viernes, 9 de junio de 2017

OJOS QUE DA PÁNICO SOÑAR

Ojos que da pánico soñar
José Joaquín Blanco

A Carlos Monsiváis

¿Alguna vez el lector se ha topado con algún puto por la calle? ¿Ha sentido su mirada fija; lo ha visto aproximarse a pedirle un cigarro, hacerle conversación, sugerirle…? Mientras me embrollo con las ideas que trataré de desarrollar en este artículo, paseo por el Parque México mirando a los muchachos que me gustan con esa peculiar “mirada de puto” cuya escandalizada descripción sería insuperable para escribir un artículo amarillista. No puedo saber cómo vean mis ojos esos muchachos, salvo alguno de ellos, con quien ya hice cita; pero recuerdo que en muchas de las novelas que he leído, cuando aparece algún personaje homosexual, el autor se demora nerviosamente, intrigado por sus miradas. “Eyes I dare not meet in dreams”, escribió Eliot. Las califican como sesgadas, fijas, lujuriosas, sentimentales, socarronas, rehuyentes, ansiosas, rebeldes, serviles, irónicas, etcétera. Estos adjetivos no hablan de los ojos de los homosexuales en sí sino de cómo la sociedad establecida nos mira: somos parte de ella, sobre todo de su clase media, y a la vez la contradecimos; resultamos sus beneficiarios y sus críticos. Voluntaria o involuntariamente, al decidirnos a ser como somos, lo hacemos contra ella y colaboramos a su disolución. Sus teóricos nos definirían como microbios infecciosos que la minan, pues aunque no constituimos una clase enemiga, sí resultamos incontrolables enemigos dentro de sus propias filas y a veces colaboramos en el jaque a sus instituciones básicas. Si el lector –en algún mal sueño– viera a su cónyuge, su hijo, su padre, sus amigos, alguno de sus héroes o camaradas preferidos, mirándolo con esos ojos tan temidos, ¿de veras no querría, sobresaltado, despertar?
            Sin embargo, la homosexualidad –como cualquier otra conducta sexual– no tiene esencia, sino historia. Y lo que se ve ahora de diferente en los homosexuales no es algo esencial de personas que eligen amar y coger con gente de su mismo sexo, sino propio de personas que escogen y/o son obligados a inventarse una vida –pensamientos, emociones, sexualidad, gustos, costumbres, humor, ambiciones, compromisos– independiente, en la periferia o en los sótanos clandestinos de la vida social. (En una oba de André Gide, Teseo, los ojos que da pánico soñar fueron los de un heterosexual que, en la sociedad homosexual de Creta, se atrevió a inventarse su vida a su manera.) Y el hecho concreto de que alguien viva de otro modo –mucho más si ese alguien se multiplica en cientos, miles o millones– rompe la unanimidad imprescindible para establecer una dominación vertical en la sociedad. Los gobiernos verticales, aun los socialistas (la URSS, Cuba) han buscado exterminar la diferencia viva de los homosexuales, con recursos que no excluyen los campos de concentración. Las “democracias” capitalistas han seguido una política no menos criminal, pero más sofisticada: para domesticar a una población, no se trata ahora de imponerle normas sobre con quién hacer el amor, sino cómo hacerlo: una sexualidad hedonista de consumo, prefabricada y sobrestimulada con recursos tecnológicos, en la que el sexo se banaliza y se cosifica, y ya no importa ninguna transgresión sexual porque el sexo, como todo el cuerpo, ha dejado ahí de tener importancia.
            Dentro del negocio de la tolerancia sexual observable en esas “democracias” capitalistas, los ojos peligrosos ya no son característicos de ninguna minoría sexual tradicional, sino de una nueva minoría aún más marginal y más acosada, y acaso más solidaria entre sí: la minoría de aquellos que, independientemente del sexo de las personas con quienes amen, insisten en el sexo y en el cuerpo como formas radicales de vida, fuentes de transformación y creatividad, que irradian su energía a todos los actos cotidianos, y los vuelven más generosos, inteligentes y dignos de ser vividos. En los centros de la tolerancia sexual del consumo, por ejemplo, puede encontrarse a veces mayor marginalidad y rebeldía en una pareja a la antigüita, profunda y amorosa, que en muchas de las ahora prestigiosas “aberraciones sexuales” de plástico y en cinemascope.
            No intento decir qué es la homosexualidad –“quien quiera azul celeste, que se acueste”, dice Efraín Huerta en un poemínimo. Sólo me preocupa exponer algunos puntos de vista sobre su historia actual en la Ciudad de México, porque conviene discutirla públicamente y no sólo en la nota roja, los chismes y chistes privados; y exponerla personalmente, pues la única forma de romper la presión social abrumadora es enfrentarla individualmente en los ámbitos personales, aun corriendo los riesgos domésticos del llanto de mamá, las sesgadas sonrisitas en la oficina, las desconsoladas discusiones de familia y hasta la díscola alegría de algún rival profesional o un primo envidioso. Desde luego, mis puntos de vista no coincidirán con los de otros homosexuales –no busco polémica, sino ventilar cosas– ni se pretenden como apología ni táctica proselitista.
            Mi tesis, aún bastante vaga, es que los homosexuales mexicanos de hoy –no necesariamente los de ayer ni los de mañana– al sufrir las persecuciones, represiones, discriminaciones del sistema intolerante, necesariamente estamos viviendo una marginalidad que además de su joda tiene sus beneficios: los valientes beneficios del rebelde, que no son intrínsecos a opción sexual alguna sino a una opción política: la lucha que nos cuesta sobrevivir ha dado hermosas razones y emociones a nuestras vidas, y sería una tragedia perderlas a cambio de la tolerancia del consumo que previsiblemente –por el proceso económico y social que experimenta nuestra clase media, tan subsidiaria de las “democracias” capitalistas– pronto se impondrá en México también en los terrenos del sexo.
            Hablo de los homosexuales de clase media. No me atrevo a hablar de la homosexualidad en la miseria. Somos tan poca cosa frente a ella: esos homosexuales de barrio, jodidos por el desempleo, el subsalario, la desnutrición, la insalubridad, la brutal expoliación en que viven todos los que no pueden comprar garantía civil alguna; y que además son el blanco del rencor de su propia clase, que en ellos desfoga las agresiones que no puede dirigir contra los verdaderos culpables de la miseria: esas locas preciosísimas, que contra todo y sobre todo, resistiendo un infierno totalizante que ni siquiera imaginamos, son como son valientemente, con una dignidad, una fuerza y unas ganas de vivir, de las que yo y acaso también el lector carecemos. Refulgentes ojos que da pánico soñar, porque junto a ellos los nuestros parecerían ciegos.

*

Es preciso desmelodramatizar la discusión pública del homosexual en México. No somos, ni con mucho, los patitos feos del sistema: estamos bien metidos en él, y si hemos de ser honestos, reconoceremos que en la mayoría de los casos somos más cómplices de nuestra clase, de nuestras chambas, almacenes, prejuicios sociales, comodidades y privilegios, que solidarios con los jodidos, incluso de los homosexuales jodidos. En general, sacamos a la luz pública la vida homosexual en los momentos agudos de la represión, protestando por los abusos y exigiendo respeto a nuestros derechos civiles, aunque en el fondo sepamos que si diaria e impunemente se expolia a millones de desempleados, campesinos y obreros, difícilmente podremos lograr que se nos privilegie permanentemente con un trato de verdadera justicia que a ellos no se les da. Nuevamente, quedamos encerrados en nuestro ámbito clasemediero: como tenemos un modo de vida privilegiado exigimos un trato policíaco preferencial, como el que han conseguido más o menos los heterosexuales de nuestra clase.
            Así, tanto la opción homosexual como la heterosexual, en las civilizadas y nobles acepciones que les damos, son privilegios asequibles sólo a partir de determinado nivel de ingreso, e instituciones indispensables para situarse en un nivel de vida. Todavía hay muchísimos trabajos que son impensables para quien no tenga un hogar decente y cultive relaciones públicas con otros hogares decentes; en provincia, donde la persona no es individual sino parte de una familia, un matrimonio de determinada forma es indispensable para ocupar un lugar en esas sociedades de clanes. En muchos casos, la práctica abierta de la homosexualidad es un privilegio aún más difícil. Salvo casos de extraordinaria valentía, lo natural en nuestro país es que muchos homosexuales se nieguen a serlo, porque eso les complicaría la supervivencia al enemistarlos con sus familias, sus conocidos, sus posibilidades de trabajo, etcétera. Con el crecimiento de las ciudades el anonimato se vuelve posible, y la variedad de trabajos y de colonias quita dramatismo a la posibilidad de que de repente se la sepan a uno. Al perderse en la masa citadina el homosexual gana libertad, siempre y cuando tenga el nivel de vida suficiente para moverse sin terror en lugares clandestinos, para pagar las altas cuotas de los lugares y las costumbres toleradas mediante la extorsión evidente o velada, y sobre todo para sentirse con derecho a vivir su vida de un modo diferente. Por ello en siglos pasados, sólo unos cuantos artistas, aristócratas o burgueses pudieron darse ese lujo.
            Es harto distinto el panorama de la homosexualidad si se le considera a partir de un privilegio. Un privilegio impersonal e irreversible, el desarrollo de nuestra clase media, que de repente permite a muchas personas, que de otro modo no habrían tenido otra opción que reprimirse y acatar normas más estrechas, decidir con mayor libertad sus vidas. Cierto: se nos persigue, se nos humilla, se nos extorsiona; se nos identifica y mezcla con criminales; muchos de nosotros han sufrido razzias, vejaciones callejeras y dentro de las celdas policiacas, golpes, amenazas; han sido discriminados o cesados en sus trabajos; es frecuente el caso de que se les detenga y obligue a vestirse y a declararse según conviene a la prensa amarillista coludida con la policía, como Alarma o Alerta; que muchos pobres diablos se regocijen con la publicitada imagen denigratoria del puto para así poder sentirse los pobres, tan sin otros satisfactores de su vanidad, superiores por lo menos a un (gesto de fuchi) maricón.
            Cierto: se nos constela con todo tipo de adjetivos: cobardes, cochinos, débiles, serviles, sofisticados, asaltabraguetas, etcétera; somos víctimas cautivas de mordelones y majaderos, y a veces hasta tenemos que tragarnos la conmiseración de los “liberales”.
            No importa. Dio la casualidad que el propio proceso histórico y social nos privilegia; nos privilegiará más con el terror demográfico y el libertinaje del consumo. Somos, muchas veces sin darnos cuenta y sin haber colaborado voluntariamente en ello, más libres y más fuertes que nuestros semejantes de hace apenas diez años. La represión que sufrimos es sólo una modalidad de la que sufre la población entera, y aunque en muchos casos siga siendo brutal, en otros muchos contamos con medios de defensa impensables hace dos décadas, como una creciente población homosexual con nivel de consumo y algún peso en la opinión pública. Es predecible que nuestra “marginalidad” deje de serlo, como en Estados Unidos, y se vuelva una modalidad del conformismo imperante. Nos habrán de privilegiar porque tolerarnos será un acceso a nuestros bolsillos. Nuestros ojos no causarán pánico, sino la amabilidad de que “el cliente siempre tiene la razón”.

*

Si la homosexualidad en México se enfoca como una represión dentro del privilegio  y como una subversión dentro del conformismo de nuestra clase media, podrá comprenderse que una política de tolerancia tenderá a reforzar las posiciones de privilegio y conformismo de clase, y a eliminar los elementos subversivos de minoría nacidos durante la intolerancia persecutoria. Es decir, a acabar la diferencia política de la homosexualidad actual para trocarla en una opción igualmente cosificada y banalizada que aquélla en que se ha convertido la conducta sexual establecida. Un bello personaje homosexual, en una obra de Jean Cocteau, en cuanto se le ofrece la tolerancia se suicida, porque ningún hombre digno puede aceptar la vejación de ser “tolerado”.
            Nuestra homosexualidad nos enemistó con el modelo dominante de sociedad. Nos dio una diferencia política ante todos los aspectos de la vida, mucho más allá de la cama. Frente a la cosificación moral del matrimonio y el engendramiento, nos enfrentó con la realidad del sexo sin subterfugios. La dura realidad cruda del sexo. Nos costó años –nuestros más vigorosos años de adolescencia y juventud –deshacernos de la domesticación social y aprendernos como fisiología. Limpiar nuestros cuerpos de mierda de la moral dominante. El hogar nos expulsó, pero nos permitió también despreciar la propiedad, a veces (sin institución familiar, la acumulación de riqueza pierde mucho sentido), y los lazos sanguíneos, para encontrar familias entre desconocidos solidarios, y crear razones de vida más fundamentales que el fetiche del dinero. Nos hizo valientes: capaces de oposición y de decisiones riesgosas. El saber que la sociedad nos desprecia pudo trocarse en desprecios a sus premios y sus trampas. Nos hizo fuertes al obligarnos a forjarnos callo. En avenidas nocturnas rompimos barreras de clase, de religión, de nacionalidad y de partido. Recuerdo a Pasolini contestándoles a los sociólogos académicos: ¿ustedes, marxistas de cubículo y asambleas, me acusan de no conocer a los proletarios? ¡Si llevo treinta años acostándome con ellos, tratándolos, mientras ustedes han quedado encerrados en el estatus pequñoburgués!
            No sólo dimos la lucha contra el racismo exterior, sino contra el racismo interiorizado en nosotros mismos por la educación familiar y social, que nos hacía despreciarnos y malquerernos porque no checábamos con el modelo del dócil ciudadano convencional. Se nos convirtió en monstruos y caricaturas, y en esos bajos fondos construimos otra dignidad. Aprendimos la soledad y que la única fortaleza emotiva es el trabajo. Aprendimos también el placer y sus caídas, sin redes institucionales de protección. Sobre todo aprendimos el buen humor: al reírnos de la sociedad y también de nosotros mismos pudimos muchas veces habitar días y años inhabitables. La conciencia de nuestra joda pudo llevarnos a ser más sensibles ante la joda de otros.
            Como nuestras relaciones amorosas no se dirigían a construir un patrimonio, a erigir una institución de buena conciencia, a subir en el status social ni a colocarnos mejor en el escalafón establecido, las vivimos efímeras y muchas veces, las más, descarnadas; aprendimos a amar en el amante a otro, y no a un objeto de nuestra propiedad. En la escuela del escarnio perdimos en buena hora muchos prejuicios y vanidades tontas. Tuvimos, en fin, que explorar el infierno que se nos dio por morada, y ahí supimos amar también nuestras cavernas.
            Se nos obligó a crear un lenguaje secreto, y lo hicimos bello y divertido. Tanto que la sociedad tuvo que tomar, mediatizándolas, muchas de nuestras formas de arte y sensibilidad. Recobramos el sentido del juego y nuestra fama de ingeniosos y lúdicos se universalizó. Tuvimos que inventarnos defensas y volvernos, simultáneamente, más agudos, más refinados, más vulgares, más lúcidos, más generosos y más cabrones. En cualquier lucha de nuestro siglo ha colaborado –casi siempre desde la sombra en que nos encarcela– alguno de nosotros.
            Y bien, estos beneficios –podría llenar páginas y páginas con su letanía– se los debemos a la persecución. No habrán necesariamente de definirnos durante una política de tolerancia. Habrá una nueva norma sexual dominante: que se caracterizará por cosificar el sexo, volviéndolo un satisfactor momentáneo y banal de cuerpos de suyo cosificados, sin aventura y sin creatividad, propios de conformistas clasemedieros, que acaso se olviden por completo de los otros jodidos y de sus experiencias cuando fueron perseguidos, en cuanto la tolerancia del consumo les dé el beneplácito.
            Pero habrá también –ya la hay, salpicada por ahí entre la anónima población– una nueva minoría sexual, fiel al placer radical, a la indisoluble unión entre la cama y el trabajo, la intimidad y la política, el acto sexual y la solidaridad humana. (Ningún pobre diablo, ningún hijo de la chingada puede ser un buen amante; y ningún buen amante puede seguirlo siendo si empieza a transformarse en un mal hombre. El amor y la honestidad son vasos comunicantes.)
            Una nueva minoría de amantes radicales, ya muy visible entre jóvenes todavía “homosexuales” y “heterosexuales” (pero ya muy semejantes en muchas actitudes ante la vida, muy solidarios recíprocamente), será más valiente y dichosa, más revolucionaria, de lo que ahora somos los homosexuales de la intolerancia.
            Nuestra disidencia acaso sea sólo un precursor de esa nueva minoría, en la que deberíamos apresurarnos a participar. Homosexualidades, heterosexualidades y otros membretes desaparecerán entonces. Recobraremos el sexo polimorfo, sin trabas ni mistificaciones: el fuego sagrado de Prometeo, la fuerza que permitirá –acaso– la realización de la utopía; y por lo pronto, la fuerza formidable que nos dará una vida cotidiana capaz de alegría, generosidad y talentosa creación de nuestras propias horas. Nuestros propios, personales, importantísimos minutos.

(Publicado originalmente el 17 de marzo de 1979, en el suplemento “Sábado” del diario Unomásuno, de la Ciudad de México. Captura: cortesía de Editorial Quimera.)



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