NERUDA: ESE CANGREJO, LA POESIA
Por José Joaquín Blanco
El enorme poeta que fue Pablo Neruda (1904-1973) --tan enorme que, en opinión de sus detractores, tenía talento de sobra para repartirlo entre un gran poeta y cuatro muy malos-- se apoyó siempre --pero más en su etapa madura que en la juvenil--, en una vertiginosa línea artística: la de no depurarse, la de no pulirse ni cincelarse (al menos en el sentido académico, retórico o artesanal de depurar, pulir y cincelar).
Al igual que su amigo Carlos Pellicer, aborrecía tanto las antologías como la pose antológica del poeta. ¡Ah, los académicos, los retóricos, los críticos, los universitarios: esos burócratas de la letra! No iba a facilitarles su infame labor mistificadora --domesticadora, acorrientadora-- de la poesía, dejándoles "rosas perfectas" para el bobo pasmo del literato. Que los charlatanes se llenaran la boca del Rigor y la Perfección para los inocentes pretensiosos.
Las rosas en Neruda no eran verdaderas rosas si no llevaban su poco de estiércol, de paraguas, de trenes, de mares bravos rugiendo con fauces de espuma, de Lenin, de espigas y vino, de jactancias de tierno y violento machote, de siempre seducido y roto mujeriego.
Para Neruda los poemas monos y bienhechecitos como tarea de liceo eran cosa de modistillas: era preciso, en el poema, hacer y decir la barbaridad, romper la cristalería. Su poesía debía ser brutal y causar estragos: debía ser una poesía maleducada --la mala educación como libertad incorregible, incluso buscaba la mala educación de la mala educación: "Anduve entonces con gitanos/ y con prestidigitadores,/ con marineros sin buque,/ con pescadores sin pescado,/ pero todos tenían reglas,/ inconcebibles protocolos/ y mi educación lamentable/ me trajo malas consecuencias.
También como Pellicer, Neruda se negó a escoger entre los enterados de la poesía y el público popular de diarios y almanaques. Aunque tal o cual --los menos-- de sus poemas sí reflejen una dirección más clara hacia el lector culto o hacia el público tradicional y romántico (sobre todo, políticamente romántico: el eterno adolescente voluntarista de entregas y rechazos totales), en general su obra lírica gana y pierde, a la vez, con esta mescolanza.
El pueblo agradece o se desconcierta con joyas insólitas y alarmantes (expresionistas, surrealistas, ultraístas, prosaicas, casi terroristas de tan violentas) en mitad de un poema-declamación amoroso, político o patriótico; el lector enterado y discernidor no siempre sabe si agradecer, desconcertarse o maldecir el que en mitad de estupendos poemas serios, bravos alardes de imaginación, genio y literatura de la más alta, venga Neruda a fastidiar con su autoritarismo ("total yo las puedo todas y qué"), su debilidad o su inspiración del prosaísmo extravagante o del ta ta ta tá sentimental o bravucón, o de plano propagandístico, o simplemente el tremendismo de solemnidad tormentosa y de vuelta a las raíces naturales --énfasis cósmico, telúrico, geológico-genital-genésico--, o los rudos, asperísimos golpes de genio que uno no sabe cómo ni cuándo ni por qué, pero hacen de ese poema roto adrede un poema inexplicablemente elevado, multiplicado en su intensidad y sus conotaciones.
¿Y qué? La perfección del poema como ejercicio escolar que ha de calificarse con MB, es prejuicio de los Burócratas de la Letra, de la pedagogía universitaria que confunde la poesía con el crochet y el papier maché. Neruda no hace ninguna barbaridad que los grandes clásicos no hayan frecuentado: Catulo, Dante, Shakespeare, Quevedo, Goethe, Víctor Hugo. Ahí va la rosa: la rosa nerudiana con todo y macetón y algún zapato. ("No soy rector de nada, no dirijo/ y por eso atesoro/ las equivocaciones de mi canto", se jactó ufanísimo).
Escribió en 1935: "Así sea la poesía que buscamos, gastada como por un ácido por los deberes de la mano, penetrada por el sudor y el humo, oliente a orina y a azucena salpicada por las diversas profesiones que se ejercen dentro y fuera de la ley. Una poesía impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia, sacudidas, idilios, creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos... Y no olvidemos nunca la melancolía, el gastado sentimentalismo... Quien huye del mal gusto cae en el hielo".
Neruda es uno de los escasos poetas del mundo (en lengua española, quizás sólo se le equipare en este sentido Miguel Hernández) que ha jugado a ser Adán sin desbarrancarse. Claro que tiene caídas, pero varias --¡varias!-- veces logró arbolarse como un verosímil Adán moderno, con una Eva nunca antes visitada por el amor ni por la palabra: "Cuando subo la mano/ encuentro en cada sitio una paloma,/ que me buscaba, como/ si te hubieran, amor, hecho de arcilla/ para mis propias manos de alfarero"; "He dormido contigo/ y al despertar tu boca/ salida de tu sueño/ me dio el sabor de tierra/ de agua marina, de algas..."; "Lo cierto es que hoy, mirándote al pasar/ entre las aves de pecho rosado/ de los farallones de Capri,/ la llamarada de tus ojos, algo/ que vi volar desde tu pecho, el aire/ que rodea tu piel, la luz nocturna/ que de tu corazón sin duda sale..."; "No buscaba dinero ni luna,/ sino mujer, quería/ mujer para mi amor, para mi lecho,/ mujer plateada, negra, puta o pura,/ carnívora, celeste, anaranjada,/ no tenía importancia,/ la quería para amarla y no amarla,/ la quería para plato y cuchara,/ la quería de cera, tan de cerca..."
Siempre es Neruda el amante total, el erotismo exigente, el Adán absoluto: "Ansíame, agótame, viérteme, sacrifícame./ Haz tambalear los cercos de mis últimos límites."
Quien tantas veces y tan plenariamente da en el centro de la poesía y arranca la poesía misma, ese cangrejo, y la sostiene feliz, enarbolada, con las raíces y tenazas al aire, con una risa jocunda y natural de pescador nato, con su frescura de: "¡Así se pesca!", necesita (y se premia con) vértigos desusados.
De él escribió Luis Cardoza y Aragón en El río. Novelas de caballería: "Amo su arrollador caudal amazónico. Su vía láctea con raudales luminosos y sombras vehementes. Amo su identificación raigal de lo que fue como hombre con su poesía. Amo en él esta unidad hermosa y central y telúrica, por sobre todas las cosas. Amo su amor a la libertad, a la paz. Su lucha solidaria porque el Nuevo Mundo sea un mundo nuevo. Amo lo dilatado de su creación, no sólo por oceánica sino por la diversidad que explica la áurea coherencia de su obra... Amo sus constelaciones, sus montañas de hojarasca, la incesante pureza de su exacta voz sin bridas".
¿Son poesía sus odas a lo más extravagantemente antipoético? Debieran serlo. Son gran literatura insólita. Una literatura un tanto monstruosa, como animales prehistóricos o quiméricos de pronto exhibidos por primera vez en la página civilizada. Las odas al aire, a la alcachofa, al átomo, a las aves, a la castaña, al cobre, a la cebolla; a la crítica, a la envidia, a la energía, al hilo, al laboratorista, a la madera, a los números, a mirar pájaros, al tomate, al aceite, al alambre de púa, a los calcetines, a la farmacia, al jabón; a la papa, a la bicicleta, al buzo, "a un camión colorado cargado de toneles", al cine de pueblo, a la cuchara, a la sal, al serrucho, a las tijeras, a la cama; al caballo, a Valparaíso, al elefante, a Lenin, a las papas fritas ("Chisporrotea/ en el aceite/ hirviendo/ la alegría/ del mundo"...), a las tormentas de Córdoba, al vals "Sobre las olas"...
Su "Oda al caldillo de congrio", que es una literal receta de cocina; la "Oda a la malvenida" ("una flor que su propia quemadura ilumina"); la enloquecida "Oda al mar" --gran ejemplo de esta mescolanza de los más manidos trucos de declamación popular ("entonces/ con siete lenguas verdes/ de siete perros verdes,/ de siete tigres verdes,/ de siete mares verdes") con imágenes audaces o inauditas creaciones poéticas, sin que falten los sonsonetes de la predicación mesiánica y maquinista--; la "Oda al hígado" --"monarca oscuro"--, poesía obrerista si la hay; la oda al niño que vendía una liebre a la orilla de la carretera.
No podía ocurrir sino que este enemigo de la pureza poética, este propugnador del prosaísmo y de la poesía-cajón-de-sastre, del mal gusto programático, de la propaganda y la extravagancia, de la adjetivación terrorista y del asalto gerundiano, de este Don Todoloquesequiera, escribiese no sólo el mayor poema latinoamericano, sino uno de los grandes monumentos a la seriedad y a la pureza poéticas del mundo: "Alturas de Macchu Picchu".
"Yo no busco: encuentro", había dicho su semejante --su hermano-- Pablo Picasso.
"Alturas de Macchu Picchu" es un poema épico que, contra todos los antecedentes canónicos del género, se expresa en un acento dramático --más que dramático, patético--, como de ceremonia sagrada, prehistórica, inmemorial, casi geológica.
Es una epopeya de Dies irae, un himno desvertebrado y erigido en requiem telúrico, una fundación que es un fin del mundo: un De profundis general que también se vuelca al porvenir y a los orígenes.
Se diría que Macchu Picchu es una tumba --la tumba del continente, del hombre, del mundo-- alzada en fortaleza cósmica y, a la vez, descendida a sus raíces de víscera y caverna: "mas abajo, en el oro de la geología,/ como una espada envuelta en meteoros,/ hundí la mano turbulenta y dulce en lo más genital de lo terrestre".
Este oratorio-festín-de-Baltasar (grave, litúrgico, patético, de sonoridades sagradas) se llena de símbolos y alusiones mortuorias y germinales, de engendramiento y de tortura.
Adquiere una gravedad mágica de oráculo, un sagrado irracionalismo delirante de sibila, entre cuyas espumas ruedan --bicéfalas, intercambiantes-- las interrogantes del hombre contemporáneo: "¿Qué era el hombre?/ ¿En qué parte de su conversación abierta/ entre los almacenes y los silbidos,/ en cuál de sus movimientos metálicos/ vivía lo indestructible, la vida?"
"Alturas de Macchu Picchu" es un canto sacrificial: la develación de una tumba: el encadenamiento de todas las muertes americanas como en mazorcas de granos que ya están estallando en vida lechosa: "Era lo que no pudo renacer, un pedazo/ de la pequeña muerte sin paz ni territorio:/ un hueso, una campana que morían en él./ Yo levanté las vendas del yodo, hundí las manos/ en los pobres dolores que mataban la muerte,/ y no encontré en la herida sino una racha fría/ que entraba por los vagos intersticios del alma".
"Alturas de Macchu Picchu" es el regreso al primer día de la creación, pero es también la tumba del primer día. Y la celebración del último. Todo es una tumba: el génesis es apocalipsis, el paraíso está en el Gólgota; no hay más universo que la muerte convulsionada. "Pero una permanencia de piedra y de palabra:/ la ciudad como un vaso se levantó en las manos/ de todos, vivos, callados, sostenidos/ de tanta muerte, un muro, de tanta vida un golpe/ de pétalo de piedra: la rosa permanente: la morada:/ este arrecife andino de colonias glaciales".
Y al final, inesperadamente, la pregunta concreta y brechtiana: en esta fortaleza de dioses muertos --"escala torrencial", "lámpara de granito", "vendaval sostenido en la vertiente", como se le dice en la más soberbia letanía inventada desde la mariológica de la Edad Media--, ¿qué queda de los albañiles que la construyeron?
"Macchu Picchu, pusiste/ piedra en la piedra, y en la base, ¿harapo? (...) ¡Devuélveme al esclavo que enterraste! (...) ¡Sube a nacer conmigo, hermano".
A partir de este poema, de 1945, empezó a ser discutible --y exitosamente discutida-- la afirmación de que América Latina no tuviera con qué responderle al nivel a Walt Whitman.
"Alturas de Macchu Picchu" dio lugar, como arrastre, como impulso adquirido, a un conjunto de cantos o crónicas épico-descriptivos: Canto general (1950).
Este tipo de poesía épico-descriptiva prevaleció con buena fortuna en el Renacimiento, en todas las literaturas, especialmente en la americana, y nadie se resfrió ni acusó de escandalizar a la musa pedagógica, encomiástica, narrativa, descriptiva, periodística de Ercilla, Terrazas, De la Cueva, Salazar, Villagrá, Saavedra Guzmán.
El Canto general, en rigor, es un poema que funda su tradición en sí mismo; pero si quisiéramos buscarle antecedentes, habría que izar el de El siglo de Oro de Bernardo de Balbuena, y la tendencia romántica (Víctor Hugo, Vigny) de hacer largos poemas mítico-narrativos, que gracias a Verlaine floreció en Rubén Darío y llegó a la Piedra de sacrificios de Carlos Pellicer.
Algo de esta tradición lírica renacentista del siglo XVI advirtió el propio Pablo Neruda cuando declaró su nuevo credo poético: "El poeta debe ser, parcialmente, el CRONISTA de su época. La crónica no debe ser quintaesenciada, ni refinada, ni cultivista. Debe ser pedregosa, polvorienta, lluviosa y cotidiana. Debe tener la huella miserable de los días inútiles y las execraciones y lamentaciones del hombre".
A partir de semejante programa, toda expresión escrita puede ser un poema: la poesía se confunde con la literatura de vastas fronteras. ¿Y qué hay de malo en ello? ¿Por qué estornudar tan de prisa? ¿Por qué hacer caso de la burocracia de las preceptivas y reglamentos académicos? Dejad que los cubículos enterrien a los cubículos.
La cantidad de formas, equilibrios, contrastes, énfasis y alusiones que inventa Pablo Neruda para hacer su crónica-de-todo es inumerable, y abundan los momentos sorpresivos en ese enorme himno aglomerado, aglutinante.
"Neruda excede convencionalismos, narra y es didáctico, sirve obligaciones cotidianas, lo atrae lo gigantesco y lo ínfimo, lo útil como herramienta. Se propuso un mural, no el pequeño formato, y erige un canto al continente. Como en el muralismo, encuentro retórica ventrílocua y valores intrínsecos, páginas de elegancia suprema que se han de leer atentos no sólo a su arquitectura formal. Esa estimación misma de la poesía en sí es de lo más considerable que hay en él...", escribió Luis Cardoza y Aragón, quien en otra parte dijo de Neruda: "Amo su desmesura y la geometría de sus cristales".
Es curioso que este segundo Neruda, el Neruda de la posguerra --aunque desde luego, esto del primero y segundo poetas, a partir de su compromiso formal con el comunismo (1939) no es sino una división instrumental para organizar un comentario--, busque programáticamente ser cronista o testigo o portavoz realistas y optimistas del tiempo y del mundo, desde una perspectiva comunista. En realidad, no lo consigue: sigue siendo, como el primer Neruda de Residencia en la tierra (1933-1935) y Tercera residencia (1947), un apasionado protagonista agónico, desgarrado, tumultuoso.
Aun cuando canta a Lenin o a Fidel, a Stalingrado, a Hungría o a los Estados Unidos, Neruda es incapaz del tono distanciado y ecuánime, cuando no idealizador y positivo, del poeta épico-descriptivo.
La poesía de Neruda está llena de las riquezas de la enfermedad, la desesperanza, el escepticismo, el delirio, la muerte, los deseos exorbitantes y salvajes, el narcisismo romántico, las rebeldías desaforadas, la pasión por la derrota y las lágrimas sucias, la carnalidad y las pulsiones límites.
No es un poeta bien educado ni un buen perfil cívico, sino un rebelde frutal --con frecuencia, espantable de tan generoso, de tan delirantemente violento-- como su Quevedo y su Lautréamont.
A partir de 1945 pretendió sustituir con salud y alegría el patetismo delirante que lo había vuelto tan célebre: logró algo muy extraño: entonar cantos cívicos con los instrumentos y las intromisiones del anticívico, del bárbaro, del melancólico rebelde, sobresaltando así sus prédicas de justicia y paz planificadas, de patriotismo ejemplarizante y felicidad didáctica con ecos pasionales, con perfiles de paroxismo profético, con explosiones de la radical emotividad.
El Pablo Neruda de los años treinta había sido, con virtuosismo extremado, un minucioso cantor de naufragios: mundos sombríos de comerciales enrejadas vulgares y espesuras burocráticas, cenagales donde sobreflotaban máquinas y cachivaches, insomios angustiantes en mitad de la pesadilla, panoramas aguzados de la desintegración y la rutinaria asfixia.
Es el Neruda que grita, exigiéndole a la vida sangre real, desbordada, agónica en "Barcarola" ("Si solamente me tocaras el corazón,/ si solamente pusieras tu boca en mi corazón,/ tu fina boca, tus dientes..."); el que, en "Walking around", se rebela contra la ciudad cosificada, envenenada de cosificación ("Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,/ con furia, con olvido,/ paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,/ y patios donde hay ropas colgadas de un alambre:/ calzoncillos, toallas y camisas que lloran/ lentas lágrimas sucias..."); el que cruza las fronteras de la pasión y el delito, y la carne solar se pertrecha de amenazas cuchilleras en el "Tango del viudo" ("Oh Maligna, ya habrás hallado la carta, ya habrás llorado de furia, / y habrás insultado el recuerdo de mi madre/ llamándola puta podrida y madre de perros".
¿Es necesario añadir que buena parte de los lectores de Neruda, desde hace más de medio siglo, llegan a su poesía por el romanticismo de Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924); que esos poemas adolescentes son bellos y buenos; que su autor jamás se distanció de ellos como de juvenilia ni como de inocencias o efusiones "superadas; que, finalmente, nadie tiene por qué pedir disculpas si le sigue gustando un poco el "Poema 20" ("Puedo escribir los versos más tristes esta noche")? Neruda logró todo tipo de conquistas poéticas, entre ellas esta precoz, de asaltar aún como adolescente El declamador sin maestro.
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