lunes, 1 de mayo de 2017

MANN, EL CERVANTINO

MANN, EL CERVANTINO

Por José Joaquín Blanco


Thomas Mann, acosado por los nazis, abandonó Alemania el 11 de febrero de 1933. El 19 de mayo se embarcó a los Estados Unidos, en una gira de conferencias. Durante los diez días de viaje en trasatlántico llevó un diario en el que narraba los pormenores de la vida en el barco y sus comentarios de lectura. Iba leyendo el Quijote, en la traducción alemana, que califica de espléndida, de Ludwig Tieck.
         ¿Por qué precisamente el Quijote? Para escribir un gran ensayo. El ya nobelizado Mann, famoso en el mundo entero como novelista, traía la espina enterrada de su fracaso en el ensayo, especialmente sonado con su ultrapolítico libro Reflexiones de un hombre impolítico (1918) y diversas conferencias y escritos en periódicos y revistas.
         No es inexplicable ese fracaso. El pensamiento de Thomas Mann fue las más de las veces confuso, altanero, esnobistamente conservador (reaccionarismo chic) y escandaloso. Sobre todo confuso: a veces defendió el autoritarismo y la guerra, a veces la democracia y la paz. Arbitrariamente calificaba de “sano” o “enfermo” cuanto le venía en gana. Casi siempre dijo las cosas impropias en momentos inoportunos. Aunque tuvo el tino de prever con ejemplares claridad y pánico los horrores del nazismo, sus escritos también mostraban un odio high brow, algo anacrónico y cascarrabias, a la modernidad, al pensamiento y a la cultura del siglo XX, a las vanguardias literarias, a la izquierda y a las pasiones de su tiempo. ¡Con cuánta belicosidad odiaba a Bertold Brecht el pacifista Thomas Mann!
         Un odio tieso, aristocrático y académico. No abundaban en sus ensayos la generosidad, la compasión, el sentido del humor ni el hambre de vida de sus novelas. Quizás había dos Thomas Mann, que él luchaba por unificar: el amplio y revolucionario narrador, creador e inventor de nuevas realidades, y el estrecho ensayista, nostálgico de la ilustración de sus profesores y de la Edad de Oro del orden alemán anterior a la Primera Guerra Mundial.
         En sus ensayos, artículos, conferencias, diarios y cartas regaña, insulta, simplifica, excomulga y maldice con una intemperancia y un desprecio aristocráticos casi inconcebibles en el libérrimo inventor de Los Buddenbrook. A ratos el más que “decadente” autor de La muerte en Venecia se pone a ensalzar las buenas costumbres y el sometimiento a la moral burguesa como un rutinario pero energúmeno predicador luterano. Sospecho que lo mismo ocurría en sus conversaciones, que tan dolorosos conflictos le provocaron con su hermano Heinrich y con su hijo Klaus. Los admiradores de sus novelas preferían desconocer que existían sus ensayos.
         Pero no había contradicción de fondo. Era el mismo Thomas Mann: soberano, profundo, innovador en las novelas; y novato, improvisado en el ensayo: seguidor de la vieja tradición intelectual alemana de los dómines, e incontinente denostador de algunos rebeldes, como Nietzsche, a los que en el fondo admiraba, pero que inevitablemente lo hacían rabiar y a quienes con clic automático culpaba de todos los males de su tiempo. Baste recordar, en un mismo libro, los “intelectuales” rollazos indigestos de Naphta y Settembrini, al lado de las culminantes escenas de la tormenta de nieve o de la radiografía amorosa de La montaña mágica.
         Pero Thomas Mann intuía que, sencillamente, no le había concedido al ensayo el trabajo y la pasión que desbordaba en los relatos; que sus ensayos eran diferentes a las novelas no porque los orientara otro pensamiento, sino porque estaban menos trabajados y vividos, y se propuso aprender a ser un buen ensayista. Un ensayista que mereciera estar al lado del novelista Thomas Mann. No lo lograría, pero avanzaría mucho a partir de los años viente con sus estudios de Goethe, Wagner, Schiller, Chéjov, Miguel Ángel, Schopenhauer, Nietzsche y Freud.
         El Quijote era otra de sus ambiciones ensayísticas. Por desgracia, no escribió el gran ensayo cervantino que ambicionaba, pero sí un notable cuaderno con notas de lectura: Meerfahrt mit Don Quijote, traducido al castellano como Travesía marítima con Don Quijote (Madrid, Ed. Júcar). Diez días de un diario de lectura a bordo del trasatlántico, del 19 al 29 de mayo de 1933.
         Además, Mann buscaba en Cervantes inspiración para su nueva manera de narrar: la novela de ideas o de mitos, de José y sus hermanos, Lotte en Weimar y Doktor Faustus, y para sus intentos de una narrativa esencialmente cómica (Félix Krull el impostor; pero también pasajes de José y Lotte), y una nueva inspiración moral, la del hombre renacentista dotado de no sé qué mitologías de la bondad cristiana que ve resplandecer, más que en nadie, en ese Cervantes que ama a los desprotegidos y a los perseguidos (los moriscos) sin llamar a la guerra contra el rey ni contra la nobleza española de su tiempo. Don Quijote como un humanitario no-revolucionario, un humanitario sin incendios, que no convoca a ninguna hostilidad sino a un profundo respeto apacible y bondadoso por la naturaleza humana en toda su diversidad, asumiendo las palizas que se niega a dar otros (aunque haga la finta de arremeter contra ellos lanza en ristre: ya sabemos que resultarán molinos de viento o borregos), incluso a sus enemigos: “y precisamente en su unión psicológica, en su humorístico entrecruzamiento [de la humillación y el ensalzamiento del ingenioso hidalgo] se manifiesta en qué alto grado el Quijote es producto de la cultura cristiana, de la psicología y humanidad cristianas, y lo que el Cristianismo, pues, significa eternamente para el mundo, para la creación poética, para lo específicamente humano” y bla bla bla pum pum bla bla... ¡aghhh!
         Thomas Mann aborda algunos de los puntos centrales del ingenioso hidalgo. Por ejemplo, la modestia de su composición. Para Mann no existe un libro sistemático, sino una idea sencilla, cómica, que se fue poblando de enormes connotaciones por añadidura, sin teoría ni deliberación. No un prestablecido sistema de un Don Quijote noble, ideal y espiritual contra un Sancho o un mundo populares, reales y vulgares; sino la modesta idea cómica de ese par de deschavetados que quieren vivir la vida como si fuera una  delirante fantasía libresca, y reciben puras palizas; y luego la propia fábula va adquiriendo por sí misma todo tipo de riquezas imprevistas: “Yo considero como regla que las grandes obras fueron resultado de intenciones modestas. La ambición no debe estar al principio, no debe anteceder la obra, sino irse formando con ella, que, por su parte, quiere hacerse mayor de lo que creía el alegremente sorprendido artista; esa ambición debe estar unida a la obra y no al yo de su creador. No hay nada más falso que la ambición abstracta y previa, la ambición en sí e independiente de la obra, la pálida ambición del yo. El que así es se comporta como un águila enferma”. (¿De veras no hay un yo artístico e intelectual desorbitado ni una prestablecida teoría descomunal en La montaña mágica, en José y sus hermanos, en Doktor Faustus? ¿De veras fueron fábulas sencillitas que espontáneamente, “por sí mismas”, crecieron a las dimensiones del mito, en contra de la modestia artesanal de su “alegremente sorprendido autor”?)
         Por “águilas enfermas” Mann entiende a los niezscheanos artistas modernos que se proponen previamente crear obras para protestar contra el mundo y cambiarlo. No soporta esa pasión intelectual, que él llama engreimiento y enfermedad. Admira en cambio al sanote artista-artesano de otros tiempos que empieza escribiendo a la buena de Dios una fábula modesta que le crece sin premeditación, hasta lograr “por sí misma” esa idea de cambio o de protesta contra el mundo, y de paso, con toda naturalidad, una obra maestra.
         Esa no premeditada grandeza del Quijote lo obsesiona. En la primera parte encuentra una fábula modesta, que busca sobre todo divertir con los recursos artesanales de las situaciones cómicas, de las palizas y las comilonas, de los enredos hilarantes; ese Quijote jocoso de los batanes y los molinos de viento, de los vómitos y los excrementos, de los sesos de requesón.
         El público amaba tanto tal tipo de literatura que el Quijote se volvió instantáneamente un best-seller. Nadie veía en ese Quijote toda la enciclopedia filosófica en que lo hemos convertido. Y no lo era. Tan no lo era, que algún extraño autor, embozado en el seudónimo Alonso F. de Avellaneda, escribe tranquilamente una segunda parte que tuvo tanta aceptación como la primera de Cervantes. No se vio la diferencia, para nada.
         Nuestra lealtad al bueno de don Miguel nos ha hecho odiar sin justicia al “maldito” Avellaneda. La verdad es que el Quijote “falso” de Avellaneda no es una mala novela. Todo lo contrario. Debiéramos contarla también entre lo mejor de la narrativa mundial de su momento. Tan buena que se acusó de su autoría a los mayores escritores de su tiempo, como Lope de Vega, ¡y al propio Cervantes, más que capaz de estas travesuras-de-travesuras-de-travesuras!
         Les gustó mucho a los lectores, y provocó el pánico de Cervantes, quien precisamente para combatirla escribió su segunda parte. Yo diría más, que el Quijote de Avellaneda es más fiel al primer Quijote cervantino que la segunda parte del propio Cervantes, quien en ésta se aparta de su fábula original para escribir una historia diferente, más personal, sentida y elaborada. Ahora sí con yo y con teoría, ahora sí un “águila enferma”.
         “Cervantes había vivido el hecho de que un engendro que se presentaba como continuación de su obra hubiese también ‘corrido por el orbe’ y se leyese con la misma ansia que ella. La obra copiaba sus más toscas cualidades de éxito: la comicidad de la locura apaleada, y la gula de los campesinos; sólo con ello salía adelante; la intimidad, el arte de la lengua, la melancolía y profundidad humana de la obra estaban ausentes en este segundo libro, y, cosa aterradora, no se habían echado en falta. La masa, así parecía, no encontraba diferencia alguna”. (Verdad a medias: no fue “la masa” quien la aclamó, sino la minoría ilustrada, exactamente los mismos lectores que encumbraron a Cervantes; no es Avellaneda más “superficial” que el teatro de capa y espada de su época, y que bastantes pasajes del propio don Miguel. Sólo nos resulta “detestable” porque lo confrontamos con la ulterior divinización de Cervantes, y porque no le perdonamos haber hecho sufrir a nuestro querido manco. Pero gracias precisamente a Avellaneda tenemos la segunda parte del Don Quijote. Como en el tema borgiano de “el traidor y el héroe”, el cual estatuye que precisamente Judas permitió la redención operada por Cristo, gracias a Avellaneda se logró la proeza de Cervantes.)
         Toda la carga de humanismo, de filosofía, de dolorida autobiografía indirecta que encontramos sobre todo en la segunda parte cervantina del Quijote se debió a este azar, sin el cual ni siquiera se habría escrito. Cervantes mismo lo confiesa. Y saca a Don Quijote y a Sancho a desmentir los “embustes” de Avellaneda —aventuras bastante fieles a su primer Quijote—, y a establecer su exclusiva propiedad de autor sobre todo el quijotismo.
         Pero Cervantes no tenía razón:
         1) En esa época no privaban los derechos de autor, ni era considerado “plagio” el retomar anécdotas, estilos ni ideas de otros autores para hacer relatos propios. El propio Cervantes llena su libro de préstamos evidentes de otros autores de novelas pastoriles, picarescas, “bizantinas” (la aventura por la aventura) y de caballería. Avellaneda no cometió otro pecado que el del propio Cervantes con respecto a otros autores (Apuleyo, Luciano de Samósata, Amadís de Gaula, Jorge de Montemayor y el millón de referencias que citan los cervantinos).
         2) Cervantes mismo jugó a negarse la propiedad de la historia, atribuyéndola al moro Cide Hamete Benengeli. Él sólo traducía, glosaba, divulgaba. Y no sólo eso: en un tour de force que sigue causando pasmo, hace que sus personajes vuelvan a las aventuras ya que el mundo las ha leído en libros, tanto de Cervantes como de Avellaneda, y que discutan lo publicado. Todos son autores de algo. Sancho también es todo un autor del Quijote, pues le contradice y corrige al ingenioso hidalgo tales o cuales pasajes (y hasta llegan a una tregua: cada cual se queda con su propia versión de la identidad de Dulcinea o de la Cueva de Montesinos: cada cual es autor de su propio Don Quijote, y santa paz).
         Lo mismo los duques, los curas, los bachilleres y cuantos lectores del primer Quijote y del de Avellaneda encuentran a su paso, así como (conjeturalmente) de otras páginas de Cide Hamete Benengeli que ellos conocen, pero nosotros no, porque no todo lo que el “autor” moro escribió fue traducido por los “autores” castellanos. (Horroricemos pues a la academia: Avellaneda era un buen tipo que realizó un trabajo honrado y talentoso; su Quijote “falso” podría leerse aún con bastante placer si nos permitiéramos tal deslealtad hacia Cervantes. Lo que no haremos: estamos engagés con nuestro flaco.)
         Este curioso azar, el de que otro fuera autor de la propia obra durante sus mismos días, llevó a Cervantes a proseguir su fábula en un tono y en terrenos en los que no tuviera competencia alguna: a personalizarla. A Mann le conmueven el humanismo, la inteligencia y el “mundo vivido”, la intrahistoria cervantina, pero confiesa que en cuanto fábula, en cuanto relato, la segunda es inferior a la primera parte (y, acaso, al libro de Avellaneda). Dejó de ser mera fábula, para convertirse en otras cosa. El libro le creció al autor, desbordó su modesta, artesanal intención de divertir. “La estimación que Cervantes tiene por la criatura de su propia invención cómica ha ido creciendo de continuo durante la narración, y este proceso es quizá lo más atractivo de toda la novela; es por sí mismo una novela y coincide con la creciente estima por la obra misma, la cual fue concebida humildemente como cruda broma satírica, sin imaginarse en qué rango simbólico y humano estaba destinada a integrarse la figura del héroe. Este cambio de enfoque permite y opera una amplia solidaridad del autor con su héroe, la tendencia a igualar su categoría a la propia, a convertirle en su bocina de ideas y opiniones y a sustituir por dignidad espiritual y buena educación la más alta bizarría caballeresca, que es la extravagante, y llega a la madurez en Don Quijote, pese a todo lo lastimoso de su apariencia. Precisamente el espíritu y forma de expresión de su señor es lo que con frecuencia determina la admiración sin límites de Sancho y que otros se sientan también atraídos en grado sumo”.
         Divertido en este laberinto de autorías y en esta subversión de la novela contra el novelista, Mann acusa a Cervantes de su único error narrativo: matar al Quijote. No lo mató, dice, por necesidad novelesca, sino para estatuir que ya estaba bien muerto, de modo que nadie se atreviera a escribirle más aventuras. “Me inclino a encontrar más bien flojo el final del Quijote. La muerte opera aquí, ante todo, como medida de seguridad que preserva de futuros desmanes literarios a la figura central, y recibe por ello un tinte algo literario y de artificio, que no llega a captarnos. Una cosa es que un personaje querido se le muera al autor y otra que se le deje morir, que se disponga y anuncie su muerte para que ningún otro pueda hacerle caminar en el mundo. Es una muerte de literatura, una muerte por celos...”