En la
vida del ingeniero no pasaba nada, ni siquiera la ingeniería: era, aunque
ejecutivo, un empleado más.
Durante los primeros años de su
matrimonio, al menos su mujer estaba llena de noticias a la hora de la cena:
las novedades de la reciente ama de casa y de cómo iban creciendo los niños,
pero a cierta edad los niños ya no quisieron compartir sus secretos, ni le
quedaba a la señora nada doméstico por descubrir, de modo que al ingeniero y a
su esposa empezó a no pasarles absolutamente nada a lo largo de cenas
inumerables, diarias, idénticas, frente a la monotonía de la televisión.
Le echaron al cansancio la culpa de su
aburrimiento atroz; la recíproca compasión hacia sus falsas fatigas fue algo
parecido a una novedad, que no duró mucho; sin necesidad de confesárselo
tuvieron que renunciar casi simultáneamente al truco: cada cual sabía que ambos
estaban mintiendo, y al tedio vino a añadirse cierta embarazosa certidumbre de
hipocresía y ridículo.
Dejaron de quejarse de sus
"extenuantes" jornadas y trataron de asumir su tranquilidad modesta,
su hogar dulce, sus muchachos sanos y enigmáticos, su amor domesticado.
Pero se volvía ya tan difícil que cada
cual creyera que realmente estaba vivo, que era capaz de atraer al otro, y
escalar no sólo la pasión fingida de las noches de amor sino aun las horas que
pasaban juntos para nada, que asaltaron a la señora jaquecas verdaderas y mil y
un síntomas de enfermedades imaginarias.
Eso sí fue novedad, y el ingeniero se
avivó y sintió reverdecer su amor por su esposa; lo atormentó el remordimiento
de darle una vida aburrida, de haberla arrastrado en su propia monotonía
melancólica, y se esforzó por distraerla, por sacarla más frecuentemente al
teatro, al cine, a restoranes, a bailar --pero no surtió efecto duradero:
tampoco afuera pasaba nada, y uno bostezaba y la otra tragaba tranquilizantes
cada vez más fuertes.
Apenas tenían más de treinta años y ya se
sentían viviendo horas extras.
La desdicha es la madre de la imaginación,
y para salvar a su esposa y reanimar su vida familiar, ocurrió que el ingeniero
dio por contar mentiras: jamás llegar a casa sin una noticia emocionante, que
alargara la sobremesa, le provocara a su mujer orgullo, odio, celos, inquietud,
algún sabor de victoria o derrota, y la pusiera a cavilar de tal modo, para
aconsejar a su marido, que se le olvidaran las jaquecas y la hipocondria; los
días se le hicieran pequeños, y llegara a la noche animosa y estimulada, pronta
a recompensar, proteger, castigar, consolar al intrépido ingeniero, que tantas
batallas libraba en el mundo ingrato, exterior y peligroso.
El caso es que esta idea no fue tanto del
propio ingeniero (a quien nunca se le ha ocurrido nada) sino de este subalterno
borrachín y truculento, para servir a ustedes.
Pero no le voy a disputar méritos a mi
entonces jefe, que es además mi leal y viejo amigo, de esas almas de Dios con
principios sólidos --como la lealtad y la amistad--, al grado de emplearme aun
o precisamente cuando el trago, algunas anomalías contables y mi jocosa y
desordenada vida me tenían en bancarrota, después de seis ceses sucesivos en otras
tantas compañías.
Vagamente recuerdo la mañana que me
presenté completamente borracho en la oficina (no para escandalizar, sino
porque era día de quincena y andaba sin un peso). La maledicencia de los
colegas y las mecanógrafas contra mis costumbres, mi pereza y ciertos gastos de
representación amparados por comprobantes de cabarets exóticos, se alzaron en
clamor contra mí, y me habrían linchado si el ingeniero (es decir, mi amigo el
Tololote) no se hubiera interpuesto súbitamente, en un acto de decisión que me
dejó perplejo y todavía más borracho.
No podía creerlo: ¡él, fajándose los
pantalones!
El, que a los trece años, estrella del
equipo de futbol americano, aún no sabía que "eso" tenía otros usos
que el de hacer pipí, y abrió tamaña bocota y los ojotes como para echarse a
llorar, cuando me digné explicárselo en un instantáneo curso audiovisual que
arrancó las carcajadas de toda la flota.
--¡Orden, señores, señoritas! ¡A sus
lugares! ¡Y que no se vuelva a hablar así de nuestro mejor elemento! Quince
minutos de un hombre de talento benefician más a la empresa que años de trabajo
rutinario.
Y miró a sus subalternos con cierta
majestad, como si él no tuviera nada qué ver con los "años de trabajo
rutinario".
La majestad le sentaba bien: es un hombre
grande, esbelto, duro y la edad le va confiriendo cierto perfil de cónsul romano.
Me hizo servir un café mientras arreglaba
que me subieran la nómina, para no extender el escándalo por pasillos y
escaleras.
No lo probé. Llevaba mi anforita de
bolsillo.
Esa mañana el mundo estaba más borracho
que yo, pues el ingeniero, el Tololote (también conocido en la escuela como el
Babas), me aceptó un trago que debió despellejarle la garganta: tomaba rara
vez, muy poco y muy bueno.
--¿Qué no puedes tomar otra cosa? --me dijo.
Alcé la vista e hice un ademán
resignado. El era la hormiguita con
puesto ejecutivo, patrimonio, ahorros, familia; yo, la cigarra endeudada: hecho
un desastre, resignado desde hacía años a mi destino de perdedor. Además,
cualquier cosa emborracha.
Me
tomó del brazo y me sacó amablemente del edificio, como si me hubiera dado un
vahído o un infarto. Ya en la calle:
--Te invito a almorzar, ¿qué se te antoja?
--Unos tragos.
Y de pronto estábamos en una cantina
tempranera.
Me obsesionaba lo que el Tololote había
dicho en la oficina: me hacía recordar algo de la prepa, cuando él salía de
clase como atarantado de tanto tomar en serio a los maestros, con un caos de
datos y charlatanería en la cabeza, y me preguntaba humildemente si yo sí había
entendido tal o cual cosa.
Yo siempre entendía las dos o tres cosas
que los maestros, a fuerza de repetirlas como si estuviesen ante deficientes
mentales (lo estaban), terminaban embrollando por completo.
Le explicaba al Tololote expeditamente lo
fundamental, y él se pasaba las tardes estudiando y haciendo nuestras tareas: como salían parecidas,
algunas veces lo acusaron de copiarme, y aguantaba la tormenta como los buenos,
hasta con la creencia de que merecía el regaño: al fin y al cabo el despejado
del grupo era yo y ¡claro! ¡claro! El Tololote seguía siendo incapaz de
inventar nada.
Una vez el maestro de física quiso hacer
un examen en el pizarron, no para calificar los resultados (casi todos los
alumnos se equivocaban; sólo el Tololote acertaba por él y por mí), sino el
proceso de cada operación, y ver dónde demonios estaba nuestra dificultad ante
esos problemas que, según decía, en Japón los resolvían los niños desde
primaria.
Pasaron dos o tres alumnos: sencillamente
no tenían la menor idea; pasó el Tololote, y lenta y pulcramente llegó al
resultado correcto, sin saltarse ninguna de las etapas archididácticas que
señalaba el libro; pasé yo, que no sabía nada: recordaba cosas dispares, y con
todo aplomo fui armando un quimérico laberinto del que los imbéciles compañeros
se reían más y más a cada cifra.
El profesor veía en silencio, con
extrañeza; se puso los lentes, cotejó su registro; me dejó terminar cuando ya
el salón era un pandemonium y yo llegaba a una fórmula monstruosa, gigantesca.
--¡Orden, muchachos, señoritas! ¡A sus
lugares! ¡Y que no se vuelva a hablar así de nuestro mejor alumno! ¿Creen que
quien ha sacado tan buenas calificaciones no puede resolver un problema tan
sencillo? Se equivocan: trató de volar por sí mismo, de inventar y no sólo de
remedar como mona o perico lo que dice el libro. Tengo que reprobarte por esta
vez, muchacho: no se logra el éxito en el primer intento, pero debes estar más
orgulloso de esta mala nota que de un diez por tareas rutinarias. Quince minutos de un hombre de talento
benefician más a la patria que años de trabajo rutinario. Sólo usando sus propias facultades e
inventando sus propias soluciones podrán llegar a algo en la vida, como los
japoneses. ¿Quién sigue?
Y todos se lo creyeron, hasta el Tololote:
me miraba como si en mí resplandeciera un héroe.
--Lo que dijiste en la oficina, eso de los
quince minutos del hombre de talento...
--Ya se te olvidó hasta sumar --me respondió--,
tengo que volver a hacer todos los días todo tu trabajo. ¿Qué te pasa? Siempre fuiste
el más brillante, el mejor. ¿Qué te pasa?
¿Quieres deshacer tu...?
Yo no quería deshacer nada: mi vida estaba
casi deshecha desde que éramos chamacos.
Me decían el Hombre Lobo (en realidad la Zorra , pero yo soy quien
cuenta la historia): era ya tan feo como ahora, aunque seguramente más
chistoso, con el hocico entreabierto y los dientes amontonados; grasoso, panzón
y pelos de púas, que lucía con desaseo como si nada me importara en este mundo.
Dicen que a esa edad se tienen ideales: yo
ya sabía que no se tenía ninguno, como no fuera el de domesticarse y prepararse
largos años para oficinista de mayor o menor rango.
Para nadie estaban "todas las
oportunidades abiertas", salvo las concedidas desde el nacimiento a
quienes no las iban a perder por malas calificaciones.
Me dediqué a irla pasando y al reventón.
Lo bailado, ¿quién me lo quita?
Claro que desde muy pronto el irla pasando
se vuelve cada vez más difícil y el reventón más melancólico.
A los diecisiete años me sentía, era un
Don Juan; hace unos meses, en cambio, en una de tantas madrugadas en que se
termina sin más dinero que para pagar a una prostituta vieja y patibularia,
pero con la exaltación suficiente para amar como en película porno en la
oscuridad de un hotel de paso, el espejo del luminoso baño nos reflejó cuando
nos lavábamos, y solté mi carcajada
licantrópica (la misma con que asustaba en la primaria a las niñas que
insistían en apodarme Zorra y no Hombre Lobo):
--¡Mira! --le dije--, ésos somos y todavía
estamos haciéndonos pendejos con que "¡ay, qué rico, ay, ay!"
La mujer se abatió, se descompuso más, y
soltó el gag de la película:
--Trabajo por necesidad, no para que me
insulten.
Pero ahora se trataba de que al pobre
Tololote no le pasaba nada en la vida, y que podía arruinar su hogar si no le
empezaban a pasar cosas que lo volvieran interesante ante su mujer, y a ella
ante él, y estaba por echar los mismos lagrimones de aquella tarde, también en la
prepa, en que me confesó que había oído pelear a sus padres: se decían cosas
como monigote, boba, bueno para nada, ya estoy hasta aquí de aburrida, ¿y tú
crees que la paso muy bien contigo?, si no fuera por el pobre muchacho,
etcétera. Se divorciaron, y poco después se reconciliaron: a cierta edad ya no
hay cambios para bien.
El Tololote, buen hombre, carecía de
ambiciones y estaba dispuesto a sacrificarse. Su vida había sido un continuo
miedo a equivocarse y una temprana sospecha de que ya había cometido un error
irreparable. ¿Cuándo? ¿Por qué?
Le habían dicho que estudiara y estudió,
que jugara y jugó, que se portara bien y se quedó quietecito, que la ingeniería
era una carrera próspera y se graduó, que esa muchacha simpática de tan buena
familia y se casó; si le hubieran sugerido que qué lindo ser misionero en
Africa, allá lo tendríamos destruyendo ídolos y repartiendo caramelos.
No había modo de pervertirlo: quería a su
esposa; la solución de otras mujeres, descartada, lo que era desde luego
involuntariamente sabio: después de cuatro o cinco aventuras, todas son la
misma ¡y cómo se añora la primera!
Ah, Tololote, Tololote, ni modo de
cambiarte y además ¿ya para qué?: igual que de chamaco, cuando te negabas con
humildad y hasta con vergüenza a ir a las parrandas o a fumar mota, como si
fueras (lo eras) demasiado bobo para ello; o cuando admirabas nuestras
fanfarronadas marxistas o impías como una ciencia demasiado alta para ti, y tu
papel de Tololote consistía en sacar el domingo a pasear al perro, ir con tus
papás a misa y comer con los abuelitos.
Vienes a descubrir hasta los treinta y
tantos años que, salvo desastres, nada pasa en esta vida, como hasta los trece
supiste que "eso" hacía otras cosas, además de pipí.
Tanto mejor desengañarse temprano, aunque
en cierta medida te convino enterarte tarde: la única diferencia es andar
desabrido con dinero o sin él, pero es toda
la diferencia. De modo que ya hiciste
mucho dinero y estás protegido, pensé, y no te quejes.
Mientras yo pensaba estas cosas, él me
miraba con ansiedad como si yo estuviera a punto de dar con la fórmula secreta,
como aquella vez que inventé la física en el pizarrón.
Fue entonces cuando se nos ocurrió
fabricar noticias imaginarias para "reactivar" su hogar y a su mujer.
Nada más fácil ni más divertido. Como el Tololote era hombre serio y
responsable, no quedaba otro ámbito que la oficina. ¿Por qué no asignarles a
cada uno de mis malquerientes colegas de la oficina un papel adverso o favorable
en una biografía imaginaria del Tololote?
--Cierra la boca, Tololote, es muy
sencillo...
Lo era: podíamos imaginar que la mitad de
ellos eran sus enemigos, que intrigaban para quitarle el puesto y hasta para
mandarlo a la cárcel, alterando, destruyendo o falsificando documentos y
cálculos, de modo que sobre él recayera la culpa de varios desastres que se
cernían sobre la empresa.
No sabía --según iba a relatarle a su
mujer-- desde cuándo se venía desarrollando la conjura, pero había tenido que
detener obras en proceso al descubrir, por casualidad, un presupuesto
evidentemente ridículo, y que a varios pedidos sencillamente no se les había
dado trámite.
Convenía empezar por ahí, un gran
misterio, para ir, día con día, sospechando de Alanís o de Cifuentes, de la
señorita Vila o del ingeniero Márquez.
Por lo pronto, debía llegar ahora sí
"extenuado" a casa, después de haber supuestamente revisado y
rectificado toda la documentación de los últimos meses.
Sus superiores, desde luego, estaban
furiosos, le contaría a su mujer: lo acusaban de negligencia criminal y hasta
de fraude.
--Pero ¿Alanís? ¿Cifuentes? --objetó--.
¡Si son excelentes personas...! ¡Y la
pobre señorita Vila!
La pobre señorita Vila era una arpía más
chaparra que yo e incluso a mí me duplicaba el peso: estaba enamorada de las
tortas con chipotle del estanquillo de abajo, y devoraba diariamente media
docena que se hacía traer, una a una, por el ujier esquelético y entrecano.
Cierta venganza contra la apostura un
tanto angelical del ingeniero, me inspiró para pegoteársela de aliada en
nuestras intrigas imaginarias, lo que indudablemente provocaría suspicacia y
hasta celos en su mujer.
Yo sabía, desde luego, que el Tololote era
el peor actor del mundo, y me reía para mis adentros de sus grotescas
improvisaciones de la mentira --él, que
siempre decía la verdad--, pero al fin y al cabo sólo las representaría ante su
ingenua esposa (eso fue condición fundamental), que era otra Tololota a quien
le dijeron que estudiara y estudió, que jugara y jugó, que ese muchacho formal
de tan buena familia, y se casó.
--A grandes males, grandes remedios --le
dije, y no entendió, pero como se trataba de un refrán lo acató (el Tololote
nunca sabe qué responder a un refrán), y con gran éxito.
Su esposa se angustió durante las
siguientes semanas: se imaginó a Alanís y a Cifuentes como gángsters de
televisión, y al ingeniero Márquez, tan cortés, como un verdadero hipócrita.
Se ofreció a acompañar a su marido para
ayudarlo en la revisión de documentos y para arrancarle los ojos a Alanís; le
propuso que renunciara al empleo, y ya trabajaría en otra cosa: ella sabía
hacer pasteles riquísimos, ¿por qué no ponían un restorán? ¿Por qué no acudía de inmediato a la
policía? ¿Y de veras, estaba tan seguro
el Tololote de que la señorita Vila era de confiar?, porque había agentes
dobles, como la Mata
Hari.. .
La emoción, la intriga, el peligro
efectivamente devolvieron la vida a ese hogar.
Todos los días el ingeniero me contaba su representación de la cena
anterior y recibía su nuevo rol dramático para la cena siguiente.
Me divertí muchísimo el día del
aniversario de la empresa, en el gran banquete de los funcionarios y los
principales empleados con sus esposas: la Tololota repartía miradas de odio, de
agradecimiento, de suspicacia, de desconfianza entre los compañeros de trabajo
de su marido, que desde luego la notaron un poco rara, como nerviosa, ahí todo
el tiempo haciendo caras.
--Tenemos que terminar ya con esto --me
dijo el ingeniero días después--; no sé de dónde saca mi mujer que la señorita
Vila es el cerebro de todo, para seducirme o por despecho amoroso... ¡la pobre
señorita Vila!
Yo ya sabía que las mujeres hermosas (la Tololota es bellísima,
aunque una total timidez la obligue a vestirse todavía como colegiala, con
vestidos claros y ligeros, muy holgados) atribuyen una diabólica
inteligencia a las feas, y quien hubiera
visto y oído qué tan estrepitosamente la señorita Vila sorbía el consomé de res
y el tuétano de un gran hueso que arrebató del plato de Cifuentes, podría
imaginarse cómo la Tololota
presintió que esa gorda pretendía sorberse a su marido.
--Hemos estado calumniando a gente
inocente y mi mujer se ha vuelto una fiera...
Tuvimos que improvisar un fin un poco
ortodoxo para una trama de misterio, y como malos novelistas policiacos,
sacarnos de la manga un personaje de último capítulo que sirviera de chivo
expiatorio: un agente de la empresa competidora había sobornado a los
veladores, etcétera, etcétera.
Solo y contra todos, el ingeniero había
resuelto y reparado los problemas.
La noche en que llegó a cenar a su casa,
después de un supuesto juicio ante el Consejo de Administración, le dijo a su
esposa: "Los vencí, los hice polvo"; bueno, es una noche que me
debes, Tololote.
Después del relativo éxito de mi farsa, ya
no quedaba mucho qué hacer en la oficina y renuncié, porque al fin me había
ganado un ideal: el de hacerme de dinero rápidamente, para seguir con mis
vicios sin parecerle a nadie un sujeto desdichado.
Omito el rubro de tal actividad, no por
miedo a los soplones, que nunca leen, sino para evitar que a algún posible
lector desempleado se le ocurra hacerme competencia.
De modo que yo estaba muy quitado de la
pena y sumido en un mundo semihamponesco, en el que pasan demasiadas cosas a
cada minuto, cuando recibí, meses después de nuestro precipitado y chirle
desenlace detectivesco, la visita del ingeniero. Estaba furioso, fuera de sí, y tuve que dar
gracias al cielo de que los ángeles no usaran pistolas. Prácticamente me asaltó
y sus manotas me zarandearon por los hombros, como si estuvieran desarmando una
silla (en la prepa el Tololote me llevaba 25 cm ; cuando se graduó, 35).
--¿Qué pinches ideas le has ido a meter en
la cabeza a mi mujer?
--¿Yo?
Nuevos acontecimientos se habían
precipitado sobre las tranquilas sobremesas nocturnas del hogar del ingeniero,
tan aseado, ordenado, bien abastecido y modestamente confortable: una casa de
muñecas de una chica bien comportada, pues.
--No la he visto; no he sabido nada de
ella desde el banquete de tu compañía.
Me creyó: por esta vez acertó; me
atareaban demasiadas preocupaciones como para perder el tiempo en el hastío de
la vida de los Tololotes.
Se dejó caer sobre el nuevo sillón de mi
nuevo departamento y se llevó las manotas a la cara.
--¡Se está vengando de mí! Alguien se lo contó todo y me está pagando
con la misma moneda.
Se tardó dos o tres horas en aclarar sus
propios pensamientos y en informarme mínimamente de lo ocurrido.
Tuve que aceptar que a veces la torpe realidad
imita a los genios, aunque con excesos de realismo y de parlamentos cursis o
truculentos que una imaginación brillante jamás permitiría. ¡A la Tololota le estaban
ocurriendo cosas, y se las contaba al marido en la cena!
Se trataba de un vulgar y cotidiano robo:
unos ladrones se habían introducido en plena mañana de día laboral al
condominio de arriba, dijo, y habían escapado con gran botín en cosa de
segundos.
El vecino agraviado oyó ruidos cuando
llegó a su casa y trató en vano de abrir la puerta, atrancada por dentro,
continuó la Tololota.
Cuando logró derribarla (exceso de realismo, digo yo: además
de perder lo robado, tendrá que reponer o restaurar la puerta: ¿por qué no
llamar tranquilamente por teléfono a un cerrajero? Ahorros son ahorros y de
peso en peso etcétera), no se le ocurrió sino descolgar tamaño machete
guatemalteco que adornaba su pacífica sala, y ¡bajar por las escaleras siete
pisos, blandiendo el arma y profiriendo alaridos de apache!, en busca de los
ágiles amantes de lo ajeno que ya andarían muy lejos, después de haberse
descolgado hacia el edificio de junto, por la misma ventana que habían roto
para entrar.
Machete en mano, como personaje de
película folkórica, el vecino despojado subió y bajó varias veces los siete
pisos de escaleras, exigió revisar todos los departamentos y cuartos de
servicio, interrogó a todos los vecinos y a sus sirvientas. Pero nadie había
oído ni visto nada, ni siquiera el portero que seguía lavando coches frente a
la entrada del edificio. La
Tololota resplandecía al narrar el gran suceso.
El botín primero consistió en una
televisión con su videocasetera, pero conforme aumentaba el número de vecinos
que lo escuchaban, la víctima acumulaba en su lista: equipos de sonido,
computadoras personales, hornos de microondas, miles de dólares, docenas de
centenarios, las joyas de su mujer, y hasta sus hermosos lentes Giorgio Armani
y el álbum de fotos de la familia. ¡Todo se lo habían robado!
Todas las vecinas se improvisaron de
detectives y por supuesto cada cual desconfiaba de las demás, o se hacían
alianzas de unas contra otras; la inspección de todos los departamentos había
sacado a relucir escenografías íntimas que se prestaban a todo tipo de
maquinaciones, como la colección absolutamente excesiva de cremas y perfumes de
la viuda del E-402, que muchas veces llegaba con sobrinos diferentes, o el
refinamiento de la recámara y las batas de seda del solterón del E-704, que
todos los días andaba muy guapito y encremado, y en ropa sport, como si no
trabajara en nada, ¿de dónde sacaba para destacar tanto? Ese era el sospechoso
favorito de la matrona del E-901, decía la Tololota , cuyos ocho hijos eran los sospechosos
que prefería ella misma. Pero ocurría que la de la voz, por su parte, creía ser
objeto de miradas "inadmisibles" del vecino asaltado, que le había
reclamado a gritos: "¡Cómo no va usted a oír nada! ¿Está sorda?", el
cual a su vez, en lugar de apoyo recibió ultrajes policiacos: le exigieron
facturas, sabiendo los policías muy bien, como desde luego lo sabían, que tales
aparatos no podían ser sino de contrabando porque en esos años comprar derecho
era cosa de pendejos.
Cada noche el ingeniero recibía una nueva
hipótesis sobre el posible ladrón que en hábito de vecino honorable convivía en
el mismo edificio con ellos. El
Tololote, por lo demás, no se atrevía a investigar por su cuenta si el robo
había ocurrido: corría el riesgo de exhibir a su mujer como mitómana o
difamadora ante el vecindario.
Como era natural, todos los vecinos
podrían parecer culpables, por cínicos o por hipócritas, por modestos o
dilapidadores.
El ingeniero, que vivía atormentado por
los remordimientos de haber difamado y mentido --tener remordimientos, ya es
que te pase algo, ¿o no, Tololote?--, pensó en un principio que todo era idea
mía, que incluso su esposa se habría confabulado con los vecinos para hacer
como que sí había ocurrido todo aquello para beneficiar al monótono ingeniero
con algunas noticias para la cena y "reactivar" la vida familiar.
Nunca supe cómo terminó --si llegó a algún
fin-- el Caso del Asalto A Través De La Ventana Rota , pero no se necesitaba sino imaginar
lo rudimentario: primero, siempre en la versión de la narradora, los alterados
vecinos formaron una hermandad instantánea contra cualquiera que fuera el malo;
luego empezaron a recelar y a hablar mal unos de otros, a multiplicar cerrojos
interiores, a organizar sistemas de alarma, a depositar sus valores en los
bancos o en casas de familiares; finalmente, con el paso de las semanas,
concluyeron en que el vecino despojado se merecía el castigo: ¿quién tiene
tanto valor en su domicilio? ¿cómo sabían los ladrones que había que robar ese
departamento y no otro? Seguramente, en
todo caso, las malas amistades: todo se paga en este mundo, y al que mal le va
es que mal hizo, etcétera.
De modo que, sin quererlo, asumiendo que
al menos algo de ese caso hubiera ocurrido verdaderamente, la realidad y yo
conspiramos para que algo pasara en la vida hogareña del ingeniero y de su
mujer, o bien, si todo fue invención, desperté el ingenio de la señora
Tololota. En tanto sus muchachos crecían
educados tal como lo habían sido sus padres y llegaban a la ocasión en que
escucharían un altercado entre ellos, como le ocurrió al Tololote adolescente.
Los Tololotes se separarán y
reconciliarán; a cierta edad, ya lo dije, no hay cambio para bien,
especialmente en aquellos que nunca han cambiado.
Ultimamente he recibido frecuentes
invitaciones del ingeniero para cenar en su apacible y muelle casa
absolutamente doméstica, casi infantil; me las arreglo para llevar a las
prostitutas más escandalosas, a fin de que por lo menos eso cause alguna
animación en sus vidas.
Veo con satisfacción la ansiedad, el
deleite, la ávida curiosidad con que las almas puras buscan, aunque sea de
lejos, algo del venenoso vértigo de los pecadores.
De mí, ¿qué puedo decir, sino que siempre
los atraigo, cada vez más feo, obeso y marcado por mis también rutinarios
vicios?
Seguramente les parezco una especie de
ídolo exótico, un Buda mínimo que representa la total disolución.
Tan soy un gran espectáculo para ellos que
la Tololota
es la única persona, y sólo últimamente, que me ha llamado Hombre Lobo y no
Zorra; en agradecimiento, a la hora de los postres, lanzo en su honor una de
mis carcajadas licantrópicas.
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