VOLTAIRE:
EL AMIGO CONDICIONAL DE DIOS
Por
José Joaquín Blanco
¿Fue
Paul Valéry quien definió el pensamiento de Voltaire como "un caos de
ideas claras"? Mala definición: le
queda mejor al propio Valéry, ese caótico de la claridad por excelencia. (En realidad, esta frase tan atribuida a
Valéry es de Faguet.)
Voltaire era en
realidad un buen muchacho que se sabía muy bien su juego, y si nos confunde
ahora es porque muchas veces queremos necesariamente extraer de él lo que nunca
fue: un paladín de la anarquía y del ateísmo, un combatiente de la generosidad
humana, un arquitecto de la razón científica, un enemigo de los poderosos, un
desmitificador del catolicismo, del militarismo y del nacionalismo; en cierto
sentido fue todo ello, pero en otros sentidos fue también todo lo contrario: un
próspero hombre de dinero, un adulador y admirador de los poderosos y de las
cortes de toda Europa, un hábil pero caprichoso y atrabiliario negociante de
todo tipo de intereses humanos, un defensor del status
quo, con todo y Dios y párrocos y archiduquesas.
A muchos autores
molesta Voltaire --como, en general, todos los talentos de la ilustración
dieciochesca--, por "superficial", sábelotodo, hazlotodo, decidor,
entrometido, chistosillo... Quizás
moleste a algunos, y a otros agrade, su odio a las ambiciones angélicas o
suprahumanas de los hombres. Es famoso
su grito contra la
Iglesia Católica : "Écrasez
l'Infâme!"; menos célebre su grito contra la inteligencia barroca:
"¡Ah! Supralapsarianos, infralapsarianos, defensores de la gracia
gratuita, suficiente o eficaz, jansenistas, molinistas, contentaos con ser
hombres, y no sigáis abrumando la tierra con vuestras absurdas y abominables
locuras."
A dos siglos de
Voltaire queda poco de sus dramas (melodramas, en realidad) y de sus versos,
casi nada de su enorme comedia épica de obras históricas, y en cambio sí reinan
todos sus cuentos y mucho, muchísimo de su espíritu polémico. No es necesario leerlo para ser voltaireano:
quien alguna vez haya reaccionado contra la insensatez de un párroco, está
inevitablemente usando recursos de Voltaire que permearon en toda la
sociedad.
Tampoco importa mucho
rebatirlo: ciertamente, buena parte de sus argumentos positivos, históricos o
lógicos contra la religión, resultan al cabo de dos siglos tan abstrusos,
equívocos o indocumentados como los que pretendía atacar. Importa el espíritu que se atreve a discutir:
ese espíritu impaciente que, cuando logra sus propósitos con la lógica, pues
sea: da su razonamiento, y cuando no, viene el chiste memorable y eficaz.
Su Diccionario filosófico sigue siendo editado y
leído ampliamente en todos los idiomas sobre todo por ese espíritu, y por la
calidad humorística de las bromas contra, por ejemplo, el Antiguo Testamento,
por más que los argumentos en sí resulten un tanto infantiles, viciados o
inconvincentes para la mentalidad moderna.
Voltaire creía en el
dinero, en el comercio, en la razón humana (la no especializada: un
"filósofo" del siglo XVIII era un ser medianamente alfabetizado y
ya), en el trato con los poderosos y con los ricos, en las opiniones sensatas y
brillantes, en los buenos negocios y en la vida alegre. Sólo tuvo un fanatismo: el de su propia
gloria literaria, con respecto a la cual no admitía chistes ni peros. Lo demás era negociable: era bueno que se
negociara, que circulara, que no se pudriera en estancamientos.
Su enemiga la
teología era un pantano estancado de ambiciones suprahumanas que habían
derivado a la locura. Se propuso rebatir
a Pascal. Afirmó que la teología era la
peor enemiga de Dios, porque convertía a todos sus estudiosos --como el propio
Voltaire, natural y jocundamente discípulo jesuita-- al ateísmo. Ciertamente gracias sobre todo a Voltaire,
esa teología barroca execrable ha dejado de estilarse, pero no del todo. Quienquiera que haya pasado en este
"laico" país por una clase obligatoria de doctrina cristiana sabe de
aquello de que "debatían si el Hijo había estado formado por dos personas
en la tierra. De modo que la cuestión,
que pasó inadvertida, era si la
Deidad constaba de cinco personas, contando a Jesucristo como
dos personas en la tierra, además de tres en el cielo; o de cuatro personas,
contando a Cristo en la tierra como una sola; o de tres personas, contando a
Cristo sólo como Dios. Se enzarzaron en
disputas sobre la madre, sobre el descenso al infierno o al limbo, sobre la
manera en que uno comía el cuerpo de Dios-hombre y bebía la sangre del
Dios-hombre, sobre su gracia, sobre sus santos y muchas otras materias. Cuando se vio cómo los creyentes en una Deidad
se hallaban tan escasamente de acuerdo entre ellos, lanzándose anatemas los
unos a los otros, siglo tras siglo, pero mostrándose siempre de acuerdo en su
inmoderada sed de riquezas y honores; cuando, por otro lado, uno se paraba a
considerar el impresionante cúmulo de crímenes y miserias que infestaban la
tierra, en muchos casos provocados por las propias disputas de aquellos
custodios de las almas, hay que admitir que un hombre razonable estaba
justificado al dudar de la existencia de un ser proclamado de tan extraña
manera, y que un hombre juicioso estaba justificado al suponer que un Dios que
había destinado libremente tantos hombres a la infelicidad no existía".
No fue desde luego
François-Maria Arouet, Voltaire (imperfecto
anagrama, al parecer, de Arouet le Jeune),
quien llegó a tan escandalosa conclusión.
El existosísimo especulador en papel moneda, lotería estatal,
fabricación de papel, encaje y seda, relojes a la suiza y otras artes de
finanzas y usura que fue Voltaire, necesitaba del orden de Dios. No God, no business.
Le dio a la Deidad un argumento
dieciochesco más convincente que los de santo Tomás: a final de cuentas,
resultaba más probable que Dios existiera a que su creación fuera un producto
absolutamente fortuito. Era más ilustrado, más moderno, más
"científico" creer en la existencia de Dios. Un mundo sin Dios no era un buen mundo para
el comercio, ni para la democratización de la gente adinerada que el comercio
lograba (al conseguir, por ejemplo, que gracias al dinero, el propio Voltaire
obtuviera servicios y privilegios que sólo se concedían antes según jerarquías
estamentarias).
No: fuera el Dios
irracional y acertijero de los barrocos: bienvenido un Dios razonable como
magnate de la Bolsa
de Valores de Inglaterra. Un Dios
inglés: "Para la moralidad, es mucho mejor reconocer a un Dios que no
admitir a ninguno". Y por lo demás, sólo los muy ricos y sofisticados
aristócratas tenían derecho al ateísmo: un ateo pobre o anónimo era un peligro
público: "El ateísmo sería peligrosísimo en una nación de salvajes".
Que sepan y duden los civilizados y poderosos; los demás, que crean y
obedezcan. ¿Pensaba en América? A lo mejor.
También en París: el bajo pueblo, aun en Europa, siempre fue "una
nación de salvajes" para los ilustrados de peluca del siglo XVIII.
Habremos de reconocen que en temas como América, España, la justicia, la
agricultura, los derechos de los pobres
y muchos otros más, el portavoz católico Feijoo --gran pensador, Feijoo-- era
más sabio, moderno y acertado que el líder jacobino Voltaire, pero nunca mejor
escritor, ¡y todo un Feijoo!.
Lo fundamental, lo
egregio, lo irrenunciable de Voltaire fue su decisión de atreverse a decir las
grandes barbaridades y de meter hasta el fondo su cucharota en los grandes
asuntos. El Diccionario filosófico libera al lector de toda la intimidación
aprendida en las tontas aulas. Uno aprende a sacarle la lengua a Pascal, con
razón o sin ella: uno saca la lengua porque no tiene bozal, no porque goce de
muchos argumentos. Voltaire fue el gran
desbozalador del siglo XVIII. Todo mundo
se puso a ladrar y morder. Aun cuando se
equivoca, que viva el erróneo libre que se escapó de tanto borrego cargado de
razón. Y no se equivoca tanto. Sus errores son aciertos que confunden las
fáciles, cómodas, prostibularias virtudes parroquiales de la borregada. El
hombre que le saca la lengua a la borregada cargada de poder, de estupidez y de
razón: ¿el Hombre-que-ríe?
Eso ya es mucho. Eso ya es todo.
Y es sobre todo a esa
diversión, a esa jocunda comicidad aventurera del tipo de Tom Sawyer o de Kim, de Le
Grand-Maulnes o de The Catcher in the rye,
que Cándido sigue siendo el cuento más
famoso y admirado del mundo. ¿A quién le
importa que sea un libelo contra Leibniz?
Se supone que Leibniz inventó la frase de "el mejor de los mundos
posibles" para justificar la antigua certeza barroca de que el mundo, como
obra personal de Dios, era perfecto, incorregible --no podía ser mejor--, sin
posibilidad de progreso: lo que nos parecía estupidez, injusticia, miseria, crueldad,
no resultaban sino parciales y pequeñas visiones del plan universal, que en sí
mismo era perfecto, y requería en su soberana economía y equilibro generales de
esas minucias que tanto hacían sufrir al hombre impaciente. Bueno: Voltaire se mete a escribir --ayudado
por la tradición picaresca española-- la gran travesura: la frívola difamación
de la Obra de
Dios: la vida y el mundo como casa de los locos, ¡y cómo se ríe uno de la Creación Divina
convertida en una película de los Hermanos Marx, con sus entretelones de
tragedias que no hacen sino sobrecalentar la risa!
Digámoslo de una
buena vez: el mundo occidental no se secularizó sino hasta que aprendió a
reírse de Dios con Voltaire. La
Deidad le concedió a Francia la risa de Voltaire. Por desgracia, "no hizo nada semejante
con ninguna otra nación" (Non fecit
talliter omni natione).
¿Es necesario señalar
que Voltaire fue un hombre lleno de traspies, transas y jocosas escenas de
pillería? Nunca se pretendió santo. Que los que no supieran pensar ni escribir
aspiraran a la medalla de buena conducta. El no la necesitaba: traficaba con
todo. Sus grandes denuncias contra la
injusticia (el caso Calas, por ejemplo), son tanto mérito suyo como de las
altas esferas de la corte francesa que sintieron de buen gusto jugar un poco a
esa baratija ilustrada, la filantropía, como moda moderna (el éxito de sus causas se debe menos a los escritos de
Voltaire que a la intervención de la marquesa Pompadeur, el duque de Choiseul,
el propio Consejo del Rey), del mismo modo que, por ejemplo, un siglo antes en la Nueva España , sor
Juana había implorado con un poema la magnanimidad del virrey para un condenado
al ajusticiamiento, El Tapado.
Sus grandes alegatos
contra la tiranía tienen menos explicación ideológica que biográfica: responden
a sus intereses personales, fue amigo y enemigo según la rueda de la fortuna,
de cuanto poderoso pudo tratar, y difamó y aduló a todos sin medida. Su obra como historiador, valiosísima como
ejemplo de la historia narrativa, en contra
de la plaga de la historia cuantitativa como chiquero de datos y fichas, no es
sino un alegato coqueto de atracción y rechazo entre el
Gran-Envidioso-Obsesionado-del-Poder y los Poderosos de toda la historia
universal: Edipo, Julio César, Mahoma, Carlos XII de Suecia, todos los reyes de
Francia que culminan, por supuesto, con el Dorado y Perfectísimo monarca en
turno, Luis XIV. Jilguerillo, el
Voltaire.
Su trato con Dios fue
de un buen negociante. No creyó en él,
pero sí en que creer en Dios era un buen negocio, si se hacía con moderación,
rentabilidad y buen gusto. Lo atacó,
leal y frontalmente, como a una firma competidora. Pero también se confesó y cumplió todos los
requisitos para que, a su muerte, su blasfemote cadáver hallara religiosa y
suntuosa sepultura (que desde luego obtuvo, aunque con ciertos
obstáculos). Edificó la gran casa
literaria e ideológica de los discutidores de Dios, una casa libresca que ha
durado dos siglos, su Diccionario Filosófico,
pero también un templo en Ferney (1761)
al que mandó inscribir el letrero inaugural: DEO EREXIT VOLTAIRE.
"Voltaire erigió para Dios".
Un buen pretexto para
revisar nuestra visión personal de este hombre que puso verdaderamente a
trabajar a la literatura, es la biografía Voltaire
de A.J. Ayer (Grijalbo, 1988), que tiene dos méritos: la exposición del autor
es breve y sucinta, e incluye muchas largas y bien escogidas citas de Voltaire,
como aquella de que, de existir, Dios necesariamente habrá de premiarnos a
todos con el paraíso, pues "ya hemos sufrido sobradamente el infierno en
esta vida", soportando a todos sus papas, teólogos, fanáticos, además de
"las guerras de religión, los cuarenta cismas papales, casi todos
sangrientos, las imposturas, casi todas dañinas, los odios irreconciliables
encendidos por las diversas opiniones, a la vista de todos los males que ha
producido un falso celo..."
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