martes, 15 de febrero de 2011

CHAMFORT

CHAMFORT: LOS SALDOS DEL VERTIGO

Por José Joaquín Blanco

A Rafael Pérez Gay
No ocurre en un óptimo clima cultural la celebración del segundo centenario de la Revolución Francesa. Quizás nunca se den climas óptimos para celebrar las revoluciones, pero en esta época de restauración conservadora mundial, no hay revolución libre de condena previa y prejuiciada.
Se diría en estos tiempos anti-izquierdistas que para lo único que sirven las revoluciones es para inaugurar peores tiranías que las establecidas por otros medios, lo que desde luego es falso; no siempre, en la historia mundial, los terribles tiranos y la matanza como rutina de Estado han surgido y prevalecido como automática consecuencia lógica y exclusiva de líderes y movimientos populares. Todo lo contrario.
Pero se da, y precisamente a partir de la Revolución Francesa, el lugar común (que, por supuesto, cuenta con célebres ejemplos en su defensa) de que las luchas libertarias sólo e indefectiblemente conducen a la Guillotina, que no sirven para ninguna otra cosa. Que las utopías sociales sólo e indefectiblemente llevan al Terror: jamás a alguna otra parte. Que los Derechos del Hombre sólo y únicamente llevan a la masacre, a la represión y a la humillación generalizados de los Comités del Bien Comun (o de Salud Pública, como se diría en traducción galicista).
Durante la mayor parte del siglo XIX, Francia pretendía celebrar la Revolución cuando, en realidad, salvo casos como el de Jules Michelet, lo que festejaba era precisamente haberse librado de ella, y no sólo del pánico de 1793 sino también y sobre todo de las esperanzas de 1789, y se mitificaba mentirosamente a la monarquía, a la iglesia, a la aristocracia, al fanatismo religioso, al despotismo, al militarismo.
Víctor Hugo dijo que el romanticismo era "el liberalismo en literatura"; no lo fue en Francia: Chateaubriand, Lamartine, el propio Víctor Hugo joven, hicieron del romanticismo una celebración beligerante de los privilegios del poder monárquico, clerical y militar. Las revoluciones son incómodas aún después de doscientos años.
Uno de los autores incómodos de Francia en la época de la revolución fue Chamfort (1740-1794). Su obra y su biografía son alucinantes. Impresionaron a Albert Camus; asquearon a Sainte-Beuve. Voltaire alcanzó a proclamar su talento, en 1764. Chamfort fue un joven especialmente inteligente y especialmente guapo: lo segundo le permitió desarrollar lo primero; gracias a sus atractivos sensuales escaló precozmente, vía las damas de sociedad, los palacios de la aristocracia, conoció sus alcobas, pasillos y mentideros, disfrutó el éxito literario por sus comedias y sus epigramas. Pero los gigolós también lloran. Algunos lloran a escupitajo tendido.
Chamfort, como plebeyo (se creía bastardo de aristócrata), estaba en principio en una posición falsa: la misma de todos los escritores que no eran prelados ni aristócratas en el siglo XVIII. Es la posición falsa que ejemplifica sobre todo Rousseau y que conforma el gran drama de Las confesiones, por encima de las decepciones amorosas, la dificultad para orinar y las quejas (acaso no tan paranoicas) por las persecuciones que continuamente sentía encaminadas contra él.
Es la falsa posición del intelectual moderno, que sabe mucho y decide pensar libremente, pero que no puede actuar y casi siempre ni siquiera mantenerse por sí mismo, pues los medios políticos, económicos y sociales para ello siguen restringidos en beneficio del clero, de la aristocracia y de la alta burguesía, cuyo pragmatismo no acepta ideas poco rentables para sus negocios.
¿De qué sirve saber, pensar y escribir como hombre libre, si no lo es uno de bulto ni en reducida medida; si hay que seguir como protegido, gigoló, sirviente, vasallo, feligrés todo el tiempo? Rousseau optó por el gran drama privado de su vida, a cambio de la oportunidad de realizar su obra pública. Chamfort no. Quería el éxito también social, económico y político; no obras heroicas. La fortuna adversa le deparó un drama personal mayor al de Rousseau y una obra antiheroica ciertamente desagradable.
En rigor, la entrada a los salones aristocráticos por la puerta de la alcoba de las damas relativamente influyentes, con muchos años y con muchas carnes, era tan humillante y precaria como la vía de la brillantez verbal o "filosófica", por la cual ingresaban los talentos plebeyos y pobretones a las tertulias de esa aristocracia, para la que el estilo literario en la conversación, el pensamiento audaz e ingenioso y la coquetería de las Bellas Letras eran sólo una moda y sólo para las veladas de tedio y ocio.
En cierta forma, el escritor plebeyo y pobre que accedía a las migajas del festín --"Si el pueblo no tiene pan, que coma pasteles"-- a cambio de su arte, debidamente vulgarizado y falsificado para no fastidiar a las "pequeñas ridículas" de ambos sexos de la aristocracia francesa, era una especie de gigoló. Chamfort no sólo se prostituía como autor y como galán, sino que sabía y sentía que se estaba prostituyendo, y muy temprano adquirió el furibundo rencor contra quienes lo usaban (también muy tempranamente adquirió la sífilis). Su obra consiste en comedias, pensamientos, anécdotas y epigramas en vituperio de la aristocracia, y en slogans, panfletos y asesorías "filosóficas" al pueblo revolucionado de 1789 para que fastidiara mejor al Antiguo Régimen. Enfant terrible de la monarquía; "compañero de ruta" de la revolución.
Sobre la posición falsa del escritor libre en la sociedad que no lo es: "Tengo cuarenta años. Estoy cansado de esos pequeños triunfos de vanidad que halagan tanto a las gentes de letras. Puesto que, según confesáis, no tengo casi nada que ganar, concededme al menos que me retire. Si la alta sociedad no me sirve para nada, es preciso que yo comience a servirme a mí mismo para algo. Es ridículo envejecer en calidad de actor en una compañía en la que no se puede aspirar ni a los papeles de última clase". Dice luego Chamfort: los aristócratas no conceden al autor más que las menores propinas que dan a los criados.
Los amos dicen al hombre de letras: "Vivirás pobre y muy dichoso de ver tu nombre citado algunas veces; se te concederá no una retribución verdadera, sino algunos miramientos halagadores para tu vanidad; se te satisfará el amor propio que conviene a toda persona que se precia de inteligente. Escribirás, harás versos y prosa, por lo que recibirás algunos elogios, muchas injurias y unas cuantas moneditas, mientras te esperes a que puedas atrapar alguna pensión miserable, que tendrás que disputar con tus rivales, arrojándote contra ellos como el populacho en las plazas, cuando durante las fiestas públicas se le arroja algún dinero".
Agradar a los poderosos: "Una vez se me envenenó con arsénico azucarado", dice, y sólo sobrevivió gracias al rencor. Su odio y su despecho produjeron pensamientos diferentes, asombrosos.
Al despreciar y aborrecer en los otros las riquezas y la posición social y política que tanto quería para sí, descubrió por insólitos caminos la libertad, una libertad biliosa y enconada, como la instantánea prepotencia de la embriaguez y de la furia. Si no tenía los millones, odiaba los centavos: terminó odiando todo el dinero y conociendo la peligrosa sensación de esa libertad del indigente: "Despreciar el dinero es destronar a un rey".
Los intelectuales buscan el favor de los amos: "Las gentes de letras parecen asnos que se lanzan a un pesebre vacío, y se mediomatan entre sí a coces para alcanzarlo".
Supo de la otra libertad terrible, o antilibertad: el odio por la vida, por sí mismo. Aunque se ufanaba de sobrellevar mejor los vicios propios que los ajenos, no quiso procrear a quien se le pareciese ni irradiar de sí vida odiosa para un mundo odioso. Se liberó también del sentido de la amistad y aun del sentido amoroso: "Quien no odia a los demás a los cuarenta años, jamás los ha amado", y mucho más a sus ex-favorecedoras y madrinas, que en efecto le proporcionaron una tremenda perspectiva misógina.
(Aunque hay que advertir que la misoginia francesa cortesana del siglo XVIII tiene otras razones más objetivas: una, el feminismo ilustrado, que convirtió en intelectuales a todas las damas de dinero, en preciosas ridículas, no a todas las cuales necesariamente difamó Molière; otra, que abundaron en los salones ilustrados y en las cortes las enfermedades venéreas, de modo que casi todo misógino es un enfermo con rencor al amor que lo pudrió: Chamfort padeció los estragos de la sífilis desde los 24 años.)
Tampoco le importó mucho a Chamfort la literatura, ¿para qué? No quiso escribir grandes libros. Daba las ideas a los demás, que las aprovechaban. Les escribía los discursos, o les soplaba la inspiración fundamental. Se prostituyó en este sentido ante sus propios colegas, los prudentes, que no hallaban indignidad ni falsedad en su oficio, y que obtenían de la conversación de Chamfort las ideas, frases, directrices para obras de éxito centenario, como El tercer estado de Siéyes. Mirabeau lo definió: su inteligencia era "la cabeza eléctrica que al menor frotamiento produce la chispa". Los hombres más inteligentes de su época buscaban esa especie de fuego agrio, sorpresivo, furibundo y maldito. No asombra que Nietszche también admirara a Chamfort.
El pueblo revolucionado aceptó tal electricidad intelectual y verbal para su subversión. Los slogans, las consignas, los artículos, las proclamas, las frases de 1789 llevaban la marca de Chamfort: "¡Guerra a los castillos y paz a las cabañas!". Tradujo la divisa: "¡Fraternidad o muerte!" en una frase sarcástica y compendiosa que alguien ha vertido al castellano demasiado libremente: "¡Sé mi hermano o te mato!".
Las revoluciones, en su opinión, no se hacen con "agua de rosas". Pero nada se hace así: tampoco la filosofía, ni la literatura, ni las religiones. Tampoco las contrarrevoluciones ni las restauraciones. El pensamiento humano toma lo que necesita de donde sea, y ha de reconocer que no sólo en sentido agrícola los "alimentos terrestres" deben más de lo que pretenden a la fertilidad del estiércol. O sin maniqueísmos melodramáticos: no hay inteligencia sin vértigo, y el vértigo se produce en situaciones impropias y peligrosas adonde ni la prudencia meramente pragmática y servil ni la virtud meramente mezquina y poquiteada conducen cómodamente en días hábiles.
Su muerte alivia a los moralistas: fue víctima del Terror de 1793. La revolución triunfante lo había recompensado con un puesto algo superior al de gigoló sensual o mental de las "preciosas ridículas": el de funcionario en la Biblioteca Nacional. La lucha de facciones lo alcanzó y casi lo lleva a la guillotina como sospechoso de girondino, cargo al parecer falso (aunque sí escribió contra el terrorismo revolucionario, como esa versión de la consigna "Fraternidad o muerte": "¡Se mi hermano o te mato!".)
Salió de la cárcel con libertad precaria: sus enemigos seguían desconfiando de él y buscando el menor pretexto para ejecutarlo. Poco después, en la propia biblioteca, supo que lo arrestarían nuevamente. Para escapar de la guillotina recurrió a la pistola: intentó suicidarse, fracasó y sólo alcanzó a hacerse estallar un ojo. Cogió un cuchillo, se apuñaló el pecho, se tasajeó las venas. Murió mientras convalecía de su frustrado suicidio, poco antes de que cayera Robespierre.
No faltará quien, tapándose las narices, exclame: "Eso es el intelectual revolucionario". La respuesta es obvia: en épocas de crisis se pueden decir muchas cosas malolientes que los regímenes estables impiden estrictamente. Lo único que Chamfort debe a la Revolución Francesa es la posibilidad de que póstumamente se publicaran sus obras y se denunciaran sus vicios, con morboso lujo de detalles (en otra época, se habrían perdido en gran parte, reduciéndo su recuerdo a un secreto escándalo licencioso).
Ya vendrían la restauración monárquica y Napoleón a presentar al antiguo régimen como dulce, paisajístico y catoliquísimo "mártir" de la siempre sanguinaria plebe (especialmente gracias a Chateaubriand, pero también a las Odas y baladas de Víctor Hugo).
La verdad anda a trechos por todas partes: una, la irrenunciable, es Chamfort; sin su verdad, queda falso, oropelesco y sobreazucarado el panorama francés del Siglo de las Luces. En su obra --como la temprana denuncia de la imbecilidad, la incapacidad y la corrupción de la nobleza y del clero de Francia de 1770, El mercader de Esmirna--, aprendemos lo que Voltaire oculta tras su entereza, Rousseau tras la delicadeza de su sensibilidad, Diderot tras su risa fresca y La Rochefoucault tras su exactitud moral.
Chamfort no es muy admirado en su patria. Ni siquiera se le menciona en El pequeño Larousse. No es fácil encontrar autores que lo destaquen, o siquiera lo mencionen. Sainte-Beuve hizo un retrato-reprimenda deficiente como análisis, pero franco como manifestación de lectura: proclamó su desagrado en términos que casi parecen estar clamando por un confesor o un policía. Gide recuerda algún juicio de Chamfort sobre La Fontaine y la frase: "Quien no es misántropo a los cuarenta años, nunca amó a la humanidad". Albert Camus (1944) busca las más extrapoladas disculpas para justificar, con demasiadas limitaciones, su lectura. Sus obras se republicaron tres o cuatro veces en todo el siglo XIX; sólo a mediados de éste empezaron a aparecer las ediciones críticas. Se habla de dos monografías, una del siglo anterior, otra de éste, anteriores a mi edición de Gallimard (1970).
En nuestro tiempo ha interesado a autores no franceses: a Beckett, a Auden. Tiene algo de prerromántico: "El hombre vive gracias a sus pasiones; la sabiduría apenas ayuda a sobrevivir"; de socialista anticipado: "Los pobres son los negros de Europa"; de precursor en los caminos de los "compañeros de ruta", que nos dice desde el siglo XVIII, como invitándonos a mirarnos en su experiencia: "La historia es la única consolación que le queda al pueblo, pues le muestra que sus antepasados fueron tanto o más infelices que él"; de estoico o senequista de salón: "La esperanza no es sino un charlatán que nos engaña continuamente; de mí sé decir que sólo he conocido la felicidad desde que he perdido toda esperanza".
Por lo demás, no toda la obra de Chamfort es tan terrible, ni tan original: recibió la perfeccionada tradición del epígrama francés --un juego algebraico de paradojas, de anáforas, de retruécanos elegantes-- y produjo automáticamente bastantes muestras culminantes del género.
Dijo alguna vez que el intelectual ilustrado --el "philosophe"-- no hacía sino aumentar todos los días la lista de cosas sobre las que más le valía callar, y que el más intelectual o filósofo de todos era quien tenía la lista más larga... La de Chamfort, séale esto reconocido, era bastante corta.
En su historia de la Revolución Francesa --si esas diatribas son historiografía--, Carlyle compara a Chamfort con los cínicos de Grecia, alude a alguna intriga y menciona su anécdota más famosa, la de su versión de "¡Fraternidad o muerte!". Es curiosa la fortuna de esta anécdota en manos de comentaristas y traductores. Un expedito traductor español inútilmente apellidado Churriguera (Juan B.) se salta la dificultad a la torera (en la versión del ensayo de Sainte-Beuve, en Retratos literarios, de Editorial Iberia, Madrid), y va al grano: Chamfort habría comentado que tal frase equivalía a decir "Sé mi hermano o te mato". Carlyle, dado como buen inglés a tremendismos bíblicos, pone en boca de Caín un comentario de predicador: "Es la fraternidad de Caín". En realidad, en su lengua Chamfort dijo algo más clasicista, helenizado (la Grecia de Versalles), racineano: "Están hablando de la fraternidad de Etéocles y Polinice" (los hijos de Edipo que se mataron entre sí por el poder en Siete contra Tebas.) Sea como fuere, tal frase terrible fue el principal slogan contrarrevolucionario del siglo XIX: la revolución había pervertido su ideal de fraternidad y no había logrado más que el fraticidio.
Chamfort fue el nombre de pluma de un tal Sébastien-Roch Nicolas, hijo legítimo de un tendero, y al parecer bastardo de un canónigo de la familia de la marquesa de Deffand. Exitoso en vida como dramaturgo y literato de la Academia Francesa, pero más como ghost-writer de próceres tricolores y autor de comentarios orales impublicables, a su muerte dejó unos cajones con infinidad de papelillos en los que iba anotando chismes, trazos de personajes ("caracteres"), epigramas, diálogos de salón; muchos se perdieron, otros fueron salvados y publicados por su amigo Guinguené. Hay algo de tahúr, de naufragio y de restos de alcoba en esta varia papelería que con el título Productos de la civilización perfeccionada planeó organizar alguna vez.
Resulta más subversivo por su misantropía y su escepticismo radicales, que por sus denuncias de la estupidez, la promiscuidad y los manejos de dinero de la aristocracia. Descree de todo progreso y de toda moralidad, hasta de toda literatura, al menos en el sentido moral, pues no hace falta rascar mucho aun en los libros más reverenciados (como la Biblia) para encontrar malas lecciones: "casi todos los libros son corruptores, y los mejores hacen casi tanto mal como bien", dice, y a ver quién le replica.
Concede, en tal visión antihumanista del hombre, sin embargo, alguna gracia y disculpa para los vicios de la pasión, mientras que los de la razón lo aterran y asquean: "En el estado actual de la sociedad, el hombre me parece más corrompido por su razón que por sus pasiones. Las pasiones (me refiero sólo a las que caracterizan al hombre primitivo) han conservado en el orden social lo poco de natural que todavía se encuentra".
Es siempre, aun en sus paradojas más audaces, un hombre sensato, como en el momento en que se opone a que las personas se asignen principios morales más fuertes que sus temperamentos, y cuando acepta que cada cual haga las estupideces que le exige su propio carácter: no saber hacerlas sería una tontería mayor. Y "el peor empleado de todos nuestros días es aquel en que no hemos reído".
Se acusaba a los cortesanos de deberlo todo a "saber agradar"; Chamfort encuentra una prostitución social más exitosa: la de "saber aburrir y aburrirse", gracias a la cual se logran y preservan los más altos puestos, y mucho tiempo después de la juventud.
En el Siglo de las Luces se atrevió a decir: "Lo que he aprendido ya no lo sé; lo poco que sé lo estoy adivinando". O bien: "La vida contemplativa es frecuentemente miserable; es necesario actuar en caliente, pensar menos y no mirarse vivir".
¿Para qué? No hay para qué. Chamfort refuta todas las ilusiones, pero defiende el vivirlas cuando se las tiene; la vida no se dirige a un para qué, ni es posible darle consejos: "El hombre llega como novato a cada etapa de la vida".
Una vida sin sentido, orden ni justicia, en la que no encuentra mayores defensas personales que la independencia de carácter y la independencia del individuo frente a la alta sociedad: aspira a sustituir el despotismo por la igualdad ante la ley y el mecenazgo aristocrático por la libertad de mercado.
Cuando sueña, Chamfort tiene sueños ingleses y norteamericanos. Pero es demasiado francés para imaginarlo en otro conexto. Alguna vez dijo el chiste de que la función del clero en Francia había consistido en ser corrupto y estúpido, hipócrita y sentimental, a fin de que Molière escribiera el Tartufo. La función de la ilustración francesa --y de los intelectuales o "filósofos" ilustrados metidos a revolucionarios-- fue desde luego más variada y amplia de la que Chamfort le atribuye al clero, pero alguna de sus ramificaciones se dirigió precisamente a permitir los perfiles cómicos --"novelísticos", en la opinión de Albert Camus-- de Chamfort, saturados de misantropía y escepticismo, pero no del tono trágico y aun tremebundo que cabría esperar a partir de su biografía.
Muchas veces el lector se olvida del estricto significado social o moral de sus epigramas y trazos de personajes, y llega a quererlos, como todo espectador siente algún afecto por los personajes de comedia que lo hacen reír, como en este diálogo entre el Nuncio Pamphili y su Secretario:
"EL NUNCIO: ¿Y qué se dice de mí en el mundo?
EL SECRETARIO: Se os acusa de haber envenenado a uno de vuestros parientes para heredarlo.
EL NUNCIO: Sí, lo hice envenenar, pero por otra razón. ¿Y luego?
EL SECRETARIO: Se os acusa de haber asesinado a Signora X, porque os engañó.
EL NUNCIO: De ninguna manera; lo hice porque temía que divulgara uno de mis secretos. ¿Y luego?
EL SECRETARIO: De haberle dado el culo a uno de vuestros pajes.
EL NUNCIO: Todo lo contrario: fue él quien me lo dio. ¿Y es todo?
EL SECRETARIO: Se os acusa de haceros pasar por poeta: de no ser el autor de vuestro último soneto.
EL NUNCIO: ¡Imbécil, miserable! ¡Fuera de mi presencia!".

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