tus sandalias
Para no herir a las piedras del camino.

ALFREDO R. PLACENCIA
Sacerdote pobre de pueblo, Alfredo R. Placencia (1875-1930) escribió sus personales querellas con el Creador en libros de gran patetismo y sinceridad religiosos. No es un místico, sino un creyente convincente y ardoroso, angustiado: en 1924 aparecieron tres libros suyos: El paso del dolor, Del cuartel y del claustro, y sobre todo El libro de Dios. Así le reza a su “Ciego Dios”:

Así te ves mejor, crucificado.
Bien quisieras herir, pero no puedes.
Quien acertó a ponerte en tal estado
No hizo cosa mejor. Que así te quedes.

Dices que quien tal hizo estaba ciego.
No lo digas; eso es un desatino.
¿Cómo es que dio con el camino luego
Si los ciegos no dan con el camino?

Convén mejor en que ni ciego era,
Ni fue la causa de tu afrenta suya.
¡Qué maldad, ni qué error, ni qué ceguera...!
Tu amor lo quiso y la ceguera es tuya.

¡Cuánto tiempo hace ya, Ciego adorado,
que me llamas, y corro y nunca llego...!
Si es tan sólo el amor quien te ha cegado,
Ciégueme a mí también, quiero estar ciego.

RAFAEL LÓPEZ
Una postrimería modernista, con mayor fuerza que profundidad artística, más sonora y exterior, se presentó en Rafael López (1875-1943), un poeta que se alejó de vaguedades y ensoñaciones introspectivas y declaró afanosamente que, para él, “el mundo exterior existe”.
Tal es la estética de su libro más célebre: Con los ojos abiertos (1912). Fue cronista en la década de los veinte: Prosas transeúntes (1925).
Escribió en “Tejed guirnaldas las rosas bellas...”:

La ruta es negra y breve... Medita, peregrino
Que ambulas en los antros dantescos de las penas,
Sobre la voz panida del dístico leonino,
Y deja que en sus grupas te lleven las sirenas.

Ten matinal la risa y ten alegre el vino
Para que grato encienda la sangre de tus venas.
Los néctares del beso te harán casi divino
Cuando en tu boca estallen como las uvas plenas.

La ruta es negra... Rasga los tenebrosos duelos
Que apagan la infinita sonrisa de los cielos.
Y sécate las lágrimas amargas y furtivas.

La ruta es breve... Tiende las manos presurosas
Y ciñe, con guirnaldas de entretejidas rosas,
Los cuellos de las horas que pasan fugitivas.


JOSE JUAN TABLADA
José Juan Tablada (1871-1945) se destacó como uno de los más audaces y variados poetas modernistas del continente: El florilegio apareció en 1899-1904. Con la revolución hubo de exiliarse y cronicar para revistas mexicanas sus viajes por París y Nueva York.
Introdujo en plena época revolucionaria el culto al Japón y a los jaikais (Un día, 1919; Li Po y otros poemas, 1920), y diversas formas de vanguardias, como el lugonismo y los calligrames de Apollinaire.
Se convirtió en los años veinte al estilo irónica y humorísticamente cotidiano de su amigo y discípulo Ramón López Velarde, y a sus temas nacionalistas: El jarro de flores (1922), La feria (1928).
Se estableció en Nueva York, como librero y promotor del folklore y del arte mexicanos; escribió también relatos, ensayos, memorias. Celebró así a López Velarde:

Poeta municipal y rusticano,
Tu poesía fue la aparición
Milagrosa en el árido peñón
Entre nimbos de rosas y de estrellas,
Y hoy nuestras almas van tras de tus huellas
A la Provincia, en peregrinación.
El nuevo estilo le permitió hacer bromas del nacionalismo:

Oh gran gallo patriótico que hacéis
De todo el año un 16
De septiembre.
Vuélveme trigarante el agua, el pan,
De mi amada la frente, de la luna el fulgor,
El zodiaco y las nieves del volcán.
¡Vuélveme todo tricolor!
Cántame el himno nacional,
Mi animula gregaria alienta
Y a la zaga del General
Marcharé con mi 30-30
Más allá del bien y del mal.
Fueron especialmente célebres sus jaikais:

EL SAÚZ
Tierno saúz,
Casi oro, casi ámbar,
Casi luz...

EL MONO
El pequeño mono me mira...
¡Quisiera decirme
algo que se le olvida!


EFRÉN REBOLLEDO
Al lado de Tablada suele asomarse la figura modesta, pero muy lograda, de otro erotista y japonista: Efrén Rebolledo (1877-1929): autor de Rimas japonesas (1907), Libro de loco amor (1916), Caro Victrix (1916), Joyelero (1922).
Intentó una “prosa artística” algo arisca en Salamandra (1919) y la Saga de Sigfrida la blonda (1922).
Dice en “Tú no sabes lo que es ser esclavo”:

Tú no sabes lo que es ser esclavo
De un amor impetuoso y ardiente
Y llevar un afán como un clavo,
Como un clavo metido en la frente.

Tu no sabes lo que es la codicia
De morder en la boca anhelada,
Resbalando su inquieta caricia
Por contornos de carne nevada.

Tú no sabes los males sufridos
Por quien lucha sin fuerzas y ruega,
Y mantiene sus brazos tendidos
Hacia un cuerpo que nunca se entrega.

Y no sabes lo que es el despecho
De pensar en tus formas divinas,
Revolviéndome solo en el lecho
Que el insomnio ha sembrado de espinas.


OTROS AUTORES
Pero el poeta que verdaderamente era “famoso” y “prometía” en los años veinte resultaba otro, hoy olvidado: Joaquín Méndez Rivas (1888-1966): Los poemas estudiantiles (1922), Geórgicas (1923), Las tristezas humildes (1928) y Cuauhtémoc. Tragedia (1925), entre otras obras.
Siguiendo un poco la tradición de la prosa poética, de la viñeta artística algo desasida a la manera de Torri o Genaro Estrada, Mariano Silva y Aceves (1886-1937) buscó libros de prosa rigurosa y leve, como Arquilla de marfil (1916), Cara de virgen (1919), Animula (1920), Campanitas de plata (1925) y Muñecos de cuerda (1937).
Asimismo, Carlos Díaz Dufoo (1888-1938) escribió unos Epigramas (1927) y otras prosas misceláneas de notables inteligencia y vivacidad.
Poetas modernistas como Luis G. Urbina y Francisco A. de Icaza se mantuvieron vigentes en estos años.

JOSÉ VASCONCELOS
El José Vasconcelos (1882-1959) que conocieron los lectores de los años veinte fue en muchos sentidos diverso del que supieron las generaciones siguientes y la posteridad. No había escrito aún las memorias y otros libros y artículos que han preferido los lectores ulteriores.
Estas obras famosas son sobre todo obra de los años treinta y tienen como marco su derrota como candidato presidencial, en exilio, la imposición de un partido de Estado en México y los alineamientos y las supersticiones de tiempos de la Segunda Guerra Mundial (su fascismo, su franquismo, su antirrevolucionarismo, su antigringuismo, su ultracatolicismo de falangista español, etcétera).
El Vasconcelos de los años veinte era un filósofo apresurado, algo periodista, algo orador, con un ánimo optimista, mesiánico, propio de los fundadores de religiones y doctrinas que por entonces estudiaba, como Buda o Quetzalcóatl.
El impulso positivo, optimista, fundacional, espiritualista provenía de tiempo atrás, de la crítica que un grupo de autores jóvenes hicieron del positivismo porfirista en el Ateneo de la Juventud. Se trataba de hombres como Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Antonio Caso, el propio Vasconcelos.
Reprobaban de ese positivismo el materialismo pragmático, la insensibilidad cínica frente a la miseria y la desgracia, el culto ciego al progreso económico y técnico sin ideales espirituales.
Había un renacimiento del espiritualismo en todas las culturas de Occidente, después de décadas de positivismo (Croce, la NRF). Por otra parte, coincidiendo en ello la experiencia mexicana ante la sangrienta y destructora revolución que sumó más de un millón de muertos y arrasó con la escasa infraestructura material creada, y la experiencia europea de la Primera Guerra Mundial, surgía en muchos países un misticismo pacifista y filantrópico.
Se negaba que toda la verdad humana se concentrara en las potencias europeas modernas y se revaloraban países como la India, religiones como el budismo, épocas como el cristianismo primitivo y la Edad Media. Años de Romain Rolland, del Conde de Keyserling, de Waldo Frank, de Rabindranath Tagore, de una variedad de gurús budistas con gran éxito en Europa y el Nuevo Mundo.
Pero sobre todo aparecía la gran noticia mundial: el comunismo, triunfante en la Revolución Soviética de 1917, y que parecía en los años veinte lograr rápidos avances en asuntos de salud, alimentación y educación de grandes masas populares milenariamente explotadas y desprotegidas. En educación, el comunismo soviético se llamaba Lunatcharski.
Todas estas influencias estaban vivas y entusiastas en el Vasconcelos de los años veinte que sería periodista, rector de la Universidad Nacional, Secretario de Educación Pública; filósofo, polemista y viajero, candidato de oposición a la Presidencia de la República.
Es el espíritu de sus libros de esos años: Pitágoras: una teoría del ritmo (1916 y 1921), Estudios indostánicos (1920), Prometeo vencedor (1920), La raza cósmica (1925), Indología (1927), Pesimismo alegre (1931), Discursos 1920-1950 (1950).
Vasconcelos siempre dramatizó su pensamiento. Todos sus libros son de algún modo autobiográficos, aun sus tomos filosóficos. En los años veinte rebosaba de espíritu redentorista, patriótico, fundacional, “cósmico”, misionero (en el sentido cristiano) e incluso socialista.
Como consecuencia de su sangriento fracaso electoral, de la consolidación de un Estado autoritario en México, y del espíritu del tiempo en todo el mundo que parecía invocar la Segunda Guerra Mundial, mudó aquel espíritu solar en uno tremendamente ácido e irónico, crítico, iconoclasta, propio de un profeta indignado dispuesto a castigar a la humanidad, o al menos a su ingrato país, con el fuego.
Pero en los años veinte no se conocía a ese Vasconcelos tormentoso, sino al hombre de fuego creador, inspirado en Cristo y Buda, Francisco de Asís y los maestros populares soviéticos.
Ya vendría el castigador flamígero de Ulises criollo, La tormenta, El desastre, El proconsulado, La flama (sus tomos autobiográficos), y de ese interesante ejercicio de berrinche antinacionalista: Breve historia de México.

ALFONSO REYES
A consecuencia de las infaustas aventuras políticas de su padre, porfirista y antimaderista notorio, Alfonso Reyes (1889-1959) se exilió en España de 1914 a 1924; vivió preferentemente en el extranjero (Francia, Argentina, Brasil) hasta 1938.
Pero ese exilio no hizo sino subrayar su presencia y su influencia, como el artesano más serio del oficio literario en la primera mitad del siglo XX. Periodismo, estudios filológicos, literatura miscelánea, poesía, ensayo libre y tratado erudito, crónicas, memorias, discursos, monografías.
En su poema dramático Ifigenia cruel (1924) construye una alegoría de un país abandonado a las luchas fratricidas; en Visión de Anáhuac (1917) había querido reconciliar, en el terreno de las síntesis estéticas, la violencia entre las culturas indígena y española.
Como nunca antes en la literatura mexicana, y como nunca después, Reyes logra una estilo escrito que conversa, y una natural prosa mexicana que se sostiene en un español internacional, limpio y preciso, claro y justo.
Se trata además de un hombre que sabe ser feliz, o alegre, y su sonrisa acompaña (a veces con cierta dulzura oficial) todos sus escritos. El “Erasmo mexicano”, como le dijo Julio Cortázar, el gran sabio que eligió el ancho camino de la cultura, y con tales exigencias y logros que abanderó toda la prosa y la erudición humanística hispánicas. Borges lo acusó de haber escrito la mejor prosa castellana de todos los tiempos.
Algunos de sus libros más disfrutables y generosos pertenecen a los años veinte y treinta. Destaco sus crónicas españolas y brasileñas, sus estudios de filología y literatura españolas al lado de Menéndez Pidal, sus poemas y relatos sucintos y aéreos, su mágica parafernalia de traviesa erudición y su ambición de volver a Grecia. En ello se conjunta con su amigo opuesto: Vasconcelos. Ambos querían para su país nada menos que la experiencia de la Grecia clásica: Reyes, apolíneo; Vasconcelos, dionisíaco.
De estos años provienen títulos esenciales entre la selva profusa de las Obras Completas de Reyes: Cartones de Madrid (1917), El suicida (1917), El plano oblicuo (1920), Retratos reales e imaginarios (1920), Simpatías y diferencias (1921-1926), El cazador (1921), Huellas (1922), Calendario (1924), y diversos estudios de literatura española clásica.
Con su amigo, el dominicano Pedro Henríquez Ureña, Reyes funda el ensayo literario moderno en México, al que ambos proporcionan muchas de sus páginas estelares.
Otros eruditos, a la zaga de Reyes, se iniciaron por aquellos años, como Julio Jiménez Rueda y Carlos González Peña. Ambos fueron sobre todo maestros, autores de manuales, pero intentaron otros géneros, como el teatro y la novela.
Carlos González Peña (1885-1955) escribió una Historia de la literatura Mexicana (1928) que sigue reeditándose en el año 2000, además de un Manual de gramática castellana (1921) y de novelas como La chiquilla (1907).
Escribió Reyes en “La amenaza de la flor”:

Flor de las adormideras:
Engáñame y no me quieras.

¡Cuánto el aroma exageras,
cuánto extremas tu arrebol!
Flor que te pintas ojeras
Y exhalas el alma al sol!

Flor de las adormideras.

Una se te parecía
En el rubor con que engañas,
Y también porque tenía,
Como tú, negras pestañas.

Flor de las adormideras.

Una se te parecía...
(Y tiemblo sólo de ver
tu mano puesta en la mía.
¡Tiemblo, no amanezca el día
en que te vuelvas mujer!)

MARIANO AZUELA
Aunque narró los hechos revolucionarios al tiempo que iban ocurriendo (Andrés Pérez, maderista, 1911; Los de abajo, 1915-1916; Los caciques, 1917; Las tribulaciones de una familia decente, 1918; Las moscas, 1918; Domitilo quiere ser diputado, 1918), sus libros sólo alcanzaron la atención de la crítica y del público diez años después, durante los veinte.
Entonces se supo que había aparecido un nuevo realismo, una manera desnuda y agria de narrar la vida popular, la violencia, la miseria, la injusticia, sin la distancia parnasiana o el paternalismo moral y sentimental de novelistas anteriores.
Estos libros revolucionarios de Azuela son un crítica de la Revolución Mexicana: no la celebran, la denuncian y la sufren. Su popularismo deviene un expresionismo sin concesiones frente a las atrocidades físicas y sociales.
Durante el resto de su vida Mariano Azuela continuó narrando con ese realismo crudo, con esa expresión nerviosa y atroz, las vicisitudes de una sociedad a la que no le encontró disculpa ni solución posibles. Ya lo había hecho desde sus primeras obras porfirianas, como Maria Luisa (1907).
Durante los años veinte intenta experimentos vanguardistas propios de la narrativa europea o norteamericana: el monólogo interior, el laberinto pesadillesco urbano, los viajes al fondo de la noche de los miserables más abismales, decantados por la droga, el alcohol o la desgracia total: La malhora (1923), La luciérnaga (1932).
Mientras los pintores parecen celebrar a la Revolución Mexicana en los murales, y acercarla a la soviética, Mariano Azuela ve corrupción, degradación y sufrimiento por todas partes.
Exagera en su rol de moralista de viejo cuño, como en sus berrinches contra las mejoras sociales que van obteniendo las mujeres y los obreros sindicalizados, y que le parecen más signos de envilecimiento que de modernidad social, pero pinta con exactitud las escenas vividas o vistas en tiempos terribles, según muchas veces su propia experiencia de médico de pueblo o de la legua.
No idealizó a las masas: incluso las sermoneó en sus novelas, pero les otorgó una presencia protagónica inesperada. Que finalmente obtuvo reconocimiento mundial. El mejor Azuela está a la par de Dos Passos o Céline, de los mejores reporteros y narradores de guerra. Como éstos, había aprendido grandes lecciones en Balzac, Flaubert, Zola, Tolstoi, Galdós y otros maestros del realismo del siglo anterior.
Entre sus mejores novelas de tema no revolucionario se encuentran: Mala yerba (1909), El camarada Pantoja (1937), Nueva burguesía (1941) y La maldición (1953) y Esa sangre (1956).

MARTÍN LUIS GUZMÁN
Curiosamente, cuando se creía extinto el genio nacional era cuando estaba naciendo; paralelas a la revolución fueron las obras de Reyes, Vasconcelos, Torri, Azuela, Guzmán, López Velarde, Contemporáneos.
En la novela el éxito resultó tanto mayor cuanto más inesperado; de hecho, a lo largo del siglo se mencionará la literatura nacional en el extranjero sobre todo por los títulos de “la novela de la Revolución Mexicana”, la cual inspirará películas famosas, con imágenes tomadas del muralismo de Rivera, Orozco y Siqueiros, y de la cinematografía expresionista de Einsenstein.
Si Mariano Azuela logra la mejor representación de la muchedumbre en Los de abajo, Martín Luis Guzmán (1887-1976), más intelectual y analítico, mejor prosista, también más personalmente intencionado y deliberado, consigue los grandes perfiles individuales de los guerreros y los caudillos.
La violencia y la corrupción que asquean a Azuela, pasman a Guzmán en un delirio ontológico: lo maravillan los asesinos terribles. Tiende a trasladarlos al mito, como si fueran héroes griegos de la Ilíada, de las tragedias, o de las biografías de Plutarco. Recuerda a Homero, cronista de atrocidades sangrientas.
Sus obras maestras surgen a finales de los años veinte, a caballo entre la crónica y la ficción, la novela en forma y el entrecruzamiento de viñetas o relatos: El águila y la serpiente (1928) y La sombra del caudillo (1930).
La inteligencia, la intención intelectual y una prosa que se depura de lirismos y preciosismos modernistas rumbo a un estilo sucinto y lapidario, pero sonoro y dotado de los recursos del polemista oratorio, distinguen a Guzmán entre los novelistas de la primera mitad del siglo.
Para él la revolución es un secreto mítico a develar, y páginas suyas como “La fiesta de las balas” deben mucho de su fuerza macabra a esta intuición de un México profundo, más allá de la historia, como dentro de las sagas o rapsodias fundadoras de otras civilizaciones.
A diferencia de Azuela, Guzmán cree en la revolución, especialmente en su vertiente villista, como una refundación de la nación mexicana.
Dedicará muchos años de su vida a unas Memorias de Pancho Villa (1938-1951) que más que novela o memorias, resultan una apología del revolucionario, pero también del hombre raigal más allá de la historia: esos Hércules o Teseos que por medio de violencias indecibles fundan civilizaciones.
Nunca dejará de asombrar la simpatía, incluso la veneración del intelectual Guzmán por el elemental, violento Villa. A otros caudillos, como Díaz y Carranza, perfiló en un volumen antológico: Muertes históricas (1958).
La sombra del caudillo es su obra maestra. Abstrae de la realidad histórica la vendetta de los generales triunfadores, la repartición del poder y del país como botín castrense, y entremezcla tremendos crímenes de Estado reales en una trama ficticia, algo detectivesca.
El frío trazo de la violencia de los poderosos hiela y espeluzna. Anticipa desde México los terribles perfiles de los dictadores de la Segunda Guerra Mundial, acaso con mayor fortuna que cualquier novelista europeo frente a los Mussolini, los Stalin, los Hitler y los Franco. Todo ello dentro de un natural paisaje humano y geográfico nacional, sin folklorismos.
Entre las dos o tres mejores novelas mexicanas del siglo sin duda se encuentra La sombra del caudillo.
Durante los años treinta se volverá epidemia el género “novela de la Revolución Mexicana” creado por Azuela y Guzmán, y durará hasta fines de siglo: unas siete u ocho generaciones de “narradores de la revolución”, sin duda el ciclo más largo y voluminoso de nuestra literatura, y acaso el más afortunado, si en el se incluyen obras como ¡Vámonos con Pancho Villa!, 1931, de Rafael F. Muñoz; El resplandor (1937) y El compadre Mendoza (1933) de Mauricio Magdaleno; Tropa vieja (1943) de Francisco L. Urquizo; Cartucho (1931) y Las manos de mamá (1937) de Nellie Campobello; Al filo del agua (1947) de Agustín Yánez; Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo, Los recuerdos del porvenir (1962) de Elena Garro y La muerte de Artemio Cruz (1962) de Carlos Fuentes, entre muchas otras obras que extienden también el campo revolucionario a la guerra cristera y a la violencia en el campo, entre los indios, en los cotos provincianos de los caciques, etcétera.

INDIGENISTAS
El auge del nacionalismo producido por la revolución, y que tiene antecedentes en el modernismo y en el romanticismo, e incluso en el barroco colonial, dio lugar a una fuerte tendencia indigenista, más lírica que narrativa, en la prosa.
Esta tendencia durará todo el siglo y comprenderá nombres tan diversos como Ermilo Abreu Gómez (Canek, 1942), Francisco Monterde (Moctezuma, el de la silla de oro, 1945), Héctor Pérez Martínez (Cuauhtémoc, 1944), Miguel Ángel Menéndez (Nayar, 1942), Ramón Rubín (El callado dolor de los tzotziles, 1948), Ricardo Pozas (Juan Pérez Jolote. Biografía de un tzotzil, 1947), Rosario Castellanos (Oficio de tinieblas, 1962). Muchos otros autores, casi todos, incluyeron temas, personajes o tonos indígenas en sus obras, como Paz, Garro, Rulfo, Fuentes.
En los años veinte produjo dos pequeñas maestras: Los hombres que dispersó la danza (1929), de Andrés Henestrosa (n. 1906), que recupera vivaces mitos y cuentos zapotecos en un español diestro y convincente; y la recreación, más romántica, del mundo maya de Antonio Mediz Bolio (1884-1957): La tierra del faisán y del venado (1922).

COLONIALISTAS
De un modo no opuesto, sino complementario, a la corriente indigenista reapareció con vigor la tendencia colonialista, que trataba más que de recuperar históricamente la Nueva España, de ennoblecerla románticamente y de defenderla contra el desprecio liberal, positivista o populista de la nueva “cultura del progreso”.
Vasconcelos mandó edificar una Secretaría de Educación y otros edificios en un estilo arquitectónico que recordara la suntuosidad claustral de San Ildefonso o del Colegio de Minería. Se puso de moda adornar casas con antiguos objetos de templos o casonas, verdaderos o falsos, como estatuillas de ángeles, santos, vírgenes; baúles, biombos, pinturas.
En 1923 fue nombrado Cronista de la Ciudad de México Luis González Obregón (1865-1938), quien había editado el año anterior su obra más importante: Las calles de México. En 1909 había aparecido su México viejo y anecdótico. Croniquillas de la Nueva España se publicó en 1936.
Más agudo, irónico y literario, más moderno, Genaro Estrada escribe una colección de poemas en prosa: Visionario de la Nueva España (1921), y un relato en que satiriza a la propia moda o corriente colonialista: Pero Galín (1926).
Artemio de Valle-Arizpe (1889-1961), quien sucedería a González Obregón y antecedería a Salvador Novo como Cronista de la Ciudad, entremezcló, con más audacia que cualquiera de sus maestros, colegas o discípulos, la historia con la invención, el ensayo con el relato y aun con la broma, el lenguaje literario común con una manufactura suya de “castellano novoshispano” (la “fabla del habedes”, satirizó Estrada), llena de extravagantes y poco responsables arcaísmos.
A ratos el historiador se vuelve en él un escritor de folletín, y de hecho muchas de sus obras sobre la Colonia dieron lugar a versiones piratas en historietas, radio, televisión o cine, en las cuales vemos a una Nueva España romántica de espadachines, seducciones, amores tremendos, milagros espeluznantes. Sus obras son cuantiosas. Se inician en 1919 con Ejemplo.
Durante los años veinte vive en Europa, y escribe o planea el torrente de títulos que lo agitarán en las décadas siguientes, entre los que cabe destacar: Virreyes y virreinas de la Nueva España, 1933; El Palacio Nacional de México, 1936; Por la vieja calzada de Tlacopan, 1937; Cuentos del México antiguo, 1939; El canillitas, 1942; Calle vieja y calle nueva, 1949.
Su relato de la cortesana independentista La Güera Rodríguez (1951) fue un módico bestseller de mediados de siglo, así como sus Historias, tradiciones y leyendas de las calles de México (1959).
En poesía, el colonialismo tuvo un poeta: Alfonso Cravioto (1844-1955), autor de El alma nueva de las cosas viejas (1921).
En cierta forma pueden considerarse cercanos a esta corriente colonialista historiadores del tipo de Silvio Zavala y Edmundo O´Gorman; filólogos como los hermanos Alfonso y Gabriel Méndez Plancarte; ensayistas como Manuel Romero de Terreros, Manuel Toussaint, Julio Jiménez Rueda, Francisco de la Maza y Francisco Monterde.
Acaso el mérito esencial, desde el punto de vista literario, se encuentre en Estrada y Valle-Arizpe; pero el conjunto de todos estos autores logró represtigiar aquellos tres siglos de nuestra historia a los que, con tanta ignorancia como espíritu de partido, los positivistas habían condenado como una era de las tinieblas.
Aunque tal fascinación por la vida conventual o palaciega, por las aventuras de caballeros y damas linajudos, por los espectáculos del Santo Oficio, por los palacios de tezontle de los condes pulqueros o mineros, existe desde el romanticismo mexicano, en diversos poetas y autores dramáticos, especialmente Vicente Riva Palacio.

ESTRIDENTISTAS
Repercusiones locales del futurismo italiano y del ultraísmo español, los Estridentistas escribieron textos que adulaban la modernidad industrial y urbana del nuevo siglo, entre 1921 y 1927 (siguieron todos ellos con su estridentismo, ya exangüe, hasta la vejez).
Más tarde se ocuparon de calumniar a los Contemporáneos y a parasitar, como pretendidos izquierdistas oficiales, dentro de la nómina del PNR y diversas dependencias oficiales, en la burocracia.
Se llamaban Arqueles Vela, Kyn Tanya (Quintanilla), Germán List Arzubide, Salvador Gallardo y –el único con cierto valor literario en sus comienzos— Manuel Maples Arce (1900-1981), cuya poesía completa se recopiló a su muerte como Las semillas del tiempo.
Fueron, más que un grupo poético, una anécdota belicosa bastante lateral que sufrió la generación de Contemporáneos.

RENATO LEDUC
Ajeno a los estridentistas, pero afín en la intención de una poesía feísta, ultramoderna y “absolutamente inconveniente”, cualidades que dio también a sus artículos periodísticos, Renato Leduc (1897-1986) logró efectivamente la “estridencia” cómica, crítica o pornográfica en diversos libros, que se compendian en uno de los más claridosos: Catorce poemas burocráticos y un corrido reaccionario (1964). Publicó El aula en 1929 y Los banquetes en 1932.

CONTEMPORÁNEOS
No se llamaban ni les gustaba que se les llamara así, en honor de la revista Contemporáneos (1928-1931), que les provocó grandes problemas y enemistades internos, y que en su mayor parte fue obra poco rigurosa y algo oportunista de un solo autor: Bernardo Ortiz de Montellano, a quien los demás quisieron poco.
Su origen es más remoto y anónimo: principios de los años veinte, amistades en la Escuela Nacional Preparatoria, la colaboración en las diversas empresas editoriales de Vasconcelos, la fundación de pequeñas revistas y colecciones de libros, la improvisación de empresas teatrales, la participación conjunta –juguetona, cómplice- en páginas de diarios y revistas. “Un grupo sin grupo”, se definían; “Un archipiélago de soledades”.
Los reunió finalmente la conjura de una antología que firmó Jorge Cuesta: La poesía mexicana moderna (1928).
Estaban influidos, en un principio, por el Ateneo de la Juventud y el modernismo, por la Nouvelle Revue Française y el Mercvure de France, por la Revista de Occidente y Juan Ramón Jiménez. Pronto cada autor enriqueció sus influencias.
Fueron autores cultos, rigurosos, críticos, valientes, armados de una asombrosa rebeldía intelectual, estética y moral. Escandalizaron y se vieron perseguidos; también recibieron el asombro, la admiración y hasta (a ratos) el mecenazgo oficial.

CARLOS PELLICER
Carlos Pellicer (1897-1977) fue un poeta plenamente modernista (Darío, Díaz Mirón) que descubrió nuevas modernidades sensoriales: la selva, el color, la disonancia, el trópico, la broma en mitad de la sinfonía, la acción, la aventura, el viaje, la sensualidad. Una poesía llena de alegría, de luz y de entusiasmo. Poeta solar. Hay humor y mística, santidad y lascivia, orgías plásticas y sonoras.
Aunque, como todos los Contemporáneos, logrará sus mayores momentos en los años treinta, es la de los veinte la época de su plenitud juvenil: Colores en el mar (1921), Piedra de sacrificios (1924), 6,7 poemas (1924), Hora y 20 (1927) y Camino (1929).
Cantor de Bolívar y de san Francisco de Asís, de Vasconcelos y de los héroes mexicanos. Disfrutador de vientos, paisajes, cuerpos.
Posteriormente confirma su excelencia (y su exuberancia) en obras como Hora de junio (1937), Exágonos (1941), Recinto y otras imágenes (1941), Subordinaciones (1949), Práctica de vuelo (1956), Reincidencias (1978) y Cosillas para el nacimiento (1981), entre otros títulos. Escribió en “Deseos”:

Trópico ¿para qué me diste
Las manos llenas de color?
Todo lo que yo toque
Se llenará de sol.
En las tardes sutiles de otras tierras
Pasaré con mis ruidos de vidrio tornasol.
Déjame un solo instante
Dejar de ser grito y color.
Déjame un solo instante
Cambiar de clima el corazón,
Beber la penumbra de una casa desierta,
Inclinarme en silencio sobre un remoto balcón,
Ahondarme en el manto de pliegues finos,
Dispersarme en la orilla de una suave devoción,
Acariciar dulcemente las cabelleras lacias
Y escribir con un lápiz muy fino mi meditación.
¡Oh, dejar de ser un solo instante
El Ayudante de Campo del Sol!
Trópico ¿para qué me diste
Las manos llenas de color?

BERNARDO ORTIZ DE MONTELLANO
Ortiz de Montellano (1899-1949) proviene de Nervo y de González Martínez. Busca la modernidad en las sensaciones infantiles, folklóricas o de caos onírico.
Se le recuerda como director de buena parte de los números de la revista que terminó por dar nombre a la generación: Contemporáneos, y no por su poesía, en la que jamás conoció logros comparables a los de sus compañeros.
Sus principales libros: Red (1928), poemas en prosa, y Muerte de cielo azul (1937).

JOSÉ GOROSTIZA
José Gorostiza (1901-1973) fue el más riguroso y perfecto poeta del grupo, en la tradición de Paul Valéry, en la que escribiría su obra maestra: Muerte sin fin (1939).
En los años veinte compuso pequeños poemas cancioneros, de juego mental y música minimalista: Canciones para cantar en las barcas (1925). Una excelencia aérea. En su Prosa, recopilada en 1969, advertimos a un crítico literario feroz y extraordinario.
Cantó en alguna barca:

¿Quién me compra una naranja
Para mi consolación?
Una naranja madura
En forma de corazón.

La sal del mar en los labios
¡Ay de mí!
La sal del mar en las venas
Y en los labios recogí.

Nadie me diera los suyos
Para besar.
La blanda espiga de un beso
Yo no la puedo segar.

Nadie pidiera mi sangre
Para beber.
Yo mismo no sé si corre
O si deja de correr.

Como se pierden las barcas
¡Ay de mí!
Como se pierden las nubes
Y las barcas, me perdí.

Y pues nadie me lo pide,
Ya no tengo corazón.
¿Quién me compra una naranja
para mi consolación?

JAIME TORRES BODET
Jaime Torres Bodet (1902-1974) fue desde pequeño un hombre público que además cultivaba la literatura. Sus éxitos como hombre público (ministro, director de la UNESCO) superan con mucho los muy rutinarios y modestos de su poesía demasiado abundante, en la que difícilmente se espiga un poema digno del prestigio de su generación.
Escribió relatos, memorias (especialmente Tiempo de arena, 1955), discursos y ensayos literario-biográficos a la manera de Stefan Zweig o de André Maurois. Pero se recuerda algo su obra, cuando se la recuerda, sólo por el hombre público, el político cultural más famoso de su tiempo, salvo el propio Vasconcelos, de quien fue secretario.
En los años veinte se conocieron muchos libros de poesía de Torres Bodet: Fervor, 1918; El corazón delirante, 1922; Canciones, 1922; Nuevas canciones, 1923; Poemas, 1924; Biombo, 1925; Poesías, 1926; Destierro, 1930...

XAVIER VILLAURRUTIA
Villaurrutia (1903-1950) es el autor de los grandes poemas de la soledad, el sueño, el amor negado, la muerte en Nostalgia de la muerte (1938, 1946).
Fue un crítico excelente y un dramaturgo empeñoso, cuando no había ningún tipo digno de dramaturgia seria en México, que surge precisamente con sus obras, las de Rodolfo Usigli y las de Novo.
Los años veinte en Villaurrutia son sobre todo los poemas como óleos vanguardistas, emociones plásticas, de Reflejos (1926).
Poeta de los laberintos del insomnio y de la soledad, del corazón helado y la mente hiperlúcida, de la angustia carnal y de la visión alucinada, casi surrealista, aunque él se niegue a abdicar de la razón en sus visiones o abismos.
La mayoría de sus poemas son pequeñas o grandes obras maestras, aun los cortos: el trazo exacto e inspirado, pero crítico, riguroso. No abusa de su talento ni de su oficio: busca el límite, la brevedad plena, la plenitud en silencio.
Declaró en “Poesía”:

Eres la compañía con quien hablo
De pronto, a solas.
Te forman las palabras
Que salen del silencio
Y del tanque del sueño en que me ahogo
Ciego hasta despertar.

Tu mano metálica
Endurece la prisa de mi mano
Y conduce la pluma
Que traza en el papel su litoral.

Tu voz, hoz de eco,
Es el rebote de mi voz en el muro,
Y en tu piel de espejo
Me estoy mirando mirarme por mil Argos
Por mí largos segundos.

Pero el menor ruido te ahuyenta
Y te veo salir
Por la puerta del libro
O por el atlas del techo,
Por el tablero del piso
O la página del espejo,
Y me dejas
Sin más pulso ni voz y sin más cara,
Sin máscara como un hombre desnudo
En medio de una calle de miradas.

SALVADOR NOVO
Salvador Novo (1904-1974) fue el más clamoroso y dotado del grupo. Podía hacerlo todo con asombrosas excelencia y rapidez.
También el más impuro: podía ser venal y banal, frívolo y perezoso, adulador y enredoso, oratorio y hueco. Resultó por ello, desde luego, el más polémico.
Su personal afición a la literatura norteamericana, al aparecer adquirida de su maestro Pedro Henríquez Ureña, le permitió una originalidad inesperada tanto en prosa como en poesía, que azoró en el conjunto de una literatura mexicana hispanista o afrancesada. Parecía rarísimo y espectacular cuanto escribía Novo.
Fue un sonetista magistral, dramaturgo irregular (a veces irremediablemente malo, por su abuso de la frivolidad y del melodramático teatro de salón); escribió discursos, historia, filología, memorias (La estatua de sal, póstumo, 1996) y periodismo. Se destacó como el mayor maledicente de toda nuestra historia cultural, con poemas y epigramas satíricos clandestinos, entre los que destaca la serie de sonetos contra Diego Rivera, “la Diegada”. Cuando el flaco presidente Frei, de Chile, vino a visitar al obeso Ávila Camacho, Novo describió las fiestas de bienvenida:

Festeje la nación azteca
Con tamalada y desfile,
Al Presidente de Chile
Que viene a ver al de manteca.
Tiene periodismo anónimo y firmado; éste, con temas específicos o como una mera crónica personal de la vida pública de México de 1937 a su muerte, en muchos, demasiados tomos, siempre con una prosa y una amenidad privilegiadas. Son La vida en México... a través de los sucesivos períodos presidenciales, de Cárdenas a Echeverría.
Fue el mayor cronista del siglo XX y probablemente el mejor prosista.
Los lectores de los años veinte conocieron sus terriblemente novedosos títulos de poesía y prosa: XX poemas, 1925; Ensayos, 1925; Return Ticket, 1928; El joven, 1928; a los que seguirían: Nuevo amor, 1933; Jalisco-Michoacán, 1931; Espejo, 1933; En defensa de lo usado, 1938; Nueva grandeza mexicana (1946); Sátira (1955).
Uno de sus primeros poemas es “Viaje”:

Los nopales nos sacan la lengua;
Pero los maizales por estaturas
-con su copetito mal rapado
y su cuaderno debajo del brazo—
nos saludan con sus mangas rotas.

Los magueyes hacen gimnasia sueca
De quinientos en fondo
Y el sol –policía secreto—
(Tira la piedra y esconde la mano)
Denuncia nuestra fuga ridícula
En la linterna mágica del prado.

A la noche nos vengaremos
Encendiendo nuestros faroles
Y echando por tierra los bosques.

Alguno que otro árbol
Quiere dar clases de filología.
Las nubes, inspectoras de monumentos,
Sacuden las maquetas de los montes.

¿Quién quiere jugar tenis con nopales y tunas
sobre la red de los telégrafos?
Tomaremos más tarde un baño ruso
En el jacal perdido de la sierra:
Nos bastará un duchazo de arco iris.
Nos secaremos con algún stratus.

JORGE CUESTA
Cuesta (1903-1942) es una figura más propia de los años treinta que de los veinte. En 1932 sufrió persecución y censura por su revista Examen.
En esa década redactaría la mayoría de los inteligentísimos artículos polémicos sobre política y cultura, recopilados póstumamente como Poemas y ensayos (1964, 1981).
A fines de los años veinte aceptó lanzar a sus amigos con la antología-manifiesto: Antología de la poesía mexicana moderna (1928). “Una antología que vale lo que Cuesta”, se dijo por ahí.
Aunque su desarrollo literario (no así el político) fue más lento y opaco que el de sus compañeros, les dedicó a todos una crítica inteligente desde un principio. Escribía versos abstractos o conjeturales, propios de un alquimista bastante extraño.

GILBERTO OWEN
Vemos en Owen (1905-1952) a un poeta menor y a un narrador enigmático. Se perdía en el bosque de sus amigos famosos. Sobre todo lo inspiraban y sofocaban Villaurrutia y Cuesta.
Sus poemas lentamente avanzan del modernismo juanramonesco a una vanguardia extrema, inabordable; también ejerció la prosa poética.
Entre sus libros: Desvelo (1925), La llama fría (1925), Novela como nube (1928), Examen de pausas (1928); Línea (1930).
Se dice que su enigmática poesía (El libro de Ruth, 1944; Perseo vencido, 1948; Poesía y prosa, 1953) es la venganza más tajante de la libérrima poesía contra los académicos que a toda costa quieren descifrarla.
¡Se le han dado tantas interpretaciones! Jaime García Terrés trató de encontrarle claves cabalísticas. Paz lo regañó públicamente en México en la obra de Octavio Paz: “No, Jaimito, Owen no era esotérico”.
La poesía que viaja al surrealismo difícilmente admite interpretaciones racionales seguras, comprobables: se queda allá, en su mundo de juegos y cifras verbales.