MALCOLM
COWLEY: GRINGO ROJO
Por
José Joaquín Blanco
A
principios de los años treinta, el editor literario de la revista The New Republic, Edmund Wilson, dejaba
pasar meses sin presentarse a su oficina. Primero se dedicó a escribir en casa El castillo de Axel, un estudio de la
nueva literatura europea, e inmediatamente después The American Jitters, reeditado como The American Earthquake: una colección de crónicas combativas sobre
el crack de 1929 y la cara sucia del
capitalismo y del gobierno norteamericanos en los años de la Gran Depresión.
Hubo que buscarle un sucesor. Su escritorio fue ocupado por un poeta llamado
Malcolm Cowley (autor de Blue Juniata).
La obra de Cowley (1898-1989) tiene
parentesco con la de Wilson. Ambos desearon dar al ensayo literario la claridad
y la rapidez del buen reportaje; descreyeron de parnasos y ghettos de letrados
en busca de una ilusión aun más quimérica que la del arte puro: el lector
inteligente con amplios conocimientos e intereses culturales, al cual no se le
debía hablar de la literatura-en-sí, sino siempre en su entretejido histórico,
social, religioso, económico e incluso psicoanalítico; reconocieron que, al
mismo tiempo, ocurría en los Estados Unidos un renacimiento cultural y una
decadencia social de los principios mismos de la cultura tradicional, en aras
del mercantilismo. Ambos admiraron las vanguardias europeas de los años veinte,
se acercaron al comunismo a partir de 1929 —para alejarse de él a finales de
los treintas—, y creyeron que la literatura moderna era sobre todo una nueva
crítica de la vida, una escuela de libertades individuales y una forma de lucha
contra un sistema político y social insoportable.
Aquí las semejanzas cesan. Wilson
parecía más europeo que norteamericano como hombre de letras; era mandarín,
cosmopolita, aventurero, incansable, amigo de la polémica y de los grandes
retos. Un erudito enfant terrible. Un
Doctor Johnson en la Nueva
York de las flappers.
Cowley siempre buscó más la raíz
regional que la universalidad; era lento, conciliador, limitado, y confiaba
poco en su propia individualidad; prefería los consensos y se sobresaltaba ante
la novedad y el ruido. Era The
boy-next-door en el mundo sofisticado de la cultura. Un buen chico que
estudiaba la literatura escandalosa de sus contemporáneos.
La crítica literaria de Malcolm Cowley
es en ocasiones estrecha y un tanto opaca, aunque siempre rigurosa y sólida: A Many-Windowed House (traducida al
español como Facetas de la crítica.
Ensayos sobre literatura y escritores norteamericanos, Tr. Agustín Bárcena,
México, Editorial Pax, 1972), The
Literary Situation, And I Worked at the Writer’s Trade, etc. Editó a
Fauklner (con quien sostuvo una relación epistolar: The Faulkner-Cowley File) y a Scott-Fitzgerald; apadrinó a jóvenes
escritores como John Cheever. Pero su destino fue el de cronista de su
generación —”la generación perdida” (frase de Gertrude Stein)—, con un título
que tuvo gran resonancia en los años cincuenta: Exile’s Return (1934, 1951; Nueva York, The Viking Press, 1951)),
la crónica de los jóvenes escritores norteamericanos que partieron a Europa,
especialmente a París, después de la Primera Guerra Mundial, para aprender la novedad
europea de las vanguardias artísticas y la vida desbocada en los luminosos años
veinte; y para alejarse del abrumador provincianismo puritano de los Estados
Unidos: la juventud de Scott-Fitzgerald, Hemingway, Dos Passos, Hart Crane,
Cummings, Thornton Wilder, Thomas Wolfe. Volvió al mismo asunto (de una manera
más académica) en A Second Flowering. Works and Days of the
Lost Generation (Nueva York, The Viking Press,
1974).
Estos
libros de Cowley entreveran el ensayo con el relato: narran el temperamento de
una época, el espíritu de una aventura cultural. También son
autobiografía. A su modo, Cowley fue otro
protagonista de su generación y le tocó sufrir sus huracanes, como el triángulo
amoroso en que se vio comprometido con su primera esposa y el poeta Hart Crane;
estuvo a punto de ser golpeado por la policía en la misma carretera apartada la
misma noche que los sheriffs
descalabraron a Waldo Frank y a otros escritores rojos que asistían a un mitin
de huelguistas. Fue sin embargo mucho
más amigo de los escritores un tanto conservadores Allen Tate y Robert Penn
Warren.
En 1980 Malcolm Cowley escribió la continuación
de su crónica: la literatura izquierdista norteamericana en los años treinta de
la depresión económica, la represión, el desempleo, la miseria, la
desesperación, la confusión, los mitos y las utopías sociales: The Dream of the Golden Mountains.
Remembering the 1930s (Nueva York, The Viking Press, 1980).
De André Gide a los escritores cubanos
exiliados, suman legión los cronistas del “dios que falló”, del desencanto de
los intelectuales que se fascinaron con la izquierda e incluso con el comunismo,
sólo para descubrir que habían sido defraudados, e incluso que habían sido
usados como “compañeros de ruta” de crímenes y desastres que ellos no
decidieron, de los que ni siquiera fueron informados a tiempo: Silone,
Koestler, Malraux, Orwell, Camus, Revueltas, Semprún...
No es menos amarga la versión de
Malcolm Cowley, pero ofrece la novedad del contexto norteamericano, muy
diferente del europeo, aunque acaso parecido al mexicano en un aspecto: muchos
de sus escritores y artistas abrazaron las causas de la izquierda e incluso del
comunismo en los años treinta (Theodore Dreiser, James T. Farrell, Waldo Frank,
Clifford Odets, Richard Wright, Michael Gold, Matthew Josephson, Joseph
Freeman, John Dos Passos, Erskine Caldwell, Edmund Wilson, Hemingway, Scott-Fitzgerald,
Steinbeck, entre los más famosos), pero la sociedad no los siguió.
Había grandes marchas, huelgas y
mítines; en las urnas, en cambio, el Partido Comunista, con toda la ayuda de su
ejército de intelectuales rojos, no consiguió en su mayor momento (1932), sino
unos 800 mil entre más de 45 millones de votos emitidos (una cifra parecida a
la que obtuvo el Partido de la
Prohibición del Alcohol).
Malcolm Cowley se lamenta y se indigna
de la mala memoria norteamericana. En los años setenta ya nadie quería
acordarse en los Estados Unidos de la década en que se arruinó un tercio de su
población, y cundió el desempleo, la miseria y el hambre incluso entre los
profesionistas y obreros calificados de las ciudades y los granjeros
independientes. Menos quería nadie acordarse de la aventura de varios cientos
de escritores que anhelaban “arrebatarles el comunismo a los comunistas”
(proclama de Edmund Wilson) y modificar el salvaje capitalismo de los Estados
Unidos con técnicas soviéticas, como la economía planificada, o aplicando
medidas liberales como la práctica de derechos hasta entonces sólo establecidos
en la letra: huelga, expresión, agrupación, manifestación.
El Gringo Rojo que narra Cowley es
algo diferente del europeo. Asume el comunismo o el izquierdismo con mayor
inocencia, como una religión: el puritanismo aplicado a la economía. Pero a la
vez se escandaliza del desdén de esas corrientes europeas hacia la libertad y
la personalidad individuales. Fue más sovietista que los soviets respecto a los
proyectos económicos, pero mucho más descontento con las estructuras rojas que
sus camaradas de otras partes del mundo. Recelaba del dictador providencial, de
la Nomenklatura prepotente, de la disciplina ciega,
militarizada; del secreto que rodeaba aun a las decisiones más menudas, de la
delación como signo de ortodoxia, etc.
Ocurrió la paradoja de que quienes se hicieron rojos en los Estados
Unidos eran los más liberales, y liberalismo y socialismo entraban en conflicto
a cada momento público o privado de sus vidas.
El terremoto norteamericano del crack de la bolsa y la depresión fue
también un desastre cultural. También entró en crisis el sistema religioso. Las
iglesias establecidas quedaron desprestigiadas ante mucha gente, que se lanzó
en busca de nuevos evangelios. Visto dentro del propio contexto norteamericano,
el comunismo no fue el gran enemigo del orden (de hecho, el fascismo declarado
tuvo muchísimos más adeptos y votantes), sino uno más de los múltiples
mesianismos que cundieron como diente de león en todo el mapa. Los años treinta fueron también el paraíso de
las nuevas sectas religiosas, de los métodos milagrosos de éxito, superación
personal y supervivencia en veinte lecciones, y de cofradías excéntricas como
los vegetarianistas, los rosacruces o los quiroprácticos.
Pero ningún otro mesías fue tan amado
por los escritores. Ningún otro sueño tuvo tantos adeptos en las letras y las
artes. Acaso gracias a sus resonancias
cristianas y humanitarias. El comunismo, en teoría, combatía la discriminación
racial y la opresión de la mujer; exaltaba el valor del trabajo y criticaba
como robo la acumulación del capital y la usura financiera; exaltaba al hombre
en sí, independientemente de su bolsillo y de sus propiedades, y le ofrecía
espacios solidarios en los sindicatos y las agrupaciones gremiales y políticas;
predicaba la educación del pueblo y la creación cultural para las masas (Proletcult); ofrecía al pueblo una
sencilla explicación del mundo (opresores-oprimidos; explotación-revolución;
burguesía-proletariado), pero revestida de seriedad con teorías y lenguajes
cientificistas, casi teológicos. La izquierda parecía un cristianismo reformado
por la cultura moderna: Lenin, un nuevo Lutero. (Años atrás, Emma Goldman, John
Reed y algunas docenas de excéntricos de Greenwich Village habían abrevado del
anarquismo europeo, con menor resonancia).
Esta izquierda idealizada empezó a
resquebrajarse a mediados de los años treinta, conforme los rumores de los
juicios de Moscú, las ejecuciones sumarias y secretas, los campos de
concentración y la verdadera práctica política del stalinismo se
intensificaron, y ya no fue posible seguirlos considerando mentiras
propagandísticas del capitalismo internacional o de los facciosos trotskistas.
También se supo que la economía planificada soviética causaba enormes
desastres, como la hambruna en Ucrania.
Pero el sueño rojo norteamericano no
sólo se desvaneció por las noticias de Moscú, sino por la experiencia de los
propios cuadros políticos del comunismo local: estaban más abocados a los
intereses internacionales de la Unión Soviética que a las necesidades del propio
pueblo de los Estados Unidos; y mientras que su lucha contra el enemigo
capitalista siempre fue oratoria y moral, se libraban sin descanso encarnizados
combates internos por el poder entre los grupos, a veces ridículamente
pequeños, de la propia izquierda norteamericana: los comunistas apaleaban a los
socialistas y no a Wall Street ni a la policía.
El New
Deal y el gran negocio que fue para los Estados Unidos la Segunda Guerra
Mundial reformaron y refrescaron las estructuras políticas y religiosas de ese
país: lo convirtieron rápidamente en un imperio y en una sociedad afluente. Dos
décadas después del crack había en
los Estados Unidos una sociedad de consumo.
La reforma económica no vino de Moscú,
sino del Partido Demócrata: Franklin Delano Roosevelt. Pocos escritores lo
siguieron por propio gusto —no era fácil predecir su triunfo, ni diferenciarlo
del capitalismo antiguo, ni del fascismo—, pero él asedió con éxito a los
escritores. Una de las razones de la eficaz y rápida desizquierdización del
gremio fue una abundante oferta de empleo oficial a los escritores y artistas a
través de programas gubernamentales de cultura: sólo en 1933 el gobierno
contrató a 3 mil escritores y artistas.
Por lo demás, la alianza durante la
guerra entre los Estados Unidos y la
URSS produjo una izquierda oficial oportunista, de un
pragmatismo rosa cada vez más pálido. Se valía volver a ser pequeño-burgués,
incluso superburgués, siempre y cuando se apoyara a la URSS. El izquierdismo
como snobismo: en los años sesenta se hablaría del gringo rosa como de un radical chic.
Cuando, diez años más tarde, renació
la hostilidad entre ambas potencias, muy pocos norteamericanos quisieron
regresar a la beligerancia roja, y a éstos se les persiguió ferozmente durante
el macartismo: Dashiell Hammett fue encarcelado y vejado. Sin embargo, la
cruzada macartista encontró escasos comunistas. Había ya más egiptólogos que
gringos rojos en los Estados Unidos durante la época del presidente Eisenhower.
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