miércoles, 1 de mayo de 2013

DOSTOYEVSKI


DOSTOYEVSKI: EL RIVAL DE CRISTO

 

Por José Joaquín Blanco

 

Sólo después --en realidad, mucho después-- de 1884 se empezó a hablar de Dostoyevski (1821-1881) en Francia, a partir de traducciones incompletas o resumidas.  Resultaba un autor demasiado anárquico y selvático para el gusto occidental.  (Tuvo mejor suerte en lengua alemana, pero no en otras lenguas romances ni en inglés.)

A principios de este siglo, André Gide --ya entusiasmado por autores diferentes o rebeldes, del tipo de Baudelaire y de Nietzsche-- se propuso un estudio sobre Dostoyevski, para una colección popular en la que se volverían famosas las biografías firmadas por Romain Rolland y Stefan Zweig sobre los grandes nombres del arte.  En 1908 produjo un ensayo sobre "Dostoyevski en su correspondencia". La primera guerra mundial estorbó este proyecto; sin embargo, poco después redactó una presentación de Los hermanos Karamazov para una obra de teatro basada en esa novela y, finalmente, una alocución en el centenario de Dostoyevski, y seis conferencias pronunciadas en el Teatro Vieux-Colombier (1922).

Con el título Dostoyevski, articles et causeries (1923) apareció este humilde material periodístico que ya no aspiraba a conformar ninguna "biografía popular" ni ningún estudio sistemático e integrado; sigue en nuestros días destacando en la bibliografía dostoyevskiana, y reeditándose en ediciones de bolsillo (Idées, Gallimard).  Ha interesado recientemente a la Universidad Autónoma de Tlaxcala, que lo hizo traducir (por Nicole Vaïse y Octavio Torrija) y editar en un bonito volumen, tanto más útil cuanto que no se ha visto en mucho tiempo, si es que existe, otra versión castellana de Dostoyevski.  Artículos y charlas.

Dentro del campo gideano, este libro importa --además de su valor como influjo premeditado en Los falsificadores de moneda (o Los monederos falsos) y, sin duda, en Las cuevas del Vaticano: las respuestas francesas a los Demonios, Endemoniados o Poseídos de Dostoyevski--, como laboratorio moral: es en esta obra donde André Gide discute el acto gratuito, la nueva moralidad, la participación del demonio y del Mal en el arte, la importancia de la enfermedad o la llaga para la creación y la rebeldía, el desorden prometeico de un mundo sin Dios, etcétera.  Aquí se encuentran algunos de sus epigramas famosos, como aquel de "Con los buenos sentimientos se hacen las malas novelas", y apreciaciones laterales de Blake, Nietzsche, Rousseau, Browning, y los evangelios. 

El análisis se enfoca especialmente hacia Demonios (1871), Los hermanos Karamazov (1880), Crimen y castigo (1866) y, sobre todo, El eterno marido (1870), y no elude información biográfica --la epilepsia, la condena de muerte y su conmutación por la prisión siberiana; algún escabroso atisbo sobre una violación a una niña-- en su método crítico.

Es curiosa la pasión de Gide por Dostoyevski: del más intelectual de los novelistas de principios de siglo contra el más furibundamente anti-intelectual de los narradores del siglo anterior.  Dostoyevski, según el estudio de Gide, sitúa todo infierno en el cerebro, toda falta o torpeza de acción en el exceso mental, toda maldad o degeneración en las ideas; sin embargo, no deja nunca en paz a la inteligencia: tanto para formar a sus tremendos villanos como para dar destino trágico a sus principales protagonistas; y sobre todo, al final, para caer él mismo --y en picada-- en el averno intelectualizante (intelectualmente anti-intelectual) del Diario de un escritor.

Gide de inmediato sitúa a Dostoyevski, con Blake y Nietzsche, en el gran problema de la inteligencia del hombre moderno: si Dios no existe, el destino del hombre es libérrimo e ilimitado; pierde en consecuencia guías y apoyos religiosos anteriores: todo le está permitido y, entonces, su pensamiento en nada se diferencia de la locura. Toda idea es posible. 

Pero a final de cuentas el hombre no es sino un ser débil y humillado, que no soporta su orfandad de Dios: no resiste ni siquiera el fantasma de los pensamientos libres e ilimitados, y sus saltos al absoluto se resuelven en  locura, en humillación, en degradación, o sobre todo en la resignación de hinojos y a voz en cuello frente al Cristo tradicional y eslavo de la Iglesia Ortodoxa Rusa.

Gide dedica buen espacio a hablar del mundo dostoyevskiano como una galería de personajes entre dos polos diferentes: la humillación y el orgullo: incluso sus misterios algebraicos de la-pasión-a-través-de-la-degradación, el-odio-por-el-amor, el-suicidio-como-resultado-del-amor-a-la-vida, el-asesinato-como-muestra-de-veneración, y siempre la pasión del orgullo y el amparo de la humillación: "Tenemos pues frente a la humildad y en el mismo plano moral, pero en el otro extremo del plano, el orgullo, que la humillación exagera, exaspera y deforma a veces monstruosamente".

Y la cadena infinita del humillado que busca humillar a los demás, y librarse de las humillaciones anteriores o presentes con otras todavía más atroces.  La suprema humillación corresponde en Dostoyevski a un ideal de nobleza humana, mientras que la cadena del orgullo lleva a jerarquías de abyección, donde cada villano resulta más cerebral en la medida que más vil sea su orgullo destructor y maldito; todo ello, claro, dentro de la lógica evangélica de que los últimos serán los primeros.  Dice Gide:

"Como en el evangelio, en la obra de Dostoyevski el reino de los cielos pertenece a los pobres de espíritu.  Para él, lo que se oponer al amor, no es tanto el odio sino las lucubraciones del cerebro.  Comparado con Balzac, si examino esos seres voluntariosos que me presenta Dostoyevski, me doy cuenta de repente que todos son seres terribles.  Vean a Raskolnikof, el primero de la lista, al principio un pobre ambicioso que quisiera ser Napoleón y que no logra más que matar a una pobre vieja usurera y a una pobre muchacha.  Vean a Stravoguin, a Pedro Stepanovich, a Iván Karamazov, al héroe de El adolescente (el único de los personajes de Dostoyevski que desde el principio de su vida, al menos desde que tiene uso de razón, vive con una idea  fija: ser un Rotschild; y como ironía, no hay en toda la obra de Dostoyevski criatura más débil, más a la merced de todos).  La  voluntad de sus héroes y todo lo que en ellos hay de inteligencia y de voluntad, parece precipitarlos al infierno; y si trato de      saber qué papel desempeña la inteligencia en las novelas de      Dostoyevski, me doy cuenta de que siempre tiene un papel      demoniaco".

Advierte asimismo que los personajes más peligrosos de Dostoyevski son los más intelectuales, y no tanto porque la inteligencia sea una potencia maligna, sino porque aun creyendo usarla para el bien, se les vuelve una virtud de orgullo, de engreimiento o soberbia, que los derrumba.  "Para los personajes de Dostoyevski no hay más que un modo de entrar al reinode Dios y es renunciando a la inteligencia, abdicando la voluntad personal, asumiendo el renunciamiento de sí mismo".

La pasión y la compasión de Dostoyevski resultan, en efecto, monstruosas y delirantes dentro de las normas de la lógica occidental.  No importa tanto la honra a la española (sus "celosos" no sufren tanto por celos, como un Otelo, sino por la humillación o degradación de algún tipo de ideal encarnado en su mujer, de modo que se comportan de manera diversa: casi sin odio al rival, ni a la adúltera, pero con alguna pasión autodestructora que se ceba sobre todo en el propio cornudo, como es el caso de El eterno marido --Gide encuentra que Coleridge opinaba de los celos lo mismo que Dostoyevski); no importa tanto la reputación (todos los personajes de Dostoyevski gritan y exageran sus propios vicios y debilidades), ni siquiera la autoestima (todos se martirizan en sus introspecciones), sino una especie de fuerza unánime de vida, en la cual el dolor, la degradación y el desastre no aparecen como enemigos de la vida, sino como ocasiones óptimas, viscerales, florecientes de existencia.

De hecho, Dostoyevski no encuentra mejor oportunidad de amar la vida, de entonar el gran himno negro de su optimismo vital, que cuando sus personajes y situaciones llegan al extremo más trágico: epilepsia, locura, degradación, resoluciones fatales, muertes y suicidios, derrumbes inapelables, etcétera.  Porque en efecto, este novelista del sufrimiento, de la enfermedad, la vejación y el miedo, es el que proclama: "Denme tres vidas y no me serán suficientes... Tienes tal deseo de vivir que si te dieran tres vidas no te alcanzarían".

Y sin duda encuentra que los episodios de la vida más enconados y plenos son, como diría Nietzsche, los del riesgo y del peligro; sobre todo al borde de los abismos mentales, cuando la cabeza afiebrada ya perdió las riendas de la razón y se abre paso hacia su solución más trágica, a través de sombras y delirios fríos, con una lucidez demente y espeluznante, como una luz de plata.  Dostoyevski, dice Gide, es uno de los novelistas más religiosos, sencillamente porque es uno de los novelistas para los cuales tanto Dios como el Demonio verdaderamente existen, minuciosamente, sólidamente: los ve, los oye, los palpa; los siente sudar --su calor individual-- a sus espaldas, escucha sus jadeos en el extravío personal de la conciencia.

Para André Gide, en las novelas de Dostoyevski "jamás el hombre se encuentra más cerca de Dios como cuando llega al límite del dolor". El "límite del dolor", tal es la enconada estética de Dostoyevski: la plenitud de la vida... que sólo se alza cuando se derrumba.

Gide dedica buen espacio a discutir la religión, los espíritus nacionales, las vísperas de la Revolución de Octubre.  Hay mucho en Dostoyevski que no es propiamente literatura, sino algo más: que se acerca a los misterios y a las seriedades de la religión o de la medicina, de la locura o de la pesadilla.  El arte plenamente humano de hombres sanos, alegres y con el cerebro y el corazón cada cual en su sitio --Goethe, Tuguenev, Tolstoi-- daba pánico a Dostoyevski.  Un arte laico carente de mística y de demonología, le parecía un arte blasfemo, sacrílego: una suplantación humana --y humana occidental: burguesa; sí, típica de Turguenev-- de las atribuciones de Dios.  Una profanación, un sacrilegio.  Cuando Dimitriv Karamazov escucha los versos del Himno de la alegría de Schiller --en su momento considerados el mayor logro lírico de la humanidad--, exclama: "¡La belleza, qué cosa terrible y horrenda!  ¡Una cosa terrible!  Ahí es cuando el diablo entabla la lucha con Dios, y el campo de batalla es el corazón del hombre!".

El lector que quiera conocer la génesis del uso gideano de los evangelios como crítica cultural y moral --"debe uno perderse para encontrarse", etcétera--, la encontrará precisamente en este libro.  ¿Qué referencia más apropiada para enfrentar a Dostoyevski que los evangelios?  "Durante su destierro de Siberia, Dostoyevski conoció a una mujer que puso entre sus manos el evangelio.  El evangelio era por cierto la única lectura oficialmente permitida en el presidio.  La lectura y meditación del evangelio fueron para Dostoyevski de una importancia capital. Todas las obras siguientes están impregnadas de doctrina evangélica."

No fue el único rival de Cristo en la literatura europea del siglo XIX. "Me parece sumamente interesante, prosigue Gide, observar y comparar las reacciones tan distintas que provocó el encuentro del evangelio en dos naturalezas por ciertos lados muy familiares: la de Nietzsche y la de Dostoyevski.  La reacción inmediata, profunda, de Nietzsche fue, y hay que decirlo, los celos. No creo que se llegue a entender la obra de Nietzsche sin tomar en cuenta este sentimiento.  Nietzsche ha estado celoso de Cristo, celoso hasta la locura.  Al escribir Zaratustra, el tormento de Nietzsche es hacer pedazos el evangelio.  Escribe el Anticristo y en su última obra, Ecce Homo, se levanta como victorioso rival de aquél del cual pretendía suplantar la enseñanza". 

Bien: pero asimismo André Gide compitió como inventor de evangelios --bienaventuranzas sensualistas y rebeldes, individualistas, de un vitalismo ávido--  con sus Los alimentos terrestres.


 

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