lunes, 31 de marzo de 2025

LAS ROSAS ERAN DE OTRO MODO (EL CUENTO)

Las rosas eran de otro modo

 por José Joaquín Blanco

                                                                  A José Dimayuga

Malú se me murió a la mitad de la sopa, como si les dijera: se me atragantó. Estaba yo sentada hacia las dos de la tarde, como de costumbre, en mi mesa favorita del restorán del Hotel Bristol, frente al gran espejo que abarca todo el salón.

         Me vi como en primer plano, ancianísima, ridículamente emperifollada con mis canas artificiales (prefiero una pulcra cabellera plateada a mis cenicientas matas naturales), atragantada, a punto de vomitar la sopa sobre el periódico recién abierto, en la esquela que anunciaba la muerte de Malú Parra, mi amiga de toda la vida.

         Desde hace unos treinta años como casi siempre en el restorán del Hotel Bristol, aquí a tres cuadras, en Río Pánuco. Ha cambiado poco y ahí no se sienten tanto como en otras partes las cifras del calendario.

         Vive un tiempo artificial, como yo misma, una mezcla de épocas en la que prevalecen los años cincuenta: los muebles, la decoración, la cristalería. A cada momento parece que van a entrar, del brazo, Marga López y Arturo de Córdova. Un pianista cubano mulatón, Reynaldo, que lleva medio siglo esforzándose en vano por parecerse a Bola de Nieve, toca algo de jazz digestivo y los éxitos de Dean Martin, Sinatra y Arcaraz; a veces me da la bienvenida con mi canción favorita: “Rosas rojas para una dama triste”.

         Me dirige guiños donjuanescos y sonrisas llenas de dientes postizos cuando ataca “Muñequita de Esquire”. Todavía sirven old-fashioneds, tom collins, martinis y daikirís. No han desechado sus viejas licoreras, ni sus sifones, ni sus yedras de plástico, ni sus carteles de fuentes y monumentos romanos con exuberantes rubias estilizadas (todas, al parecer, inspiradas en Kim Novak).

         Ahí me conocen, me consideran, me apartan la mesa. Sigo siendo para el dueño y para algunos de los meseros y de los clientes habituales (entre ellos no pocos gringos jubilados), todavía, Emma Velasco, “la periodista de la vida diaria”, con algunos ribetes de escándalo; recuerdan mi columna “Día a día” y que Dolores del Río me puso pleito por difamación, cuando le exhibí su chisme con Marlene Dietrich (la propia Marlene me lo contó, ebria, en francés, cuando la entrevisté en su suite del Hotel Reforma).

         Es como detener la prisa de los años, y no me desagrada del todo su rutinario “menú continental”, que constituye mi único alimento en forma. Desayuno y ceno en casa cualquier sándwich, cualquier galleta, y así me libro de la cocina, que siempre detesté.

         Desde que se casó mi único hijo y decidí vivir sola, cancelé la estufa y el refrigerador, que tengo convertidos en archiveros de mis antiguas glorias periodísticas: recortes de periódico, revistas, cartas, fotos, diplomas y hasta alguna medalla de latón con que me condecoró a toda orquesta, en Palacio Nacional, un Presidente de la República.

         Salvo algún achaque de salud, que me sobreviene cada dos años, y que a la fecha no me ha provocado sino sustos e incomodidades pasajeras, me imagino que llevo eternidades envejeciendo indefinidamente, sin hacer nada. Claro que estar de ociosa todo el tiempo llega a resultar muy laborioso. Ya dice el refrán que nada cansa tanto como no tener nada que hacer. Surgen, como plaga, infinidad de detalles y minucias que cobran una relevancia inesperada. Pienso demasiado, me doy cuenta de demasiadas cosas.

         Sin quererlo, me he ido enterando gota a gota, por ejemplo, de la vida, carácter y milagros de todos mis vecinos, cuyos ruidos odio a veces con una pasión furiosa, que me dura varios días. Me descubro haciendo teorías y juicios increíblemente documentados y severos sobre cada uno de ellos, a pesar de que los evito por sistema y rara vez les dirijo la palabra.

         Soy la primera en descubrir manchas de humedad en el edificio, goteras, fallas en las instalaciones de plomería, electricidad y gas.

         Sé demasiadas cosas de los artistas jóvenes y de la gente nueva que aparece en la televisión, como si los frecuentara. Me descubro en plena madrugada, pálida de angustia, tratando de resolver por mí misma todos los problemas nacionales: la policía, la contaminación, el desempleo, el desorden social; redactando en el aire infinidad de iracundos artículos periodísticos para mi columna “Día a día”.

         Les concedo desproporcionada importancia a las películas, a todas, acaso sobre todo a las peores, y las desmenuzo y mejoro en mi imaginación. Leo poco: los libros son más intensos todavía, y me afectan los nervios; además, ¿para qué leer si no vas a platicar con nadie de tus lecturas? Es como sobrecargarte de electricidad, y quedarte temblando, en alto voltaje. Leer bien significa leer poco y recordar mucho lo leído, y no andar de tragona de libros.

         Con Malú platicaba de todo. Nos peleábamos como colegialas por diversas opiniones sobre el cine, los libros, la televisión; y también como colegialas, después de habernos dirigido miradas e ironías atroces, nos reconciliábamos sin decir palabra. Nos veíamos para comer, ir al cine o de compras, visitar galerías, asistir a espectáculos, cada quince días o cada mes. Estoy en la “decena trágica” que decía Pellicer: la de los setenta años.

         No me aburro. Hace siglos que dejé de aburrirme. Pero me faltan cosas que hacer. Por ejemplo: cuando era joven andaba siempre sobre la marcha, con algún amor, o criando a mi hijo, o tratando gente, o realizando mis reportajes y entrevistas de la mañana a la noche.

         Entonces, si aparecían goteras o humedad en mi departamento, casi ni me fijaba, y si se tenía que caer el techo, ¡que se cayera! No le daba importancia a eso: había cosas urgentes que me llamaban, “día a día”. Cuando buenamente se me ocurría le dejaba las llaves y algún dinero al conserje, y que él se arreglara. O me esperaba a que se me presentara un rato libre. Ahora cualquier detalle me provoca aprensión y angustia.

         Veo peligros en cualquier parte, ya sea porque me los invente yo misma, o porque sólo hasta ahora me haya vuelto verdaderamente consciente, responsable. La azotea de mi edificio, para mencionar un caso, siempre ha estado atiborrada de tanques defectuosos de gas. El olor de las fugas de gas ha caracterizado invariablemente el cubo de la escalera, sobre todo en los pisos altos; no me importaba. Sólo ahora me descubro palpitante, resollante, con miedo de que en unos minutos más estalle de pronto todo el edificio. Lo que mirado racionalmente es más que probable, pero lo mismo pudo haber ocurrido cualquier día de los últimos treinta o cuarenta años. Sólo ahora, cuando regreso a casa, a veces me sorprendo de encontrar el edificio en pie, y me digo con un poco de sorna: “¡Bueno, ahí está, no ha estallado todavía!”

         Claro que me tienen odiada los vecinos. No puedo evitar advertirles de todos esos peligros, llamar alguna noche a los bomberos, escribir cartas enérgicas a unas autoridades, con múltiples copias a otras autoridades; ponerles cara de palo durante semanas al vecino del 303, que hace resonar durante horas el mismo disco de rock, a veces en la madrugada; o a la del 401, que encierra a sus perros en el baño y se larga todo el fin de semana: los perros no dejan de aullar ni de ladrar un segundo, y nadie duerme en todo el edificio hasta que la santa señora regresa a liberarlos.

         Sé que soy una viejita maniática, y que siempre recibiré la respuesta que hace unos quince años me plantó la entonces vecina del 207, ahora ya bien podrida en su tumba: “¡Pues si no le gusta el edificio, venda su departamento y múdese a Las Lomas!”

         Le respondí: “¿Y qué tal si me voy a un edificio en Las Lomas, y ahí me encuentro a otra vecina como usted?”

         Porque en México no hay problemas concretos, sino un problema general: los mexicanos. Adondequiera que te mudes te encuentras a los mismos vecinos irresponsables, majaderos, del 207, del 303, del 401. Pero no quería decir esto: ya estoy escribiendo como en mis buenos años, cuando a mis espaldas me decían “perra” o “bruja” por ese estilo “ingeniosillo” de mis artículos. (“Chismorreos de niña rica armada de máquina de escribir”, me acusó un poeta comunista.) Y no estoy escribiendo un artículo. No quiero escribir un artículo, sino otra cosa. Platicarles de Malú Parra, de mis otras amigas, ya muertas o seniles, de cómo paso mis días eternos. Con discreción, sin intimidades, sólo conversar.

         Así platicaba cada dos o tres semanas con Malú, y de esa manera me sigo colgando horas al teléfono con tres o cuatro conocidos. Ya sólo tengo tres o cuatro. Mi libreta de teléfonos está llena de plomeros, bomberos, electricistas, Cruz Roja, radiotaxis, médicos, el banco, la televisión por cable, los departamentos de quejas de unas veinte dependencias oficiales. Pero amigos, nomás tres o cuatro, y poco cercanos: amigos de telefonazos.

*

Mi hijo me reprocha —lleva unos veinticinco años con lo mismo— que haya dejado de trabajar en los periódicos. Fue poco después de las olimpiadas. Empecé a ver que me relegaban en Últimas Noticias. Recortaban mis artículos y reportajes, que por “razones de espacio”; los mandaban a un rincón de las páginas posteriores; los postergaban, o de plano se olvidaban de ellos.

         Por primera vez en mis quince años de periodista tenía que estarme quejando todo el tiempo con el nuevo director, a quien le dio por no tomarme la llamada y esconderse tras su secretaria o un imberbe ayudante de edición que se permitía tratarme con insolencia: “Señora Velasco, lo sentimos mucho, pero tenemos tanta información prioritaria últimamente; se lo publicamos el jueves o el viernes, sin falta”.

         Alguna vez no apareció mi columna ni jueves ni viernes (ni sábado ni domingo), y el lunes siguiente fui a renunciar con una carta más que claridosa, con copias para todo mundo, periodistas y políticos, hasta para el Presidente de la República.

         Supuse que me habían puesto en la lista negra. Eran los años de la agitación estudiantil y proliferaban las listas negras. Nadie podía acusarme de agitadora ni de  comunista, desde luego, pero en tiempos graves cualquier bobera da motivos de sospecha. Mi manera de escribir ya resultaba, lo sabía, un poco anticuada: demasiados chistes, demasiadas frases ingeniosas, insultos elegantes (nuestra ventaja como damas), detalles frívolos o impertinentes; y sobre todo, llamaba a las cosas por su nombre, sabía escandalizarme y protestar; cito textualmente: “¡Pero esto es una indignidad! ¡es un escándalo! ¿Por qué el regente Uruchurtu no abandona un ratito su cómodo sillón frente al zócalo, y se va a dar una vuelta por las ciudades perdidas de la salida a Puebla?”. Así, con todas sus letras. Ese era por lo demás el dorado estilo de los años treinta y cuarenta: de Barba Jacob, de Novo, de Rosario Sansores, de Elvira Vargas, de Magdalena Mondragón.

         Tuve mucho éxito en los cincuentas. La periodista como la voz del ciudadano común, un poco más ilustrada si se quiere, pero simplemente una voz civil. En mi columna “Día a día”, por ejemplo, descubría algún asunto conocido en términos generales, pero del que nunca se hablaba como experiencia vivida; me iba yo a vivirlo, y lo narraba. Me disfracé una semana de trabajadora social para contar desde adentro la vida de un manicomio, “día a día”. Y de las ciudades perdidas en el infinito lodazal de lo que sería Ciudad Nezahualcóyotl. Alguna vez soborné secretarias y sirvientas para enterarme, “día a día”, de la vida de los famosos. López Mateos, que era gentilísimo, me contó, en exclusiva para mi columna, cómo se desarrollaba la vida diaria de un presidente. 

         Así con las prostitutas, las monjas que habían colgado los hábitos, los asesinos célebres, los niños que vendían chicles en los camellones, algún gigoló del hipódromo, mi amiga María Félix, los mariachis de Garibaldi. Yo no discriminaba entre pobres y ricos, débiles y poderosos. Donde había vidas intensas, difíciles o interesantes, ahí estaba yo con mi libreta de taquigrafía (no se usaban aún las grabadoras, de modo que era más difícil ser reportera.)

         Cosas ciertas, vividas en carne abierta, y reporteadas con sazón y emotividad. Todo esto antes de que Elenita Poniatowska (magnífica Elenita, por lo demás, si bien algo intelectualona) me hiciera la competencia desde Novedades, aunque (siempre lo he reconocido) siguiendo las enseñanzas de las “Rutas de emoción” de Rosario Sansores.

         Alguna vez estábamos Rosario y yo muy elegantes en un coctel, con nuestros sombreritos y nuestras pieles, y se acercó el pingo de Pepe Alvarado, ya más que achispado por varios “pálidos whiskies” (no los tomaba muy pálidos, por lo demás), y nos rindió una gran caravana:

         —¡Ustedes sí saben de periodismo! ¡Las teorías pasan: los chismes quedan!

         Le zampé ahí mismo una bofetada. Yo era joven todavía y no se me ocurrió que tales ironías pudieran ser una especie amistosa de homenaje. Los borrachines conocen formas curiosas de la amistad. Ahora me enorgullece que Pepe Alvarado —como me lo comentó después de enviarme a casa unas flores, cuando nos reconciliamos— no se perdiera uno solo de mis artículos.

         Y considerado con atención, él también se ocupaba a ratos en sus crónicas más sencillas, de la misma vida cotidiana que nosotras. Sabía mucho de política y de filosofía (Pepe Alvarado era una eminencia), pero también platicaba sabroso de cosas cotidianas de la ciudad, de los barrios, de las vecindades. ¿Y qué me dicen de Renato Leduc? 

         Luego me encontré con que los mismos asuntos de mis “chismes”, de mi “Día a día”, se volvían tema de estudios universitarios, pero disfrazados de teoría sociológica: la “antropología” o “cultura de la pobreza” de Oscar Lewis. En las mujeres era denostado como chisme o cursilería lo que se celebraba en los hombres como “literatura popular” o “antropología urbana”. ¿Quién se acuerda ahora, por ejemplo, de Magdalena Mondragón? ¡Era una bomba!

         Entonces llegaron los modernos, los pedantes, los profesores. Publicaban artículos como clases de universidad. Muchos conceptos intelectuales y técnicos, muchos datos, estadísticas; puras tasas de interés y Producto Interno Bruto. Para decir mu, como vacas. ¿Pero de veras leía alguien esas cosas? Hay intelectuales que se enorgullecen no sólo de que nadie los lea, sino de que nadie los pueda comprender: son ininteligibles.

         Quedé pues como una ligera, como una platicadora caduca, entre tantos profesores. Pero me seguían teniendo consideraciones en el periódico y en los medios políticos, y me llegaban todavía muchas cartas de los lectores.

         ¿Por qué de pronto casi me obligaban a irme, o me degradaban a la trastienda de las notas de relleno? Alguna inconveniencia debí haber cometido, por distracción, pensé. Releí mis artículos de dos años ¡y encontré tantas denuncias, tantas impertinencias, tantos chistes —que en otra época parecían inofensivos—, que ya no atiné a descubrir en la repentina muchedumbre de mis posibles enemigos, al que de veras pudiera estarme estorbando!

         —Pues vete a otro periódico, a una revista femenina —me recomendó Tere Burgos.

         —¡Pero, Tere, si llevo quince años cultivando a mi público ahí! ¡Llegar a hacer méritos a otra parte! ¡Volver a picar piedra otra vez!

         —Te seguirán adonde escribas.

         —Soy conocida y estimada, en efecto, Tere, pero no la Simone de Beauvoir ésa que te encuentras en cuanto papel se imprime en México. Ni la Mary McCarthy ésa que me cae como migraña.

         —Pues entonces vete a pelear a Gobernación y que te reinstalen con todos los honores.

         Un subsecretario de Gobernación era mi amigo. Me tomó la llamada de inmediato y me citó para el día siguiente. Le pedí formalmente, de plano, que indagara por ahí en los expedientes secretos del gobierno qué decían de mí, qué pecado había cometido. Me miró sonriente, caballeroso:

         —Emma, me conozco su ficha de memoria.

         —¿Sí? ¿Y qué dice?

         —“Emma Velasco: murmuradora peligrosa”.

         Soltamos ambos la carcajada. Se ofreció a conseguirme tribuna en El Nacional o El Día, los periódicos del gobierno. Nadie los leía. Sólo escribían ahí los muertos de hambre. Dignamente decidí tomarme unas merecidas vacaciones del periodismo. No necesitaba los miserables honorarios que me pagaban. Trabajaba por gusto, para mis lectores. “Ya me buscarán”, me dije. No me buscaron.

         Dejé correr la voz de que el nuevo periodismo comunistoide y economicista, sin sabor, sin gusto, sin vida cotidiana, ya no me interesaba. Me llamaron de muchas publicaciones menores, para pedirme cosillas con tema dado: “¿No podría escribirnos algo sobre el aborto o sobre el Año Internacional de la Mujer?” Me negaba. Mis quince años de rompe y rasga en Últimas Noticias, donde alegremente decía cuanto se me venía en gana sobre lo que fuera, habían terminado. Nadie me perseguía, sino el tiempo: simplemente había pasado de moda.

         Me retiré como una gran actriz, cuando ya no le ofrecen estelares; mejor el silencio que andar causando lástima con bits, papeles secundarios o de carácter. Recopilé mis mejores artículos en dos antologías, para las que fácilmente encontré editor (sí, del gobierno, ¿qué otros editores hay en México?), y se vendieron bien: Novedades y costumbres (dos ediciones), Una reportera día a día (cuatro ediciones).

         Mi hijo ya se había casado. Le compré una casita que él mismo escogió allá por el fin del mundo, cerca de la salida a Cuernavaca. (¿Vivir en la Ciudad de México para no vivir en la Ciudad de México? Nunca lo he entendido.) Cancelé mi estufa y mi refrigerador, y me aboné en el restorán del Hotel Bristol.

*       

Déjenme contarles cómo fue que resulté periodista, un oficio que nadie me sospechaba, y menos yo misma. Ocurrió a mediados de los años cincuenta. Me harté de que mi santo marido me pusiera los cuernos con cuanta chaparra, flaca o magullada se encontrara cuando andaba borracho; nos separamos y me instalé con mi hijo en este departamento.

         El edificio estaba nuevo y reluciente. Parecía destinado a gente distinguida, y no a convertirse en una vecindad vertical entre ventanales. Mi marido se vio generoso, y mis padres más todavía. Yo era enérgica, joven, hiperactiva. Me volví empresaria. En menos de un año me quemé una cuarta parte de mi fortuna en negocios fracasados.

         Entonces me dijo Mari Lacunza, mi compañera del Colegio del Sagrado Corazón:

         —¡Por favor, Emma, recupera el dinero que puedas: vende, traspasa, remátalo todo, e inviértelo en valores seguros! ¡Sobre todo no hagas nada, porque en dos o tres años, como vas, te quedas en la miseria!

         —Acepto que soy una empresaria bastante manirrota, ¡pero cómo me voy a estar sin hacer nada todo el santo día, nomás yendo a cobrar cada trimestre mis intereses al banco! ¿No has oído que nada cansa tanto como no tener nada que hacer?

         —Haz algo donde no hagas nada, donde no puedas perder el poco dinero que te queda.

         —Ah no, empleaducha de checar tarjeta, no. No dejé a mi marido, quien nomás me daba lata de vez en cuando, para someterme a un puesto en la Secretaría de Industria y Comercio donde me den lata ocho horas diarias.

         —Pues cásate de nuevo. No te faltan novios.

         —Que se queden como novios. Segundas nupcias: palizas dobles.

         —¿Hacer algo donde no se haga nada? —meditó Malú—, pues sólo la burocracia... o el periodismo.

         —¡Eso! ¡Periodista! —gritó Mari—, eres replaticadora.

         —Sabes escribir a máquina, y algo recordarás de taquigrafía —añadió Malú, con mayor sentido práctico.

         Me compré un escritorio magnífico en una tienda de antigüedades. Anuncié que por fin iba a usar lentes, decididamente, y no de manera clandestina, como lo venía haciendo.

         En una sola semana escribí tres artículos chistosos, “crónicas de color”, les decían, a la manera de los que recordaba de Barba Jacob, Novo, Mondragón y Sansores; cosas sobre la mujer y la familia, las inconveniencias y virtudes de la vida moderna, la hipocresía de la clase media mexicana, etcétera.

         Un amigo mutuo me consiguió una cita con el maestro Novo, en su restorán de La Capilla, quien me mimó y aplaudió los tres artículos.

         —Pero maestro, si yo jamás pensé en ser escritora. De no haber sido por las calaveradas de Joel...

         —Ese Joel te salió imposible, ¿verdad? —rió el maestro. 

         —Grotesco, ridículo —exclamé como toda una intelectual.

         —Los mayores talentos siempre están escondidos —declaró el maestro sabio—, y mucha gente ni siquiera los descubre en vida. Allá andan penando en el purgatorio: “¡Ah, pude ser esto; ah, pude ser lo otro!” Tienes suerte, muchacha —¡Muchacha! ¡A los treinta años y con un hijo!—; descubres tu talento ahora que de veras lo necesitas, y que gozas de la libertad para desarrollarlo. ¡Adelante! ¡Pero sé siempre tú misma, como lo eres ahora! ¡No te me vuelvas una marisabidilla, una existencialista, una latinparla, una profesora tediosa! Agarra y platica.

         Malú sí era marisabidilla, existencialista y medio universitaria. Se lo aguantábamos desde chamacas, porque era descendiente de un tal Parra, filósofo del Porfiriato, a quien ni ella misma pudo leer jamás. Familia es destino. Le dio por las amistades intelectuales, se casó con un político comunistón (quien durante toda su vida hablaba todos los días del humanismo de Romain Rolland mientras, sin continencia alguna, firmaba edictos que desplumaban a los obreros), y enviudó felizmente para dedicarse de tiempo completo a patrocinar, con la malhabida fortuna política del marido, a poetas surrealistas y pintores abstractos. Todos malísimos.

         Pero esa ya es otra historia. Lo oportuno, lo espléndido, lo increíblemente rápido, fue que me recomendó con su amigo el director de Últimas Noticias. Se trataba de un señor opaco y circunspecto que no se entusiasmó tanto con mis artículos como el maestro Novo —ni siquiera le mencioné que lo había ido a ver: Novo era el enemigo número uno de Excélsior, por su maliciosa travesura de la obra de teatro A ocho columnas, entre otras razones—, pero me los publicó de inmediato, muy destacados. Causaron furor. Sonaba mi teléfono todo el día. De la noche a la mañana me había convertido en una celebridad, en una escritora.

         Sólo Malú me llevaba siempre la contraria, por la mala influencia de sus amigos intelectuales y artistas de pacotilla.

         —¡Ponte a leer libros serios, Emma, por Dios! ¿Qué vas a hacer cuando acabes de contar todo lo que te decía tu abuelita, tus tías, tus compañeras del Colegio del Sagrado Corazón, tus comadres aristocráticas? Te vas a quedar sin temas. ¡Léete a Simone de Beauvoir!

         Yo me lanzaba a conciencia sobre las obras que Malú me recomendaba sin haberlas leído. Simplemente me repetía como perico lo que decían sus amigos intelectuales. “Ahora hay que leer a Virginia Woolf, a Proust; ahora hay que admirar a Klee, a Brancusi” Y yo como tonta, por acomplejada, corría a ponerme al día. Quince días más tarde Malú ya no se acordaba que existieran Klee ni la Woolf; ahora me despreciaba porque no conocía yo, la pobre periodista, a Pollock ni a Truman Capote. Un cuento de nunca acabar.

         Así era Malú Parra. Ahora me la ensalzan por las nubes y le confieren doctorados Honoris Causa póstumos. Hay una exposición en Bellas Artes del medio centenar de retratos que le hicieron los pintores mexicanos. ¿”Una de las mujeres más hermosas, más interesantes de las últimas décadas”, como dicen? Bueno: también la que sufrió más la chifladura de repartir dinero entre pintores principiantes, quienes en media hora embadurnaban cualquier garabato y se lo entregaban como gesto de agradecimiento:

         —¿Pero eso es tu retrato, Malú?

         Una especie de vísceras entre manchones de acrílico.

         —Mi retrato interior, y el autorretrato del artista. No seas tan realista, Emma.

*

Total, para Malú el periodismo, y sobre todo el que yo hacía, era la cosa más vulgar del mundo. Todo el tiempo andaba regañándome: “¡Y ahora te fuiste a meter entre los greñudos de La Candelaria, para descubrir que se mueren de hambre! ¡Bravo por semejante descubrimiento! ¡Ay, Emma, lo que es no tener nada qué decir! Debías tomar unas clasesitas de Historia del Arte con el maestro Justino Fernández, o lo que sea”. Así siempre, y de viejitas peor. Cuando yo recordaba algo, cualquier minucia, resultaba que no, que para nada, que todo había ocurrido de otra manera. Nos hacíamos unas escenas, unos berrinches horribles. Murió felizmente, entre sueños.

         —Cómo la envidio —me dijo Tere Burgos por teléfono—, nomás se acostó a dormir ¡y pase automático! En cambio la pobre de Chela Vallarta, ¿te acuerdas de Chela Vallarta?

         —Desde luego, Tere.

         —Pues se pasó toda la vida quebrándose el lomo y la cabeza para dejarles un patrimonio a sus hijos, y luego le vino esa enfermedad tan larga y tan latosa; que los médicos, los análisis, las medicinas, las enfermeras en su casa, las operaciones; cuando finalmente se le ocurrió morirse, había dejado sin un quinto a los pobres hijos, y endrogados de por vida. Mejor que jamás se hubiera preocupado por dejarles nada, y morirse más rápido, ¿no crees? Al menos no les habría heredado tales deudas.

         Todas mis amigas son partidarias fervientes de la eutanasia.

         —¿Supiste lo que le pasó a la pobre de Ofelia Múzquiz? —me cuenta Mari Lacunza, también por teléfono—, ¡increíble! Ves que ya andaba chiflada desde hacía tiempo, y le dio por sentirse solitaria y sentimental. Bueno: pues amadrinó a uno de los hijos de su sirvienta; lindísimo de chiquito, pero creció, claro. Para entonces Ofelia ya estaba completamente senil. Pues entre toda la familia del ahijado la secuestraron en un cuarto de la azotea; ahí le daban sus pastillas o sus inyecciones para tenerla dormida todo el tiempo, ¡y convirtieron la respetable casona de los Múzquiz en Tacubaya, ¿te acuerdas?, en un burdelazo de escándalo! Cayó la policía y ¿quién resultó la lenona? Pues Ofelia Múzquiz. Todo estaba a su nombre. Era legalmente la lenona, sin paliativo alguno.  Ahí la tienes declarando ante el Ministerio Público: loca, desnutrida, desgreñada, gritando barbaridades, medio meada en su silla de ruedas... Como ya no le quedaba familia fue toda una odisea sacarla de la cárcel. La Chata Ábrego le hizo la caridad y le contrató unos abogados, pagó unas mordidas. Ahí se está pudriendo ahora en un manicomio de beneficencia. ¡Ay no, quién pudiera morirse como Malú! Dichosa Malú allá en el cielo.

         Hace no muchos años estábamos todas en un banquete. La boda de algún nieto de alguien.

         —Pues me voy a comer este molito para no hacer el desaire, pero de seguro me da chorrillo —dijo Mari Lacunza, poniéndose sus pesados lentes para examinar, como a través de un microscopio, los gérmenes de su plato.

         —Antes, aunque fuera en un rancho, unos frijoles y ya, eran sanos, limpios; ahora todo te hace daño —añadió Tere Burgos, con un abundantísima peluca pelirroja casi indecente.

         —Ya nada es como era antes —acepté, resignándome a mi papel en el coro de las Parcas.

         —Desde luego —bromeó Malú—, ¡hasta las rosas eran de otro modo!

         Pero la broma parecía en serio. Nos quedamos mirando como obsesas el adornito de la mesa, unas rosas flotando en un tazón de agua teñida de un azul espeso. Las tocamos. Sí, eran naturales, pero como producto de algún laboratorio. O una variedad rara. No, ninguna se acordaba de semejantes rosas en nuestros buenos años.

         —Ya estamos todas más que listas para el asilo —siguió bromeando Malú, majadera y macabra.

*

Como comprenderán no pude terminarme mi sopa la tarde en que me atraganté con la noticia de su muerte. Me dio un acceso de tos. Se me bajó la presión. Y ahí estuvo lo curioso.

         Reynaldo, el pianista cubano, toda su cara llena de dientes postizos, me ofreció un coñac. Me sentó bien. Hice a un lado las recomendaciones del médico y pedí cigarrillos y más coñacs. Nunca he sido bebedora, y me emborraché enseguida.

         No recuerdo la reacción de los demás clientes frente a la viejilla ebria que cantaba desde su mesa los apolillados boleros que tocaba el decrépito pianista donjuanesco. No recuerdo sino la cara de Reynaldo, toda guiños y sonrisas, con sus dientes postizos por todas partes.

         Debí haber dado todo un espectáculo por la calle, cuando Reynaldo y un mesero me trajeron cargando a casa. Seguramente soy, hasta la fecha, la comidilla de los vecinos. ¿Cómo le hacen los hombres para hallarle gusto a la borrachera, para soportar las crudas? Misterio. Los envidio: gracias al trago, dicen, se mueren antes.

         Amanecí en el sillón de mi departamento con unas palpitaciones y unas náuseas terribles. “Ahora sí me voy a morir”, pensé. “¡Es tu culpa, Malú!”, le grité entre hipos.

         Ahí a tropezones, como Dios me dio a entender, llegué a la cama, me puse solemnemente el camisón, me cepillé un poquito el pelo y me metí entre las sábanas a morirme de inmediato. Me apenó el espectáculo que se encontraría mi hijo días más tarde, pero por nada del mundo quise avisarle por teléfono, ni que me llevaran a un hospital. Todo me pareció tan fácil: cerrar los ojos y listo.

         Pero no me morí durante toda la mañana infinita. Escuché, entre sudoraciones y pálpitos insoportables, todos los gritos de todos los niños del edificio; todas las alarmas descompuestas de todos los coches de la calle; todos los discos de moda de todos los hijos de los vecinos; los cláxones, los pelotazos, los timbrazos de teléfono, el estrépito de todas las aspiradoras del mundo, los taconazos de todas las señoritingas en los pasillos y la escalera.

         A mediodía sonó mi teléfono: era el decrépito Reynaldo, socarrón:

         —¿Cómo amaneció, Emmita? ¿No le caería bien un consomé calientito? Se lo llevo enseguida.

         —¡Nada de Emmita, bribón! ¡Señora Velasco!

         —¿Entonces qué, se lo llevo?

         —Sea por Dios.

         Llegó con un monumental traje lustroso del año de Maricastaña. Seguro se había pasado horas desmanchándolo con gasolina blanca. Sus enormes dientes postizos se veían más relucientes, como si les hubiera dado grasa, o al menos un buen trapazo. Traía un ramo de rosas, de esas rosas aterciopeladas y macizas que son de otro modo, y me hablaba con una insolente galantería, como todo un conquistador. (”¡Oh no!, pensé, suponiendo lo peor, ahora sí como en un infarto. ¡Nada más eso me faltaba!”).

         —Emmita, tengo que confesarle una cosa. Ayer, ayer, ¡le robé un beso!

         Reprimí el impulso de arrojarle la taza de consomé. Me le reí en la cara. Lo vi entristecerse con un gesto aún más ridículo que sus guiños de Don Juan. Sus dientes empequeñecieron, se opacaron. Tuve finalmente que consolarlo. Tuve que decirle que nos dejáramos, a nuestra edad, de payasadas.

         Superada la cruda, supe que me quedaba más, todavía más tiempo por vivir. Si el coñac no me había matado, ni modo de tenerle miedo a una gripe.

         Me han pedido que escriba algo sobre mis recuerdos de Malú. Lo he hecho a mi modo, personalmente: la memoria de su ausencia “Día a día”. No me toca hablar de sus méritos como mecenas ni como musa de poetas y pintores, sino de la vieja amiga que casi me arrastra consigo a la tumba.

         Les decía que dejé de escribir hace veinticinco años. Siento mis dedos torpes sobre la vieja máquina Remington de mis mejores tiempos. Así siento mi relato, torpe y tentaleante. Lo que no está mal: cada estación en la vida tiene su ritmo, su temperamento. Y no me voy a poner ahora a deshacerme en flores y halagos a Malú. Los viejos no somos sentimentales.

         Sigo yendo a comer, como siempre, al restorán del Hotel Bristol, donde el pobre pianista se esfuerza cuanto puede por hacer como que no ha pasado nada.

         ¿Los viejos no somos sentimentales? Últimamente me ha dado por pensar que, a final de cuentas, Reynaldo no toca tantas notas falsas en los boleros como se rumora. Así deben ser los boleros, un poco mal tocados; y cantados con esa especie de exageración cómica, con algo de broma en sus lamentos: el estilo de Bola de Nieve.

 





sábado, 1 de marzo de 2025

EL REPORTERO DEL DIABLO

 El reportero del diablo

Por José Joaquín Blanco

Deambulaba por los bares y fondas de la Calle Michoacán, en la colonia Condesa, un fantasmal reportero de policiales a quien todo mundo despreciaba.
Su delito era que detestaba el cine, y no existe al parecer mayor crimen en el siglo veinte que odiar las películas. Equivale a un criollo novohispano que aborreciera las misas.
Ahí se pasaba sus ratos libres, entibiando sus whiskies en el Bar Nuevo León, hasta que aparecían sus amigos (amigos es un decir: ¿cómo hacer amistad con quien nunca va al cine? ¿entonces de qué diablos se platica?), después de haber asistido a alguno de sus cotidianos portentos cinematográficos. Y sin más trámite se sentaban a su mesa a comentar en sus narices, minuciosamente, todas las joyas de la pantalla.
El fantasmal reportero los escuchaba con la paciencia de un reacio al futbol que asistiera a la enumeración de todas las bíblicas alineaciones del Atlante a través de los siglos.
Un martes de noviembre del 2000 (todavía era el siglo veinte), el sabihondo cinéfilo Godínez, de la fuente de economía, se quejó con una mueca de asco digna de Robert de Niro, de la incapacidad mexicana para las tramas policiacas:
-No hay ningún thriller mexicano. ¡Sencillamente tampoco servimos para eso!
-Por ahí hablan de Distinto amanecer, de Julio Bracho, protagonizada por Pedro Armendáriz, Andrea Palma, Alberto Galán y el niño Narciso Busquets; argumento de Max Aub con diálogos de Xavier Villaurrutia –arguyó lenta, parsimoniosamente el reportero de policiales, nomás para fastidiar.
-No mames –increpó El Chiquilín Martínez, de la fuente de Presidencia, famoso por la diminuta cabeza con que exornaba sus flacos dos metros de estatura-; eso no es cine, sino literatura filmada. Los diálogos suenan estiradísimos, in-ve-ro-sí-mi-les. La fotografia de Figueroa, peor.
El reportero fantasmal se había quedado varado en la sección de policiales de un periódico desde hacía tres años. Sus primeros colegas ya habían ascendido a las direcciones de Comunicación Social de diversas dependencias burocráticas. Pero él seguía ahí, fiel al lado del crimen, para no traicionar su vocación de poeta abstracto.
Soñaba con un libro de poemas “antilogocentristas, molecularizados y átonos”. Por eso se negaba a colaborar en la sección y en el suplemento culturales, porque ahí “se contamina uno de literatura”.
Y quería despojar sus versos de todo lastre literario a fin de lograr “el accidente grafístico puro, el grafismo esencial, como una muesca en acrílico o una arruga de trapo de los abstraccionistas catalanes”.
“Detrás de todo poeta abstraccionista declarado, hay un vergonzante recitador de ‘El Brindis del Bohemio’”, solía apotegmatizar el odiado crítico Andueza, en el suplemento dominical del mismo periódico.
Se trataba de la historia de un rencor: Andueza había sido compañero de preparatoria del periodista fantasmal, y en aquellos años habían competido en un concurso de declamación, en el cual había triunfado el futuro reportero de policiales con “El brindis del Bohemio”, mientras que al futuro crítico literario se le había olvidado “La raza de bronce” a las primeras estrofas, y tuvo que abandonar el estrado todo confuso y en medio del abucheo estudiantil.
En efecto, antes de odiar la literatura (ya para entonces evitaba el cine), el futuro “poeta abstraccionista” había tenido sus barruntes de erudición policiaca. Y salió a relucir esa tarde:
-Si quieres un thriller, ahí esta El privado del virrey...
-¿Que qué? –exclamó Godínez, amenazante como Jack Nicholson.
-No es una película, sino una obra de teatro de Rodríguez Galván, pero también se lee; digo, porque los cinéfilos monolingües mexicanos van a leer las películas. Puros subtítulos y subtítulos. Y los “espectadores” hechos la mocha: lee y lee subtítulos. Para ese caso, que mejor lean los guiones en su casa... debidamente traducidos.
-¿Vaaaas al teaaaatro? –insistió Godínez, escandalizado como Sylvester Stallone ante un ballet clásico.
-Te digo que la leí en la prepa. Me tocó hacer una monografía sobre la Calle de Don Juan Manuel... Para los ignorantes: estoy hablando de la actual Calle de República del Uruguay, el tramo entre 5 de Febrero y Pino Suárez. Antes del thriller se llamaba simplemente Calle Nueva.
El fantasmal reportero de policiales consignó que Ignacio Rodríguez Galván había escrito El privado del virrey hacía más de siglo y medio; y que ya para entonces se consideraba viejísimo el argumento, de mediados del siglo diecisiete...
Y que lo habían retomado como veinte autores: el Conde de la Cortina, Manuel Payno, Irineo Paz, Vicente Riva Palacio, Juan de Dios Peza, Luis González Obregón, Artemio de Valle Arizpe; que incluso había aparecido en historietas y radionovelas sobre “tradiciones y leyendas de la Colonia” durante los años sesenta.
El odiado crítico Andueza permaneció impasible frente a tal sabiduría; durante esa semana sólo se dignaba conocer de autores sudafricanos.
El reportero de policiales contó la historia de un gachupín acaudalado, originario de Burguos, que se hizo íntimo del virrey Marqués de Cadereyta.
Lo nombraban Don Juan Manuel de Solórzano. En México le llovieron favores oficiales, incluso puestos en la Real Hacienda y gestiones sobre los productos que llegaban de España en las flotas, así como la cerrada envidia pública, promovida especialmente por parte de la Audiencia y de los mayores comerciantes de la ciudad.
Resultó breve su privanza (1636) y largas las intrigas de los malquerientes, hasta que fue a dar a la cárcel (1640), acusado de malversación y fraude con el dinero del gobierno.
-¿Y a eso lo llamas un thriller? –reclamó Godínez, impasible como Michael Douglas.
-Bueno, es que Don Juan Manuel conocía muy bien a su bella esposa: Doña Mariana de Laguna, más rica incluso que él, heredera de minas en Zacatecas. Don Juan Manuel sabía que doña Mariana no podía estar muchas horas sin hombre...
-Mejora la trama...
-Sobornó entonces a las autoridades, para que le permitieran visitas conyugales, que desde luego no eran toleradas en esos tiempos. Pero sólo le concedieron una vez por semana, y doña Mariana era mujer de programa triple todos los días...
-Tres sin sacar –intervino misteriosa y embozadamente Gil Gamés.
-Además se notaba tan sosegada en sus parcas y rápidas visitas semanales que a don Juan Manuel empezaron a rondarlo unos celos feroces. Alguien andaba tranquilizando a su esposa. Sospechaba sobre todo de las mismas autoridades que lo tenían en la cárcel, especialmente del Alcalde del Crimen...
-Ya, al grano –exigió Godínez, esgrimiendo su cuba como un revólver.
No era tan fácil, explicó el reportero de policiales: las versiones variaban. Había quien afirmaba que don Juan Manuel sobornó al carcelero para que lo dejara salir, como murciélago en la oscuridad nocturna, a espiar el balcón de su propia casa. Pero no sonaba lógico: lo mismo habría podido pagarle al cancerbero para que le permitiera cumplir por triplicado con su esposa todas las noches...
Según otros autores le había vendido su alma al diablo, a cambio de escaparse a medianoche y espiar su balcón desde el zaguán de enfrente. Aunque la objeción sería la misma: igual pudo habérsela vendido para disfrutar cómoda y triplemente a doña Mariana, y hasta cenar a gusto en casa, evitándose los fríos callejeros...
Total, resumía el reportero de policiales: don Juan Manuel pintaba con carbón una especie de puerta en el muro de su celda, la abría con una llave que también dibujaba, y ya estaba afuera.
-No mames: eso es La mulata de Córdoba. ¡La acabo de ver en la tele! –gritó El Chiquilín Martínez, con una vocecita aflautada desde la exornada y módica cumbre de su roperote huesudo.
-La mulata pintaba un barco...
-O Bugs Bunny –intervino, muy camp, Andueza, olvidándose por un momento de su exclusividad semanal con los autores sudafricanos.
-Al grano, maestro –apremió Godínez expeliendo la cavernosa voz de Marlon Brando en El Padrino.
Había pasado lo de siempre, señaló el reportero de policiales con desprecio profesional ante la nota roja de cada día: don Juan Manuel llegó a su calle, miró su balcón y descubrió las sombras de doña Mariana y un galán, agasajándose.
-¡Y se equivocó de ventana, y nos estás hablando de un rocanrol de Johnny Laboriel!: “¡Oh qué confusión, el número equivoquéeee. Siluetas, siluetas, siluetas soooon!” –cantó el aborrecido crítico Andueza, ya sin idea (en caso de haberla tenido alguna vez) de dónde quedaba Sudáfrica.
-No se equivocó de ventana. Esperó a que saliera el galán y lo apuñaló.
El galán venía embozado en su capa, como si la densa oscuridad de la noche no lo cubriera bastante. Hay que recordar que no existía entonces ningún tipo de alumbrado público en la ciudad: ni fogatas, ni lámparas, ni faroles.
Entonces don Juan Manuel le preguntó a bocajarro: “Perdone su merced, ¿qué horas son?”. El embozado contestó sin descubrirse: “Las once”. (Seguramente acababa de echarle un vistazo al reloj en casa de doña Mariana.) “¡Dichoso su merced, dijo don Juan Manuel, pues sabe la hora en que muere!”
-¿Y dónde está el thriller? –increpó Godínez, retomando su mejor perfil de Michael Douglas.
En que don Juan Manuel regresó a la noche siguiente, prosiguió cansinamente el reportero de policiales; y vio y preguntó y escuchó y exclamó lo mismo, y volvió a matar al galán. Así todas las noches durante muchos meses.
Todas las madrugadas la ronda levantaba un asesinadito en la Calle Nueva. Don Juan Manuel nunca supo si siempre mataba al mismo o a galanes diferentes. Si realmente salía todas las noches o nomás lo soñaba.
Finalmente la justicia, el soborno o el diablo lo pusieron en libertad. Entonces apuñaló expedita, antidramáticamente a doña Mariana.
-¿Y por qué no la mató desde antes? –preguntó Godínez, práctico como Harrison Ford.
-A lo mejor creía que iba a tener que estarla asesinando todos los días... –rió a chillidos El Chiquilín Martínez.
El caso era, según el reportero de policiales, que ya en libertad, don Juan Manuel comprobó que no se había tratado de alucinación alguna, ni de una trampa del diablo.
Averiguó los nombres de docenas de galanes que habían sido misteriosamente asesinados, noche tras noche, frente a su puerta, a pesar de la estricta vigilancia de guardias y alguaciles.
Entre ellos figuraban nada menos que el propio Alcalde del Crimen, un tal Vélez de Pereyra; un escribano, dos oidores, varios frailes y canónigos, y hasta el pariente más querido de don Juan Manuel, su sobrino y heredero, pues no tenía hijos.
Arrojó el cadáver de su esposa por la ventana, dispuesto a todo, y se sentó a esperar al alguacil... quien nunca llegó.
La ronda se había acostumbrado al cadáver diario, aunque ahora se tratara de una mujer. Ya desde entonces las costumbres andaban a ratos al revés. Y don Juan Manuel tenía la coartada de haber estado preso todos los meses en que habían ocurrido los otros asesinatos.
-¿Y entonces? –preguntó El Chiquilín Martínez, desde la cabeza de alfiler que exornaba sus dos metros de estatura.
-Ahí tienen su thriller: resuélvanlo.
-Pues don Juan Manuel se quedó sentadito, close up y créditos finales –especuló Andueza, decidido a dejarse de tonterías y retirarse a redactar otra enjundiosa reseña de media cuartilla sobre todos los autores sudafricanos a la vez.
-Claro que no. Es drama de época. Corrió a confesarse con el cura. ¡Había matado a docenas de hombres!, aunque no estuviera seguro si soñaba o de veras lo hacía; si salía de la cárcel con su puerta y su llave de carbón o se alucinaba de celos dentro de ella...
-Eso ya es Arturo de Córdova... –apuntó, erudito, Godínez, como si dijera: “No tiene la menor importaaancia”.
El cura, según el reportero de policiales, no supo resolver el thriller. ¿El multiasesino había sido don Juan Manuel o un fantasma urdido por el diablo? ¿A quién condenar? Tuvo que invocar a los detectives celestiales, que como es sabido se toman su tiempo.
Mientras tanto mandó a don Juan Manuel que rezara tres noches seguidas el rosario a la medianoche, al pie de la horca.
La primera ocasión escuchó, con el rosario en la mano, una voz de ultratumba: “¡Rezad un padrenuestro por el alma de don Juan Manuel!”; la segunda: “¡Rezad un avemaría por el alma de don Juan Manuel!”...
-¡No mames: eso es la Llorona! –protestó, maullando, El Chiquilín Martínez, ofendido en sus más entrañables tradiciones.
-Y al tercer día amaneció colgado en la horca.
Volvieron a variar las versiones, en opinión del reportero de policiales. La leyenda popular rumoraba que los propios ángeles, escandalizados, bajaron del cielo y lo colgaron.
O las docenas de difuntos galanes rencorosos, capaces también de vender su alma al diablo, incluso en el cielo, con tal de bajar un rato y vengarse.
O la insaciable doña Mariana.
-El caso es que alguna vez hubo thrillers en México y amén –cerró el fantasmal reportero de policiales, y se puso a mascar un hielo.
-Qué bueno que en policiales se limitan a transcribir puros chismes. Como reportero no tienes nada qué hacer –le espetó sumariamente Godínez, y se retiró del Bar Nuevo León con un reposado andar stanislavskiano, digno de Al Pacino.
Pero gracias a la leyenda de don Juan Manuel, o al miedo de que “el reportero del diablo” -como se le empezó a llamar con sarcasmo por la Calle Michoacán de la Colonia Condesa- volviera a contarles algo semejante, sus amigos (amigos es un decir: ¿cómo hacer amistad con quien nunca va al cine? ¿entonces de qué rayos se platica?) dejaron de hablar tanto de películas en su presencia.
Se le puede ver dos o tres tardes por semana, entibiando sus whiskies, con la mirada perdida, ensoñando con esa poesía “antilogocentrista, molecularizada y atonal” que ni vendiéndole el alma al diablo le asoma por la mente.
El odiado crítico Andueza (esta semana especializado en los aforistas de Tahití) murmura que “el reportero del diablo” no anhela tanto una poesía que exprese el “accidente grafístico puro, o el grafismo esencial, subrepticiamente rizomático, como una muesca en acrílico o una arruga de trapo de los abstraccionistas catalanes”, sino esos “vulgares premios y becas gubernamentales” que, sin tanto andarse por las ramas, el eficaz y aborrecido crítico Andueza recibe varias veces al año por sus reseñas semanales de media cuartilla.
Lo que yo puedo contarles es que cuando ingresé como redactor emergente al suplemento cultural no tenía la menor idea de todo este asunto. Y una noche se me ocurrió hablar en el Bar Nuevo León, taqueando chistorra con setas al ajillo, de cierta película de Billy Wilder.
Entonces el “reportero del diablo” se me quedó mirando con una sonrisa torva y oscura como callejón del crimen, y me preguntó:
-Oye, hueso –en esto del generoso y solidario oficio del periodismo nos llaman “huesos” a los novatos, y nos ocupan sobre todo para mandarnos por tortas y refrescos a la esquina-; oye, hueso, ¿sabes qué horas son?

viernes, 31 de enero de 2025

LAS AVENTURAS DE UN JACOBINO EN PUEBLA

LAS AVENTURAS DE UN JACOBINO EN PUEBLA
Por José Joaquín Blanco



A la memoria de Pepe Morante
Sin duda ustedes habrán oído hablar de Huitla, ese pintoresco pueblito tropical cundido de vegetación y de todo tipo de flores; con sus blancos caserones de muros enyesados y techos de teja, sus empedradas calles escalonadas, que brillan bajo los aguaceros como si fueran de metal, y las altas torres de su iglesia. Está en la Sierra de Puebla.
Ah, y sus coloridos mercados domingueros, en la plaza, llenos de indios que bajan de los cerros a comprar cassettes de Bronco, los Temerarios y los Tigres del Norte; pantalones de mezclilla, camisetas de U2 y tenis y huaraches de plástico. Y de turistas que adquieren la indumentaria indígena de manta, bordada, insuperable para descansar junto a una alberca, en torno a la parrillada; para sudar cómodamente en la discotheque y para pasear en el calor abochornante por los jardines de los hoteles y las huertas de las fincas de recreo, además de todo tipo de cerámica y cestería para decorar folkóricamente un progresista hogar universitario.
Habitualmente no se ve mucha miseria en Huitla, porque los indios viven en sus aldeas de las montañas. Tampoco se ve a los grandes cafetaleros ni a los ganaderos, que van y vienen en coche o avioneta entre sus espléndidas propiedades y sus oficinas y residencias en Puebla, Veracruz o el Distrito Federal. El turismo es dominguero. De modo que entre semana parece un pueblo vacío, una maqueta de museo de “cultura popular”, con algunas señoras que se abanican con revistas de estrellas de televisión a todo color, en sus dos o tres tiendas y fondas semivacías.
Lucen entonces en su variado esplendor la vegetación (ya un locutor de TV-Azteca habló del “verde multicolor” de la Sierra de Puebla), las flores, las calles empedradas construidas como escaleras de un afanoso laberinto, los gruesos muros enyesados, los techos de teja, las terrazas con macetones. Y de repente, un estrépito infernal: las campanas de la iglesia.
Dos torres de tres pisos dotadas de no sé cuantas campanas potentísimas, como forjadas para imitar el escándalo del fin del mundo. Rompen los oídos a muchas cuadras de distancia. Y desde la visita del papa y el nuevo poder legal de la Iglesia tañen a cada rato, todos los días. Ni caso tiene señalar que, entre tal estrépito, no se escuchan las mentadas de madre al cura, a quien la población denomina “el enemigo del oído humano”, por parte de los funcionarios y empleados del ayuntamiento, que está exactamente junto a la iglesia; ni las de los tenderos, fonderos y vecinos del pueblo, quienes siempre llevan consigo bolitas de algodón y de cera para tapiarse a cada rato las orejas.
Las campanas empiezan a bombardear al pueblo desde las cuatro y media de la mañana y no cesan hasta después de las diez de la noche. En días de gran santo (y los santos grandes suman legión) siguen hasta la madrugada. Su horario y sus intenciones son arbitrarias, pues ni siquiera las toca el cura, sino un mozo-sacristán aguardentoso, imbuido de todo el odio que el cura siente por las estatuas de Benito Juárez (tosca, de piedra) y de Cuauhtémoc (amanerada, semidesnuda, con vientre físico-culturista, de yeso dorado) que el gobierno jacobino erigió durante los buenos días del PRI en el centro de la plaza; y por la impía modernidad que mantiene a toda la gente pegada a sus radios y televisiones, sin temor alguno de Dios ni del fin del mundo.
Hay también triunfalismo, revanchismo, en el tesón con que el cura manda y el sacristán pone en práctica la furia de las campanas: hace unos treinta años, cuando el viento todavía no les hacía nada al PRI ni Juárez, el presidente municipal don Aristarco Méndez, padre del actual, mi amigo Jenofonte H. Méndez, hizo reglamentar el tañido de las campanas. Sólo podían sonar tres veces antes de cada “acto efectivo” de culto; y no todas al unísono, sino nomás unas cuantas, para no “quebrantar la tranquilidad de la ciudadanía”.
Por “acto efectivo” de culto se consideraban las misas y los rosarios con feligresía comprobable, pues resultaba que las campanas atronaban todo el tiempo, pero la iglesia siempre estaba vacía y hasta cerrada por falta de feligreses: ¿qué caso tenía “sobresaltar a la ciudadanía” cuando no estaba ocurriendo nada? Y democráticamente debía aplicarse a las campanas de la iglesia la misma ley que se imponía al sonido de cantinas y cabarets: fijarles un límite de decibeles, para “no atentar contra la salud del oído humano”.
Ni siquiera entonces, cuando el viento no les hacía nada al PRI ni a Juárez, pudo prevalecer el munícipe jacobino, por más que juntó las firmas de todos, sin excepción, los vecinos de las manzanas circundantes a la plaza. El cura argumentó que los campanazos se dirigían también a los “hermanos indígenas”, quienes tenían todo el derecho a escucharlas desde sus arduas labores en los montes remotos, aunque sólo bajaran los domingos y visitaran el templo tempranito, antes de que el mercado entrara en plena actividad.
Protestó también el párroco porque el munícipe enviaba a las esposas e hijas (enrebozadas y disfrazadas de beatas) de sus empleados a espiar a la iglesia, para luego publicar en el pequeño periódico dominical La Voz de Juárez. ¡Con la República siempre!, la estadística de que a tantos campanazos de tantos “megadecibeles” correspondían dos sordísimas ancianas dormidas durante el rosario, o las más de las veces, a una iglesia cerrada mientras el cura estaba jugando dominó en la tienda-pulquería de don Tucídides Aguirre con el propio presidente municipal.
El obispo de Puebla apoyó al cura, y el ciudadano gobernador constitucional del libre y soberano Estado de Puebla se hizo oficialmente el desentendido, pero a trasmano se comunicó a las autoridades eclesiásticas que si no cesaban en su intemperancia con las campanas podría ocurrir que el Seguro Social repartiera más propaganda del control de la natalidad; que se autorizara algún indigenista dispensario protestante en la mera plaza de Huitla; que los vigilantes del municipio no advirtieran una gran campaña intempestiva de pósters y volantes de semidesnudas vedettes de palenque, los cuales amanecerían pegados en cuantos postes y muros disponibles se encontraran cerca de la iglesia; y que, en fin, el Estado podría instalar muchos altavoces (de los cientos que almacenaba el PRI en sus bodegas, y sólo usaba durante las campañas electorales) en la plaza, para amenizar a todo volumen la vida ciudadana con puras cumbias, rancheras y rocanrol.
De hecho, toda esa propaganda apareció un domingo tapizando la barda misma de la iglesia, y una camioneta del PRI (el emblema cubierto por una gran foto de Irma Serrano en minifalda ranchera), con altavoz, se estacionó frente a su entrada para detonar ininterrumpidamente, durante todo un día, pura música de Carlos Lico y de la Sonora Santanera. Y se repartieron eruditos folletos de control de la natalidad entre los marchantes analfabetos del mercado.
Durante unos años, hasta su muerte, el cura moderó sus campanazos. Seguían sonando fuerte, pero no todas las campanas a la vez y no todo el tiempo. El munícipe por su parte prohibió con un valiente decreto la publicidad nudista o jacarandosa, y santa paz. Huitla podía aburrirse tranquilamente entre campanazo y campanazo. Y como todos sus antecesores desde la Independencia, el cura y el presidente municipal podían jugar amistosamente cartas y dominó con el boticario y el maestro rural en la tienda-pulquería de don Tucídides Aguirre y sus antecesores.
Republicanamente cambiaron el presidente municipal de Huitla y el gobernador de Puebla; también, fatalidad de la vida, envejecieron y fueron reemplazados el obispo de Puebla y el cura de Huitla. Pero volvió a comenzar el ciclo de la animosidad entre el nuevo cura y el nuevo munícipe jacobino, por más que siguieran jugando dominó dos o tres tardes a la semana. El nuevo cura, para quien los tiempos del “oscurantismo de la PRI-Reforma” habían caducado “al igual que las tiranías de Nerón y Diocleciano”, tomó como pretexto la visita del papa para volver a hacer estallar todas las campanas todo el tiempo.
El cura volvió a ser “el enemigo del oído humano” para los ensordecidos empleados y funcionarios del ayuntamiento, para los tenderos, fonderos y vecinos. Se retomó la costumbre de traer en los bolsillos bolitas de cera y algodón, y de contestar cada campanada con una mentada de madre contra el cura; inocuamente, pues ni siquiera alcanzaba a escucharla quien la gritaba.
Una mañana de domingo, en plena efervescencia del tianguis en la plaza, hizo su aparición una camioneta (las siglas del PRI cubiertas por una gran foto de Olga Breeskin en bikini) con altavoz. Gobernaba el ayuntamiento don Píndaro L. Méndez, hermano de aquel edil y tío del actual. Pero ya no se trató de simples cumbias, ni de Carlos Lico, ni de la Sonora Santanera. Eran puras canciones “pornográficas” de Lupita D’Alessio, María Conchita Alonso, Camilo Sesto, Emmanuel y José José.
Para entonces había crecido el turismo universitario o antropológico, y se habían acondicionado como hoteles tres o cuatro casonas céntricas. Tenían bar y variedad los fines de semana, hasta de strip-tease y travestis. Los turistas universitarios que iban a disfrutar de la etnología y del folklore son gente terrible en busca de aventuras inusitadas. No sólo se emborrachaban, sino que fumaban mariguana al pie de la dorada y amanerada estatua de yeso de Cuauhtémoc, que lucía buenas piernas. Y “fornicaban” frente al paisaje, en la madrugada, bajo los flamboyanes de la plaza. Andaban en minifaldas y shortcitos por eso de “la calor”.
Con el pretexto de disfrazarse de indias, las chamacas sociólogas se ponían pantalones y blusas indígenas de manta (que Dios sabe que sólo se inventaron para los hombres), a fin de tornear y transparentar a la menor brisa todas sus formas pecaminosas. Los indios disfrutaban del espectáculo, muertos de risa.
El munícipe había autorizado, además, un cine permanente en el patio de otra casona, donde se exhibían puras películas de narcos, sexo y violencia, al que iban sobre todo los indios jóvenes, quienes ya para entonces usaban acampanados pantalones Milano y cachuchas de béisbol, y más sabían de los hermanos Almada, de Lola la Trailera y de Sylvester Stallone que de fray Bartolomé de las Casas y don Juan de Palafox.
Para colmo de horrores, le escribió el cura al obispo de Puebla, la propaganda del control de la natalidad del Seguro Social sí se había incrementado en una forma alarmante. Hasta se hablaba de eso en la escuela primaria. Pocos años después (ya la era del sida) añadió que el maestro rural había instruido al grupo de sexto año (es el mayor grado de escolaridad de Huitla, pues no hay secundaria, y sólo media docena de chamacos al año logran su certificado de primaria), días antes de la fiesta de fin de cursos, ¡en el uso de condones! Había calzado pedagógicamente un condón en el extremo de un palo de escoba.
No sólo eso: cundía la subversión; los universitarios comunistas y los protestantes, “ajenos a nuestro siempre católico Estado de Puebla”, se habían metido a agitar a los trabajadores de las fincas cafetaleras y de los ranchos ganaderos. Sólo la venida del papa (“¡Qué venidota!”, se había atrevido a decir el edil don Píndaro en pleno juego de dominó, frente a las narices mismas del cura) podía salvar de la perdición a ese “poblano redil de Dios, que adoraba a Cristo aun en su gentilidad, con el nombre de Quetzalcóatl”. Como siglos después diría el bolero: “Antes de conocerte, te adiviné”.
Y terminaba alertando de que la infamia y la corrupción de las costumbres no alcanzaba ya sólo a los mestizos de Huitla (a quienes siempre se consideró, por lo demás, semicristianos y condenados de antemano al averno, por más que tanto el obispo de Puebla como el cura de Huitla fueran bien mestizos), sino a los propios indios, quienes hasta entonces se habían conservado tan “sobajados, serviciales, dulces y devotos”, a pesar de las revoluciones y discordias sociales de dos siglos liberales, como en los tiempos dorados de la evangelización.
El obispo de Puebla, orondamente “angelopolitano”, semper fidelis, volvió a apoyar al cura. Y con qué fuerza atronaban las campanas. ¡Cómo hacían saltar al propio presidente municipal de su escritorio, a cada rato; cómo provocaban que don Tucídides Aguirre volcara las garrafas de pulque, y hasta le hacían perder al propio cura la concentración en el dominó!
Este nuevo cura retomó la belicosidad de sus antecesores. Una mañana el dorado Cuauhtémoc apareció con un gran escapulario de cartón, izando sobre su lanza siempre insumisa una gran estampa de la Virgen del Socorro. Otro día amaneció don Benito Juárez, tan bien peinado de raya enmedio, tocado con un bonete; y en su pedestal una frase que decía: “¡Antes de morir, se confesó!”
Don Píndaro, por primera vez en más de cien años, no pudo responder como buen jacobino a la provocación clerical. Órdenes terminantes del centro, del gobierno federal, le ataron los manos. “Las cosas han cambiado”, se le dijo. “Ahora somos pluralistas, democráticos y modernos, y hay que buscar un buen entendimiento con el clero.”
El cura lo supo y se envalentonó. Ya no le parecieron suficientes las campanas. Compró un enorme aparato de sonido. “Como la gente no va a la iglesia, la iglesia debe ir a la gente”, se justificó ante don Tucídides.
Hacía grabar en cassette su sermón dominical de la misa de doce, la de la gente decente, y lo ponía a resonar desde unos altavoces potentísimos en las torres de la iglesia. A todas horas durante toda la semana. Entre campanazos y campanazos, el mismo sermón; entre las repeticiones del sermón, los campanazos. Poco faltó para que acudiera a una comisión internacional de Derechos Humanos para quejarse del jacobino munícipe, quien había hecho arrestar al aguardentoso sacristán por tres horas —acusado de violar la Ley Seca en día cívico— y había suspendido la corriente eléctrica de la iglesia la mañana de un 16 de septiembre, a fin de realizar sin campanazos ni sermón su “demagógico” desfile de escolares “acarreados” en pos de la bandera nacional.
Parecía que el jacobino había perdido de una vez para siempre su eterno pleito con el cura en ese pueblito de la Sierra de Puebla. De hecho, al dejar la presidencia, don Píndaro abandonó su vieja y querida casona en el centro de Huitla, que su familia había habitado durante diez generaciones, y se hizo construir una moderna, con jacuzzi, bastante lejos, por el panteón civil, donde de cualquier manera seguía escuchando el eco de las campanas y de los aguerridos sermones del cura contra el caos y el diabolismo de estos tiempos.
No se conformó el cura con los campanazos y los sermones. Mandó grabar el rosario en una buena parroquia de la propia ciudad de Puebla, la de San Miguelito, donde se oyera tupido y en buen castellano; y asestaba el cassete completo por los altavoces, a todo volumen, todas las tardes, a los sufridos habitantes de Huitla. No lo ponía a una hora determinada, para que la gente no pudiera escaparse, corriendo en estampida hasta más allá del panteón civil. “¡Santa Virgen del Rosario, sálvanos del rosario!”, clamaban. Su repertorio se amplió con himnos marianos y cristeros, con sermones del papa y del obispo de Puebla, y finalmente hasta con canciones devotas entonadas por artistas de moda, como Roberto Carlos y Lucerito.
Llegó a la presidencia municipal mi amigo Jenofonte H. Méndez, nieto, hijo y sobrino de próceres huitlenses, y se encontró con las mismas órdenes que don Píndaro. Los tiempos en efecto habían cambiado, y no había modo de responder al clero fuera de la ley. ¿Y cómo responderle dentro de ella, si no había reglamentos contra las campanas ni contra los sermones en altavoz? ¿Si para los sonidos clericales no existía límite legal alguno de frecuencia ni de decibeles?
Por lo demás, las represalias de sus ancestros ya no funcionarían. Las grabadoras portátiles se habían popularizado aun entre los indios, y las ponían a todo volumen los domingos, en el mercado, aumentado la confusión de campanas, sermones, vivas a Cristo Rey y lamentos amorosos de Bronco, los Tigres del Norte y los Temerarios, todo a un tiempo. En la propia televisión se veían más semiencueradas que en todos los afiches que discurriera pegar en la barda de la iglesia. La “sociedad civil”, tan católica en otros aspectos, distribuía por sí misma condones y guías de educación sexual hasta en el atrio. ¡Incluso los boy-scouts (claro, forasteros: no hay boy-scouts nativos en Huitla), rezando el rosario, repartían condones y manuales de “sexo seguro”! El mundo también había empeorado para el cura, pero sus campanazos y sermones atronaban peor que nunca.
“¿Cómo proteger los oídos de la ciudadanía del estrépito clerical?”, se preguntaba el jacobino Jenofonte en la tienda-pulquería de don Tucídides Aguirre, mientras buscaba que el cura le diera una oportunidad de deshacerse de la mula de seis.
“¿Cómo proteger a la feligresía, sobre todo a ‘nuestros hermanos indígenas’, de la corrupción del gobierno tiránico y del mundo moderno?”, se preguntaba el cura mientras, astutamente, le ahorcaba la mula de seis al munícipe.
El boticario y el maestro rural ya habían decidido (en secreto) que una futura revolución debía expulsar, al mismo tiempo y con parejo y ejemplar rigor, tanto a la iglesia como al edificio del ayuntamiento del centro de Huitla, y refundirlos a ambos en lo más intrincado de la Sierra de Puebla.
Pero mi amigo Jenofonte halló la solución. Un día supo que la “sociedad civil” también contaba, entre sus múltiples lemas, con el de la protección de los animales. Y efectivamente, la proliferación de perros sin dueño era todo un problema municipal, reflexionó. Ningún munícipe se había ocupado de ellos, ni en caso de rabia: la propia gente se encargaba de matar a pedradas a los perros rabiosos. ¿Con qué presupuesto se iba a proteger, por más cromo de san Francisco de Asís con rosas de plástico que se venerase en la iglesia, al hermano perro, a la hermana perra, si no había dinero ni para darles frijoles una vez al día a los presos en la cárcel municipal?
Tampoco los munícipes se habían ocupado mucho de la delincuencia. Dejaban que la propia gente matara o linchara a los abigeos, asesinos y ladrones, en vendettas interminables que siempre han sido una patriótica tradición poblana. Sólo en casos especialísimos, de los que habla la prensa de la capital, se detenía a algún delincuente y se le remitía a la cárcel del estado, para que “lo mantenga el gobernador”.
El pequeño cuarto enrejado, dentro del propio palacio municipal, con amplia vista a la calle, sin vidrieras, completamente descubierto, a unos veinte metros de la iglesia, que decía “Cárcel” en letras desvaídas, apenas albergaba de vez en cuando, por dos o tres días, a los misérrimos borrachines alborotadores que no podían pagar su multa; y se les hacía barrer las calles, custodiados por los dos desnutridos gendarmes que constituían toda la fuerza pública del municipio. Los presos sólo comían si sus familias les llevaban un taco. Así, la cárcel se encontraba casi siempre vacía.
El munícipe jacobino resolvió fastidiar al cura de la siguiente manera: cambió el letrero de “Cárcel” por el de “Centro de Protección y Rehabilitación Canina del H. Ayuntamiento de Huitla, Pue.” Comisionó a los dos gendarmes para aprehender a cuanta perra callejera se encontrara en los soberanos límites del municipio. Dicen que hasta importó, con cargo al erario, docenas de perras de los municipios colindantes. Sólo encarceló, es decir, amparó en la ex-cárcel municipal, a las hembras. “Ellas merecen más la protección gubernamental que los machos”, dijo en un oportuno desplante feminista, propio de los nuevos tiempos, ahorcándole ahora la mula de seis al cura, en la tienda-pulquería de don Tucídides Aguirre.
Sobra decir que en unos cuantos días el olor de hembra atrajo a todos los perros de la localidad y de los alrededores. Que incluso los perros domésticos aullaban sin parar dentro de las casas vecinas. Que el aullido de los perros innumerables ante el olor de tantas hembras juntas sí logró destacar entre los campanazos y sermones de altavoz. Que se volvieron todo un espectáculo regional, incluso con beneficios turísticos, los episodios de tanto macho sobrexcitado frente a la iglesia y al ayuntamiento, sobre todo cuando, en su desesperación sexual, los machos se desahogaban entre ellos mismos, y luego no se podían separar, y aullaban más desoladoramente que campanario alguno, ensartadísimos, jalando inútilmente cada cual en sentido opuesto.
Fue así como el cura cedió al fin. Desactivó algunas campanas. Redujo la abundancia de campanazos, de sermones, de himnos marianos y cristeros. Es cierto que no se rindió del todo, pero tampoco lo hizo el jacobino.
La cárcel no retornó a su antigua función. Siguió siendo el “Centro de Protección y Rehabilitación Canina del H. Ayuntamiento de Huitla, Pue.”, con dos o tres perras en celo nada más, y no cincuenta. Ahí sigue en pie de guerra, por sí las dudas. Hasta el obispo de Puebla vino a inspeccionar el caso. Se le vio espiar desde la ventanilla polarizada de su limusina este último, agónico recurso de un jacobino tenaz.

martes, 31 de diciembre de 2024

EL ORO DE LOS TRASGOS

EL ORO DE LOS TRASGOS


Por José Joaquín Blanco

Don Baltasar de Jáuregui ni siquiera tenía el derecho de firmarse con el “don” ni con el “de”. Soldado Baltasar Jáuregui, a secas; soldado irregular y sin otras pruebas de sus méritos militares que dos o tres cartas ante escribano de ancianos conquistadores (igualmente dudosos y sospechosos), dizque sus compañeros de armas; una pierna baldada y el cuerpo entero cosido de cicatrices.
A sus ochenta años seguía presentándose todos los días al Palacio del virrey, para averiguar cómo iban sus asuntos, pero rara vez se le permitía entrar. Las antesalas de Palacio, y aun las puertas y la calle, estaban siempre llenas de escribanos, litigantes, solicitantes, quejosos de todas las castas. Todos cargados de legajos.
Jáuregui era a quien más odiaban los guardias, de puro necio, y al que más frecuentemente echaban por la fuerza a la calle, derribándolo, a pesar de su vejez y de los charcos de inmundicias que rodeaban el Palacio.
Jáuregui los increpaba a su vez con tremendas maldiciones, que nadie alcanzaba a escuchar entre el barullo del mercado de la plaza, el escándalo de cerdos (en venta frente a Palacio, a pesar de las ordenanzas), gallinas, guajolotes, borregos, burros, mulas y caballos.
Se le había dicho claramente desde hacía diez años que esperara sentado a que se resolvieran sus asuntos. Los negocios de Palacio van despacio, y si tienen que viajar a España tardan más todavía. Que se encomendara a algún santo o a alguna potencia celestial; el arcángel san Rafael, arcángel viajero, tenía fama de acelerar todo tipo de trámites.
Los asuntos de don Baltasar de Jáuregui eran su miseria, después de más de medio siglo de batallar contra los indios desde Honduras hasta Nuevo México. Ninguna recompensa: ni oro, ni tierras, ni indios, ni títulos, ni siquiera un puesto de criado en Palacio.
Muchos conquistadores verdaderos y una epidemia de farsantes llevaban litigando lo mismo desde los propios tiempos de Hernán Cortés. A ninguno se le creía mayor cosa, aunque escribiera (pocos sabían escribir) o dictara sus aventuras para convencer a los funcionarios. Acaso les habría convenido ser mudos. Entre más contaban, precisaban, abundaban en sus aventuras de guerras con los indios, menos se les creía. Decían puras barbaridades, cosas fabulosas: hablaban de indios guerreros enormes y terribles, de flechas de obsidiana que cortaban más que las espadas de Toledo, de gigantescos ídolos de piedra cuya sola vista infundía terror, de batallas tremendas que hacían palidecer a las del Cid contra los moros.
Se rumoraba de cierto soldado loco, igualmente senil, que, desde Guatemala, dejaba atrás todas las novelas de caballería con su enorme e ilegible relación “verdadera” de sus bravuras de conquistador, a fin de conferir lustre al barato apellido Díaz. Y que un tal Gaspar algo (probablemente un simple Pérez) se proponía componer un largo y enfadoso poema sobre estas cuitas (que haría publicar en Madrid, y que estaba destinado a histerizar tres siglos más tarde a don Marcelino Menéndez y Pelayo).
Como si no estuvieran a la vista los indios, taimados y levantiscos pero nada terribles, serviles y suplicantes: ahí mismo, acuclillados en la plaza, embrutecidos de pulque: a ver, ¿quién les tenía miedo? Con la sola mirada cualquier fraile dominaba centenares o millares de indios. “Pura plebe y ya. Peor que plebe: a su lado los gitanos y la chusma sevillana lucirían como toda una aristocracia”.
Y como si las más altas autoridades políticas, eclesiásticas y eruditas no hubieran declarado que la Virgen y el apóstol Santiago habían realizado todo el trabajo de la guerra, al frente de batallones de meros borrachines y perezosos. Por ejemplo: convencieron previamente a Moctezuma y a sus sacerdotes de que los españoles eran dioses: en efecto, con ellos venía Cristo. Por ejemplo: llegaban la Virgen y el apóstol en el momento decisivo de la batalla, arrojaban polvo a los ojos de los indios, verdaderas tolvaneras, con sus manos sagradas, de modo que la soldadesca se limitaba a degollar a puro ciego ocupado en restregarse los párpados.
Por ello la justicia real y la divina habían impedido que quienes se llamaban “soldados de la conquista”, salvo unos cuantos capitanes, sacaran algún fruto de sus aventuras fabulescas. Nada más había que verlos en la plaza, misérrimos y medio locos; algunos dedicados a los oficios más bajos, como remendar botas, o a vender hortalizas y gallinas como cualquier indio. Había incluso muchos indios menos pobres que ellos. Y algunos a quienes hasta se les permitía llamarse oficialmente “don” y “de”, como los infatuados caciques de Texcoco y Tlaxcala.
Los funcionarios, los frailes y los españoles que habían llegado a la Nueva España después de las guerras, estaban hartos de tanto embuste. Cincuenta, sesenta años de sufrir a los innumerables “soldados” que, para granjearse cualquier tipo de limosna, contaban una y otra vez, exagerándolos hasta la demencia, su bravura contra los indios feroces, sus heroicos servicios al rey y a la religión, mientras mostraban muñones, llagas, cicatrices o tumores que más parecían resultado de riñas de taberna o de enfermedades sexuales que auténticas rúbricas de alguna batalla.
Don Baltasar de Jáuregui, quien no se perdonaba el “don” ni el “de” al menos para pedir limosna entre las marchantas indias del mercado y los criollos y mestizos pobretones, probablemente había ido enloqueciendo (si es que no obraba de mala fe), según se decía, de tanto contar las mismas historias. Se le había pillado en contradicciones. A veces tal hecho terrorífico lo situaba en Honduras, otras –igualito- en Chiapas, en Tenochtitlan, en Michoacán, en Cíbola o en la Nueva México. Su audiencia, conformada principalmente por mozalbetes y guasones, la chusma de los “arrebatacapas”, se divertía haciéndolo desatinar.
Y por otra parte, ¿acaso no lo habían contado ya todo los frailes, desde el púlpito? Nada de lo que éstos referían coincidía con las quimeras de “don” Baltasar. ¿Acaso no se alzaban ya los palacios, los conventos y los templos, demostrando con todo esplendor quiénes verdaderamente habían ganado esta tierra? Cervantes de Salazar y algunos poetas habían cantado la nueva ciudad-monumento de los triunfadores. ¿Quién iba a creer que los auténticos adalides eran ese puñado de “soldados” piojosos, purulentos, ignorantes, decrépitos, andrajosos?
Muchas veces don Baltasar de Jáuregui recibía insultos o legumbres podridas en plena nariz, en lugar de limosna, a cambio de sus relatos. Pero había uno que siempre funcionaba, y se lo solicitaban con frecuencia. Trataba de la primera vez que, si hemos de creerle, se comió chorizo en la Nueva España.
Después de delirar, como en las novelas de caballería, sobre los palacios llenos de oro y joyas de Moctezuma, de los templos altísimos como mezquitas, de los tambores y atabales de Huichilobos que atronaban cual volcanes en erupción, de los sacerdotes pestilentes y renegridos como el mismo demonio, de las batallas con bergantines en la laguna; de la destrucción casa por casa de toda la ciudad de Tenochtitlan y del incendio final, cuando los escombros de la que había sido “la más rica metrópoli del orbe” quedaron atiborrados de cadáveres: unos pudriéndose en tierra, florecientes de gusanos; otros flotando hinchados y rodeados de nubarrones de moscas, lentamente devorados por los zopilotes, picotazo tras picotazo; en fin, después de repetir todos los lugares comunes de la charlatanería de los “soldados” limosneros, llegaba la mentada hora del chorizo.
Decía don Baltasar de Jáuregui que para huir de la peste de los miles y miles de cadáveres mexicanos, los conquistadores triunfantes se habían retirado unos meses a Coyoacán. Y que lo primero que hicieron ahí fue un gran banquete de celebración, con comida cristiana, es decir: de marranos, porque ya estaban hartos de la indígena: los elotes tostados, las tortillas insípidas en tacos de insectos y renacuajos asados y los puros quelites hervidos.
En una reciente flota de Cuba habían llegado muchos marranos, y así se preparó la comilona, con bastante vino de Castilla que habían recibido, o comprado más bien a precio de oro, para la ocasión. Disponían asimismo de algunos instrumentos de música y se armó un baile, aunque las mujeres españolas que andaban de soldadonas eran muy pocas y muy feas. Con la ayuda del vino, algunos conquistadores se pusieron mantas y prendas de mujer, y se contoneaban al modo de las rameras, jugando a las damas de danza de sus propios compañeros, como en carnaval, para que todo mundo bailara muchas horas. Algunos danzaban hasta encima de las mesas.
Decía también que todos andaban cargados de oro y de piedras preciosas: el botín de guerra, que luego les robó el propio Hernán Cortés y sus capitanes, y que todo aquello lo traían colgado y atado al cuerpo, como vastos almacenes bípedos de la más extraña mercadería del infierno.
Que además de los tejos o barras de oro fundido, portaban ídolos, animales y demonios de oro y de piedras preciosas, de modo que cada soldado pesaba como diez, y a cada paso de baile se tambaleaba; y luego, con la borrachera, allá iba a dar al suelo con todas sus riquezas tres o cuatro veces por danza. La tierra llana retumbaba a cada caída, para no hablar del crujir de tablones, losas, escaleras.
Que en ese banquete, donde “por primera vez se comió chorizo en estas tierras”, y demás anheladas variedades del cerdo, todos los soldados juraron que se mandarían hacer armaduras de oro, y camas de oro, y palacios de oro; y que les sobraría oro para comprarse duquesas y marquesas españolas que vinieran a servirlos como esposas y queridas.
Que llegaron a reñir sobre quién iba a construirse un palacio de oro más alto que el otro, o sobre quién se iba a casar con tal o cual princesa de Italia.
Entonces las carcajadas de los escuchas de don Baltasar de Jáuregui llegaban a tal estrépito que se presentaban los guardias de Palacio, dispersaban a la chusma, le daban (por no dejar, pues era incorregible) una tunda al loco Baltasar, y regresaban con presteza a mantener el orden entre la turba de solicitantes, demandantes, quejosos y pedigüeños que esperaban turno a la puerta y en las antesalas de Palacio. Todos cargados de legajos.
Don Baltasar se levantaba con muchos esfuerzos, recogía alguna monedilla o cualquier objeto de ínfimo valor que le hubiesen arrojado, como llaves oxidadas y herraduras rotas, y se iba a comprar un buen trozo de chorizo, que ya lo fabricaban muy bien los propios indios. Como estaba totalmente desdentado, lo mordía con los dedos, desmenuzándolo, y luego se lo llevaba a la boca. Se tardaba horas en deglutirlo, con una mirada soñadora: tan loco lo habían dejado sus sueños de oro.
Recordaba que el padre Motolinía había predicado alguna vez que todas las riquezas “malditas” que los españoles tomaban de los indios era “el oro de los trasgos”, o de los duendes, que desaparecía en cuanto lo tocaban. Al Marqués del Valle y a otros escasos afortunados no se les esfumó todo ese oro, ni a los frailes, que no lo escatimaban en sus templos; ni mucho menos al rey y a sus funcionarios. Pero a los soldados sí.
Y cuando se les desapareció el oro de Tenochtitlan fueron tras el de Yucatán, Guatemala y Honduras: se les volvió a desvanecer. Y luego tras el de Nueva Galicia, y las Siete Ciudades, y Florida y la Nueva México: siempre desaparecía: “El oro de los trasgos”.
Entonces don Baltasar de Jáuregui miraba el resto de su chorizo entre las manos, volvía a morderlo con los dedos (las uñas como afilados y negros colmillos), a desmenuzarlo hasta dejarlo finito, finito; se lo llevaba finalmente a la boca, lo ensalivaba muchas veces y lo tragaba con cierta dificultad, con una infatigable nostalgia y con los ojos vidriosos, como al borde de un llanto pequeñito, casi agotado.