martes, 11 de noviembre de 2008

MI TÍO SOSTHÈNE, UN CUENTO ANTIJACOBINO DE GUY DE MAUPASSANT

MI TÍO SOSTHÈNE
por Guy de Maupassant
TRADUCCIÓN Y NOTA DE JOSÉ JOAQUÍN BLANCO

A Paul Ginisty
Mi tío Sosthène era un librepensador como hay tantos, un librepensador por estupidez. Con frecuencia se es religioso por la misma razón. La vista de un sacerdote lo lanzaba a furores inconcebibles; lo amenazaba con el puño, le ponía cuernos, y tocaba madera por detrás de la espalda, lo que ya indica una creencia, la creencia en el mal de ojo. Pero cuando se trata de creencias irracionales, hay que tenerlas todas o de plano ninguna.
Por mi parte, soy también un librepensador: es decir, alguien que se rebela contra todos los dogmas que el miedo a la muerte hace inventar; pero no siento cólera ante los templos, ya sean católicos, apostólicos, romanos, protestantes, rusos, griegos, budistas, judíos, musulmanes. Y tengo mi manera de considerarlos y explicarlos. Un templo es un homenaje a lo desconocido. Tanto más crece el pensamiento, tanto más se reduce lo desconocido, tanto más se derrumban los templos. Pero en lugar de colocar incensarios en los templos, yo instalaría telescopios, microscopios y aparatos eléctricos. Eso es todo.
Mi tío y yo diferimos sobre casi todos los puntos. El era patriota; yo no, pues también el patriotismo constituye una religión. Es el huevo de las guerras.
Mi tío era francmasón. Yo declaro que los francmasones son más estúpidos que las viejas devotas. Tal es mi opinión y la sostengo. Si se tratara de tener una religión, me bastaría con la antigua.
Esos mensos quieren imitar a los curas. Tienen por símbolo un triángulo en lugar de una cruz. Cuentan con iglesias que llaman Logias, y con un montón de cultos diversos: el rito escocés, el rito francés, el gran oriental, y con una serie de babosadas como para morirse de risa.
¿Y qué es lo que quieren? Ayudarse mutuamente, haciéndose cosquillas al saludarse de mano. No se los tomo a mal. Han puesto en práctica el precepto cristiano: “Ayudaos los unos a los otros”. La única diferencia consiste en las cosquillas del saludo. Pero, ¿vale la pena montar tantas ceremonias para prestarle unos centavos a un pobre diablo? Los religiosos, para quienes la limosna y el socorro son un deber y un oficio, escriben en el encabezado de sus epístolas tres letras: JHS [en latín: Jesús, salvador de los hombres]. Los francmasones ponen tres puntos después de su nombre. Tales para cuales.
Mi tío me contestaba: “Precisamente, nosotros erigimos una religión contra la religión; hacemos del libre pensamiento un arma que matará al clericalismo. La francmasonería es una ciudadela donde se enrolarán todos los demoledores de las divinidades”.
Yo le respondía: “Pero, querido tío (en mis adentros lo llamaba ‘viejo menso’), eso es justamente lo que te reprocho. En lugar de destruir, ustedes organizan la libre competencia: eso abarata los precios y ya. Por lo demás, si no admitieran ustedes más que a librepensadores, comprendería, pero reciben a todo mundo. Entre ustedes hay muchedumbre de católicos, incluso dignatarios del catolicismo. Pío IX fue de los suyos, antes de convertirse en papa. Si a eso ustedes llaman una ciudadela contra el clericalismo, me parece que disponen de una ciudadela muy débil”.
Entonces mi tío, con un guiño, añadía: “Nuestra verdadera acción, nuestra acción más formidable ocurre en el terreno de la política. Socavamos, de una manera continua y segura, el espíritu monárquico”.
Esta vez estallé: “¿Ah sí? ¡Ustedes son unos farsantes! Si me dijeras que la francmasonería es una fábrica electoral, te daría la razón; que sirve como una máquina para hacer votar en favor de los candidatos de todo tipo, no lo negaría; que no tiene otra función que la de engatusar a la pobre gente, de enrolarla para llevarla a las urnas como se envía al fuego a los soldados, estaría de acuerdo contigo; que es útil, incluso indispensable, para todas las ambiciones políticas, porque la francmasonería convierte a cada uno de sus miembros en un agente electoral, yo gritaría: ‘¡Eso es claro como el sol!’ Pero si pretendes que sirve para socavar el espíritu monárquico, me río en tu cara. ¡Analiza un poco, por favor, esta vasta y misteriosa asociación democrática, que ha tenido por supremo maestro, en Francia, al príncipe Napoleón bajo el imperio; que ha tenido como supremo maestro, en Alemania, al príncipe heredero; y en Rusia, al hermano del zar; de ella forman parte el rey Humberto y el Príncipe de Gales, y todas las cabezotas coronadas del globo!”
En esta ocasión mi tío me deslizó al oído: “Es cierto, pero todos estos príncipes sirven indudablemente para nuestros proyectos”.
—Y al revés, ¿no?
Añadí para mis adentros: “¡Cuántas tonterías!”
Y había que ver cómo mi tío Sosthène invitaba a cenar a un francmasón. Primero se saludaban y se tocaban las manos con un aire misterioso y totalmente ridículo, y se veía que se entregaban a una serie de presiones secretas. Cuando yo quería ponerlo furioso, le recordaba a mi tío que también los perros tiene toda una manera francmasónica de saludarse.
Después mi tío llevaba a su amigo a los rincones, como para confiarle cosas considerables; luego, a la mesa, cara a cara, tenían una forma de mirarse, de cruzar miradas, de beber sin dejar de verse de reojo, como repitiéndose sin cesar: “Estamos firmes, eh”.
Y pensar que hay millones sobre la tierra que se entretienen con tales payasadas. Yo preferiría ser jesuita.
*

Había en nuestra ciudad un viejo jesuita que era la bestia negra de mi tío Sosthène. Cada vez que se lo encontraba, o con sólo verlo de lejos, murmuraba: “Ese crápula”. Luego me tomaba del brazo y me confiaba a media voz: “Ya verás cómo ese canalla me va a causar un daño cualquier día. Lo presiento.”
Y tuvo razón mi tío. Voy a contar cómo se produjo ese accidente, por mi culpa.
Nos acercábamos a la Semana Santa. Entonces mi tío tuvo la idea de organizar una cena con platillos de carne para el Viernes Santo, una gran cena, con morcilla y otros embutidos de cerdo [cervelas]. Me opuse todo lo que pude; le dije: “Voy a comer carne ese día como siempre, pero solo, en casa. Tu manifestación es idiota. ¿Para qué manifestarse? ¿En qué te perjudica que haya gente que no coma carne ese día?”
Pero mi tío se mantuvo firme. Invitó a tres amigos al mejor restorán de la ciudad; y como era él quien pagaba, no me abstuve de manifestarme.
A las cuatro de la tarde nos instalamos afuera del Café Penélope, el más frecuentado, y mi tío Sosthène leyó en voz muy alta nuestro menú. A las seis nos sentamos a la mesa. Seguíamos comiendo a las diez de la noche, y habíamos bebido, entre los cinco, dieciocho botellas de vino fino, más cuatro de champaña. Entonces mi tío propuso lo que llamaba la “gira del arzobispo”. Hacía poner en fila, frente a él, seis vasitos que llenaba de diversos licores; entonces los vaciaba de golpe, mientras uno de sus amigos contaba hasta veinte. Eso era una estupidez, pero mi tío Sosthène lo encontraba “ceremonioso”.
A las once estaba borracho como un canónigo. Fue necesario llevarlo en coche a casa, y meterlo a la cama; ya entonces se podía prever que su manifestación anticlerical iba a resolverse en una terrible indigestión.
Mientras regresaba a mi casa, también borracho, pero con una ebriedad alegre, se me ocurrió una idea maquiavélica que satisfacía todos mis instintos de escepticismo.
Me recompuse la corbata, asumí un aire desesperado, y fui a tocar furiosamente la puerta del viejo jesuita. Era sordo y se hizo esperar. Pero como yo conmocionaba a patadas toda la casa, se asomó finalmente a la ventana, con su gorro de algodón: “¿Qué desea?”
Le grité: “¡Pronto, pronto, reverendo padre, ábrame usted; se trata de un enfermo desesperado que reclama vuestro santo ministerio!”
El pobre buen hombre se puso enseguida un pantalón y bajó sin sotana. Le conté con una voz jadeante que mi tío, el librepensador, había sido presa súbitamente de un horrible malestar que hacía prever una enfermedad muy grave; que le había sobrevenido un enorme miedo a la muerte, y que deseaba verlo, conversar con él, escuchar sus consejos, conocer mejor las creencias, acercarse a la Iglesia, y sin duda confesarse y comulgar, para poder dar en paz consigo mismo el paso terrible.
Y añadí con un tono crítico: “En fin, él lo desea. Si eso no le hace bien, tampoco le hará ningún daño”.
El viejo jesuita estupefacto, emocionado, tembloroso, me dijo: “Espéreme un momento, hijo mío, ya voy”. Entonces le advertí: “Disculpe, reverendo padre, pero no puedo acompañarlo. Mis convicciones me lo impiden. Hasta me negué a venirlo a buscar a usted; de modo que le ruego que no diga que me ha visto. Explique que por una especie de revelación se ha enterado de la enfermedad de mi tío.”
El buen hombre consintió y se fue en paso veloz a tocar la puerta de mi tío Sosthène. La criada que cuidaba al enfermo abrió la puerta de inmediato, y vi desaparecer la negra sotana dentro de aquella fortaleza del libre pensamiento.
Me escondí en un zaguán vecino para esperar el resultado. En plenitud de salud, mi tío habría apaleado al jesuita, pero yo lo sabía incapaz de mover un brazo, y me preguntaba con un gozo delirante qué inverosímil escena ocurriría entre esos dos antagonistas. ¿Qué luchas, qué discusiones, qué estupefacciones, qué enredos? ¡Y qué conclusión de esta situación inédita, la cual se volvería aún más trágica con la indignación de mi tío!
Me dolía el estómago de tanto reírme a solas, y me repetía a media voz: “¡Ah, qué buena comedia, qué buena comedia!”
Pero hacía frío y advertí que el jesuita duraba mucho tiempo dentro de la casa. Me dije: “Están discutiendo”.
Pasó una hora, pasaron dos y tres. Y no salía el reverendo padre. ¿Qué habría ocurrido? ¿Mi tío habría muerto de sobrecogimiento al mirarlo? ¿O habría asesinado al hombre de la sotana? ¿O se estarían devorando el uno al otro? Esta última suposición me pareció inverosímil, pues en ese momento mi tío no estaba en capacidad de asimilar ni un gramo más de comida. Amaneció.
Inquieto, sin osar entrar a la casa, recordé que uno de mis amigos vivía precisamente en frente. Fui a su casa, le conté el asunto, que lo asombró y lo hizo reír, y me embosqué en su ventana.
A las nueve de la mañana él tomó mi sitio y dormí un poco; dos horas después lo reemplacé. Estábamos desmesuradamente preocupados.
A las seis de la tarde, el jesuita salió con un aire pacífico y satisfecho, y lo vimos alejarse con un paso tranquilo.
Entonces, avergonzado y tímido, fui a tocar a la puerta de mi tío. Salió la criada. No me atreví a interrogarla y subí sin decir nada.
Mi tío Sosthène yacía en su lecho: pálido, deshecho, abatido, con la mirada sombría y los brazos inertes. Una estampita religiosa estaba prendida a la cortina de su cama con un alfiler.
Se olía mucho la indigestión en el cuarto entero.
Le dije: “Pero tío, ¿estás en cama? ¿No te sientes bien?”
Respondió con una voz agobiada: “Ay, muchacho: estuve muy enfermo. Sentí que me moría”.
—¿Pero cómo es eso, tío?
—No lo sé. Es muy asombroso. Pero lo más extraño de todo, es que el padre jesuita que acaba de salir, ya lo conoces, ese buen hombre a quien yo no soportaba, ha tenido una revelación de mi estado, y me ha venido a ver.
Sentí una tremenda necesidad de reír.
—¿Ah, de veras?
—Sí, vino. Escuchó una voz que le ordenaba levantarse y venir porque yo me moría. Es una revelación.
Fingí estornudar para no carcajearme. Tenía ganas de echarme a rodar en el piso.
Al cabo de un minuto, asumí un tono indignado, a pesar de ciertos chispazos de hilaridad:
—¿Y lo recibiste, tío, tú? ¿Un librepensador? ¿Un francmasón? ¿No lo arrojaste a la calle?
Pareció confuso y balbuceó:
—¡Es que fue tan asombroso, tan asombroso, tan providencial! Y además me habló de mi padre. Él conoció a mi padre en los viejos tiempos.
—¿A tu padre, tío?
—Sí, parece que conoció a mi padre.
—Pero ésa no es una razón para recibir a un jesuita.
—¡Lo sé muy bien, pero yo estaba enfermo, tan enfermo! Y él me ha cuidado con tanta devoción toda la noche. Me cuidó a la perfección. Es él quien me ha salvado. Son un poco médicos, esos curas.
—¡Ah! Te cuidó durante toda la noche, pero me dices también que apenas se acaba de ir.
—Así es. Como se ha portado conmigo de un modo excelente, lo invité a almorzar. Comió al lado de mi cama, en una mesita, en tanto yo tomaba una taza de té...
—¿Y comió carne?
Mi tío hizo un gesto de disgusto, como si yo hubiese dicho algo muy inconveniente, y añadió:
—No bromees, Gastón; las bromas están ahora fuera de lugar. Este hombre ha sido más afectuoso y abnegado conmigo en esta ocasión que un pariente. Espero que se respeten sus convicciones.
Ahora yo estaba aterrado, pero de cualquier manera le seguí diciendo:
—Está bien, tío. Y después del almuerzo, ¿qué han hecho?
—Jugamos un poco a las cartas, luego él rezó su breviario, mientras yo leía un librito que traía consigo, y que no está del todo mal escrito.
—¿Un libro piadoso, tío?
—Sí y no; más bien no; es la historia de sus misiones en África Central. Se trata sobre todo de un libro de viajes y de aventuras. Es muy hermoso lo que ellos hacen allá, estos curas.
Empecé a ver que el asunto empeoraba. Me levanté:
—Entonces adiós, tío, veo que abandonas la francmasonería por la religión. Eres un renegado.
Se confundió un poco más y murmuró:
—Pero la religión es una especie de francmasonería...
Le pregunté:
—¿Y cuándo vuelve tu jesuita?
Mi tío balbuceó:
—No sé, no sé... A lo mejor mañana... No estoy seguro.
Y salí, completamente consternado.
Ah, que terminó mal mi comedia. Mi tío se convirtió radicalmente. Hasta ese punto, me importaba poco. Clerical o francmasón, para mí, es como decir gorro blanco o blanco gorro. Pero lo peor es que acaba de hacer su testamento; sí, ha hecho su testamento y me ha desheredado, señor, en favor del padre jesuita.


NOTA:
A finales del siglo XVIII un esperanzador fantasma recorría Europa: el de la francmasonería, esa progresista hermandad de los buscadores del absoluto y de los redentores seculares la humanidad. Liberarían al hombre del oscurantismo clerical y monárquico, de la ignorancia y de la miseria, de la crueldad y de la maldad; no lo exaltarían como una criaturilla parida por los ídolos religiosos, sino que descubrirían su cifrado infinito, y lo harían uno con el universo. El hombre dejaría de ser el hijo de dioses inexistentes, para volverse el hermano eficaz de los demás hombres.
Mozart compuso en honor de esta nueva fe La flauta mágica, una iniciación masónica en forma de ópera. El protagonista de La guerra y la paz de León Tolstoi, el atribulado (y finalmente dichoso) conde Piotr Bezukhov, vive minuciosamente sus estremecimientos, sus promesas y desengaños en plena era napoleónica. Nuestros países latinoamericanos se vieron independizados y organizados sobre todo por francmasones, hasta finales del siglo XIX.
Pero fue tal el éxito social, político y cultural de la masonería europea que pronto se acorrientó y arruinó. A mediados de siglo no escriben contra los masones solamente los clericales, sino también los anticlericales antimasónicos, hartos del oportunismo y la charlatanería de esa ideología redentorista y esotérica que ya incluía entre sus huestes a reyes, príncipes, prelados, banqueros, rentistas ociosos y todo tipo de políticos. Tolstoi retrata en La guerra y la paz toda esa farsa masónica en los salones aristocráticos de Moscú y San Petersburgo, pero narra también sus encendidas esperanzas y elaboradas iluminaciones como las creían algunos francmasones sinceros y el iniciado entusiasta.
“Mi tío Sosthène” es una burla de la masonería, pero ya no desde la Iglesia ni desde la ciencia, sino desde el punto de vista escéptico de un descreído dandy del fin-de- siglo, un tanto cínico, que sólo encuentra solidez en disfrutar la vida; y pura estupidez en las “grandes ideas” de las generaciones anteriores (Voltaire, Michelet, Víctor Hugo, Renan, Sainte-Beuve, George Sand), como la masonería, el romanticismo, el socialismo, el patriotismo, el ateísmo o el jacobinismo.
Como en otras ocasiones, Maupassant recicla en este cuento algún tema de papá Flaubert: el Homais de Madame Bovary y cierto filo de Bouvard y Pécuchet. La idea de que el boticario voltairaneo es tan banal, ridículo, supersticioso y nocivo como un cura de aldea. Pero añade una sorna hacia cierto “tío” literario: Sainte-Beuve, el fraternal amigo de Flaubert.
Jacobino de hueso colorado, Sainte-Beuve organizaba estas comidas públicas de morcilla y embutidos de cerdo en pleno Viernes Santo, para manifestar su anticlericalismo. Se trata pues de otro —¡otro!— chiste contra el magnífico escritor Sainte-Beuve, a quien le apodaban por ese rito no “El libre pensador” [Le libre penseur] sino “El libre tragador” [Le libre mangeur], según se nos informa en la edición de La Pléiade de los Contes y Nouvelles, t. I, de Maupassant. (Una “comilona de ateos” parecida ocurre en Las diabólicas de Barbey d’Aurevilly.)
En este cuento de 1882 brillan la gracia y el fácil dón de conversador que también caracterizan a Maupassant, quien no siempre se esclavizó a todas las exigencias lingüísticas, estéticas y estilísticas de Bola de sebo, Una vida, Pierre y Jean o La mujer de Paul (que ya tradujimos anteriormente en este suplemento). Supo apreciar también la facilidad y la ligereza de un cuento escrito con rapidez principalmente para hacer reír; aquí tenemos una especie de fábula, de conte voltaireano contra los voltaireanos.

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