sábado, 21 de marzo de 2009

ILYA DE GORTARI (1951-2007)


Desde España, Balam de Gortari me solicitó una semblanza de su padre para una página web a su memoria; escribí esto:


ILYA DE GORTARI (1951-2007)

Por José Joaquín Blanco

Desde jovencito, adolescente, Ilya de Gortari (1951-2007) vivió el arte y la promoción cultural como una expansión natural y entusiasta.
En parte por inclinación propia, en parte estimulados por una familia y un grupo de amigos con esos intereses, los gemelos Ilya y Yuri, de quienes fui compañero en la Secundaria 3 “Héroes de Chapultepec” allá por 1966, desde chamaquillos se andaban inmiscuyendo en filmaciones, grabaciones, sesiones de fotografía, reuniones bohemias guitarra en mano, discusiones literarias y librescas.
De modo que podría decir que a Ilya siempre lo conocí artista y siempre lo vi urdiendo alguna conjura cultural.
Volvimos a coincidir en la preparatoria San Ildefonso. No sé por qué lo recuerdo como algo inclinado a las ciencias, mientras su hermano yo nos dirigíamos hacia las humanidades. Eran los años sesenta de todas las rebeldías y de todos los snobismos; de las tropas bohemias en la Zona Rosa y la “pequeña muchedumbre” –al fin y al cabo, se daba abasto un solo cine, el Roble, en Reforma, cerca del monumento a Cuauhtémoc, en una sola tarde-noche por película- cuyo centro anual de cultura eran las dos o tres semanas de la Reseña Cinematográfica, donde fulguraba la nouvelle vague francesa.
Sabíamos que Ilya dibujaba y pintaba muy bien (siempre andaba garabateando algo), pero no parecía inclinarse más por las artes plásticas que por la antropología, las artesanías, la música, la arquitectura, el diseño, cualquier cosa: su curiosidad no discriminaba rubros. Discutía sin descanso de todos los temas. Anduvimos arreglando y desarreglando el mundo trago en mano hasta el amanecer desde los quince hasta sus cincuenta y seis años.
Así también era su apariencia física, que del perfil Beatle de la secundariua avanzaba un día hacia los abrigos y sombreros del pop-op art de la reseña, o de plano hacia el hippismo oaxaqueño; sus gustos musicales, que lo mismo atinaban con las rancheras y los boleros que con el rock y el vasto espectro a gogó; su paladar siempre amistoso con los pulques, los tequilas y los platillos pueblerinos de México.
Aunque la edad le fue perfilando habilidades y experiencias, siempre encontré en el Ilya de los cincuenta y tantos años al mismo muchacho de dieciséis a diecinueve de la preparatoria de San Ildefonso y los cafetines de los alrededores, por las calles de República Argentina, Donceles y República del Brasil. Se hizo a sí mismo desde chamaquito. El resto de la palomilla no había acuñado sus modos y vocaciones con tales decisión y congruencia perdurables.
Ya estaba desde entonces su constante rebeldía, que alarmaba a quienes todavía no lo conocían y simplemente regocijaba a los habituados, por sus maneras estruendosas, sus grandes gritos, silbidos y carcajadas, su cultivo pintoresco de las palabrotas, su feroz independencia y su constante actitud de apoyar por sistema las causas más impopulares o perdidas.
Rebelde a las rutinas académicas, pronto se erigió en autodidacta contumaz; rebelde a las rutinas laborales, pronto se autoempleó como artesano (prendas de piel, como abrigos y sombreros), impresor, editor, cafetero… y hasta aprendiz de campesino…
En la Editorial Penélope alentó la nueva poesía mexicana –ahí surgieron o embarnecieron nombres que se volverían famosos-, los cómics modernos internacionales, los grupos de música más heterogéneos, el dibujo y la pintura; e incluso logró sacar a su costa el primer libro serio sobre la fotógrafa Lola Álvarez Bravo: Recuento fotográfico, con muchas fotos y textos.
Además de, en su momento, una de las empresas editoriales más independientes y atentas de la producción nueva, Editorial Penélope se fue constituyendo en un centro de actividad de varias artes y formas culturales que continuaría en Editorial Quinqué, en el café-bar Las Hormigas de La Casa del Poeta y en los dos locales de El Café de Nadie. Ahí, en todas esas empresas, se alentaron las tocadas y las cantadas, las exposiciones de arte reciente e incluso se formaron grupos de autodidactas de la pintura, con sesiones de nudismo y tequilismo mitológicos.
Por lo demás, a todas horas del día Ilya de Gortari era una especie de virtuoso y gurú de un arte que ya entonces estaba en decadencia: la conversación… Uno de los mayores encantos de sus empresas y promociones eran las conversaciones que Ilya puntuaba y estimulaba.
A primera vista, Ilya de Gortari parecía contradictorio: moderno y arcaico, sofisticado y rupestre, esotérico y sensato, rudo y dulcísimo, jovial y hosco, cultural y contracultural; en realidad, no era contradictorio porque, en principio, no creía en las exclusiones y muchas cosas le interesaban mucho.
Eso le permitió ser amigo, promotor y, en cierta manera, un centro de reunión y contacto de las personas y tribus más heterogéneas.
Se abocaba al arte ajeno como si fuera propio con totales entusiasmo y desinterés. Todo ello durante mucho tiempo, desde principios de los años ochenta, en el edificio de Penélope de la colonia Country Club, hasta los locales de Las Hormigas y los dos Café de Nadie de la colonia Roma.
A partir de los años ochenta, sin ocultarse pero sin exhibirse, guardando un perfil discreto, fue dedicando cada vez más sus horas libres a la pintura.
Dibujos decididos de frecuente vocación erótica. Continuos homenajes a la mujer, con más rasgos que color, con más fuerza que paisaje. En esos dibujos busca atisbar realidades apasionadas a través de fragmentos mínimos, de rincones, de perspectivas, de encuadres. El erotismo esplendía en un rasgo, en un botón, en una sombra, en una textura como aforismos orientales del paraíso de los cuerpos.
Dibujó y pintó mucho y fue reconocido en varias exposiciones, algunas muy originales en su momento, como cuando colgó buena parte de su obra en un andén del metro Auditorio, ante el azoro, el regocijo y algo de escándalo de ora sí que millones de espectadores: los usuarios del metro.
Fue un hombre sumamente amoroso con sus amigos, con los amigos más heterogéneos, que solían sumar multitudes: recuerdo alguna fiesta “íntima” con docenas de esos amigos: prácticamente los comensales se desbordaban, como en cómic, por las ventanas y la azotea del departamentito de la calle Álvaro Obregón. No faltaba ningún exotismo ni ninguna antigüedad, lo mismo los instalacionistas más supersónicos que un grupo de concheros exuberantemente ataviados de Quetzalcóatl-Superstars, haciendo conjuros de copal a los cuatro puntos cardinales.
Fue muy importante en la obra y sobre todo en la vida de mucha gente. De alguna manera actuaba a ratos como una especie de patriarca bíblico que a todo mundo ofrecía amparo, estímulo y consejo. Para algunos incluso fungía como una especie de Papá Ilya.
Siempre lo consideré, como a Yuri, más que un amigo; y lo frecuenté más que a un hermano. Fue alguien que siempre estuvo a mi lado durante casi cuarenta años. Tenía el signo de la fuerza y del apoyo, del entusiasmo y de la crítica.
Pero sobre todo tuvo el arrojo de la alegría y del placer de la vida. Vivió como quiso y gozó todos sus días, aun en circunstancias difíciles, a las que lograba encontrarles la diversión y el regocijo, la floración y el fruto. Ilya siempre fue pura vida.
Todos los momentos de su vida tuvieron plenitud, disfrute y sentido.
El recuerdo de sus amigos, por ello, no sólo es melancólico, sino entusiasta y regocijado, afirmativo y amoroso. Y desde luego, agradecido: hizo arte y cultura no sólo en sus propias obras; su inspiración, su fuerza, su apoyo asoman en la obra de muchos músicos, escritores, artistas plásticos.
También amó a su público, a sus parroquianos, como les decía, y que encontraban en sus cafés, bares, cocteles, eventos, reuniones, tocadas, un espacio estimulante y acogedor en aquellos años que la Ciudad de México se desgarraba. Ambos locales del Café de Nadie estuvieron rodeados de pavorosas ruinas del temblor de 1985. Y ahí se tocaba, se cantaba, se hablaba de pintura y de poesía con entusiasmo y calidez.

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