miércoles, 1 de febrero de 2012

SIMONE WEIL


WEIL: LAS ANALOGÍAS DEL DOLOR

Por José Joaquín Blanco





Hay una metafísica, casi una épica del sufrimiento en la obra de Simone Weil.  Se diría que nada admite su confianza, ni mucho menos su aprobación, más que el dolor; o que en todo caso, sólo acepta lo que ya ha sido destilado y ennoblecido por esa "gracia" dolorosa o terrible capacidad de los elegidos: la de sufrir, sin por ello ser esclavos del sufrimiento. Hay una fascinación del dolor, del abismo, del vacío: una militancia espartana frente al mareo del precipicio.

         A través de tal filtro doloroso, el hombre, el mundo, el universo adquieren una imagen distorsionada, desengañada: la "verdadera", para Simone Weil: una "noche oscura" abstracta, sin ilusiones mundanas ni esperanzas o recompensas ultraterrenas: la nada, el vacío, la muerte, el total exterminio del yo y del mundo en la propia conciencia.  Qué rigurosa, casi inhumana religión radical: la inteligencia llega aquí, como en Nietzsche, al enrarecimiento de las alturas, donde el mismo aire se confunde con el vacío, y cuesta trabajo entender que haya vida allá abajo. Tan abajo.

         Pocas veces se ha soñado una visión tan desolada y fría: "Para alcanzar el total desapego, dice, la desgracia no basta.  Es necesaria una desgracia sin consuelo.  Es necesario no tener consuelo.  Ningún consuelo representable... Vaciarse del mundo.  Revestir la naturaleza de un esclavo.  Reducirse al punto que se ocupa en el espacio y el tiempo.  A nada.  Despojarse de la realeza imaginaria.  Soledad absoluta.  Entonces se tiene la verdad del mundo".  Un ascetismo absoluto: una ermitaña en el cosmos: san Antonio abandonado aun por sus tentaciones.

         Simone Weil (1909-1943), la filósofa judía fascinada por el catolicismo (al que, sin embargo, no quiso convertirse —su fascinación fue, sin duda, solamente intelectual--); la peculiar mística que se entregó también a algunas causas de la extrema izquierda francesa, y defendió la República Española; la denunciadora del judaísmo, de la iglesia católica y del comunismo como totalitarismos absolutamente inaceptables; la delgada, casi abstracta, casi irreal especuladora de la vacuidad del cosmos, de la plenitud de Dios precisamente ¡en su ausencia!, que a la vez se sintió físicamente obligada a la mortificación práctica, cotidiana, y a la humillación social y laboral, como santa medieval, y se puso a trabajar de labriega, de criada y como una más de los obreros de la Renault, produjo al borde de la Segunda Guerra Mundial una serie de reflexiones dispersas, de cuadernos de apuntes, que inevitablemente refieren a los de Pascal, y que causaron una conmoción al irse publicando póstumamente, sobre todo en los años cincuenta; entre ellos destaca La gravedad y la gracia (1948).

         Tenemos pues de ella apuntes dispersos que, desde luego, no son siempre del todo responsables del rompecabezas que cada lector arme con ellos. ¿Pero acaso no se ha hecho otro tanto con filósofos y religiosos de todo tipo y de toda época: Pitágoras, Epicteto, Cristo, Angelus Silesius? ¿Y no es este tipo de lectura fragmentaria, en hexagramas, refranes, versículos, "llaves" o "florecillas", el que han preferido todo tipo de religiones y corrientes de pensamiento, lo mismo el I Ching que cualquier antología o "floresta" neoplatónica o estoica en el Renacimiento y el Barroco? La escritura en fragmentos, que no renuncia al misterio, que se propone como material de cábala, es tan antigua como la cultura misma, y tan moderna como Walter Benjamin, Wittgenstein, Kraus, Lichtenberg, Valéry, Canetti, Cardoza y Aragón.

         Para Simone Weil, hay una proteica dialéctica entre el espíritu humano y la realidad material, entre el impulso a lo alto, lo sobrenatural y lo cósmico, y la inercia en lo bajo, lo superficial o lo terreno: la gracia y la gravedad (o pesantez, o lastre).

         La gracia nos libera del lastre, de la gravedad, de la atracción de la tierra y lo terreno.  No es novedoso quererse liberar del mundo, sí lo es quererlo hacer para quedarse sin nada: sin recompensa alguna, sin esperanza, apenas con una vaga sospecha metafísica impersonal, abstracta, de la reintegración a un Dios total y difuso. Simone Weil admiraba el poder espiritual del catolicismo, pero los cristianos no podrán leer sin sobresaltos sus incursiones teológicas: "Aquel que pone su vida en su fe en Dios puede perder su fe", "Nada de lo que existe es digno de amor.  Es necesario, pues, amar lo que no existe". 

         Muchos místicos y aun teólogos, sin embargo, la acompañarán en su desconfianza radical de la religiosidad comodina y aburguesada; los religiosos radicales exigen mucho tanto de la fe como de las obras: "La religión como fuente de consuelo es un obstáculo a la verdadera fe; en este sentido, el ateísmo es una purificación".

         Simone Weil critica de los judíos el fanatismo religioso de clan, el mesianismo de un grupo que exorbitantemente se presume "elegido" entre los demás, para ganar todas sus recompensas aquí en la tierra, pero conservó de la religión familiar su antiidolátrica repugnancia de la piedad sensiblera y la superstición: su odio por las representaciones sensibles y sentimentales de lo sobrenatural, que en religiones como la católica, sobre todo a partir de la Contrarreforma, llegan a ser no sólo indispensables, sino fundamentales. 

         A final de cuentas, no todos los hombres, y desde luego no todas las colectividades, pueden renunciar o estrechar el mundo que sí ven, sí sienten y sí desean, a cambio de un álgebra metafísica, de paradojas universitarias de posgrado en Teología, de una sobreintelectualización de la ya de por sí abstrusa jerga filosófica.  En las sociedades católicas se puede negar al mundo (y también lanzarse a la guerra) para ganarse al Sagrado Corazón, a la Virgen de Guadalupe, al Niño Jesús, pero ¿"a la plenitud de Dios en su vacío"?.

         Simone Weil quiere esa negación del mundo por la negación misma: hay que negarlo todo y apurar el vacío sin representación, sentimiento, esperanza, ilusión ni promesa divinos ni humanos de ningún tipo.  Hay que negarlo todo ¡incluso si Dios no existe! Porque la no-existencia de Dios es una posibilidad que no desecha rápidamente una religiosa como ella.  A veces hasta parecería desearla, tan sólo para sobresaltar las comodinas "apuestas" (Pascal) del tendero y el prestamista, que especulan con la existencia de Dios como un valor de la bolsa en el que conviene invertir: "Pero cuando Dios se vuelve tan pleno de significado como el tesoro para el avaro, repetirse con fuerza que Dios no existe.  Experimentar que se ama a Dios, aunque no exista.  Es Él, quien por la 'operación de la Noche Oscura', se retira a fin de no ser amado como el tesoro por el avaro... Electra llorando a Orestes muerto.  Si se ama a Dios pensando que no existe, él manifestará su existencia".

         Es casi erasmista, casi voltaireana, la crítica de Simone Weil a las imágenes, credulidades inducidas y cultivadas, supersticiones de la religión popular. Yo no la sigo aquí: siempre he encontrado más verdad, o al menos autenticidad humana, en los cultos y devociones más ingenuos y primitivos —ir de rodillas a la Villa, hacer la manda de bailar en Chalma—, que en los pizarrones blablableros de los teólogos.  La religiosidad popular es obra de masas no universitarias, que colectivamente se buscan su cercanía con lo divino, o al menos consigo mismas.  Pero no se puede negar la validez del análisis de Simone Weil: "Las ventajas imaginarias son las únicas que proporcionan energía a los esfuerzos ilimitados. Pero es necesario que Luis XIV sonría verdaderamente; si no sonríe, privación indecible.  Un rey sólo puede pagar con recompensas casi siempre imaginarias, de lo contrario sería insolvente.  Equivalente a la religión a cierto nivel.  No pudiendo recibir la sonrisa de Luis XIV, se fabrica un Dios que nos sonríe".

         La denostación de la religión exterior, popular, sensiblera, supersticiosa, etcétera, se dio tanto en el Renacimiento, con los erasmistas, como en la Ilustración, con los "filósofos", como contrapartida de una gran fe e incluso arrogancia en la razón y la inteligencia humanas, seculares.  Ni Alfonso de Valdés ni Voltaire dudaron de la inteligencia.  Muy diferente es el caso de Simone Weil: su odio a las apariencias no es comparsa de una exaltación intelectual, sino de una total desconfianza en la inteligencia: "No hay nada más próximo a la verdadera humildad que la inteligencia.  Es imposible estar orgulloso de la propia inteligencia en el momento en que se la ejerce realmente". Para Simone Weil, la inteligencia no es camino fundamental de nada: no se llega a nada con ella, apenas sirve para deshacerse de los lastres o equívocos más burdos: "Sólo es buena para tareas serviles". (Otro negador de la inteligencia, Pier Paolo Pasolini, muestra que si la labor de la inteligencia es llegar a la verdad, entonces no tiene labor alguna: "El amor por la verdad acaba destruyéndolo todo porque nada hay verdadero", Trasumanar e organizzar). Nada tiene la inteligencia, en el marco del pensamiento de Simone Weil, que ver con la gracia.

         Tampoco tiene mucho que ver con la virtud.  Para empezar, el libre albedrío no goza de gran estima en Simone Weil ("El bien real sólo puede venir desde afuera, jamás por nuestro esfuerzo"). El Bien no es algo que se elige ni que se construye: es algo que ocurre: un don de la gracia, más que del esfuerzo o de la decisión: "En cuanto a actos virtuosos, sólo hacer aquellos que no pueden impedirse, aquellos que no se puede dejar de hacer". 

         La virtud, como fruto aéreo de la gracia, está muy por arriba de la codicia de buena-conciencia y de harta-santidad del yo. Pocas veces la santidad ha encontrado voceros tan ariscos como Simone Weil: "No dar un paso, ni aun hacia el bien, más allá de lo que Dios irresistiblemente empuja, y esto en la acción, la palabra y el pensamiento..."  El Bien sólo se alcanza a contrapelo, con dificultad, con resistencia, con dudas, casi con disculpas: "El bien cumplido así, casi a pesar suyo, casi con vergüenza y remordimientos, es puro".

         Este extremo rigor, esta prevención radical contra el tartufismo, la virtud oportunista, el chantaje o soborno "a lo divino" y la santurronería, encamina una labor de limpieza interior, de defensa contra el Falso Bien y las falsas devociones. "Hay un gran peligro en amar a Dios como un jugador ama el juego", dice Simone Weil.  Hay que renunciar al Bien —a su comodidad rutinaria, a la buena conciencia, al paraíso como propiedad privada y bien raíz, a la comunidad de los santos como vecindario aristocrático para la eternidad, obtenido bien barato con unas cuantas tretas de virtud fácil y especulativa—: mejor dicho, hay que renunciar a codiciarlo: "Renunciar a todo lo que no es gracia y no desear la gracia", "El bien es para nosotros la nada, puesto que ninguna cosa es buena".

         El Falso Bien es precisamente una de las más claras definiciones del Mal que encuentra Simone Weil: el infierno, para ella, es "la falsa beatitud, creerse por error en el paraíso".  El Mal no se diferencia mucho del Bien: no son polos ni enemigos, sino cifras bien imbricadas, comunicables, intercambiables: "El bien acarrea el mal, el mal el bien, ¿y cuándo terminará esto?".

         Hay  sin embargo una claridad propia, exclusiva, evidente del Mal en la tierra: la opresión, la crueldad, la violencia.  Es un abuso, un asalto contra los otros.  Para Simone Weil este tipo de Mal carece de prestigios románticos o demoniacos: la crueldad y el despojo son monótonos, simplotes, grises, unidimensionales, desérticos, aburridos en su brutalidad.  Pero ocurre que quien los hace no necesariamente los advierte como tales: hasta puede creer que está haciendo el Bien.  El verdugo siempre se convence de que está haciendo el Bien, de que es un Bueno, de que la Virtud está con él, ¿y quién podrá desmentirlo, si él tiene el poder?  En los tiempos del auge nazi, Simone Weil, fugitiva de los nazis, escribió que sólo la víctima podía conocer verdaderamente al verdugo, que sólo ella podía conocer el Mal: "es el inocente quien puede sentir el infierno".  No cesa Simone Weil de maravillarse de qué sencillo puede ser el Mal, de la facilidad con que puede  hacerse el Mal a los demás.  Y a uno mismo.  Es tan fácil. Tan simple.

         El Mal ejercido contra un inocente no tiene por qué acarrearle a éste (como a un mártir) ningún tipo de virtud o recompensa ulteriores: lo que puede hacer muy bien —muy fácil, muy simplemente— es corromper a la víctima y hacerla mala, a través del rencor y de todas las consecuencias del daño recibido —humillación, pérdida de autoestima, depresión, sufrimiento emponzoñado, disgusto de sí, ruina emotiva, obsesión melancólica, necesidad de venganza o al menos de desahogo. 

         El Mal degrada incluso al que lo recibe: la víctima debe, así, preocuparse sobre todo por no degradarse y corromperse con las consecuencias del mal injustamente recibido. Un hombre completamente oprimido puede perder por completo la capacidad de virtud: "Aquellos que han caído muy abajo, ¿tienen piedad de sí mismos?".  La víctima, el humillado, el ofendido, en lugar de esperar una retribución caritativa del Cielo por el daño injustamente recibido, mejor debería preocuparse porque ese daño no lo envileciera, por no dejarse arrastrar en las consecuencias o los rápidos del Mal.

         El Mal corrompe asimismo al oprimido, que para sobrevivir, se vuelve un idólatra de su opresor: al oprimido "desde el momento en que se le quitan todos los medios de escapar a la opresión, no le queda otro recurso que persuadirse de que cumple voluntariamente las cosas a las que se le obliga, en otras palabras, substituir la obediencia por la devoción.  Y aun se esforzará por hacer más de lo que se le impone... Y la mentira de la devoción engaña también al amo".

         A través del sufrimiento como categoría fundamental, Simone Weil contempla una humanidad sufridora de "codicias lastimosas", capaz de esclavitudes terribles, de feroces suplicios; pero ese sufrimiento, al enfrentar al hombre a su propio vacío, o al vacío del mundo, o al vacío de Dios, lo libera. No se trata de un estoicismo (que limpia de dolores el espíritu, al deshacerse de apetencias y ambiciones inoportunas o equívocas), sino de una apuesta radical por el vacío: una decisión de perderlo todo, de negarse completamente, de llegar y sin lágrimas al fondo del dolor: ahí, al exterminar el yo y el mundo y la propia idea del yo, del mundo y aun de Dios, al volverse nada, reinará Dios sin esas individualidades fatales y lastimosas que son los hombres: "Dios mío, concédeme el convertirme en nada.  A medida que me convierto en nada, Dios se ama a través de mí", "La vida humana es imposible, pero sólo la desgracia nos hace sentirlo".

         Acaso las páginas más impactantes de esa vocación de anulación y de sufrimiento, de soledad y de vacío, sean las que dedica a negar el amor de los demás.  Los otros son la gravedad; sólo la soledad —y la soledad sin consuelo alguno— es la gracia. "No hay que ser yo, pero menos aun nosotros.  La ciudad da el sentimiento de estar en la propia casa.  Sentirse en la propia casa como en el destierro.  Estar arraigado en la ausencia de lugar".

         A Simone Weil el amor le parece señal de cobardía humana, de atadura casi inconfesable: un peligro de esclavitud en la gravedad, en lo bajo: "Es cobardía buscar en los que se ama (o desear darles) otro consuelo que el que nos dan las obras de arte, que nos ayudan con el simple hecho de que existen."

         Se debe amar contra el amor y ser amigo contra la amistad: impedirlos, resistirlos, negarlos, imposibilitarlos.  No esperar amor ni amistad: esa esperanza, incluso como meros deseo e ilusión, esclavizan, degradan: impiden la negación, obstaculizan el vacío, interrumpen y acaban por volver del todo imposible la soledad digna y pura:

         "Aprende a rechazar la amistad, o más bien el sueño de la amistad.  Desear la amistad es una gran falta. La amistad debe ser una alegría gratuita como las que da el arte, o la vida. Es necesario rechazarla para ser digno de recibirla.  Pertenece al orden de la gracia (“Mi Dios, aléjate de mí...") Todo sueño de amistad merece que se quiebre.  No es por azar que tú no hayas sido amada jamás... Desear escapar a la soledad es cobardía... Lo que debe prohibirse severamente es soñar con el goce de los sentimientos.  Es corrupción.  Y por eso tampoco soñar con la música o la pintura... Remedio: fuera de los lazos fraternales, tratar a los hombres como un espectáculo y no buscar jamás la amistad... Sobre todo no permitirse jamás soñar con la amistad. Todo se paga.  No esperes sino de ti mismo."

         Pero también hay que andarse con tiento con respecto a uno mismo: tratarse a distancia y con reserva, dice Simone Weil: sucede que somos otra cosa, harto más modesta, de lo que imaginamos ser, y no nos perdonamos jamás quedar abajo de esa imagen. Todos los seres amados nos decepcionan: sobre todo uno mismo. "Imposible que el amado me responda lo que me dije a mí misma en su nombre... Los hombres nos deben lo que nos imaginamos que nos darían..." Efectivamente: pero cada quien se enfrenta consigo mismo a tales desencuentros: "Yo también soy distinta de lo que imagino ser.  Saberlo es el perdón".

         Aunque la obra de Simone Weil recoge y florece la rica tradición epigramática y aforística francesa, no debe leerse cabalmente como tal.  Son apuntes fragmentarios y libérrimos, momentos de una conversación infinita consigo misma, a la manera de los Pensamientos de Pascal, y no concentraciones ufanas de sabiduría o de habilidad verbal, como las de Montaigne, La Rochefoucauld, La Bruyère, Vauvenargues, Chamfort, Joubert. 

         Quiero decir que ninguno de sus apuntes, jamás, pretende decir plenamente algo por sí mismo, sino en relación con el conjunto al que se dirigía, al que pertenece como una pieza no armada. Ahora bien: esa obra ulterior no existe. No tuvo tiempo Simone Weil de organizar toda esa labor reflexiva y expresiva en una obra organizada que, en su conjunto, realmente la representara.

         Tenemos apuntes: sólo eso: riquísimos apuntes que nos iluminan desde diversos puntos de vista, provocan nuestras ideas recibidas, los lugares comunes y cómodos del espíritu; chispazos que sobresaltan la religiosidad estancada o el sentimentalismo del buen hombre cómodamente apoltronado en el mundo.  No podemos sacar conclusiones ciertas de semejante dispersión de ideas, desahogos, pensamientos, proposiciones a la reflexión; no al menos, sin sospechar seriamente, si en realidad tal o cual frase en que nos apoyamos, no estaba dirigida en otro sentido: si no le estamos dando una intención, una densidad, un poder más propios de nuestra lectura que de la escritura de Simone Weil. 

         Esta es finalmente la arisca protección de que dotó el azar a su pasión religiosa: su conjunto nos es misterioso; sus luces, enigmáticas. Son momentos, son fragmentos, son sobresaltos: compañeros no concluyentes del diálogo interior de cada lector.

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