WILSON, AUDEN: FÁBULA DE LOS VIEJOS BEBEDORES
Por José Joaquín Blanco
Poco tienen qué decir los biógrafos y estudiosos de Wystan Hugh Auden sobre su relación con Edmund Wilson, salvo la referencia a una nota más encomiástica que crítica: “W. H. Auden in America” (1956), en la que se diría que Wilson celebraba a Auden no tanto por lo que era o había sido sino por lo que, en su opinión, estaba dejando de ser, y desde luego, algunos reconocimientos dispersos a su maestría versificadora. (Monroe K. Spears: Auden, Prentice Hall, Englewood Cliffs, N. J., 1964.)
Wilson creía por entonces que, al nacionalizarse como norteamericano, Auden renunciaba a ser inglés, a ese tipo insular, casi parroquial, casi de ghetto, que era el inglés idiosincrásico, oxfordiano, lleno de tics 100% británicos. Wilson le auguraba una nueva época ecuménica a su poesía, con menos excentricidades y bromas del Club Britannia.
Auden ni siquiera cuenta, hasta donde se sabe, con algún ensayito de circunstancias sobre Wilson, ni se me ocurre qué podría decir sobre un escritor que era a tal grado su opuesto: Wilson veneraba las fuentes históricas y periodísticas de la literatura, así como la lógica y la estricta documentación de las opiniones, cosas que incitaban a Auden al horror y al furor. Nada más diferente de los limpios y exactos ensayos de Wilson que los aleatorios, desbalagados y chisporroteantes de Auden, que por supuesto hacían que Wilson se arrancara los pelos de incredulidad e irritación. “¡Otra vez Michelet!”, se quejaría Auden de Wilson. “¡Otra vez Tolkien!”, se quejaría Wilson de Auden. (P.S.: En Edmund Wilson. A Biography, Nueva York, Houghton Mifflin Co., 1995, de Jeffrey Mayers, hay referencias a elogiosas reseñas de Auden —no recopiladas en sus obras— de Hacia la Estación de Finlandia, Upstate y Apologies to the Iroquois; Auden celebra en Wilson a “ese espécimen siempre raro y ahora casi extinto, el Dandy Intelectual”, y destaca tanto su erudición como la belleza de su prosa.)
Aunque Wilson era 12 años mayor que Auden, ambos autores recorrieron caminos con paradas semejantes: estación Familia de Clase Media Laboriosa y Puritana, estación Freud, estación Marx, estación Horror de Stalin, estación Reconsideración del Liberalismo Europeo, estación Patriarcas Paradójicos de la Cultura Occidental. Pero Wilson detestaba a los homosexuales, a los ingleses y a los vanguardistas, le parecían por igual unos freaks, unos irresponsables; Auden no soportaba a los ultrarresponsables paterfamilias judeocristianos, racionalistas, que a todo le buscaban un sentido lógico, histórico y consecuente.
Aunque Wilson hizo más que cualquier otro pensador de la lengua inglesa por entender y propagar las vanguardias europeas (El castillo de Axel), en realidad su gusto iba en otro sentido, como vemos en sus poemas y en sus ensayos críticos, donde no hay mucho espacio para Eliot ni para Pound, por lo menos no tanto como el que concede a poetas más tradicionalistas como Edna St. Vincent Millay. Si bien Auden, como Isherwood, trató de desbritanizar su literatura, e integrarla a los amplios espacios de su tiempo (Nietzsche, Brecht, Proust, Valéry, Rilke, Gide, Cocteau, Mann), a la larga terminó como un consumado English eccentric, según la expresión de Edith Sitwell. Isherwood se asombraba de cómo aun físicamente, conforme envejecía, Auden se volvía más y más insular, e incluso las arrugas de su rostro lo iban haciendo más y más parecido a un malencarado león del Museo Británico. Auden, por su parte, no supo leer a Dos Passos, ni a John Reed, ni a Scott Fitzgerald, ni a Faulkner, ni a Mencken, ni mucho menos al propio Edmund Wilson.
Pero la edad, Nueva York, los tragos y el humor conspiraron para volverlos amigos a partir de los años cincuenta (“como siempre, escribe Wilson en 1966, llegó el momento —hacia el final de la primera botella de vino— en que me rindió extravagantes cumplidos, y dijo que yo era la única persona para la que él escribía —debió haber querido decir, en los Estados Unidos—, o algo por el estilo, y que me necesitaba”).
Por los diarios de Wilson (The Sixties, Nueva York, Farrar, Straus, Giroux, 1993) sabemos que en sus frecuentes borracheras Auden le contaba puras inconsecuencias y excentricidades (probablemente adrede, para hacerlo rabiar), y que Wilson caía siempre en la trampa, usaba la lógica, los datos, el sentido común; trataba de volver inteligible la realidad, sólo para lograr que Auden dijera más y más locuras, como aquella de que todo se explicaba porque, como era bien sabido, lo único que ya se podía hacer con los pobres en la postguerra postmarxista era prenderles fuego... Auden se hacía el chamaco travieso y siempre terminaba convirtiendo a Wilson en una especie de maestro y papá, al cual ponerle zancandillas. “Cena con Auden, escribe Wilson en 1970. Ha dado, como todos, por encontrar que en Nueva York ya no se puede vivir. Me contó lo mucho que sus amigos significan para él: yo he seguido siendo su amigo, puede contar conmigo, dijo. Creo que estos hombres sin matrimonio (unmarried men) suelen depender de sus amigos en una forma que los hombres casados nunca lo hacen...” ¿Auden diría que, a cierta edad, los hombres casados empiezan a hablar incluso entre amigos con tal respetabilidad, como si a todas horas los estuvieran rodeando sus esposas y exesposas, hijos y nietos, y el notario de la familia?
Tal vez Auden dependiera menos de Wilson de lo que pretendía. Tal vez Wilson soportara las atrabiliarias tiradas de Auden por algo más que el culto al dueño del oficio y de la magia poéticos: por amistad a un viejo camarada. El caso es que por años buena parte de su vida afectiva de viejos partía de sus borracheras en restaurantes y bares de hotel en Nueva York. Auden presumía de nunca sufrir una cruda; a Wilson —la dura carga entera del hombre responsable sobre sus hombros— no le fueron ahorradas, sobre todo después de los cincuenta años.
Pero el bebedor irresponsable tenía un truco infalible contra su responsable amigo: la mezcla de excentricidad con puntualidad británica: se permitía casi todo, menos contravenir las órdenes de su reloj. Wilson lo anota con amargura. Protegido por su excentricidad, Auden llegaba al restaurante y sin más pedía una botella de vino, a cualquier hora; Wilson, más ritual (y mejor gustador del alcohol, desde luego), pedía aperitivos, luego el vino, y se demoraba en los whiskies, los coñacs y los digestivos, y no tenía para cuándo parar. Cerca de las nueve, Auden decidía que era tiempo de dormir y que ningún hombre civilizado podía seguir despierto después de las nueve. La escena concluía con un Wilson más que servido, interrumpido y abandonado en su alta borrachera, pidiendo un taxi a su hotel, donde abriría —otra vez, en su alta edad— el servibar y recordaría versos y amores hasta el amanecer; y un Auden triunfador, que había dosificado y jugueteado sus copitas de simple vino y todavía podía hacerse el sobrio. Rumbo a su casa (por la que jamás pasaba una escoba) Auden ya iba preparando el somnífero que le cortaría por arte de magia la borrachera y la cruda (a eso lo llamaba the chemical life).
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