Salvador Novo
Por José Joaquín Blanco
En sus últimos años, Salvador Novo reúne en un volumen sus
libros “y me miro en ellos, dice, más que como un espejo apagado, como en los
retratos que en un álbum conservaran, irónicos, un rostro que ha ido gradualmente
deformándose”.
El propio Novo
señala las virtudes de aquel retrato original, tanto mejor cuanto más joven,
que representa el estilo de sus Ensayos
(1925): “Tenía prisa de plantarse en la vida; por acompañar de poemas su
emancipación, su acto de presencia (…) este desparpajo, esta adjetivación
sorpresiva, este juego con las palabras y las imágenes, aptos a romper los
moldes secos y quebrantados de un cascarón gramatical ortodoxo (…) un
narcisismo autobiográfico no carente de desolación; una premiosa voluntad de
ruina (“si yo hubiera tenido fuerzas a tiempo” exclama en Return Ticket el personaje
cuando aún lo era de tenerlas), una inclinación avestrúcica a cancelar el mundo
hostil o difícil, por el medio expedito y elemental y pasivo de hundir el
cráneo en la erudición o en su semblanza”, etcétera.
Tal era el
“Joven” Novo, más de nuestra época que de la suya. Actualmente sus libros
aceptarían de inmediato la inclusión académica, cuando el éxito de la
semiología nos permite considerar serios
y de buen gusto los ensayos sobre la
moda y los medios masivos de comunicación, cuando hay tesis doctorales sobre el
lenguaje de la ropa, de los gritos histéricos del público en un recital de rock
o en un campeonato boxístico.
La novedad de
Novo (“novocablos, novo amor”) fue abrumadora, incluso para él mismo, que de
pronto vio que su espontánea juventud ardía y lo expulsaba, nueva mujer de Lot,
sin poder ni siquiera voltearse a mirarla. Empezar desde tan alto casi implica
el despeñadero. El ideal romántico que ensalza la juventud conlleva el
requisito de morir joven, como López Velarde, para no sufrir la vergüenza del
regreso y de la decadencia.
Se diría que
los grandes libros de verso y prosa de Novo confiaban en que se cumpliría ese
requisito trágico: están escritos con tal despilfarro de energía, con tales
ganas de decirlo todo hasta el último centavo; construyen sus atolladeros a
cada renglón, a cada párrafo: obstáculos cada vez más difíciles como queriendo
quedar abolido en alguno de ellos. El futuro no le importa a Novo: no hay
ahorro intelectual, no hay madurez, no hay planeación. Todo ahora, de una buena
vez, en una sola carta. Esta firmeza de personalidad y estilo da la
impresionante solidez de sus libros, que no están prometiendo ni anunciando
nada, sino casi concluyendo, logrando: dejando finiquitado con todos sus puntos
y comas un estilo que es, de inmediato y sin concesiones, una personalidad.
Todos los ensayos son ostentosamente autobiográficos. La primera persona, la
misma primera persona siempre: irónica, inteligente, libresca, desdeñosa,
dandy, frívola, va recorriendo, como si fueran textos, las cosas de la realidad
o de la imaginación que la emocionan, aunque el lector descubra que lo que le
importa no es la cosa emocionante sino la persona emocionada, que a Novo le
entusiasma más autorretratarse que describir el objeto criticado. En defensa de lo usado (1938), sigue la
misma técnica, y también los libros de viajes y memorias: Return Ticket (1928), Jalisco-Michoacán
(1933), Continente vacío (1935) y Éste y otros viajes (1951). Por ello
quizás la obra maestra de Novo fue su personaje, un personaje obviamente
superior, en eficacia y variedad de recursos, a los de sus compañeros:
personaje homosexual y agresivísimo, escandaloso y edificante, culto y vulgar,
marginal y high society. Tan fuerte
era ese personaje que los otros Contemporáneos no querían verse contaminados
por él, y prefirieron excluir a Novo de las apariciones públicas del grupo,
aunque Novo terminó siendo su representante ejemplar.
Novo se
identifica con el siglo XX, que amanece: el radio, la publicidad, el tenis, el
boxeo, los box-spring, el divorcio, el idioma chino, “el buen té y la poesía de
Vachel Lindsay”, el cine, los edificios altos, New York, el buen gusto de la
banalidad (como escribir un poema “a la primera cana”), anteojos contra el sol,
mujeres prácticas y temperamentales, los generales tras chicas sin medias, Lady
Godiva, el chicle, el té Lipton’s y el perfume Coty, la máquina y la técnica,
epigramas sonoros como “los mexicanos las prefieren gordas” van configurando a
ese poeta y prosista cuyo primer proyecto literario (un relato-crónica de su
vida en la ciudad de México), se llamaba precisamente El joven: “En 1900 (escribe Villaurrutia) vivíamos nuestra Edad
Media del tránsito, oscura y delicada. En los ferrocarriles, en los conductores
de tranvías, encuentra el Joven de Salvador Novo los precursores del
Mesías-Chofer”. La bicicleta no fue sino un animal de transición, un
ornitorrinco que duró lo que duran las rosas. Se oye el taf-taf de los Renault
y aparecen sobre ellos los primeros chauffeurs, lentos y torpes como sus
máquinas. El chofer no ha llegado aún, pero no tarda. Nace, por fin, con la
revolución, ese nuevo tipo de hombre que halla en el Ford, un instrumento
construido a su escala. Y este es el principio de una carrera desenfrenada que
dura todavía…”
Obviamente a
Novo (y a Villaurrutia también) se le hacía tarde porque acabara el país rural
y revolucionario y la ciudad de México se adecuara a aquellas atmósferas
citadinas que sus novelas norteamericanas y europeas, las películas novedosas,
su propia imaginación, le hacían envidiables. Así, conforme pasan las décadas,
hasta llegar al período presidencial de Manuel Ávila Camacho, que reseña
felizmente en sus columnas periodísticas, va logrando esa ciudad de México, del
Tout-Mexique, que en ese sexenio parece florecer, todavía transparente y
meridiana como una ciudad pequeña y sin contaminación, antes de desbordarse,
ensuciarse, complicarse en ese monstruo en el cual el Novo viejo ya no se
reconoció, que ya ni siquiera conoció.
Porque la
ciudad de México o la ciudad del Tout-Mexique (dirá luego, en referencia a la
ciudad de Manuel Gutiérrez Nájera, a por qué éste excluye las zonas de miseria
y a los trabajadores de sus crónicas), que es el tema, por demás
autobiográfico, de su primer libro, irá avanzando con el por toneladas de
colaboraciones periodísticas; le dará el título del libro más conocido y
celebrado de toda su obra, la Nueva
grandeza mexicana (1946) y el título oficial que habría de configurarlo
Cronista de la Ciudad de México, y lo verá envejecer en una pantalla de TV,
durante el sexenio de Díaz Ordaz, y celebrar al ejército y al presidente de
1968. Entonces, como la propia ciudad, Novo seguía viviendo de la identidad,
relativamente idílica, de décadas atrás, que ahora le servía de consuelo ante
la realidad cotidiana.
Como se ve,
Novo es el que se considera escritor o crítico cultural en el sentido más
amplio, menos literaturizado del término; el que hace literatura con temas y
procedimientos y mitos no-literarios. En sus mejores años hablar de literatura
le habría parecido un pleonasmo. La literatura se hace con lo que no es
literatura; soy tan literario yo mismo, habría respondido, que no tendría caso
hacer literatura con algo que puede serlo sin mi colaboración; por el
contrario, Novo gusta del reto, de hacer literatura de lo más antiliterario, de
lo más arriesgado. Malbarata su talento, lo echa por la ventana: cine, radio,
publicidad, periódicos, tertulia, cartas, chistes, epigramas, autobiografía,
miles de artículos periodísticos. A finales del período de Ávila Camacho, sin
embargo,, cuando ya goza del poder oficial y de un buen capital, se retira a un
descanso académico y a una canonjía: el departamento de teatro del INBA.
Pero ahora no quiero ahora hablar de la literatura de Novo, sino del
paso del tiempo, especialmente con respecto a la Nueva grandeza mexicana, su mejor crónica de
la ciudad.
La leí por primera vez hace cuarenta
años. La fama televisiva de su autor me hizo comprarlo con sentimientos
encontrados. Los muchachos con pretensiones culturales suelen ser moralistas; y
en efecto me molestaba el papel cortesano, conformista, adulador del poder y de
la riqueza, que jugaba el Cronista de la Ciudad. ¡Qué diferente de León Felipe, por
entonces mi poeta favorito!
El volumen sin embargo me fascinó. Su
conocimiento pleno de la ciudad, su variedad (de la fachada del Sagrario al
futbol, los sándwiches y el danzón); su sentido del humor, su atrevida manera
de permitirse inmoralidades e insolencias de la manera más elegante. Y su
amable naturalidad expresiva.
Novo tuvo en este libro una inspiración
feliz. Lo escribió en unos cuantos días, para ganar un concurso oficial. En
lugar de ponerse académico o de erigirse en museo, o de urdir revoluciones y
experimentos literarios, encontró la solución perfecta: imitar una guía de
turistas.
Tomó el truco de dos libros coloniales:
México en 1554, de Francisco
Cervantes de Salazar (un habitante de la ciudad guía a un amigo forastero por
los sitios principales, y conversan) y la Grandeza mexicana de Bernardo de Balbuena (un
catálogo encomiástico de asuntos capitalinos). Así, con el pretexto de pasear a
un amigo regiomontano, Novo conversa sobre su manera de vivir en la ciudad de
México durante unas ochenta o cien páginas.
El conversador era inmejorable. Pero
nuevamente, yo refunfuñaba: ¡Cuánta autocomplacencia, cuánto triunfalismo,
cuánta propaganda gubernamental! Aunque fue escrito y publicado (1946) antes de
Uruchurtu, leído en 1966 parecía un himno uruchurtiano. Y ya entonces la ciudad
resultaba invivible: todos los servicios estaban sobresaturados; escaseaban el
agua, el empleo, la vivienda; el tráfico era infernal; todo estaba
archirreglamentado, cuando no prohibido: hasta en el corte del pelo y el tipo
de ropa nos andaba vigilando, regañando, amenazando el gobierno.
Probablemente desde los años cuarenta
—desde siempre— la ciudad tuviera estos infiernos; a final de cuentas, la misma
ciudad que canta Novo con tal entusiasmo es la que Buñuel encontró tan
insufrible en Los olvidados, de 1950.
El fuerte de Novo no era la crítica social... salvo para burlarse con saña del
socialismo. ¿Cómo se atrevía a hablar tan bonito de la horrenda ciudad?
Sin embargo, releída ahora, a cincuenta
años de su escritura, la Nueva grandeza mexicana puede sorprendernos
desde otro flanco. El de combatir la obsesión tremendista sobre la ciudad, en
que nos hemos enfangado desde hace tres décadas.
Más allá de todo ribete
propagandístico, que los tiene, surge de una genuina actitud amorosa y de
hartas ganas de vivir alegremente en la ciudad de México. Y eso se nos ha
olvidado en la enorme cantidad de crónicas y novelas urbanas contemporáneas. Y
en la conversación. Hasta en los pensamientos.
No se trata de negar la catástrofe de
su desigualdad social, su explosión demográfica, su especulación inmobiliaria,
su crecimiento truhán y desordenado, su desgobierno, su miseria, su violencia.
Todo ello desde luego abunda, en proporciones ciertamente espantables. Pero la
vida sigue. No nos va esperar hasta que se nos pase la muina. Y una cultura
urbana que se estanca en la obsesión de la amargura no es camino de
supervivencia.
Efraín Huerta nos enseñó los cantos de
odio a la ciudad. Magnífico... pero ya los hemos repetido, cada vez con mayor
histeria, durante tres o cuatro décadas. ¿No sería hora de asomarnos también a
los cantos de amor, de relajo, de buenos ratos, que escribió Novo?
Una actitud completamente diversa de la
mientamadres que solemos tener las veinticuatro horas de los 365 días hacia
nuestra ciudad. Novo, así, quien parecía el colmo del conformismo, nos invita
ahora a un cambio mental, emocional. Vuelve a ser, como su temprana juventud,
casi revolucionario.
Un aspecto colateral de la escritura de
Novo, del que no suele hablarse a menudo, es su relación con la cocina. ¿Algún
día los melómanos dejarán de desgarrarse las vestiduras por la traición de
Rossini, quien de plano abandonó la ópera por la cocina? ¿Frivolidad, dandismo,
contraculturalismo avant-la-lettre?
Bueno: la cocina ya estaba en Rossini,
como en sus tan gustadas arias jocosas: grandes pasteles melódicos sobre nada (“Una
voce poco fa”), sus ensaladas locas con todo el coro (aderezadas con la
densa especie de los bajos), que exageran esa burla de la música dentro de la
propia música, que había iniciado Mozart con Papageno (La flauta mágica)
y Leporello (Don Giovanni). Siempre está el gordo y feliz cocinero
cantando en broma sobre su cacerola, en las óperas de Rossini; digo, cuando no
se mete de plano a la cava del palacio, como en La Ceneretola.
Salvador Novo no sólo abandonó la
literatura, sino hasta la política, por la cocina. ¿La estufa de gas, los
hornos y los refrigeradores tienen razones que no comprende la filosofía de los
seriesotes? Ciertamente, la cocina ya estaba en él, en la prodigiosa confección
de sus ensayos más tempranos, de sus sátiras, de sus anécdotas.
Había en Novo, como él mismo lo
confiesa, “una voluntad de ruina” temprana. A cada rato lo abandonaba todo para
dedicarse, ahora sí, a la
Gran Obra que nunca escribió (su magnífica obra dispersa se
fue escribiendo casi involuntariamente, en su periodismo, en sus versos
satíricos o sentimentales). En 1946 se hizo construir un estudio en su nueva
casa de Coyoacán para dedicarse a sus memorias —La estatua de sal—, que
dejó inéditas y probablemente inconclusas. Muchos años antes, añoró escribir
una novela sobre su juventud, o sobre un día de su juventud en la Ciudad de México.
En 1952, al concluir su tormentosa
gestión como director de teatro de Bellas Artes, que lo enemistó con algunos de
sus viejos compañeros de Contemporáneos, soñó independizarse del presupuesto,
lanzarse en serio como empresario-director teatral independiente y como
dramaturgo, y poner un petit thêatre para ricos, La Capilla. Curioso
proyecto: un teatro de vanguardia para los banqueros y sus esposas, para los
secretarios de estado y sus esposas, y desde luego, para la esposa de Ruiz
Cortines y sus filantrópicas amigas. (Acaso no sabía entonces que la corte
ruizcortinista-uruchurtista pasaría a la historia como la más mojigata del
siglo.)
¿Fue el crítico o el cómplice de La
culta dama? En algún momento nos sobresalta al confesar que la principal
característica de su teatro vanguardista de La Capilla era no “fastidiar”
a las señoronas del Establishment con escenas “morbosas”. Ah, cuando los
caminos de la vanguardia y la cultura independiente desembocan en la alta
sociedad... ¡Y esto en la época de Sartre, de Camus, de Genet, de Tennessee
Williams, del “teatro del absurdo”, del Berliner Ensemble de Brecht! ¡Que el
teatro culto y moderno no fuera a molestar a doña María Izaguirre de Ruiz
Cortines!
Durante varios años, con enorme
dificultad —aun apoyado por banqueros, secretarios de Estado, millonarios y el
mismísimo regente Uruchurtu—, trató de sacar adelante su experimento teatral.
No pudo.
Debemos convenir que, aunque no
desaparece el talento del humorista en ellas, sus obras de teatro son lo menos
afortunado de Novo (La culta dama, Yocasta o casi, A ocho columnas, La
guerra de las gordas, Diálogos, El espejo encantado, El sofá, etcétera).
Comparte con Villaurrutia y con Revueltas este no correspondido amor por las
tablas.
Como director, aunque llegó a poner
tempranamente en escena Esperando a Godot, de Beckett, quedó más como
precursor que como fundador de nuestro teatro moderno, que prefiere reconocer
su arranque definitivo en Poesía en voz alta. (De cualquier manera,
“nuestro teatro moderno” no vale gran cosa.) Pero la experiencia de La Capilla no fue vana porque
lo llevó adonde real pero involuntariamente quería: a la cocina.
Novo siempre fue un espléndido
cocinero, amigo de cocineros y restauranteros, coleccionista de recetarios y de
memorias de gourmets. Era su hobby. Y hay hobbies
tremendos, más apremiantes que las pasiones. Cuando quedó más que claro que,
pese a los donativos y a las altas influencias, su pequeño teatro resultaba
siempre deficitario, urdió adosarle un restorán de lujo que lo financiara,
también en La Capilla.
Ese restorán, más que el teatro, se asentó como un centro
famoso de la vida social capitalina en los años cincuenta.
Pero dejemos las anécdotas. La
literatura misma lo confiesa. Muy pronto, en los artículos que escribía para la
revista Mañana, que se han editado en el primer tomo —prologado por
Antonio Saborit— de La vida en México en el periodo presidencial de Adolfo
Ruiz Cortines, la cocina empieza a ganarle al teatro.
Mientras que las referencias a las
puestas en escena, a las grillas de los actores y de los sindicatos de utileros
y acomodadores, a los espectadores ilustres que asisten de incógnito o con gran
cortejo, a su maternal promoción (tan exagerada) de Emilio Carballido y de
Sergio Magaña, etcétera, se vuelven reiterativas e insípidas, las páginas de
bravura cocinera de apoderan del prosista.
Novo sabía escribir magníficamente de
cualquier cosa. En La vida en México en el periodo presidencial de Lázaro
Cárdenas tenemos a un analista político de primera magnitud. En otros tomos
admiramos al cronista urbano, al ensayista filológico, al poeta de la
modernidad. En este primer tomo de la época ruizcortinista, Novo demuestra que
puede escribir —¡y cómo se divierte al presentar a las musas con delantal,
entre los sartenes y las ollas!— sobre la cocina: una obra mucho mejor y más
variada que la que posteriormente nos daría en un tomo que promete mucho y
resulta un mero álbum apresurado de recetas y pasajes ajenos: la Historia
gastronómica de México o Cocina mexicana.
Veamos este idilio-con-apocalipsis a
que dio lugar una paella que preparó para Carmen Toscano, en la casa de las
Lomas (estaba prevista para el rancho de Ocoyotepec, pero este día no hubo
agua) [27 de diciembre de 1952]:
“Se necesitan dos horas y media de
trabajo para una paella, de modo que yo pasé por Concha Sada —que fungiría de
pinche— a su casa, y nos presentamos a las doce en la de los Moreno Sánchez.
Que ya nos tenían todo relativamente listo: el aceite, las carnes, los
mariscos, las verduras, el azafrán, el arroz; y la leña y la paila. Manuel, que evidenciaba un formidable
catarro, daba órdenes a sus mozos, y sus chicos y chicas ‘se acomedían’ a
allegar al jardín lo que yo iba pidiendo. El primer aceite se nos volvió un
incendio, tanto porque los mozos arrimaron demasiada leña, cuanto porque yo
suponía que ya estarían listas las costillas de cerdo cuando vertí el aceite —y
apenas iban a descongelarlas. Hubo algún
otro y menor tropiezo porque en la cocina habían amanecido sin gas, y era
necesario improvisar braseros y fogatas por otros lados para contar con agua
caliente y para tostar el azafrán. Pero a partir de entonces, todo fue sobre
ruedas, como conviene a los tranvías [Moreno Sánchez había sido director de los
tranvías], hasta el momento en que, fiado en que todo lo que quedaba por hacer
era aguardar a que el arroz se cociera en paz y lentitud, asentándose por sí
mismo entre los jugos de las carnes y alcachofas, me trasladé a la cocina a
batir la vinagreta para la ensalada. Fue
entonces cuando Concha aprovechó mi momentánea ausencia para intervenir en la
paella. Juzgó que convenía meter la
cuchara en aquella ebullición, y con el lego auxilio de Manuel, revolvió las
carnes y los mariscos, alteró el orden apacible, estableció el caos. Cuando volví,
el espectáculo era desolador. Parecía que ya se hubieran servido. Era imposible
coronar la obra de arte con los pimientos morrones y con su espolvoreo de
perejil. De un Velasco, aquello se había convertido en un Orozco.”
Más adelante [10 de enero de 1953] Novo
confía a sus lectores la verdadera receta del pavo asado. Impartidas las
instrucciones —limpiarlo, secarlo, rellenarlo y untarlo con una pasta de
mantequilla, harina, sal y pimienta, “como cuando las señoras se untan su crema
en la noche”, y ponerlo en el horno precalentado a 450 grados por diez
minutos—, no sólo le gana la musa lírica, sino también la erótica: Después de
dejarlo sobre una parrilla en el horno a 350 grados (una hora por cada dos
kilos de peso bruto), “usted retira del horno una delicia dorada, cubierta por
un tenue velo de campechana crujiente, y cuando a la mesa lo zaja, se ve
escurrir de lo más íntimo del agradecido animal la más deleitosa esencia, el
jugo más rico y natural, que ha impregnado su carne y la ha conservado tierna,
húmeda y sápida, como no se obtiene por el erróneo procedimiento de extraerlo
por capilaridad cuando por la ambición de conseguir una salsa insípida y sucia,
se chorrea con caldo el asado durante el proceso”.
Los versos tampoco se alejaron de la
estufa. Novo pretende haber leído un
soneto “anónimo” en favor del menudo en un restorán sonorense de la Avenida Álvaro Obregón,
cerca del cine México. Me sospecho que
el anónimo poeta era el propio Novo:
¡Oh sabroso menudo, te saludo
en esta alegre y refrescante aurora
en que reclamo alimentos, pues es hora
en que tú estás cocido y yo estoy
crudo!
Manjar tan delicioso, jamás pudo
colocar en su mesa una señora,
con más razón si es dama de Sonora
la tierra favorita del menudo.
Por eso te distingo y te respeto,
por eso te dedico este soneto
de tu grato sabor en alabanza.
Canten mis versos frescos y elocuentes
en honor de tus cinco componentes:
caldo, pata, maíz, tripas y panza.
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