A
finales del siglo XIX, el joven Paul Valéry (1871-1945) decidió considerar como
enemigos personales el sentimiento y la literatura. Había algo monjil en esos
rechazos: ¿el monje lúbrico enamorado de la castidad, el monje sibarita que
ansía el lujo de lo austero? ¿Por qué tanta codicia de la serenidad y de la
austeridad?
De hecho, poco antes de morir, Valéry
intentaba escribir una segunda parte de Monsieur
Teste, titulada Le Moine: su
melancolía intelectual tiene mucho de la acedía medieval de los conventos: “Por
favor jamás me llames poeta, le escribió a Gide. No soy un poeta, sino el
Señor-que-se-aburre... Toda belleza me repele; sólo la Expresión me conquista”.
Y es autor de un Mi Fausto (1945).
Nunca sabremos de dónde surgió ese odio
no sólo profesional, sino encarnizadamente personal, al grado que lo llevó a
abandonar durante varios años la poesía y todo tipo de vida mundana. Fue mucho
tiempo un pulcro oficinista eficiente que sólo trataba a su familia. Para
habitar esa soledad se inventó dos amigos: Leonardo da Vinci, cuyo método de
pensamiento quiso estudiar (1895) —“Introducción al método de Leonardo da
Vinci” en Política del espíritu, Tr.
A. Battistessa, Buenos Aires, Losada, 1961—, y Monsieur Teste (1896) —Tr. de S. Elizondo, UNAM—, el Hombre Cabeza
(en oposición al Hombre Panza de Rabelais).
Los filósofos nunca han opinado gran
cosa del pensamiento de Valéry, ni los científicos han encontrado grandes
iluminaciones en su afición a las matemáticas. Pero su exigencia de aplicar tal
pensamiento abstracto y tal disciplina matemática a la literatura, produjo
primero una herejía, y luego una de las escuelas más pujantes del pensamiento
literario de la primera mitad del siglo, especialmente en las lenguas francesa
y española generación del 27, generación
de Orígenes, Contemporáneos).
Algo ya venía cocinándose al
respecto. En su “Filosofía de la
composición”, Edgar Allan Poe había insinuado un método matemático —que en
realidad no practicó; ese método fue una ocurrencia posterior a la redacción de
“El cuervo”—; y tanto en el Renacimiento (Francisco de Aldana y fray Juan de la Cruz , por ejemplo), como en
el Barroco (sor Juana), y en el siglo XVIII (Goethe, Hölderlin, Novalis),
diversos poetas habían intentado una poesía intelectual, una poesía filosófica.
Sin embargo, los poemas filosóficos
solían hacer la concesión de ciertas parábolas, anécdotas o metáforas, detrás
de las cuales se destilaba discretamente el pensamiento difícil o esotérico:
sor Juana, por ejemplo, hizo como que contaba un sueño. Paul Valéry prescinde
de tales concesiones y desea hacer poemas como cifras, exaltadas además por el
feroz rigor estilístico que Mallarmé impuso.
Hay que decirlo: tal proposición
estética era una extravagancia. Ni Mallarmé ni Valéry añadieron un ápice al
pensamiento científico o filosófico de su época, y sí nos dejaron muchos poemas
presuntuosos de una profundidad mental de que carecen. El propio Monsieur Teste es un juego de estudiante
de filosofía, de un amateur. Sólo un
bachiller engreído sale con inocentadas como: “Quise tratar las cosas del
espíritu según métodos análogos a los de la Termodinámica ”.
(¿Ah, te cae? ¿Y por qué no tratar a la Termodinámica con
los “métodos del espíritu”?) La filosofía seria lo ve como mero diletantismo.
Menos que en otros poetas hay que buscar profundidad en Mallarmé y Valéry: no
la tienen; detrás de la forma elaboradísima, el vacío (un vacío prefabricado:
ni la naturaleza ni el hombre conocen el vacío, que es una mera categoría
cultural).
Pero en ambos ocurrió la construcción
de formas de pureza exagerada, enrarecida, que aspiraban a la exactitud y a la
limpieza de ciertos aforismos o de ciertas ecuaciones. Se habla de diamantes,
de prismas cortados en cristal de roca. Poemas que no se parecían a ningún
otro. Poseían un resplandor de lenguaje
exacto y puro —para significar nada— que los distinguía de la poesía oratoria o
sentimental, frívola o mundana. Eran oraciones elevadas a un No-dios.
Se hablaba del Espíritu Puro, lo que es
difícil de explicar en autores completamente secularizados, casi ateos, como
Valéry. Su Espíritu Puro era el No-dios, su lenguaje la No-tontería y la No-emoción , su arte una
pura construcción intelectual premeditadamente absurda, sin fin, sin motivo,
como un simple pasatiempo científico. Se aburría de la literatura vulgar, como
las novelas de “la Marquesa
salió a las 5” ;
pero ¿de veras es tan insólita La Joven Parca (1917) —Tr. de Mariano Brull,
Barcelona, Cuadernos Marginales, 1973—? ¿Después de su éxito en el parnaso,
cuando se volvió modelo mundial, la Joven Parca nunca salió a las 5?
Solía decir que el único goce de la
composición poética era el comparable a la resolución de intrincados problemas
matemáticos. Bueno: ¿y entonces por qué Valéry no se dedicó a las matemáticas o
a la filosofía abstracta, en lugar de fastidiar a la pobre poesía con esas
exigencias en las que él no era ningún profesional (sus libros de prosa a veces
tienen ingenio, nunca un pensamiento notable)?
Porque encontró en ellas un camino para la creación de ciertas formas
poéticas nuevas, de un tipo de poemas que no había sido intentado antes, salvo
por su precursor Mallarmé. Ahora podemos llanamente celebrar el diseño racional
de la poesía de Valéry, como se celebra el color en García Lorca o el humor en
Brecht.
Por lo demás, este deporte o pasatiempo
de las dificultades intelectuales por ellas mismas, no ocurrió sólo en la
poesía; el mismo año de la aparición de
El cementerio marino estalló en los Estados Unidos el furor por los
crucigramas, según cuenta Malcolm Cowley en Exile’s
Return. Y viéndolo bien, el demonio de la analogía... Valéry no sólo
inspiró a grandes poetas, sino también a ciertos filólogos que confundían la
composición y los estudios literarios con los crucigramas universitarios. De hecho, el lamentable futuro que Valéry
pronostica para la poesía es el enrarecimiento de una extravagante artesanía
verbal, como los anagramas o el ajedrez, cuando se vuelva —para él ya faltaba
poco— “tan obsoleta y tan distanciada de la vida, en cuando vida y en cuanto
práctica, como la geomancia, la heráldica y la cetrería”. (Variedad I y II, Tr. A. Bernárdez y J.
Zalamea, Buenos Aires, Losada, 1956, 2 t.)
Paul Valéry introdujo un nuevo héroe
poético: el filósofo solitario, el matemático de los versos. Otros poetas
tenían como héroes al aventurero, al amante, al revolucionario. Valéry quiso al
pensador abstracto. No podía imaginar que los grandes pensadores del siglo no
serían tan aburridos, misántropos y desganados como su Monsieur Teste. Albert Einstein y Bertrand Russell, que sí sabían
verdaderas matemáticas y verdadera filosofía, caben mejor en la poesía de
Auden, Gerardo Diego o Pellicer, que en los abstractotes héroes de Valéry.
Einstein y Russell hacían otras cosas que solamente “pensar que pensaban el
pensamiento”.
Es una pena que Valéry no quisiera
contar la tormenta personal que lo llevó a estas concepciones y al abandono,
durante veinte años, de la poesía (“A los veinticinco años pude haber sido un
surrealista”, les dijo alguna vez a Breton y a Aragon). Pero el tiempo todo lo
arregla, y ya maduro, regresó a los parnasos que había condenado y abandonado,
sólo para llevarse —una a una— todas las coronas. Inmediatamente se convirtió
en asunto consentido de las tesis universitarias.
Con cierto humor el laureado Valéry
aceptó su banquito en el circo literario, y repitió sobre pedido todas sus
muecas antipoéticas, ante las ovaciones cerradas del mismo público
“sentimental” e “ignorante” de siempre, pero que ahora tenía apetito por la
poesía vacía de realidad, la pura forma, la pura cifra. ¡En esta temporada
poética se desaconsejan los rubíes y los damascos; se han puesto de moda los
diamantes, los prismas! Ahora, la
novedad es, señoras y señores, que La
joven Parca no dice nada; el nuevo show
es el pensamiento-solitario-reflejándose-a-sí-mismo. Un monstruo tan rentable
como la niña-tortuga o el caimán de dos cabezas.
Hay mucho de circo y de cirquero en
Paul Valéry. Le parece una tontería saltar en el trapecio... salvo que tales
saltos sean muy difíciles. Lo único que los justifica es su novedosa
dificultad. Se debe pues escribir versos cada vez más arduos, para lucir saltos
mortales triples o cuádruples. Hay cierto puritanismo poético: lo único que
redime al poema es el esfuerzo deliberado de vencer atolladeros formales cada
vez más complicados. ¿Ah, de veras? ¿Y
cuáles son los méritos de la-dificultad-por-la-dificultad? ¿Acaso va uno a comer con los codos y no con
las manos, sólo porque es más difícil manejar el tenedor con el codos? “Todo lo
que me resultaba fácil me dejaba indiferente.” Algunas de las mejores cosas de
la vida son sencillas, fáciles, y nada tiene de inteligente el complicarlas
porque sí. En buen castellano eso se llama presunción y pedantería. Ya en la época
barroca conocimos, especialmente en nuestra lengua, la aridez, la impertinencia
y la tierra baldía de la-dificultad-por-la-dificultad (“Todos estos papeles son
los monumentos de mis dificultades”, dice, orondo de sus Cahiers, como el joyero que exhibe su caja fuerte: soy más rico en
dificultades que cualquier vecino).
Curiosamente, al mismo tiempo los
dadaístas y los surrealistas trabajaban en el sentido opuesto; dejaban de
esculpir, cincelar y limar elaboradamente “poemas difíciles”, buscaban el grito
y la escritura automática. “La estupidez
no es mi fuerte”, gritó Valéry. Bueno: no siempre resulta demasiado lúcido
quien se pasa la vida pasándose de listo, y proclamándolo a voz en cuello...
Mallarmé era, después de todo, según
Edmund Wilson, un colorista. Un acuarelista de abanicos. Valéry quiere pintar
con pura transparencia, lo que era una forma de vanguardia. Los pintores
exponían un lienzo vacío y le llamaban: “Blanco sobre blanco”. Valéry pinta el
agua sobre el agua —que cada imagen o idea se destruya o se contradiga, de modo
que la sucesión de versos no deje ver nada plenamente configurado, sino un
flujo de reflejos fugitivos—, y lo llama El
cementerio marino (1920).
Sin embargo, hay algo antimoderno,
antivanguardista que predomina en la poesía de Valéry: la música. La música del viejo Racine sonríe en sus
diabluras algebraicas, como las ascuas del disoluto Verlaine aparecían en los
púdicos lienzos, tan orientales, de Mallarmé (el Fauno, Herodías). Queda
incluso detrás de su maestro: Mallarmé trató de destruir la música y el
discurso poético, en Un lance de dados,
al arrojar pedazos de tipografía sobre el papel; Valéry en cambio trabaja para
restablecer la majestad sonora de los metros tradicionales de Francia. Sus
novedosas transparencias suenan a música antigua (“La mer, la mer, toujours recommencée!”)
Este gran enemigo de la división
escolar en “fondo” y “forma” nunca dejó de ejercerla, y en favor de esta
última, especialmente concebida como música, como metro: “Mi poema El cementerio marino empezó en mí con
cierto ritmo que es el del verso francés de diez sílabas cortado en cuatro y
seis. Aún no tenía ninguna idea que debiera llenar esa forma. Poco a poco
palabras flotantes se fijaron en ella determinando progresivamente el tema...
Otro poema, La Pythie , se ofreció primero con un verso de
ocho sílabas cuya sonoridad se compuso por sí misma...” (“Poesía y pensamiento
abstracto”, en Variedad II). “El
germen de ciertos poemas míos ha sido una de esas solicitaciones de
sensibilidad ‘formal’ anterior a todo ‘tema’, a toda idea expresable y
terminada. La Joven Parca fue una
búsqueda, literalmente indefinida, de lo que podría intentarse en poesía,
análoga a la llamada ‘modulación’ en música...” (“Fragmentos de las memorias de
un poema”, Ibid.)
Esta poesía de forma pura, de
no-significación, de transparencia absoluta, en realidad sólo cumple tal
destino en la reflexión ulterior sobre cada poema, pero no en la lectura
minuciosa, concreta, verso por verso. Ahí sí hay un constructor de imágenes
sólidas, vivas: luces, perfiles de cuerpos y objetos, paisajes. Hay incluso
momentos antológicos de erotismo (mujeres desnudas o dormidas, su Eva, su
Narciso). El cementerio marino —Tr.
Jorge Guillén y estudio de Gustave Cohen, Madrid, Alianza Editorial, 1970— tiene
sus barcos como palomas, sus olas como tejado, los submarinos fantasmas de los
muertos entrevistos en los reflejos del agua, el movimiento de las olas contra
las rocas. La mer de Debussy. El
mundo exterior sí existe en ese poema, aunque se difumine cuando —visto en
conjunto— entran en juego las ideas filosóficas que lo niegan (Zenón), o que lo
establecen como meras metáforas de un proceso intelectual:
Gritos, entre cosquillas, de muchachas,
Ojos y dientes, párpados
mojados,
Seno amable que juega con el
fuego,
Sangre que brilla en labios
que se rinden,
Últimos dones, dedos
defensores:
Bajo tierra va todo y entra
en juego.
Aunque Paul Valéry gozó de mayor
prestigio que cualquier poeta en las lenguas romances, no fue ni con mucho el
más influyente como artista. La poesía de nuestro siglo siguió a Eliot, a
Pound, a los surrealistas, a Brecht, a Lorca, a Neruda. ¿Por qué, entonces,
tanto prestigio? Quizás porque en él, más en que en cualquier otro, se
parapetaba no la vanguardia ni la modernidad, sino la tradición.
Se oponía al entusiasmo, a la pasión,
al desahogo (“Considero la poesía como el género menos idólatra”); llamaba una
y otra vez a la reflexión y al cumplimiento de las leyes filológicas y
artísticas; de un modo extravagante, con sus dudosos préstamos científicos,
estaba defendiendo el parnaso tradicional contra los embates de los cambios
modernos. Fue leído como un antídoto contra la caótica modernidad, contra las
vanguardias extralimitadas. Era un punto fijo en el caos artístico, al cual se
asieron dos o tres generaciones entre los años veinte y sesenta.
Atacó a las esfinges y a las videntes
de la poesía, y encumbró el poema voluntario, artificioso, del orfebre
maniático. En nuestro tiempo sus teorías han caído en olvido, incluso para sus
seguidores: quedan versos perfectos, que se citan una y otra vez como
equiparables a los de Racine:
¡Al
idólatra aparta, perra espléndida!
Cuando, sonrisa de pastor, yo solo
Apaciento, carneros misteriosos,
Blanco rebaño de tranquilas tumbas,
Aléjame las prudentes palomas,
Los sueños vanos, los curiosos ángeles.
¿Pero eso era todo —imágenes
magníficas, restauración de la poesía clásica francesa, elaboradísimo ingenio
de composición, puritanismo estilístico, culto de la dificultad y el rigor?
André Gide vio otra cosa. Sobre todo en la época de entreguerras, cuando tantas
demagogias y fanatismos proliferaron, era excéntrica y saludable la apuesta de
Valéry por el escepticismo y el espíritu de crítica. El hombre que sabía decir no a muchos ídolos ideológicos:
"Obstinadamente repetía no y queda
como vivo testimonio de la insumisión del espíritu... para emanciparnos y
liberarnos de fe, cultos, credos..." (Al
filo de la pluma, Tr. Nicole Vase, Universidad Autónoma de Puebla, 1990.)
El poeta del ayuno en mitad de la ordalía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario