sábado, 28 de septiembre de 2024

VEINTE AVENTURAS. CUARTA PARTE

VEINTE AVENTURAS DE LA LITERATURA MEXICANA. CUARTA Y ÚLTIMA PARTE.

PASOS DE RICARDO GARIBAY


Of all places, Ricardo Garibay (1923-1999) nació precisamente en Tulancingo, Hgo., como Gabriel Vargas, el autor de La Familia Burrón, el luchador El Santo y el boxeador Pipino Cuevas. Cuna es destino. ¡Cuidado con los “tulancinguenses ilustres”!
Fue un escritor prolífico y tumultuoso, con un oído insuperable para reproducir el habla coloquial y multiplicarla y exagerarla hasta la extravagancia; con una vocación satírica que no se prohibía el humor más grueso y grandes obsesiones eróticas.
Su obra conocida es vasta, y la menos identificada —hasta qué punto intervino en ciertos guiones del cine mexicano oficialista o comercial— igualmente numerosa. Sé que inventó El Milusos; no he comprobado su participación legendaria en ciertas películas donde María Félix grita leperadas de guerrillera: “¡Échenles mentadas, que esas también duelen!”
Se suele alabar su temprana novelita memoriosa, Beber un cáliz, de indudable valor lírico, pero que acaso resulte lo menos garibayano de Garibay, quien quedará probablemente representado por sus novelas y crónicas satíricas de regusto parrandero y populachero, con absoluta entrega a un callejero México-Pandemonium de cantinas y burdeles: Bellísima bahía, Acapulco, La casa que arde de noche, Las glorias del gran Púas... Un Aristófanes o Petronio de la segunda mitad del siglo. Creo que Garibay alcanza su mejor definición cuando ríe con carcajadas estridentes de sus Lisístratas tumultuosas.
Garibay siempre fue un escritor incómodo en la cultura de su tiempo. Se negó (como Revueltas, Efraín Huerta, Ramón Rubín, Rafel Bernal, Sabines, Arreola, José Agustín) a incrustrarse en la Ecclesia visible de la mafia literaria que, a partir de los años cincuenta, instituyó el sistema de elogios-favores mutuos y distribuyó rangos y jerarquías entre los escritores mexicanos. O fue expulsado de ella. Desde sus principios representó, con Luis Spota, el prototipo de lo que no debía escribirse, mientras Paz, Yáñez, Rulfo y Fuentes edificaban los modelos tutelares obligatorios para todos los narradores.
Esta independencia o marginamiento de Ricardo Garibay se antoja hoy en día más confusa y contradictoria de lo que pareció en su tiempo. Posaba como un anti-intelectual profesional, un vitalista hemingwayiano, enemigo de los “señoritos intelectualoides” de la mafia y del boom latinoamericano. Pero no era tal, o no lo era tanto: consiguió incluso programas de televisión (oficial) para disertar a su gusto (con escasos conocimientos) sobre Shakespeare o Dante.
Aparecía, o se le hacía aparecer, como un anacronismo. Un autor grueso, sin la sofisticación modernizante, estetizante o intelectualizante de Yáñez, Rulfo y Fuentes. Un Mariano Azuela redivivo, que continuaba en la segunda mitad del siglo las caricaturas hiperrealistas de principios. (Otra vez la Pintada, la Malhora, los catrines y “los de abajo”, Sendas perdidas, Nueva burguesía.) ¿Lo era? Sin duda en estos tiempos “posmodernos” resulta sencillamente un autor jocundo, seducido por su amplio Satiricón mexicano.
Aunque fue traducido y obtuvo algunos honores en el extranjero, su vocación siguió un rumbo profundamente local. No hay mexican curios en sus novelas, sino la farsa despiadada de la vida mexicana, que sólo el desprejuiciado lector local aquilata, y al turista y al mexicanólogo resulta desagradable o “superficial”. Mucha realidad, pocos museos; una celebración de la cotidianidad “vulgar” y no de los mitos. El anti-Fuentes. Garibay no escribe narraciones para ilustrar metáforas o doctrinas “profundas” de lo mexicano, sino para celebrar y zaherir al mismo tiempo, identificándose con ellos, los episodios grotescos o burdos, pero siempre encendidos, de nuestra sociedad moderna.
Era un oso de gran orgullo, fértil y desbocado. Se hizo odiar por la cultura institucional, la cual no le regateó desaires, como negarle distinciones y premios más que merecidos. En mitad del escándalo se le negó el Premio Nacional de Literatura e, inicialmente, la categoría de emérito en el Sistema Nacional de Creadores de Arte. Un anti-García Terrés, ese inocuo canónigo perpetuo. Tampoco ingresó a la Academia de la Lengua ni al Colegio Nacional.
Escribió la obra que quiso, como quiso. Fue uno de nuestros narradores más independientes. Dotado de un ego tremebundo, enarboló su heterodoxia y su orgullo feroces contra capillas y alianzas. Fue el rey absoluto de todos sus dominios. Se atrevió a lo comercial: a confiar en la taquilla, y no tanto en los pactos y jerarquías gremiales-burocráticos.
Más que en cualquier otro autor, el habla del México de su tiempo prospera y resplandece en sus novelas “superficiales”, fársicas, carcajeantes, con trazos gruesos de muralista y pronta hilaridad de historieta. Querían ser eso: superficies narrativas, personajes y episodios plenos en sí mismos, menos que representaciones o metáforas de teorías sociales, estéticas o políticas.
Este autor menospreciado por las instituciones y las mafias —era toda una institución, toda una mafia rugiente y absolutista en sí mismo— siempre contó con lectores apasionados. Fue uno de los cronistas más leídos durante su paso por Excélsior.
Menospreciada por la política cultural y las modas ideológicas de su tiempo, su obra probablemente magnifique y realce su valor en años futuros, libre ya de batallas y de polémicas apolilladas, concentrada en su pasión y valores narrativos, que nadie se atrevió a negarle en vida. Simplemente parecían “burdos y superficiales” para cierta pedantería culturalista en el poder. La burda y superficial era, por el contrario, esa pedantería institucional y prepotente, vociferaba Garibay a la menor oportunidad, entre rayos y centellas, ajos y cebollas.








UN PRÓLOGO PARA JORGE LÓPEZ PÁEZ*

En los numerosos cuentos y novelas (novelas-de-cuentos) de Jorge López Páez (1922) destaca el júbilo de narrar la minuciosa vida cotidiana, incluso íntima, a ratos solitaria o pueblerina, a veces urbana y cosmopolita. Desde los chismes del fogón de las tías y el patio o el jardín de los primos hasta las intrigas y rumores agridulces de pretenciosas oficinas de secretarías de Estado y embajadas (“El nuevo embajador”), espectaculares casonas de fiestas extrañas (“Ahí estaba Elizabeth Taylor”), perfiles enigmáticos de prestigios escandalosos (“Una estrella del cine nacional”) y diversas aventuras de viaje, en el WC de los antiguos ferrocarriles (“El viaje con Sigfrida”) o en las albercas seminudistas de los nuevos balnearios tropicales (“Pájaro sonámbulo”).
Sabe expresar con una fresca naturalidad los días y las penumbras, las ironías y los terrores de la clase media mexicana en las más diversas arrugas del mapa. Episodios comunes que se nos vuelven experiencias extraordinarias precisamente por su inmediatez. Adquieren el espesor de la vida inmediata. El jubiloso cantor de lo inmediato.
Sus recursos suelen ser increíblemente sencillos: por ejemplo, un hombre recibe en su cama de accidentado la visita de su compadre, y ya; no se necesitan más estructuras narrativas: agarran, platican y corre en borbotón toda una detallista vida de traileros. Una paridora tenaz —lleva siete hijos de padres diferentes a sus apenas veintitrés años— va a platicar con Doña Herlinda, quien nomás se ocupa de servirle incontables caballitos de tequila para destrabarle, pero por completo, la lengua. Y ya.
La destreza y las virtudes narrativas de Jorge López Páez aparecen desde sus primeros libros. Inició su obra de narrador desde buena altura y no ha conocido caídas. Asombra esta calidad permanente, y su lealtad al mundo tan local —sobre todo el de la nueva clase media de la nueva provincia mexicana, con coches, cassettes, salones de belleza, Disneylandia, VIPS, palenques, vacaciones en la playa, confidencias maternales frente a enormes, norteños T-Bone; o la capital con sus casonas de políticos y sus palaciegas bodas desairadas, “Los invitados de piedra”—, que escogió desde un principio y ha venido poblando y expandiendo en una quincena de títulos.
Muchas veces nos contará la experiencia de dos o tres niños intrigados frente a los embrollos de los adultos, y siempre habrá una historia fresca.
Son inevitables la verosimilitud, la transparencia, la amenidad, la gracia de López Páez; su irreverencia más sonriente que retadora frente al matrimonio, la maternidad, el sexo, la política, la religión. A ratos me da la impresión de un Voltaire en guayabera, paladeando una horchata, mientras parece referir con toda la tranquilidad del mundo una simple historia familiar a los vecinos decentes, muertos de risa... quienes sólo demasiado tarde se darán cuenta de haber sido cómplices de tamañas inconveniencias. Y para entonces ya resultaría ridículo llamarse a escándalo (“Vientos del Caribe”). Otras veces simplemente recupera atmósferas, olores, texturas, instantes del tiempo perdido, que lo ha hechizado y a cuyo embrujo nos invita.
Un autor de estilo tan esencial —lo que no lo esclaviza a la gramática hipernormativa, ni le impide los coloquialismos y modismos, ni las bromas; un prosista que no se espanta ante la repetición de palabras ni ante las cacofonías—, tan preocupado por mirar claramente su realidad común, más allá de “efectos de pluma” y de teorías o de modas culteranas, causó escándalo desde el principio.
Había terrores como de cine de La Nouvelle Vague en ese mundano Pepe Prida (1965), quien se atrevía a un cierto amoralismo desenfadado, del todo extraño en las letras mexicanas, y dramas amorosos y sexuales en Los invitados de piedra (1961) y Hacia el amargo mar (1964); doblemente intensos porque rehuían la moda de la epatante “literatura del mal”, entonces tan socorrida como snob, y sólo abrían los panoramas del desastre interior con una mirada objetiva, sucinta y... mordaz. Eran contemporáneos de La Nouvelle Vague, pero surgidos de la mordacidad que también goza “el santo olor de la panadería”.
Recuerdo haber leído esos libros por primera vez en los pasillos de San Ildefonso, durante mi preparatoria, en los años sesenta, y la curiosa sensación de una provincia mexicana que a ratos se me volvía en la lectura película francesa o italiana de “arte”, se decir: de las prohibidas, que apenas se exhibían en las reseñas o festivales de cine, o en los clandestinos cineclubs universitarios.
Jorge López Páez se presentaba como un modernizador que no inventaba “golpes de novedad” artificiosos, calcándolos de títulos extranjeros, sino espiando las nuevas vueltas de las costumbres locales, desmenuzándolas, desarrollándolas en su propio medio nativo. Ahí estaban completas: sólo faltaba verlas, oírlas, expresarlas. No hay autor más universal que quien descifra cabalmente su propia aldea o ciudad. Lo universal en lo inmediato.
Un modernizador a quien las escenas o episodios de la carne erizada, o del instinto en desazón, no lo alejaban del paraíso. Concibió dos de los mayores paraísos de su tiempo, ambos desde la perspectiva infantil: El solitario Atlántico (1959), que podemos leer ya como relato, ya como poemas en prosa (acaso se trate del título donde se preocupó más por asuntos de estilo, de una prosa con intenciones estéticas) ahincado en la provincia profunda; y Mi hermano Carlos (1965), en la gran ciudad, que ahora nos parecería inverosímil: ¿Existieron de veras esas sonrientes calles arboladas, esos hogares siempre abiertos y con bardas muy bajas, meramente ornamentales, que las palomillas de niños saltaban de casa en casa en una diversión interminable, apenas contrapunteada por el espíritu y la carne atormentados que vislumbraban, casi sin entenderlos, casi sin creerlos, en gestos espiados de los adultos? ¡Hay que ver lo que es hoy en día, lo que ya era en los años setenta la Colonia del Valle!
Quizás jamás se haya escrito, y por supuesto no se ven perspectivas de que pueda escribirse, un panorama tan pacífico, alegre y fresco de la Ciudad de México, como ése. Una Nueva Arcadia Mexicana. Qué rara esa “ciudad jardín” de Mi hermano Carlos, sin embargo contemporánea a las visiones espeluznantes del Distrito Federal de Revueltas, Spota, Garibay, Fuentes, José Agustín... ¿No la estaría soñando un niño desde “el solitario Atlántico”, uno de esos niños de provincia que creían que las grandes ciudades eran cuentos de hadas?
Los niños son personajes privilegiados de su narrativa: basta señalar la intensidad y la ternura, la complejidad emotiva e imaginaria, el mundo más que reducido, multiplicado al cifrarse en dos inagotables prismas: su amiga y “El chupamirto” para el chamaquillo tan tempranamente codicioso y sensual del cuento que lleva ese título. El extraño mundo de la gran capital desde la perspectiva de una niña, hija de sirvienta, en “La tarde de Tula”.
Los niños, los jóvenes, las solteras y viudas, los solos, los desamados, los “equívocos”, son los personajes favoritos de López Páez, siempre ubicados en su proporción natural, sin énfasis o dramatizaciones, pero cada vez más proclives a los bordes del humor e incluso de la ironía inesperada, se diría insólita, como en Doña Herlinda y su hijo y sus otros hijos (1993).
Aunque el tema homosexual es sólo uno los múltiples asuntos de la variada obra de López Páez, y acostumbra asomar con decoro y pudor, el lector contemporáneo debe reconocer que su invención de las intrincadas e hilarantes aventuras del muchacho gay y su cómplice y celestinesca madre Doña Herlinda permitieron (especialmente a partir de su versión cinematográfica, que anunció al público general la obra de un autor por entonces sólo conocido por la muy estrecha minoría mexicana de los lectores de narraciones), a mediados de los años ochenta, uno de los íconos más sonrientes de la llamada “cultura gay”, o de la expresión de la vida y los asuntos de la vida homosexual en las artes y los medios de comunicación en lengua castellana. El homosexual, reducido hasta entonces a la nota roja o a un lacrimoso payaso de carpa, encontró un superior registro cómico. Como El vampiro de la Colonia Roma (1979), de Luis Zapata, ése y otros relatos de López Páez brillaron con un gesto de modernidad, tolerancia y optimismo –siempre iluminados por la ironía, incluso con fulgores ácidos- en el momento en que la cultura y la sociedad mexicana parecían decidirse por un modo de vida moderno y tolerante. Amplió y renovó la comedia de la sociedad mexicana y del tratamiento literario de la vida homosexual.
Doña Herlinda se erigió entonces como uno de los personajes imaginarios más célebres, queridos y exitosos de la narrativa mexicana de finales del siglo xx. Pero el cine suele ser demasiado rápido, traicionero y cruel: a principios del siglo xxi la película (un tanto experimental, torpe, improvisada, que en su momento por eso mismo pareció tanto más fresca y verista) desmerece frente al sucinto cuento “Doña Herlinda y su hijo”, que llama a gritos una nueva versión teatral o cinematográfica. Semejantes personajes cómicos suelen fulgurar en el foro o en la pantalla ante la risas multitudinarias.
En otras páginas encontramos los paraísos raigales de la infancia y de los rincones natales, estremecimientos del amor, el sexo, la desventura, el terror, la curiosidad de los viajes; también paraísos de comedia, con un humor que asimismo busca menos la “máquina teatral” de la risa estallante que el acento genuino de la realidad, hasta en su perspectiva naif, como De Jalisco las tapatías (1999), que asume un poco como símbolo las viejas postales coloreadas a mano. Pero hay que andarse con cautela. La cortesía, la economía de recursos, el aire pintoresco, la bonhomía vecinal, sólo preparan el zarpazo cáustico o crítico.
Siempre se han reconocido la destreza, la limpieza, el sabor a verdad recién bebida del pozo, la economía narrativa de López Páez. También lo que se llamó su “verismo” —en oposición al viejo realismo estridente y sistemático—, no como afán teórico sino como búsqueda de la natural correspondencia entre el relato y la realidad: el color local, la cercanía de lo narrado con lo que el lector mexicano ha vivido.
En este sentido, cabe destacar su independencia. Miembro de una talentosa generación o grupo de narradores —entre los que abundaban los veracruzanos (recuerdo sobre todo a Galindo, Carballido y Melo), sin desplazar a compañeros de otras regiones (Magaña, Castellanos, Luisa Josefina Hernández, Garro, Ramón Rubín, el poblano Pitol) y que florecieron en los años sesenta, particularmente en la Colección Ficción de la Universidad Veracruzana—, siguió un estilo, un camino y un mundo imaginario únicos. Se diría que sin dudas. Que no los tuvo que buscar mucho: que ya eran suyos desde un principio.
No podía ser más escueta, más auténticamente costumbrista, más fatalmente verosímil la desgracia del empleado pobre con una empleada algo adinerada de VIPS, en el cuento “La prima”. Aplaudamos también en López Páez a uno de los cronistas de VIPS. (Diría Rilke: Todos los cronistas de VIPS son terribles.)
La voz narrativa de Jorge López Páez, siempre bien templada, nerviosa y dominada por un ritmo secreto que confiere a sus obras una sensación de redondez, de paisajes al mismo tiempo sucintos y plenos, atiende con la misma pasión los detalles de las costumbres y del habla, que las grandes líneas de las emociones, los sentimientos y las ideas.
Pocos autores proporcionan en sus textos, como él, la sensación de mundos vividos tan de cerca. Se les recuerda menos como textos que como memorias pobladas de sensorialidad, objetos y gestos que son en sí mismos “tonos, claves, silencios, alteraciones” principales, así aparezcan breve o lateralmente en los relatos. El lector juraría que no ha leído esas cosas: que las ha vivido ahí mismo: que es el lector —por un prodigioso trueque de posiciones— quien las está contando.
A López Páez le gusta conceder la voz narrativa a las mujeres, especialmente cuando se ponen evocativas. Seguramente porque usan un lenguaje coloquial más locuaz, colorido y chistoso y, como por ahí se dice en especial de las tapatías, porque sólo dejan de hablar cuando tienen comida en la boca. No abandonan un instante sus mil y una noches tapatías entre tamalada y pozolada. Para no hablar de las interminables tequiladas de Doña Herlinda. Sus relatoras recorren los registros del candor y la gracia infantiles –cuando cuentan, por ejemplo, con la más sonriente alegría del mundo, paso a paso, como brincando la rayuela con sus ricitos y su faldita, una espantosa historia de vejez y deficiencia mental desamparadas-; de la feroz malicia y hasta del humor loco.
Sin intentar generalizaciones odiosas, sería interesante comparar los cuentos donde la voz narrativa reside en niños, o en adultos que se sumergen en su propia infancia —mayor travesura e intensidad lírica—; en mujeres —más detallada descripción de la vida cotidiana y social, más fiesta y color local, mejor conversación franca e irónica, cuando no sarcástica—; o en hombres adultos —menor tono confesional, más silencios; pinceladas rápidas, bruscas o entrecortadas, como en el cuento de “Los compadres”.
En décadas pasadas, remolcada por utopías o delirios teorizantes, ideológicos o modernizantes, la literatura mexicana ha querido parecerse más a las modas europea y norteamericana que a su propia tradición. No está mal tener presentes las brújulas culturales metropolitanas, que al fin y al cabo nos siguen dirigiendo. Pero ha sido una imperdonable distracción, una injusticia, un empobrecimiento, olvidar o menospreciar obras que quisieron enfrentarse con ojos concretos a nuestra realidad inmediata.
Se tildó de arcaicas, provincianas o costumbristas, y se procedió a silenciarlas, obras como Los signos del zodiaco, de Magaña, El lugar donde crece la hierba, de Luisa Josefina Hernández, El Bordo, de Sergio Galindo, o algunas de López Páez, que sin embargo llegan al nuevo siglo con cabales actualidad y frescura.
Pero ellos estaban seguros de su apuesta, que han ganado plenamente. En 1964, Hacia el amargo mar apareció con una solapa anónima, cuyos términos podrían suscribirse en 2002: Reproduzco un párrafo:
“Hacia el amargo mar, que presenta este número de Ficción, está realizada en una escuela que más podría ser considerada como verismo narrativo que como verismo literario. En ella se desarrolla una historia común, con implicaciones comunes, sin cosa sorpresiva alguna; pero al cabo de su lectura queda en el lector la sensación de haber presenciado de cerca los hechos, casi de haber participado en ellos. Lo extraordinario está en la fidelidad con que se siguen los pormenores de un estrato social de clase media, cuyos personajes rondan y palpan la corrupción a cada momento, como las mariposas nocturnas la llama o la luz de una bujía”.
Sólo cabría añadir que toda su obra está teñida de una misión moral, una crítica de la moral social mexicana. O inmoral, en el sentido en que André Gide escribió El inmoralista. Sin grandes discursos ni aspavientos, con sus cuentos familiares, López Páez ha denunciado, casi siempre con incorregible alegría, las hipocresías y atavismos de nuestra sociedad. Ha hecho más en este sentido que tantos librotes de sicoanálisis, de teorías sexológicas y religiosas, o de “literatura del mal”.
Y sin arrojar jamás la primera piedra —de hecho, sin arrojar ninguna piedra— contra la mujer adúltera ni contra el fanfarrón hipócrita. Cuenta el México en que vivimos tal cual es, y castiga nuestros tartufismos especialmente con las armas de la broma (incluso la broma pesada) y de la ironía (aun la más irreverente) de sobremesa, sin olvidar sus inevitables caballitos de tequila, que nos ayudan a deglutirlas mejor, y a reírnos —o a hacer como que nos reímos— hasta de nuestros aspectos más patéticos.

* Prólogo para una antología de sus cuentos por la UNAM






LA SONRISA DE ELENA PONIATOWSKA


Elena Poniatowska empezó desde arriba, con total insolencia. Ya están desde el principio su estilo, su ironía, su ritmo, su música, su crítica, su desparpajo, su chantaje de que “soy sencillita pero cuídate de mí más que de una bruja”; su voluntad de sonrisa y de vida. Su talento sobresaltó en los cincuentas a su “tío” Salvador Novo, con mucho el más sensible termómetro cultural de que disponía el país.
Alfonso Reyes pudo haber dicho de ella: “Nació como Minerva, completamente armada”. En efecto: Lilus Kikus, Palabras cruzadas y Todo empezó en domingo ya revelaban, en lo esencial, a la escritora Elena Poniatowska que admiramos en este fin de siglo.
Abundan, para mi gusto, los vuelos de ángeles en la Ciudad de México que describe con “tanta chispa”, según se decía durante los años cincuenta, en Todo empezó en domingo. ¡Tanta gracia en la ciudad! Pero el ángel es Elena, y no tanto la ciudad de México, la cual sonríe en este libro en el rostro de su autora, y no tanto por sus méritos urbanos, igual que sonrió con tan entrañable ademán y escasos merecimientos propios en los libros de Bernardo de Balbuena y de Salvador Novo, y en las crónicas de Manuel Gutiérrez Nájera.
Pero nunca hubo un paraíso en estas partes, ni una región muy transparente. Si uno se asoma a los archivos, a la hemeroteca, a la literatura, encontrará que todo siempre ha sido espantoso. La Ciudad de México aparece como bonita o fea por puros méritos ideológicos, o por vicisitudes, caprichos y, sobre todo, por voluntarismos líricos.
Nuestra ciudad parece bonita cuando hay un Gutiérrez Nájera que la cante, cuando no, no: queda desnuda e inerme ante los hechos indiscutibles del atroz panorama de su fealdad ridícula y su mundialmente célebre desigualdad social. Toda la diferencia suena en que haya o no un Gutiérrez Nájera que la cante.
Elena Poniatowska nos ha enseñado, con muy duros tonos, la crítica de la vida —La noche de Tlatelolco, Fuerte es el silencio, sus crónicas del temblor—, y del país; pero siempre hay en su bandera una sonrisa indirecta, una voluntad de vida, y no sólo de la Vida como proyecto y teoría, sino de la vida minuciosa y concreta que hay que vivir, banal o insoportable, minuto o minuto. La sonrisa esencial para las minucias instantáneas. Dijo Auden en su poema de homenaje a Voltaire: “Sí, la lucha contra lo falso y lo injusto/ siempre vale la pena. Igual que la jardinería. Civilizar”.
Elena pinta en este libro una ciudad muy diferente de la que nos mostraron en esos mismos años Buñuel en Los olvidados y Revueltas en Los errores, que registraba grabadora en mano Oscar Lewis para su Antropología de la pobreza y Los hijos de Sánchez, porque era más joven que ellos, y sus ojos estaban llenos de gracia y no de experiencia; acepto su México iluminado porque veo la sonrisa de la escritora. Así acepto también, agradecido, las sonrisas de Balbuena, de Gutiérrez Nájera, de Novo.
Recuerdo en mi infancia otra ciudad, harto diferente de la que podría deducirse, en una lectura nostálgica, de las crónicas de Elena. Ya era, entonces, una ciudad agresiva, hosca, invivible, peleonera, policiaca, intransitable. Todos los escritores extranjeros que la visitaban la encontraban menos soportable que Tánger o Calcuta, aun en los años cincuenta. Los provincianos ya la detestaban. Los únicos que no estábamos enterados éramos los chilangos. Hay un mito de la impecable ciudad de los cincuentas como el que ocurrió de la “ciudad de los palacios” del siglo XIX: ambas horrendas, con escasos espacios disfrutables, siempre ariscos y carísimos, como la actual.
Recuerdo en los cincuentas ya la ciudad del Nada y del nunca pero no del “nadie” sino del todo mundo estorbándole a uno el paso en todos lados; colas de horas para todo y sin conseguir nada. Para cualquier trámite ínfimo (la leche de la Conasupo, o como se llamara entonces, y la entrada al kínder o al cine); las “influencias”, las credenciales (en esos años, hasta simples tarjetas de visita.) Desde entonces.
Sin embargo, parecería escasa, desde la perspectiva actual, aunque ya era todo un escándalo mundial, la truculencia policiaca en asuntos civiles: todo se resolvía con “una feria”. “Una feria” significaba en esos años ahora nostálgicos poco dinero (digamos, dos o tres días de salario). Sin “feria”, quién sabe. Pero no era común esperar extrema crueldad deliberada de parte del hampa ni de la policía. No existía el actual pánico de la calle.
Ya era entonces, sin embargo, también una ciudad incaminable, aunque yo me esforzara por caminarla entre viaductos y puentes peatonales, como creo que muchos niños y jovencitos, pese a todo, la siguen caminando en estos nuevos tiempos de Blade runner.
La miseria asomaba menos. Uruchurtu la tenía a raya. Prohibido invadir el coto minúsculo, saturado de camellones floridos y de jardines: los alrededores de Paseo de la Reforma, Polanco, Juárez, Condesa, Coyoacán, Del Valle, Florida, Las Lomas; detrás de la raya se extendía el terror que filmó Luis Buñuel en Los olvidados, que narró José Revueltas en Los errores, que registró Oscar Lewis, que recuerda la propia Jesusa Palancares en la novela Hasta no verte, Jesús mío, de Elena Poniatowska; que dejan entrever las películas de Pardavé y de Tin-Tan.
No añoro pues ningún pasado en Todo empezó en domingo. Me asombra la precoz, límpida capacidad de instantánea prosística: recuerdo los elogios de Rulfo a Lilus Kikus; celebro su disposición a voltearse, como flor, al lado en que da el sol.
Alabo su sonrisa. Alabo la intrepidez de esa chamaquilla, que, como diría Simone Weil, “en el infierno se creyó, por error, en el paraíso”. Creo que esa voluntariosa necesidad o urgencia de dicha prosperó en su novela Hasta no verte, Jesús mío, en la cual logra el paisaje de la pobreza desde el honor, la altivez y la energía de una voz narradora sumamente vitalista, por más que la realidad obstaculice a cada rato a su personaje igualmente admirable.
Jesusa Palancares comparte parcialmente la época y, a regañadientes, el vitalismo de Todo comenzó en domingo. Sonríe con una arruga severa de labios, una verdadera sonrisa del alma, austera, seca pero florecida. Una florecilla de arruga, limpia y parca. La auténtica flor azul.
Esta sonrisa no es ajena a La noche de Tlatelolco, el libro más conocido de Poniatowska y una de las más formidables construcciones de la cultura mexicana contemporánea. Mientras todos los sabihondos sociólogos y filósofos pretendían no sé qué tesis doctorales descifradoras de no sé qué signos, Elena, insolentemente, asumió su ambigua modestia de reportera y fabricó un “coro”, como se ha dicho, y con tal afinación y armonía, con tal verdad y profesionalismo, que destruyó por sí mismo el monopolio que el Poder tenía de la expresión pública.
Construyó en sus páginas un paradigma de sociedad democrática, coral, como todavía no logramos establecer en la realidad. Y entonces ocurrió una verdadera votación democrática, inaudita: la que cientos de miles de lectores hicieron al ir a comprar ese libro. Libro por libro. Un voto de calidad mayúscula, la compra de cada ejemplar de La noche de Tlatelolco.
En el plano literario, podemos legítimamente ennorgullernos de la obra maestra que logró el reportaje, o la historia oral, o la crónica, o como se quiera llamar a un género tan ambicioso como La noche de Tlatelolco. Episodios equivalentes o más difíciles, en Europa, Asia, África o los Estados Unidos no contaron con semejante audacia y plenitud profesionales. ¿De veras el New Journalism ocurrió en Nueva York? No, culminó sobre todo en un libro mexicano de Elena Poniatowska.
¿Qué esperaban los lectores de 1957 de Elena Poniatowska? Salvador Novo ya sabía: la frescura, la insolencia, la gracia, la travesura, las solidaridades humanitarias y poner todo el mundo al revés. La prosa brillante e incisiva. La narradora que ama conversar por escrito.
Todo esto ya estaba en Todo empezó el Domingo. Pero no se esperaba algo tan grave como la Jesusa Palancares ni La noche de Tlatelolco; mucho menos a los colonos, a los sufridores de la policía y los terremotos. Creo que sí se preveía algo a partir de atmósferas familiares, como La flor de lis; y en tonos menos libres, sus recuperaciones históricas de Tinísima.
Pero ocurrió que la voz dura, el estilo denunciador, el pensamiento aguerrido surgió precisamente de la güerita feliz y traviesa, tan paradisíaca, de Todo empezó en domingo. Pero era elemental: los grandes líos, dirían los estudiosos semiológicos de los cuentos de hadas, siempre los arman las princesas.
El traviesón estilo folklórico que Elena inventó para gozar su ciudad de juguetería, se convirtió en la mayor arma cultural para apoyar a los oprimidos y desprotegidos que conoció la prosa mexicana de esa segunda mitad del siglo: un estilo de “crónica” que formó a mi generación. Miles de personas han querido escribir como Elena, pero es inimitable.
Parte de su secreto, supongo, asoma en este uso agresivo de la ingenuidad, en su espontaneidad tan calculada, en esta utilidad combativa de los sueños y los juguetes. Tal vez fue ella misma la primera en sobresaltarse, al advertir la aptitud política de sus recursos verbales e imaginativos, y nunca pensó que se dirigirían contra objetivos o enemigos tan políticos, tan importantes.
Elena Poniatowska no sabía entonces que sus felices caminatas por Reforma y Chapultepec, y sus comentarios sabrosos al filo de la pluma, construirían la prosa política más eficiente de la protesta en México.
Ella, más que nadie en nuestra época, ha impuesto su libertad civil —yo diría, incluso, su insolencia— frente a todo tipo de límites y de prejuicios. Ningún libro nos ha liberado tanto del Poder como La noche de Tlatelolco. Esa campaña la ganó ella, solita. El 68 se ganó en 71, gracias a Elena Poniatowska.
Finalmente, en términos literarios e incluso filológicos, habría que hablar de la importancia de Elena Poniatowska como creadora de un lenguaje especial, que aparece, completamente armado, desde sus primeros libros.
Podría hablarse de una narrativa voz coloquial, pero en Elena Poniatowska se trata de mucho más que eso. Hay un barroquismo, un engolosinamiento, una personalización del lenguaje coloquial. La prosa de Elena tiene sus Tonanzintlas, como diría Luis Cardoza.
Poca gente usa tantos coloquialismos por escrito como ella, y con tal color y perspectiva irónica. ¡Tanto aprender la lengua, y a evitar las asonancias y las aliteraciones, y cómo pronunciar in-ve-re-cun-dia y con-sue-tu-di-na-rio y que ilación se escribe sin h, para que Elena nos venga con un arte prosístico que se abandera con la frase “Se mercan chicuilotitos tiernos”!
Bueno: Cézanne quiso poblar sus cuadros con manzanas. ¿Vamos a reprocharle a Cézanne sus manzanas o a Borges sus laberintos? Más bien hay que celebrarle a Elena sus innumerables “se mercan chicuilotitos tiernos”, y el enorme rango irónico, tan colorista, sentimental, no alburero, que le ha dado a nuestra habla coloquial.
Pero su mayor logro literario, en mi opinión, fue que enseñó a la literatura mexicana a sonreír. Admiro su sonrisa en los primeros libros. Y creo que sin ella, sin esa vocación de optimismo y alegría, sin su vuelo de hada, no habría logrado sus libros sobre asuntos oscuros. Elena siempre sonríe. En claroscuros, en sus libros lóbregos. (Siempre hay también algo de ironía y de llanto en su sonrisa.) En Todo empezó en domingo sonríe abiertamente.
Advertimos en Todo empezó en domingo el placer literario de la escritora, con todas sus armas listas. Librará poco después grandes batallas. Ahora, plena mañana, usa sus instrumentos para el placer de la vida, del mundo, de la ciudad, de los viajes a provincia. Vive para el paisaje (no el que ve, sino el que inventa, que vale mucho más la pena). Nunca ha sido tan libre; tal vez nunca volverá a serlo: apremiantes compromisos políticos la requerirán.



MANJARREZ: LOPE DE TLALPAN


Fiel al perfil de enfant terrible con que irrumpió, simultáneamente a Jorge Aguilar Mora, en nuestras letras provincianas, que todavía dudaban entre la fatalidad rural y las nuevas boutiques de la Zona Rosa a principios de los años setenta, Héctor Manjarrez (1945) ha continuado su obra con una decena de libros asombrosos.
Nadie sabe con qué nueva obra va a salir Manjarrez. Pertenece a una generación en la que la popularidad, el mercado y el bombo y platillo publicitarios contaban poco; y mucho, en cambio, la obra personal como proyecto secreto, a la manera tradicional francesa. La función del escritor no estribaba tanto en obtener éxito, fama y poder, sino en distinguir cuál era la obra personal que le tocaba hacer, y entonces realizarla contra viento y marea. Sí: algo había en ello de rito secreto, de filtraciones de la Vidente y Melusina.
En un principio estalló como un modernizador escandaloso. En su novela Lapsus (1971) entraban en juego, más allá de unos personajes simétricos, las grandes preocupaciones culturales mundiales de la época: la contracultura, la crítica o discusión del concepto de locura, el reacomodo de los roles sexuales, el rock, la droga, el nuevo arte de amar entre chamacos y chamacas emancipados, los laberintos de la Revolución, la desconfianza ante la educación infundida por la familia, la escuela y el Estado.
No sé que se haya reeditado: recuerdo que en su tiempo se leyó y se discutió mucho. A nuestros melifluos y monetarizados “lectores” actuales acaso parecería “ilegible”. No lo era en 1971: se leía y releía. Eran los años en que los lectores buscaban novelas de difícil lectura: El siglo de las luces, Pedro Páramo, La región más transparente, Farabeuf, Adán Buenos Aires, Sobre héroes y tumbas, Cambio de Piel, Paradiso, Tres Tristes Tigres, Rayuela, 62. Modelo para armar, diversos títulos de Severo Sarduy y Juan Goytisolo, por ejemplo. Hubo polémica: ¿de veras ya éramos tan modernos como para emitir Paradisos vernáculos o verbáculos? ¿Y por qué no, por qué restringirnos a una escritura anticuada en relación con nuestras recientes, entusiastas lecturas?
Dentro de la tradición europea clásica, Manjarrez asomaba más como un intelectual que como un mero narrador. No se limitaba a contar agradablemente un chisme; por el contrario, asumía sus personajes y episodios como disparaderos para reflexiones culturales y políticas muy complejas.
Pero al mismo tiempo, se trataba de un escritor muy narrador, con notables aptitudes para inventar y contar tramas, como lo demostró en su primer libro de cuentos, Acto propiciatorio (1970). Sin olvidar la otra cara, la del pensador, la del crítico y burlón de la cultura establecida, ha sido ésta, la de la narración disciplinada y aparentemente llana, la que ha privado en obras posteriores como No todos los hombres son románticos (1983) y Pasaban en silencio nuestros dioses (1987). Más arisca, compleja y vanguardista ha resultado su poesía: El golpe avisa (1977) y Canciones para los que se han separado (1985).
El joyceano artista adolescente de otros tiempos, ha ideado una broma, una comedia: El otro amor de su vida (ERA). Parece que se inspira más en los teatreros romanos: yo la encuentro igualmente familiar del teatro de enredos del español Siglo de Oro, aunque aquí, afortunadamente, no luzcan los espadazos de utilería.
En una relativamente apacible residencia de Tlalpan, el azar conspira para encerrar durante una madrugada y toda una mañana a todo el elenco: La dama joven (ya de sus cuarenta años, en el dintel de algún doctorado universitario), tres galanes que algo denuncian también de una juventud setentera y sus locas y, ay, vencidas ideas; y el coro femenino bifurcado en la matronesca pero liberal progenitora de la dama asediada y la quizá no tan sexualmente inocente amiga de ésta. Unos benévolos perros doberman, un violonchelista como sacado del teatro del absurdo y un policía mexicano crudísimo, de película de David Silva, complementan la gran troupé de un pequeño fin de fiesta, rumbo a una (suponemos apacible) culminación en una pueblerina boda en Huipulco.
(No recuerdo si se atribuye al propio Lope o a Tirso, el andarse jalando los pelos una mañana por la calle: “¡Tengo tres galanes, dos damas, tres criadas, un alguacil, cuatro cornudos y dos soldadones encerrados en una casa, y ya voy a la mitad del tercer acto! ¿Cómo resolver semejante embrollo?”, se quejaba. Su compañero, burlón o sabio, lo aconsejó: “¡Pues prende fuego a toda la casa!”. Manjarrez, menos piromaniático, simplemente los trasladó en bola a otra fiesta: la boda huipulquera.)
Se puede sin rubor describir la trama, pues es lo que menos cuenta en esta comedia lopesca de Héctor Manjarrez: lo hilarante, lo terrible, los pastelazos, los tortazos, la sangre real o de pintura, los vahídos y desvanecimientos más o menos verosímiles, las largas escenas kafkianas o gombrowiczianas hablan de otra cosa: de la mentalidad y la emotividad de un grupo de adultos, entre los cuarenta y cincuenta, hecha añicos o a punto de estrellarse.
Se trata parcialmente de una novela teatral. Pocas descripciones, mucho diálogo. El recurso del diálogo echa mano de sustitutos: contestadores telefónicos, teléfonos celulares o inalámbricos, conversaciones espiadas. Pero sobre todo ello planea un superdiálogo, el del autor, como una especie de equívoco pantocrator. Más que un gran autor omnisciente, Manjarrez busca una especie de un demiurgo narrativo... que está tan perplejo como sus propias criaturas.
En los tiempos clásicos de la comedia española, se consideraba “autor” no al mero inventor o redactor de la comedia, sino al empresario, que la montaba. Ahí está pues nuestro supranarrador, tratando de montar esa comedia entre sus personajes confundidos, nerviosos, demasiados febriles o demasiado extenuados. Escucho en esta comedia el canto del cisne de la contracultura, del nuevo modo de amar, de la nueva pareja, de la nueva amistad, de todas las novedades que en Lapsus relucían como si llegaran para quedarse hasta la consumación de los tiempos.
Más que una comedia de caracteres, de miles gloriosus, galanes rivales, dama bella indecisa, matrona y amiga consejeras, y personajes “absurdos” como el bigotón del violonchelo, encontramos una profunda, dolorosa —el humor no logra recubrir del todo la elegía ni la palinodia— comedia de ideas, emociones, esperanzas.
No señalé oportunamente la frase donde un personaje expresa la dificultad de convivir con lo que en otras épocas nos prometimos a nosotros mismos. Alcancé a marcar una cita de su antináusea antisartreana: “O quiero que te quedes porque odio las culpabilizaciones, y porque la libertad no es para padecerla, carajo. ¡No es para padecerla!” Y la sopita de su propio chocolate que el malvado Manjarrez le da a la propia Décima Musa. En su letrilla más conocida, la de “Hombres necios”, Sor Juana les pide lógica a los galanes con respecto a sus damas: “Queredlas cual las hacéis/ o hacedlas cual las buscáis”. Ahora que las feministas y posfeministas, si hemos de creerles, han exterminado a la Bestia Peluda del machismo, tampoco quedan tan contentas, pues su unicornio “antimachista y antimisógino, solidario y rescatable”, inventado en el laboratorio de sus “grupos de género”, no les ha producido homo feminae a su gusto. “Porque ¿quien entiende a los hombres desde que ya no son como eran? Ciertamente, no son ellos mismos; pues ya no saben filosofar, ni seducir, ni argumentar; ya no infunden ni miedo, ni tanta ternura, ni respeto, ni enemistad. Y, además...” Quién les manda a las galateas a meterse de pigmaliones. Siempre —¿no se lo habían dicho?— es descorazonador el destino de Pigmaleón.
Novela de ideas —priva en ella la discusión sobre la descripción o la acción—; escritura a la segunda potencia, que rescribe en sorna o en funeral lo que el buen lector ya sabe; risa diabólica que pretende tomar el infiernillo a la ligera, Héctor Manjarrez ha escrito un libro extraño, peculiar, entrañable.
Lo que regocija muy especialmente a quienes empezamos a escribir hace décadas siguiendo, parcialmente, sus enseñanzas y su ejemplo, allá cuando nos invitaba tragos en su casa, y nos iluminaba con sus interpretaciones de Gombrowickz, Rimbaud y Lou Reed.


LOS OGROS DEL ARTE

En una novela breve y compacta, casi alegoría, La maldita pintura (ERA, 2004), Héctor Manjarrez ha dibujado una especie de infierno circular o de fúnebre callejón sin salida para una comuna de artistas radicales ingleses y mexicanos (residentes en Londres), que a lo largo de los años, a pesar de su laboriosidad y del éxito, desembocan en el desencanto o el descubrimiento de la impostura del arte moderno, especialmente de la pintura.
Como las ideologías, las artes –o más bien: las estéticas, los postulados estéticos, las doctrinas y expectativas que se les atribuyeron grandilocuentemente a las artes modernas- han embrujado, traicionado y martirizado a sus amantes: sus víctimas terribles y aterrorizadas. Saturno o el sublime arte ogro.
Los artistas y sus mujeres –pintorescamente denominados Uno, Dos, Tres, Cuatro y Cinco, para que el sexto personaje, el narrador, pueda llamarse, en homenaje a Cataluña, Seix; y el lector, supongo –en homenaje a la tiendita de la esquina- Seven... Up- parten de una flamígera Edad de Oro (acaso los sesentas) en la que el arte más radical asumía proporciones de ideología, casi de religión. Un arte más grande que la vida, que el amor o el deseo, que el destino y el delirio, que la religión y la política. ¿El vanguardismo no seguirá momificado, a más de un siglo de distancia, entre las telarañas del castillo de Axel? ¿El arte moderno huyó de mercados, tradiciones y academias rumbo a espejismos esotéricos?
Pero el templo del arte vanguardista se ha vuelto –ya lo era: hay denuncias al respecto desde los años veinte, para no remontarnos a los “salones” de Baudelaire- mercado soez, mascarada interminable de farsantes y embusteros. Nuestros artistas llegan al extremo de no saber si en la medida en que más profundizan en la pureza y el radicalismo de su pintura y de su estética, no se están engañando y traicionado más a sí mismos. Si el arte no es siempre, también él, una impostura totalizadora y trágica. Una trampa existencial tan abrumadora como las religiones o las ideologías.
Rechazados los cimientos o puntos fijos de la tradición y la academia, lanzados a una creatividad adánica o luciferina (de Klee, Matisse y Picasso a Pollock), a la que exigen absolutos vitales, carnales y espirituales, pasionales y hasta esotéricos, crean una espesa selva de dibujos y colores como vegetaciones caníbales. El sueño del arte también produce monstruos. El logro del arte es el ogro del arte.
Pero no se trata de una mera palinodia del arte contemporáneo, del tipo de las lamentaciones sobre el daño de las ideologías. Es una farsa formidable, casi extravagante: por ejemplo, media novela nos ofrece el tableau vivant o el “cuento cruel” de unas mujeres desnudas domésticamente enjauladas, por decisión propia, en una especie de instalación solipsista, sin público, para sí mismas y los hombres de la enrarecida y exclusivista comuna.
Los personajes crean sus propias caricaturas “apandadas” y se sumergen en ellas, como narcisos obsesivos. Su postulación mefistofélica de las negaciones del arte prolifera espasmos y esperpentos, bromas y pesadillas. Estos hombres y mujeres de quienes el arte se ha burlado, ahora se burlan de él con una prosa jocunda y despiadada. No se podrá decir, a pesar de todos de los pesares, que se trate de criaturas inermes: en todo caso, son bestias de su propio bestiario voluntarioso, fauves de su deliberado fauvismo.
Seix cuenta la historia de Uno, Dos, Tres, Cuatro, Cinco y de él mismo, con un humorismo y una lubricidad tan firmes y exuberantes, que el lector Seven Up no puede dejar de pellizcarse en mitad de la pesadilla alucinatoria y decir: ¡Si tienen tal fuerza para burlarse así de ellos mismos, es que de alguna manera han sobrevivido! ¡Bravo por ellos! ¡Que prosiga el pandemonium, el “teatro de la crueldad”, el “arte bruto”! A final de cuentas, toda vida humana, incluso sin arte, les resulta a muchas personas una trampa absurda, una pesada broma del Caos.
Escrita con una pluma clara y feroz, desbordante de sugerencias y postulados teóricos, obsesionada (como siempre en Manjarrez) en el dibujo de las poderosas mujeres o trazos-hembra en desnudeces sagradas, lúbricas y casi bestiales (algo habla del sexo de los insectos como el más parecido al humano); enrollada en un laberinto –prosa piranesiana- de bromas y retruécanos, La maldita pintura adjunta a la tragicomedia de los artistas radicales en tiempos “neopostpunks” el ácido y sensato desengaño de unas artes que se tomaron demasiado en serio, y se propusieron ideales tan difusos como desmesurados –maximalistas, totalizantes, ultrarrigoristas en sus ultranegaciones-, que ni las religiones más entrampadas en el misticismo más alucinado podrían satisfacer. No lastima tanto el arte modestamente humano -los objetos creados con las manos- por ultra-post-neo-vanguardista que se quiera, sino sus esotéricas presunciones, sus piedras filosofales, sus cábalas teóricas, sus alephs, oms y hare-krishnas en acrílico: sus búsquedas enjauladas del Absoluto.
Terror y tragedia en un relato hilarante, totalmente diverso de la literatura que se usa en nuestros días: delirio artaud-dubuffetiano que, pretendiendo zaherirse y autodenunciarse como letal impostura, La maldita pintura en realidad reafirma su gozo en tal estética ruda, “bruta”, “salvaje” o negativa, así sea desprovista de todo trascendentalismo, pero vivida o ensoñada en su minuto preciso, al mismo tiempo edénico y torturado.
Una pequeña obra maestra de ironía y ferocidad existencial y lúbrica:
“Pero, ¿qué estoy diciendo dentro de los confines de mi cráneo? ¿Qué extraña y familiar demencia me hace soñar, más que qué sueño me hace desvariar, que estas dos mujeres están encarceladas y este hombre desea la muerte porque ni el amor ni el arte tienen ya sentido para él, a pesar de que ama más que nunca a su compañera, a pesar de que nunca ni él ni nadie, en este siglo que se acaba, ha dibujado como él ha dibujado en las últimas semanas”.



VILLEGAS: LA LUZ INTENSA, RASANTE


Varios asombros concurren frente a La luz oblicua (ERA, 1995), la inteligente, extrañísima y dura novela de Paloma Villegas. Acaso el mayor sea su herejía estética: en estos años —lustros ya— de la narrativa facilista y chistosona, Villegas escribe una novela densa, minuciosamente mental.
Reflexiones largas, que se desdoblan, se contradicen, se matizan, añoran ciertos rodeos, se exaltan, atacan de lleno, se interrogan, amenguan, toman aliento, recomienzan.
No evita la recurrencia autobiográfica, ni la emotividad, ni el sesgo feminista, ni algún arranque no sólo decididamente lírico sino hasta conceptista y anafórico (p. 189), ni los episodios cotidianos, ni el humor. Pero los tiene de otra manera. Los asume pensando, reflexionando, analizando con un rigor desusado en la narrativa contemporánea, y aun en el ensayo. Y los expresa en una prosa decididamente literaria, con todos los recursos sintácticos y léxicos.
Paloma Villegas empezó muy joven su labor literaria, como ensayista, hacia 1972: fue la primera feminista de su generación y la fundadora del escandaloso movimiento de nuestros angry young critics, que transformó la crítica literaria mexicana a principios de los años setenta. Todavía le siguen dando lata, por ejemplo, a propósito de su irreverente opinión sobre José Agustín, de hace veintintantos años (Cf. Enrique Serna: Las caricaturas me hacen llorar, Mortiz, 1996).
Abandonó demasiado pronto el ensayo, frecuentó la poesía (Mapas, 1981), y se decidió por un paciente, silencioso y solitario cultivo de su vocación literaria. Recuerdo que escribía todo el tiempo, todos los días, con su grande letra pálmer, casi sin tachaduras; debe tener arsenales de libretas con material avanzado para varios libros.
En La luz oblicua se reconocen algunos de los perfiles de su obra temprana: la inspiración moral, expresada sobre todo como la exigente búsqueda de la autenticidad: la lucha contra todo tipo de embustes voluntarios e involuntarios; y esa peculiaridad tan suya de unir el pensamiento rebelde —en algunos momentos incluso contracultural y revolucionario— a una práctica perfeccionista del castellano.
La luz oblicua es una novela sin iluminación sesgada, sino meridiana, de reflectores rasantes. Narra la juventud de una generación de mujeres (y de sus galanes, a veces sobreidealizados, a veces caricaturescos), sus atolladeros ideológicos, amorosos y vitales de los años setenta.
Lo oblicuo acaso se refiera tan sólo a la actitud del personaje que narra, quien prefiere conservarse en la oscuridad y a distancia para enfocar mejor a los otros personajes. Pero como el asunto verdadero de la novela no son tanto esos personajes ni sus episodios, sino la reflexión sobre ellos, el libro se ve profusamente iluminado por esa búsqueda de la verdad, de la autenticidad, por más que la narradora quiera a ratos escudarse en la ironía o en el desencanto de llegar de veras a conocerlas.
El personaje interesante del libro es la narradora; su hazaña: el análisis y la reflexión sobre esas vidas; los otros personajes y los episodios se ven un tanto oblicuos, en comparación. Sobre todo me complace su puntillista “retrato de una dama”, tan henry-jamesiano, del personaje Anna. Creo saber quién es “Anna”, pero imagino que se trata también otras mujeres: que ha sido corregida y aumentada con perfiles ajenos, acaso también con alguno de la propia autora. Bellísima y triste, nerviosa y profunda, tan introspectiva y siempre a jalones con la realidad exterior, la Anna de La luz oblicua es acaso el personaje femenino más rico de la narrativa mexicana en muchos años.
Paloma Villegas ha negado que se trate de una novela en clave: le creo poco. Sospecho perfiles y situaciones familiares. Algunos me hacen protestar: ni “Irene” ni “Chema” eran semejantes ogros, en absoluto. Y ese “Julio” queda más adornado que Jim Morrison: ¡que sea menos, bastante menos!... Simone de Beauvoir también declaró en un principio, con la cara dura, que Los mandarines no trataba de ella, ni de Sartre, ni de Camus, ni de Nelson Algren. Claro que no trataba directamente de ellos, pero sí a partir de sus perfiles y episodios reconocibles... (y a ratos el trato sí era bien directo, más que directo).
El asunto de esta novela de Paloma —más allá de ciertos desfogues del demasiado cariño o del demasiado mal humor ante mengano o zutana— efectivamente no es el narrar, apenas disfrazadamente, escenas de la fauna ideológico-literaria de esos años, sino reflexionar sobre un puñado de personajes, y contar el paso del tiempo. Muy su derecho, aunque a ratos me chirrian los dientes en ciertas frases sobre “Irene”. ¡Cuánta narrativa se ha escrito sobre “Irene”, después de su muerte! Como esa entrañable amiga era, además, colérica, vendrá del ultramundo a jalarles los pies, en sueños, a los narradores que dizque “no escriben en clave” sobre ella.
José Woldenberg (en Nexos) celebró en La luz oblicua el estupendo paisaje generacional. Las batallas de esas muchachas atrevidas de los años setenta que le exigieron tanto a la vida, y sus descalabros. En ese sentido, efectivamente esta novela es más que una novela: es una precisa y minuciosa crónica —nuevamente la exigencia de autenticidad— del espíritu de muchos jóvenes de esos años. Tiene la atmósfera, el tono y sus contradicciones: el adulterio en esos años del amor libre y el “eros polimorfo”, por ejemplo, sigue siendo el coco de Madame Bovary, Anna Karenina y La Regenta.
Como aquella generación —al igual que tantas cosas en México— terminó muchas veces mal, o al menos bastante abollada, se ha prestado a la parodia o a la difamación. En el libro de Villegas, de dura actitud autocrítica, tenemos su historia nada complaciente, pero tampoco ninguneadora ni rencorosa con la vitalidad y el ánimo optimista y emprendedor —sí, hubo alguna vez vitalismo y optimismo en los jóvenes mexicanos— de esa generación.
Un ejemplo: para hablar de los años setenta, se ha vuelto lugar común enfatizar su ideologización, como si se tratara de un mitin interminable. En La luz oblicua encontramos, desde luego, esa búsqueda de verdades y de cambios políticos y mentales, pero encarnados en la cotidianeidad de dos parejas y sus amigos (demasiados amigos, me confundo con tantos nombres). El espíritu de la época se da en estos personajes como grandes exigencias a sí mismos, al amor y a la amistad.
Decir que esas relaciones sentimentales se rompieron finalmente, es señalar muy poco (todo se rompe, siempre: también acabaron mal los héroes de la Ilíada); la pulpa del libro está en todo lo que esos personajes le pidieron a la amistad y al amor, y sobre todo a sí mismos: sus exigencias encendidas; y en sus grandes luchas interiores para hacer realidad —a un grado que en estos banales años noventa puede parecer desmesurado— esos amores absolutos, esas amistades radicales, esos proyectos de un yo más puro, más libre, más dichoso, con algo de veras valioso qué hacer con sus vidas.
Aun desde el punto de vista melancólico de quien narra después del derrumbe, no se puede ocultar que esas batallas —aun si la guerra se perdió— valieron con mucho la pena de ser vividas. No sólo se trataba de vivir fuera de las normas, sino de construir nuevas normas auténticas, vitales: se conjuraba, en solitario o en pandilla, por crear la vida nueva. Lo soñado, la fiesta emotiva vivida en cada uno de esos instantes, ¿quién se los quita?
También Scott-Fitzgerald contó que a final de cuentas todo aquel sueño emotivo de su juventud en los años veinte había resultado eso, un espejismo: pero en el momento de ser vivido, los instantes de oro estaban ahí. Sí existió ese ahí. Hay en el libro de Paloma Villegas el desencanto de no haber hallado El Dorado, ¡aunque ella sí hubiera estado ahí, soñándolo, construyéndolo! Cuando despertó de su sueño de una década, tenía en la mano la rosa de Coleridge, y narra ahora cómo se fue secando.
Seca y todo, esa flor despide resplandores definitivos en el arrojo hacia el amor, hacia la amistad, hacia la vida auténtica, hacia tantas utopías. Es menos asunto de lamentación que de asombro esa seca flor dorada. Estuvo inflamada de vida a más no poder. Frente a ella palidecen todas las florecillas banales y prefabricadas de los años noventa.
Me asombra, y me irrita, en La luz oblicua la insistente y prolífica maternidad: en muchísimas páginas hay alguna ex-chica terrible pariendo y bañando bebés. ¡Hasta parece que dan a luz y crían a los nenes en grupo! ¡Qué aquelarres Gerber! ¡Cuántos pañales, cuantos berridos! (Se resiente la ausencia de Herodes en esta novela).
Yo conocí a esas chicas terribles —creo que Paloma sólo había publicado dos o tres de sus célebres artículos furibundos la primera vez que nos encafetamos—: eran un tanto andróginas —cara lavada, cabello corto, lentes, pantalones de mezclilla o faldas simples y larguísimas, morral lleno de libros, zapatos bajos—, para diferenciarse del tipo anterior de mujer al mismo tiempo ultrasubyugada y ultrafemenina.
Eran más audaces y trabajadoras que los hombres. Leían más. Escribían con mayor corrección. Exigían, dictaminaban, ungían, excomulgaban, no perdonaban. Hablaban mucho, escuchaban poco. Se levantaban muy temprano y se acostaban muy tarde. Para todo discutían, para todo hacían asambleas. No descansaban, no se permitían la frivolidad ni siquiera en medio del relajo. Ni al bailar (las que bailaban, porque las chicas duras tampoco bailan). Siempre tenían mil cosas qué hacer y rehacer. Todo lo andaban corrigiendo. Eran eufóricas aun en sus descontentos. No les gustaba la música comercial ni el cine de Hollywood, sino el rock, la música clásica y las secuelas de la Nouvelle vague. Eran muy antigubernamentales y jacobinas; como la izquierda partidiaria (el PC) estaba muy desprestigiada, se inclinaban hacia el anarquismo y la contracultura. Muchas lecturas francesas. Seriesísimas, intolerantes y tremendas. Fumaban como locas. Sabían beber al tú por tú con sus galanes barbudos. Despreciaban los lujos. No admitían que se les invitara ni un café. Había que crear nuevamente el mundo, y ahora sí hacerlo bien, carajo.
Yo admiraba a esas muchachas, con las que invariablemente me peleaba a muerte (en esos años, todo era muy en serio, y los pleitos por cualquier desavenencia, a muerte...); y no siempre resultaba fácil reconciliarse. Sólo con “Irene”, la villana, jamás me peleé: nuestra complicidad era perfecta. Todo en la vida parecía tan importante, cada minuto era definitivo. Una juventud demasiado seria.
Las veo ahora de atareadas mamás en La luz oblicua, aprendiendo sobre la marcha precisamente el rol que se habían empeñado en no estudiar: seguramente tendrán éxito —todo ese talento, toda esa pasión—, ¡pero tantos pañales! ¡tanto berreo de bebés en la tina! Me pregunto: ¿qué novelas escribirán cuando sus niños crezcan, y recobren su independencia? ¿Y cuando sean abuelas? Las chicas de los setentas nunca dejarán de asombrarme.
Esta novela a ratos tiene la densidad, más que de unas memorias noveladas, de un diario íntimo. Cada pequeño episodio sugiere páginas de análisis y reflexión sobre la marcha. Su materia es la mente en acción de la narradora, a quien cuesta trabajo diferenciarla de la autora. Pocas veces la literatura mexicana se ocupa de la inteligencia, y menos aun de la inteligencia dirigida —con todas sus armas— hacia la vida íntima y sus circunstancias cotidianas.
La luz oblicua, así, es una novela que admirarán los lectores de ensayos. Pero hay cierta escena de baile en un viaje a Oaxaca (Cap. 4), y el magnífico pasaje de la piscina clausurada (Cap. 21), que nos dejan ver también el poderío de Paloma Villegas en la narración dramática sucinta. Narración pura. Quizás, sin embargo, pueda objetarse un abuso del diálogo realista: cuando los deja conversar a sus anchas demasiado tiempo, sus personajes llegan a cansar (v. gr. Cap. 6). Prefiero la voz de la narradora cuando habla de Anna. Pero su gran apuesta es la búsqueda de la autenticidad. La crítica a fondo de la vida cotidiana, de la intimidad, de las relaciones humanas, de la época. El pensamiento acerado.
Un libro estupendo, que muestra que los sueños de oro dejan, al despertar, doradas flores de realidad en la mano de quien de veras se atrevió a soñarlos. Algo de ese sueño no ha terminado.




LUIS MIGUEL AGUILAR: PROSAS EN FORMA DE CUBO


Cuando apareció Chetumal Bay Anthology (hacia 1980, en un suplemento; en 1983, como volumen), el decisivo libro de poemas de Luis Miguel Aguilar, que daba la espalda tanto a toda la balumba metaforizante de la quinta generación de rumiantes del vanguardismo, como a los desahogos “expresionistas” del coloquialismo airado o desbocado; y retomaba los monólogos dramáticos de la Antología griega, de Browning o Lee Masters, relatos sucintos en versos lapidarios, recordé el asombro de José Gorostiza ante el Return ticket de Novo: “¿Hay en esta tendencia un deseo de cubicar el lenguaje, de reintroducir en él el dibujo que perdiera la palabra romántica?”.
Aguilar había escrito mucha poesía antes (su tan antologada villanela), y compuso después muchos poemas diferentes a esta “tendencia cubista”, a esta poesía “con dibujo”: el estilo tan difícil y extraño de la Chetumal Bay Anthology no es pues su bandera, sino una de sus banderas.
Algo semejante podría decirse de su prosa. De sus prosas. Ha escrito ensayos que van desde el análisis histórico y filológico más ortodoxo, hasta los juegos de combinaciones analógicas menos esperados (La democracia de los muertos), y relatos autobiográficos directos de gran llaneza y emotividad (Suerte con las mujeres —el episodio del gol en el Estadio Azteca es una de las mayores estampas de la narrativa mexicana contemporánea).
Bueno: ahora, en Nadie puede escribir un libro (Cal y Arena) aparece la prosa “cubista”, que reintroduce el dibujo que ha perdido la narrativa mexicana después de tres décadas de facilidad coloquialista y semiautobiográfica, de contar “como platicando” alguna anécdota personal, de los amigos o de las tías.
Ahora el cuento es el cuento mismo, cómo contarlo. Cómo volver a dibujar un cuento, después de tantos años de contar con puros manchones de emoción y desahogos coloquiales.
Luis Miguel Aguilar sí ha podido escribir el libro que, dice, nadie puede; pero ha buscado el camino de las dificultades, de formas y técnicas novedosas y desusadas. Sorprende y refresca que, a la manera de un Carlos Mérida, por ejemplo, nos ofrezca cubos, conos, espirales, aristas, donde alguien quisiera ver anécdotas más o menos realistas, chismes o sucedidos más o menos conversados, según la norma de la narrativa mexicana en este fin de siglo.
No le ha vuelto la espalda al mundo cotidiano. Nos habla del futbol, de los embrollos del cajón de calcetines, de los taxistas y el recogedor de la basura; de las minucias domésticas de la pasta de dientes y los insomnios, de la vida capitalina de los matrimonios jóvenes; de la gripe, de las peligrosas homonimias con cantantes famosos, de los boleros.
Esas son sus manzanas, diría Cardoza; pero como las manzanas de Cézanne, no aspiran a parecerse a las de la realidad, sino a crearlas nuevamente, a dibujarlas precisamente como no son, para que recobren el perfil que el abuso del cuento realista y el coloquialismo les ha suprimido. Para que sean en sí mismas, en su invención, en su composición, en su diferencia, más reales que los objetos o asuntos que refieren.
Como en sus asombrosas y discutidas columnas en Nexos y en Crónica dominical, en este libro de Luis Miguel —que no es la bandera de su prosa, sino una de sus banderas— encontramos una extraña manera de narrar, que inventa su técnica y recupera hallazgos de aforistas, ensayistas, poetas, compositores de canciones y hasta de crucigramas.
Para narrar lo más nimio, íntimo o cotidiano, recurre a la regla y al compás, a los espejos de las paradojas, a las simetrías y asimetrías del poema, y a mil y un travesuras eruditas.
Ello no lo aleja de la realidad de sus asuntos: les recupera esa realidad que hemos desgastado con la innumerable emisión realista y simplona de sus episodios. Tampoco lo desvía de la amenidad ni de la emoción: es más intenso en sus cubos, que otros cuentos “instamatic”, de hablar dizque muy naturalmente frente a la grabadora, de literal fotografía instantánea.
Siempre ha existido este Luis Miguel “cubista”, pero se acentuó —como narrador— en los años noventa. ¡Tanto lío verbal, metafísico, libresco, porque hoy no pasó el recogedor de basura, o porque los pares de calcetines invariablemente se vuelven nones en el cajón! Ese lío es la realidad, ese lío es toda la literatura. Está ahí el Quevedo de “Un cuento de cuentos”, el Balzac de las galeras impares de La musa del departamento, Verlaine y Laforgue; están Kafka, Huidobro, Pessoa, Borges, Cortázar, Barthelme, Heller. Y ciertos involuntarios hallazgos picassianos de los inenarrables locutores de futbol, que en su afán de estar hablando durante todo el partido de repente inventan cada frase, cada “objeto verbal”, cada vanguardismo literario... ¿”Espléndidas tus canchas, Patria mía”?
Ah, volver nuevo lo trillado; devolverle a los episodios de nuestras vidas —siempre tan semejantes a los de todos los hombres de todos los tiempos— un temblor nuevo, un asombro, una caricia irrepetible, un frescor propio. Incluso su deformación en el espejo trucado, su parodia, su caricatura. Estamos en plena creación —al mismo tiempo concierto y carnaval— literaria.
No faltaron los necios que se llamaron a escándalo. ¡Pero “así” no se narra! ¡“Esos” no son cuentos! Bueno: precisamente así se narra, y esos —sobre todo “ésos” y sobre todo “así”— sí son cuentos, y no meros rollos melodramáticos ni meras fotografías instantáneas y descuidadas de la reiterada realidad. Cézanne les devolvió todo el dibujo, el color y el espesor a las manzanas.
Y el público lo advirtió. Cuando los colegas —los colegas invariablemente nos equivocamos— acaso le reprochábamos a Luis Miguel que estuviera yendo demasiado lejos con su regla y su compás, sus Bracques y sus Matisses, sus Méridas y Andy Warhols, de repente suena un campanazo.
Anoto que aquí sirvieron de algo —¡por fin!— los cofrades del fanatismo futbolero. El caso fue que una día —supongo que varias semanas, porque esta riesgosa y rigurosa manera de narrar exige muchísimo más inspiración y horas de trabajo que otras— Luis Miguel Aguilar amaneció pindárico.
Y se lanzó con una valiente oda al futbol “de antaño” que, como las de Píndaro a los atletas, en lugar de reproducir realistamente las hazañas de un pie con una pelota, le pidió al lenguaje las eufonías, las anáforas, los ritmos de los tedeums o los misereres, para narrar un mero listado de futbolistas que, por obra y gracia de su metro, de su fuerza musical, de sus juegos verbales y sus aliteraciones, se volvió una nostálgica y compendiosa La guerra y la paz futbolera. ¿O se trata más bien de En busca del futbol perdido? No nos fabrica melodramas del éxito y la adversidad, de la gloria y la caída, sino una mera lista de nombres entrañables. Pura música. ¡Y todo mundo a añorar a moco tendido la dorada época ida del Botafogo! Du côté de Maracaná. Todavía no dejan de asombrarme su eficacia ni su popularidad.
Se alebrestó pues la fanaticada (mientras los estadios se vacían de fans, el Parnaso y la Academia se llenan de poetas y sociólogos que buscan en un otoñal y lírico fanatismo futbolero a la vera de los whiskies, las promesas que el arte y la política, como se ha visto, cumplen escasamente: ¡se habla tanto de futbol entre poetas; y hablan tanto de “filosofía dianética” los futbolistas!).
Se armó el escándalo. Llovieron las “cartas a la Redacción” ante estrofas como:
Reinoso —el Fumanchú— Necco y Berico,
De Sales, Portugal, Juan Bosco, Cuenca,
Colmenero, Escalante, Larrasolo...
Poema onomástico seguido de una larga sucesión de notas eruditas sobre los futbolistas de antaño, que avivaron el fuego e instauraron la polémica. Sobra decir que componer un poema con una mera sucesión de nombres, apodos o apellidos, exige una maestría verbal que en su tiempo le fue envidiada a Píndaro (quien por lo demás se atrevió a versos y estrofas onomásticos, pero no a todo un poema exclusivamente onomástico. El proto-perpetrador de tal osadía fue Unamuno, con nombres de ciudades y regiones españolas.)
A partir sobre todo de entonces, para bastantes lectores (incluso quienes no desgranamos el otoñal y memorioso rosario de las estadísticas y nóminas del futbol), dejó de ser “difícil” el estilo de Luis Miguel. Lo que, a falta de denominación mejor, llamo sus cubismos. Se encontró la sonrisa, la travesura, el frescor, el jugo y el juego de sus relatos. Así les pasó a Picasso, a Carlos Mérida, a Andy Warhol.
Sus dibujos eran menos difíciles que nuestro prejuicio sobre sus supuestas dificultad, rareza o erudición. Aparecieron como lo que eran: cuentos.
Los dones de este libro espléndido podrían enunciarse de otro modo. En Nadie puede escribir un libro, Luis Miguel Aguilar nos recuerda que el asunto de un relato no es su asunto, sino la manera de relatarlo; el verdadero cuento de un cuento es sobre todo la aventura de contarlo.
La luna siempre es la misma, y Lugones debe inventar mil formas diferentes, propias, de enunciarla, para que no siga siendo la aburrida y reiterada luna desgastada por el uso, sino una luna nueva, tan nueva como la de la noche sin literatura.
Arquitecto y dibujante a contracorriente de sus cuentos, Luis Miguel Aguilar sobresalta la narrativa con sus personalísimas tangentes. La somete a laberintos y leyes de gravedad.
Así logra sus cuentos de cuentos sumamente rebeldes y asombrosos, pero también sonrientes, traviesos, alegres de la experiencia de “circunnavegar el cubo” (Gulliver en el reino de los oximorones) para llegar a la cosa terrestre, al pan diario.
¿Prosa de poeta? ¡Ya se le dijo en otra ocasión que hacía poemas de prosista! ¡Pónganse de acuerdo! Con Luis Miguel Aguilar no hay límites ni compartimientos estancos, sino la aventura literaria total, en su jocunda plenitud.
Ha transformado la poesía, el ensayo, el relato mexicanos de este fin de siglo. Ha logrado “otras cosas” en este reino libresco del siempre más de lo mismo.
Rubén Darío brinda con sus porteros y delanteros. Borges y Cardoza les guiñan a sus dinámicas aventuras de un hombre parado (pero corriendo, ¡y a qué velocidad!) en mitad de su propio cuarto. ¿Quién habla por ahí del cubo al cubo, de “las manzanas de Mondrian”?
Los méritos críticos y renovadores del trabajo de Luis Miguel Aguilar, sin embargo, importan menos que la gran alegría, la travesura y el “temblor nuevo” que proporciona su lectura. Su realidad literaria. Su plenitud fabulesca.
Nos hace ver la realidad de otro modo, con otro brillo. Sus extrañas máquinas de narrar producen seres y episodios de intensidad profunda, de vida jugosa e inteligente.



EL SONIDO PÉREZ GAY

Algún estupor, contaminado de escepticismo, ha acompañado desde sus primeros tiempos la recepción de la escritura de Rafael Pérez Gay. ¿Son cuentos, o crónicas, o novelas, o ensayos? ¿Es elitista o light? ¿Es modesta o arrogantísima? ¿De izquierda o de derecha? ¿Se está burlando del asunto, del lector, o de sí mismo? ¿No será que, por el contrario, bajo la coartada satírica o burlesca, se compromete en irónicos homenajes sentimentales a los perfiles más extravagantes o nimios del pasado, de la vida cotidiana? ¿No nos estará jugando una broma?
La aparición de su libro de prosas Cargos de conciencia (Cal y Arena) confirma esta trayectoria de una literatura sui géneris que, a la vez, admite la connivencia con el periodismo; de estas ficciones decididamente fantásticas —en la escuela de Borges y de Cortázar— elaboradas con los materiales de la calle, el hogar, los parientes, los días más próximos, que ya conocíamos en sus dos libros de cuentos Me perderé contigo (1988) y Llamadas nocturnas (1993) y en su novela Esta vez para siempre (1990).
No dejo para más adelante la celebración de sus virtudes. En ensayo o en ficción, géneros que suele entremezclar, Rafael Pérez Gay ha construido una comedia personal del mundo y de la cultura, llena de humor (un humor bondadoso, más que satírico), de celebración de la vida aunque la pobre sea como es (no hay otra), de regusto obsesivo en los asuntos y temas menores de la vida amorosa, la pareja, el trato con los amigos y con la ciudad, el asombro frente a las petulancias, contradicciones y modernizaciones del mundo.
Tiene la sonrisa de la inteligencia que pedía Bernard Shaw y la pretensión de superar el absurdo y la fatalidad mediante ella. Hay mucho de pequeño guiñol en su historia de la vida privada. Tal actitud asombra en una literatura acostumbrada al patetismo o al melodrama. ¿Qué pasa en los cuentos, ensayos y crónicas de Rafael? Casi nada: ese mundo concreto, en toda su maraña, y esa sonrisa optimista, vitalista, de remontarlo lo mejor posible highball en mano.
¿A eso han querido llamar “literatura light” sus denigradores? Quisieran asesinatos de salva, cadáveres de cartón y silicones, improperios de mitin, aspavientos de telenovela o de coreografía moderna de aficionados. ¿Habría que llamar light a los Ensayos de Montaigne, a los aforismos del siglo XVIII francés, a las comedias de Shaw, a los artículos de Larra, Martí y Novo, a las novelas de Isherwood, a los poemas de Auden o Pellicer? Lo que yo sé de cierto es que la pluma de Pérez Gay nunca es pesada, sino aérea, sonriente, punzante, avispada y extremadamente correcta. Quiero decir clara, precisa, dominada, musical.
A lo que se debiera llamar light es a las pretensiones pesadas de popularizarse en busca del marketing. Light es contar la conquista de México —o cualquier otro conflicto social— de modo maniqueo, a un lado los buenos y a otro los malos; o una historia de amor con gritos y puñetas y fornicaciones apocalípticas; o un rollote bienpensante de jaculatorias “políticamente correctas”... y hartas palabrotas de diccionario y “metáforas” alambicadas de un taller literario de jardín de niños coyoacanenses.
Lector incorregible de la prosa de Pérez Gay desde hace dos décadas, puedo insinuar algunas de las estaciones del arduo y largo recorrido que ha llegado a estos frutos alegres y diáfanos, a esa amistosa ironía de quien no alquila interjecciones ni desmayos patéticos de las utilerías arrumbadas de la literatura, para enfrentarse a la pinche realidad. La realidad es pinche pero es nuestro ámbito y nuestra vecina, hay que transformarla —si no se la puede cambiar, como queríamos en tiempos, je, “revolucionarios”— por lo menos en nuestro acercamiento, en nuestro contacto con ella.
Las acusaciones de elitismo están fundadas. El más joven Pérez Gay era tan exigente y riguroso en cuestiones literarias como el actual. Y ya hace veinte años se acusaba de ratón de biblioteca al hombre que sí leía mucho y en varios idiomas; de mamón al buen estudiante; de engreído a quien sabía hacerse de unas cuantas opiniones duras, y las sostenía; y de elitismo a quien se decidía a leer preferentemente a los mejores autores, y a escribir lo mejor posible.
Los orígenes perezgayescos son franceses en una doble vertiente. Los clásicos (la obsesión por Flaubert) y la Nouvelle vague literaria de Beckett, el teatro del absurdo y los talleres de literatura potencial. Algún idiota de mala fe pretendió ignorar que retomar un texto dado (como Quevedo, Lope, Shakespeare y Goethe lo hicieron tantas veces) era práctica perfectamente legítima en la creación literaria, si a partir de ella surgían parodias, variantes, homenajes. No se resfrió Villaurrutia al aludir textualmente (y sin pegar la etiqueta de marca) a un conocido poema de Supervielle, en uno de sus nocturnos. No facilitó la clave a la canalla literaria: El que sepa, sabe.
En algún suplemento, Pérez Gay y sus compañeros intentamos esos juegos de literatura potencial. Yo intenté jugar con Dorothy Parker, con Pellicer, con Auden, con Darío, con Edna Saint-Vicent Millay. Algún imbécil puso el grito en el cielo porque un cuento de Pérez Gay efectivamente jugaba con un cuento, mundialmente conocido, de John Cheever, autor de best-sellers. “¡Socorro, bomberos: Pérez Gay habla de la Torre Eiffel!”
Otros tontos se han rasgado las vestiduras porque haya homenajes a Henry James, en Aura, de Fuentes; a Salinger, en De perfil de José Agustín; a la Antología griega, a las calaveras y a Edgar Lee Masters, en Chetumal Bay Anthology; a Propercio, a Catulo y a la Biblia, en los poemas dizque “originales” de Gabriel Zaid, quien melindrea sobre los “plagios” de los demás a la vez que se engulle cínicamente a Gerardo Diego, a los romanos, a la Biblia y a Luis Pazos.
Hay pues en la genealogía literaria de Rafael Pérez Gay el culto a los clásicos, las travesuras de la post-vanguardia francesa (Paulhan, Prévert) y los avatares del cine y del periodismo de los años setenta. Durante algún tiempo frecuentó “el sonido Woody Allen”; luego, el de los ensayos y crónicas del “nuevo periodismo” norteamericano. Sigue, a estas alturas, visitando también “el sonido Monsiváis” (agggh) y “el sonido José Agustín” (bien).
Escéptico de la academia y de los foros políticos, ha encontrado un rincón amable, que le proporciona libertad y comodidad de ánimo: Gemütligkeit: el rincón del editor, del periodista. Siempre ha andado en revistas y suplementos culturales, de los que ha dirigido formalmente dos, en El Nacional y Crónica, e informalmente algún otro. Ama las tres cuartillas ligeras escritas para servirse aún calientes. Más que del espectro de la posteridad, gusta del buen presente. Se ha inventado, en estos tiempos internéticos, íntimos pasajes y vasos comunicantes con la prensa periódica y las mesas de redacción de los años liberales de Prieto, Zarco, Altamirano, Gutiérrez Nájera, con quienes ha hecho “mafia” más que con nadie más.
Encuentro en este último libro de Pérez Gay, sobre las andanzas de hoy: vida en pareja, tratos con los amigos, la sirvienta, el empleado de la gasolinería, los libros de los amigos, los embrollos políticos, un virtuosismo de ese estilo que azora, y que Rafael Pérez Gay se ha inventado a sí mismo, sobre medida.
Es un estilo que aspira a un tono conversado, pero que no es una conversación —sólo el tono: el decantamiento de los temas, la construcción de las anécdotas, el timing de la comedia, la prosa impecable rara vez surgen tan completamente armados al vuelo de la pluma—; que busca el filtro humorístico y amable incluso o sobre todo para asuntos graves, aun espantosos; que se toma el trabajo de considerar al lector como compañero de trago o de café, y no le grita, ni lo instruye, ni lo adula: simplemente le habla como si fuera tan inteligente y bien intencionado como un amigo ideal.
En una literatura mexicana arribista, en la que todo autor intenta levantarse hemiciclos de mármol, popularidad de Coca-Cola y Monumentos a la Revolución a cada instante, Rafael Pérez Gay busca las mesitas —sí, de mármol— donde Gutiérrez Nájera tomaba coñac, absinthe y cosas peores, por la Calle de Plateros; y las otras, de la Condesa, con modestos pero no escasos whiskies, donde conversa, lucubra, inventa y chismea brillantemente —pero no tan brillantemente como por escrito— de temas como los que aparecen en Cargos de conciencia.
Sabe, con Gutiérrez Nájera, con Paulhan y Prévert, con Woody Allen y José Agustín, que las naves de vela ligera logran amplias y venturosas travesías. Deja para ciertos pesados las “armadas invencibles” de la pedantería y la simulación literarias. Es así, ya, un clásico nuestro de la prosa, una prosa sólo suya, a su talante y medida, que restaura en nuestra literatura esos dones que creíamos perdidos para siempre: el placer del texto gozosamente elaborado, las dimensiones del sentido común, el amor —así sea a trompicones— por el mundo real; la camaradería, el álgebra de la paradoja, el aforismo y las viñetas del teatro del absurdo o del guiñol, y el discreto pero agudo pinchazo de la inteligencia.
El “sonido Pérez Gay” es uno de los sitios más profundos y placenteros de nuestro mapa literario.

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