jueves, 20 de noviembre de 2008

AFORISMOS DE PAUL VALÉRY

AFORISMOS DE PAUL VALÉRY
NOTA Y TRADUCCIÓN DE JOSÉ JOAQUÍN BLANCO

Varios libros de Paul Valéry (1871-1945) han circulado en castellano en nuestro país a lo largo del siglo veinte, como El cementerio marino (Alianza Editorial), La joven Parca (Tusquets), Monsieur Teste (UNAM); Variedad I y II, La idea fija, Eupalinos o El arquitecto, El alma y la danza, Mi Fausto, Política del espíritu, Miradas al mundo actual (todos éstos en Losada).
No ha ocurrido lo mismo con Tel quel y Mauvaises Pensées et Autres, de los cuales presento ahora algunos aforismos y fragmentos.
Como se sabe, Paul Valéry fue el poeta francés más importante de la primera mitad del siglo XX, tal vez de todo ese siglo, y quien más influyó en la poesía castellana (Generación del 27 en España, Contemporáneos en México, Generación de Orígenes en Cuba, Grupo Sur en Argentina, etcétera).
Se trata probablemente del último gran maestro de la poesía eminente y radicalmente musical: métrica, rítimica y rimada, con prosodia exigente, en lenguas romances. No habla tanto de la lectura de un poema, como de la “dicción de un poema”.
Discípulo de Mallarmé, admirador de Leonardo da Vinci, Descartes, Racine, Poe, Baudelaire, Wagner, Manet y Degas (enemigo de Pascal, Stendhal, Flaubert, Michelet, Renán, Zolá, Anatole France y de todo tipo de melodramas y novelas “más o menos policiacas”), predicó entre la admiración y el escándalo -y practicó ante el asombro y el aplauso generales-, una poesía musical y mental, difícil y deliberada, que al contrario de las vanguardias no buscaba liberarse de las ataduras tradicionales del poema (metro, ritmo, rima, figuras, prosodia), sino retomarlas y ¡radicalizarlas!
Tradujo con toda tranquilidad a Virgilio (Bucólicas: “¡Qué curiosa manera de amar tenían esos pastores!”), durante la Segunda Guerra Mundial, con los alejandrinos perfectos de Racine: exactamente verso frente a verso, sin encabalgamientos y sin alterar el orden del texto latino, para una edición bilingüe rigurosamente paralela. Fue su último hurra, a los 75 años.
Enriqueció las rimas y las figuras de la poesía francesa con el vocabulario filosófico y los juegos algebraicos. Metáforas como ecuaciones de varias incógnitas simultáneas. Se le acusó de competir con puzzles y crucigramas, lo que en absoluto le pareció desdoro: de eso se trataba la poesía: acertijos, juegos, reglas. “Para escribir nomás ‘llueve’ cuando llueve no se necesita a un escritor, sino a un empleado”.
Su poesía mental es al mismo tiempo vitalista y sensual. Añade a sus escandalosas exigencias y dificultades la de ser un poeta profundamente interesado en la ciencia. Su clasicismo aspiraba a las nuevas coordenadas inventadas por su amigo Albert Einstein. Escandalizaba al inaugurar, con largos discursos lírico-científicos, congresos de cirujanos. Sabía pintar. Siempre lamentó la mala suerte de haber recibido el don de la poesía, que se hace con el “impuro” material del lenguaje común, y no con el de la música: sus aspiraciones como artista se dirigían hacia las óperas de Gluck y de Wagner. No era bailarín ni deportista (salvo la natación), pero admiró la danza y el deporte.
Acaso no se haya cantado jamás a la muerte en ningún idioma con una actitud solar, tan comprometida con el instante humano y tan alejada de las quimeras de ultratumba o los chantajes metafísicos, como en su serena, apolínea contemplación del panteón pueblerino donde reposaban sus antepasados y él mismo habría de ser enterrado, frente al Mediterráneo: El cementerio marino.
Tal vez no exista en ninguna lengua poema en prosa más asombroso y perfecto –“imposible” y sin embargo, redondito- que su larga conversación, a la manera de Hamlet y el cráneo, con un caracol arrojado a la playa: la prosa abstracta, lo Arbitrario Puro, y sin embargo: toda la gran armada de la prosa francesa, las cataratas de metáforas, las inducciones, deducciones, intuiciones pasmosas (“El hombre y el caracol” en Variedad). “La joven Parca”, “La Pythie”, “Esbozo de la Serpiente”, “Fragmento de Narciso”, “Granadas”, “Palmera”, “Au Platane”, “Orfeo”, “La Aurora”, “La Abeja” son otros de sus poemas invariablemente antologados.
Todos los poemas de su libro Charmes han sido celebrados por varias generaciones en muchas lenguas. Lo han traducido y destacado D’Annunzio, Rilke, Eliot, Auden, Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén, Mariano Brull... Gerardo Diego, Salinas, Cernuda, Villaurrutia, Gorostiza, Borges, Lezama Lima (su Narciso, sus “analectas del reloj”) no se conciben sin su poesía ni su pensamiento poético.
Más que crítico literario (jamás elogió a ningún escritor vivo, a menos que se tratara de alguna ceremonia oficial, obligatoria, y siempre en términos de estricta etiqueta), fue un pensador u observador místico (misticismo sin Dios, misticismo del Espíritu Puro) del fenómeno literario.
Causó escándalo al inventar una nueva asignatura universitaria, que se ha vuelto penosa en las últimas décadas, la “Poética” (el estudio formalista, ahistórico, de poemas), que impartió en el Collège de France durante los años treinta, y que circula en apuntes de sus alumnos. Sus seguidores, por desgracia, no contaron con el empuje, el talento y la experiencia práctica del maestro. Valéry sabía teorizar sobre versos que podía construir de modo insuperable. En algún momento dijo que la poesía era una cosa que se hacía, que se componía, y no un tema alejado de la práctica. Después de su muerte no se ha sabido de ningún “profesor de Poética” que sepa hacer excelentes versos tradicionales. Alcanzó a escribir contra los pretendidos estudios cuantitativos, formalistas, inventariales sobre poesía: le resultaban tan supersticiosos como aquellos que acudían a la mera biografía o a la “psicología” del poeta.
Discípulo de los poetas simbolistas (Baudelaire, Nerval, Mallarmé, Verlaine, Rimbaud); contemporáneo de la Generación de la Nouvelle Revue Française (Gide, Claudel, Marcel Schwob, Proust, Cocteau, Henri de Régnier, Pierre Louys, Saint-John Perse, Paulhan), maestro de los poetas surrealistas y de los teóricos estructuralistas, que incluso llegaron a agruparse bajo el título de uno de sus libros, Tel Quel, Paul Valéry es también -en sus obras en prosa- un conferencista, pensador y aforista admirable, en la mejor tradición de Bossuet, Pascal o La Rochefoucauld.
Su inteligencia analítica se antoja tan aguzada como su sentido del humor. Y del juego. Bien leído, defiende en un texto lo que satiriza en otro, o al revés. A veces incluso en el mismo texto. Vgr: En poesía sólo existe la perfección, pero la perfección es arbitraria y la vida un producto del azar: ergo... Además, es el lector quien hace la poesía, al momento de leerla, según su teoría: el lector juega con los dados que le arroja el poeta... y obtiene combinaciones o resultados no siempre previstos. ¿Entonces el rigor, la deliberación y el control extremos de la escritura?
El archienemigo de la poesía fácil, espontánea, improvisada, descuidada, escribió “Poesía bruta” (sic) y la dio a imprimir sin retoques. El campeón del rigor hizo publicar algunos de sus aborrascados cuadernos de notas como libro en forma, sin siquiera corregir rasgos elementales de edición o estilo: los mandó fotografiar y ya, para ofrecer al lector la azarosa escritura de un pensamiento apresurado. Y conservó tal versión en las ediciones siguientes, durante tres décadas (hasta las Oeuvres definitivas en La Pléiade, Gallimard, 2 tomos).
Exigía trabajar diez años cada verso, pero casi todos sus libros fueron escritos o dictados (sic) a las carreras, y así lo anuncia en los prólogos –“Sólo hago escritos de circunstancias, entre múltiples ocupaciones”-, como quien dice: “No tomo en serio nada, y menos mis propios consejos”.
Tal paradoja o contradicción lo enaltece y lo libera de etiquetas o mitos. Valéry es Valéry.



PAUL VALÉRY: TAL CUAL y MALOS PENSAMIENTOS

1
Las bellas obras son hijas de su forma, que nace antes que ellas.

2
El valor de las obras del hombre no reside en absoluto en ellas mismas, sino en los desarrollos que ellas reciben de otros hombres en circunstancias ulteriores.
Nunca sabemos de antemano si tal obra vivirá... Ella es un germen más o menos viable; necesita de las circunstancias, y la más débil puede verse favorecida por ellas.

3
Nada más original ni mas personal que alimentarse de los otros. Pero es necesario digerirlos. El león está hecho de cordero asimilado.

4
Un libro no es después de todo sino un extracto del monólogo de su autor. El hombre o el alma habla consigo mismo; el autor escoge entre ese discurso, y lo que elige depende de su amor propio; si se ama en tal pensamiento, si se odia en tal otro; su orgullo o sus intereses adoptan o desechan lo que le viene a la mente, y lo que él querría ser escoge entre lo que él es. Una ley fatal.

5
Escribir con pureza en francés, o en cualquier otra lengua, es una ilusión tomada de los letrados. Y no estoy para nada de acuerdo con ellos. La ilusión consistiría en creer que existe una pureza esencial y definida del lenguaje... definida por caracteres que todos sientan y admitan sin discusión. Pero el lenguaje es una creación estadística y en continuo proceso...

6
La sintaxis es una facultad del alma.

7
Todo poeta valdrá finalmente lo que haya valido como crítico (de sí mismo).
Grandeza de los poetas de asir con fuerza con sus palabras, lo que no han hecho sino apenas entrever débilmente en su espíritu.

8
De un escritor moderno:
Sus accidentes son admirables, pero su sustancia vale poca cosa.

9
El ser que trabaja se dice: Quiero ser más poderoso, más inteligente, más feliz... que yo mismo.

10
Para amar la gloria, hay que hacer gran caso de los hombres; hay que creer en ellos.
La estatua y la gloria son formas del culto a los muertos, que es una forma de la ignorancia.

11
Pero amamos a quien cree que somos lo que quisiéramos ser, y ése es el fondo del placer de la gloria.

12
Nuestros verdaderos enemigos son silenciosos.

13
No se debe atacar a los demás, sino a sus dioses.

14
Uno no sabe jamás con quién se acuesta.

15
Diversos teólogos podrían hacernos creer que Dios es idiota.

16
Un crimen que quiere ser cometido engendra todo lo que necesita: las víctimas, las circunstancias, los pretextos, las ocasiones.

17
Las tonterías que ha hecho y las tonterías que no ha hecho se reparten los lamentos del hombre.

18
Lo que se ama, inspira: Ser amado, es inspirar, volver a alguien inventivo: productor de imágenes, de atenciones, de trampas, de supersticiones; de violencias.

19
Los debates más violentos ocurren siempre entre doctrinas o dogmas que difieren poquísimo.

20
Lo que me resulta difícil me es siempre nuevo.

21
El hombre es absurdo por lo que busca; grande por lo que encuentra.

22
Conviene llamar Ciencia al conjunto de recetas que siempre funcionan. Todo lo demás es literatura.

23
El despertar les da a los sueños una reputación que no merecen.

24
El hombre es un animal encerrado... afuera de su jaula.

25
El tedio es finalmente la respuesta de lo mismo a lo mismo.

27
Hay que evitar siempre hacer el bien... nada hiere más.

28
Lo que ha sido creído siempre por todos y por todas partes, tiene todas las probabilidades de resultar falso.

29
Los libros tienen los mismos enemigos que el hombre: el fuego, la humedad, los animales, el tiempo... y su propio contenido.

30
Un poema debe ser la fiesta del intelecto. No puede ser otra cosa. Fiesta: un juego, pero solemne, pero reglamentado, pero significativo...

31
La mayoría de los hombres tienen de la poesía una idea tan vaga que esta vaguedad misma de su idea es para ellos la definición de la poesía.

32
Hay dos tipos de versos: los concedidos y los calculados.
Los versos calculados son aquellos que se presentan necesariamente bajo la forma de problemas a resolver, y que tienen como condiciones iniciales los versos concedidos, y luego la rima, la sintaxis, el sentido ya encaminados por los versos concedidos.

33
Dignidad del verso: si falta una palabra, se arruina todo.

34
Un poema jamás está acabado.

35
Una mala forma es una forma que sentimos la necesidad de cambiar, y que cambiamos nosotros mismos; una forma es buena cuando la repetimos e imitamos sin poder modificarla con éxito.

36
Es prosa un escrito que tiene una finalidad expresable por medio de otro escrito.

37
Cuando la obra se ha publicado, la interpretación que de ella haga su autor no tiene más valor que la de cualquier otra persona.

38
Entre clásico y romántico la diferencia es bien sencilla: un oficio que uno conoce y otro ignora. Un romántico que ha aprendido su oficio se convierte en clásico. Por eso el romanticismo... ha terminado en el Parnaso.

39
El mundo sólo vale por sus extremos y se conserva gracias a sus medianías. Sólo vale por los ultras y se conserva gracias a los moderados.

40
Lo que se aprende, al leer a los escritores verdaderos, son las libertades. Reciben un lenguaje anónimo y medianero, y lo convierten en voluntario y único.

41
Todo ironista avizora un lector pretencioso donde se mira.

42
El poder sin abuso pierde su encanto.

43
Hay versos que uno encuentra. Los otros, los hace. Perfecciona los encontrados. “Naturaliza” los otros.

44
¡Por fin libre de los museos! Las colecciones se oponen al espíritu como el harem al amor.

45
El arte es tan malvado como el amor. Y arte y el amor son criminales en potencia, o no son tales. Todo lo que viene de los dioses introduce infiernos en el hombre.

46
La cortesía es la indiferencia organizada.

47
Toda obra es producto de muchas otras cosas que de un “autor”.

48
No conocemos nuestros propios sueños sino en la traducción que nos da el despertar.

49
Comparar la extravagancia y la complicación de los órganos genitales con la simplicidad de la noción del amor; la extravagancia y la complicación de la estructura cerebral con la idea simple del pensamiento, del alma, del espíritu.

50
Estos autores tan diversos son infinitamente vecinos. Han leído los mismos libros, los mismos periódicos; han estudiado en los mismos colegios, y generalmente han tenido las mismas mujeres.

51
Una literatura en que se advierte el sistema está perdida. Uno se interesa en el sistema, y la obra no tiene ya otro valor que el de un ejemplo gramatical. No sirve sino para comprender el sistema.

52
Los optimistas escriben mal.

53
Escritores sonoros: violentos. Un hombre completamente solo en su cuarto tocando el trombón.

54
Víctor Hugo es un millonario, no un príncipe.

55
La conciencia reina pero no gobierna.

56
Los prestigiosos, incluso los más sólidos, los más “justos”, son siempre producto de las circunstancias y jamás de sus actos. Los grandes nombres reflejan una especie de luz que les llega por todas partes. La que ellos emiten por sí mismos constituye una mínima fracción.

57
El gran triunfo del adversario es de hacerte creer lo que dice de ti.

58
Quien no tiene nuestras repugnancias nos repugna.

59
Todo es magia en las relaciones entre el hombre y la mujer.

60
La alabanza engendra cierta fuerza y organiza cierta debilidad... Lo mismo la crítica.

61
No toquéis a vuestros enemigos. No hagáis de los adversarios vuestros iguales.

62
Todos nuestros enemigos son mortales.

63
La alabanza es una injuria al orgullo.

64
¡Qué importa lo que uno haya sido! La gloria adquirida insulta el presente, lo atormenta y envilece. Tiene la naturaleza de una lamentación. Canta lo que uno ha perdido, lo que uno tiene de muerto.

65
Sobre las cosas extremas, como la muerte, los vivos, que se renuevan, se repiten indefinidamente. Andan entre tres o cuatro ideas que son los cuatro muros de su cuarto mental, rebotando de pared a pared como pelotas.

66
Las meditaciones sobre la muerte (tipo Pascal) son producto de hombres que no tienen que luchar por la vida, ni ganar su pan, ni mantener hijos.
La eternidad ocupa a los que tienen tiempo que perder. Es una forma del ocio.

67
Su reducción al absurdo nos cambia en bestias exactas.

68
Es lo falso lo que da color y hace vivir lo verdadero.

69
Hay una juventud eterna en lo imposible.

70
La grandes palabras: Lo Infinito, El Absoluto, La Naturaleza... Tales son las pesas de cartón que eleva, sostiene y regresa al piso el Hércules literario.

71
Plagiario es el artista cuyo arte consiste en elegir. Un gran arte.

72
...detrás del iconoclasta que soy, el vago constructor aislado que encuentro también en mí...

73
No me gusta escribir. No me gusta leer por leer. En lo que respecta a la literatura, no me interesan sino las formas y la composición; lo demás no me parece serio.

74
La novela es un genero inocentón. Considero a la poesía como el género menos idólatra.

75
Política de la vida: Lo real está siempre en la oposición.

76
Un hombre competente es aquél que se equivoca según las reglas.

77
La obra sólida se defiende de las sustituciones que el espíritu de un lector activo y rebelde intenta siempre imponerle.
No olvidar jamás que una obra es cosa acabada, detenida y material. Lo arbitrario viviente del lector arremete contra lo arbitrario muerto de la obra.
Pero este lector enérgico es lo único que importa –es el único que puede extraer de nosotros lo que no sabíamos que poseyéramos.

78
Primer caso:
¡Oh Mengano! Te diriges a un lector que no te envidio.

Segundo caso:
El libro está “bien”... Pero no envidio para nada la inteligencia del autor.

79
Creamos por un instante en la hipótesis de la evolución: ¿Un observador de la época de los amonitas hubiera previsto a los mamíferos?

80
Todos los estudios sobre arte y poesía tienden a presentar como necesario lo que es arbitrario por naturaleza.

81
Quien quiera hacer grandes cosas debe pensar profundamente en los detalles.

82
Un gran hombre es una relación particularmente exacta entre las ideas y una ejecución.

83
“To be”, etc. Se ha reflexionado durante mucho tiempo en esa supuestamente profunda frase de Shakespeare. Lo que se encuentra en ella está lejano del valor que se ha querido atribuirle. Pero se trataba de una frase de teatro –y al teatro le basta una profundidad teatral.

84
Lo que Víctor Hugo creía que lo engrandecería desmesuradamente y lo alzaría al rango de los dioses, no lo hace sino ridículo.

85
Si se tuviera que labrar sobre la piedra dura en lugar de escribir al vuelo, la literatura sería muy diferente. ¡Y ahora, se dicta!

86
El pintor no debe pintar lo que ve, sino lo será visto.

87
Todo lo que es contrario a la naturaleza y el hombre desea, es la naturaleza del hombre.

88
Ciertas obras son creadas por su público, otras crean al suyo.
Las primeras responden a las necesidades de la sensibilidad natural promedio. Las segundas crean nuevas necesidades artificiales, a las que satisfacen al mismo tiempo.

89
El arte más grande es aquel cuyas imitaciones son legítimas, dignas, soportables. No se destruye ni se deprecia por ellas. Ni ellas por él.

90
Qué extraño el apegarse así a la parte perecedera de las cosas, que es exactamente su cualidad de ser nuevas.

91
La crítica, cuando no se reduce a opinar según su humor y sus gustos -es decir, a hablar de sí haciendo como que habla de una obra-; la crítica, si juzgara, consistiría en una comparación entre lo que el autor ha intentado hacer con que lo que ha hecho efectivamente. Mientras que el valor de una obra está en la relación singular e inconstante entre esta obra y algún lector, el mérito propio e intrínseco del autor reside en la relación entre él mismo y su intento.

92
En escritura, la corrección es la conformidad con las convenciones.

93
Idea poética es aquella que, puesta en prosa, sigue reclamando el verso.

94
La superioridad como causa de impotencia. Ser incapaz de una estupidez que podría ser “ventajosa”.

95
Un ser incapaz de vivir otra vida que la propia, no podría vivir ni siquiera la suya.

96
¡Cuántas cosas hay que ignorar para “actuar”!

97
Su desprecio de los hombres y de sí mismo, su disgusto y su decepción generalizadas, conducen al espíritu profundo a no tolerar sino a la sociedad más frívola.

98
El moralista es un amateur difícil. Necesita combates e incluso caídas. Una moral sin descarnizamientos, sin peligros, sin problemas, sin remordimientos, sin náuseas, no sabe a nada. Lo desagradable, el tormento, la labor, el viento contrario son esenciales para la perfección de este arte.

99
La moral es una especie de arte de no realizar los deseos, de debilitar el pensamiento, de hacer lo que no gusta y de no hacer lo que gusta. Si el bien gustara y el mal disgustaría no habría moral, ni bien ni mal.

100
El hombre no puede sinceramente ni venderse al diablo ni entregarse a Dios.

martes, 11 de noviembre de 2008

MI TÍO SOSTHÈNE, UN CUENTO ANTIJACOBINO DE GUY DE MAUPASSANT

MI TÍO SOSTHÈNE
por Guy de Maupassant
TRADUCCIÓN Y NOTA DE JOSÉ JOAQUÍN BLANCO

A Paul Ginisty
Mi tío Sosthène era un librepensador como hay tantos, un librepensador por estupidez. Con frecuencia se es religioso por la misma razón. La vista de un sacerdote lo lanzaba a furores inconcebibles; lo amenazaba con el puño, le ponía cuernos, y tocaba madera por detrás de la espalda, lo que ya indica una creencia, la creencia en el mal de ojo. Pero cuando se trata de creencias irracionales, hay que tenerlas todas o de plano ninguna.
Por mi parte, soy también un librepensador: es decir, alguien que se rebela contra todos los dogmas que el miedo a la muerte hace inventar; pero no siento cólera ante los templos, ya sean católicos, apostólicos, romanos, protestantes, rusos, griegos, budistas, judíos, musulmanes. Y tengo mi manera de considerarlos y explicarlos. Un templo es un homenaje a lo desconocido. Tanto más crece el pensamiento, tanto más se reduce lo desconocido, tanto más se derrumban los templos. Pero en lugar de colocar incensarios en los templos, yo instalaría telescopios, microscopios y aparatos eléctricos. Eso es todo.
Mi tío y yo diferimos sobre casi todos los puntos. El era patriota; yo no, pues también el patriotismo constituye una religión. Es el huevo de las guerras.
Mi tío era francmasón. Yo declaro que los francmasones son más estúpidos que las viejas devotas. Tal es mi opinión y la sostengo. Si se tratara de tener una religión, me bastaría con la antigua.
Esos mensos quieren imitar a los curas. Tienen por símbolo un triángulo en lugar de una cruz. Cuentan con iglesias que llaman Logias, y con un montón de cultos diversos: el rito escocés, el rito francés, el gran oriental, y con una serie de babosadas como para morirse de risa.
¿Y qué es lo que quieren? Ayudarse mutuamente, haciéndose cosquillas al saludarse de mano. No se los tomo a mal. Han puesto en práctica el precepto cristiano: “Ayudaos los unos a los otros”. La única diferencia consiste en las cosquillas del saludo. Pero, ¿vale la pena montar tantas ceremonias para prestarle unos centavos a un pobre diablo? Los religiosos, para quienes la limosna y el socorro son un deber y un oficio, escriben en el encabezado de sus epístolas tres letras: JHS [en latín: Jesús, salvador de los hombres]. Los francmasones ponen tres puntos después de su nombre. Tales para cuales.
Mi tío me contestaba: “Precisamente, nosotros erigimos una religión contra la religión; hacemos del libre pensamiento un arma que matará al clericalismo. La francmasonería es una ciudadela donde se enrolarán todos los demoledores de las divinidades”.
Yo le respondía: “Pero, querido tío (en mis adentros lo llamaba ‘viejo menso’), eso es justamente lo que te reprocho. En lugar de destruir, ustedes organizan la libre competencia: eso abarata los precios y ya. Por lo demás, si no admitieran ustedes más que a librepensadores, comprendería, pero reciben a todo mundo. Entre ustedes hay muchedumbre de católicos, incluso dignatarios del catolicismo. Pío IX fue de los suyos, antes de convertirse en papa. Si a eso ustedes llaman una ciudadela contra el clericalismo, me parece que disponen de una ciudadela muy débil”.
Entonces mi tío, con un guiño, añadía: “Nuestra verdadera acción, nuestra acción más formidable ocurre en el terreno de la política. Socavamos, de una manera continua y segura, el espíritu monárquico”.
Esta vez estallé: “¿Ah sí? ¡Ustedes son unos farsantes! Si me dijeras que la francmasonería es una fábrica electoral, te daría la razón; que sirve como una máquina para hacer votar en favor de los candidatos de todo tipo, no lo negaría; que no tiene otra función que la de engatusar a la pobre gente, de enrolarla para llevarla a las urnas como se envía al fuego a los soldados, estaría de acuerdo contigo; que es útil, incluso indispensable, para todas las ambiciones políticas, porque la francmasonería convierte a cada uno de sus miembros en un agente electoral, yo gritaría: ‘¡Eso es claro como el sol!’ Pero si pretendes que sirve para socavar el espíritu monárquico, me río en tu cara. ¡Analiza un poco, por favor, esta vasta y misteriosa asociación democrática, que ha tenido por supremo maestro, en Francia, al príncipe Napoleón bajo el imperio; que ha tenido como supremo maestro, en Alemania, al príncipe heredero; y en Rusia, al hermano del zar; de ella forman parte el rey Humberto y el Príncipe de Gales, y todas las cabezotas coronadas del globo!”
En esta ocasión mi tío me deslizó al oído: “Es cierto, pero todos estos príncipes sirven indudablemente para nuestros proyectos”.
—Y al revés, ¿no?
Añadí para mis adentros: “¡Cuántas tonterías!”
Y había que ver cómo mi tío Sosthène invitaba a cenar a un francmasón. Primero se saludaban y se tocaban las manos con un aire misterioso y totalmente ridículo, y se veía que se entregaban a una serie de presiones secretas. Cuando yo quería ponerlo furioso, le recordaba a mi tío que también los perros tiene toda una manera francmasónica de saludarse.
Después mi tío llevaba a su amigo a los rincones, como para confiarle cosas considerables; luego, a la mesa, cara a cara, tenían una forma de mirarse, de cruzar miradas, de beber sin dejar de verse de reojo, como repitiéndose sin cesar: “Estamos firmes, eh”.
Y pensar que hay millones sobre la tierra que se entretienen con tales payasadas. Yo preferiría ser jesuita.
*

Había en nuestra ciudad un viejo jesuita que era la bestia negra de mi tío Sosthène. Cada vez que se lo encontraba, o con sólo verlo de lejos, murmuraba: “Ese crápula”. Luego me tomaba del brazo y me confiaba a media voz: “Ya verás cómo ese canalla me va a causar un daño cualquier día. Lo presiento.”
Y tuvo razón mi tío. Voy a contar cómo se produjo ese accidente, por mi culpa.
Nos acercábamos a la Semana Santa. Entonces mi tío tuvo la idea de organizar una cena con platillos de carne para el Viernes Santo, una gran cena, con morcilla y otros embutidos de cerdo [cervelas]. Me opuse todo lo que pude; le dije: “Voy a comer carne ese día como siempre, pero solo, en casa. Tu manifestación es idiota. ¿Para qué manifestarse? ¿En qué te perjudica que haya gente que no coma carne ese día?”
Pero mi tío se mantuvo firme. Invitó a tres amigos al mejor restorán de la ciudad; y como era él quien pagaba, no me abstuve de manifestarme.
A las cuatro de la tarde nos instalamos afuera del Café Penélope, el más frecuentado, y mi tío Sosthène leyó en voz muy alta nuestro menú. A las seis nos sentamos a la mesa. Seguíamos comiendo a las diez de la noche, y habíamos bebido, entre los cinco, dieciocho botellas de vino fino, más cuatro de champaña. Entonces mi tío propuso lo que llamaba la “gira del arzobispo”. Hacía poner en fila, frente a él, seis vasitos que llenaba de diversos licores; entonces los vaciaba de golpe, mientras uno de sus amigos contaba hasta veinte. Eso era una estupidez, pero mi tío Sosthène lo encontraba “ceremonioso”.
A las once estaba borracho como un canónigo. Fue necesario llevarlo en coche a casa, y meterlo a la cama; ya entonces se podía prever que su manifestación anticlerical iba a resolverse en una terrible indigestión.
Mientras regresaba a mi casa, también borracho, pero con una ebriedad alegre, se me ocurrió una idea maquiavélica que satisfacía todos mis instintos de escepticismo.
Me recompuse la corbata, asumí un aire desesperado, y fui a tocar furiosamente la puerta del viejo jesuita. Era sordo y se hizo esperar. Pero como yo conmocionaba a patadas toda la casa, se asomó finalmente a la ventana, con su gorro de algodón: “¿Qué desea?”
Le grité: “¡Pronto, pronto, reverendo padre, ábrame usted; se trata de un enfermo desesperado que reclama vuestro santo ministerio!”
El pobre buen hombre se puso enseguida un pantalón y bajó sin sotana. Le conté con una voz jadeante que mi tío, el librepensador, había sido presa súbitamente de un horrible malestar que hacía prever una enfermedad muy grave; que le había sobrevenido un enorme miedo a la muerte, y que deseaba verlo, conversar con él, escuchar sus consejos, conocer mejor las creencias, acercarse a la Iglesia, y sin duda confesarse y comulgar, para poder dar en paz consigo mismo el paso terrible.
Y añadí con un tono crítico: “En fin, él lo desea. Si eso no le hace bien, tampoco le hará ningún daño”.
El viejo jesuita estupefacto, emocionado, tembloroso, me dijo: “Espéreme un momento, hijo mío, ya voy”. Entonces le advertí: “Disculpe, reverendo padre, pero no puedo acompañarlo. Mis convicciones me lo impiden. Hasta me negué a venirlo a buscar a usted; de modo que le ruego que no diga que me ha visto. Explique que por una especie de revelación se ha enterado de la enfermedad de mi tío.”
El buen hombre consintió y se fue en paso veloz a tocar la puerta de mi tío Sosthène. La criada que cuidaba al enfermo abrió la puerta de inmediato, y vi desaparecer la negra sotana dentro de aquella fortaleza del libre pensamiento.
Me escondí en un zaguán vecino para esperar el resultado. En plenitud de salud, mi tío habría apaleado al jesuita, pero yo lo sabía incapaz de mover un brazo, y me preguntaba con un gozo delirante qué inverosímil escena ocurriría entre esos dos antagonistas. ¿Qué luchas, qué discusiones, qué estupefacciones, qué enredos? ¡Y qué conclusión de esta situación inédita, la cual se volvería aún más trágica con la indignación de mi tío!
Me dolía el estómago de tanto reírme a solas, y me repetía a media voz: “¡Ah, qué buena comedia, qué buena comedia!”
Pero hacía frío y advertí que el jesuita duraba mucho tiempo dentro de la casa. Me dije: “Están discutiendo”.
Pasó una hora, pasaron dos y tres. Y no salía el reverendo padre. ¿Qué habría ocurrido? ¿Mi tío habría muerto de sobrecogimiento al mirarlo? ¿O habría asesinado al hombre de la sotana? ¿O se estarían devorando el uno al otro? Esta última suposición me pareció inverosímil, pues en ese momento mi tío no estaba en capacidad de asimilar ni un gramo más de comida. Amaneció.
Inquieto, sin osar entrar a la casa, recordé que uno de mis amigos vivía precisamente en frente. Fui a su casa, le conté el asunto, que lo asombró y lo hizo reír, y me embosqué en su ventana.
A las nueve de la mañana él tomó mi sitio y dormí un poco; dos horas después lo reemplacé. Estábamos desmesuradamente preocupados.
A las seis de la tarde, el jesuita salió con un aire pacífico y satisfecho, y lo vimos alejarse con un paso tranquilo.
Entonces, avergonzado y tímido, fui a tocar a la puerta de mi tío. Salió la criada. No me atreví a interrogarla y subí sin decir nada.
Mi tío Sosthène yacía en su lecho: pálido, deshecho, abatido, con la mirada sombría y los brazos inertes. Una estampita religiosa estaba prendida a la cortina de su cama con un alfiler.
Se olía mucho la indigestión en el cuarto entero.
Le dije: “Pero tío, ¿estás en cama? ¿No te sientes bien?”
Respondió con una voz agobiada: “Ay, muchacho: estuve muy enfermo. Sentí que me moría”.
—¿Pero cómo es eso, tío?
—No lo sé. Es muy asombroso. Pero lo más extraño de todo, es que el padre jesuita que acaba de salir, ya lo conoces, ese buen hombre a quien yo no soportaba, ha tenido una revelación de mi estado, y me ha venido a ver.
Sentí una tremenda necesidad de reír.
—¿Ah, de veras?
—Sí, vino. Escuchó una voz que le ordenaba levantarse y venir porque yo me moría. Es una revelación.
Fingí estornudar para no carcajearme. Tenía ganas de echarme a rodar en el piso.
Al cabo de un minuto, asumí un tono indignado, a pesar de ciertos chispazos de hilaridad:
—¿Y lo recibiste, tío, tú? ¿Un librepensador? ¿Un francmasón? ¿No lo arrojaste a la calle?
Pareció confuso y balbuceó:
—¡Es que fue tan asombroso, tan asombroso, tan providencial! Y además me habló de mi padre. Él conoció a mi padre en los viejos tiempos.
—¿A tu padre, tío?
—Sí, parece que conoció a mi padre.
—Pero ésa no es una razón para recibir a un jesuita.
—¡Lo sé muy bien, pero yo estaba enfermo, tan enfermo! Y él me ha cuidado con tanta devoción toda la noche. Me cuidó a la perfección. Es él quien me ha salvado. Son un poco médicos, esos curas.
—¡Ah! Te cuidó durante toda la noche, pero me dices también que apenas se acaba de ir.
—Así es. Como se ha portado conmigo de un modo excelente, lo invité a almorzar. Comió al lado de mi cama, en una mesita, en tanto yo tomaba una taza de té...
—¿Y comió carne?
Mi tío hizo un gesto de disgusto, como si yo hubiese dicho algo muy inconveniente, y añadió:
—No bromees, Gastón; las bromas están ahora fuera de lugar. Este hombre ha sido más afectuoso y abnegado conmigo en esta ocasión que un pariente. Espero que se respeten sus convicciones.
Ahora yo estaba aterrado, pero de cualquier manera le seguí diciendo:
—Está bien, tío. Y después del almuerzo, ¿qué han hecho?
—Jugamos un poco a las cartas, luego él rezó su breviario, mientras yo leía un librito que traía consigo, y que no está del todo mal escrito.
—¿Un libro piadoso, tío?
—Sí y no; más bien no; es la historia de sus misiones en África Central. Se trata sobre todo de un libro de viajes y de aventuras. Es muy hermoso lo que ellos hacen allá, estos curas.
Empecé a ver que el asunto empeoraba. Me levanté:
—Entonces adiós, tío, veo que abandonas la francmasonería por la religión. Eres un renegado.
Se confundió un poco más y murmuró:
—Pero la religión es una especie de francmasonería...
Le pregunté:
—¿Y cuándo vuelve tu jesuita?
Mi tío balbuceó:
—No sé, no sé... A lo mejor mañana... No estoy seguro.
Y salí, completamente consternado.
Ah, que terminó mal mi comedia. Mi tío se convirtió radicalmente. Hasta ese punto, me importaba poco. Clerical o francmasón, para mí, es como decir gorro blanco o blanco gorro. Pero lo peor es que acaba de hacer su testamento; sí, ha hecho su testamento y me ha desheredado, señor, en favor del padre jesuita.


NOTA:
A finales del siglo XVIII un esperanzador fantasma recorría Europa: el de la francmasonería, esa progresista hermandad de los buscadores del absoluto y de los redentores seculares la humanidad. Liberarían al hombre del oscurantismo clerical y monárquico, de la ignorancia y de la miseria, de la crueldad y de la maldad; no lo exaltarían como una criaturilla parida por los ídolos religiosos, sino que descubrirían su cifrado infinito, y lo harían uno con el universo. El hombre dejaría de ser el hijo de dioses inexistentes, para volverse el hermano eficaz de los demás hombres.
Mozart compuso en honor de esta nueva fe La flauta mágica, una iniciación masónica en forma de ópera. El protagonista de La guerra y la paz de León Tolstoi, el atribulado (y finalmente dichoso) conde Piotr Bezukhov, vive minuciosamente sus estremecimientos, sus promesas y desengaños en plena era napoleónica. Nuestros países latinoamericanos se vieron independizados y organizados sobre todo por francmasones, hasta finales del siglo XIX.
Pero fue tal el éxito social, político y cultural de la masonería europea que pronto se acorrientó y arruinó. A mediados de siglo no escriben contra los masones solamente los clericales, sino también los anticlericales antimasónicos, hartos del oportunismo y la charlatanería de esa ideología redentorista y esotérica que ya incluía entre sus huestes a reyes, príncipes, prelados, banqueros, rentistas ociosos y todo tipo de políticos. Tolstoi retrata en La guerra y la paz toda esa farsa masónica en los salones aristocráticos de Moscú y San Petersburgo, pero narra también sus encendidas esperanzas y elaboradas iluminaciones como las creían algunos francmasones sinceros y el iniciado entusiasta.
“Mi tío Sosthène” es una burla de la masonería, pero ya no desde la Iglesia ni desde la ciencia, sino desde el punto de vista escéptico de un descreído dandy del fin-de- siglo, un tanto cínico, que sólo encuentra solidez en disfrutar la vida; y pura estupidez en las “grandes ideas” de las generaciones anteriores (Voltaire, Michelet, Víctor Hugo, Renan, Sainte-Beuve, George Sand), como la masonería, el romanticismo, el socialismo, el patriotismo, el ateísmo o el jacobinismo.
Como en otras ocasiones, Maupassant recicla en este cuento algún tema de papá Flaubert: el Homais de Madame Bovary y cierto filo de Bouvard y Pécuchet. La idea de que el boticario voltairaneo es tan banal, ridículo, supersticioso y nocivo como un cura de aldea. Pero añade una sorna hacia cierto “tío” literario: Sainte-Beuve, el fraternal amigo de Flaubert.
Jacobino de hueso colorado, Sainte-Beuve organizaba estas comidas públicas de morcilla y embutidos de cerdo en pleno Viernes Santo, para manifestar su anticlericalismo. Se trata pues de otro —¡otro!— chiste contra el magnífico escritor Sainte-Beuve, a quien le apodaban por ese rito no “El libre pensador” [Le libre penseur] sino “El libre tragador” [Le libre mangeur], según se nos informa en la edición de La Pléiade de los Contes y Nouvelles, t. I, de Maupassant. (Una “comilona de ateos” parecida ocurre en Las diabólicas de Barbey d’Aurevilly.)
En este cuento de 1882 brillan la gracia y el fácil dón de conversador que también caracterizan a Maupassant, quien no siempre se esclavizó a todas las exigencias lingüísticas, estéticas y estilísticas de Bola de sebo, Una vida, Pierre y Jean o La mujer de Paul (que ya tradujimos anteriormente en este suplemento). Supo apreciar también la facilidad y la ligereza de un cuento escrito con rapidez principalmente para hacer reír; aquí tenemos una especie de fábula, de conte voltaireano contra los voltaireanos.

LA MUJER DE PAUL, UN CUENTO DE GUY DE MAUPASSANT

LA MUJER DE PAUL , UN CUENTO DE GUY DE MAUPASSANT
TRADUCCIÓN Y NOTA DE JOSÉ JOAQUÍN BLANCO

LA MUJER DE PAUL
por Guy de Maupassant

I. EL PARAÍSO DE LOS REMEROS
El restorán-mesón Grillon, ese falansterio de aficionados al canotaje, se vaciaba lentamente. Había frente a la puerta un tumulto de gritos y llamadas, y los grandes muchachos en camisetas blancas gesticulaban con los remos al hombro.
Las mujeres se embarcaban con cuidado e iban a sentarse cerca del timón, procurando no ensuciar sus claros vestidos de primavera, mientras que el encargado del establecimiento, un muchachón fuerte de barba roja, célebre por su vigor, daba la mano a las chiquillas y mantenía firmes las frágiles embarcaciones.
Los remeros ocupaban entretanto sus sitios, con los brazos desnudos y el pecho sacado, posando para la galería, una galería compuesta por burgueses endomingados, obreros y soldados acodados sobre la balaustrada del puente y muy atentos a este espectáculo.
Los botes, uno a uno, se alejaban del embarcadero. Los remeros se inclinaban hacia delante y luego se echaban hacia atrás en un movimiento regular; y al impulso de los largos remos curvos, unas barcas rápidas llamadas yoles, se deslizaban por el río, se alejaban, empequeñecían, desaparecían finalmente bajo el otro puente, el del ferrocarril, bogando hacía el balneario La Grenouillère.
Sólo había quedado una pareja. El muchacho, casi imberbe, flaco, pálido, abrazaba por la cintura a su amante, una chica de pelo castaño, tan delgada que tenía aires de saltamontes, y de vez en vez se miraban hasta el fondo de los ojos.
El dueño del mesón gritó: “Eh, señor Paul, ¿qué espera?”. Y ellos se acercaron.
De todos los clientes de la casa, Paul era el más querido y respetado. Pagaba sin regateos y al momento, mientras que a otros había que andarlos jalando de las orejas, si no es que desaparecían sin saldar sus cuentas. Además constituía una especie de propaganda viva para el establecimiento, pues su padre era senador. Y cuando algún extraño preguntaba: “¿Y quién es ese chico que está allá, el que se ve tan enamorado de su muchacha?”, alguno de los clientes habituales respondía a media voz, con un aire importante y misterioso: “Es Paul Baron, el hijo del senador”. Y el primero jamás podía evitar el comentario: “¡Pobre diablo! La chica lo tiene pero bien agarrado.”
La señora Grillon, una buena mujer que conocía su negocio, llamaba al chico y a su compañera “mis dos tórtolos”, y se mostraba completamente enternecida por ese amor tan ventajoso para su mesón.
La pareja avanzaba a pasos cortos; la yol Madelaine estaba lista para salir, pero al momento de abordarlo, ellos se besaron, lo que hizo reír al público reunido en el puente. Y Paul, tomando sus remos, partió también rumbo a La Grenouillère.
Llegaron cerca de las tres de la tarde, y el gran café flotante estaba rebosante de clientes. La balsa inmensa, cubierta por un toldo de lona sobre columnas de madera, se une a la encantadora isla de Croissy por dos pasarelas, una de las cuales penetra hasta el centro de este establecimiento acuático, mientras que la otra comunica su extremo con un islote de un solo árbol, llamado “La maceta de flores”, y de ahí toca tierra junto los vestidores. Paul amarró su barca a la orilla del establecimiento, escaló la balaustrada del café, y desde ahí tomó a su amante de las manos y la alzó; se sentaron frente a frente en el extremo de una mesa.
Del otro lado del río, por el camino de los sirgadores, se alineaba una larga fila de carruajes. Alternaban los de alquiler con los carros finos de los “gomosos”: unos pesados, con un vientre descomunal que aplastaba los resortes, tirados por algún caballo corriente, cabizbajo, con las patas maltratadas; los otros carros eran esbeltos, gallardos sobre sus ruedas delgadas, con sus caballos de patas finas y tensas, el pescuezo erguido, los frenos nevados de espuma, a la vez que el cochero, adornado con su librea, erguía sobre su cuello amplio la cabeza, sostenía inflexibles las riendas y mantenía la fusta sobre las rodillas.
La ribera estaba cubierta de gente que llegaba en familias, grupos, parejas o solos. Arrancaban briznas de hierba, descendían hasta la orilla del agua, retornaban al camino, y todos se detenían en el mismo sitio a esperar la barca colectiva. Esta barca pesada iba y venía sin interrupción de una ribera a la otra, llevando hasta la isla a los pasajeros.
El brazo del río (al que se llama brazo muerto) en el que descansa esa gran balsa-café, parecía dormir, a tal grado era suave la corriente. Flotillas de yoles, de esquifes, de périssoires, de podoscaphes, de gigs, de todo tipo de embarcaciones de toda forma y naturaleza, corrían sobre la onda inmóvil, se cruzaban, se mezclaban, se abordaban, se detenían bruscamente en un esfuerzo de los brazos de los remeros, para lanzarse de nuevo bajo la brusca tensión de los músculos, y deslizarse rápidamente como largos peces amarillos o rojos.
Llegaba gente sin cesar: de Chatou, por la parte de arriba, o de Bougival, por la de abajo; y las risas iban sobre el agua de una barca a otra, las llamadas, las interpelaciones, los gritos. Los remeros exponían al ardor del sol la carne tostada y repujada de sus bíceps; y como flores extrañas, como flores que nadasen, las sombrillas de seda rojas, verdes, azules o amarillas de las muchachas deslumbraban en la popa de las canoas.
El sol de julio brillaba al centro del cielo; el aire parecía lleno de una alegría bulliciosa; ninguna brisa removía el follaje de sauces y álamos. A lo lejos, enfrente, el inevitable Mont-Valérien ponía en escena bajo la luz cruda sus taludes fortificados; mientras que a la derecha, la adorable colina de Louveciennes, siguiendo el curso del río, se redondeaba en un semicírculo, dejando ver a trechos, a través de la verdura poderosa y sombría de los grandes jardines, los blancos muros de las casas de campo.
En los alrededores de La Grenouillère, una muchedumbre de paseantes circulaba bajo los árboles gigantes que hacen de este rincón de la isla uno de los parques más deliciosos del mundo. Las mujeres, las chamacas de pelo amarillento, con senos desmesuradamente vastos y grupas exageradas, los rostros empastelados de maquillaje, los ojos repintados de carbón, los labios sanguinolentos, llenos de listones y moños sus vestidos extravagantes, arrastraban sobre el fresco césped el mal gusto chillón de sus atavíos, mientras que a su lado los muchachitos posaban con su facha de figurines de revista de modas: los guantes claros, las botas de charol, los bastones delgados como un alambre y los monóculos que acentuaban la estupidez de sus sonrisas.
La isla se estrecha precisamente en La Grenouillère, y del otro lado, donde también funciona una barca que trae sin cesar gente de Croissy, el brazo del río, lleno de remolinos y espumas, tiene forma de torrente. Un destacamento de lancheros y estibadores, en uniforme de artilleros, acampa sobre esta orilla, y los soldados, sentados en fila sobre una larga viga, miran correr el agua.
Abundaba en el establecimiento la clientela bulliciosa y excitada. Las mesas de madera, donde los líquidos vertidos formaban pequeños arroyos fangosos, estaban llenas de vasos medio vacíos y rodeadas de gente medio borracha. Toda esta gente gritaba, cantaba, alborotaba. Los hombres, con los sombreros caídos hacia atrás, la cara enrojecida y los ojos luminosos de ebrios, se agitaban y vociferaban con una necesidad animal de armar escándalo. Las mujeres, acechando una presa para la noche, se hacían invitar copas a lo largo de su espera; y en el espacio libre entre las mesas dominaba el público ordinario del lugar, un batallón de remeros desaforados con sus compañeras en cortas faldas de franela.
Uno de ellos enloquecía sobre el piano, que parecía tocar con pies y manos; cuatro parejas brincoteaban en una especie de cuadrilla, y eran contempladas por algunos jóvenes elegantes, muchachos correctos que habrían pasado por decentes, si cierto aire vago no los delatara. Pues se respira ahí, a todo pulmón, toda la espuma y el moho del París mundano, toda la crápula distinguida, mescolanza de fonderas, comicastros, periodistas ínfimos, nobles en bancarrota, bolsistas quebrados, juerguistas sin un centavo, viejos chulos podridos; abigarrada reunión de todos los seres sospechosos, medio conocidos, medio perdidos, gente medio deshonrada a la que se saludaba a medias; pícaros, transas, alcahuetes, y atildados caballeros industriales de aspecto digno, con un aire bravucón que parecía decir: “Al primero que me acuse de bribón, lo reviento”.

II. “¡LESBOS, LESBOS!”
En ese lugar se huele la estupidez, apestan la canallería y la galantería de bazar. Tales para cuales machos y hembras. Flota el aroma del amor, y los hombres se baten en duelo por un sí o un no, a fin de sostener reputaciones carcomidas que las estocadas y los agujeros de bala no hacen sino acabar de destrozar.
Algunos habitantes de los alrededores acuden los domingos a curiosear; algunos chicos, demasiado jóvenes, se presentan una vez al año, para aprender a vivir. Y los flâneurs, en su vagancia elegante, se dejan ver; algunos inocentes los contemplan.
Con razón es llamada La Grenouillère [lugar de ranas]. Al lado de la balsa cubierta donde se bebe, exactamente junto a la “La maceta de flores”, puede uno meterse a nadar o a bañarse. Las mujeres de suficientes redondeces ahí se exhiben al desnudo y procuran conseguirse un cliente. Las otras, desdeñosas, muy amplificadas por el algodón, sostenidas por los resortes, rellenadas por aquí, modificadas por allá, miran con un aire despectivo cómo chapotean sus hermanas.
Los nadadores se reúnen en una pequeña plataforma para tirarse los clavados. Unos largos como estacas, otros redondos como calabazas; los hay nudosos cual rama de olivo, otros arrastrados hacia abajo o hacia atrás por el peso del vientre, todos invariablemente feos, saltan al agua, salpicando a quienes beben en el café.
A pesar de los árboles inmensos inclinados sobre el establecimiento y de la cercanía del agua, un calor sofocante se apoderaba del lugar. Las emanaciones de los licores vertidos se mezclaba con el olor de los cuerpos y con el de los violentos perfumes de que está impregnada la piel de las vendedoras de amor y que se evaporaban en este horno. Y sobre todos estos diversos olores soplaba un ligero aroma de polvos de arroz que a veces desaparecía, y reaparecía poco después, y siempre estaba ahí, como si alguna mano escondida sacudiera en el aire una brocha invisible.
El espectáculo era el río, donde el ir y venir de los barcos atraía las miradas. Las chicas de los remeros se acomodaban en su asiento frente a sus machos de fuertes puños, y veían con desprecio a las que se ajetreaban en la isla en busca de alimentos. A ratos, cuando una barca pasaba a toda velocidad, sus amigos de tierra la aclamaban a gritos, y todo el público, súbitamente acometido por la locura, se ponía a aullar.
En un recodo del río, hacia Chatou, se veían sin cesar barcas nuevas. Se acercaban, iban creciendo, y conforme se reconocía los rostros, brotaban nuevas vociferaciones.
Una lancha cubierta con toldo y tripulada por cuadro mujeres descendía con lentitud por la corriente. La que remaba era flaca, bajita, ajada, vestida con uniforme de grumete, y recogía su pelo rizado bajo un sombrero impermeable. Frente a ella, una rubia gorda vestida de hombre, con una chaqueta blanca de franela, se tendía de espaldas al fondo de la barca, con las piernas levantadas, que descansaban a ambos lados de la remera, y fumaba un cigarrillo, pero a cada esfuerzo de los remos temblaban sus senos y su vientre, tambaleándose por las sacudidas. Hasta atrás, bajo el toldo, dos muchachas hermosas, altas y esbeltas, una rubia y otra castaña, se abrazaban por la cintura sin dejar de mirar a sus compañeras.
Un solo grito partió de La Grenouillère: ¡”Aquí está Lesbos!”, y de pronto fue un clamor furioso, un espantoso tumulto; todo mundo, en un delirio del ruido, gritaba: “¡Lesbos! ¡Lesbos! ¡Lesbos!”. El grito circulaba, se volvía una sonoridad confusa, una especie de terrible alarido, pero resurgía de pronto, parecía ascender por el espacio, cubrir la llanura, saturar el espeso follaje de los grandes árboles, extenderse hasta las colinas lejanas, llegar hasta el sol.
La remadora, frente a tal ovación, se había detenido con toda tranquilidad. La gorda rubia acostada al fondo de la barca volteó la cabeza con un aire despreocupado, incorporándose sobre los codos; y las otras dos bellas muchachas, más atrás, se soltaron a reír y saludaron a la muchedumbre.
Entonces se redobló la vociferación, poniendo a temblar el establecimiento flotante. Los hombres alzaban sus sombreros, las mujeres agitaban sus pañuelos, y todas las voces, agudas o graves, gritaron al unísono: “¡Lesbos!” Se hubiese dicho que esta gente, este amontonadero de corrompidos, saludaba a un jefe, como las escuadras disparan el cañón cuando un almirante pasa enfrente.
La flota numerosa de las embarcaciones aclamaba así la barca de las mujeres, que siguió su rumbo soñoliento sobre el río hasta atracar un poco más lejos.
Paul, al contrario de los demás, había sacado una llave de su bolsillo y, con ella, había chiflado con todas sus fuerzas. Su amante, nerviosa, todavía pálida, lo cogió del brazo para hacerlo callar, y lo miró con ira. Pero él se veía exasperado, como sublevado por unos celos de varón, por un furor profundo, instintivo, desordenado. Balbuceó con los labios temblorosos de indignación:
—¡Es vergonzoso! Habría que ahogarlas como a los perros, con una soga al cuello.
Pero Madelaine se enfureció bruscamente; su pequeña voz aguda se volvió silbante, y habló con volubilidad, como si defendiera su propia causa:
—¿Y a ti qué te importa? ¿Ellas son o no libres de hacer lo que les plazca, ya que no le deben nada a nadie? Guarda compostura y métete en tus propios asuntos...
Pero él le cortó la palabra:
—¡Esto es cosa para la policía, y haré que las metan a Saint-Lazare [la cárcel de putas]!
Ella se estremeció:
—¿Eso harías, tú?
—¿Yo?, claro que sí. Y por lo pronto te prohibo que les hables, que las escuches; te lo prohibo.
Ella alzó los hombros, y se lo dijo con toda calma y de una buena vez:
—Mira, chiquillo, yo voy a hacer lo que me dé la gana; si no estás contento, lárgate, pero ya. No soy tu esposa, ¿o sí? Entonces cállate.
Paul no contestó y se quedaron frente a frente, mirándose con la boca crispada y la respiración rápida.
Por la otra puerta del gran café de madera entraban las cuatro mujeres. Las dos vestidas de hombre marchaban por delante; una, flaca, parecida a un adolescente envejecido, con manchones amarillos en la sienes [bajo el sombrero impermeable]; la otra, rellenando con su grasa el traje de franela blanca, abombando por la grupa el ancho pantalón, balanceándose como una oca cebada al caminar con sus enormes nalgas y sus rodillas chuecas hacia dentro. Sus dos amigas las seguían y la muchedumbre de remeros les estrechaba las manos.
Las cuatro habían reservado un pequeño chalet a la orilla del río, y ahí vivían juntas como dos matrimonios. Su vicio era público, oficial, patente. Se hablaba de eso como de algo natural, que las hacía casi simpáticas, y se chismeaba en voz baja sobre historias raras, dramas nacidos de furiosos celos femeninos, y sobre visitas secretas de mujeres bien conocidas, como algunas actrices, a la pequeña casa a la orilla del agua.
Un vecino, indignado por esos rumores escandalosos, había dado parte a la policía, y un par de gendarmes fueron a realizar una inspección. La misión era delicada, pues no se podía a final de cuentas reprochar nada a esas mujeres que no se dedicaban a la prostitución. Muy perplejo, el oficial, ignorante por completo de lo que se trataba, hizo sus preguntas al azar y redactó un informe monumental en que se concluía con la inocencia de esas damas. Lo que provocó risas hasta el Boulevard Saint-Germain.
Ellas cruzaron con pasos cortos, como reinas, el establecimiento de La Grenouillère; parecían orgullosas de su celebridad, felices de las miradas que se fijaban en ellas, se sentían superiores a esa multitud, a esa turba, a esa plebe.
Madeleine y su amante las miraban acercarse, y en los ojos de la muchacha lució una como llamarada.
En cuanto las dos primeras estuvieron cerca de su mesa, Madelaine gritó: “¡Pauline!” La gorda se dio la vuelta y se detuvo, sin soltar del brazo a su grumete hembra:
—¡Pero mira, si es Madelaine!... Ven a platicar conmigo un rato, querida.
Paul encajó los dedos en la muñeca de su amante, pero ella le dijo con un solo gesto: “Ya sabes, chiquillo, puedes largarte cuando gustes”, de modo que él se calló y se quedó solo.
Entonces las tres platicaron en voz baja un rato. Parecían decir cosas alegres. Hablaban rápido. Y por instantes Paulina miraba de reojo a Paul con una sonrisa malévola y despectiva.
No pudo él soportarlo, se levantó de pronto y se plantó junto a ellas de un paso, temblando de pies a cabeza. Tomó a Madelaine por los hombros: “Ven ya. Te digo que vengas. Te he prohibido hablar con estas mujerzuelas”.
Pero Pauline levantó la voz y se puso a insultarlo con su repertorio de verdulera. Todos reían alrededor. La gente se acercaba; había quien se paraba de puntas para ver mejor. Él se quedó anonadado bajo tal lluvia de injurias fangosas; le parecía que las palabras que salían de esa boca y caían sobre él, lo ensuciaban como si le volcaran un bote de basura; y retrocedió ante el escándalo que comenzaba, volvió sobre sus pasos, se acodó sobre la balaustrada, mirando al río, dándoles la espalda a las tres mujeres victoriosas.
Se quedó ahí, mirando el agua, y quizás, con un gesto rápido, como si se la arrancara, con un dedo nervioso secaba alguna lágrima que empezaba a formársele en el ojo.
Y es que amaba perdidamente, sin saber por qué, a pesar de sus delicados instintos, a pesar de su razón, a pesar incluso de su voluntad. Había caído en este amor como se cae en un hoyo hediondo. Dotado de una naturaleza tierna y delicada, había soñado amores exquisitos, ideales y apasionados, y de pronto esa especie de mujer-saltamontes, tonta, tonta como todas las mujerzuelas, de una tontería exasperante, y que ni siquiera era bonita, sino flaca y furibunda, lo había atrapado, cautivado, poseído de la cabeza a los pies, en cuerpo y alma. Padecía ese embrujo femenino, misterioso y omnipotente, esta fuerza desconocida, esta dominación prodigiosa, venida de quién sabía dónde, del demonio de la carne, la cual arroja al hombre más sensato a los pies de cualquier mujerzuela sin que nada de ella explique su poder fatal y soberano.
Sentía que a su espalda se tramaba algo infame. Las risas lo herían en el corazón. ¿Qué hacer? Él lo sabía muy bien, pero no podía. Miraba fijamente, en la orilla de enfrente, a un inmóvil pescador de caña. De pronto el pescador jaló bruscamente del río un pescadito plateado que se estremecía al final de la cuerda. Después trató de quitarle el anzuelo; lo retorció, le dio la vuelta, pero en vano; entonces, arrebatado de impaciencia, se puso a arrancar con rabia el anzuelo, y se quedó con la cabeza sangrienta del animal y con un montón de entrañas. Y Paul se estremeció a su vez hasta el fondo del corazón, pues le pareció que ese anzuelo era su amor y que, si intentaba arrancárselo, todo lo que él tuviera en el pecho saldría así, clavado de la punta de ese hierro torcido que llevaba encajado en el fondo de su cuerpo, y del que Madelaine sostenía la cuerda.

III. ¿Y LOS BESOS? ¿HASTA DÓNDE LLEGAN LOS BESOS?
Una mano se posó sobre su espalda, él se sobresaltó, volteó: su amante estaba a su lado. No se hablaron. Madelaine se acodó como él sobre la balaustrada, los ojos fijos en el río.
Paul buscaba algo qué decirle, pero no encontraba nada. Ni siquiera lograba dilucidar qué pasaba dentro de sí. Lo único que advertía era la dicha de sentirla junto, a su lado, de regreso; y una vergonzosa cobardía, una necesidad de perdonarlo todo, de permitirlo todo, con tal de que ella no lo abandonara.
Por fin, después de algunos minutos, él le dijo con una voz dulcísima:
—¿Quieres que nos vayamos? Estaremos mejor en la barca.
—Sí, gatito mío.
Y él la ayudo a descender a la yol, la sostuvo, le estrechó las manos con total ternura, todavía con ciertas lágrimas en los ojos. Ella lo miró con una sonrisa, y se besaron de nuevo.
Remontaron el río con mucha dulzura, cerca de la orilla plantada de sauces, cubierta de hierbas, húmeda y tranquila en la tibia atmósfera de la hora de la siesta. Apenas eran las seis cuando regresaron al mesón Grillon; así que bajaron de su yol y se fueron a pasear a pie en la isla, hacia Bezons, a través de los prados, a lo largo de las altas alamedas de crecen al borde del río.
Los campos estaban llenos de flores que brotaban entre el heno en sazón, listo para ser segado. El sol poniente los cubría con una pátina de luz rojiza, y en el calor atenuado del día que termina se mezclaban las flotantes exhalaciones de la hierba con los vapores húmedos del río, impregnando el aire de una dicha ligera como un vapor de bienestar.
Un blando desfallecimiento caía sobre los corazones; y una especie de comunión con este tranquilo esplendor de la tarde, con este estremecimiento vago y misterioso de la vida expandida, con esta poesía penetrante, melancólica, que parecía surgir de las plantas, de las cosas, dilatarse, se revelaba a los sentidos en esta hora dulce y recogida.
Paul sentía todo esto, pero ella no lo comprendía. Caminaban lado a lado, y de pronto, harta de andar callada, ella cantó. Ella cantó con su voz tipludilla y en falsete cualquier cosa callejera, un sonecillo monótono que de repente recordó, el cual rompió bruscamente la profunda y serena armonía de la tarde.
Entonces él la miró y sintió entre ambos un abismo infranqueable. Ella iba golpeando las hierbas con su sombrilla; llevaba la cabeza baja, contemplando sus pies, y cantaba, agudizando la notas, intentando los gorgoritos, atreviéndose a gorjear.
Su pequeña frente, estrecha, que Paul amaba tanto, estaba por supuesto vacía, ¡vacía! No había nada dentro de ella más que esa música de organillo, y los pensamientos que ahí se formaban por casualidad eran semejantes a esa música. Ella no comprendía nada de él; estaban más separados que si no vivieran juntos. ¿Entonces, sus besos jamás habían ido más allá sus labios?
Ella alzó los ojos hacia él y le volvió a sonreír. Él se sintió conmovido hasta las entrañas y, abriendo los brazos, en un arranque de amor, la estrechó apasionadamente. Como le ajaba el vestido, ella se separó de él, murmurando como una compensación: “Ya ya, te quiero mucho, gatito mío.”
Pero él la tomó de la cintura, y como un loco la alzó y transportó a toda carrera; y la besaba en la mejilla, en las sienes, en el cuello, sin dejar de saltar de contento. Cayeron jadeantes al pie de un matorral incendiado por los rayos del sol poniente, y antes de retomar aliento, se unieron, sin que ella comprendiera la exaltación de Paul.
Regresaban cogidos de las manos cuando, de pronto, a través de los árboles, advirtieron sobre el río la barca de las cuatro mujeres. También los vio la gorda Paulina, pues se incorporó y le mandó besos a Madelaine. Luego gritó: “¡Nos vemos la noche!”
Madelaine respondió: “¡Nos vemos en la noche!”
Paul creyó sentir de repente que su corazón se cubría de hielo.
Volvieron al mesón a cenar. Se instalaron en una de esas glorietas a la orilla del agua y se pusieron a comer en silencio. Cuando oscureció les trajeron una bujía, resguardada en un globo de cristal, que los alumbraba con un resplandor débil y vacilante; se oían en todo momento las explosiones de gritos de los remeros en la sala principal del mesón.
Hacia el postre, Paul, tomando tiernamente la mano de Madelaine, le dijo: “Me siento muy cansado, mi chiquita; si gustas, podemos hoy acostarnos temprano”.
Pero ella había comprendido la treta, le lanzó una mirada enigmática, ese mirada pérfida que aparece tan rápidamente en el fondo de un ojo de mujer. Después de haber reflexionado, contestó: “Vete a acostar si quieres, pero yo he prometido asistir al baile de La Grenouillère.”
Él sonrió de un modo lamentable, una de esas sonrisas que ocultan los sentimientos más terribles, pero repuso de una manera acariciante y afligida: “Si gustas, nos quedaremos aquí los dos.” Ella hizo un “no” con la cabeza, sin abrir la boca. Paul insistió: “Te lo ruego, mi venadita”. Entonces ella exclamó con brusquedad: “Ya sabes lo que he dicho. Si no estás contento, la puerta está abierta. Nadie te retiene. En cuanto a mi, lo he prometido y voy a ir”.
Paul puso los codos sobre la mesa, encerró su frente entre las manos, y se quedó así, pensando con dolor.
Los remeros bajaron con el alboroto de siempre. Retomaron sus yoles rumbo al baile de La Grenouillère.
Madelaine le dijo a Paul: “Si no vas a venir, decídete, para que le pida a uno de estos señores que me lleve”.
Paul se levantó: “Vámonos”, murmuró. Y partieron.

IV. EL EMBRUJO DE LA LUNA
La noche era negra, llena de astros; estaba recubierta de un hálito abrasador, de un aliento pesado, y cargada de ardores, de fermentaciones, de gérmenes vivos que disminuían la marcha de la brisa, al mezclarse con ella. La noche acariciaba los rostros con una caricia caliente, hacía respirar con mayor rapidez, jadear un poco, así era de espesa y pesada.
Las yoles se ponían en marcha, llevando por delante una linterna veneciana [farol de papel]. No se distinguían las embarcaciones, sino solamente estos pequeños faroles de colores, rápidos y danzantes, semejantes a luciérnagas en delirio, y las voces corrían en las sombras por todos lados. La yol de los dos jóvenes se deslizaba dulcemente. A ratos, cuando una barca rápida pasaba cerca de ellos, advertían de pronto la espalda blanca del remero iluminada por su farol.
Cuando doblaron el recodo del río, La Grenouillère apareció a lo lejos. El establecimiento en fiesta estaba adornado de girándolas, guirnaldas de luces y racimos de faroles. Sobre el Sena circulaban lentamente algunas barcazas que representaban con luces cúpulas, pirámides y monumentos complicados de todos colores. Guirnaldas de antorchas bajaban al nivel del agua, y a veces un farol rojo o azul, en la punta de una inmensa e invisible caña de pescar, parecía una gran estrella que se balanceara.
Toda esta iluminación expandía un resplandor alrededor del café, iluminaba por completo los grandes árboles de la orilla, cuyos troncos de destacaban en un gris pálido, y los follajes en un verde lechoso, sobre el negro profundo de los campos y del cielo.
La orquesta, compuesta por cinco artistas de barrio, arrojaba a lo lejos su música de juerga, chillona y saltarina, que puso de nuevo a cantar a Madelaine. Ella quería entrar de inmediato. Paul deseaba dar una vuelta antes por la isla, pero él tuvo que ceder.
La concurrencia se había depurado. Sólo quedaban los remeros, unos pocos burgueses y algunos muchachos flanqueados por chamacas. El director y organizador de este cancán, majestuoso en su traje de un negro fatigado, asomaba por todas partes su cabeza devastada de viejo mercader de placeres públicos en barata.
La gorda Pauline y sus amigas no estaban ahí; Paul respiró.
Se bailaba: las parejas de mujeres, frente a frente, cabriolaban con desesperación, alzando cada cual las piernas hasta la nariz de su acompañante. Las hembras, de muslos y nalgas desarticulados, saltaban en medio de un remolino de faldas, mostrando sus interiores. Y sus pies se alzaban por encima de sus cabezas con una facilidad sorprendente, y balanceaban sus vientres, agitaban la grupa, sacudían sus senos, expandiendo en torno un aroma enérgico de mujeres que sudan.
Los machos se acucillaban como sapos, hacían gestos obscenos y muecas asquerosas, se contorsionaban, caminaban con las manos o bien, esforzándose por ser ridículos, fingían maneras exquisitas. Una sirvienta gorda y dos criados servían las bebidas.
Como este café-barco estaba cubierto sólo con un toldo, y no tenía ningún tipo de muro o tabique que lo separase del exterior por los lados, la danza desenfrenada se desarrollaba frente a la noche pacífica y frente al firmamento salpicado de astros.
De pronto el Mont-Valérien, a lo lejos, enfrente, pareció iluminarse como si un incendio estallara a sus espaldas. El resplandor se extendió, se acentuó, invadiendo poco a poco el cielo, describiendo un gran círculo luminoso, una luz pálida y blanca. Después apareció algo de rojo, aumentó, un rojo ardiente como de metal en la fragua. Todo esto cuajó lentamente en un círculo, parecía surgir de la tierra; y la luna, destacándose pronto en el horizonte, subió dulcemente en el espacio. A medida que la luna se elevaba, perdía su color rojo, se atenuaba, devenía amarillo, un amarillo claro y brillante; y el astro pareció disminuir a medida que se alejaba.
Paul lo miró largo rato, perdido en esta contemplación, olvidándose de su amante. Cuando volvió en sí, Madelaine había desaparecido.
La buscó sin éxito. Recorrió las mesas con mirada ansiosa, yendo y viniendo sin cesar, interrogando a unos y a otros. Nadie la había visto.
Así erraba, martirizado de inquietud, cuando uno de los mozos le dijo: “¿Es a la señora Madelaine a quien busca usted? Se acaba de ir en compañía de la señora Pauline.” Y, al mismo tiempo, Paul distinguió al otro extremo del café, a la grumete y a las dos chicas bonitas, las tres abrazadas de la cintura, que lo miraban entre cuchicheos.
Comprendió, y como un loco se lanzó hacia la isla. Corrió primero en dirección a Chatou; pero al llegar a la llanura volvió sobre sus pasos. Se puso entonces a escudriñar en los matorrales espesos, a vagabundear desesperadamente, deteniéndose a ratos para escuchar.
Los sapos, a lo largo de todo el horizonte, lanzaban su nota metálica y corta.
Hacia Bougival, un pájaro desconocido modulaba algunos sonidos que llegaban atenuados por la distancia. Sobre los grandes trechos de césped la luna arrojaba una blanda claridad, como polvillo de algodón; penetraba los follajes, escurría su luz sobre la corteza argentina de los álamos, cernía con su luz brillante las copas temblorosas de los grandes árboles. La embriagante poesía de esta noche de otoño penetró en Paul a su pesar, atravesó su angustia enloquecida, removió su corazón con una ironía feroz, desarrollando hasta rabiar en su alma dulce y contemplativa las ansias de una ternura ideal, de las efusiones apasionadas sobre el seno de una mujer adorada y fiel. Se vio obligado a detenerse, ahogado por los sollozos precipitados, desgarradores.
Pasada la crisis, volvió a buscarla.
De pronto recibió una como puñalada. Se estaban besando por ahí, detrás de ese matorral. Corrió hasta ese sitio. Se trataba de una pareja de enamorados, cuyas dos siluetas se alejaron rápidamente a su llegada, abrazadas, unidas en un beso sin fin.
No se atrevió a llamarla a gritos, sabiendo bien que Ella no le respondería, y tenía además un miedo terrible de descubrirlas en el acto.
Los ritornelos de las cuadrillas con los solos destemplados del clarín, las risas falsas de la flauta, los lamentos agudos del violín le desgarraban el corazón, exasperando su sufrimiento. La música furiosa y coja corría bajo los árboles, a ratos debilitada, a ratos enfatizada por un soplo pasajero de la brisa.
De pronto se dijo que, acaso, Ella habría vuelto al café. ¡Sí! ¡Había regresado! ¿Por qué no? Paul habría perdido la cabeza sin razón, estúpidamente, arrastrado por sus terrores, por las sospechas desordenadas que lo abrumaban desde hacía algún tiempo.
Y dominado por una de esas singulares calmas que a veces atraviesan las desesperaciones mayores, regresó al baile.
De un vistazo recorrió la sala. Ella no estaba ahí. Dio la vuelta a las mesas, y bruscamente se encontró de nuevo frente a frente con las tres mujeres. Su cara debió tener una expresión desesperada y extravagante, pues las tres juntas estallaron en carcajadas.

V. EL ANZUELO TENAZ
Paul salió, regresó a la isla, corrió a través de los matorrales, jadeante... Después escuchó de nuevo: escuchó durante un buen rato, pues le zumbaban las orejas; pero finalmente creyó escuchar, un poco más lejos, una risita chillona que él conocía bien; y avanzó con completa dulzura, arrastrándose, separando las ramas, con tal opresión en el pecho que apenas si podía respirar.
Dos voces murmuraban palabras que él todavía no alcanzaba a distinguir. Después callaron.
Entonces sintió unos deseos inmensos de huir, de no ver, de no saber, de huir para siempre de esta pasión furiosa que lo destrozaba. Regresaría a Chatou, tomaría el tren, y no regresaría jamás, nunca la volvería a ver. Pero la imagen de Madelaine bruscamente se posesionó de él, y la vio en su mente cuando se levantaba por las mañanas, en su lecho tibio, y se le arrimaba cariñosamente echándole los brazos al cuello, con los cabellos sueltos, un poco alborotados sobre la frente, con los ojos todavía cerrados y los labios abiertos para el primer beso; y el súbito recuerdo de esta caricia matinal lo llenó de un pesar frenético, de un deseo enloquecedor.
Hablaban de nuevo; él se acercó, agachado. Después un grito ligero corrió bajo las ramas, muy cerca de él. ¡Un grito! Uno de esos gritos de amor que él había aprendido a conocer en las horas locas de su ternura. Avanzó más, a pesar de sí mismo, atraído irresistiblemente, sin conciencia de nada... y las vio.
¡Oh! Si hubiese sido un hombre, un otro, pero ¡esto! ¡esto! Se sintió encadenado por la misma infamia de las mujeres. Y se quedó ahí, aniquilado, trastornado, como si hubiese descubierto un cadáver querido y mutilado, un crimen contra natura, monstruoso, una inmunda profanación.
Entonces, en un golpe de pensamiento involuntario, recordó el pequeño pescado al que había visto cómo le arrancaban las entrañas... Pero Madelaine murmuró: “¡Pauline!” en el mismo tono apasionado con que ella decía “¡Paul!”, y le acometió tal dolor que huyó a la carrera, con todas sus fuerzas.
Chocó contra dos árboles, cayó sobre una raíz, siguió corriendo y se encontró de pronto frente al río, frente al brazo rápido iluminado por la luna. La corriente torrencial hacía grandes remolinos donde jugaba la luz. La orilla alta dominaba el agua como un acantilado, dejando a sus pies una gran franja oscura donde los remolinos se entendían entre sí bajo la sombra.
En la otra ribera, las casas de campo de Croissy se escalonaban en plena claridad.
Paul vio todo esto como en un sueño, como a través de un recuerdo; no pensaba nada, no comprendía nada, y todas las cosas, su existencia misma, le parecían vagamente lejanas, olvidadas, acabadas.
El río estaba ahí. ¿Comprendió lo que hizo? ¿Quiso morir? Estaba loco. Se volvió sin embargo hacia la isla, hacia Ella; y en el aire tranquilo de la noche donde danzaban todos los sones y estribillos debilitados y obstinados de la juerga, lanzó con una voz desesperada, sobreaguda, sobrehumana, un grito espantoso: “¡Madelaine!”
Su clamor desesperado atravesó el largo silencio del cielo, corrió por todo el horizonte.
Después, en un salto formidable, en un salto animal, se lanzó al río. El agua saltó y volvió a cerrarse, y del lugar donde Paul había desaparecido partió una sucesión de grandes círculos, que ensancharon hasta la otra orilla sus ondulaciones brillantes.
Las dos mujeres habían oído. Madelaine se incorporó: “¡Es Paul!” Surgió una sospecha en su alma. “Se ha ahogado”, dijo. Y se lanzó hacia la orilla, adonde fue a alcanzarla la gorda Pauline.
Una pesada barca tripulada por dos hombres iba y venía sobre un mismo punto. Uno de los lancheros remaba, y el otro hundía en el agua una estaca larga como buscando algo. Pauline gritó: “¿Qué hacen ustedes? ¿Qué pasó?” Una voz desconocida respondió: “Un hombre se acaba de ahogar”.
Las dos mujeres, apretadas una contra la otra, trastornadas, seguían las evoluciones de la barca. La música de La Grenouillère retozaba a lo lejos, y parecía acompañar con su cadencia los movimientos de los pescadores sombríos; y el río, que ahora ocultaba un cadáver, se arremolinaba, iluminado.
La busca se prolongaba. La espera horrible hacía temblar a Madelaine. Finalmente, después de al menos media hora, uno de los hombres anunció: “¡Ya lo tengo!” E hizo subir dulcemente su larga estaca. Entonces apareció algo grande en la superficie del agua. El otro marinero quitó las ramas, y entrambos, uniendo sus fuerzas, jalando la masa inerte, la arrastraron dentro de su barca.
Luego se acercaron a tierra, buscaron un sitio bajo e iluminado. En el momento en que atracaban, llegaron las mujeres.
Desde que lo vio, Madelaine retrocedió horrorizada. Bajo la luz de la luna, ya parecía verde, con su boca, sus ojos, su nariz, su ropa llenos de limo. Sus dedos cerrados y tiesos causaban espanto. Una especie de capa líquida y negruzca cubría todo su cuerpo. El rostro parecía hinchado y por sus cabellos embadurnados de limo corría sin cesar un agua sucia.
Los dos hombres lo examinaron:
—¿Lo conoces? —dijo uno.
El otro, el remero de la barca colectiva de Croissy, dudaba: “Sí, me parece que he visto esta cabeza, pero, bueno, así como está, no se le reconoce bien”. Luego, de pronto: “¡Pero si es el señor Paul!”
—¿Quién es el señor Paul? —le preguntó su camarada.
El primero repuso:
—El señor Paul Baron, el hijo del senador, ese chico que estaba tan enamorado.
El otro añadió filosóficamente:
—Pues bien, ya se le terminó la fiesta. ¡Pero qué lastima morir siendo rico!
Madelaine se había tirado al suelo, y lloraba. Pauline se acercó al cadáver y preguntó: “¿Está muerto de veras, digo, del todo?”.
Los hombres alzaron los hombros: “¡Claro, después de todo este tiempo, seguro!”
Después preguntó uno de ellos: “¿Se hospedaba en el mesón de Grillon?”.
—Sí —contestó el otro—, hay que llevarlo hasta allá, habrá buena propina.
Volvieron a su barca y partieron, alejándose lentamente a causa de la adversa corriente rápida; y mucho tiempo después de que ya no se les veía desde el sitio donde se habían quedado las mujeres, se escuchaba caer en el agua los golpes regulares de los remos.
Entonces Pauline tomó entre sus brazos a la pobre Madelaine inconsolable, la acarició, la abrazó durante un rato largo, la consoló: “¿Pero qué hacer? No fue tu culpa, ¿verdad? No se puede evitar que los hombres hagan idioteces. ¡Él lo quiso, peor para él, después de todo!”. Luego, levantándola: “Ven, querida, ven a dormir a nuestra casa. No puedes regresar esta noche al mesón de Grillon.” Ella la abrazó nuevamente: “Ya, ya, nosotras te vamos a consolar”.
Madelaine se levantó y, sin dejar de llorar, pero con un llanto más débil, la cabeza en el hombro de Pauline, como refugiada en una ternura más íntima y segura, más familiar y confiada, echó a andar a pequeños pasos.


NOTA: Guy de Maupassant (1850-1893), el discípulo de Flaubert, escribió seis novelas, múltiples crónicas y artículos, y 300 cuentos. Algunos de ellos, como “Bola de sebo”, “La Maison Tellier” (alguna vez traducido al castellano como “La casa non-sancta”), “Yvette”, “La herencia”, fueron considerados obras maestras de la narrativa moderna desde el momento mismo de su aparición.
Su estilo eficaz, sus dones de observación y de ironía, sus temas y perspectivas desusados cuando no rotundamente originales, la vivacidad de sus personajes y la intensidad de sus atmósferas, no sólo lo encumbraron como uno de los mayores narradores de su siglo, sino que lo convirtieron en un autor para muchedumbres. Fue un best-seller desde el principio, a la manera balzaciana, que escribía narraciones en los periódicos para miles (a veces docenas y hasta cientos de miles) de lectores. Raro caso donde la excelencia se alió a la popularidad.
Su maestría ha sido elogiada desde Flaubert, Turguenev, Verlaine y Zola hasta Pound y Hemingway. Pero es difícil apreciarlo en castellano: su temprano triunfo provocó rápidas y aun inmediatas traducciones, muchas de finales del siglo pasado, apresuradas y “castizas”, que siguen reeditándose cien años después, con erratas y polvo acumulados. Se hace indispensable traducirlo de nuevo.
“La mujer de Paul” es uno de sus cuentos más característicos como cronista de los amores de París a finales de siglo. A Maupassant le gustan los amoríos en las lanchas, balnearios y restoranes del Sena, entre muchachos semidecentes y chicas semigalantes, que consumen rápidamente una juventud ansiosa de alegrías y sensaciones. Es el mundo de su conocida novela Bel-Ami, la hilarante épica de un chulo.
Este cuento ofrece, además, un temblor nuevo: la aparición beligerante de las lesbianas, que aquí lucen un esplendor literario de novedad, de estreno, de pioneras en la vida social y amorosa del París que también estrenaba los bulevares y la luz eléctrica. Para algunos era un vicio; para otros, una modernidad. Se publicó por primera vez en 1881.
Medio siglo antes Balzac había pintado, con todos los asombros del mito, su retrato de La muchacha de los ojos de oro; treinta años después, Proust cantaría A la sombra de las muchachas en flor. Más modesto, más cercano a la crónica que a la mitología, más comprensivo de los llanos apetitos de la pasión que de las teorías sexuales, Maupassant cuenta socarronamente una aventura de balneario, de lanchas en el Sena, y del terror de un galán que, en mitad de la fiesta de sus sentimientos, encuentra rivales de peligro donde menos se lo esperaba. (La crueldad socarrona de Maupassant castiga aquí al bisoño galán; la crueldad moralista de Henry James, castigará a la lesbiana en Las bostonianas).
El balneario (con algo de café, cantina, salón de baile y centro de ligues y amores) La Grenouillère, sobre el Sena, que sirve de escena a este cuento, es el mismo que pintó Renoir en al menos cuatro de sus cuadros famosos, según nos informa Louis Forestier en su edición de Contes et nouvelles, t. I, de La Pléiade. En ciertas líneas se advierte un colorismo “impresionista” (la luna sobre árboles y follajes oscuros; los faroles en el agua), y hasta un olfatismo igualmente “impresionista” (todas las fermentaciones del río), hallazgos que serán imitados por Proust y por varios narradores japoneses (Akutagawa, Tanizaki). Hay preciosismos de ritmo narrativo, como el pez terco y el cadáver que extraen del río los pescadores.
En este cuento de erotismo enardecido y desesperado, de muchachos embrujados por “el olor de las mujeres que sudan”; de muchachas francamente incómodas porque los galanes les exijan tanto (¡hasta la fidelidad, hasta el alma!) por tan poco; de buenos compadres que beben y hacen el oso durante la juerga y de valientes chamacas sin calzones que desdoblan sus faldas y alzan el pie, en los cancanes furiosos, por encima de la cabeza; en este balneario dominical de amores sospechosos, laterales o furtivos, Maupassant narra con una plenitud sensorial y nerviosa extraordinaria, un extravío de amor por el que no han pasado los más de cien años que lleva, tan campante, este texto tan excelente como delicioso.
Para facilidad de los lectores de esta versión en Crónica dominical [donde se publicó originalmente], he dividido el cuento en cinco capítulos (divisiones que, desde luego, puede saltarse el lector que prefiera disfrutar el cuento de un solo golpe.)

viernes, 7 de noviembre de 2008

POEMAS Y ELEGÍAS 1. CANCIÓN DE W.H. AUDEN Y ELEGÍAS

Poemas y elegías
POR JOSÉ JOAQUÍN BLANCO




RECONOCIMIENTO: En este libro se recopila, con algunos retoques, buena parte de mi trabajo poético posterior a 1970, y que apareció originalmente en Andamios del día (UNAM, 1975), La ciudad tan personal (CEFOL, 1976), Poesía ligera (El Mendrugo, 1976), La siesta en el parque (UNAM, 1982), Poemas escogidos (Penélope, 1984), Elegías (Quinqué, 1992) y Garañón de la luna (UAM, 1995). Los poemas se publicaron por primera vez en diversos periódicos y revistas, sobre todo en Punto de Partida, El ciervo herido, Siempre!, Revista de la Universidad, Nexos, La iguana del ojete, Etcétera, y en los suplementos culturales de Unomásuno, La Jornada, El Nacional y La Crónica de Hoy.


ÍNDICE

CANCIÓN DE W. H. AUDEN

ELEGÍAS
Elegía de San Ángel
Segunda elegía
Tercera elegía
Cuarta elegía
Quinta elegía
Sexta elegía
Séptima elegía
Octava elegía
Novena elegía
Décima elegía

GARAÑÓN DE LA LUNA
Negaciones
Laberintos
Verde la sirena
Besar la luna
Todavía
Minutero liquido
Limpio aire de la mañana
Sebastián
Muchacho mar
Garañón de la luna
Ciega luna
Cristal de luna
Coatlicue aérea
Abracadabra
Imantados peces
Catedrales sumergidas
Barco de luces
Sirena sardina
Ojos como gajos
Arpas del frío
Sandalias de la bruma
Máscaras de éter
Arde un ángel
Paisaje a toda vela
Lluvia víbora
Graznan llamas
Fogata en verde
Bebedor de brumas
Liras
Nocturno de Juan Lorenzo
Oleaje de muchachos
Verano del 91
Canción de Cesare Pavese

LA SIESTA EN EL PARQUE
Poema del caracol
Poema de los búhos
La siesta en el parque
Letanía de pájaros
Poema del gato
Segundo gato
Arcadia
Bucólica
Ver el mar
La ciudad tan personal
Cazadores de cabelleras
Mariposas
Gandayitas
Echado sobre el pasto
Rimado matutino
Esquinas
El muchacho del corazón rabioso
Profecía de Xitle
Sweeney sedens
Canción de ayer
Práctica mortal
La maquina de pensar
Siempre listo
Maitines
Canción desvelada
Acción de gracias
Poemas del agua
Muchachos
Brindis de medianoche
Venadito
Se van los dioses
La palabra tú
Confesión forzada
Consejo sentimental
Comenzar el día
El juez intenta disuadir a los divorciantes
Canción de Natanael
Canción de André Gide
Canción de Ezra Pound
Nocturno constante
Lectura de Villaurrutia
Mirar dormir
Once de la noche
Transilvania
Azoteas
Letanía de marineros
Nocturno bar, nocturnas coristas
Dancing
Buenas noches
Noche cerrada




CANCIÓN DE W. H. AUDEN

Con una gorra de estudiante en invierno
y mordiendo el barómetro como un lápiz,
viajas dentro de tu cuarto, cortinas cerradas,
por mapas laberínticos como croquis industriales.
Aventurero de los siete mares, has llegado:
Este risco es el edén. Naufraga aquí.

Se trata de perder; que triunfen los codiciosos
y los demagogos, con sus trofeos de hojalata.
No existe qué ganar en estos muelles de carcoma,
sino el combate que se libra y el día que se apaga.
Este risco es el edén. Naufraga aquí.
Aventurero de los siete mares, has llegado.

Te cuentas cuentos de aventuras, ¿y las cotizaciones
bancarias, los horarios de tren, los deportes televisados?
La realidad no se cuenta cuentos de aventuras,
sino radiografías, tasas de interés, encefalogramas.
Aventurero de los siete mares, has llegado:
Este risco es el edén. Naufraga aquí.

Se gana el día de hoy a cada batalla en que se pierde
el propio día de hoy. En cada batalla librada
pierdes una más que librar. Nada se llama victoria.
La realidad no se cuenta cuentos de aventuras.
Este risco es el edén. Naufraga aquí.
Aventurero de los siete mares, has llegado.

Sea tu oficina una isla del sur. El trabajo rutinario
—también los altos guerreros se aburren— tus anabasis.
El bísquet del desayuno sea el manjar de Circe
con la cercanía del amor, del gato y los compadres.
Aventurero de los siete mares, has llegado:
Este risco es el edén. Naufraga aquí.

En tu azotea de tuberías, antenas y chimeneas,
apenas chirria el tedio de un amanecer lluvioso.
Tanta imaginaria epopeya ahora chirria en tus nervios.
Tus hazañas que no existen te sonríen. Vuelve a tu cuarto.
Este risco es el edén. Naufraga aquí.
Aventurero de los siete mares, has llegado.

Hay que volver siempre a Ítaca, desde alguna parte.
No existen otras partes, tu cuarto siempre es Ítaca.
Hay que soñar lo que no es Ítaca para regresar a Ítaca.
Vuelves al fin en ti, tras tus derrotas en ninguna parte.
Aventurero de los siete mares, has llegado:
Este risco es el edén. Naufraga aquí.

Aventurero de los siete mares, has llegado.
La torpe realidad es todo lo que tienes: aprende
a torpemente amarla, como a tu torpe cuarto.
Este risco es el edén. Naufraga aquí.
Son pequeños y rápidos los frutos de la vida,
aprende torpemente a saborearlos, que se pasan.
Olvida ya tus siete mares, naufrágate.





ELEGÍAS
A MANUEL FERNÁNDEZ PERERA

Yo andaba, andaba, andaba
en un andar en andas más frágil que yo mismo,
en una ingravidez transparente y dormida
suelto de mis recuerdos, con el ombligo al viento...
Mi sombra iba a mi lado sin pies para seguirme,
mi sombra se caía rota, inútil y magra;
como un pez sin espinas mi sombra iba a mi lado
como un perro de sombras...
EMILIO BALLAGAS: Elegía sin nombre

Y errar, errar, errar a solas,
la luz de Saturno en mi sien...
PORFIRIO BARBA JACOB: El son del viento




ELEGÍA DE SAN ÁNGEL

Eyes I dare not meet in dreams; los propios, desapasionados
ojos en el espejo.
Los conscientísimos, inteligentes ojos propios que te mandan al carajo,
cuando al azar te reflejas en el espejeante cristal nocturno de algún aparador.

Eyes I dare not meet in dreams
Eyes I dare not meet
Eyes: noche de febrero 26, 1978. Adonde quiera que camines
hallarás la introspección.
Toda la ciudad nocturna es tu consciencia en desastre.

Lo que tienes contra ti mismo te sale al paso en todas las esquinas;
se articula en juicios, te sentencia, te urge a decidir.
Tus ojos son al mismo tiempo los de Dios y los de Caín.
Arboledas del monumento a Obregón. No hay más noche que un desastre introspectivo.

La noche pasa de largo sin reconocerme: es la noche de los otros.
Ha tenido que ver conmigo; pero hoy me ve borracho, sin rasurar,
sucio, malvestido. No quiere ni mirarme; la persigo.
(En otras ocasiones me ha enfrentado a la aventura de otros ojos
como éstos que ahora pasan junto a mí, sin verme).
"Pero yo conozco la noche", me digo. "La he vivido: por lo tanto,
la viviré otras noches". Reconozco las calles planetarias.
Devuelto a la realidad, el fantasma recorre el mundo que fue suyo:
el mundo está aquí, idéntico y prosigue: "¿Cómo en él no me veo?".

Reitero mis pasos, mis miradas, me detengo y comprendo que la noche
sigue igual de viva;
sólo yo me aburro y la estropeo con tedioso andar,
enfundado en mis bolsillos, debilitado por débiles pensamientos.
(Hubo otras noches: las habrá. Alleluia.)

Pero aunque deambule por sus calles un introspectivo depresivo profesional,
que ni consigo mismo es generoso
(y que en vez de sudarlas en un baile,
hoza y chapucea en crisis confusas), aunque...
la noche, al cabo diosa, se vuelca en beneficios,
recompensa a quien otras noches supo recorrerla:
atrae recuerdos, paraísos vividos
que por haber ya existido habrán de repetirse.
(Volver, como fantasma, al mejor momento de la vida,
velarlo invisible y trágicamente:
Nessun maggior dolore, che ricordarsi etcétera.)

***
Tú también, oh malhumorado, eres digno del paraíso
cuando sepas estar limpio y desnudo.
Sumérgete por mientras en tu mierda,
úngete entre tus borborigmos, púrgate con tus pensamientos, reconócete
en tus vísceras: indigéstate —sólo así se conquista la pureza.

No supiste fingir la falsa primavera de amorcillos entusiastas;
Cupido Vivaracho no atinó en tus sentimientos;
pero yo, Venus Cuarentona, mental y caprichosa,
fetichista, escéptica, y cálida también,
y también hermosa (Sick people have such deep, sincere
attachments, etcétera),
sabré traerte veranos nuevos. Y esta promesa se da
mientras caminas tonteando en tu noche sin noche,
en tu soledad sin nobleza, en tu gelatina íntima,
en tu cuerpo sin cuerpo, en tus ansiosas miradas sin deseo:
Whoever you are —I have always depended on the kindness of strangers.

No, no es la soledad lo que se pudre, sino la difícil compañía
de no bastarse uno como cómplice;
buscar en otros la gentil respuesta que ya uno no se da a sí mismo;
de la épica y la danza caer al umbral del templo con la charola y el tilín-tilín del limosnero:
"Fe para quien ya no se toma en serio", "Amor para el asqueado".
(Al que tenga vida la será redoblada, y a quien la haya perdido
Hasta de los restos se le habrá de despojar —dijo el Señor.)

La noche te abandona para no irse al carajo como tú te has ido.
Si sólo hay Noche para quien es Noche en sí mismo, la habrá para quien lo haya sido.

***
Un beso en el bar (que se parece a un beso),
Un deseo al cruzar la calle (que se parece a un deseo),
Un cuerpo que lo es sin cursivas sólo para quien sin cursivas sepa serlo,
todos forman una falsa noche paralela
que ha dejado de intentar la noche... para sólo parecérsele.

Hoy no soy la noche, pero quiero parecérmele, representarla.
Eyes I dare not meet in dreams.
Apostar máscara contra máscara en un juego ficticio con empate.

La noche cerrada: el cuerpo es un tronco: la mente, guiso crudo:
No hay herida: la noche pasa de largo...
Y la veo sin ojos, con una mueca:
Dos muchachos se encuentran y comienzan. Alleluia. Alleluia.
No soy yo quien comienza, no soy yo quien encuentra
pero los veo con mi mueca, con la mueca de una mueca.

La noche es generosa: hay recuerdos.
(Otras noches fui yo el protagonista de esta esquina
y otros pobres me miraron con sus muecas.
Hubo cosas comenzadas, alegrías.)
Húndete en la mierda de tu descontento;
así fue Eleusis, así la espiga.

***
El amor no se pierde, si vivido.
Ve a arreglar tu casa, a encender tu fuego,
a recordar lo que pueda darte impulsos;
otra noche saldrás con la noche contigo:
los recuerdos en flor germinan espigas exteriores.
Espigas exteriores.

La noche se reitera en faroles, en el asfalto mojado.
Se parece a otras noches que fueron mundo.
Noches felices agradecerán a esta inhabitada noche del sin, del nadie, del no-estar consigo.
Se renace entre los propios borgorigmos.

Pero cuánto, en otros, esta hermosa, justa, imparcial noche benéfica,
se desborda en los amantes y en sus lechos.
Se oyen confesiones, dudas, inicios.
Qué maravillosa la noche de los otros.

He llegado a casa. Desde mi ventana agradezco a la noche el recuerdo,
la esperanza realizados esta noche en otros hombres.
Sospecho en departamentos contiguos
el sordo rumor de cuerpos que se juntan.


SEGUNDA ELEGÍA

Should we ever feel truly lonely if we never ate alone? Amigos, amigos: Should we ever...?
Ya no hablo en mis poemas para un Tú. Sucede que uno deja de andarse enamorando como un perro de un Tú o de otro o de otro y suman cero. Seas amante, amigo, quimera, escucha: seas quien seas, te quiera o no, te haya querido o valga madre: el Tú ya no existe más. Ya no lo venero. Tomo otro trago en el bar y dulcemente sé que ya no lo venero.
Seas quien seas tú, ahora o en veinte años, no codiciaré tus raíces; otro trago más y lo juro: ya ningún encanto, ninguna rabia, ninguna maldita confusión me sacará de mis casillas. La codicia a raya: tú y tú y tú momentáneos: ustedes. ¡Cómo se aligera el aire!
En cada una y en todas las cosas, ustedes: amigos. Tú el lechero y tú mi madre y tú el mejor amigo de mis poemas; tú mi amante y también dolorosamente el de otros. Todos los vecinos y hasta los diputados. Ustedes.
O nosotros. Porque todos estamos solos. Y la peor soledad es no aceptarlo.
Siempre tú y contigo y sin la codicia de respirar ajeno, de arraigarse en ajeno, de salvarse del naufragio en tabla ajena, de coger bastón o guarecerse en otro. Todos solos: ustedes.
Amigos, amigos: Should we ever...!

Estoy comiendo solo como un loco. En la soledad somos felizmente locos, bárbaros, trogloditas. A la chingada los cubiertos y la mesa, y uno come de pie junto a la estufa sin dejar de leer ni de rascarse los sobacos.
Aprenderse solo es como crear la selva que pare y extermina civilizaciones.
A los veintiocho años apenas descubro la soledad. ¿Cómo, si siempre ha andado conmigo, no la había visto tan hermosa?
Antes la odiaba como a un perro lastimoso que no te deja libre y te hace creerte triste, o incomprendido y desesperado. Lobezno con ojos fijos de codicia en busca de alguien con quien salir a flote; nervioso y pálido buscando pendejadas en otras gentes: que el amigo, el maestro, el cómplice o el cariño. Y sólo pasaba lo natural; andar, como todos, solo.
Y es que al paraíso de la soledad se llega tarde y con fatiga —y leyendas de vida y amor para entretener los ocios.
De repente ahí están los otros, no en función de ti sino de todos: ustedes.
Caen los viejos mitos, los hermosos mitos, la codicia del tú-y-yo: ustedes.
En realidad uno nunca ha querido secuestrar ni saquear a nadie, y tampoco ha querido que otro se metiera a revolverle las raíces.
El solo yergue el cuerpo y está entero y más amoroso que nunca ante los otros. Es uno de ustedes. Su maravilla es estar solo y disponible y recomenzándolo todo de nuevo. Otros, en cambio, abdicaron de su soledad y se pusieron argollas, se uncieron al cepo, se alejaron de la espesa y cambiante comunidad de los ustedes.
El solo siempre puede ser otro: de ahí sus hurras de victoria.

Comer sin calcetines y rascarse el pito mientras se unta el pan con la mostaza. El plato convive con las cuartillas y ruedan entre suéteres las migajas.
Y a veces se come porque sí, atragantándose, y otras se dispone en soledad banquetes rituales y sofisticados.
Qué salvaje es comer solo y sin que te vean: qué triunfo de la selva.
Dedos manchados, mordiscos rudos, ¿qué es lo feo de mascar con las fauces abiertas, y escupir a la mitad del bocado; de toser o carcajearse en la mitad del sándwich?
Es como dormir solo. Canta, oh musa, la cama del soltero, para quien la compañía en el lecho no es hábito sino ocasión de júbilo, y se ha acostumbrado a dormir solo, a moverse libremente, a roncar y rumiar y babear y a despertarse caliente y dueño de sí en mitad de la noche.
Post coitum, homo tristis. Qué represión domesticar el sueño por respeto y miedo al que reprimidamente duerme junto. Y sí, hay dulzura.
Hay una infinita dulzura en esos acercamientos inconscientes, esas caricias, esos piropos apenas insinuados, tarareados, cuando en no sé qué lance del sueño, uno medio sale a flote menos de un segundo a tocar, a murmurar, a fortalecerse en el roce del amante, antes de sumergirse de nuevo en su naufragio solitario.
Sumergirse cada cual en mundos aparte, con la formidable fortaleza de apenas rozarse sin darse cuenta los cuerpos.

Pero estar solo en el sueño es una fortaleza más brutal. Oh la selva. Uno se recoge bajo las sábanas sin red de protección, sin guardián o cómplice alguno, y mientras se le vencen los párpados, cuántas indecentes fantasías urde con toda la culpabilidad en sus ojos.
Y si se sobresalta. Canta, oh musa, los sobresaltos del soltero, cuando despierta de pronto como arrojado cruelmente a la playa, y en ningún cuerpo vecino podrá distraer la experiencia, la fiebre, las ganas vivas de lo que en el sueño ha hecho. Y a veces ya no vuelve a dormir.
La salvaje brutalidad del insomnio. Cuando uno sabe todo lo que podría hacer, lo que incluso haría con euforia: las encendidas confesiones que se hace un insomne.
Y después de esas horas que son batallas, con cuánto cariño se protege a sí mismo, se convence de aflojarse y descansar, y cómo sonríe. Y será más fuerte a la otra noche, en que reciba junto al suyo el sueño del amante.
Canta, oh musa...

Deseoso es aquel que huye de su madre. Pero también ingenuo el que huye ávido de otros paraísos maternales.
Oh qué gran útero más que el útero es el amparo del amor; cómo cobija, y cómo nutre y acompaña.
Y sin embargo no existe. Y uno busca y se tropieza y busca y cae de bruces, y no existe. Se emborracha uno y mienta madres y no existe. Se siente uno en medio del desierto y no existe. Uno se quiere suicidar y no existe.
Y luego, primaveralmente, sobándose todavía las magulladuras del corazón, sonríe con la alegre certidumbre de que el gran útero del amor no existe, pues primaveralmente empieza uno a existir solo, sin andaderas ni úteros, y con una enorme posibilidad de verano: ustedes.
Hacia los treinta años uno es Jesucristo y le salen las barbas de Walt Whitman: ser solo, así, en la dulzura de ustedes.
Sin úteros: ustedes.
Ya ante la soledad no te jalarás los pelos, ni en el fondo de un bar te sentirás impunemente desolado.
Deseoso es aquel que busca convivir consigo mismo.
Y hay tristeza, eso sí, uno se acuerda. Uno se acuerda de las soledades del perro. Y quisiera mimarse y protegerse ulteriormente. Ama el desamparo de andar buscando úteros y —uno nunca aprende— vuelve a veces a las andadas.

Y anda mal consigo mismo, a estas alturas; y ve sus manos: están bien y están vacías, y ama su lecho de soltero: es hermoso, está desierto; y ya más dolorosamente, se empeda y gime como un perro.
Y nuevamente, como deletreo de párvulo, cierra los ojos, se concentra, saca fuerza de sí y empieza a murmurar: One'self I sing, a simple separate person...



TERCERA ELEGÍA

Por aquí pasé, entre los millones, una noche
de polvo y muchedumbre, cuando el tráfico
se amontona. Como victorias, los periódicos
voceaban en las esquinas los desastres nacionales.
La ciudad burdelesca y sus millones de tímidos
habitantes defraudados. La hora de encender
los aparatos y los puestos callejeros de comida.
Trepar en automóviles y camiones hacia otras partes.

Entre el polvo y la basura, el crepúsculo
ironizaba con sus colores de camerino de ópera;
hasta la hojalata pisoteada y los mendigos
se bruñían, por instantes decoraban sus contornos:
violáceos, púrpuras, dorados, en muslos de pantalones
ajustados; en rancios gestos de rostros introvertidos.
Anuncios eléctricos, semáforos, señales: la mierda
babélica chisporroteaba como el fusible que prende

la Gran Descompostura en cadena: "¡CÁRCEL! ¡BALACERA!
¡HAMBRE! ¡CRIMEN PASIONAL! ¡CRISIS! ¡CARESTÍA!
¡EXTRA!". Nada parecía descomponerse. Siluetas con ropa
de primera. Ágiles y mugrosos albañiles con la risa
entre los dientes. Los millones como si nada: oficinistas
melancólicos en los camiones: perfiles sobre ventanillas.
Tosí: muchos cigarros. ¿Regresar a la casa como un trasto?
Cines, bares. La calle resonaba en sus relinchos.

En alguna caseta rota marqué un número de teléfono.
Un asunto. Un amigo. Tapando la otra oreja
con la mano derecha, traté de escuchar entre los motores.
Se me iba el día: eso recuerdo: se escapaba entre
la vociferante confusión de los cruceros. Sobre los edificios,
anuncios de turismo en playas. Y en la banqueta, al margen,
yo pensaba que carajo, carajo, y no atinaba
a precisar qué diablos con la tarde, con la vida.

Eché a caminar como convulso, como todos,
por el lado de la Roma, un tramo de Insurgentes;
nada tenía contra nadie, me molestaba el saco.
A veces uno se siente una cosa embodegada.
Ceñido por la ciudad como por manta arpillera.
¿Y quién carajos te crees? ¿Un ave del paraíso?
No hay nada ya qué hacer. La hora de salida.
Sobre tu cuerpo el sueño como la funda en una máquina.



CUARTA ELEGÍA

"Qu'ils n'aillent point dire... s'y plaissant dire: tristesse... s'y logeant. Comme aux ruelles de l'amour."
SAINT-JOHN PERSE


El deambular cansado y ácido de los desabridos,
los perezosos que fatigan los suburbios mustios
de la acedía. Se chupan los dientes, escupen;
con qué cara de interminable rencor, de frío desapego
hacen la vida a un lado como cualquier pinche cosa.

Desde sus ojos impertubados, casi aristócratas,
desprecian a los que porfían: —Imbéciles.
El mundo es una mierda, ¿no te lo dije? ¡Mierda!
No vale tus esfuerzos ni tus fracasos ni nada.
Que por donde saben,
los cursis se metan sus ideales.

Igual con el país y la ciudad, con el arte; lo que sea:
—Mira el periódico de hoy, te lo venía diciendo:
¿De veras, inocente, te crees esas tonterías del progreso, je?
¿Del amor, je? ¿La revolución, je? ¿La patria, je? ¿De veras?
¡Qué más da! ¡Qué importa! Dan lo mismo esto y aquello.

Los desabridos echan su maldición sobre todo lo que miran,
hasta parecen volverlos sabios el Asco y la Arrogancia;
poderosos, incluso proféticos —a ellos, los dolorosos,
que ¡cómo desearían (si tuvieran deseos) confirmar sus gargajos
y lucirlos como adornando el desastre: —¡Te lo dije!

En su tedio, en su hastío, en su dolor sin mañana,
en su suburbio opaco de mezquindad flagrante,
los desabridos se van secando con sus sonrisas secas,
con su cinismo cínico, con su indolencia indolente
y la soledad toda aceda de vivir todos pardos.

Para mejor comprarlo, la corrupción primero entristece
al hombre. Y si ¡al carajo con uno! ¡al carajo con los otros!,
por cinco centavos y hasta chiflando un mambo,
sin pena se colabora en chingar a todo mundo:
—¡Vale madre, que se jodan, como la pinche tristeza!

Contra la tristeza, las múltiples semillas del tiempo,
las ambiciones de ir siendo lo que aún no se ha sido,
de ocupar los espacios que nos llaman a gritos;
los paraísos del cuerpo, las reverberaciones del sueño;
el afán de ir haciendo los mundos que todavía no han sido hechos,

cuya música presentimos en el silencio ritual de la sangre:
la vida, esa sirena que nos pierde en sus entusiasmos,
que nos enloquece para volvermos —al fin— nosotros mismos.



QUINTA ELEGÍA

"Para ponerme triste me huelo debajo de los brazos".
VIRGILIO PIÑERA

Vidriosa pupila sin crepúsculo:
cielo como oscuridad de un cuarto,
toda la naturaleza es un ropero
y un asesinado el pellejo del mar:
No busques tu paisaje, amigo,
jamás volverás a ser tú mismo.

Quedarse atrás, en otra noche:
los ojos luminosos del amado
eran todo el espejo de este mundo;
tanta naturaleza en una camisa:
uno es mundo poco a poco y a su modo,
y de repente ya no: ya pasó todo.

Una gran desolación en la avenida;
el dinero, en fin, tan reluciente;
hay tanto milagro en una bella cabeza;
uno compra sus horas y las traga:
en un chamaco una mueca de espanto:
ya te acostumbrarás, amigo, no es para tanto.

Lejos de tus sueños, ya perdido,
nada más por ahí: a ver qué pasa:
ni mucho ni poco, sólo el tiempo;
la vida masca su lengua de trapo:
Las horas del alcohol son una maravilla;
con unas copas, hasta la luna brilla.

Digamos que las costillas en el traje
y las tripas donde baila la corbata,
y la bragueta, en fin, lírica cosa,
y los tristones zapatos relucientes:
Oscurece el cielo sin ruido,
sin ángeles, sin amigo.

Tanto delirio descuidado,
tanto apetito que perdió su objeto;
las ganas de soñar —alguien bosteza—,
tanto mosquito clarinetea en el alma:
Uno se va muriendo un poco cada día
¡pero hay días en que la tristeza se saca la lotería!

Pongámonos motu proprio la mordaza
que nos hace hablar tan razonablemente,
y pidámosle a la Vida lo que brinda,
y por favor, y a crédito, y si no es molestia:
espumoso vinagre entre los besos:
labios que fueron labios que fueron besos.

Érase un hombrecillo de entrañas de furia
y brazos como aéreos animales;
y cuando pasaba cualquier cosa, sonreía,
y entonces los árboles se ponían más verdes:
Para qué tocar puertas que (ya sabemos),
aunque se nos abran, no las merecemos.

Hay un lado muerto, un costado acedo,
una cobardía en la sangre;
un rencor de haber soñado tanto
y con tanto vigor, y ya no querer soñar nada:
Sueños hay desorbitados
y ciudadanos con sueños como gatos encerrados.

Pero también se baila y se ríe,
se coge y se poetiza;
qué bonita mañana, ¿ya la viste?,
y se anuda la corbata con mucho arte:
Con fina caligrafía uno se alisa los pelos
y vuela en el espejo cual ángel por los cielos.

Los deseos sobre los árboles,
casi nubes, tan esbeltos
y sonrientes, con tal frescura:
Ah, fantasmas recién nacidos:
Exhausto cansancio de no hacer nada
que dizque se esparce con alguna humorada.

Hay un hielo tibio, un fuego en salsa,
hay un cuerpo en tedio,
hay almas mosqueadas,
hay platos con sobras:
Las piernas son dos tripas con zapatos
y el corazón un sapo de malos ratos.

Pongámosle al homúnculo un traje de moda,
una loción discreta, un reloj de cuarzo;
démosle cuerda los viernes por la noche
con celo de homúnculo que se siente una fiera:
El corazón tiene vuelcos de telegrama,
¡que tanto mundo quepa en un rato de cama!

¡Que se grite, carajo, que se grite!
Toda la carne al asador; toda la sangre;
toda la vida al instante, toda la vida,
y toda la risa al repetir estas cosas:
A veces le entra a uno tanto miedo
de cualquier sombra que se mueva quedo.

Y como trago amargo, la garganta asqueada
va pasando su rasposo calendario;
el paisaje transcurrido fue ilusorio
y ponerse trágico a estas alturas... qué flojera:
No busques tu paisaje, amigo:
jamás volverás a ser tu mismo.

Tienes la risa fácil
de quien ríe sin ganas;
bueno, algunas sí,
y la experiencia ayuda:
toda la naturaleza en un ropero,
¿por qué no colgarse a descansar un año entero?

Vidriosa pupila sin crepúsculo,
una mirada amarillenta,
un amarillo como de media mañana:
Es un bonito color: algo es algo...
Y una gran desolación en la avenida
y en los versos que cruzan por la vida
casi sin luz, casi sin herida.


SEXTA ELEGÍA

I. MEDUSA
Quizás sin luna brava no hay fulgor
en tus cabellos, Medusa,
de reacia sonrisa adolescente;

adviene la algarabía de tus bestias
entre los colmillos del deseo
exultante, como al borde del abismo.

Ah, putilla de ojos zarcos:
asaltas a los niños en mitad del sueño
y casi sin despertar
—los tiernos ojos enarenados—
los arrojas a la escuela, con mordeduras
de serpiente tras los párpados.

Es tu fulgor, Medusa,
el otro lado del sueño.

II. QUIMERAS
Atrapados en tus cabellos
los agrios ojos de los vivos
—rojos, rápidos, instantáneos—
rebosan de mirada;
por fin se desangran, vieja noche
de laberintos sin salida:

el oscuro instante
en que reverberan
mil salidas sin salida.

Hundida en sí misma
como un trago viscoso, fermentado,
la ciudad florece,
víscera calcárea,
bruja vieja cabalgada por quimeras;
aullada y magullada
y marchita por quimeras.

(La vida prosigue estúpida y fresca.)

III. AL MÁSTIL
Jadeaba roncamente
a la orilla de su almohada;
en sus labios, espuma
y rebaba de ahogado;

las sirenas chillaron esa noche:
"¡Ya cálmense!", les gritó,
y navegó como dueño de sus sueños.
Brisas de yodo y sal
en la saliva.

IV. CRISTAL DEL SUEÑO
Afiebrada y delirante sobre el mostrador
la ciudad babea
entre náuseas de cerveza;

abismada de sí, flor ácida,
concéntrica llaga desangrada.

El olvido, remedio cuchillero
raspa con sueños de hielo
los agrios ojos de los vivos.

Instantes como vahídos,
rojas ráfagas en el cristal del sueño.

Ojos húmedos:
surtidores de luz,
líquidos de visiones.

V. ENDIMIÓN
Medusa: tu aliento fermentado
sobre el cristal del sueño
dibuja la luna brava,
y reposa sobre Endimión
como las promesas del mundo
sobre un adolescente tímido.

Desvelada ciudad:
me duelen tus mordeduras
de serpiente
tras los párpados.


SÉPTIMA ELEGÍA

1
No sonó el amor en tus oídos con llamada natural;
fue con remordimientos,
como si lo usurparas;
fue con una ansiedad patética.

Amaste como huyendo del desastre y del hastío,
como arrancándole una playa
al caos, a la desdicha.

Fue inquieto tu amor.
Tímido y asombrado en tus noches.

Como criminal velabas
la desesperación de tu deseo:
botín inseguro, confusión, equívoco:
apenas un esbozo
que ya estaba extinguiéndose.

Algo de crimen sentías en tu amor,
de asalto a un paraíso que no te estaba destinado;

como en un sarcasmo del sueño,
el amor te transformaba en un hombre lúcido y rotundo
que no podías ser tú;
te desconocías con humillación y vergüenza,
te sobrellevabas torpemente.

En espejos de delirios,
extraviado de ti,
fuiste preso de tu alta floración, de tu deseo.

2
Quien se interna en la ciudad encuentra los nervios grises;
la gente gris se refugia en destinos débiles, pardos;

la felicidad es una blasfemia
y el amor resplandeciente,
más que vida es destrucción: castigo.

Son como hermosos guerreros quienes exigen locura a los cuerpos,
se dan al amor como darse a la guerra,
y han de perecer o sobrevivir por el mundo
como lisiados de guerra.

Quien le arranca amor a la vida no podrá consolarse jamás;
nada nunca volverá a ser la vida;
y cuando el tiempo reste convicción a su deseo
y poco en sí mismo quede que desear,
andará por las calles como un fantasma patético
de batallas olvidadas y acaso falsas.

Ciego para la realidad, anda con los ojos rotos:
Hubo ángeles que lucharon con la luz
y resistieron; ángeles que se desangran ahora
con astillas de luz bajo los párpados.

3
En sus ojos asombrados florecía la desdicha
como un equivocado paraíso;

en el destello de sus ojos supondríase la trama
de un sueño claro y abundante;

a la orilla de la avenida, pero más allá,
por encima del mundo desengañado,
era un sobresalto, un lirio frutal
entre la fermentación de las aguas estancadas.

No quiero verlo abatirse.
Que no rebulla su corazón rebelde.
Que su rostro nostálgico no se convulsione.
Que no se derrumbe.
Que no quiera, en vano, atragantar su hosco lamento
que al fin desgarra y vomita.

Que no se fije en un perfil solitario, en una caída banal,
en un derrotado más del amontonadero.

En ti, muchacho, reverbera la noche eléctrica de la
avenida.
Levántate, satura afanosamente tus pulmones
de aire ennegrecido;
echa a andar,
piérdete sobre las claras bardas de la luna
donde tu sombra estirada y angulosa
borronea figuras quebrantadas,
siluetas instantáneas de agrio neón,
desportilladas cenizas de salitre.

Bajo la luna, en las bardas se alzan y abaten
las gesticulaciones espasmódicas
de los sueños de los hombres.

Chirria, nocturna, estéril
la brisa seca de la ciudad,
entre tanto deseo florecido,
labios difíciles de desengañar.



OCTAVA ELEGÍA

1.- EL SOLITARIO
Rojo animal, el solitario crepita
entre calles de cristal;
calles turbias de ciudades irreales.

Como un sueño sobresaltado
es su vigilia
(que nadie sueña).

¿Me sigo soñando yo
—se pregunta—
en mitad de este delirio
nebuloso?

Grises ráfagas de diesel
en las esquinas;
zombis bajo paraguas
cruzan.

(Quién fuera también rojo de raíz,
rojo de víscera,
rojo lleno de sí mismo,
rojo de vida sólida y enarbolada.)

Roja cola de fuego
—incendio equívoco—
entre reflejos de plomo.

2. EL POZO
A golpes de silencio sombrío barre la noche las esquinas.
Un viento sin voces. Un viento sin pasos.
Rumores de ceniza sobre el polvo.
Ecos de luna helada en los cristales.

Entonces un grito para romper el pozo.
Un regurgitar de gritos en el pozo.
Gritos que no salen, mandíbulas trabadas.
El espanto, el delirio atenazan la garganta.

No me sigan soñando.

Desde este lado del cristal espío.


3. AMANECER
Los pies dolorosos, los brazos torturados,
los ojos desollados, espuma de salmuera;
como peces lentísimos e impedidos,
atrapados en el amanecer como en un acuario;
nos ven indiferentes perdurar las estrellas lívidas,
nos ven bregar las casas, las tiendas y los coches;
al apagarse nos guiñan, burlescos, los neones del cabaret;
¡qué importamos!
Simplemente
la noche se desagua al amanecer:
y ahí vamos
—¡aguas!—,
sonámbulos lívidos,
sus desechos.



NOVENA ELEGÍA

1
Ciudad de México:
despanzurrado animal interminable,
vísceras de yeso,
colmillos de azotea,
garras eléctricas en tus avenidas,
guiños de sueños comerciales,
y en tus lodos como intestinos:
sueños de agua.

Fuiste agua, ciudad agua.
Sueños de agua en tus ojos celestiales.
Verde cielo rajado en tus tormentas.
"Agua sobre agua", hexagrama del fin:
tus ríos enterrados y entubados regresan,
violentos cauces espectrales.

Tus negras avenidas inundadas otra vez.
Desde abajo: lodo negro y borboteante,
drenajes como fuentes,
zahurdas surtidoras, atarjeas.

Azolvada agua de mierda,
cuando el cielo plomizo
azota sobre avenidas taponadas de automóviles
los negros aguaceros de julio.

2
Es un animal lastimoso la avenida
flotando el lomo contra el indigente o el solitario
irreales
congelados en el frío de la madrugada de una esquina,
lamiendo con lengua ácida
el perfil de un carro de basura.

Si alguien adoptara a la avenida,
si pudiera la avenida ir gruñendo a la gente,
gruñendo la avenida oronda
pero mueve que mueve la cola para el amo,
como la jauría astrosa y prepotente
que acompaña a cada barrendero y su carrito.

La avenida no camina:
se queda donde está,
prostituyéndose con desgana
según la tarifa que establezcan
sus patrulleros.

3
Ciudad de México:
tus calles a tus calles les responden:
—"Ya nada tiene sentido",
laberintos de yeso como escenografías amontonadas
de una carpa que ya quebró;

tus ventanas a tus ventanas les responden:
—"No me vengan con ésas";
la muchedumbre se encharca
y por estos fangos vecinales huele mal.

Tus tiendas a tus tiendas les responden:
—"¡Por aquí a veces pasa cada culo!",
y todos los gatos con nostalgia escondidos
entre antenas, tinacos y tanques de gas,
aúllan.

4
Lo que parece neblina biliosa es apenas
el podrido aliento de tantos deseos ocultos
que vienen humeando
—gasas amarillas, verdosas—,
por el culo, las orejas, la verga, la vagina, la nariz,
los honorables ciudadanos de carotas fastidiadas,
tan honorables.

¡Si se vieran! ¡Si se vieran!
Si voltearan tan solo a ver sus huellas
—gasas amarillas, biliosas— en el aire,
peor que escape de camiones viejos;

si vieran a los perros,
a los cerdos, a los gatitos compasivos,
cómo lamen sus manchones,
manchones de sueños chorreados antes de empezar,
flemazos laterales
tosidos o escupidos nomás porque sí
sobre quien sea,
nomás por chingar;

huellas de vida pantanosa, borroneada;
rencorosas antorchas lamentables,
humeando fuegos falsos,
cendales de tintorería.

5
En mitad de una larga cola
de ajados rostros impacientes,
casi fastidiados,
en la parada del camión,
¡quién sabe qué dorados sueños de abeja
sonríen en los ojos pequeñitos
de ese muchacho flaco y despeinado!

6
Ciudad matinal de los domingos,
cloroformizada y mojigata,
o más bien, muerta, embalsamada y exhibida,
con todos los maquillajes
del alto sol del domingo y sus jardines
sobre la plancha —el aparador—
de la agencia funeraria:
—"Se inhuman buenos deseos".
—"Se embalsaman buenas costumbres"...

Ciudad matinal: llamada a misa,
comercial de mermeladas,
te sabes bien la misma puta nocturna de los viernes,
pero ahora travestida con tobilleritas,
pero ahora con infantiles rizos y faldita blanca,
pero ahora saltando la cuerda
que mueven para ti,
conmovidísimos, edificantes,
los monaguillos de tu primera comunión.

7
Ciudad de México: entonces vi
tus chiclosos ojos de patrullero,
me vi en tus ojos duros y agudos de juez
o policía en la madrugada.

Ciudad apañón, Ciudad razzia, Ciudad Ministerio Público.

Me vi irreal e irredimible
dentro de tus ojos turbios.
Todo en mí era horror y caos
ante tus ojos semipodridos de reglamento:
¿qué te podría decir?
¿Cómo empezar? ¿Cómo replicarle al Gran Poder?

Ciudad Apañón, Ciudad Razzia, Ciudad Ministerio Público.

Aquí sólo se dice,
pero se dice a todas horas,
pero se dice en todas partes
—"¡Aguas con la tira!"...

Frente a tus jueces y policías
toda persona es un error
y todo acto un delito.
¿Cómo disculparse de vivir aquí?

Veo a unos adolescentes borrachísimos
discutiendo con los patrulleros:
balbucen disculpas y sobornos;
se quedan con la cartera y el alma saqueados
en mitad del eje vial,
pero como violados y aliviados
de que se les perdonara la vida por un cien mil;

el mundo irreal en torno
escuchó sus gritos de ultraje, cólera, alivio...

8
Caminante de la Ciudad de México:
A pesar de todo, tenazmente, persistes.



DÉCIMA ELEGÍA

This is no place
The time is not now.
If you continue on this road
you won't get anywhere

PAUL GOODMAN


Ya en la abierta madrugada, P. caminaba con pasos estudiadamente despreocupados entre las húmedas sombras del parque, a la vez que de reojo echaba instantáneas miradas hacia las esquinas de los andadores, las bancas, o los lugares de donde súbitamente pareciera provenir algún crujido, buscando el amor —o al menos el peligro, o la tensión, o la aventura—; casi nunca los había, pero ahí era más probable que ocurrieran que en las zonas plenariamente domesticadas de la ciudad: el magma hostil de los negocios y las familias le resultaba más desolado y agresivo que esta arisca humedad de sombras vacías en la abierta madrugada, donde efectivamente ocurría alguna vez el cuento de hadas de un encuentro instantáneo y pleno, casi más capaz de ser recordado que vivido.
Cuando los jóvenes ángeles —porque hay los angelotes viejos, whitmaneanos o falstaffianos, de entrecanas melenas y manos sarmentosas o regordetas, ojos rapidísimos y perversonas sonrisas patriarcales— se desesperan en la esterilidad de los mostradores, de las ventanillas de casa de cambio, de las aulas universitarias, de la cocina integral de mamá con la TV puesta desde la mañana, ah, entonces huyen adonde sea, incluso a las abiertas madrugadas de los parques.
P. había llevado en una libreta algún tipo de estadística: un encuentro jubiloso por cada 30 ó 40 jornadas de búsqueda. Había abrazado con más temor que excitación —con excitación multiplicada—, besado con fríos y prisas tan ajenos a toda costumbre —claro, esto antes de que el beso en los parques se le hiciera costumbre— que esos encuentros le parecían más importantes y duraderos que muchas especiosas rutinas de su vida; había hecho el amor torpe, estorbosa, anónimamente, para separarse poco después casi sin volver la mirada, y quedarse de pie —más lleno de carne y de amor, más existente que nunca—, dejando desvanecer las figuras de su sueño, para quedarse con el sueño de sí, la cálida certeza de haber sido besado, rozado, bendecido por algún ángel o fantasma.
Pero las más de las veces, no ocurrían los encuentros ensoñados. Ni mucho menos. Entonces la desolación de la espesa ciudad de casas y tiendas (casa-tienda-oficina-semáforo-casa-tienda-oficina-semáforo) se resaltaba en los parques, bajo la luz patibularia de los arbotantes que iluminaban para nadie o únicamente para la policía. Como un ahorcado, el arbotante dejaba colgar su sombra desmelenada en el asfalto de la avenida funeraria.
Entonces P. hubiera querido siquiera entrever ese ángel o fantasma que lo besaría, sospecharlo siquiera en las sombras de las bancas bajo los faroles —sombras de arbustos, de postes, de matorrales que de pronto con tanto prodigio como precisión adquirían perfiles de fantasmas que avanzaban, y P. tenía que frotarse los ojos para aceptar que no había visto a nadie, que había sido tan solo un poco de sombra con viento.
En las abiertas madrugadas de los parques las sombras se agitan y mueven con un como crepitar de pasos nerviosos sobre hojarasca, y es difícil estar plenamente seguro de que uno mismo —ahí, entonces— es algo más de un simple juego del viento con las sombras: un deseo aislado y solitario en mitad de una escena desierta, sobre la que todos los delirios pueden ser escritos para que nadie llegue jamás a escucharlos. Puros arabescos de los matorrales en el pozo del silencio.
Sin embargo, P. constata que aquí, cerca de esta banca, no hay nadie; sólo pudo ser esta rama con su poquito de luna todo lo que la noche tuvo para él de las sirenas y sus llamados.
P. se sentó en la banca donde no había nadie y trató de relajarse. ¡Es tan tieso y pesado el porte de dandy o de "guerrero" con que se sale a cazar ángeles y fantasmas! Y tan extenuante el apego a los sueños despiertos en la madrugada, tan fatigoso, con frecuencia tan desolador, que más le valía calmar su tensión, su aprehensión, su esperanza —dar reposo a sus sentidos aguzados.
Se sintió de pronto tristísimo, esa tristeza muy honda y casi gratuita, tan conocida por los buscadores del deseo: muchas veces de lo que huía era sobre todo de esa fatigadísima tristeza de confirmarse como un deseo inexistente, un contorno de vaho sobre un cristal que no ha existido más que para sí mismo.
P. se descubre casi inverosímil: le cuesta mucho trabajo y mucha concentración creer en sí mismo a estas alturas de la madrugada. "La destrucción o el amor", gritó Vicente Aleixandre en 1935. P. casi se siente a punto de esa apuesta final, y de forzar alguno de esos encuentros violentos de que al día siguiente, con sordidez, darán cuenta los periódicos: el final de los ángeles es un más allá de la muerte: es la cloaca y la zahurda de la ciudad: ¿qué hay en esta ciudad —se pregunta P. en la hora de las respuestas redondas a las preguntas abreviadas— que no sea cloaca ni zahurda? Calma, se dijo. Y extrajo de su bolsillo, como una esperanza blanca y sólida, un mesiánico cigarrito.

***
P. tiró el cigarrillo apenas comenzado y se levantó de prisa: en cualquier rincón, incluso en alguno muy cercano, podía estarlo esperando la coartada de su propia esperanza, el fantasma de su propio deseo. Había que ir rápidamente a su encuentro. ¿O más bien, poniéndose exigente —uno debe ser muy exigente con los sueños, ¿pues qué se creen? ¡A sudar, cabrones!—, esperar ahí mismo?... porque en esto de los laberintos a uno lo buscan precisamente en el momento en que se ausenta en pos del buscador. (¿Paul Léautaud: el verdadero amor siempre llega a domicilio?). O forzar más al destino, y esperar el resto de la madrugada en el lugar más secreto, aun en el más inaccesible, total ¿qué va de imposibilidad a imposibilidad?
Para P., rodeado de un súbito silencio absoluto, en medio de la nada, todo se vuelve al mismo tiempo imposible o posible. Adiós a las fronteras de la realidad y de la verosimilitud. Todo es ya igualmente ambiguo y nocturno. En el Reino-del-No-todo-es-lo-mismo. Cualquier cosa puede ocurrir donde está prescrito que absolutamente nada ocurra.
Pero P. sabe que cuenta con algo contra la noche planetaria y hosca: el rumor de su sangre contra los muros de su piel, cada vez más frágiles; un rostro congelado que nadie está viendo, que la luna dibuja con claroscuros expresionistas; un cuerpo tenso que es una ilusión óptica más —bajo los arbotantes— entre los rejuegos del viento con las sombras vegetales. ¿Otra sombra ahorcada, deshilachada, que cuelga del arbotante?
Por lo demás, en una vulgar sociedad de prohibiciones, donde ya todo es imposible, todos los imposibles quedan en el mismo nivel de posibilidad, y empiezan a hacerse bien probablitos muchos imposibilísimos.
P. duda de pie en la negrura vacía, entre informes masas vegetales: ahí espera el amor o la destrucción: ¿o? ¿y?; a estas alturas ya no importa: el amor es la destrucción, el sueño es el peligro; y en torno suyo, a escasos metros del negruzco borrón del parque en el iluminado horizonte de rascacielos de la ciudad, ¡cómo se exaltan las calles iluminadas llenas de grandes anuncios comerciales y bancarios!, ¡con qué tranquilidad reposan oscurísimas todas las ventanas de todas las pardas unidades habitacionales! ¿Esto es la paz? Esto es la paz. ¿Esto es la civilización? Sí, esto es la civilización. Y un grito de ebrio —y todos los adolescentes lo imitan en su primera borrachera— se erige en un gran paraíso anarquista:
—¡Me lleeeeeeva la chingaaaaadaa!
La frecuentación de los pensamientos fríos, como los asomos al abismo, templan los nervios. Otro evangélico cigarrillo y una última vuelta al escenario lunar, casi museográfico, del parque funerario.
Ya puedes, P., pastorear tus pensamientos: el bravo vino del deseo sin sentimentalismos ni domesticaciones; la instantánea floración del amor cuando aún tiene todas sus frescas promesas, y no la confección de promesas de plástico, tela o paspartú para la foto de bodas en la sala; el reto de desear las flores bravas, con peligro y con olvido; el amor en el misterio, antes de echarlo a perder con adornos rosas y sentimientitos de dibujos animados; en una sola frase: el deseo dorado en su momento de oro y sin pensar en otra cosa.
Un deseo pleno en un mundo vacío, como la borrosa luna en el estanque negrísimo del parque. Que la figura de mi deseo, quiere P., no se me vuelva un maniquí tan real, tan posible, tan civilizado, tan católico, tan... como las novias, los compadres, los parientes, los primos.
Que no se vuelva como yo, piensa finalmente P., al decidir que ya es demasiado tarde: hay que llegar por fin a casa, hay que al menos engañar un poco al sueño, hay que ponerse el traje para ir al trabajo. Estas horas del fantasma o del ángel lunático en parques desiertos son toda el alma del robotizado maniquí —tan sonriente, tan buena-persona— del que hablan la nómina, el censo, el registro fiscal, la...
A veces la noche pródiga obsequiaba a P. el amor inesperadamente. Los papeles se invertían: P. resultaba la promesa —el fantasma, el llamado, la sirena, el ángel— de un Otro.
Alguien lo hallaba —alguien como naturalmente hecho para hallarlo—, y él gozaba la plenitud de ser por una hora el ángel misterioso, el fantasma pleno del Otro.
Y al hacer el amor (cuando realmente el sexo se volvía tan diestro y acoplado como el amor), P. se sentía realmente existente y digno de existir, se transformaba en una criatura exultante, en un hombre hermoso y frutal, ya diverso del muchacho tenso y melancólico de facciones demasiado correctas y menos de hombre que de un niño muy crecido. El amor le daba entonces —a oscuras— un resplandor animal a su perfil cotidiano casi inocente, casi convencional.
Sólo en estos momentos subterráneos —y sólo pueden testimoniarlo esos compañeros subterráneos—, P. resplandeció con una expresión de felicidad vigorosa, casi ruda, en episodios fugitivos de amor —escondido, tímido, atrevido, triunfante— en dinteles, tinacos y zahuanes; en calles sucias y hoteles sin desagüe; una expresión de felicidad conquistada, casi arrancada, a la parda y atolera Unidad-Habitacional-Cívico-Católica del Distrito Federal. que habría escandalizado a la Ciudad-Horas-Hábiles que lo conoce, a los parientes y compañeros y vecinos y amigos... a algunos de los cuales, por lo demás, los habría atraído mucho más que su diurna domesticación tan profusamente documentada.
¡Si a sí mismo, de traje y con sonrisa para el cliente, ya no se soporta desde las 11 a.m.! Si ya desde entonces está esperando la madrugada.
Pero en los parques del deseo, P. jugaba no a ser un yo mejorado, sino a encarnar a alguien diferente: nombre falso, ocupación falsa, conversación fingida, que se acababa cuando la madrugada acababa, y no volvía a tener más oportunidad sobre la tierra.
Los ángeles y los fantasmas de los parques desaparecían también de su vida, no sin dejarle la huella de haberse acercado a la fuga y a la bravura, de haberse asomado a ojos decididos, de haber planeado sobre su vida diaria como un ángel de juego de azar, una sirena o quimera de alucinación, un fantasma del destino...
Y en momentos radicales, P. supo también que en esto de enfrentar el deseo a los abismos, no hay mejores parques en México, sobre todo en las madrugadas, que los que nada tienen de vegetales: los vacíos de urbanismo violento, los parques erróneos —tiza, polvo, tierra, hierbajos, cemento— de rinconcillos de viaductos y periféricos y ejes viales, las barrancas y lomas semiurbanizadas, las largas alambradas de bodegas y plantas industriales y pasos a desnivel: ahí hay huecos para los sueños, y al terminar la madrugada, P. supo alguna vez que dejó en esa ciudad-barda, en esa ciudad-muro, en esa ciudad-lote-baldío, una huella escrita, un letrero bravucón, obsceno o absurdo, en memoria o rastro de su deseo.
La madrugada se puebla de letreros en muros que iluminan, como si no vieran, los fogonazos de los sonámbulos automóviles.
Cuando a P. le sospechen una borrachera común, una parranda vulgar, ¿sabrán sus compañeros diurnos que una efectiva razón de vivir ha sido la de probarse uno mismo en la línea de fuego de sus sueños: la de ponerse en peligro: la de buscarle a la vida todas las salidas —sobre todo las que no tiene—; la de tratar de forzar todas las negaciones y todas las prohibiciones?
La mañana encontraba a P. realmente cansado, como si realmente existiese. Realmente había existido.
Eso al menos recuerda P. de sus veinticinco años, cuando le preguntaban qué era lo que lo hacía tan fresco o tan vital, tan entusiasta y apasionado: lo que le daba tantos estímulos para vivir, ¿era acaso Dios? ¿era la ambición? ¿era el dinero?