BREVE CONFESIONARIO PARA EL AÑO 2000
EL SÍMBOLO TERRIBLE
Las sociedades autoritarias y supersticiosas son ricas, innumerables en
pecados. Nadie puede saber cuántos pecados cuenta en su nómina dilatada el
catolicismo, y menos el mexicano, pues naturalmente también abunda en
excepciones, en dispensas, en tratos preferenciales, en extraños agravantes, en
vericuetos. No hay normas rígidas ni balanzas exactas: vgr. la pena de muerte no es asesinato, el dispositivo intrauterino
sí.
El problema del pecado, en
comparación con el delito laico, está en que aquél desdeña la realidad, los
episodios y las circunstancias, el daño comprobable que un delito realiza
contra las personas; y en cambio extrema su calidad de metáfora y de símbolo: es
una rebelión contra Dios y su creación.
De ahí que aparte de las
bagatelas de los pecados veniales (la gula de repetir postre), toda la Ley Católica se
atiborre de puros pecados mortales condenados por igual con el infierno eterno. Usar condón, tomar la pastilla
anticonceptiva, ver un video pornográfico; divorciarse, correrse una aventura
amorosa o formar una unión libre, caen en el mismo rango mortal del secuestrador que asesina y mutila a sus víctimas.
Y quizás, a fin de
cuentas, aquellos episodios de la vida privada de las personas resulten más
contundentes como pecados que un enorme fraude bancario o gubernamental,
asuntos éstos de simple dinero —”Casi casi un problema de caja”, en la frase
inmortal de Silva Herzog sobre la devaluación de 1982—, que suelen repararse
con donaciones a los templos.
No nos extrañe que los
mayores narcotraficantes y los capos de la sanguinaria violencia organizada
sean muy católicos, peregrinen a Roma y a Jerusalén, hagan bautizar y casar a
sus hijos por prelados aparatosos, donen parte de sus horribles ganancias a
obras de la propagación de la fe, acudan al Tepeyac de rodillas. No hicieron
otra cosa los cruzados, los conquistadores y los encomenderos de la Nueva España.
Un cacique matón,
defraudador metódico de mucha gente, se considera en cambio un perfecto
católico (con las bendiciones de algún obispo, su socio), y se encoleriza de
que su hija se haya dejado manosear por el novio en el zaguán. “¿Qué hice yo
para merecer esto?”, exclama con los ojos al cielo, como el santo Job.
MARÍA FÉLIX SÍ; MARYLIN MONROE NO
Salvo algunos episodios retóricos y más bien oportunistas (la reciente
excomunión proclamada en la diócesis de Cuernavaca contra los secuestradores,
de la que están curiosamente exentos los meros multiasesinos o los simples multivioladores morelenses que no
secuestran), los pecados que escandalizan a los Dueños de la Moral Pública , a los
Dueños de la Tabla
de los Pecados, son ciertos strippers
masculinos en una obra de teatro para mujeres; algún anuncio panorámico de un
brasier ciertamente generoso; los métodos sanitarios preventivos como el condón
y la pastilla anticonceptiva; la exposición de un cuadro donde la Virgen María apareció
con el bello rostro de Marilyn Monroe (como si no se hubiese hecho antes lo mismo,
y en cine: Tizoc, con el rostro menos
ingenuo de María Félix); la enseñanza escolar de la fisiología de la
reproducción humana; las dudas sobre la existencia histórica del indio “Juan
Diego” del siglo XVI, a quien nadie conoció en vida y del que no hay restos
físicos ni testimonios históricos válidos en un análisis académico; los libros
escolares oficiales que hablan de Hidalgo, de Juárez o de las Constituciones de
1957 y 1917; el cientificismo o el positivismo de ciertos intelectuales o
funcionarios (Carpizo) que no aceptan como verdad plena las ocurrencias, los
intereses, o las “certezas morales” de los prelados, y piden “pruebas” sobre el
supuesto martirio del Cardenal Posadas por deliberada orden de los políticos
salinistas, etcétera.
INFIERNO PARA TODOS
Todo es símbolo en el pecado. La contracepción, como idea, escandaliza
mucho más que las masacres y los fraudes bancarios gigantescos. Y a diferencia
de las legislaciones laicas, no hay gradaciones en los castigos: la pena de
infierno eterno se distribuye muy barata: da lo mismo abofetear a Dios con un
show de strippers que con una
masacre.
Dante inventó más
sufrimientos para mayores pecados dentro del propio infierno (también en
relación con el símbolo, no con el daño real), pero eso no es ortodoxia sino
imaginería: no hay pecados menos ni más mortales que los otros. Todos los
pecados mortales, que suman legión, son el mismo. No se está un poquito
embarazadita, ni un poquito muertito, ni un poquito condenadito. Todo o nada.
Y todos los pecados (incluso
atentar contra la vida del propio papa) pueden perdonarse con facilidad, si el
pecador se arrepiente de su profanación simbólica —haberse rebelado contra
Dios—, aunque en nada repare el daño real. Que de eso se encargue la mera
justicia civil.
A pesar de su cariño por
la emotividad católica, y de su desapego hacia la sequedad y los rigores del
protestantismo, Chesterton se quejaba de este fundamentalismo que no diferencia
entre lo atrozmente malo, lo muy malo, lo relativamente malo, y las nimiedades
vulgares, supersticiosas, tontas o de mal gusto. Pecados mortales para todos.
Es difícil concebir así un
paisano del siglo veinte que no viva en perpetuo pecado mortal. ¿Cuántas
personas han conocido el amor fuera del matrimonio, cuántas mujeres han acudido
a la contracepción, cuántas personas han incorporado las escenas sexuales como
cotidianeidad en espectáculos y otras formas de entretenimiento y cultura,
cuántos católicos sencillamente no saben que buena parte de los episodios
comunes de la vida moderna constituyen un “insulto a Dios”?
En tales laberintos simbólicos, nadie sabe pues qué es un verdadero
pecado, entre tantos como hay y cómo se bifurcan. Puede serlo todo o nada.
Veo nóminas infinitas de
pecados en los códigos sumerios, en los egipcios, en el hebreo (como comer
camarones), en el protonazi que un sabio adulafrailes, Alva Ixtlixóchitl, le
inventó al pobre poeta Nezahualcóyotl y nos deja la tenebrosa idea del
floreciente reino de Texcoco como un vasto campo de concentración, donde se
castigaría con la esclavitud o la muerte a un ocasional bebedor de pulque.
(¿Entonces para qué querían tantos magueyes en el México prehispánico?)
En los manuales de
confesión católicos (recuerdo El joven
cristiano, edición de 1960), se destinaba a su mera enumeración todo un
grueso capítulo en letra pulguita: ¡Cuántos pecados gravísimos, de
indispensable confesión urgente,
podía cometer un mocoso de ocho a doce años en una escuela primaria de
salesianos!
Pero la multiplicación
legislativa de los pecados redujo a la inexistencia práctica el pecado
particular: entre millones de pecados posibles, ¿qué tanto cuenta uno, el
modestamente mío? “¡Si yo sólo me he quebrado a doce fulanos, y la Virgen sabe que hay miles
de preceptos que cumplo con devoción!”, diría nuestro matón religioso. “Nunca
me olvido de la Virgen. A
cada rato le compro sus flores, sus veladoras”.
Un antropófago atentaría
sólo contra una entre miles de las prohibiciones u obligaciones católicas
(aunque no recuerdo que El joven
cristiano, que enumeraba interminablemente todos los pecados concebibles
para un niño, prohibiese hacia 1960 expresamente el canibalismo: ni de
pensamiento, ni de palabra, ni de obra).
El sabio Moisés redujo los mandamientos hebreos a diez (aunque en
diversos títulos de la Biblia
se siguieron acumulando varias toneladas de órdenes y tabúes perentorios). En
sus Diez Mandamientos es pecado desear a la mujer del prójimo, la casada, pero
no a todas las demás.
Los escribas, entonces,
tanto los hebreos como sus sucesores cristianos, le corrigieron la página a
Moisés: dijeron que las Tablas no contenían leyes literales, sino dilatadas metáforas, y que el deseo de la mujer
del prójimo equivalía a toda pulsión
carnal, incluyendo los sueños húmedos de los adolescentes.
Un escolar católico de los
años cuarenta o sesenta, amanecía con la mancha en el calzón y corría
desoladamente a confesarse. Naturalmente, en un colegio grande lleno de
pubertos, había grandes colas en los confesionarios todos los días. No faltaba
quien inventara que ya había sufrido la “eyección” la “emulsión” o el “pecado
del sueño” (términos de la época): “¡Pendejo, serán meados! ¡Todavía ni se te
para!”, le decían sus compañeros de la cola, haciéndose, ellos sí, los
interesantísimos réprobos sexuales de doce años. ¡Puros Arturitos de Córdova!
Cristo, más sabio y
económico que Moisés, dijo que sólo existía un mandamiento: “Amarás a Dios con
todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo”; pero además, en la práctica,
si hemos de creerles a los Evangelios, Cristo no vio como pecadores
perseguibles, sino como a pobre gente dejada de la mano divina, a quienes, por
falta de inspiración celestial, carecían de la fe y del amor de Dios. Menos
pecadores que pobre gente: la prostituta, la adúltera, incluso san Pedro El
Mochaorejas.
El propio Cristo, corregido y aumentado por san Agustín, inventó que el
lujo y el mérito del hombre residían ¡en su condición de pecador! Era
precisamente el pecado, y entre más y peores pecados mejor, lo que engrandecía
a la criatura a los ojos de Dios.
El buen católico estaba
riquísimo, enjoyadísimo de pecados. El buen católico era un Midas que todo lo
convertía en el suntuoso oro del pecado. La
leyenda dorada del casi santo (beato) Jacobo de la Vorágine se podría
resumir, entero, en una “Fábula de Heliogábalo y el Buen Pastor”.
La oveja perdida valía más
que todo el rebaño virtuoso. Fue condición de santidad el haber pecado, y
mucho, antes de arrepentirse y de convertirse al buen camino. Entre mayor
pecador fuera el contrito, mayor bendición divina, mayor santidad: Santa María
Egipciaca.
En un solo momento se le
podían perdonar a un “agraciado”, desaparecer por completo, millones de pecados
atrocísimos, sangrientos (vgr. los
santos caballeros de las cruzadas); pero había desgraciados que se condenaban
por un solo pecado mortal, por una sola vez que hubiesen comido tacos de
nenepil en cuaresma... o le hubiesen taqueado el nenepil a la comadre. O la
pobre señora, tan devota, que a escondidas tenía su amigo o tomaba sus píldoras
anticonceptivas: ningún criminal pecaba más que ella. Y no hablemos de las
madres solteras, ni de las que abortaban.
Quienes nunca pecaban,
¿qué chiste? No pecaban simplemente por falta de vigor y de imaginación.
Virtuosos por culpa de la pereza, el adormilamiento de la carne y la estrechez
mental. O como resultado de una desaforada soberbia demoniaca: ¡Se atrevían a
ser buenos por sí mismos, a prescindir de Dios! “No hay mayor pecado que creer
que uno puede salvarse por sí mismo, sin la gracia de Dios”, se predicaba. Nada
de bienaventurados self-made.
Por lo demás, el arrepentimiento de los pecados y la conversión a la
virtud resultaban menos mérito de la persona que gracia, don o llamado divinos.
El arrepentimiento y la conversión caían oportunamente del cielo y sólo para
los elegidos. Maná para los consentidos del Altísimo.
Era una especie de lotería
celestial la cuestión de la Gracia ,
sin embargo un dogma fundamental del catolicismo. Quien estaba llamado al
cielo, no se iba a tropezar con sus desaforados, inauditos pecados de gatillero
a sueldo; a quien no recibía la
Gracia , en cambio, de poco le serviría su voluntad
laboriosamente humana de hacerse el santo.
EL PECADO CONTRA EL ESPÍRITU
Luego se inventó en la teología ese comodín vaticano, “el pecado contra
el Espíritu”, “el único imperdonable”; el cual lo mismo se ha aplicado al sexo
anal u oral, “contranatural”, que a la planeación familiar (coitus interruptus), que a la mera duda
de la existencia de Dios, que a la soberbia intelectual de los ateos o
agnósticos, que a la insubordinación contra el alto clero; que (los
franciscanos radicales) a la falta de humanidad, de simpatía y respeto por el
prójimo.
Cada año proliferan
homilías y aparecen arduos tomotes sobre ese enigmático “pecado contra el
Espíritu”.
SAN KOWALSKI EL VIOLADOR
Creo que fue el dramaturgo Tennessee Williams, y no los teólogos
universitarios, quien se atrevió a imaginar un pecado verdaderamente nuevo y
moderno, también “el único imperdonable” en su opinión: en Un tranvía llamado deseo, la santa pecadora Blanche DuBois, un poco
demente, exclama que todo se puede perdonar, menos “la crueldad deliberada”.
La frase suena bonita,
como exculpación de los pobres pecadores arrebatados por sus instintos o
pasiones, esclavos de ellos, víctimas de ellos, pero ¿y la crueldad de un
judicial ebrio y drogado que en, su delirio de supermán, ametralla a tres o
cuatro chamacos desconocidos, que simplemente andaban por ahí, en mala hora?
¿Kowalski de veras cometió “crueldad deliberada” al violar a Blanche, o fue
víctima de su ignorancia de mecánico entre camioneros, de su machismo
proletario exaltado por el trago, de su excesivo primitivismo social? San
Kowalski el Violador.
LAS SUBASTAS DEL PERDÓN
A los pensadores protestantes de la Reforma les pareció mal la manga ancha de Cristo
y de san Agustín hacia los pecadores. La confesión y el perdón de los pecados
(que en principio conformaban no sólo la liberación del infierno, sino aquí
mismo sobre la tierra una Fuente de Vida Nueva, de consuelo nuevo: quedar
limpios de todo por obra y gracia del arrepentimiento y de un sacramento) se
volvieron un negocio vaticano multimillonario: la subasta del perdón, de las
indulgencias.
Todos los pecados, incluso
los más crueles y sangrientos, podían comprar su redención con tamaña
facilidad. “¡Todo se vende hoy en día!”, clamaba Góngora. La Reforma restringió esa
fuerza redentora del cristianismo. Siguió predicando el arrepentimiento, pero
sin garantizar ni prodigar el perdón. Los pobres protestantes han de cargar con
todos sus pecados, y hacer muchos méritos, y esperar —temblando de
incertidumbre— el juicio de Dios, que para ellos, como para los judíos, es
bastante severo.
PECADOS CLÍNICOS
Tanto en los países católicos como en los protestantes, se operó una
revolución en cuestión de pecados y perdones, todavía no muy aceptada en la
teoría, pero generalizada en la práctica, a partir del auge positivista de la
ciencia, a mediados del siglo XIX.
Muchos pecados se
volvieron clínicos, y muchas medicinas o terapias reemplazaron al sacramento
del perdón. El médico, lo mismo Pasteur que Freud, como el supercura de los
tiempos modernos. La cápsula, el jarabe o la inyección como nueva eucaristía
positiva. El diván psicoanalítico, un confesionario clínico.
No pecaba tanto quien
fornicaba, sino sobre todo quien contraía la sífilis, hasta antes de la
invención de la penicilina. Ahora peca quien fornica sin condón, o lo usa
torpemente —puede ser suficiente usarlo mal, que se zafe o se rompa, una sola
vez en toda la vida, para contraer el VIH y otras infecciones. Una cortina de
látex divide la virtuosa de la pecaminosa lujuria.
¿Pero qué mecanógrafa
impecable no ha cometido algún error de teclado durante diez años de oficina;
qué conductor responsable no se ha equivocado alguna vez con la palanca, los
pedales, las luces o el volante de su coche una sola vez en su vida? ¿Y los
púberes inexpertos, los novatos del “echando a perder se aprende”?
Una nueva “tecnología de
la liberación” responde a toda enfermedad o malestar: se debe “insumir” con
extremo rigor. Hay alimentos virtuosos (la Gracia ), y alimentos pecaminosos (la Caída ). La yema de huevo, el
pellejo del pollo, nuevamente los camarones, el cigarro, el alcohol, las grasas
animales, el azúcar, las fritangas, hasta (o sobre todo) el chocolate, advienen
pecaminosísimos. (Vislumbro en mis sueños afiebrados un infierno de
triglicéridos.) Quien los consume está atentando contra la vida, esta casi
abortándose. Desde su consultorio del Eje Central un médico escandalizado
enfrenta a su paciente de Iztapalapa: “¡Pero está usted loco! ¿Usted, mexicano,
come... garnachas?” El infierno no son los otros, sino las garnachas.
En los nuevos tiempos del
cólera, un coctelito de ostiones crudos —y hervidos, ¿qué chiste?— en un puesto
callejero de La Viga ,
a pesar del supersticioso pero acidito ritual del limón, representa la más
expedita modernización del “pecado contra el Espíritu”. Para no hablar del
tabaco.
Los médicos, ya profetas,
ya teólogos empíricos, no se resignan a su oficio de chocheros y punzatripas,
que es para lo único que —¡oh Quevedo, oh Molière!— concretamente estudian:
evangelizan, legislan, profetizan sobre
la-vida-en-su-conjunto-y-en-toda-su-amplia-variedad: con cada una de sus
recetas emiten todo un Proyecto de Vida Nueva, sus numerosas Tablas de la Ley de órdenes y
prohibiciones. Rumian su minuciosa alfalfa los bienaventurados; los réprobos
eructan, con algo de llamas infernales, puros tacos al pastor.
La biometría hemática, las
escalas de calorías, el perfil de lípidos y las radiografías como nuevos
exámenes de conciencia. Mucho más voluminosos y elaborados que la guía para
confesarse de El joven cristiano.
PECADOS VIRTUALES
Hay también una “tecnología de la liberación” en cuestión de finanzas.
Gran robo el pickpocketing o el
embolsarse un producto en el súper; ninguna falta en la especulación
financiera, así se haga quebrar a la banca entera de un país, o devaluar su
moneda. Esos son pecados virtuales. Nadie tiene la culpa de los huracanes.
Nadie tiene la culpa de las catástrofes financieras mundiales ni regionales por
internet.
Otra “tecnología de la
liberación” esplende en los medios de comunicación y en la política. Ahí no
existe el pecado de la mentira. La democracia informativa se dedica —en el rating residen toda la Ley y los Profetas—
precisamente a mentir, y con gritos amarillistas, para ejercer la democrática
libertad de vociferación equívoca o calumniosa de las empresas de comunicación
masiva.
Todo lo que de veras suena
(el rating es su garantía de bondad
pública, como una especie de plebiscito), miente sin pecar en nuestra
Transición Democrática; sólo peca usted cuando, tambaleando, le dice a su
señora al regresar a casa en mitad de la madrugada: “¡Te juro, Gladys, que
nomás me eché un pálido whisky!... Es que Pepe el Memorioso y Luis el Memorioso
se soltaron en letanía todas las alineaciones del Atlante y del Necaxa desde su
fundación hasta la fecha... Y como yo era él único que me sabía todas las
vicisitudes del Pachuca...”
EL MAYOR PECADO DEL NUEVO SIGLO
Hay otros nuevos pecados. La falta de éxito, sobre todo. Cristo ha sido
rebasado (¡sufre, Renan!): los últimos de la tierra ya no son los primeros en
su corazón sagrado.
Olvidemos los populismos
del Sermón de la Montaña :
Los primeros siempre son los primeros. Punto. Fracasar o triunfar menos que el
vecino, grandísimo pecado.
Ahí sí que todos somos
pecadores irredentos, salvo Bill Gates, el Supertriunfador, quien al parecer ya
empieza a pecar: a perder batallas desde la cima de su gran Monte de la Revelación , Microsoft.
También advertimos una
nueva postulación metafísica, obligatoria. No sólo la homogeneización y
globalización de todos los países —ilusorias, o solecismos, en cuanto los
países son cada vez más desiguales—; sino también la de todas las personas, por
la misma razón.
Constituye de igual modo
un pecado imperdonable ser personalmente diferente, pensar y obrar de diferente
modo al Modelo Universal, incluso en detalles. Se peca de soberbia contra el
Espíritu, o contra la sociedad, o contra el Mundo. ¡Todos al mismo son, quien
desentone pierde! Hay que “reconvertirse” en “políticamente correctos”.
No creo imposible que tal
uniformidad rasera, obligatoria, haya funcionado también como la piedra
fundacional del fascismo.
Desempolvo frente al nuevo milenio mi ineficiente devocionario de
infancia: El joven cristiano. Ya no
sirve para nada. Todo se ha vuelto al revés: vgr. la masturbación, que tanto condenaban los curas (y que fue el
Espantajo Infernal que me persiguió desde mi Primera Comunión hasta que leí en
la prepa ¿Por qué no soy cristiano?
de Bertrand Russell), se ha erigido en suprema virtud (vuelven los cenobitas y la Tebaida flaubertianos,
“con pecadora mano”), en cuanto “sexo seguro”.
Mis curas profesores
clamaban, arrebatados de ira, ante escuincles espantados de que pudiésemos ser
tan criminales en la soledad del WC o de nuestras camitas, bajo cobijitas de
Mickey Mouse: “¡La autoprofanación del propio cuerpo, Templo del Señor! ¡Así
como el suicidio es peor que el asesinato, ‘el vicio solitario’ peca más que la
fornicación, por su desesperación ególatra!”
Freud se escandalizaba
menos ante cualquier práctica sexual con otros, que ante el onanismo (¡La
idolatría egoísta del propio falo! ¡La aberrante negación carnal de los otros!
¡El autismo de la libido!)
Se denomina soberbia a la falta de “corrección política”; constituye una
desobediencia contra las nuevas órdenes homogeneizadoras y globalificadoras del
mundo.
“Ser uno mismo”,
“descubrirse a uno mismo” parecían las cumbres filosóficas y psicoanalíticas en
los años sesenta (y desde Los alimentos
terrestres de Gide), cuando tanto se valoraba la “independencia de
criterio” y la “conciencia crítica”.
Ahora constituyen una
rebelión invercunda contra la norma de lo políticamente correcto, lo
clínicamente correcto, lo financieramente correcto; lo social o moral o
culturalmente correcto... “¡Cultiva tus diferencias!”, predicaba el bárbaro de
Gide.
El otro día me enteré de que la Iglesia Católica
se está desembarazando de los confesionarios. No dispone ya de tanto cura para
escuchar a tanta gente, supongo. Uno se arrepiente “en su corazón” y
sanseacabó. El resto del catolicismo, puros viajes del papa por televisión.
Pero toda mi vida supe que
era la obligación de todo católico confesarse al menos una vez al año, o inmediatamente después de cada pecado.
Para los alumnos salesianos de primaria y secundaria constituía gran pecado el
no confesarse al menos una vez por semana. O muchos grandes pecados (pues
también atentaba contra la humildad: “¿Te crees tan santurrón que no necesitas
confesarte este jueves, engreído? ¡Ni los arcángeles se atreven a considerarse
tan limpios de pecado! Revisa, escuincle pecador, El joven cristiano, y verás tu pobre alma en toda su negritud”; y
contra la liturgia, y contra la obediencia).
No se podía comulgar en
estado pecaminoso, así fuera por instantes lujuriosos de mero pensamiento
(haber visto involuntariamente fotos de artistas en bikini —la era dorada de
Fanny Cano y Jorge Rivero, de Isela Vega y Andrés García— desde la ventanilla
del camión escolar anaranjado, “Instituto Don Bosco”, en un puesto de
periódicos, durante un alto), que también eran pecadotes mortales, desde luego.
Ya no lo son.
¡Tiembla, santo Domingo
Savio (“Antes morir que pecar”): ya no resulta necesario confesarse! Se puede
ir a comulgar directamente, con pase automático, con dispensa de trámites, con
una “administración simplificada” de los sacramentos: sin confesión previa.
¿Entonces para qué la
comunión? Seamos congruentes: del mismo modo, podríamos irnos al paraíso sin
comunión previa. “Simplificación administrativa” para todos los ritos. Pienso que comulgo ¡y ya! Comulgo en mi corazón ¡y
ya! Me caso en mi corazón ¡y ya! Cuánta autogestión del corazón en los nuevos
tiempos. (Suena a López Velarde esto de “La autogestión del corazón”.)
¿Y LAS PENSIONES, O RENTAS, O RÉDITOS ESPIRITUALES?
Me las he dado de ateo desde los quince años. Lo que en los sesentas era
bastante común entre muchachos que se pretendían cultos (o se pasaban de
listos). Ahora me alarmo: ¿Ya no valen mis escapularios infantiles, mis muchas
comuniones de los nueve viernes primeros, mis indulgencias parciales,
acumulativas?
Llevé una contabilidad de
los millones de años de perdón para el purgatorio, que me había ganando con
rosarios afanosos, beligerantes credos y enfáticas jaculatorias; con misas
pacientísimas y magníficats conmovedores, o prescindiendo “en épica sordina” de
dulces y rábanos, perones o tamarindos enchilados a la salida de la escuela.
¿Y las indulgencias
plenarias, los jubileos, la intercesión de las mil advocaciones de la Virgen (cada cual más
misericordiosa que la vecina) y de los santos? ¿Los “regalos de indulgencias”
de los familiares devotos que nos ganaban años o siglos o milenios de perdón
con sus oraciones y mortificaciones y limosnas (especialmente las mamás, las
tías, las abuelas)...? ¿Y las carísimas bendiciones del papa, en pliegos con
sellos de oro, que traían los turistas de Roma?
En verdad, en verdad crecí
con la siguiente prédica oficialísima, sancionada por todos los papas: “La Virgen del Carmen se
interpondrá en las puertas mismas del infierno para salvar a quien llevare su
escapulario... Aquel que comulgare nueve primeros viernes de mes...”
¿Tienen sentido
retroactivo las modernizaciones católicas? ¡Qué abuso de la modernidad! ¿Nos
desaparecen nuestros ahorritos espirituales, como un Seguro Social que quiebra
y tranquilamente cuelga un letrero: “¡A partir de este momento se invalidan
todas las pensiones!” espirituales? ¿Permitirá tal atropello la Virgen del Carmen?
Ya no se debe portar,
pues, el viejo catecismo, sino las tablas del colesterol, las grasas y
calorías, y de los rendimientos bancarios; los manuales de cómo conseguir
amparo judicial aun en casos de canibalismo y de cómo defraudar millones de
dólares por internet sin que nada conste en actas. ¡Las proezas judiciales de El Divino!
Se me antoja inextricable
la metafísica del nuevo milenio. Pero ninguna nostalgia siento de las creencias
de hace treinta o cuarenta años, que parecían modernísimas y aggiornadas por el Concilio Vaticano II,
y ahora se verán tan “fundamentalistas” como los cilicios de los frailes
franciscanos del siglo XVII: no hicieron feliz a nadie.
A MÍ, MIS TIMBRES
Aunque a mí, mis timbres: Que no me hagan perdidizos ni caducos mis
pensiones, ahorros, rentas, réditos y salvoconductos espirituales de diez años
con escapulario; ni mis docenas de nueve viernes primeros, ni mis millones
indulgencias parciales o plenarias (afores para el cielo), que yo mismo gané en
la infancia; ni las infinitamente más cuantiosas que me regalaron mis
generosas, mortificadas y rezadoras tías...
No hay mayor cosa que
recobrar en las creencias antiguas, sin embargo. Eran la arena numerosa de un
desierto de la moral. Y desde ellas hemos saltado a otro desierto,
numerosamente árido, pedantesco y virtualoide.
Mejor no hacer mucho caso.
Como decían mis tías (las mismas que concienzudamente me ganaban millones de
años de indulgencia a diario) cuando, en su vejez, los médicos les prohibían
terminantemente las conchas rebosantes de nata fresca y los tacos de carnitas:
“¡Al diablo la ciencia! ¡Me tomo mi tecito de nohagocaso y sanseacabó!”
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