domingo, 1 de enero de 2012

OSCAR WILDE


WILDE: LA MUSA DERRIBADA



Por José Joaquín Blanco



                                    A Manuel Fernández Perera

Oscar Wilde murió en 1900.  En 1903 André Gide inició su revaloración europea con su ensayo In memoriam (Souvenirs): "Ahora que todo rumor indiscreto en torno de este nombre tan tristemente famoso se ha tranquilizado, y que la muchedumbre se ha cansado, luego de haberlo exaltado, de escandalizarse y de maldecirlo, quizás un amigo pueda expresar una tristeza perdurable y aportar, como una corona sobre la tumba abandonada, estas páginas de afecto, de admiración y de piedad respetuosa"; este ensayo tiene los méritos de la propia opinión personal y profesional de Gide y los de la información confidencial: varios de los epigramas y las anécdotas wildeanos más famosos se dieron a conocer por primera vez ahí.  En 1895 apareció, censurada, la carta De profundis, que no se conocería íntegra sino hasta en 1962 (hay una versión española de J.E. Pacheco, de 1975); Gide la reseñó, auxiliado por fragmentos que la versión alemana no censuraba, ese mismo año.  Ambos ensayos conforman un librito fundamental en la bibliografía wildeana, que no ha dejado de reeditarse: Oscar Wilde, de André Gide (Mercvre de France, 1989). 

Es asombroso y típico de Gide, el camino que escoge para su reivindicación.  En lugar de exaltar la obra artística, y solicitar perdón para el hombre falible en nombre de esa obra perfecta, asienta desde la primera página que, por el contrario, Oscar Wilde no fue un gran escritor, capaz de salvarse por medio del arte; que fue un hombre que puso "todo mi genio en la vida, y sólo mi talento en el arte"; "El no fue un gran escritor sino un gran viviente (viveur), si se me permite darle a la palabra su sentido pleno.  A la manera de los filósofos de Grecia, Wilde no escribía sino conversaba y vivía su sabiduría, confiándola imprudentemente a la memoria fluida de los hombres y como si la inscribiera sobre las aguas".

Gide reivindica la vida, extrayéndola del marco legal o moral estrecho que determinó su proceso y su desprestigio, y situándola en un sentido dramático: ve a Wilde en su esplendor, como engrandecido por su propio éxito, adornándose uno tras otro de todos los dones que los dioses envían a sus víctimas o enemigos para perderlos: riqueza, presencia, belleza física, honores, felicidad y un impulso que se antojaba imparable: "Su éxito parecía tan seguro, que era como si precediese a Wilde", preparándole el camino, facilitándole el paso a su ademán triunfante.

Narra su trato con él en esa época brillante en que Wilde era el gran actor de su dicha y su fortuna, rebosante de anécdotas y consejos asombrosos y refinadamente sacrílegos (como su antievangelio del pueblo decepcionado por los milagros de Cristo), con atisbos estéticos que no han perdido un ápice de actualidad, como su rechazo a la división académica (entonces de moda) de fondo y forma: "Ellos piensan que todos los pensamientos nacen desnudos", y que el artista los "viste" de cualquier manera: "No entienden que yo no puedo pensar más que en cuentos (contes).  El escultor no busca traducir su pensamiento en mármol; piensa en mármol directamente."

A veces Wilde define con entusiasmo los movimientos de la cultura: "Hay dos especies de artistas: los unos aportan las respuestas; los otros, las preguntas.  Hay que saber si uno es de los que responden o de los que preguntan; pues el que pregunta nunca es el mismo que contesta.  Hay obras que esperan y que no son comprendidas durante mucho tiempo: traen respuestas a preguntas aún no formuladas, pues la pregunta con frecuencia llega muchísimo tiempo después que la respuesta". O bien compite con los oráculos: "El alma nace vieja en el cuerpo; es para rejuvenecer el alma por lo que el cuerpo envejece; Platón es la juventud de Sócrates".

De su época trágica destacan para el lector actual, que conoce tantos detalles, dos aspectos de Oscar Wilde: la decisión temperamental, casi fatal, de retar al destino, de buscar o forzar una especie de solución o desastre a su impasse dorado: "No la felicidad. El placer. Uno siempre debe desear lo que es más trágico", y su dimensión flaubertiana.

En alguna ocasión, frente a la pregunta de cuál sería la mayor gloria que podría ambicionar, Flaubert había contestado: "La de desmoralizador".  Y Wilde no hizo sino practicarla, con extrema literalidad, y sobre todo con una teatralidad peligrosa. Por mucho que se le culpe de vida impropia, Wilde no ejerció tantos vicios ni tan constantemente como se dijo, pero sí hizo como si los ejerciera todo el tiempo, y pública e insolentemente. Fue uno de los hombres dignos de la frase de Jean Cocteau: Oscar Wilde fue un loco que se creyó Oscar Wilde, y se vestía y actuaba y gastaba y afrentaba todo el tiempo como tal.  Wilde quería, en su epoca de felicidad, su destino trágico; su obra tal vez no lo necesitara, pero su vida sí: su deseo de vivir un destino único, central, tremendo.

Cuando la fortuna iniciaba su vuelta contra Wilde, y Queensberry impulsaba sus acusaciones, retos e insultos, Gide lo encontró en Argelia actuando precisamente como profesional desmoralizador público, como declamatorio actor de vicios grandilocuentes, gastando fortunas en hacerse fama de disoluto; Gide le recomendó que se quedara en Argelia, que no regresara a Londres, que evitara el juicio: "¡Mis amigos!, exclamó Oscar Wilde, son verdaderamente extraordinarios: me aconsejan la prudencia.  ¡La prudencia!  ¿Acaso la prudencia es posible en mí? Eso equivaldría a dejar de ser yo mismo, a darme a mí mismo la espalda.  Es necesario que yo siga avanzando lo más lejos posible... Y en donde estoy, como estoy, no hay más lejos... Es necesario que algo suceda... algo diferente".  Baudelaire buscaba el infinito para encontrar algo nuevo; Wilde, la catástrofe, para encontrar algo diferente.  La frase de Wilde (quien siempre habló con Gide en francés, y el material básico de este libro son las notas y recuerdos de Gide), reitera cercanamente la de Baudelaire: "Il faut qu'il arrive quelque chose... quelque chose d'autre..."

Se ha acusado a Gide de llevar sus dotes de provocador demasiado lejos en sus polémicas.  Y aquí también, en principio, se diría que lleva demasiado lejos el supuesto desprecio estético hacia Wilde como escritor, cuando afirma que no fue tan gran autor jamás.  Incluso se podría añadir que se contradice, pues en otros lugares del mismo libro (y en otras obras donde lo menciona, como su autobiografía Si la semilla no muere) abunda en elogios estéticos, formales, de la obra de Wilde, a la que si bien critica como excesivamente premeditada, deliberada, manierista, antinatural y oscura en relación con su fresca conversación; preciosista, eufemística, etcétera, también encuentra una de las más significativas, novedosas, originales y vigorosas de su tiempo.

No hay tal exceso ni tal contradicción.  El final terrible --más terrible que el proceso y la prisión, aunque desde luego resultado de éstos-- de Wilde confirma semejante perspectiva: cuando perdió el lado dorado y pleno de la vida, también perdió el arte.

La caída de su mito también fue la de su creatividad, la de su ser íntimo.  Su arte, tan magnífico, era floración secundaria y subsidiaria de su vida exitosa.  Las frases, las anécdotas, los cuentos, las obras de teatro, los epigramas que manaban incontenibles en la época de abundancia, se extinguieron por completo cuando, una vez excarcelado, se refugió en Francia con un nombre supuesto a escribir una gran obra que lo redimiría del escándalo, que reviviría su prestigio, que le devolvería al público complaciente de otro tiempo. Tal obra jamás llegó a escribirse. Ni siquiera a los primeros borradores. 

Ciertamente, la experiencia carcelaria supone un golpe físico, sicológico y moral abrumador; pero en Wilde fue algo más, fue absoluto. A la salida de la cárcel, Wilde había perdido la mayor parte de su resplandor y de su ingenio, de su fuerza intelectual y de su creatividad; pareciera, en efecto, como si despojado de la vida brillante a la que se había abrazado, del éxito clamoroso y de la facilidad elegante, su talento quedase definitivamente maltratado.

Todavía alcanzó a decirle a Gide: "El público es tan terrible, que jamás conoce a un hombre sino por la última cosa que ha hecho.  Si ahora regresara a París, sólo podrían ver en mí al convicto.  Yo no quiero reaparecer antes de haber escrito un drama..."

Pero ya estaba ablandado. Frente a las paradojas erizadas de reto e insolencia intelectual, de frescura personal, que lo habían caracterizado, ahora sus opiniones parecían melodramáticas. Admira a Dostoyevski... ¡por piadoso! Como un devoto del Sacre-Coeur. En la cárcel, dice, él también ha aprendido algo de piedad y es lo que ahora estima por encima de todo: compadecerse los unos a los otros, etcétera.  Ya no quiere imitar a Flaubert sino ¡a san Francisco de Asís!  Tenía tales compasión y miedo de sí que se había vuelto también medio beato. Y no sólo eso: se había convertido en un snob-social, en un hombre que ahora creía en la importancia --¡él! ¡el desmoralizador profesional!-- de legar un "apellido limpio" a sus hijos, y que no podía perdonarse por haberlo "ensuciado", etcétera.

Como se ve, independientemente de lo objetable de estas posturas morales, es evidente que, a diferencia del Gran Escritor a la manera gideana, el cual lo último que pierde es la fuerza y la independencia intelectuales, en Wilde ocurrió que fueron precisamente los atributos y las armas de la sabiduría y de la cultura lo que cayó primero --antes, mucho antes que la salud física, que el dinero, que muchos sentimientos y snobismos sociales.

Wilde nunca pudo reponerse. No hubo tal nueva obra que lo redimiera en la voluble memoria del público, ni en la de sí mismo, en su agónica autoestima. "El salvavidas (el arte) que se le arrojaba, no hizo sino acabarlo de hundir en el agua", dice Gide. Así ocurrió.  Cuando, meses después, convencido de que no podía crear nada más, de que ya no había en él escritor alguno de ninguna obra, de ningún tipo, Oscar Wilde regresa a París, su naufragio es visible e inevitable. No pudo mediante la escritura sacarse a sí mismo a flote.

El desastre trae desastres: miseria, declinación física, depresión, enfermedad, y sobre todo lo inconsolable: la muerte del artista en sí mismo; la convicción de que sin la fortuna dorada de otros tiempos no renacería de ninguna manera. 

Gide lo encuentra absolutamente derrotado en la calle, quejándose de que ya es incapaz de escribir nada; Gide trata de reanimarlo: debiera intentarlo un poco más, no era que quisiera reprocharle que su hubiese dado por vencido demasiado pronto, pero... Entonces Wilde lo interrumpe en seco, lo coge de la mano, y le dice con una mirada de profundo sentimiento: "Usted no debiera reprocharle nada a un hombre que ha sido derribado".

Franco, tan franco como fue con la riqueza y el vicio, resulta con la derrota, y casi tan mundano, tan trágicamente mundano: "Usted ve cómo la tragedia de mi vida se ha vuelto innoble... El sufrimiento es posible... es, quizás, necesario; pero la pobreza, la miseria... ésas son terribles; ésas son las que ensucian el alma del hombre".

Este estado de ánimo se expresa en la carta De profundis que --nuevamente es Gide el crítico severo-- no vale tanto como libro, ni como revoltijo de teorías especiosas y vanas, sino como "los sollozos de un herido que se debate."

Se mezclan la teología y los convencionalismos sociales; la tragedia de no tener para un buen traje y la del deterioro de los dientes; la nostalgia de la creación artística y la de los salones; el preciosismo del arte y de san Francisco de Asís, pero todo ello impregnado de una emoción verdadera. 

Es un gran monólogo dramático de un moribundo, casi un suicida, como se verá en la versión completa titulada Epístola in carcere et vinculis.

Y Wilde no deja de ser sincero.  Aun cuando intenta escribir, no lo hace tanto por la obra, sino en busca de la antigua felicidad social --el éxito mundano--, como coartada o condición para recobrarla. Tal vez por ello fracasó.  Le exigía milagros demasiado pragmáticos (la restauración de la Vida Dorada)  a la facultad meramente creadora de la literatura.

"Necesito aprender a ser feliz, escribió Wilde.  En otro tiempo lo era por instinto, o creía saberlo ser." También necesitaba aprender a escribir --en otro tiempo lo había hecho, maravillosamente, por instinto, o creía haberlo sabido hacer, llevado del gran impulso del éxito social, de las facilidades de una posición y de una época sumamente propicias.

Eso fue lo que no pudo aprender al final.  Su verdadera tragedia empezó, de hecho, después de la cárcel, y frente una hoja de papel en blanco. "Me han robado el alma, escribió finalmente; no sé qué me han hecho".


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