Mercedes
llegó a una esquina. Un señor esperaba
la señal del semáforo para cruzar la calle.
--Perdone,
¿conoce usted a Juvenal Mendoza?
--¿Que
qué?
El
señor alzó los hombros y cruzó la calle. Mercedes llegó a otra esquina, donde
un muchacho hojeaba una revista en un puesto de periódicos.
--Perdone,
¿conoce usted a Juvenal Mendoza?
--¿A
Juvenal Mendoza?
--Sí,
a Juvenal Mendoza.
--Oye
cuate, ¿conoces tú a Juvenal Mendoza? Ya
lo ve, señora: aquí no conocemos a ningún Juvenal Mendoza.
--Muchas
gracias.
Mercedes
pasó con su niño en brazos frente a una iglesia que inevitablemente le recordó
la de su pueblo, aquella vez que entró con Juvenal. La iglesia estaba vacía y por las ventanas
caían chorros de luz que le daban un color como de sueño. Se fueron a hincar al comulgatorio y él,
fingiendo la voz gangosa del cura, preguntó:
--Señorita
Mercedes Rodríguez, ¿acepta usted por esposo al señor Juvenal Mendoza?
--¿Qué
digo tú?
--Pues
lo que quieras.
Se
puso roja roja y, aparentando firmeza, contestó:
--Pues
yo sí quiero.
--Señor
Juvenal Mendoza, ¿acepta usted por esposa a la señorita Mercedes Rodríguez?
--se preguntó Juvenal a sí mismo y se contestó de inmediato--: Sí, padre. --Y
la besó largamente como en un final de película.
--Perdone,
¿conoce usted a Juvenal Mendoza?
--¿A
un muchacho moreno, de 1.65 de estatura, flaco y como de veintidós años?
--Sí,
a ése.
--¿Tiene
los ojos negros, chiquitos; la nariz aguileña y un lunar en la mejilla, al lado
izquierdo de la boca?
--No,
Juvenal lo tiene al lado derecho.
--Entonces
no lo conozco.
--Muchas
gracias de todas maneras.
Siguió
caminando con su niño en los brazos, preguntando en peluquerías, misceláneas,
supermercados, librerías de viejo, hasta llegar a una fonda donde una matrona
enorme gritaba a cocineras y galopinas que se apuraran con las verdolagas para
la mesa 5 y el pollo al hongo para la 2.
--Perdone,
¿conoce usted a Juvenal Mendoza?
--No,
mujer. ¡Eh tú, Francisca, talla bien esa cuchara, luego los clientes me vienen
con reclamaciones!
--La
estoy lavando bien, señora.
--Más
te vale: una queja más y te echo fuera.
--Está
bien, señora.
La
fonda tenía un evidente aire provinciano, hasta lucía adornos de papel de china
de muchos colores, como los que había en la plaza del pueblo de Mercedes cuando
el Baile de la
Independencia. Después
de gritar ¡Viva México! hasta enronquecer, empezó la fiesta. Toda la gente bailó y bebió durante horas.
Como a las tres y media de la madrugada Mercedes aceptó irse a dormir con
Juvenal, pero el hermano de Mercedes, que ya se traía una buena borrachera, se
dio cuenta y les salió al paso:
--Oye
cabrón, ¿a dónde te llevas a mi hermana?
--Ella
quiere irse a mi casa, compadre.
--Tú
te la llevas y yo te rompo el hocico, hijo de la chingada.
--Pues
nos lo rompemos de una vez.
--Como
quieras, cabrón.
Pero
el hermano de Mercedes no alcanzó a dar ni tres pasos. Se tropezó con una
silla, o alguien le metió el pie, y fue a dar al suelo de bruces, bañado en
cerveza. La gente rió, Juvenal tomó a Mercedes y se la llevó a su casa muy
abrazada de la cintura.
--¿A
quién me dijiste que buscabas?
--A
Juvenal Mendoza, señora.
--¿A
Juvenal Mendoza? Oye viejo, ¿conoces tú
a Juvenal Mendoza?
--¿Juvenal
Mendoza? No, no me suena.
--Bueno,
así se llamaba. Pero ahora puede decir que su nombre es Javier Solís o Jorge
Negrete.
--¿Y
por qué vienes a buscarlo aquí?
--Porque
él me dijo que se venía a trabajar a México.
--¡Mujer!
¿Cómo esperas hallarlo en una ciudad tan grande sin saber su dirección?
--Pues
buscándolo.
--¡Qué
tonta eres, muchacha! ¿Y para qué quieres verlo?
--Para
decirle que ya no me ande con habladas de que soy mula, porque ya le di un
hijo.
--¡Válgame
Dios! ¿Y siquiera es tu esposo?
--Nos
íbamos a casar, pero luego me dejó para venirse a la capital, que a trabajar de
peón en una obra. Y no me quiso traer porque dijo que para qué quería una vieja
que no le daba hijos, que era como quien dice nada más un adorno.
--Vaya,
vaya... ¿Y piensas dar con él?
--Pues
como dice el dicho: El que busca encuentra.
--¡Pero
no entre millones de personas!
--Quién
quita...
--¡Válgame
Dios! ¿Ya comiste, mujer?
--Anoche
me regalaron un taco.
--¿Ni
siquiera traes dinero?
--Apenas
si ajusté para el pasaje.
--Bueno:
Paulina, sírvele un poco de sopa a esta muchacha. Y a ver si hay algo de leche
para el niño.
--Lala,
mira que te está cotorreando nomás para comer de gorra.
--Tú
cállate, cabrón, que si no me hubiera fajado las enaguas desde un principio, me
habrías hecho la misma gracia. Y apúrate con la cuenta de la 3, en lugar de
estar metiéndote en lo que no te importa.
--Está
bien, está bien, pero no te enojes, Lala.
Como
acróbatas de circo, las meseras repartían platillos y recogían trastes
rápidamente, saltando entre las mesas atiborradas de empleadas y obreros que
comían de prisa, pero sin dejar de llevar con los pies el ritmo de una canción
de Sonia López que tocaba la sinfonola.
--¿Y
cómo lo conociste?
--Juvenal
era amigo de mi hermano. Al principio quería casarse conmigo, pero me dejó
cuando se vino a México, que porque yo era una mula...
--Pinches
hombres: ¿ya está lista esa cuenta de la 3, con un demonio?
--Cuando
sentí que le iba a dar un hijo, pensé en buscarlo para decirle que ya no me
anduviera echando calumnias.
La
matrona le ofreció empleo en la fonda, mientras se hacía de algunos ahorros
para continuar la búsqueda, pero Mercedes no quería perder tiempo, y siguió
caminando y preguntando todo ese día. A la noche se sentó en una banca de un
parque y esperó a que pasara algún muchacho, para preguntarle si conocía a
Juvenal Mendoza. Al muchacho elegido, de no malos bigotes, no le sonó el
nombre, pero le preguntó a su vez si ella conocía a Felipe González.
--¿Felipe
González? Así como Felipe González no, a
Jesús González sí, en mi pueblo...
--Pues
estás teniendo el gusto de platicar ahorita mismo con el meritito Felipe
González --dijo el muchacho.
A
Mercedes le gustó mucho la risa de Felipe, y sus dientes de oro y sus patillas,
y unas botas vaqueras un tanto raspadas, y se fue a dormir con él a su cuartito
de azotea. Era alegre y hasta cantaba un poquito, y se dedicaba a vender en
abonos. A la mañana siguiente Felipe la invitó a que se quedara a vivir con él,
pero Mercedes no podía perder tiempo.
Así
que siguió caminando durante muchas semanas, preguntando a todas las personas
con quienes se topaba si por casualidad conocían a Juvenal Mendoza. Nadie sabía de ningún Juvenal Mendoza, hasta
que se encontró a un grupo de albañiles que estaban comiendo en torno a un
comal improvisado en mitad de un camellón:
--Perdonen,
¿conocen ustedes a Juvenal Mendoza?
--¡Oye,
Juvenal, aquí te anda buscando una señora!
Juvenal
estaba orinando junto a una barda. Se apuró, se sacudió, y volteó todavía sin
terminar de cerrarse la bragueta.
--¡Meche,
qué milagro!
--Ningún
milagro. Te busqué por toda la ciudad para decirte que ya no me andes con
habladas de que soy mula, porque aquí te traigo a tu hijo.
--¿Y
nomás a eso veniste?
--Sí,
nada más a eso.
--Bueno,
es que se me ocurrió que ahora que dices que tienes un mi hijo, me ibas a pedir
que nos casáramos y toda la cosa.
--No.
Eso pensaba antes. Cuando empecé a buscarte me dije: "Quién quita y cuando
vea a su hijo va a querer que nos casemos". Pero ya me acostumbré a
buscarte. Te busco y te busco por toda la ciudad, y cuando tengo hambre voy a
una fonda y pregunto: "Perdone, ¿conoce usted a Juvenal
Mendoza?". Nadie te conoce pero no
me falta un taco. Lo mismo cuando necesito ropa, o zapatos, o dónde dormir. Así
que ya te demostré que no soy mula y voy a seguirte buscando.
Los
miraba con mucha atención un niño vestido de vaquero, con pistolas plateadas,
estrella de sheriff y todo. Mercedes le preguntó si conocía a Juvenal Mendoza.
No, no lo conocía, pero el niño en cambio conocía Alberto Suárez, que era
cerrajero.
Mercedes
le prometió que si en la amplia ciudad encontraba alguna vez a alguien que
anduviera buscando a Alberto Suárez, lo mandaría primero a informarse con un
niño vestido de sheriff. El niño estuvo de acuerdo y Mercedes se alejó con su
bebé en los brazos.
--¡Oye
Juvenal, si serás bestia! ¡La dejaste ir, y estaba re buena! --le reclamaron
los albañiles.
Pero
Juvenal no los escuchó porque estaba pensando en conseguirse un niño de brazos,
y pasarse la vida preguntando por la ciudad si alguien conocía a Mercedes
Rodríguez.
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