DOSTOYEVSKI:
EL RIVAL DE CRISTO
Por
José Joaquín Blanco
Sólo
después --en realidad, mucho después-- de 1884 se empezó a hablar de
Dostoyevski (1821-1881) en Francia, a partir de traducciones incompletas o
resumidas. Resultaba un autor demasiado
anárquico y selvático para el gusto occidental.
(Tuvo mejor suerte en lengua alemana, pero no en otras lenguas romances
ni en inglés.)
A principios de este
siglo, André Gide --ya entusiasmado por autores diferentes o rebeldes, del tipo
de Baudelaire y de Nietzsche-- se propuso un estudio sobre Dostoyevski, para
una colección popular en la que se volverían famosas las biografías firmadas
por Romain Rolland y Stefan Zweig sobre los grandes nombres del arte. En 1908 produjo un ensayo sobre
"Dostoyevski en su correspondencia". La primera guerra mundial
estorbó este proyecto; sin embargo, poco después redactó una presentación de Los hermanos Karamazov para una obra de teatro
basada en esa novela y, finalmente, una alocución en el centenario de
Dostoyevski, y seis conferencias pronunciadas en el Teatro Vieux-Colombier
(1922).
Con el título Dostoyevski, articles et causeries (1923)
apareció este humilde material periodístico que ya no aspiraba a conformar
ninguna "biografía popular" ni ningún estudio sistemático e integrado;
sigue en nuestros días destacando en la bibliografía dostoyevskiana, y
reeditándose en ediciones de bolsillo (Idées, Gallimard). Ha interesado recientemente a la Universidad Autónoma
de Tlaxcala, que lo hizo traducir (por Nicole Vaïse y Octavio Torrija) y editar
en un bonito volumen, tanto más útil cuanto que no se ha visto en mucho tiempo,
si es que existe, otra versión castellana de Dostoyevski. Artículos y charlas.
Dentro del campo
gideano, este libro importa --además de su valor como influjo premeditado en Los falsificadores de moneda (o Los monederos falsos) y, sin duda, en Las cuevas del Vaticano: las respuestas
francesas a los Demonios, Endemoniados o Poseídos de Dostoyevski--, como laboratorio
moral: es en esta obra donde André Gide discute el acto gratuito, la nueva
moralidad, la participación del demonio y del Mal en el arte, la importancia de
la enfermedad o la llaga para la creación y la rebeldía, el desorden prometeico
de un mundo sin Dios, etcétera. Aquí se
encuentran algunos de sus epigramas famosos, como aquel de "Con los buenos
sentimientos se hacen las malas novelas", y apreciaciones laterales de
Blake, Nietzsche, Rousseau, Browning, y los evangelios.
El análisis se enfoca
especialmente hacia Demonios (1871), Los hermanos Karamazov (1880), Crimen y castigo (1866) y, sobre todo, El eterno marido (1870), y no elude
información biográfica --la epilepsia, la condena de muerte y su conmutación
por la prisión siberiana; algún escabroso atisbo sobre una violación a una
niña-- en su método crítico.
Es curiosa la pasión
de Gide por Dostoyevski: del más intelectual de los novelistas de principios de
siglo contra el más furibundamente anti-intelectual de los narradores del siglo
anterior. Dostoyevski, según el estudio
de Gide, sitúa todo infierno en el cerebro, toda falta o torpeza de acción en
el exceso mental, toda maldad o degeneración en las ideas; sin embargo, no deja
nunca en paz a la inteligencia: tanto para formar a sus tremendos villanos como
para dar destino trágico a sus principales protagonistas; y sobre todo, al
final, para caer él mismo --y en picada-- en el averno intelectualizante
(intelectualmente anti-intelectual) del Diario
de un escritor.
Gide de inmediato
sitúa a Dostoyevski, con Blake y Nietzsche, en el gran problema de la inteligencia
del hombre moderno: si Dios no existe, el destino del hombre es libérrimo e
ilimitado; pierde en consecuencia guías y apoyos religiosos anteriores: todo le
está permitido y, entonces, su pensamiento en nada se diferencia de la locura.
Toda idea es posible.
Pero a final de
cuentas el hombre no es sino un ser débil y humillado, que no soporta su
orfandad de Dios: no resiste ni siquiera el fantasma de los pensamientos libres
e ilimitados, y sus saltos al absoluto se resuelven en locura, en humillación, en degradación, o
sobre todo en la resignación de hinojos y a voz en cuello frente al Cristo
tradicional y eslavo de la
Iglesia Ortodoxa Rusa.
Gide dedica buen
espacio a hablar del mundo dostoyevskiano como una galería de personajes entre
dos polos diferentes: la humillación y el orgullo: incluso sus misterios
algebraicos de la-pasión-a-través-de-la-degradación, el-odio-por-el-amor,
el-suicidio-como-resultado-del-amor-a-la-vida,
el-asesinato-como-muestra-de-veneración, y siempre la pasión del orgullo y el
amparo de la humillación: "Tenemos pues frente a la humildad y en el mismo
plano moral, pero en el otro extremo del plano, el orgullo, que la humillación
exagera, exaspera y deforma a veces monstruosamente".
Y la cadena infinita
del humillado que busca humillar a los demás, y librarse de las humillaciones
anteriores o presentes con otras todavía más atroces. La suprema humillación corresponde en
Dostoyevski a un ideal de nobleza humana, mientras que la cadena del orgullo
lleva a jerarquías de abyección, donde cada villano resulta más cerebral en la
medida que más vil sea su orgullo destructor y maldito; todo ello, claro,
dentro de la lógica evangélica de que los últimos serán los primeros. Dice Gide:
"Como en el
evangelio, en la obra de Dostoyevski el reino de los cielos pertenece a los
pobres de espíritu. Para él, lo que se
oponer al amor, no es tanto el odio sino las lucubraciones del cerebro. Comparado con Balzac, si examino esos seres
voluntariosos que me presenta Dostoyevski, me doy cuenta de repente que todos
son seres terribles. Vean a Raskolnikof,
el primero de la lista, al principio un pobre ambicioso que quisiera ser
Napoleón y que no logra más que matar a una pobre vieja usurera y a una pobre
muchacha. Vean a Stravoguin, a Pedro
Stepanovich, a Iván Karamazov, al héroe de El
adolescente (el único de los personajes de Dostoyevski que desde el
principio de su vida, al menos desde que tiene uso de razón, vive con una
idea fija: ser un Rotschild; y como
ironía, no hay en toda la obra de Dostoyevski criatura más débil, más a la
merced de todos). La voluntad de sus héroes y todo lo que en ellos
hay de inteligencia y de voluntad, parece precipitarlos al infierno; y si trato
de saber qué papel desempeña la
inteligencia en las novelas de Dostoyevski, me doy cuenta de que siempre
tiene un papel demoniaco".
Advierte asimismo que
los personajes más peligrosos de Dostoyevski son los más intelectuales, y no
tanto porque la inteligencia sea una potencia maligna, sino porque aun creyendo
usarla para el bien, se les vuelve una virtud de orgullo, de engreimiento o
soberbia, que los derrumba. "Para
los personajes de Dostoyevski no hay más que un modo de entrar al reinode Dios
y es renunciando a la inteligencia, abdicando la voluntad personal, asumiendo
el renunciamiento de sí mismo".
La pasión y la
compasión de Dostoyevski resultan, en efecto, monstruosas y delirantes dentro
de las normas de la lógica occidental.
No importa tanto la honra a la
española (sus "celosos" no sufren tanto por celos, como un Otelo,
sino por la humillación o degradación de algún tipo de ideal encarnado en su
mujer, de modo que se comportan de manera diversa: casi sin odio al rival, ni a
la adúltera, pero con alguna pasión autodestructora que se ceba sobre todo en el
propio cornudo, como es el caso de El eterno
marido --Gide encuentra que Coleridge opinaba de los celos lo mismo que
Dostoyevski); no importa tanto la reputación (todos los personajes de
Dostoyevski gritan y exageran sus propios vicios y debilidades), ni siquiera la
autoestima (todos se martirizan en sus introspecciones), sino una especie de
fuerza unánime de vida, en la cual el dolor, la degradación y el desastre no
aparecen como enemigos de la vida, sino como ocasiones óptimas, viscerales,
florecientes de existencia.
De hecho, Dostoyevski
no encuentra mejor oportunidad de amar la vida, de entonar el gran himno negro
de su optimismo vital, que cuando sus personajes y situaciones llegan al
extremo más trágico: epilepsia, locura, degradación, resoluciones fatales,
muertes y suicidios, derrumbes inapelables, etcétera. Porque en efecto, este novelista del
sufrimiento, de la enfermedad, la vejación y el miedo, es el que proclama:
"Denme tres vidas y no me serán suficientes... Tienes tal deseo de vivir
que si te dieran tres vidas no te alcanzarían".
Y sin duda encuentra
que los episodios de la vida más enconados y plenos son, como diría Nietzsche,
los del riesgo y del peligro; sobre todo al borde de los abismos mentales,
cuando la cabeza afiebrada ya perdió las riendas de la razón y se abre paso
hacia su solución más trágica, a través de sombras y delirios fríos, con una
lucidez demente y espeluznante, como una luz de plata. Dostoyevski, dice Gide, es uno de los
novelistas más religiosos, sencillamente porque es uno de los novelistas para
los cuales tanto Dios como el Demonio verdaderamente
existen, minuciosamente, sólidamente: los ve, los oye, los palpa; los siente
sudar --su calor individual-- a sus espaldas, escucha sus jadeos en el extravío
personal de la conciencia.
Para André Gide, en
las novelas de Dostoyevski "jamás el hombre se encuentra más cerca de Dios
como cuando llega al límite del dolor". El "límite del dolor",
tal es la enconada estética de Dostoyevski: la plenitud de la vida... que sólo
se alza cuando se derrumba.
Gide dedica buen
espacio a discutir la religión, los espíritus nacionales, las vísperas de la Revolución de
Octubre. Hay mucho en Dostoyevski que no
es propiamente literatura, sino algo más: que se acerca a los misterios y a las
seriedades de la religión o de la medicina, de la locura o de la
pesadilla. El arte plenamente humano de
hombres sanos, alegres y con el cerebro y el corazón cada cual en su sitio
--Goethe, Tuguenev, Tolstoi-- daba pánico a Dostoyevski. Un arte laico carente de mística y de
demonología, le parecía un arte blasfemo, sacrílego: una suplantación humana
--y humana occidental: burguesa; sí, típica de Turguenev-- de las atribuciones
de Dios. Una profanación, un sacrilegio. Cuando Dimitriv Karamazov escucha los versos del
Himno de la alegría de Schiller --en su
momento considerados el mayor logro lírico de la humanidad--, exclama:
"¡La belleza, qué cosa terrible y horrenda! ¡Una cosa terrible! Ahí es cuando el diablo entabla la lucha con
Dios, y el campo de batalla es el corazón del hombre!".
El lector que quiera
conocer la génesis del uso gideano de los evangelios como crítica cultural y
moral --"debe uno perderse para encontrarse", etcétera--, la
encontrará precisamente en este libro.
¿Qué referencia más apropiada para enfrentar a Dostoyevski que los
evangelios? "Durante su destierro
de Siberia, Dostoyevski conoció a una mujer que puso entre sus manos el
evangelio. El evangelio era por cierto
la única lectura oficialmente permitida en el presidio. La lectura y meditación del evangelio fueron
para Dostoyevski de una importancia capital. Todas las obras siguientes están
impregnadas de doctrina evangélica."
No fue el único rival
de Cristo en la literatura europea del siglo XIX. "Me parece sumamente
interesante, prosigue Gide, observar y comparar las reacciones tan distintas
que provocó el encuentro del evangelio en dos naturalezas por ciertos lados muy
familiares: la de Nietzsche y la de Dostoyevski. La reacción inmediata, profunda, de Nietzsche
fue, y hay que decirlo, los celos. No creo que se llegue a entender la obra de
Nietzsche sin tomar en cuenta este sentimiento.
Nietzsche ha estado celoso de Cristo, celoso hasta la locura. Al escribir Zaratustra,
el tormento de Nietzsche es hacer pedazos el evangelio. Escribe el Anticristo
y en su última obra, Ecce Homo, se levanta
como victorioso rival de aquél del cual pretendía suplantar la
enseñanza".
Bien: pero asimismo
André Gide compitió como inventor de evangelios --bienaventuranzas sensualistas
y rebeldes, individualistas, de un vitalismo ávido-- con sus Los
alimentos terrestres.
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