IMBÉCILES
ANÓNIMOS,
DE JOSÉ MARIANO LEYVA
Por José Joaquín
Blanco
Advierto en esta
novela de Leyva, además de la intriga de crímenes con su entretejido de
víctimas y verdugos y episodios terroríficos, una materia verbal hosca y
ríspida para satirizar a una decena de personajes de tiempos recientes en
México con sus desencantos, sus adicciones, sus pretensiones y sus fracasos.
Una
diatriba ceremoniosa, formal, detallista, ácida, a menudo sentenciosa, que no
sólo corre a cargo del autor de la novela, sino de otro autor-personaje dentro
de la novela, curiosamente también llamado José Mariano Leyva, y de los demás
personajes amargos y desencantados.
Un
discurso colérico, pronto a las descalificaciones y a la caricatura, en la
tradición moralizante de la sátira. Esta materia verbal hipercrítica no
conforma sólo la voz o las voces de la novela, sino asimismo su espíritu, su
pensamiento, su atmósfera y su emotividad exasperada.
Se perfila
en cierto modo como un juicio sumario del “espíritu del tiempo” de años recientes
entre personajes semi-ilustrados y semi-reventados a quienes alguna vez se
definió como “posmodernos”, con sus lívidos banquetes de drogas, alcohol y
sexo, no muy diferentes en realidad de los que se han registrado en otras
épocas.
Ciertos
desencantos, escepticismos y hastíos de los imponderables, o “imbéciles
anónimos” de Leyva refractan a ratos guiños familiares de sus antecesores de
hace más de medio siglo, como en La
región más transparente, de Carlos Fuentes o Casi el paraíso, de Luis Spota, o en diversos relatos de Pitol y
López Páez; o bien de hace más de un siglo, entre los “decadentes” porfirianos
que el propio Leyva-autor estudia en otros textos, como historiador literario.
Sería
insuficiente distinguir los personajes de esta novela del perfil de sus
antecesores por un desencanto o un escepticismo ideológico. En realidad, no
todo mundo era tan ideológico en los demonizados setentas, no todo mundo era
intelectual, ni mucho menos. Y ya desde
entonces proliferaban el escepticismo y el desencanto. Desde mucho antes.
Tal vez
esta materia verbal, este discurso no sólo narrativo sino directamente
emparentado con el ensayo, sea una contribución generacional de Leyva a los
debates de los posmodernismos y generaciones equis o cero diversas que han fatigado
el debate cultural durante lustros recientes.
Y en ese
marco se traza el enconado hartazgo de lo que alguno de los dos autores Leyva y
sus personajes consideran rasgos de la izquierda mexicana de hace veinte o
cuarenta años, para no poco desconcierto de sus ya escasos y poco memoriosos
sobrevivientes.
El pasado
desde luego tiene mucho de imaginario, y sobre todo los pasados no tan remotos
que todavía pueden ser sentidos con mucha parcialidad y caricaturizados con la
cruda brutalidad con que se deturpa a un colega o a un vecino. A final de
cuentas, la negación de las ideologías no es sino otra ideología más. La vida,
como siempre, estaba sobre todo en otras cosas y en otras peripecias.
Envuelto
en esta materia verbal y cultural, política y emotiva, se va desarrollando un
curioso artefacto imaginativo. De una manera no distante de las de Pirandello o
André Gide, quienes se complacían en inventar una historia en la que un autor
participaba como uno más de los personajes que iba inventando sobre la marcha,
José Mariano Leyva inventa un José Mariano Leyva que convoca a sus personajes a
un fin de semana en una casa piranesiana en Cuernavaca, donde el terror golpea
los desencantos, escepticismos e irrealidades de los personajes con un crimen
tremendamente real que los involucra y marca a todos.
Pero que
luego, en un retorcimiento narrativo admirable, se revierte contra el
demiurgo-Leyva del autor-Leyva para revelarle, en venganza, terrores y crímenes
aun más sólidamente reales y personales.
Parte de
la eficacia de este libro admirable está en la conjunción del artefacto
narrativo, de las peripecias de los crímenes, y de los crímenes dentro de los
crímenes, y del discurso colérico y caricaturesco de la diatriba.
Con gran
habilidad, Leyva segrega un justiciero discurso nihilista con el que convoca al
lector a las polémicas políticas, culturales o conceptuales, mientras que
sardónicamente teje, con ese mismo discurso, la telaraña del crimen en la que
el personaje-Leyva atrapará a otros personajes quienes, a su vez -todos
emitiendo aforismos sentenciosos posmodernos y generación equis-, con su música
de mezclas electrónicas y su petulancia cibernética, sus drogas, sus tragos y
sus narcisismos, van segregando una segunda tela de araña para castigar al
zumbón demiurgo Leyva. Que se lo tenía bien merecido.
Encuentro
en Imbéciles anónimos (Mondadori), de
José Mariano Leyva, así, un artefacto terrorífico que esconde en el cogollo de
su terror otro artefacto terrorífico, para delirio y pesadilla de recientes
personajes desencontrados que esconden perfiles e historias de personajes de
veinte o treinta años atrás.
Así, el
delirio se desdobla y se refleja, se refracta, se multiplica, en los
laberínticos espejos deformantes de la vida y de la memoria. Una especie de
fábula al cuadrado que sirve asimismo para anidar, en su urdimbre ceñida, la
vida y la conciencia minuciosas de la media docena de personajes convocados a
esta experiencia cruel de suspenso, crimen y reflexión sobre la vida al mismo
tiempo vacua y violenta de los últimos tiempos.
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