miércoles, 2 de marzo de 2022

EL GRAN AMOR DE SU VIDA

El gran amor de su vida
por José Joaquín Blanco...

la parda grulla en el erial crotora.
                                                                  MANUEL JOSÉ OTHÓN

1
Anoto esta semblanza del doctor Andrés Iturralde, eminencia filosófica de nuestra universidad desde hace décadas, casi por mera ociosidad y para que luego no se me ocurra que simplemente la ensoñé, inspirada por un trasgo socarrón en vituperio de los filósofos. La filosofía, ya se sabe, está aún más desligada de la vida diaria que las teorías matemáticas o informáticas. Yo misma, también un poco “eminencia filosófica de nuestra universidad” desde hace años, aunque no tantos como los de él, la vivo o mejor dicho la acarreo como un absurdo del que ya es demasiado tarde para despojarse.
No sé por qué me hice filósofa, sólo que no pude evitarlo: unos cursos llevaron a otros, unos grados académicos a otros, hasta que la edad me fue depositando, uno tras otro, en todos los cargos consultivos y administrativos de la Facultad de Filosofía y Letras. Sé que de nada les sirve a mis alumnos seguir machacando, como hace medio siglo, tanto Husserl, Whitehead o Wittgenstein; de nada me ha servido a mí, ni me ha resfriado en absoluto. Son meras imposiciones y atavismos del tiempo, de la sociedad, de la rutina universitaria. Ni peores ni mejores que otros. Sospecho que varios obispos piensan a ratos en este sentido de su teología. Y los doctores en Derecho.
Pero en mi caso no han sido una carga tan pesada. Nací especialmente para ser esposa y madre, los grandes gozos de mi vida; en un principio los estudios universitarios fueron una mera prolongación del liceo, y algo en qué ocuparme hasta el día de mi boda; luego, una ocupación lateral que me distraía un poco del embrutecimiento de las amas de casa; finalmente, con mis hijos ya mayores, y más o menos divorciada, una agradable ocupación en mi edad madura y, espero, en mi vejez. No me hago ilusiones: lo mismo pude haberme destinado a bióloga o a tendera. La filosofía fue un rito, un protocolo que simplemente me ocurrió, como a otros la Teología, la Poética o el Derecho.
Pero mi entrañable maestro, amigo y compañero el doctor Andrés Iturralde, él sí “eminencia filosófica” con toda la barba, pudo asumir acaso su vocación por el Logos a lo largo de un camino más áspero, con algunos abrojos trágicos. Con ello quiero decir simplemente que vivió una juventud más romántica. No lo sé ni creo que lo sepa nadie. Todo era misterio con el eminente doctor Iturralde. A estas alturas no me hago ilusiones de los méritos espirituales de ningún togado. Todos tenemos currículos suficientemente brillantes y nadie tiene Obra: esa otra superstición, esa otra impostura, sino llanamente “méritos académicos”, entre los que sobre todo cuentan, mucho más que las rutinarias ponencias a congresos y simposios que a nadie le importan sino para engrosar o actualizar esos brillantes currículos, algunas distinciones institucionales y los cargos consultivos y administrativos prestigiosos con que la edad insiste en condecorarnos.
Podría no haber filosofía ni universidad; el mundo, la cuadra de nuestras casas y el interior de nuestras recámaras serían lo mismo. Vanidad de vanidades, el conocimiento filosófico y la, je, “profesión del espíritu”. Como se atrevió a bromear nuestro querido doctor Iturralde en la clausura de las recientes jornadas heideggerianas: “Lo único concreto en la fenomenología mexicana son los tacos de canasta”.

2
Ya en plan de bromas, podría decir que lo más valioso del doctor Iturralde no es que sea, como efectivamente lo es, un gran filósofo –las bibliotecas adormecen anaqueles polvorientos de Grandes Filósofos-, sino que lo parece. No todos lo parecen. Con frecuencia nuestros Grandes Cerebros Nacionales tienen facha y barriga de expendedores de carnitas. El es alto, delgado, blanquísimo, casi pergaminoso, elegante y atildado en todos sus aspectos, con cierta moda atemporal de aristócrata de nacimiento (lo que desde luego no es: nació en Chulavista). En su apariencia, en sus costumbres, en sus palabras, en su trato, cuida sus centavos como si fueran millones, y otorga a los menores detalles la ceremonia de las cuestiones, je, torales. Pregunta si ya van a pagar la quincena como si interrogara un escolio.
Se rumora que desde jovencito le plagió la facha al finado doctor O’Gorman, de quien por cierto nunca se supo lo que era, pues los historiadores lo rechazaban por filósofo, y los filósofos por historiador, y unos y otros lo consideraban más bien un engominado abogadillo litigante que sobresaltaba las arduas deliberaciones historiográficas o conceptuales con mañas municipales de pícaro leguleyo de juzgado de segunda instancia. Siempre hallaba el detalle nimio en que apoyar su apelación y derrumbar las pirámides del conocimiento o de la teoría; siempre argüía una petición de principio, una etimología, un giro sintáctico, un pequeño vicio de procedimiento, un leve anacronismo, una errata; un inciso VIII de un artículo 24 contra el inciso XII de un artículo 432, para salirse con la suya y demostrar que cualquier cosa, ya fuese el descubrimiento de América, la evangelización, las apariciones de la Virgen de Guadalupe o la Teoría del Estado, resultaban exactamente al revés de cómo toda la academia llevaba décadas o siglos postulando.
Han pasado muchos grandes peripatéticos por nuestra facultad, pero ninguno lo ha parecido tanto como él, salvo el doctor Iturralde quien, como O’Gorman, con esa ligereza impecable de teorema o silogismo bien resuelto, se desplaza de trámite en trámite, de oficina en oficina y de cubículo en cubículo con prestancia inobjetable. Él mismo es su propia aporía. ¡Es tan “profesor inglés” el doctor Iturralde, lo que todo mundo le envidia! (aunque, naturalmente, él detesta a media voz a los decrépitos fantoches de las universidades europeas).
Aguardábamos con semblantes presbiterianos y, qué se le va a hacer, paciencia franciscana, a que un grupo de mugrosos y astrosos lumpenestudiantillos, porros más bien, acabaran de insultar al Fondo Monetario Internacional en un desasido mitin de no más de veinte escuincles a la entrada de la facultad, que tenían “simbólicamente clausurada” hasta que terminaran de perorar. Habíamos programado una junta del consejo académico con el pretendido fin de debatir ciertas reformas a los planes de estudio. Seguramente el doctor Iturralde volvería a protestar, como lo hubiera hecho medio siglo atrás O’Gorman, contra el absurdo esencial de enseñar lógica avanzada a chamacos que difícilmente resolvían operaciones elementales de aritmética o de pretender acercarse a cualquier noción neoplatónica a partir de las sacristanescas o gerundianas traducciones castellanas de Plotino. En realidad, necesitábamos presionar sobre ciertas impostergables mejoras salariales, “para que los cultores de Sofía recibieran una remuneración al menos equiparable a la de los taqueros de canasta”.
Pero los chamacos no terminaban su mitin, y ahora compensaban su raquítico público con altavoces desaforados que expelían, grabados en casette, sus slogans cavernarios, de modo de ya ni siquiera molestarse en gastar saliva mientras impedían las labores académicas. También jugaban cascarita. Los botes pateados iban y venían con peligro de todas las cabezas, a excepción de las estoicas y lumpenfolklóricas marchantas que seguían inmutables, palmeando y friendo quesadillas de sesos bajo el ceremonial busto de Dante. Los sesos del oriental zafiro.
¿Para qué posponer nuestra junta de consejo académico si al día o a la semana siguiente, a cualquier hora, podría instalarse inopinadamente un mitin o una “toma de la facultad” similares? Perfeccionamos nuestros vetustos perfiles presbiterianos: que se notara al menos la “dignidad de la crítica”, nuestra “insumisión del espíritu” frente a la autoritaria plebe bufona, y sobre todo nuestra paciencia franciscana.
En ello estábamos cuando vi demudarse al doctor Iturralde. Temí que se le hubiese bajado la presión o el azúcar, que le fallase el corazón, que un bote pateado o un quesadillazo de sesos (los del oriental zafiro) le hubiese golpeado su emérito cráneo filosofal.
-¿Está usted bien? ¿La pasa algo, doctor?
-No es nada, doctora. Ya pasará. De repente me asaltó como una visión de otro tiempo. Me sentí irreal, difunto o jovencísimo, en otro mundo o en otro tiempo.
Un mocetón vigoroso, de insolente energía cachorril y con mugre de semanas, corrió a nuestros pies. “Disculpen, maestros”, nos dijo con rencorosa sorna antiacadémica y antirruca. “¿Para qué vienen a la universidad precisamente quienes más odian la universidad?”, le había preguntado yo una noche al doctor Iturralde. “¿Y adónde más podrían ir?”, contestó entre blakiano y salomónico.
-Adelante, joven amigo, proceda usted –le dijo el doctor Iturralde, con sus cortesías de hace medio siglo, al osezno o lobato chamagoso de ojos duros y colmillos lustrosos.
El mocetón puso cara de haber sido interpelado en ruso, pero algo entendió. “Putos rucos”, habrá murmurado, y recogió de junto a los estilizados zapatos del doctor Iturralde el aplastado bote de cerveza que estaba pateando con sus ideologizados compinches entre los anafres de las quesadillas de sesos y bajo el preciso busto de Dante, al cumbiero son de injurias callejonescas contra el Fondo Monetario Internacional.
Poco después, milagrosamente, los lupenestudiantillos se fueron de pronto a dar lata en otra facultad y nos dejaron libre el acceso. Nuestro consejo académico redactó, con toda la severidad y prosopopeya del caso, una más de las nunca atendidas protestas a la tesorería sobre viáticos atrasados.
-Hoy me asustó usted verdaderamente, doctor Iturralde. Creí que se desvanecía.
-Ah, no fue nada, querida doctora. Estoy acostumbrado a estas reapariciones como a un leit-motiv. A veces, inopinadamente, irrumpen jirones del pasado. Ideas o recuerdos. Le habrá pasado a usted...
-A mí nunca me pasa eso –le contesté casi escandalizada, como si me hubiese contado un chiste indecente.
-Uno no puede controlar siempre el poso, el limo de la memoria, de la conciencia. De repente se agita y flotan excrecencias, basurillas. No fue más que eso: El gran amor de mi vida...

3
El gran amor de la vida del doctor Andrés Iturralde era una de las innumerables cosas de que no se podía hablar en la Facultad de Filosofía y Letras, al menos formalmente y en presencia de profesores o autoridades. En ningún lugar hay más tabúes, más cosas inmencionables, más asuntos sobre los que saltar como si fuesen ascuas que en una universidad. El Alma Mater es el limbo de la etiqueta y del silencio.
Pero todo mundo sabía de algún modo que, a pesar de ciertas puyas sobre sus equívocas preferencias sexuales, que los colegas suponíamos producto de mera envidia por sus buenos trajes y corbatas importados, el gran amor de la vida del doctor Andrés Iturralde había sido la doctora Margarita Olga de Noailles, también en la nómina de profesores titulares, aunque ya casi nunca se presentase por la facultad. Se la vivía de licencia en licencia, pero no dejaba de proclamar su rango de filósofa universitaria en sus famosísimas y frecuentes presentaciones en programas de televisión, donde comentaba y anunciaba sus numerosos folletos de autoayuda y de filosofía popular: Ética para comadres, Epistemología al minuto, Metafísica sin dolor, Sea usted su propio Aristóteles, Chana le dijo a Séneca...
Todavía era hermosa la doctora Margarita Olga de Noailles, a sus casi sesenta años, como una diva cinematográfica; sus ojazos azules a lo Martha Roth, el pelo rubio cenizo elegantemente descuidado, y esas piernas hermosas y larguísimas que entre filósofos considerábamos algo impropias de una aristotélica ortodoxa. ¡Ah, el sobado chiste medieval de las bellas damas que cabalgaban, impertérritas y exigentes, a sus Sócrates y Aristóteles! Julio Ruelas y Juan José Arreola han dibujado esa viñeta; también Ramón López Velarde:
Y vives la única vida segura:
la de Eva montada en la razón pura.
A Margarita Olga la filosofía le ocurrió, como a mí, sin buscarla. Su padre era un distinguido profesor universitario –con facha y barriga de expendedor de carnitas, y con todo ello llegó a director de la facultad y presidió un seminario exclusivista sobre Spinoza, que duró décadas y aun así quedó inconcluso-, de modo que ella de pronto se vio inscrita en la facultad. Heredó, se decía, toda la mente del padre, pero afortunadamente nada de su figura, sino la de su mamá, una trotamundos francesa desde luego espectacular.
Ella no parecía filósofa, sino La Filosofía, la Musa del Saber: su belleza juvenil fue todo un patrimonio universitario, que se sigue recordando cuando ya se han apolillado miles de tesis. Eran los años sesenta y aun en tal época dorada se vio como un escándalo casi cinematográfico el noviazgo del apuesto Iturralde y la diva Margarita Olga. Ambos lo tenían todo: belleza, gracia, inteligencia, conocimiento, picardía, descaro, ¿qué quedaba para los demás? Todavía, a casi medio siglo de distancia, advierto cierto rencor entre la grey astrosa ante tal pareja de favorecidos por los dioses. Su noviazgo, sin embargo, no duró mucho. Ocurrió un desastre misterioso, inmencionable, que dejó a un Andrés Iturralde melancólico y desolado, más Filósofo que nunca, y a una Margarita Olga de Noailles comprometida con un relumbrante arquitecto de vanguardia, especialista en rascacielos.
Pero tampoco ella, ni siquiera después de casada, pudo evitar el protocolo, y le fueron ocurriendo la licenciatura, la maestría y el doctorado; y luego, como es de todos conocido, el éxito popular como difusora del saber entre la supersónica plebe televisiva. Las raras veces que he visto coincidir en la universidad a estas dos estrellas, que no parecen haberse apagado sino sólo profundizar su fulgor en una misteriosa vejez seductora, ocurren unos como pasmo y nerviosismo entre todos los presentes, una como incredulidad: ellos se besan en la mejilla y se tienen las más exquisitas atenciones cortesanas, bromean con aristas que nadie comprende. Siguen fascinados con aquel travieso fuego juvenil. Todos quedamos imantados de una gracia desusada, como si de veras algo existiese por encima del cochambre universitario y municipal. Me puedo imaginar la conmoción, el azoro de quienes los vieron en su flor juvenil juguetear a los novios, al matrimonio perfecto del Filósofo con la Filosofía.
El doctor Iturralde no satiriza en absoluto los afanes o negocios de divulgación filosófica de Olga Margarita en las ventas por televisión. Nos ilustra con innumerables ejemplos de filósofos de todas las épocas y de todos los países que hicieron lo mismo. “Todos los grandes filósofos han vendido sus escolios en el mercado. La manía de producir filosofía puramente académica para puros académicos es una superstición burocrática”, afirma tajante. Aunque no muestra semejante generosidad con ningún otro filósofo, ni académico ni popular. Sólo en ella lo admira todo: una Pallas Atenea entre comerciales de lavatrastes.


4
Yo no podría reconocer al astroso mocetón que casi nos atropelló en la entrada de la facultad aquel día. Todos esos chamacos no sólo se parecen, sino que se uniforman, enemigos de la individualidad y de la personalidad: anhelan ser chusma. Recuerdo su atuendo desarrapado, el mismo de todos, su mal corte de pelo hip-hop, el mismo de todos; y si he mencionado “sus ojos duros y sus colmillos lustrosos” sólo se debe a que el doctor Iturralde me los ha vuelto a recordar muchas veces. Se diría que el doctor chochea. A ratos busca con binoculares al estudiantillo desde los ventanales de la Torre de Humanidades en cada uno de los mítines.
-¿Cómo lo va a distinguir, doctor, si todos son iguales?
-No, yo los veo a todos diferentes.
El doctor Iturralde hila muy fino entre las especies y las subespecies de las esencias, los atributos y los accidentes.
-Me recordó a un compañero de hace como cuarenta años, eso es todo, doctora. Se llamaba Nicho. Era pobre, latoso y no le interesaba para nada la filosofía, pero se había inscrito aquí a falta de otra oportunidad, mientras conseguía en que emplearse, supongo. ¿Qué habrá sido de él? Me parecía un prodigio. Nunca me imaginé cómo logró obtener sus certificados de secundaria y de bachillerato, ni entrar a la facultad y hasta al exclusivísimo seminario sobre Spinoza. No sabía nada de nada ni le importa un cacahuate... pero mal que bien siempre salía a flote no sé cómo. A su lado me sentía ridículo de estudiar tanto. “¡Mamadas, puñetas!”, contestaba Nicho a todo... Lo curioso era que a su asco y a su nihilismo intelectuales correspondían una salud salvaje, un vigor vital esplendoroso. No es que fuera precisamente bello, sino rebosante de esa vida corporal y física, digamos animal, que se empeñaba en maldecir... Algo bueno habrá conseguido pues de pronto desapareció y no volví a saber gran cosa de él. Era Nicho: Bermúdez Organza, Luis Dionisio.
Nunca me hubiera atrevido a profanar los límites de la intimidad del doctor Iturralde. Siempre ha sido norma de mi conducta aceptar lo que buenamente me quieren contar mis amistades, y más o menos creerles todo con buena voluntad. Cada quien su propia papilla existencial, me digo. Pero mi creciente afecto y compañerismo con el doctor Iturralde, unido a la novedosa circunstancia de que ya soy una venerable abuela, que puede permitirse ciertos impudores de matrona con un colega más viejo que yo, me llevó alguna tarde a preguntarle sin más ni más, a bocajarro:
-¿Y el gran amor de su vida de que me hablaba el otro día, doctor Iturralde? ¿Lo visita muy a menudo su recuerdo, como leit-motiv? Sin duda se trata de la doctora Margarita Olga de Noailles...
Me miró aterrado, escandalizado, como si se le hubiese aparecido un espectro. Trató de negarlo instintivamente, de marginar el asunto. Pero fue recordando que ya era un buen viejo tranquilo y sabio, más allá de todo; y que yo era su buena confidente, algo menor, pero que como joven abuela podría considerarme en cierta medida su coetánea... Decidió abandonarse, sin angustia:
-Claro que no, mi querida doctora. Fue Nicho. Bermúdez Organza, Luis Dionisio.
En días posteriores me fue confiando, por hilachos, con evidente resistencia interior pero con cierta necesidad de liberar por fin su secreto, la historia de una pequeña y pérfida conjura... en la que acaso no ocurrió realmente mayor cosa, sino quebrarle silenciosamente el corazón y el espíritu para siempre. Reconstruyo en mi mente su figura de un apuesto muchacho inteligente pero demasiado ingenuo y distraído, acaso un chico excesivamente cuidado y vigilado por su familia y sus maestros, que había llegado a la facultad con dos idiomas extranjeros y considerables conocimientos librescos, pero en absoluta ignorancia de su interior.
No, no fue él (me dijo) quien pretendió ni sedujo a Margarita Olga de Noailles, sino ella, quien de inmediato, desde el primer día de clases, se apoderó de él con toda naturalidad y lo condujo a su capricho, sin que desde luego Andrés Iturralde ofreciera resistencia alguna: todo lo contrario, se veía sorprendido como por un premio de la lotería de que la muchacha más guapa y brillante del grupo se fijara precisamente en él. De ella fue la idea de que se hicieran novios y de que llegaran un poco más allá (en esto sonrió con picardía, como resaboreando el alimento de los dioses)...
Entonces, sin que él lo advirtiera, entró en acción el padre de Margarita Olga, el profesor spinoziano de facha y barriga de expendedor de carnitas, futuro director de la facultad, quien tenía otros designios para su hija.
-Ese cerdo nunca dijo algo decente sobre Spinoza durante las décadas que duró su seminario; no hizo sino emborracharse y cogerse a las secretarias cuando fue director de la facultad; nunca publicó una frase coherente de filosofía... Pero era capaz de penetrarlo todo diabólicamente con sus ojos de marrano, que no sé por qué recuerdo rojos: nadie tiene los ojos rojos, ¿o sí?, entre sus párpados abotagados y llenos de carnosidades; y supo de mí lo que yo no sabía y comprendió en un instante cómo atraparme y destruirme... Sólo me fui dando cuenta meses y hasta años después.


5
Parece que hubo una riña doméstica entre el profesor y su hija a propósito del “alfeñique pretencioso” que ella insistía en querer por novio y marido. Que ella rompió cosas, le mentó la madre, amenazó con suicidarse o largarse del país o meterse de puta... Cosas de aquellos años desaforados. Estaba encaprichada con su Iturralde y por nada del mundo lo iba a dejar. A ella no lo impresionaba para nada el paternal sabio spinozista. Que se fuera mucho al carajo el vulgar expendedor de carnitas.
Entonces, taimadamente, el profesor de filosofia se fijó en Nicho, con quien por entonces Andrés no había cruzado ni siquiera una palabra. Habrán llegado a algún trato. Nicho empezó a sitiar a Andrés Iturralde con una amistad exaltada y apremiante a la que Andrés, para su sorpresa, respondió con la misma pasión. Parece que no ocurrió mucho. Paseos en bicicleta, ratos de natación, tardes en el cine, conversaciones interminables en cafés.
El doctor Iturralde recordaría por décadas el cuerpo vigoroso de Nicho en las albercas, sus ojos duros y sus colmillos lustrosos, la abundante mata de pelo rebelde, los párpados un poco sesgados. Recordaría una como salvaje arrogancia, un desprecio por todo, como de alguien que ya ha descubierto que el mundo está podrido y que no hay nada que respetar en él. Recordaría, con escándalo, las frases ignorantes, analfabetas, de un muchacho rudo que podía filosofar instantáneamente, con todo el aplomo del mundo, que todo era mierda, salvo el presente mientras durara, ¡y cuando ese presente no fuera también mierda, claro, lo que sucedía rara vez! Recordaría su ira, su rencor, sus propósitos de venganza contra toda la realidad en su conjunto, sin excepciones; su manera de ufanarse de que a él nada lo limitaba ni espantaba, que podría atreverse a todo, incluso a pegarse un tiro “ahorita mismo” porque sí... Pero en medio de ese como entusiasmo febril y soez por la nada, recordaría esos ojos duros y esos colmillos lustrosos cuando súbitamente le dijeron: “Sólo te quiero a ti, Iturralde. Quiero amarte y poseerte. Si me rechazas te mato, o me mato... ¡o que la chingada nos lleve a los dos de una buena vez!”.
A sus veinte años, Andrés Iturralde era un chamaco frágil bajo su fatuidad escolar, y rebosante de sensualidades escondidas bajo su aspecto natural de chico aparentemente bueno y sano, enterísimo. Salió a toda prisa, tropezándose, aterrado, del café. Todavía palpitaba, con fiebre, encerrado en su recamara, cuya puerta la madre quería derribar: “¿Qué te pasa, por Dios, hijo, que tienes?” Lloró histéricamente buena parte de la noche. A media madrugada supo que estaba enamorado.
Lo primero que hizo al día siguiente fue diseñar una estrategia de distanciamiento con respecto a Margarita Olga de Noailles: distracciones, desatenciones, impuntualidades, indiferencias más o menos discretas que de cualquier manera la lastimaron muy pronto, de modo que fue ella quien rompió, también discreta y amistosamente, el noviazgo. Entonces Andrés Iturralde buscó a Nicho quien ahora, a su vez, lo rehuía y desatendía, como profundamente ofendido por la repentina y torpe escapada que Andrés emprendió aquella noche en el café. No aceptaba su conversación, ni siquiera le contestaba el saludo. Lo miraba, o eso creía Andrés, con la ferocidad de un amante despechado.
Cada vez con mayor desesperación, Andrés intentó explicarse y hacerse perdonar en cartas cada vez más largas que le entregaba a Nicho entre clase y clase, y que él recibía con un mohín de repugnancia, con profundo desprecio, casi con socarronería, que Andrés entonces interpretó como señas de que todavía seguía mortalmente ofendido, y las guardaba entre las páginas de algún libro de Sartre.
-No sé cuantas cartas fueron, doctora. Más de diez. Pasaron las semanas. Luego dejó de asistir a la facultad. Ya me había dicho que andaba en busca de cualquier otra cosa...
Después de clandestinas y laboriosas pesquisas, Andrés descubrió su domicilio. Un departamento en la Colonia del Valle, por Xola y Avenida Coyoacán. Incapaz de irrumpir en el departamento de ese demonio escondido, montó guardia durante días, desde el Cine Continental, en la contraesquina, o frente a la puerta de su edificio. Cuando finalmente lo interceptó un mediodía, Nicho se le rió abiertamente en la cara:
-Fue nomás un trabajito para el profesor. Le vendí todas tus cartas...
Andrés Iturralde también descuidó un tiempo la facultad. Se dedicó a caminar por las calles, a pensar en ese ser y ese destino súbitos, que él ni sospechaba hasta que se los habían descubierto de manera tan brutal.
Evitó durante mucho tiempo a Margarita Olga, quien pronto tuvo nuevo novio. Un partidazo. Años después Iturralde se encontró a Nicho una madrugada en una cantina del centro. Era la época en que a todas horas se oía Sombras con Javier Solís:
-¿Qué pasó, filósofo, todavía quieres conmigo? Doscientos pesos el rapidín.
Andrés tuvo el suficiente aplomo para rechazarlo. Pero durante varios años se buscó por Ayuntamiento, por López, por Mesones, por República del Salvador, por San Jerónimo y Regina, muchachos de ojos duros y colmillos lustrosos que le recordaran a Bermúdez Organza, Luis Dionisio.
Solían pedirle menos, pero él les pagaba siempre más de doscientos pesos.

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