lunes, 6 de junio de 2011

CHATEAUBRIAND

CHATEAUBRIAND: EL GENIO CONTRARREVOLUCIONARIO

Por José Joaquín Blanco

Las revoluciones no son el mayor momento de la cosecha literaria. La literatura de la Revolución Francesa ocurrió antes de la toma de la Bastilla: los enciclopedistas, Rousseau, Voltaire, Diderot, Buffon, Saint-Pierre... Durante la Revolución, el Terror y el Directorio se dio desde luego un gran movimiento de las ideas (y de los intereses), pero apenas si se produjo mucho periodismo frenético y algunos bastante menores poemas descriptivos del paisaje.
No fue sino después de una década cuando se vieron los resultados de la Revolución en la literatura: Madame de Staël y Chateaubriand. Especialmente este último, que en obras como El genio del cristianismo y Los mártires se dedicó abierta y explícitamente a una obra contrarrevolucionaria: a represtigiar, ensalzar y reivindicar los valores medievales y despóticos de la vieja Francia, que él no creyó tan insoportable como los revolucionarios, y la volvió romántica, enternecedora, noble: llena de colores, tonos y contrastes románticos.
De semejante contrarrevolución literaria surgen poetas como Lamartine, Delavigne, Vigny y Víctor Hugo. En el terreno de las letras, la Revolución Francesa perdió muchas batallas (aunque no las previas, de los ilustrados "precursores", que ya había ganado); la literatura del siglo XIX denuncia los crímenes del Terror, la estupidez y las abyecciones de las asambleas, y exalta a los monarcas y a los prelados, los castillos y las catedrales, a los campesinos fanáticos y serviles de las zonas monárquicas, y sobre todo al monstruo en que se resolvió el "cataclismo social": Napoleón. (Hubo desde luego alguna excepción: Michelet).
Chateaubriand (echando mano de Rousseau y de Saint-Pierre) inventa el romanticismo francés, que no es sino una especie de melancolía católica. Escarmentado por la Revolución, no cree ya en el Hombre, en la Razón ni en la Sociedad, sino en Dios: en un Dios sentimental e iletrado que sólo alienta en la desolación de los bosques más lejanos, a la hora del crepúsculo, en las ruinas de un viejo templo donde el viento hace crujir a manera de tañido las mohosas campanas.
Se olvida la inteligencia, la erudición (Chateaubriand odiaba los libros), la crítica, la ironía; se represtigian los sentimientos elementales, sonorísimos, llenos de adjetivos lánguidos o rugientes y de ritmos oratorios. Ya no se busca el conocimiento, sino el alma o el espíritu de las cosas y las inspiraciones reflejas del corazón.
De nada sirve comprobar que tal obra respondía a los intereses materiales precisos de Chateaubriand: aristócrata y político bastante oportunista y deshonesto; lo que importa es destacar la conjunción precisa entre esa obra y el "espíritu del tiempo". Francia quería enterrar su revolución y produjo al prohombre-sepulturero, que había de embellecer a los tiranos de la víspera.
Se quería volver al candor, a la ingenuidad, a la santa ignorancia, a la fe del niño o del carbonero; se necesitaban cuentos de hadas y vidas de santos; urgía odiar la cultura y las ciudades y enamorarse de visiones pintorescas de naturalezas irreales, pretendidamente puras; se quería personajes que casi no pensaran, sino amaran enormemente el crepúsculo y el sol, las aguas y los viajes en las montañas. (Todo lo opuesto, como se ve, al romanticismo inglés de Lord Byron, quien se vengó de su antipático rival con un recurso elegante de dandy: jamás mencionó a Chateaubriand por ningún concepto).
Este sentimentalismo de selvas vírgenes cree también en los reyes nobles, en los condes delicados, en los arzobispos edificantes, en los capitanes bondadosos, en las aldeas campesinas donde no se hace otra cosa que bendecir la generosidad y buen corazón del cacique local.
Chateaubriand es un fárrago que anticipa a Walt Whitman. Fue también contrarrevolucionario y anti-ilustrado en el estilo. Olvidó el lenguaje conciso, depurado, irónico, intelectualizado, trabajado como filigrana del siglo XVIII, de Buffon, Voltaire o La Rochefoucault y se lanzó a la prosa sin límites, desbordada, sin autocrítica, que lo mismo se vierte en impresionantes "sinfonías" anafóricas sobre fenómenos naturales o del corazón, que se enfanga en los monumentos más inverosímiles del Museo del Kitsch en cualquier lengua.
Hoy en día es casi imposible, y siempre penoso, intentar leerlo de corrido; pero en su momento, rompió las llaves, las aduanas o los grifos de la literatura francesa clasicista de los barrocos y los ilustrados, de Pascal y Voltaire, de Bossuet y Chamfort, de los predicadores, epigramistas y poetas obsesionados con la perfección y la gracia formales, la síntesis, la implicación, la intención, y permitió que cualquiera, con harto sentimiento, llenara volúmenes que ya no debían justificarse con ningún sofisticado tipo de erudición y de ingenio. Ya anuncia a Eugenio Sué.
Ante la imposibilidad de superar en su propio estilo a Voltaire o a Buffon, hubo que crear otro estilo: lo hizo Chateaubriand mediante el expediente de exagerar, amplificar y abaratar las divagaciones de Rousseau en Las ensoñaciones, La Nueva Heloisa y las Memorias. Surgió primero su exaltación de los bosques y las grandes aguas canadienses de Atala (1801) y René (1805), que son para el gusto moderno --y también para el ilustrado-- la caricatura involuntaria del Buen Salvaje y de la Naturaleza Pura rousseaunianas, pero que tuvo la capacidad --en su momento-- de compartir su embriaguez lírica a través de un lenguaje desbocado, sin brida ni diques. No fue vista como abaratamiento o parodia, sino como originalidad, profundidad, sinceridad sublime. Chateaubriand nunca razona: habla, habla, habla siempre de lo mismo, hasta conseguir, en lugar del convencimiento racional, la ebriedad emotiva.
Su método ideológico es el mismo: el verdadero "genio" del cristianismo nada tiene que ver con la religión, la historia, la filosofía, sino con la belleza: qué bonitas las iglesias, los altares, los salmos, las monjas, los ornamentos, las capas, las velas de los monaguillos, el perfil melancólico de los reyes o santos medievales, la dulzura de la oración en el crepúsculo.
Puede mover a risa al lector moderno --por ello, crítico-- el encontrar a una princesa indígena canadiense, Atala, con tics y desplantes de condesita parisina del siglo XVIII; o que Chateaubriand pretenda haber visto cocodrilos y demás famosos animales tropicales en Canadá, o que su desafortunado René, en su individualismo pasional romántico, compita en fragorosas pasiones verbales con los volcanes y los cataclismos. Al lector de la primera mitad del siglo XIX, sin embargo, todo ello le parecía sublime, inefable. Cuando Flaubert decidió opinar que, a final de cuentas, François-René de Chateaubriand era bastante bobo, no encontró sino a Sainte-Beuve que estuviera un poco de su parte.
En 1802 ocurrió el gran éxito de El genio del cristianismo. Napoleón estaba restaurando el catolicismo como religión de Estado y encontró el libro muy oportuno. Chateaubriand no sólo ganó con él dinero y honores, sino una carrera política: obtuvo la legación en Roma. El piadoso, sensiblero, emotivo libro de Chateaubriand fue la venganza de la tradición monárquica restaurada contra las impiedades, "falsas luces", ironías y críticas de "les philosophes", como Voltaire y Diderot.
El genio del cristianismo, dice Sainte-Beuve, "fue el arco-iris, el signo brillante y de reconciliación entre la religión y la sociedad francesa", y entre los intereses de la religión y la monarquía y esa sociedad, arrepentida ya, y espantada, del camino que había llevado la Revolución, y enamorada de su mesías militar.
Apareció en el momento en que se reanudaban las relaciones entre Francia y la Santa Sede y que, restaurando el culto, Napoleón, todavía Primer Cónsul, se arrodillaba ante los altares donde sería coronado emperador.
Como más tarde y con incomparablemente mejor suerte que Whitman, en Chateaubriand se produce el fenómeno de la elocuencia a través de la incontinencia verbal; las fuentes y las referencias son las mismas en uno y en otro: la Biblia y la tradición inglesa (Chateaubriand sabía más literatura inglesa que francesa): Milton y los predicadores anglicanos. A diferencia del método racional francés, siempre lógico, Chateaubriand asume el método emotivo de los predicadores y de las sagradas escrituras: las reiteraciones, el tono solemne y frenético.
Uno nunca puede decir: tiene razón; pero a cada momento dice --decían sus lectores--: ¡qué hermoso!, y se da sin más por convencido de que las prácticas exteriores del culto o las ensoñaciones emotivas del arte y el paisaje son las razones últimas de la eterna vigencia de la religión de Cristo.
Reduciéndolo a un esquema: --¿El cristianismo es una religión verdadera? --¡Mire usted las torres de Notre-Dame al atardecer!
La cultura de la Revolución Francesa fue decapitada por este "orador del altar", que poco después (1814) y en contra de su antiguo benefactor (Napoleón) se volvió el "orador del trono", en favor de la restauración borbónica de Luis XVIII; y cuando ésta fracase, Chateaubriand se volverá desde luego el "orador de la libertad" (1824).
Desde mediados del siglo XIX los libros de Chateaubriand dejaron de ser leídos entusiastamente; sin embargo, su influencia continuó, a través de otros autores, que tomaban sus motivos, liberándolos del peso y la asfixia del fárrago. Porque más que grandes obras, grandes pensamientos o grandes momentos, lo que tiene Chateaubriand es, en opinión de Sainte-Beuve, bonitos cuadros, escenas muy logradas --por artificiosas o atrabiliarias que puedan parecer-- que pasaron a figurar como repertorio de toda la literatura romántica francesa, que sólo hasta la última época de Víctor Hugo se volvió progresista y crítica, y que más bien parece --frente a la del Siglo de las Luces-- una ingenua restauración sentimental de los prestigios medievales, una nostalgia de la Francia medieval.
Quizás la fuerza del estilo de Chateaubriand, sin embargo, se deba también a razones menos directamente vinculadas con los intereses y las situaciones materiales y políticas. Contó, desde luego, con el apoyo del papa y de todos los curas y colegios de curas, con Napoleón y con los primeros ministros, con los aristócratas y los burgueses que vieron en él su adalid contrarrevolucionario, pero también con tres o cuatro generaciones de lectores y escritores honestamente apasionados de su obra.
Esa pasión se debía a que François-René de Chateaubriand devolvía a la literatura francesa la libertad imaginativa, la amplitud excesiva, el interés por los sentimientos y sueños individuales y hasta el derecho al desaliño y a la ligereza del lenguaje, que había perdido después de tres siglos de continuo perfeccionamiento. La extraía por fin de la perfección amanerada ya, rococó: Chateaubriand fue el bárbaro iletrado, estrafalario y oportunista que liberó a la literatura francesa de la cárcel de oro ya esterilísima de su clasicismo, de tres siglos de perfeccionamiento; la volcó en el suelo, la convirtió en declamadora y sentimental. Todo era preferible a la persistencia en los ya agotados manierismos nacarados de la literatura de la Ilustración, en el nuevo siglo del individualismo, las masas, las máquinas, las guerras, los capitales, los viajes, la burguesía...
La extrema erudición, el ingenio y la delicadeza intelectual de la literatura francesa en vísperas de la Revolución era una cumbre: después de ella venía el abismo. De modo que hubo que iniciar otra tradición, que se funda en dos libros: Literatura de Madame de Staël y El genio del cristianismo, que pese a ser ambos títulos "fechados" --mucho más el de Chateaubriand que el de la inteligente Madame de Staël--, resultan más próximos a la literatura francesa contemporánea que las obras maestras del siglo XVIII, que en cambio son muchísimo más legibles, pero con una legibilidad distante: están como aisladas en el espíritu remoto de su propia época tan diversa, y sus grandes luminarias parecen (diría Coleridge), como las luces frías de los astros, puras y remotas.
A final de cuentas, la Revolución Francesa propugnaba un Tercer Estado, el Burgués, que fue precisamente el que invadió en el siglo XIX la literatura con efusiones y sentimentalismos efectivamente propios de Chateaubriand. Y en efecto, ¿cómo no entender como una democratización del gusto --en el sentido de su extensión a una población mayor y más socialmente difusa-- el éxito de la literatura o periodismo lírico de Chateaubriand? Con su vulgaridad, su ignorancia, su sentimentalismo, sus trucos oportunistas no hace sino definir un público masivo e incipiente, ingenuo y cálido, entusiasta y emotivo. El estilo de Buffon o de Voltaire, por el contrario, define el otro público, menos democratizado, de savants y philosophes escasos, concentrados en unos cuantos salones aristocráticos, a los que divertidísimamente subvierten.
Con Chateaubriand empieza la literatura llanamente democrática o burguesa, con sus inevitables defectos: digamos que El genio del cristianismo es una especie de mesmerismo poético, de profecía a ocho columnas, de predicación periodística, en folletín, para echar a llorar a la clase burguesa todavía en buena medida analfabeta o poco lectora.
Aunque de origen noble, Chateaubriand es un líder burgués en otro sentido: el de su posición contrarrevolucionaria. Toda la burguesía, beneficiada por la Revolución que ella lanzó, fue contrarrevolucionaria precisamente porque ya la había ganado, y no quería más subversiones, ahora que el pueblo bajo había visto el caminito de las presiones sociales. Y la burguesía quería algo más: quería ser heredera de la nobleza. La burguesía del siglo XIX es totalmente del espíritu Chateaubriand: adora los palacios y a los reyes antiguos, imita su heráldica en las etiquetas de sus productos y en su arquitectura, retoma sus costumbres en la vida familiar. Cada burgués quiere ser un conde bursátil o mercantil. El XIX fue un siglo en el que la burguesía jamás se cansó de comprar los prestigios decorativos --líricos-- chateaubriandescos de la antigua nobleza, como bien lo narró Balzac.
¿Cómo un tendero, un especulador de la bolsa, un médico o abogado, un cura o burócrata, un industrial, iban a tirar por la borda su Edad Media, sus luises y su cristianismo? Mejor tirar por la borda a la Revolución: convertirla en un desfile y listo, y reivindicar y comprar a los antiguos, brillantes amos.
A veces, sin embargo, Chateaubriand tiene rasgos que todavía pueden verse como fundadores, ya no de una clase, sino de un gremio o sector: el de los artistas o bohemios o jóvenes de baja burguesía, que se sintieron a lo largo del siglo XIX con un destino artístico. Su René encabeza la lista de los acedos y melancólicos --spleen, ennui-- del siglo XIX. Hombres despojados de entusiasmo y de capacidad de éxito --aunque lo obtengan en la realidad--, que desconfían de la razón y no encuentran en los sentimientos sino vivos tormentos fraguados por su propia imaginación, ávidos de viajes y experiencias a las que se concede importancia mitológica pero que concluyen siempre con el redoblamiento de la melancolía: estos heridos, estos dolientes que se lanzan --como Baudelaire-- a lo Desconocido para siquiera descubrir algo nuevo. Es el espíritu de Oberman de Sénancour, un poco el del Werther de Goethe; será el de Byron; florecerá en Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé, Huymans, D'Aurevilly, Villiers de l'Isle-Adam... y todos los decadentes o impresionistas de finales del nuevo siglo.
El intelectual o el artista moderno no es un entusiasta, ni mucho menos un hombre feliz. "Imaginad, dice Sainte-Beuve, un Voltaire nacido cuando el mundo se ha desengañado, cuando la verdad, o lo que se creía verdad, se ha vuelto moneda de circulación común: un Voltaire sin nada qué hacer. ¿Qué sería de él con su actividad diabólica? Su demonio se volvería contra él mismo".
Como Chateaubriand, como los principales escritores modernos, habría sido un autor para el que el mundo exterior, a final de cuentas, no existe: nada real se puede hacer en él. Un
blasé.

No hay comentarios:

Publicar un comentario