jueves, 17 de septiembre de 2009

KLAUS MANN

KLAUS MANN: LA FRAGILIDAD Y EL PELIGRO

Por José Joaquín Blanco

Ayudado por unos cuantos high-balls, Klaus Mann (1906-1949) escribió en su diario en 1941: "Estoy cansado de todos los clichés, de todos los trucos literarios. Estoy cansado de todas las máscaras, de todas las mañas que sirven para disfrazarse. ¿Es del arte en sí mismo de lo que estoy cansado? Yo me quiero confesar".
Su última obra había sido un excelente estudio sobre André Gide, el maestro del autoanálisis y de la confesión como arte, de modo que estaba más que entrenado en ese género --por lo demás, casi todas sus obras, aun las más ambiciosamente "creativas" o imaginativas, tenían mucho de confesión apenas disimulada --Chico de esta época, Mefisto, El Volcán.
Pero Klaus Mann --de quien se había burlado así Bertolt Brecht: "El mundo entero conoce a Klaus Mann, el hijo de Thomas Mann. Pero, de hecho, ¿quién es Thomas Mann?"--; el brillante exponente de la generación alemana de entreguerras, el activista antinazi, el sofisticado occidental europeo que recientemente se había norteamericanizado y hasta uniformado como soldado voluntario de los Estados Unidos --y hasta pretendido elaborar una mitología del soldado norteamericano como el Hombre Nuevo del Mundo Redimido, salvado de Hitler--; el adorador de las mitologías yanquis de Whitman y Thomas Wolfe, el valiente reportero-aventurero de guerra y de paz por todo el mundo, de China a la guerra española, del Moscú de la preguerra a la invasión de Alemania (cuando le toca interrogar personalmente al prisionero Goehring, hacerlo responder a la pregunta: ¿Hitler ha muerto?); el decadente homosexual stefangeorgeano (el culto a Maximin) con no escasa afición a las drogas, simultáneamente magnetizado por la profundidad de Gide y el vitalismo teatralizado de Cocteau, por el vanguardismo radical de René Crevel y por los ángeles terribles de Rilke; el combativo narrador de atmósferas y personajes de farsa diabólica, la danza suicida de los años veinte y treinta de Europa, que encontraba la principal fuente de respiración intelectual en la atmósfera enrarecida de Kafka; en fin, este hombre que apenas rozaba los 35 años (n. 1906), pero que cargaba el apellido más literaria y moralmente prestigioso de Alemania --todos los Mann eran heroicos, geniales y famosos--, ¿conseguiría, verdaderamente, confesarse en un libro?
La elaboración de esta obra le llevó los últimos años de su vida. Se empeñó en complicarse la tarea. Para empezar, por un berrinche antinazi y antigermánico llevado a la extravagancia, acababa de abjurar no sólo de la nacionalidad, sino de la propia lengua alemana, y en su fascinación pro-norteamericana había decidido cambiar, así de rápido, de lengua aun para escribir. De modo que redactó The turning point en inglés: lo hizo rápidamente y alcanzó a publicarlo a finales de 1942: no tuvo mayor resonancia, y hoy en día se lee --a pesar de sus abundantes pasajes de importancia y belleza-- sobre todo como una muestra de propaganda bélica de la Segunda Guerra Mundial.
Pronto Klaus Mann advirtió que su berrinche había llegado demasiado lejos: secretamente empezó su desencanto de los Estados Unidos y de la demoracia norteamericana --sobre todo a la caída de Hitler, cuando ya no era obligatorio creer que toda la bondad del mundo estaba repartida entre Stalin, Roosevelt y Churchill--, y aunque esto no lo cuenta expresamente en los libros (sino en cartas privadas, o lo deja entrever entre líneas), se resolvió en su decisión de reescribir tal obra en alemán, con múltiples adiciones, ampliaciones y supresiones.
(Piensa: ¿qué tanto sirve vencer al nazismo si sus vencedores se han contaminado de él? En efecto, todas las burocracias aliadas, sobre todo la norteamericana y la inglesa, se convierten el día de la victoria en aparatos mucho más autoritarios de lo que el liberalismo burgués permitía: el nazismo había militarizado y burocratizado a Occidente más allá de toda medida. Orwell no escribió 1984 pensando en la URSS, sino en la propia Inglaterra burocratizada y militarizada de Churchill. Y el maccarthismo era el nazismo modernizado, con TV: Klaus le escribe a su hermano Golo Mann: "Nos van a matar a todos los intelectuales". La hoguera de libros de Berlín se vuelve la cacería de intelectuales de Washington).
Terminó la versión alemana --el verdadero original-- en abril de 1949; se suicidó en Cannes un mes después, el 11 de mayo, a los 43 años de edad, cuando parecía que --según la lógica aparente de su obra y de su pensamiento-- el sol volvía a sonreír, una vez abatido el enemigo de toda la civilización, una vez comenzado el Orden Nuevo, el optimista Viraje --Der Wendepunkt-- por el que venía luchando al menos desde 1932.
Esta obra quedó oscurecida largos años, pero a finales de los setentas alcanzó una exitosa reconsideración, como algunas de los otros libros de Klaus Mann, especialmente Mephisto, Der Vulkan, Flucht in der Norden, Treffpunkt in Unendlichen, Kind dieser Zeit, Alexander.
En español sólo se conocía su magistral estudio de André Gide (Biografías Condesa); hace algunos años apareció en Emecé la biografía novelada de Tchaikovski, Sinfonía patética.
Pero no, Klaus Mann no consiguió la confesión. Muchas de las libertades que no tuvo se lo impidieron: no podía hablar a fondo de una familia tan mesiánica como la de Thomas Mann; no debía exponer demasiado los desórdenes de la vida de un chico que, por muy bohemio y loco que se quisiera, seguía siendo el hijo de Thomas y el sobrino de Heinrich Mann; y si bien le estaba permitido explayarse cuanto quisiera sobre las ruindades de Alemania en la "farsa infernal" del nazismo, no podía intentar ni siquiera pálidos esbozos de crítica de los Mesiánicos Aliados. Der Wendepunkt. Ein Lebensbericht (Le Tournant. Historie d'une vie, en la versión francesa), fue concluido en pleno maccarthismo, cuando cualquiera que hubiese jamás dudado de la perfección de los Mesiánicos Aliados tenía que ir a defender su pureza ideológica y de conducta ante el Senador Joseph Maccarthy.
De modo que el crítico que tanto elogió la sinceridad en Gide, no cuenta sinceramente nada significativo de su vida en esta obra; el periodista de combate que tantos defectos encuentra en Alemania, aun antes y después de Hitler, y en la Italia de Mussolini, no descubre ninguno en los otros países, ahora triunfadores --Francia, Estados Unidos, Inglaterra, aparecen como fotos publicitarias; aun la URSS es vista amablemente-- (¡cuántos esfuerzos le lleva expresar, casi con disculpas, su temor de que De Gaulle sea un político "conservador"!), y en fin, el heroico activista antinazi, el gran empresario cultural de la Alemania en el exilio, el director de las combativas revistas de exiliados Die Sammlung (desde Amsterdam) y Decision (Estados Unidos), es decir, el campeón del pensamiento europeo independiente en épocas de crisis, termina como el ingenuo propagandista de los marines, el reportero del órgano oficial de la ocupación norteamericana de Europa, Star and Stripes. No fueron los existencialistas los grandes profetas y víctimas del "compromiso" en la literatura; tuvieron patriarcas anteriores, como Klaus Mann.
Pero si Klaus Mann no consiguió este arte de la confesión --sobre todo porque había demasiados secretos, o asuntos delicados o problemáticos que no se sentía con el derecho ni con el arrojo de tocar--, logró algo muy importante: un testimonio de primer orden de la vida de los demás. Der Wendepunkt pertenece al género gertrudesteiniano de la "autobiografía de todo mundo".
Narra con aptitud magnífica el temperamento de la intelectualidad europeizante de Alemania; el "tango infernal" de Mefisto cuando la moneda se fue (con la inflación) a las nubes, y las grandes ciudades como Munich y Berlín se volvieron los cabarets más memorables de la tierra, desde Babilonia; describe con una prosa tan sentida como inspirada, las vacilaciones del propio Espíritu Europeo, cuando parecía --y lo parecía de a de veras, en serio-- sucumbir ante una barbarie extravagante y prefabricada de pandilleros militaristas: es decir, cuando la Cultura Europea había enfrentado su propia devaluación práctica, y estaba a punto de volverse insignificante, impracticable (y no hablemos sólo de poesía o de óperas, sino de la cultura de la familia, las leyes, el gobierno, la individualidad, la vida privada); sigue el itinerario de la gran tribu de escritores alemanes en el exilio, la duda de muchos de ellos, la caída oportunista de varios ante el nazismo; encarna el contradictorio y exaltado espíritu de vanguardia y de libertad de los años veintes, cuando al borde mismo de la crisis todo pudo ponerse en tela de juicio, y se estuvo dispuesto a experimentar con todo, desde el sexo en las calles de Berlín o los baños turcos de Budapest, hasta las formas y las ideas, los conceptos y las emociones en los ateliers parisinos o los café-cantantes alemanes, en las entretelas de "ismos" como el comunismo, el surrealismo, el expresionismo, el freudismo, el...
No narró tanto su vida como el paisaje que la rodeó. Su vida, acaso por fortuna, queda enclavada --y en clave-- en sus novelas, pero el paisaje sí que ha sido capturado con mano conmovida y maestra en Der Wendepunkt: "La historia de un hombre que ha tenido que pasar los años decisivos de su vida en un vacuum espiritual, esforzándose con fervor por integrarse a alguna comunidad, por someterse a algún orden, pero siempre errante, siempre vagando sin tregua ni reposo, siempre inquieto, siempre en busca".
Estas son las grandes virtudes de su estilo, precisamente las que han logrado que, después de un cuarto de siglo de olvido, se recuperen en Europa sus libros.
Es el Mann inquieto, el imperfecto, el dudoso; es el Mann nervioso, el excesivo, el que se rompe; es el Mann que se levanta y tropieza y va de nuevo al suelo; es el Mann que sueña alto, sin fingir --con todas las mañas académicas del mundo-- que sueña.
Su Mephisto es menos doctoral, pero mucho más diabólico --de un diablo más verosímilmente existente en la vida conocida-- que el Doktor Faustus de su sólido padre: ¿Quién imita a quién? ¿La naturaleza o el arte? ¿Klaus a Adrian Leverkühn o viceversa? ¿Thomas Mann sirve de modelo a las diatribas antipaternales de Klaus y/o Klaus --aun avant la lettre-- a las tragedias del talento y la sensibilidad excesivas, de la imaginación radical dentro de los ambientes de la decente burguesía alemana, del decentísimo creador de La muerte en Venecia, Tonio Kröger).
Digamos simplemente que en Klaus, La montaña mágica se vuelve un verdadero Der Vulkan.
Poco después del suicidio de Klaus Mann (1949), su padre Thomas tuvo que contestar el pésame de Herman Hesse: "Mis relaciones con Klaus eran difíciles y de ninguna manera exentas de un sentimiento de culpabilidad, ya que mi existencia siempre arrojó de antemano una sombra sobre la suya... Klaus trabajaba demasiado rápido y con demasiada facilidad; eso explica algunos de los defectos y negligencias de sus libros".
No: eso no los explica. A diferencia del padre, que escribió novelas de cientos de páginas sobre la sólida clase burguesa y sus terrores --sobre cómo encauzar constructivamente el erotismo, lo enfermizo o delirante, la imaginación y el espíritu dentro de la respetable vida burguesa--, y se dio el lujo de aspirar a la perfección y a la inmortalidad, el hijo escribió libros de prisa en épocas de prisa sobre vidas exiliadas y en peligro. Su combustión resulta tan mérito propio, como la solidez en los libros del padre. ¿Por qué la supersticiosa elección entre lo sólido y lo combustible, lo perfecto y lo transitorio? Todo coexiste. Hay épocas y espíritus para todo. Durante décadas --de mediados de los treintas a mediados de los sesentas-- no se le perdonó a Klaus el no ser Thomas, ni a sus libros el carecer de solidez, perfección, objetividad, morosidad; pero pronto se supo que la vocación de Klaus Mann era otra: todas sus obras han sido reeditadas, muchas con éxito --algunas han llegado a la pantalla, como Ludwig de Visconti, o Mephisto de István Szabós--; todas las opiniones desfavorables están revisándose.
¿El artista contra el burgués? "El burgués, escribió, el hombre normal que se siente bien en su piel y en este mundo, que reverencia y admira (aunque nunca sin cierta reserva recelosa), el poder-del-espíritu, los nobles-ideales, la pura-belleza-del-arte, todos estos productos sublimes de una moralidad dudosa, de una servidumbre dolorosa y de un tormento orgullosamente disimulado. El creador, en cambio, experimenta una curiosa mezcla de desprecio y de envidia ante tanta ignorancia inocente. ¡Cómo debe ser fácil la vida, piensa él, para quienes no tienen sueños ni una misión! Estos inocentes felices --¡ellos no saben de la maldición de la locura creadora; no saben nada del martirio de ser elegidos! ¡Qué lisos y vacíos son sus rostros! ¡Qué bellos son! ¡Qué atractivos! ¡Si tan sólo se pudiera ser como ellos! Pero uno, de veras, ¿querría ser como ellos? ¿Se cambiaría por uno de ellos?". Este párrafo es propio de todo el clan Mann --Tonio Kröger, o bien Hans Castorp frente a Madamme Chauchat, la central noche de carnaval de La montaña mágica--, pero en Klaus rompe el equilibrio y asume un radicalismo patético: una apuesta por la derrota. No sólo se escoge la dificultad artística, sino que se diría que se la corona de una necesaria catástrofe sin la cual no valdría la pena. Su dignidad estaría sobre todo en su derrota, en su dolor, en su tragedia --y aun más, en su patetismo grotesco, en su caída brutal no exenta de ridículo ni de sarcasmo.
Todos los Mann (Heinrich, el de El ángel azul, Thomas, Klaus) se enfrentaron en sus novelas al mismo tema: el poder denigratorio del amor o la pasión sobre el hombre refinado (sobre todo si es artista, o de temperamento artístico): la capacidad que tiene el amor de convertir a sus víctimas en payasos, ancianos ridículos, enfermos delirantes, bestezuelas lastimosas sin dignidad burguesa --a veces, sin ningún tipo de dignidad.
En Klaus Mann esta devastación de las pasiones se encumbra. La aplaude. Se diría que ha erigido todo un culto a tal devastación, en su propia obra y en la de los demás. Aun en la de su padre.
Cuando Klaus escucha de labios de Thomas Mann el episodio de la esposa de Putifar de José y sus hermanos, escribe: "Ella se despoja de su dignidad como de una máscara inoportuna. El amor rompe su orgullo, le estropea el rostro, la convierte en una vieja lúbrica; este amor imposible, irrealizable, inadmisible, que ella siente por el esclavo extranjero, quien por lo demás se muestra reservado e inflexible. La mujer de Putifar se abandona a su pasión absurda con igual extremismo masoquista del que animara en otro tiempo, en el Lido de Venecia, al novelista envejecido, Gustav Aschenbach, que se dejó llevar por emociones de naturaleza muy semejante. En José, es la aristocrática egipcia la que se rebaja y se envilece como, entonces, el escritor alcanzaba el cólera y a quien Eros había herido. Por su amor trágico y grotesco, ella arriesga todo, su rango, su prestigio, su hogar, sus bienes. Este amor imposible es su maldición, su cielo, su fiebre y su exilio" (Der Wendepunkt)
Klaus Mann se enfrenta sentidamente a este asunto --"su amor trágico y grotesco"-- sobre todo en su biografía novelada de Tchaikovski, Sinfonía patética, 1935. Los entretelones autobiográficos --o al menos, las referencias irónicas o dramáticas de sí mismo a propósito del músico-- son varias: la obligación del destino homosexual de ser trágico --de ser siempre fatal, y casi siempre suicida; el fracaso como artista serio, la duda del artista sin asideros ni pruebas contundentes de su propio genio, sobre si realmente lo es, o simplemente la hace de payaso, que puede significar la mayor tragedia concebible en su destino --si uno no es, a final de cuentas, a fool playing Goethe, como dijo creo que Thomas Wolfe; la condición de no-plenamente-europeos de los rusos y los alemanes (los nacionalismos ruso y germánico como enemigos del arte europeo u occidental), que convierte a algunos de sus mejores artistas en una especie de permanentes exiliados. Los Mann en Alemania, como en su tiempo Tchaikovski en Rusia, fueron acusados de ser demasiado afrancesados, cosmopolitas, heterogéneros, "occidentales", como para ser al mismo tiempo "verdaderos" ejemplos de sus patrias respectivas. Klaus Mann consideraba que su autobiografía sería "la historia de un alemán que quería llegar a ser europeo, de un europeo que quería llegar a ser ciudadano del mundo".
El Tchaikovski de Klaus Mann es un hombre solitario, envejecido a los cincuenta años, que ha fracasado en todo --aunque sólo él lo sabe--, menos en un éxito servil, "comercial" --tiene fama, dinero y prestigio, exclusivamente entre quienes no le interesan demasiado; jamás entre los que admira o ama, ni entre los que quisiera amar o admirar--: se le celebra con ironía, se le aplaude como músico con no pocos guiños irónicos, como si se aplaudiese al músico-payaso, al músico-cursi, al músico-de-circo, a un talento de music hall.
La Sinfonía patética está habitada por una soledad de lujosos e incómodos cuartos de hotel, entre fantasmagóricas compañías de meseros y camareros ávidos y funcionarios o agentes insoportables. Al llegar a los 50 años, el músico no sabe si ha logrado cumplir en algo los dos grandes impulsos de su vida: el erotismo y el arte, o si frente a ellos no ha conseguido sino gesticulaciones lamentables. Su Sinfonía patética es este final dolor. Su confesión de vencido.
En la novela de Klaus Mann, el contagio de cólera que sufre el músico poco después del estreno de esa sinfonía, es premeditado: un suicidio. Se ha insistido en la importancia de Tchaikovski para Klaus Mann como un Aschenbach, como un vencido del erotismo, un caído en la lucha con el ángel; es sin duda mayor su perfil, como el de un artista dotado y laborioso, que después de trabajar con ahínco y honestidad toda su vida, se encuentra frente a la duda total: ¿He llegado a algo? ¿No me he estado engañando a mí mismo y a los demás? ¿No he hecho como artista, en el fondo, más que el ridículo? El propio Klaus no lo admiraba especialmente como músico: "Era precisamente el hecho de que se pudiera dudar de su genio, las fallas de su carácter, las debilidades del hombre y del artista lo que me lo hacía familiar, comprensible y digno de amor". (Der Wendepunkt)
La novela consigue por esta solidaridad un patetismo entrañable, digno, tan sentido como imbuido de un respeto y una seriedad fundamentales hacia el fracaso, o la posibilidad del fracaso de toda una vida. El lector participa en el feroz juicio privado del músico y al personaje novelístico, y aunque no podrá fallar en un sentido definitivo, encuentra la seriedad, casi la solemnidad religiosas de un proceso tan definitivo y encarnizado. La Sinfonía patética es el peregrinaje final del viejo Tchaikovski hacia su muerte, la consecución o la constatación de sus fracasos personales y artísticos: la invocación a la muerte, porque la vida vencida ya le resultaba insoportable; porque ya no tenía fuerzas para seguir fracasando. Tiene la belleza de la derrota implacable, tiene la nobleza del vencido absoluto.
El suicidio, por lo demás, es el gran tema de Klaus Mann. Es buen asunto de la familia Mann, desde los tiempos de la tía Carla. La generación de Klaus es una generación de suicidas: son los hijos de los padres exitosos, primero, que caen abatidos por la sombra incontrastable de sus sólidos próceres, en los frenéticos veintes berlineses de danzas patéticas, o frente al terror del avance nazi. Su "ángel con rostro de boxeador", el escritor francés René Crevel, ¿por qué se mató? Dice Klaus: "Se suicidó porque tenía miedo de la demencia. ¿Por qué se suicida uno? Porque ya no quiere uno, porque ya no puede uno vivir la siguiente media hora, los próximos cinco minutos. De golpe se está en un punto muerto, en un punto de muerte. Se llegó al límite: ya no hay un paso más. ¿Dónde está la llave del gas? ¡A nosotros, el phanodorm! ¿Sabe amargo? ¿Y qué con eso? La vida no ha tenido un sabor particularmente bueno". Crevel había dejado como último recado: "Estoy disgustado de todo".
Klaus Mann hace a Tchaikovski tragar adrede agua contaminada para infectarse del cólera. "El poderoso físico del enfermo se resistió más de tres días al abrazo de ese oscuro poder para cuya llegada con tanta diligencia se había preparado Piotr Illich y cuya presencia él mismo se había conjurado, por fin. Ahora que estaba realmente ahí y lo sacudía y ya no lo soltaba, su rostro era manso y tentador como el que antes le mostrara durante tantas noches, durante ese dulce cuarto de hora previo al sueño, cuando flotaba en la habitación con su máscara maternal y efébica. Ahora ya no necesitaba disfrazarse y mostrarse seductora; ahora llegaba despiadada, fea y cruel... Vemos ahora a Piotr Illich Tchaikovsky caído, acosado por todos sus dolores, sucio de vómitos y defecaciones, sacudido por las convulsiones. Sobre ese rostro señalado por el severo Señor y ya devastado, comienzan a aparecer manchas negruzcas. También sus brazos y piernas han adquirido una tonalidad negruzca. Nasar y una robusta enfermera se empeñan en masajearle las extremidades. El doliente Piotr Illich los deja hacer con una martirizada expresión en sus ojos azules. Sólo se defiende cuando Vladimir (el sobrino amado, Bob) pretende intervenir en esas curaciones. ¡No! ¡No!, grita entonces el enfermo, ¡No quiero que me toques! ¡Te lo prohíbo! ¡Podrías contagiarte! Además, huelo mal... Y el joven Bob se retira de la cama y las lágrimas corren por su rostro, que se ha perfilado aún más durante esos terribles días. ¡Sal de la habitación!, grita martirizado desde su lecho. Mi aspecto es repugnante. No quiero que me veas así. ¡Vete!".
El amado se presenta como cadáver en corrupción frente al efebo; el músico, el artista, acaso se confiesa a sí mismo en el último momento de lucidez, en la agonía: he sido vencido, mi arte no fue serio.

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