CRONISTA DEL PSUM
A finales de 1981 me llamó Manuel Becerra Acosta, el director de Unomásuno, para encargarme una misión
exótica: escribir día a día, durante meses, viajando por todo el país, la
crónica de la campaña presidencial del recién formado Partido Socialista
Unificado de México, el PSUM.
Todavía no aparecían los
supuestos 8 mil cronistas fabulosos de la Sociedad Civil
(melodramáticos, filantropiquillos, ignorantazos, llorones), y el género mismo
de crónica —que ni siquiera se llamaba así en los periódicos, sino “nota de
color”, como equivalente de relleno pintoresco— resultaba borroso y marginal.
No se me enviaba como
reportero, con la responsabilidad de la información, sino como cronista. Me vi
todo el tiempo como el único extravagante “cronista”, es decir, el único
no-reportero, del grupo de prensa del PSUM. Me sentía el único no-matemático en
un congreso de matemáticas: Un buen reportero es la cosa más
Humphrey-bogartiana del mundo, mientras que el cronista nomás se dedica a
chismear y a colorear.
Pocas veces he sentido un
desprecio más gélido que el de un reportero hacia un cronista. Para moderarlo,
les recordaba que yo iba sin plaza, sueldo ni sindicato de reporteros. Iba de
loco. Mi status era de simple
colaborador del periódico y cobraba cada texto como mera “colaboración”, con
las cifras módicas y todo el lío administrativo que le sigue siendo
(irracionalmente) propio. Entonces se conmovían y lastimeramente casi me
aconsejaban que mejor me dedicara a otra cosa.
“¿Qué diablos es la nota
de color?”, le pregunté a Becerra. “Pues escribe tus barbaridades”, me dijo.
Traté de negarme,
asustado. Pero siempre me ha sido difícil decirles un no a personas o proyectos
que estimo, o con los que me unen lazos de esperanza o gratitud. Unomásuno era el periódico de todas mis
ilusiones, y le estaba particularmente agradecido a Becerra Acosta por no sólo
permitirme, sino hasta solicitarme todo tipo de “barbaridades”, impublicables
entonces en otros medios (recopiladas parcialmente en Función de medianoche, 1981). Ninguna le parecía suficientemente
atroz, escandalosa o inconveniente; me incitaba a ir cada día más allá, en
asuntos, en lenguaje, en perspectiva crítica, en inconveniencias y sarcasmos
Nunca lograba epatarlo con mis crónicas “escandalosas”
de la vida cotidiana o subterránea de la ciudad de México. Cuando ya me sentía
todo un enfant terrible del
periodismo, y tenía disgustado y escandalizado a medio mundo, al grado de
construirme una pequeña fama de “amargado y disoluto”, por esos relatos urbanos
que adrede cargaban la tinta en los rincones sórdidos, trágicos o depresivos de
la sociedad capitalina, para Becerra Acosta todavía ni siquiera empezaba yo a
mirar “con verdaderos ojos dostoyevskianos” la realidad mexicana. Algunas de
las más ruidosas o tenebrosas de esas páginas fueron escritas en plan de reto,
para ver si por fin me pasaba de la raya, lo escandalizaba, y se veía obligado
a rechazarlas o a censurarlas; no lo conseguí.
Nunca me propuse ser
“cronista”: la chispa brotó de casualidad, y la atizó Becerra Acosta.
Insatisfecho, cansado y decepcionado de varios proyectos literarios que me
habían corroído los nervios durante un lustro (libros de crítica literaria como
Crónica de la poesía mexicana, La crítica
cultural de la generación de Contemporáneos y Se llamaba Vasconcelos, todos de 1977; muchos poemas dizque
villaurrutianos, audenianos, zaidianos o gerardo-dieguinos; dos o tres novelas
fracasadas), en agosto de 1978 intenté colgar los tenis del literato y calzar
los supuestamente más cómodos del periodista, y solicité espacio en Unomasuno como articulista político.
Escribir algunos artículos políticos, a partir de ideas generales, es la cosa
más fácil del mundo; escribir muchos, regularmente, sin repetirse como
mimeógrafo ni hartar al lector, la más difícil. Para mí, imposible.
Un día no tuve “artículo
político” que escribir para mi columna semanal, ni tema ni idea ni nada. Eché
desesperadamente mano de un viejo truco que me había dado buen resultado en mis
inicios como periodista, en 1970, en la Revista de América de don Gregorio Ortega, el
célebre “Orteguita” de los años veinte: ocuparme de asuntos mínimos, cotidianos
o callejeros, como si se tratara de grandes temas, a la manera de los
periodistas del siglo pasado, o de algunos del presente, como el enorme poeta y
prosista argentino Ezequiel Martínez Estrada (autor de libros de oro, como La cabeza de Goliat, en favor o en
contra de Buenos Aires, Radiografía de la
pampa, y de varios poemas que impresionaron a Borges). Los borrachos, los
mercados, los solitarios, el panorama de las calles, las anti-epopeyas de los
empleados y las amas de casa. Un amigo definió esos textos anfibios con una
frase que no dejo de agradecer veinte años después: “églogas viaductales”.
“Esto es lo tuyo”, me dijo
Becerra: “deja los artículos políticos”. Me emborraché con él madrugadas
enteras, oyéndolo hablar interminablemente de Dostoyevski.
¿No que lo político me
resultaba ajeno? ¿Por qué me mandaba ahora a una campaña política, y me alejaba
de los relatos de borrachos o crudos de Vip’s, que “eran lo mío”? Salí de su
oficina sin saber cómo había finalmente aceptado.
El demonio de la ambición
literaria muy pronto me susurró al oído: “Los autores norteamericanos más
importantes, de Mencken a Mailer, Thompson y Vidal, han escrito páginas
memorables sobre las convenciones y campañas políticas de su país”. ¿Era eso lo
que me pedía Becerra? New Journalism?
Por unas horas
revolotearon sobre mi cabeza recuerdos de los magníficos libros de Norman
Mailer: Los ejércitos de la noche, Miami
y el sitio de Chicago; por fortuna aterricé pronto y adopté modelos
nativos, igualmente inalcanzables, pero modestos y familiares: las crónicas
políticas y las notas de viaje de Guillermo Prieto, Ignacio Manuel Altamirano y
Manuel Gutiérrez Nájera.
Años después supe que
Becerra quería otra cosa. Pero tuvo la elegancia de no decírmela, de no tirarme
línea. Ocurría que la mayor parte de los reporteros, articulistas, fotógrafos,
caricaturistas y redactores del periódico apoyaba vociferantemente al PSUM; y
en cambio yo había escrito un artículo, “La súbita unificación” (agosto de 1981),
en el que me burlaba de la demagogia y del pragmatismo de la izquierda
política. Tal vez esperaba que mis “notas de color” introdujeran cierta
crítica, alguna distancia irónica, que matizaron un poco el casi incondicional
apoyo generalizado del periódico al PSUM.
Le fallé: el sarampión
izquierdista me prendió en serio, y durante los tres meses que aguanté como
cronista diario —tuve que retirarme por una amibiasis aguda, contraída en
campaña—, a través de diez estados de la república, fue menor la distancia
crítica o irónica que la simpatía frente a la primera gran campaña
presidencial, formal y abierta, de la izquierda mexicana. Una simpatía difícil. Se trataba de una
izquierda dura de tragar; apunté el 7 de noviembre de 1981:
“En su segundo día de Asamblea
Nacional de Unificación, la nueva izquierda mexicana dedicó casi seis horas a
exasperar a este cronista con más de tres docenas de los peores discursos que
recuerdo en mi vida. Se trataba de analizar el informe (que más que informe fue
clase de sociología), que ayer presentó Martínez Verdugo, así como los
proyectos de programa y de estatutos del nuevo partido.
“Pocos analizaron algo,
menos aún fueron los que discutieron, y todas las intervenciones, en cambio, se
impusieron competir en un tétrico certamen de oratoria que rara vez se alzaba
del nivel CCH. Los lugares comunes del marxismo-leninismo más elemental, todas
las denuncias contra la burguesía, que desde hace décadas se reiteran en todos
los mítines; todas las amenazas contra todos los enemigos del proletariado...
“Al echar este maquinazo
con lo que me resta de cerebro, después de tal mareo, no recuerdo si
efectivamente fue Andy Warhol o quién, el que propuso a la sociedad de consumo
con medios masivos que diese a cada ciudadano, una vez en la vida, sus quince
minutos de celebridad internacional. Los partidos socialistas nomás les dan
diez en alguna de las asambleas. Y entonces el delegado se enciende, y no deja
santón del marxismo sin invocar, culpa del capitalismo sin execrar, distinción
epistemológica sin trazar, índice analítico sin recorrer. Sus compañeros le
aplauden cuando dice huelga, masas,
burguesía corrupta, gobierno corrupto, solidaridad internacional, Cuba y Zapata.
Y luego se retira a su pueblo o a su barrio, con la alegría de haber tenido ya
sus diez minutos de brillantez, cuando la asamblea lo escuchó y aclamó”.
Algunos dirigentes
pesumistas, quienes llegarían a ser mis amigos y a invitarme formalmente a
ingresar a su partido (invitación que decliné, por aquello de que un escritor
debía mantenerse siempre independiente), me gruñían. Casi me tomaron por agente
del gobierno cuando narré que la manifestación del Monumento a la Revolución a la Plaza de Santo Domingo, con
la que arrancó la campaña de Arnoldo Martínez Verdugo, se vio escasa, casi
desairada. El propio candidato lo reconoció en su discurso, asiéndose de una
frase de Alejandro Gómez Arias que postulaba la superioridad moral de cien
partidarios “conscientes y libres” del PSUM sobre los “miles de apáticos
acarreados” del PRI.
La izquierda que asaltaba
democráticamente el poder estaba conformada por “esos cuantos miles que apenas
tardaron media hora en detener el tráfico frente a la Lotería , y que parecían,
desde las ventanas de los rascacielos donde se asomaban los mirones, perderse
un tanto en la ciudad gigantesca y multitudinaria. Somos un chingo y seremos más, decía uno de los muchos slogans y porras que con voces roncas,
en el frío y entre el polvoso viento de Avenida Juárez, coreaban los
contingentes. Bueno, tanto como un chingo, todavía no”.
Esta frasecita: “Bueno,
tanto como un chingo, todavía no” les molestó a tal grado que la recordaron
durante meses, y me la echaron bromistamente en cara (ya para entonces todos
éramos cuates) cuando, el 20 de junio de 1982, lograron llenar el zócalo en su
cierre de campaña.
“¿No que no somos un
chingo, eh? ¿No que no?”.
El problema estaba en
cuánto sumaba un chingo, cifra azarosa. Porque también las matemáticas
resultaban rama de la ideología. Si el PRI llenaba el zócalo, se trataba
simplemente “de unos cuantos miles de apáticos acarreados”; si lo llenaba el
PSUM, eran cientos de miles y ¡hasta un millón! de “partidarios conscientes y
libres”. Se boletinaban y publicaban oficialmente tales cifras.
¿Qué tanto era un
chingo? Esa discusión duró años, hasta
que los directivos del Unomásuno
convocaron a un notario y a una especie de agrimensores para que calcularan
científicamente cuánta gente llenaba el zócalo. No eran millones ni cientos de
miles: bastaban unas 60 ó 70 mil personas. ¿Eso ya era tanto como un chingo, o
todavía no?
El PSUM obtuvo resultados
muy modestos en las urnas, que sorprendieron a los periodistas y militantes que
habíamos visto muchos mítines con plaza llena. Quienes votan son los
ciudadanos, no las ilusiones ópticas de los mítines.
A partir de entonces todo
mundo ha llenado el zócalo para cualquier cosa. El esperanzador Zócalo rojo (como se titularía la
excelente crónica de crónicas del PSUM que habrían de publicar mis compañeros
Rogelio Hernández, de Excélsior, y
Roberto Rock, de El Universal) se
volvió el actual rutinario zócalo atiborrado todo el tiempo para y por lo que
sea.
Dos días después del
modesto mítin de Santo Domingo me trepé al camión de prensa, El Machete I (en
el Machete II iban los próceres y caciques del PSUM), para viajar tres meses
con la izquierda, como cronista de su campaña: Guerrero, Oaxaca, Chiapas,
Tabasco, Quintana Roo, Yucatán, Guanajuato, San Luis Potosí, Zacatecas y
Aguascalientes. Yo iba leyendo un libro raro, cuya intención particular en esa
campaña sólo Roberto Rock descifró: se trataba de Innocents abroad, de Mark Twain.
De ahí, claro, al
hospital, ahora sí que en propulsión a chorro, un chorro que ya ningún
antidiarreico moderaba. A casi todo el equipo de prensa le pasó lo mismo:
muchas veces comíamos, por los pueblos misérrimos y escondidos entre las
montañas, lo que la generosidad de los militantes locales del PSUM nos
convidara, en las precarias condiciones
de higiene características de nuestra pobreza rural.
Supe también, enarbolado
en la utopía, de exaltados meses de esperanza y optimismo. Todo se podía
cambiar, resolver, redimir en nuestra patria. Entre las idas y vueltas al
atascado WC del Machete I, haciendo cola entre puros periodistas con
retortijones, quienes apretaban los esfínteres hasta con los párpados, conocí
lo más cercano que recuerdo a una visión esperanzada y optimista de la nación.
El país se podía arreglar pronto, y a nuestra generación le tocaba de
inmediato, pero ya —¡cuántas décadas, cuántos siglos se habían perdido!— esa
oportunidad.
De veras, de veras:
podíamos arreglarlo. Lo ibamos a arreglar. Lo estábamos haciendo con nuestro
trabajo. ¡Y con el PSUM!
Muy cercanos todavía los episodios guerrilleros de Genaro Vázquez y de
Lucio Cabañas, el PSUM decidió iniciar la gira de su candidato presidencial en
el Estado de Guerrero, y a partir de un pueblito de mixtecos que sobrevivían,
en durísimas condiciones, gracias a un poco de agricultura y al tejido de
sombreros: Alcozauca (8 de diciembre de 1981).
Tenía la particularidad de
ser el único municipio comunista de México. El recién legalizado Partido
Comunista (antecesor del PSUM) había ganado poco tiempo atrás las elecciones
locales. “¿Cómo ahí, tan lejos de CU y de la ritual Facultad de Economía, había
prendido el comunismo?”, nos preguntábamos los periodistas, un poco
escandalizados. Los propios ex comunistas, ahora pesumistas, decían chistes
macabros: Alcozauca estaba tan perdido en los abismos de la sierra —la Montaña Roja , como se
llamaba bravíamente a esta zona de Guerrero— que a los priístas les había dado
flojera bajar hasta el fondo del mundo a contar unos escasos votos de gente muy
pobre.
Se hacían en El Machete I cinco o seis horas, por una
pésima “carretera” bárbara —una brecha llena de zanjas, deslaves, derrumbes,
boquetes—, primero, de Chilpancingo a Tlapa; y de ahí tres o cuatro más por
otra mucho peor, encrespada, corroída y rota, que todo el tiempo bordeaba en
espiral el abismo, circundando los montes.
Había que cerrar los ojos
y confiar en algún comunista ángel protector que impidiera que los camiones y
coches de nuestra comitiva se desbarrancaran en cada curva, y aparecía una a
cada cincuenta metros. Sólo se podía viajar decentemente en avioneta —las
Coca-colas, carísimas, llegaban en avioneta—, pero un viaje redondo por aire
entre Tlapa y Alcozauca le costaría a un indio mixteco 120 sombreros de 5
pesos. Cuando los campesinos de
Alcozauca tenían que ir a Tlapa se trepaban como ganado, en destartalados
camiones de redilas, y confiaban en no desbarrancarse en ciertas curvas ya
derruidas hasta en una tercera parte, junto al abismo. Alguna de las llantas de
esos camiones con frecuencia rodaba, prodigiosamente, sobre el aire.
Estábamos en pleno
evangelio. “Los últimos serán los primeros”, y el olvidado pueblo de Alcozauca
se alistaba el primero, voluntarioso e inaugural, en la construcción del nuevo
México socialista.
Todo resultaba
asombrosamente conmovedor: desde el poblado de Alpuyecancingo, anterior a
Alcozauca, vimos a los campesinos serios y dignos, en plena ceremonia cívica:
perfiles severos, ropa limpia, adornos de carrizos y papel, guirnaldas de
flores, niños de escuela con unos silbatos de plástico. Una fe en la política y
un respeto por el civismo como jamás había yo visto en parte alguna.
Además, por primera vez en
décadas o siglos se tomaba en serio a Alcozauca como noticia nacional.
Finalmente iba a existir ese ninguneado municipio para el resto del país, a
propósito del acontecimiento de la campaña del PSUM. Ningún candidato del PRI
ni del PAN se había asomado nunca por ahí, ni se solía mentar a Alcozauca más
allá de Tlapa. Los periódicos, la radio y la tele ahora proclamarían su
existencia de frontera a frontera y de costa a costa. Y los lugareños estaban
muy interesados en mostrarse más mexicanos que cualquiera, aun en la arruga más
perdida de las montañas.
La bandera nacional
escoltada por banderas rojas, a manera de aguerrida guardia de honor; el himno
nacional en castellano y en mixteco; su escuela Amado Nervo —”Era llena de
gracia como el ave maría”, etcétera—, añorante de la educación
socialista-indigenista del presidente Cárdenas; su kiosko y su plaza
limpísimos, llenos de gente expectante; sus modestas calles recién barridas, en
una de las cuales existía un ¡monumento nacional!, casi un proyecto de museo:
una placa. Porque debía el país reconocer, de una vez por todas, que la
mexicanidad de Alcozauca no sólo era antigua en la memoria indígena, sino
incluso desde el punto de vista de la historia de los criollos y ladinos, de la
liberal y trigarante “historia de bronce”: en un muro de una casa se leía:
“Aquí se hospedó el general Vicente Guerrero de paso a Xonacatlán”.
Hubo el mitin de rigor.
Las denuncias de las tropelías, tonterías y olvidos del PRI. La dolida protesta
ante la patria ladina que los marginaba por hablar mixteco, y los insultaba
como apátridas por seguir el extranjero escudo comunista (como si la cruz
cristiana y el concepto de Constitución fuesen muy Made in México).
Y el muy raro espectáculo
de una pobreza extrema, pero (al menos ante los ojos de la prensa en ese
momento) sin degradación ni suciedad: una miseria digna, casi elegante.
“Hermano indio: sólo luchando cambiarás tu vida: PSUM”. Recordé la legendaria
miseria decente, organizada y hasta edificante de los “hospitales” de Vasco de
Quiroga, en México, o de los indios del Paraguay, que Leopoldo Lugones evoca en
El imperio jesuítico; y el deber de
los letrados y poderosos de buena fe (en el libro de Lugones los jesuitas), de
organizar y paliar la miseria del pueblo. ¿La herencia de Tata Vasco retomada
por la izquierda actual? ¿Los frailes engendraron a los liberales, quienes
engendraron a los comunistas, en el proyecto, fracasado durante cinco siglos,
de respetar la vida indígena?
El misterio del comunismo
de este remoto municipio tenía una explicación sucinta: un caudillo político y
cultural regional, perteneciente a una vasta familia de maestros y filántropos
que habían luchado durante décadas por la supervivencia y la dignidad de
Alcozauca. No precisamente un jesuita colonial, sino su equivalente contemporáneo:
un maestro republicano, comunista, de escuela pública. Se trataba del antiguo
líder magisterial Othón Salazar, protagonista y precursor de tantas luchas
políticas nacionales. Anoté:
“Es la tierra de Othón
Salazar, y verlo y oírlo ahí es advertir la naturalidad y profundidad de su
liderazgo que, como en el siglo pasado, conjuga en el líder al político y al
sacerdote. Aquí se leen pancartas de peticiones, dirigidas precisamente a la
hoz y al martillo, como: ‘Instrumentos, templo y agua para regar la tierra. San
José Lagunas’”.
La iglesia se les había
venido abajo en un temblor, y a los comunistas tocaba reedificarla. El pueblo
lo exigía: ¡A erigir pues templos católicos, señores comunistas! ¡Y a comprar
una banda de música, antes que los tractores! La música era importante:
resonaba como la primera y más enfática de las peticiones.
Así, con iglesia y música
aportadas por las autoridades comunistas, acaso se podría hasta cantar La Internacional en
misa, en el nuevo templo, con los nuevos instrumentos musicales, para la mayor
honra de Dios y de la hoz y el martillo (Ad
majorem Dei et PC gloriam). Y todos contentos. En Alcozauca hasta el Niño
Jesús resultaba comunista y seguidor de Othón Salazar. Y Othón Salazar parecía
un comunista del Niño Jesús —el “comunismo del Niño Jesús” es frase de Carlos
Pellicer— y del ideal vasconceliano del maestro rural. (Aunque los comunistas
solían regatearle méritos educativos al “reaccionario” autor de Ulises criollo, y endosárselos todos al
rojo Narciso Bassols.)
Por cierto, José
Vasconcelos tuvo un sobresalto en su vejez, y la valentía de confesarlo (en una
entrevista, creo, con E. Carballo). Este famoso denostador de los liberales de la Reforma aceptó prologar
una novela de Ignacio Manuel Altamirano, que desconocía: La navidad en las montañas, pensando sin duda en una buena
oportunidad para aporrear de nueva cuenta a los liberales. Y quedó no sólo
encantado, sino edificado con la novela. “¿Cómo, esto lo había escrito el
comecuras, el incendiario de 1861? ¡Pero si es una historia bonita, edificante,
casi propia de un santo!”
Bueno: además de ciertos
ribetes de comecuras y de incendiarios, los liberales de la Reforma eran curas laicos,
profesores cívicos, y aspiraban precisamente (como algunos frailes antiguos y
Othón Salazar) a ese pueblo pobre pero no miserable, católico pero no fanático,
lleno de trabajo, de salud y de amor, que deseó, como un poema, Altamirano. Yo
vi reverberar un poco este sueño de La
navidad en las montañas en el fondo de la Montaña Roja , en
Alcozauca, entre cuyos próceres y autoridades predominaba, desde luego, el
apellido Salazar. (Años después, una conjura de biólogos, comandada por Julia
Carabias y Carlos Toledo, trató de mejorar los cultivos de esa gente mediante
procedimientos científicos.)
Pero este idilio cívico no
se extendía a otros pueblos. Todo estaba salpicado de sangre reciente, de
agravios actuales. “Somos gente de Ahuatepec, golpeada por la judicial y la
cárcel, pero estamos con Martínez Verdugo”. Aquí se ignoraba insolentemente la Reforma Política
nacional: en un solo día los caciques priístas y sus pistoleros habían
encarcelado por razones partidarias a los 57 campesinos de ese ejido. Había
nueve presos políticos y muchos desaparecidos. Un cacique priísta se había
ufanado: “A un comunista lo pueden matar como a un perro en la carretera, y
nadie reclama”.
La lista de agravios del
PRI a los indígenas era interminable. A veces la imaginación priísta del
gobierno del estado desbordaba el surrealismo: no contenta con expulsar de sus
empleos a los maestros comunistas, con ningunear a sus nuevas autoridades
comunistas y condicionar todo servicio público a la militancia al PRI; de
cobrar cuotas abusivas e ilegales, de intimidar a los indios con los pistoleros
y luego insultarlos como “adoradores de ídolos”; no contenta con todo ello, me
decían, la imaginación del PRI estatal se permitía tenebrosas bromas
ingenieriles, como construir finalmente el puente que habría de unir dos
pueblitos gemelos separados por un río... pero construirlo ¡a seis kilómetros
de distancia!, para que ambas poblaciones rojas, Igualita y Alpoyecantzingo,
sudaran la gota gorda si querían aprovecharlo, y reconsideraran su oposición al
PRI. Se siguió cruzando el río a pie, entre las aguas. El inútil puente
nuevecito, inusado, a lo lejos, como un aleccionador castigo político.
La gente me rodeaba, pero
en bola, confirmando y añadiendo información, para contarme todas estas cosas
de modo que aparecieran en Unomásuno,
y produjeran algún resultado milagroso. Esos campesinos mostraban tal fe en la
decencia y la utilidad del periodismo que me sentí abrumado y casi apenado por
representar ante ellos ese oficio, al que yo bien sabía harto distante de tales
expectativas, incluso el periodismo mejor intencionado.
Me ocurriría lo mismo en
varias poblaciones indígenas a lo largo de la campaña del PSUM, como en
Juchitán, Oaxaca, y en Simojovel, Chiapas. Sentí vergüenza de andarle haciendo
al cronista, como un payaso de la pluma dedicado a defraudar a la gente más
seria, sencilla y golpeada.
De hecho, en ocasiones fui
deliberadamente un farsante. Como los quejosos no me dejaban en paz ni un
momento durante las muchas horas de cada mitin, y fiscalizaban estrictamente
que anotara en mi libreta de taquigrafía cuanto me denunciaban, me dedicaba con
la mano adolorida a llenar páginas y páginas, a sabiendas de que no iba a
publicar ni la décima parte de lo anotado, pues el espacio que me asignaba el
periódico no debía superar las tres cuartillas.
No quiero ni pensar en la
desilusión ni en la ira de todas esas personas que al día siguiente leyeron o
se hicieron leer el periódico, y no encontraron en él sus denuncias,
propuestas, comentarios. Poco cabía en mis tres cuartillas, buena parte de las
cuales, por otra parte, debía describir y “colorear” los hechos de la campaña,
más que relatar los dichos de quienes se me acercaban voluntariamente.
Seguramente pensaron que yo los ninguneaba o censuraba.
En el mitin Arnoldo
Martínez Verdugo propuso medidas ideales, que llenaron a todo mundo de entusiasmo,
incluyendo a los periodistas, para que los indios asumieran el control de la
producción, comercialización y administración de sus mercancías básicas. No
vimos, no quisimos ver que el panorama mismo de Tlapa, por ejemplo, contradecía
esos sueños de un indigenismo anterior a la Segunda Guerra
Mundial, cuando el país estaba bastante
cerrado al exterior, y podía imaginar a sus anchas soluciones políticas sui generis, contrarias al empuje de la
civilización occidental moderna (hermosas en la teoría, casi siempre
desastrosas o inútiles en la práctica). El horrible mundo exterior
contemporáneo, tirano y arrollador, el industrial y financiero, y la modernidad
del consumo y de los nuevos hábitos, ya estaban enraizados ahí. Narré:
“Varios cientos de
campesinos se manifestaron, festivos, con muchos niños, por las calles de
Tlapa. Al frente, algunas niñas vestidas con típicos trajes mixtecos que
combinan bastante bien con los tenis de suela de tanque, las chanclas de
plástico, y hasta, debajo de los faldones típicos, los jeans de tubo. A su lado,
perros, cerdos y guajolotes se unían democráticamente a la bulla. La gente
gritaba: ‘¡Viva la
Montaña Roja !’”
“Y el panorama de todas
las pequeñas ciudades de México: sobre el conjunto de tradicionales casas de
adobe y teja, se va imponiendo la miseria industrial de llantas abandonadas,
envases industrializados, cables, antenas de tele; varillas, block, losetas,
láminas, asbesto, tinacos, etcétera —obras siempre inconclusas, se diría
nacidas para lucir como ruinas permanentes—, que más que solucionar la pobreza,
parecen añadirse a ella, en una confusión de tiempos, cuya única uniformidad es
la de ser, todos ellos, tiempos de absoluta joda.”
Pero no queríamos ver ni
reportear esa contradicción. Queríamos creer, con un gran desprecio por la
tiranía de la realidad moderna —”capitalista”, “burguesa”—, y aplaudiendo a
rabiar, en “una sociedad rural y campesina democrática y socialista”, tal como
la cantaba Martínez Verdugo. Se la alabó en castellano, en náhuatl, en mixteco
y (según me dijeron) en tlapaneco (!).
Copié una pancarta: “Nt’ina sabi na kuta’ a nti xa’ ataa Arnoldo
Martínez Verdugo ña ku ra taa chiño ñoo yo ña PSUM” —varias erratas
debieron colarse en la transmisión telefónica que hice al periódico—; alguien
me la tradujo: “Todos los mixtecos se juntaron para apoyar a Arnoldo Martínez
Verdugo para que sea el que mande en México.”
TRAS LAS HUELLAS DE LUCIO CABAÑAS
Visitamos una docena de poblados en la Montaña Roja , donde
se reprodujeron con pequeñas variantes las escenas de Alcozauca y Tlapa. En mi
recuerdo se unen, sobre un fondo insistente de la música de Rigo Tovar, las
imágenes de la extrema pobreza campesina e indígena con las de una extrema
civilidad. Buena organización, mítines concurridos e interesantes, denuncias y
protestas civilizada, casi respetuosamente expresadas.
Todo lo contrario de lo
que veríamos en las ciudades importantes de Guerrero —Acapulco, Iguala,
Chilpancingo, Ciudad Altamirano, Taxco—, donde a muy poca gente le interesaba
el PSUM o simplemente se utilizaba su campaña para presiones particulares, como
las de ciertos grupos gremiales y de colonos. Y para quejarse con alaridos de
las transas de Banrural (el banco gubernamental que “ayudaba” a los
campesinos).
Ocurría una curiosa
contradicción. En las ciudades la gente se mostraba completamente decepcionada
de la política, a la que, en cambio, los pueblitos de la Montaña Roja acababan
de descubrir y veneraban. En ellos se veía siempre la mano de los maestros
rurales.
Los pueblos, escarmentados
de la sangrienta década de los setentas en Guerrero, el cual estuvo
prácticamente durante todo ese tiempo bajo control militar —retenes de soldados
revisaban, ilegalmente, como aduanas interiores en un estado de sitio, incluso
a los turistas que viajaban en coche o autobús por la autopista a Acapulco—, lo
apostaban todo a la opción democrática.
Las ciudades, resignadas y
hasta cínicas, se sabían presas permanentes del PRI, que llevaba ya muchos años
de lograr en el estado de Guerrero los ejemplos más espectaculares —una lúgubre espectacularidad hasta mundial—
de barbarie y corrupción caciquil, como lo fueron los gobiernos de Nogueda
Otero y de Rubén Figueroa (el padre). Éste superó incluso en la televisión internacional,
gracias a un documental francés titulado El
señor gobernador, al ugandés Idi Amín, como prototipo del tirano
antropófago del Tercer Mundo.
Ahora que reviso mis
crónicas, escritas precipitadamente sobre las rodillas para dictarlas de
inmediato por teléfono, o improvisadas directamente sobre la bocina telefónica,
encuentro un dato curioso que no recuerdo haber advertido en su momento: jamás
se habló públicamente en la
Montaña Roja de los guerrilleros (pero también, desde luego,
maestros) Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, quienes se volverían obsesión en los
mítines de la Costa Chica
y de Tierra Caliente. Tampoco asomaron las disputas entre los diversos grupos ultras de la Universidad Autónoma
de Guerrero.
En la Montaña Roja se
realizó una campaña moderada, cívica, casi escolar, totalmente popular y
enraizada en los problemas de la tierra, del agua, de las administraciones
municipales, del transporte, de los créditos y precios agrícolas; los elementos
comunistas se desvanecían ante viejas demandas básicas, a veces centenarias, de
la vida diaria de indígenas y campesinos.
Othón Salazar, ese
profesor duro y dulce, pausado y claridoso, se indignaba ante la ineficacia o
la mala fe de los cuadros comunistas o pesumistas de las ciudades y de las
poblaciones de la Costa
Chica y Tierra Caliente. O bien, encerrados en sus obsesiones
de ghettos ideológicos, se negaban a
atender al pueblo, de modo que en el momento de exhibir sus “masas” apenas si
lograban reunir unas docenas de curiosos indolentes en los mítines; o bien
despreciaban y hasta boicoteaban la opción política, democrática, del
socialismo mexicano, conservando en secreto sus obsesiones por la “violencia
revolucionaria”.
Así, cuando llegamos nada
menos que a Atoyac de Álvarez, la cuna de Lucio Cabañas, el preciso corazón de
la guerrilla de los años setenta, resultó que casi nadie quería escuchar al
candidato del PSUM. (Lo mismo le había ocurrido a Rosario Ibarra, candidata del
trotskista PRT, Partido Revolucionario de los Trabajadores). Anoté: “Poca, muy
poca gente esperaba a Martínez Verdugo en esta plaza. Tan poca gente que, al
presentarlo, Othón Salazar se sintió obligado a recordar aquella ocasión en
Sonora o en Sinaloa, en que Francisco I. Madero no pudo decir su discurso
porque nadie había concurrido al mitin”.
Se logró finalmente reunir,
con súplicas de última hora por altavoces, a un desairado grupo de casuales
transeúntes. Esa plaza con unos cuantos mangos frondosos había sido la tribuna
desde donde Lucio Cabañas arengaba al pueblo a mediados de los años sesenta.
Ahí ocurrió una matanza (siete muertos) el 18 de mayo de 1967, cuando
profesores y pueblerinos protestaban simplemente contra una directora
autoritaria de la escuela Modesto Alarcón. De tal matanza surgió la guerrilla.
El panorama de esta región
de la Costa Chica ,
y especialmente de Atoyac de Álvarez, era confuso, inverosímil: una especie de
pesadilla de la miseria y la represión entreveradas con el desarrollo y las
obras públicas, resultado de las extravagancias conjuntas de los guerrilleros Genaro Vázquez y Lucio Cabañas y
de los presidentes Echeverría y López Portillo.
La inmutable pobreza
campesina, en este caso de cafetaleros y copreros (la agroindustria de los
cocos), corrompida, desgajada, por una descomunal y precipitada inyección de
dinero gubernamental, invertida a tontas y a locas para recuperar el control de
la zona y borrar la memoria de los guerrilleros.
Carreteras recién
construidas, relucientes y desiertas, donde sólo transitaban vehículos del
ejército o de corporaciones oficiales como el Instituto Mexicano del Café; a su
vera, beneficiados por el súbito repreciamiento del terreno, horrendos
edificios públicos y particulares, a medio construir, que ostentaban un lujo y
una modernidad insultantes y falsas, de bisutería industrial, en medio de la
abrumadora desolación y la miseria campesinas.
Esto se observaba en la
propia plaza de Atoyac de Álvarez. Para borrar la memoria de los guerrilleros
recientes, se la había llenado de espantosas estatuas de... ¡guerrilleros
antiguos! Una placita con más estatuas que árboles: abotagados monigotes
estereotipados, de ésos producidos en serie para fastidiar las plazas y
jardines de todo el país: Hidalgo, Morelos, Guerrero, Juan Álvarez, Juárez, Zapata. ¡Todos juntos, al mayoreo, en
ofertón! ¿De veras todos estos héroes
antiguos no seguían predicando, a su manera, la teoría de la guerrilla? ¿Alguno
de ellos no fue guerrillero?
También predicaban el
horror de la escultura heroica mexicana:
monstruos o bestias de cemento o metal que liquidan de antemano cualquier
aspiración cívica, producidos en serie con moldes burdos, frente a los cuales
los peores momentos de la escultura política stalinista parecen egregias obras
de arte.
Había dinero para las
estatuas, las carreteras estratégicas
que necesitaba el ejército a fin de que no se le escondieran tan fácilmente los
guerrilleros; los edificios públicos y los servicios que requería la tropa y la
burocracia recientemente importadas, pero no para saldar las deudas del
gobierno (el cual “compraba” como filatrópico monopolista las cosechas, pero se
volvía moroso y usurero al pagarlas) con los campesinos cafetaleros y copreros,
a veces vencidas dos años atrás.
Describí: “El centro de
Atoyac es una especie de charco de dinero”. Cantinas, burdeles, restoranes, chocomilerías (los guerrerenses son
buenos para los neologismos: en Iguala comí una torta de iguana, una iguanaburger). Los poblanos los emulan:
en Acaxochitlán (¿o fue Huauchinango?) me estremeció la sonoridad aliterada del
nombre de una fonda: Burgervargas. No
me habría extrañado que algún viejo recitador de Barba Jacob, en Chilpancingo,
llamase Acuarimántima a su
marisquería.
“En las calles chuecas,
incómodas, sin trazo alguno, lomas con caños abiertos y azarosos y múltiples
boquetes, entre cerdos y perros, empiezan a levantarse los castillos de
varilla, las primeras líneas de tabicón y de ladrillos, las balaustradas y
celosías; las ventanas y puertas prefabricadas con sus metálicos marcos dorados
y plateados, el asbesto y la lámina”, a imitación de las nuevas zonas residenciales
del Distrito Federal. Manifestaban la prosperidad de los burócratas, militares
y caciques beneficiados con la inyección antiguerrillera de dinero
gubernamental.
“Cunden las vulcanizadoras
y los talleres mecánicos entre los jacales; en un patio de tierra, junto al
lavadero rústico, sobre cuatro palos torcidos se tiende el cobertizo para que
no se asolee la combi.”
“Claro que a unas cuadras
del centro se Atoyac de Álvarez acaba todo el progreso. Se achaparran y
desaparecen las construcciones, las obras de drenaje y agua potable, los
coches; las calles regresan a su eterna condición de brechas y senderos
retorcidos y sucios, hasta perderse rumbo a los palmares y campos cafetaleros.
Y más allá, no tan clandestinamente, los plantíos de mariguana”.
La vigilancia militar
acentuaba por todas partes este caos disfrazado de prosperidad: soldados con
boinas rojas, “muecas ácidas y burlonas por encima de sus rifles automáticos”.
El presidente municipal
priísta no estaba de acuerdo, desde luego, con mi descripción; ofrecía otras
explicaciones: el auge y el peligro del narcotráfico en la región. Esto desde
el 11 de diciembre de 1981.
*
Días más tarde pasamos por Ciudad Altamirano. Este pueblo campesino,
tradicionalmente dedicado al tejido de sombreros y al cultivo del ajonjolí,
había sido bombardeado tres veces por el progreso.
La primera: Se le robó su
ancestral nombre verdadero de Pungarabato; se lo despungarabateó (y quien lo
repungarabate será —buen beisbolista— un todo un pungarabateador; o a la
norteña: ¡Despungáralo, bato!), para asestarle el nombre del civilizador
ilustre, quien desde luego no nació ahí, sino en Tixtla, y que de cualquier
modo sonaba como ácida ironía en ese bárbaro
lodazal mercantil, esas innumerables bodegas —enormes jacales
amontonados— improvisadas al margen de toda higiene, orden o cualquier tipo de
servicios urbanos, en calles sin pavimientar, donde proliferaban el hambre, las
enfermedades y la mierda.
La segunda: Se lo
convirtió en un miserable pero gigantesco almacén donde se acumulaban los
productos agrícolas de la región; y se vendía a los campesinos, en proliferado
tianguis, infinidad de carísimas baratijas industriales, todo al son de
calientes cumbias remecidas por el zumbar de espesas nubes de moscas y
mosquitos. Infierno campesino y paraíso de caciques, funcionarios de Banrural y
Cordemex, acaparadores e “intermediarios”. Jacales y harapos sobresaltados por
tráilers y camiones de carga, coches de lujo, porte ostentoso y fatuo de
caciques, burócratas y pistoleros.
La tercera: El prepotente
puritanismo del vecino, limítrofe gobernador michoacano, Cuauhtémoc Cárdenas.
¡Cómo se le mentaba la madre en Guerrero, pero mil veces por minuto, a ese
oportunista y beato adlátere de
Echeverría y de López Portillo! El codicioso Cuauhtémoc, para crearse fama de
moralizador público, y como si no tuviera mejor cosa qué hacer con sus sobrados
ímpetus de redentor, se había permitido prohibir y expulsar terminantemente de
“su” estado, por decreto —a la manera de un convento o del propio Reino de los
Cielos—, la prostitución, el alcohol, el juego, los bares y salones de baile, y
toda “malvivencia” en general, ¡sólo para exportarlos, pero de un solo golpe y
a lo bruto, a la fronteriza ciudad guerrerense! Ciudad Altamirano se convirtió
en la concentrada y desbordada zona roja del neopuritano y neomustio estado de
Michoacán.
Con alivio escapamos de
esa Babilonia de Tierra Caliente. La maldije:
“Ciudad Altamirano es una
enorme ciudad de basura, lodo, barracas y trago, donde el poder y el dinero no
necesitan disimulo ni formulismos. Una sola calle pavimentada (la principal), y
a sus lados vastos campamentos de miseria, con casi una cantina por esquina y
en cada cantina un burdel, entristecidos por clientes y prostitutas igualmente
misérrimos y patibularios... Entre la basura y el polvo se levantan muchos
bancos, oficinas del gobierno, bodegas, centros comerciales y más tianguis...
esta especie de estómago e intestinos revueltos de Tierra Caliente”.
*
Volvimos a pueblear. La civilidad y la política encontraban poco eco en
las ciudades, y mucho entusiasmo en los pueblitos. Llegamos al muy pobre de
Acatempan, el del abrazo célebre, sólo recordado por un viejo y modestísimo
monumento de yeso, tricolor, que sobrevivía al margen del gobierno, gracias al
puro empeño de los vecinos, quienes solicitaron, en primer lugar, “un monumento
digno a Vicente Guerrero”; y sólo después el drenaje y una escuela secundaria
“para que los niños no tengan que bajar todos los días hasta Teloloapan”.
Acatempan —calles empedradas, casas viejas— todavía conservaba cierta estampa
de arcaico pueblito colonial fuera del tiempo.
Seco, árido y pedregoso
fue el sitio donde Iturbide y Guerrero decidieron (con escasa suerte, como se
sabe) apostarle a la política y no a la violencia, como manera de resolver los
problemas de México. No sé si desde entonces se le haya ocurrido al gobierno
mejorar el modestísimo monumento de yeso. Ojalá no. Ojalá no haya reproducido
ahí el bestiario escultórico de próceres con que tuvo a bien atiborrar la
belicosa plaza de Lucio Cabañas en Atoyac de Álvarez.
*
Quisiera omitir nuestro paso por Taxco, blanca mexican curios en forma de caracol. Yo no creo que Taxco exista: es
una charra tarjeta postal. Y cuando el turista se enfrenta a la fachada de
Santa Prisca se empalaga e indigesta al primer vistazo, y de inmediato vomita
merengue colonial. Pero ahí, impresionado por el movimiento sindicalista
católico de Polonia y la ascendente estrella del papa Juan Pablo II, Martínez
Verdugo trató de reconciliar el marxismo con la Iglesia Católica ,
echando mano de no sé qué cita de Engels sobre las catacumbas.
¿Tolerancia u oportunismo?
Un Engels procatólico en las orejas y una Santa Prisca aderezada con banderas
comunistas frente a los ojos, en mezcla novedosa y explosiva. Vaya guiso. Como
para correr de inmediato al WC. (Sospecho que no se debe culpar solamente a las
amibas, sino también a ciertas bacterias oratorias, de la epidemia de diarrea y
disentería que se abatió sobre buena parte de los periodistas de la campaña del
PSUM.)
Nostálgico del asfalto y
del smog, hinchado de ideología, escandalizado de la miseria y la brutalidad
del campo, harto de las diarias docenas de discursos redentoristas, con la
diarrea taponada con puñados de pastillas de Enterobioformo, trepé precipitadamente
al Machete I sin pensar en otra cosa
que en regresar por fin a la ciudad de México, ponerme una buena borrachera
—pero hasta el fondo— en una discotheque gay,
Le Baron; y lograr así un nirvana reparador, donde no se escuchara ni se
tuviera que meditar en otra cosa que en la música disco de Barry Manilow: Her
name was Lola,/ she was a showgirl,/
with yellow feathers in her head... She danced merengue, / and did the cha-cha.../ At he Cooopa,/ Copacabana, / the
hottest spot north of Havana;/ music and passion were always the fashion at the
Cooopa...”
Así fue, pocas
horas más tarde, en mitad de la madrugada. La primera etapa de la campaña del
PSUM había terminado.
A la memoria de Lola Álvarez Bravo
La segunda etapa de la campaña del PSUM, en enero de 1982, recorrió
Oaxaca, Chiapas, Tabasco, Quintana Roo y Yucatán. Lo primero que hicimos los
periodistas, ya experimentados en la ineficacia y la desorganización de ese
partido, fue denunciarlo a coro desde Magdalena Ocotlán, Oaxaca.
En aquellos años no había
faxes ni teléfonos celulares, de modo que los veinte o más periodistas debíamos
dictar nuestros reportajes o crónicas por teléfonos domésticos o de farmacias,
palabra por palabra, a algún exasperado mecanógrafo de la redacción de nuestros
periódicos.
Eso se llevaba al menos
veinte minutos por periodista. Y con demasiada frecuencia resultaba que no
había teléfonos públicos disponibles en los pueblitos por los que pasábamos
—acaso táctica priísta a veces, pero de cualquier manera previsible—; y que a
los organizadores del partido sólo a última hora se les ocurría conseguir dos o
tres líneas particulares, lo cual nos obligaba a hacer varias exasperantes
horas de cola frente a esos aparatos, después del cansancio del autobús, las
marchas, los mítines y la redacción del texto.
Naturalmente algunos
textos ya llegaban demasiado tarde a los periódicos, que los resumían y
enterraban en páginas interiores, o de plano los omitían. ¿Qué era eso de
empezar a dictar las notas a las diez u once de la noche?
“¿Para qué nos traen, si
no van a aprovecharnos?”, protestábamos. ¿Para qué tanto Machete I atiborrado de periodistas que sólo con muchas
dificultades podríamos enviar la información, y con todos los defectos y
problemas de una transmisión improvisada y precipitada? Nunca supe si tal
barbaridad se debió a la avaricia, a la holgazanería o a la dejadez de los
encargados. Parecían boicotear su propia campaña. Nos amotinamos frente al
propio candidato Martínez Verdugo.
Los dirigentes del PSUM
nos ofrecieron disculpas, pero su capacidad organizativa no alcanzaba siquiera
a reservar media docena de teléfonos en
las localidades que visitábamos. Les
interesaban la marcha o manifestación, el mitin, el show, los discursos larguísimos, los hurras y los aplausos, los
puños en alto, esa La Internacional
que nadie se sabía; pero no trámites tan sencillos como la facilidad teléfonica
para ocupar un espacio que la prensa les brindaba en abundancia, menos por
simpatías políticas que por la novedad del socialismo legal y de la Reforma Política.
Luego, tranquilamente les echaban la culpa al “PRI-gobierno” y a los burgueses
de que su campaña no recibiera mayor difusión. Me consta que la izquierda se ha
merecido algunos de sus fracasos.
A ello se añadía, tal vez
no tan involuntariamente, la impuntualidad y el desorden de los actos y
discursos. Nunca se realizaban los actos de acuerdo con los horarios
programados. Los periodistas, imposibilitados así para planear nuestras
actividades, bajábamos muy retardados del camión del PSUM; asistíamos a sus
actos, conversábamos con sus simpatizantes, y jamás nos quedaba tiempo para
confrontar con las autoridades municipales, los miembros de otros partidos o la
gente del común, los datos que oficialmente nos proporcionaba el partido o lo
que nos contaban sus militantes.
El Machete I era una especie de ghetto
motorizado. Jamás había tiempo, ni oportunidad, ni sitio donde los periodistas
trataran a gente ajena al PSUM. Más que cronista o reportero se volvía uno, en
tales condiciones, una especie de perico reproductor del discurso pesumista.
Por esas circunstancias, y a pesar de que protestáramos y lo aclarásemos en
nuestros artículos, faltábamos con frecuencia a la elemental norma periodística
de comprobar la información y buscar los puntos de vista diferentes.
De tal modo, supe pronto
que mi “crónica de la campaña” no sería tal, sino meros apuntes sesgados,
filtrados, dominados por el propio discurso del partido. Más propaganda que
crónica. De hecho, nunca los recopilé en libro; ahora, a 17 años de distancia,
recuerdo sumariamente esa campaña, y más las atmósferas que viví que las
denuncias que no pude comprobar.
En cuanto se terminaba un
acto había que transmitir la información y treparse al Machete I, rumbo a otro pueblo, con otros problemas. Tuvimos que
confiar demasiado en los informes oficiales del PSUM y en las conversaciones de
sus adeptos locales. ¿De veras siempre fueron fidedignos? Lo dudo. Apenas
intentábamos salvarnos, como un gesto de pudor profesional, con frases del tipo
de: “según dicen los lugareños”, “según denunciaron unos campesinos de tal pueblo
en el mitin”, “a partir de la información proporcionada por el PSUM”, “según
afirmaron tales o cuales líderes”, etcétera.
Desde luego, siempre
existía la coartada de que todo el mal del país residía en “el gobierno y los
ricos”, y de que “los pobres y oprimidos” poseían una identidad angélica que
los impulsaba a decir invariablemente la verdad.
Esta superstición, ya
grave en el Unomásuno y el Proceso de 1982 (y en varios reporteros
y colaboradores de otros diarios y revistas), se volvió calamidad rutinaria,
deliberada, en La Jornada perredista,
ahora que el PRD se ha convertido en un negociazo y en un incontinente atracón
a los fondos públicos. No sólo los intereses del gobierno y del capital, sino
también las maniobras de la izquierda política o del populismo venal pueden
contradecir la vocación periodística.
En cierto sentido no hubo
un “nuevo periodismo” en México a partir de la Reforma Política
de Jesús Reyes Heroles, sino una nueva (y pobre) propaganda. Tampoco un auge de
la crónica política, sino su decadencia. No aparecieron muchos Alejandro Gómez
Arias o José Alvarado; y sí demasiados charlatanes propagandísticos que, con el
pretexto de que ya se valía la expresión coloquial al “ahí se va” en la prensa,
echaban expeditamente un pujido y su maquinazo, antes de acudir al papel
higiénico. ¿O era ese papel usado lo que hacían imprimir?
En otras épocas también
los izquierdistas estaban obligados a escribir con alguna corrección: por
ejemplo, el periodismo de José Revueltas. Los mayores gurús de la nueva ola de
periodistas, Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis, ya habían consolidado su
estilo y escrito algunos de sus mejores textos desde los años sesenta.
Es triste admitirlo, pero
la prensa izquierdista de los años ochenta ya pecaba, aunque no en la medida de
la actual, de denuncias e informes no comprobados, que automáticamente
otorgaban en todo credibilidad a “los buenos”, por ser o parecer débiles. Esto
banalizó el acto mismo de las denuncias. Muchos lobos se disfrazaron de ovejas
para ser creídos, y se les creyó (v. gr.
dirigentes de “colonos”, o sea invasores de terrenos, o de vendedores
ambulantes, que resultaron verdaderos gángsters).
Y muchos pobres y
oprimidos han exagerado sus cargos, para causar mayor efecto y llamar la
atención (y de paso, para conseguirles sueldazo y presupuesto abundante a sus
líderes). La prensa populista se ha vuelto sospechosa, desconfiable, y con
frecuencia se dirige, como en La Jornada , más a
fanáticos semialfabetas que a lectores racionales.
Buena parte de sus
neo-articulistas y neo-cronistas son llanamente los propios políticos del PRD,
quienes simplemente defienden o atrapan, con las armas de “la libertad de
expresión” y “el periodismo democrático”, su tajadota del erario público.
Hay muchos asegunes y categorías
en la eterna frase “Prensa Vendida”. El comercio periodístico domina toda la
geometría, y también existen las ventas por la izquierda.
EL MUSEO DEL DESPOJO
Pero algo se podía ver, más allá de la propaganda y de los mítines y
pancartas reiterados. Recuerdo un museo insólito. Soñé escribir sobre él un
relato a la manera de La invención de
Morel, de Bioy Casares. Aún no se sospechaba el Internet, pero ya existía,
en el paupérrimo pueblo (producía artesanías de barro y de palma) de Teotongo,
en la Alta Mixteca ,
un museo informático casi virtual, una página rural de Internet en la cual
navegar y perderse. Una existencia “mediática”, aunque sólo se tratara de
medios impresos.
La propia comunidad
sostenía ese museo mediático en una pequeña casa humilde de adobe y teja, de un
solo cuarto. Resultaba que desde un decreto virreinal de 1719 Teotongo había
sido formalmente dotado de tierras comunales, pero que en 1940 una disposición
gubernamental las cedió al pueblo vecino, su rival y su enemigo, Tamazulapa.
De entonces a 1982, los
campesinos de Teotongo habían visitado todas las oficinas gubernamentales del
país; se habían entrevistado con todos los políticos; habían firmado todo tipo
de peticiones; habían realizado cualquier cantidad de trámites, contratrámites,
protestas y marchas, y nada: dos resoluciones presidenciales en favor, otra
vez, de Tamazulapa, contra las que apelaron.
Sus legajos, nunca
estudiados, se empolvaban y se trasladaban con todo y polvo de oficina en
oficina, hasta ir a parar extrañamente a ciertos abandonados plúteos (“¡Dije
plúteos!”: Salvador Novo) de ¡Tuxtla Gutiérrez, en Chiapas! Me vino también a
la memoria la lastimera y varias veces centenaria letanía de súplicas de
campesinos en La feria, de Juan José
Arreola.
En ese cuarto hicieron el
museo vivo de su despojo, su archivo mural. Pegados a los muros, saturándolos,
se exponían recortes amarillentos de periódicos y revistas de 42 años:
denuncias, declaraciones, entrevistas, noticias, cartas a las redacciones,
mapas, fotos, fotocopias de documentos, cartas abiertas, nuevas denuncias. Ahí
estaba toda su injusticia, su ira, su corazón. Ese museo o casa-libro, o
estelas indígenas en papel y tipografía, o una mastaba egipcia desbordande de
escenas y jeroglifos, eran su verdadera historia; la realidad, una ficción
atroz. Frente a tal casa se realizaban los actos públicos más importantes del
pueblo.
Y el visitante podía leer
en grandes letras, en mantas y en rótulos, citas tremendamente belicosas de
Benito Juárez (“Benito Pablo Juárez”,
señala la Enciclopedia Británica ,
aunque se gaste más saliva) contra los franceses... ¡que la gente de Teotongo
aplicaba aguerridamente a sus propios enemigos invasores: los vecinos-parientes
de Tamazulapa!
NUESTRA SEÑORA DE LOS GLOBITOS
Magdalena Ocotlán (unos mil habitantes) mostraba la armonía de sus muros
de adobe, techos de teja, cercas y bardas de nopales, órganos y carrizo. Por las calles, todas sin pavimentar, de una
tierra finísima, caía un polvo brillante de resolana; pasaban bandas de chivos arreadas
por pandillas de chicos prietos y ruidosos.
La gente con sus sombreros
maltratados y viejos, los rebozos negros, la ropa raída y las piernas y los
pies llenos del polvo total y permanente. En el panorama árido, los gestos
dolidos de las mujeres armonizaban en silencio con los pedregales, los cerros
pelones, el zacate requemado, los restos de la milpa en surcos resecos y
pedregosos: se parecían a los velorios de Rodríguez Lozano.
En Magdalena Ocotlán no
había palacio municipal, y el sitio del poder político era una especie de
corredor con tejas junto la cancha de básket de la escuela primaria. Boicoteado
por las autoridades federales y estatales, el municipio socialista —ganado con
muchos empujones, en segunda instancia— recurría a “los usos y costumbres”
indígenas para empezar a construirlo, mediante el tequio, o trabajo comunal obligatorio.
Los curas habían corrido
con mejor suerte, y mientras se hablaba de la carestía de la gasolina y el
transporte, de la fatalidad de los muchachos de emigrar en busca de empleo; de
la granja avícola comunal, a la que pronto le apareció un prepotente
propietario individual; de los nueve pozos construidos por la Secretaría de Recursos
Hidráulicos, de los cuales jamás llegó a funcionar ninguno, avizoré una iglesita
pintoresca.
Vieja, desmantelada, en
plena ruina. Una torre rota; en el patio, colgaba de un palo la verdusca
campana de bronce totalmente rajada, y ya sin badajo (se la hacía repicar a
madrazos, con cualquier fierro). En un temblor se había caído todo el remate de
la torre, y como no hubo modo de subirlo y repararlo, se le instituyó en
monumento o capilla sorprendente, a mitad del atrio.
El interior era
menesteroso. Fragmentos de retablos dorados, restos de una decoración mayor, o
misteriosa importación de maltrechos retazos de otro templo. Algo de borrosa
decoración mural. Muros llanos de los que alguna vez colgaron óleos o contra
los que se apoyaron estatuas: quedaban algunas huellas como lampos.
Esta iglesia no tenía
cura. La atendía una enjuta señora enrebozada, agria y arisca (salida de un
velorio de Manuel Rodríguez Lozano), quien había encontrado en su tierra seca
un sustituto de las flores: unos globos. El altar estaba adornando con un
“adorno global”, como puesto de feria. Globitos azules y blancos: los colores
de la Virgen. Con
aspecto de globero, aparecía una nueva advocación mariana: Nuestra Señora de
los Globitos.
Me intrigó la historia de
este templo ruinoso; busqué en sus muros una fecha, 1835, cuando se terminó de
pintar; encontré las de 1870 y 1880, de un temblor y una reconstrucción.
Un beato con machetón
suspendió mi visita y me arrojó de la iglesia. Seguramente el sector clerical
del pueblo opinaba que el fin del
socialismo, actuara dentro de la ley o en contra de ella, consistía en robarse
los globos y el santito mocho, de yeso, de su retablo.
El hombre paupérrimo,
desaliñado, delirante y furioso me gritaba cosas en mixteco, agitando en la
mano un gran machete. Salí por piernas con mi libreta de taquigrafía, y la
enrebozada mujer colérica, temblando, me gritó en castellano:
—Sí, anote todo: viene
usted a robar...
¡YMCA NUESTRO, QUE ESTÁS EN LOS CIELOS!
Desde los primeros tiempos de la conquista, los dominicos se metieron a la Mixteca , adonde otros
misioneros no se atrevían; y como muestra de su empuje, de su fuerza y de su
brutalidad, quedaba el famosísimo templo-convento de Santo Domingo. La
grandiosidad y la rudeza, la elegancia y la brutalidad configuraban el panorama
de Oaxaca, ciertamente una de las ciudades más hermosas e impresionantes de la República.
Esos templos exagerados,
mitad fortaleza y mitad adoratorio, como los santos de óleos virreinales que
dirigían al cielo la turbia y quejumbrosa mirada mística sin dejar de empuñar
la sanguinaria espada. Templos duros, de muros cerrados y gruesos, y de
sublimes enloquecimientos estatuarios y arquitectónicos.
La insolencia del poder,
más que corrientes artísticas o rezadurías teológicas, determinó cada cúpula y
cada torre que destacaban en esa ciudad de uno o dos pisos, todavía muy
porfiriana en su zona céntrica: casas de fines del siglo XIX (o que las
rememoraban), con sus altas y estrechas ventanas verticales, protegidas por
balcones y enrejados de hierro; sus portones de dos hojas, tras los que se
insinuaban el patio con pozo, los umbrosos pórticos con macetas y alguna enredadera.
Un dominio novohispano que
no admitió límites, que triunfó palmariamente, que impuso su triunfo
construyendo joyas afiligranadas pero del tamaño de montañas, como la
iglesia-convento de Santo Domingo que, pese a las reformas y a las
revoluciones, sigue todavía marcando la cultura del poder; la diferencia de
razas, la supremacía del blanco (así el “blanco” priísta de hoy fuese un
mestizo, o incluso un indígena de origen, como Juárez) sobre los indios.
Que otros se extasíen con
los derroches religiosos novohispanos. A mí me dan grima. Me parecen
insultantes. Ojalá la
Nueva España hubiese proliferado menos templos de oro, e
invertido esa riqueza en ingeniería civil: caminos, puentes, norias, molinos,
graneros; en escuelas, talleres, hospitales. Esto también existió, pero con
escasez. Me conmueven más los empeños de un Enrico Martínez y de un Sigüenza y
Góngora para evitar las inundaciones capitalinas, que los delirios de los
templos novohispanos, los cuales habrían resultado escándalos de derroche aun en
las ciudades más prósperas de Europa. Hay que agradecerle más a España la
introducción del arado, de los burros y mulitas, de las gallinas, del trigo,
que las alucinaciones de Churriguera.
Esta posición no es
meramente jacobina. En la propia Nueva España surgieron, desde los tiempos de
Motolinía hasta los de Abad y Queipo, quejas contra las extravagancias del lujo
religioso en mitad de la miseria, la cual lo mismo escandalizaba en el siglo
XVI que a principios del XIX. Pienso otro tanto, por lo demás, de los lujos
porfirianos y de las obras faraónicas, de mayor lucimiento político que
necesidad pública, del PRI. Edmund Wilson señaló alguna vez que la invención
norteamericana del water closet
equivalía a un Versalles; lo supera, digo yo.
Ver esos templos y sentir
lo catastróficamente abrumadores que debieron haber resultado, que resultaban
todavía para los indios que los visitaban: pesados, inexpugnables, excesivos,
llenos de oro, bellísimos, talentosísimamente construidos, como la cruel
presencia divina.
De modo que uno alzaba la
cabeza al techo de la nave, las bóvedas y las cúpulas, y encontraba ahí el
fuego y el oro, sublimados por el enloquecimiento geométrico, conformando todas
las terribles, infinitas, tiránicas cámaras del paraíso como lujoso resort de los dominicos.
Santo Domingo: un paraíso
de cascos militares y mitras episcopales. A excepción de las pinturas recientes
de la Virgen
(de nuestro siglo), que copiaban pésimamente las ya algo bobas de Murillo, uno
descubría en las decoraciones de Santo Domingo la exaltación de la exclusividad
masculina, un bar gay a lo divino.
Los capitanes, los
frailes, los obispos y los papas, todos rejuvenecidos, prácticamente efebos. Y
tan torneada y agraciadamente esculpidos sus rostros (a veces también sus cuerpos),
que más que decoración eclesiástica —el techo del coro, por ejemplo, llamado el
Árbol de los Guzmanes— parecía, en su abundancia real de ninfetos, una erótica
alberca dorada del YMCA (Young Men Christian Association: famosa durante buena
parte del siglo por sus albercas exclusivas para varones jóvenes). O la alta
hora nocturna de un bar gay donde
todos los santos efebos lucieran oriflamas de neón, en la corriente cósmica de
los efectos de discotheque. El cetro, la cruz, el cayado pastoral y la espada
triunfadora, encontraban su exaltación fija y eterna.
Más que templo a Dios o a la Virgen era un templo
absoluto al poder de la Orden
de Predicadores, la del Santo Oficio. Cristo y María se perdían, minúsculos e
insignificantes, entre el interminable y brillante proliferar de los gloriosos
dominicos, cacicones militares y eclesiásticos en esa zona, Antequera, de la Nueva España , quienes
no dejaban espacio que no consagrara ni reforzara su poder sobre los
indios.
Ellos eran el “¡Goza, goza
el color, la luz, el oro!” (que diría Góngora); y los indios, en cambio, venían
a postrarse pasmados en mitad de este incendio arquitectónico, a convencerse
una vez más de que el poder de los blancos no sólo resultaba absoluto y divino,
permanente y brutal, sino también concentrado, inamovible y bellísimo, como las
filigranas de oro del tamaño de una montaña. ¡Ah, que en las mayores iglesias
coloniales, el Dios del Sermón de la
Montaña fue precisamente, como Midas, el dios del oro!
Recordé a Brecht: “¿En cuál de los palacios de la dorada Lima vivían los
albañiles que los construyeron?” En los cielos de oro de Santo Domingo,
saturados de dominicos, ¿donde quedaba el paraíso de los indios que lo
edificaron?
Pero en las capillas
laterales había algunas consolaciones, recientes, para los pobres actuales que
no venían a adorar a pontífices medievales, ni a obispos y capitanes ya
anónimos de la familia de Santo Domingo de Guzmán —los Rockefeller de otras
edades—, sino a San Martín de Porres, esa coartada izquierdista y Black Power de los dominicos; a las
llagas y contorsiones del Crucificado (pobrecito, siempre más jodido y llagado
que cualquier indio, siempre como salido de una cámara clandestina de torturas
policiacas o paramilitares).
Olvidaban el oro de los
Guzmanes, y veneraban las corrientonas estampas marianas posteriores. Venían a
adorar a las Santas Vírgenes preñadas o recién paridas. Todo ese culto a la
maternidad desamparada, encarnada en la explosión demográfica de los angelitos
nalgones (casi cupidos o puttoni) como
nenes de meses. Lindos y en pañales y a punto de volar de los brazos de las
Vírgenes a los de las arrodilladas indias devotas, algo churriguerescas a su
maternal y menesteroso modo, llenas de hijitos prietos y mocosos que les
jalaban las faldas, el rebozo, los cabellos, los pies, como una proliferada
imagen de angelitos indios en torno a una Inmaculada. Y a punto éstos, a su
vez, de volar a los brazos blanquísimos, “más blancos que el cristal luciente”,
de esa otra Madre Soltera (aunque regularizada) que viene a ser la Virgen María.
Hay que señalar otra razón
en la adoración mexicana de los angelitos bebés: hasta hace medio siglo, solía
morírseles a muy tremprana edad la mitad de sus muchos hijos a las mujeres
pobres y no tan pobres; los cementerios y los corazones de las madres estaban
llenos de “angelitos”, niños muertos. Revoloteaban en su ánimo, como alrededor
de Nuestra Señora de los Ángeles.
Y otra vez, para los
humillados: Un Jesucristo mutilado, enfermo, amoratado, coronado de espinas,
alanceado, gimiente, indio él mismo, torturado y vencido más que cualquier
indio; ahí en su cadáver sanguinolento y roto, entre el impetuoso incendio de
poder y de joyas monumentales de los dominicos triunfantes.
Me puse lírico en Santo
Domingo, después de apechugar una opaca, elíptica y formulista entrevista
colectiva —que conseguimos a escondidas del PSUM— con el gobernador del Estado,
Vázquez Colmenares, quien afirmó entonces no conocer “ni un caso” de caciquismo
en su Oaxaca:
—Considero yo que ese
caciquismo... no tenemos la suficiente información ni los instrumentos para
localizar a los caciques; el caciquismo es un fenómeno que existe en el estado,
indiscutiblemente, aunque no podemos conocer un caso en este momento
determinado...
Bueno, de eso se trataba el
gobierno del PRI: de jamás contar con esa “información suficiente” ni con esos
“instrumentos” para detectar a los caciques ni las demás formas de extorsión y
explotación de los indios. Otros dominicos, otros Guzmanes.
Ese día todos los
periodistas del Machete I nos
olvidamos del PSUM y vapuleamos, en pleno jolgorio, el cantinflismo del
gobernador Vázquez Colmenares.
Mi amiga Lola Álvarez
Bravo (una de los mayores fotógrafos del siglo) aún vívía, con buena salud y
trabajando mucho, en la época de mi viaje a Oaxaca. Quiero recordarla ahora,
porque era una enamorada de todo lo oaxaqueño, y me había prevenido: “Fíjate en
eso, pon atención en aquello, no te vayas a perder tal cosa; luego me cuentas”.
Escribí esas crónicas un poco para platicar con ella a través del periódico.
Reconstruyo ésta en homenje a su memoria.
Aunque nadie como la
propia Lola para hablar de la
Oaxaca que conoció desde los años veinte. La extasiaban la
naturaleza y las artes populares oaxaqueñas, tanto como la aterraban la
miseria, la violencia y las epidemias.
Me contó lo siguiente
—ella platicaba, whisky en mano, en la mejor prosa, amena y bien dibujada, casi
instantáneamente lista para la imprenta—, que transcribí para su libro Recuento fotográfico, Editorial
Penélope, 1982:
“Desde las orillas de
Oaxaca, donde hacen la fiesta del lunes del cerro, se veían unos atardeceres
preciosos, con la ciudad rosa o verde, un verde jade muy suave; y pesada,
chaparra la ciudad, con un ambiente y una temperatura extraordinariamente
agradables. Y la naturaleza la volvía tierra de promisión, con una abundancia
enorme de frutos y de flores; llovía rotundamente, pero para todos lados al
mismo tiempo: el agua venía del norte, del sur, del este, del oeste; arriba,
con el aire, se arremolinaba y llovía al mismo tiempo en todas direcciones, con
un movimiento rotativo que no he vuelto a ver en ningún otro lado, entre
tormentas y rayos extraordinarios. Como las calles están en declive, a la media
hora de los tormentones la ciudad ya se había lavado, el agua se había
escurrido y bajado hacia las afueras, y Oaxaca quedaba brillante, con una
atmósfera muy limpia, como si la hubieran lavado con escobeta. Y ya uno podía
irse feliz a sentarse al zócalo a oír la música”.
Pero también contaba:
“En Oaxaca empecé a tratar
a la gente verdaderamente popular, de una dulzura encantadora, pero que a la
mala es brava a morir. Una vez, en la fiesta del tule, por poco me regresan
desmayada, porque en mitad de la vendimia y de las borracheras espantosas, de
repente yo ya lo único que veía eran machetazos por todos lados, escurrir de
sangre y tajadas de cuajo. Los oaxaqueños son terribles en pleito: como todos
se sienten en la obligación de ser Juárez... A la entrada de Oaxaca hay una
estatua muy fea dizque de Juárez, con la mano estirada y el dedo de punta; y yo
les preguntaba a las primeras personas que conocimos allá: ‘Bueno, ¿y ese
Juárez qué está señalando?’. Me contestaban: ‘Dice: Ya entraste. Ya no saldrás. Ya te fregaste’; y yo ya no volteaba a
ver a ese Juárez porque no quería quedarme ahí para siempre...”
Tampoco yo quise mirar esa
estatua de don Benito Pablo.
Ay, Tehuana: flor de VIEJO billete de diez
pesos
Los renacentistas y los ilustrados se desesperaban ante las ruinas
romanas. ¿Eso era todo lo que quedaba de la gran Roma? Ahora dirían frente a
Tehuantepec (y no se les eche la culpa entera a a Moritz ni a Quevedo):
—Buscas a Tehuantepec en
Tehuantepec, viajero, y en Tehuantepec mismo a Tehuantepec no encuentras; murió
lo que era vernáculo y esencial y solamente la fatal miseria permanece y dura.
En la carretera que venía
de Oaxaca, de pronto cambiaba el uniforme panorama de cerros secos y casi
pelones bajo un sol que quemaba por rutina y sin sentido, que nomás quemaba por
chingar. Empezaron a aparecer riachuelos y pequeños grupos de palmeras. Un poco
más adelante, cruzando un espantoso puente de fierro —la pura estructura
oxidada y herrumbrosa de vigas, alambres y tornillos—, se llegaba a
Tehuantepec.
Se dice que aquí, en 1921,
cuando lo visitó como parte de la comitiva del Secretario de Educación Pública,
José Vasconcelos, en gira por el Sur, Diego Rivera marcó el rumbo de la
vertiente digamos idílica (como existen la épica y la sarcástica) de la
plástica nacional en la primera mitad del siglo: la Escuela Mexicana
de Pintura.
Y que en estos parajes
descubrió el colorido, la desnudez y la frescura de los “indios” de Gauguin; y
pintó esos lindos indígenas tropicales en bailes y baños de río —todos ellos
pura vegetación, indios florales—, como si se tratara de los propios Mares del
Sur, para arrojárselos en un lance de dados a Picasso, a Bracque y a Matisse.
Siqueiros, en uno de sus arrebatos, casi o sin el casi acusó a Rivera de
contrarrevolucionario y de plagiar a Gauguin, al celebrar la belleza natural,
indígena o mítica de nuestros trópicos. ¿El Istmo de Gogantepec?
Ahora, 9 de enero de 1982,
advertimos que sesenta años es mucho tiempo, desde luego; y el viajero no
encontró sino una sucia ciudad tropical parecida a Cuautla o a Jojutla, a los
barrios feos de Acapulco, y de hecho a los barrios feos de cualquier ciudad de
México.
La provincia mexicana
desapareció hace décadas —si alguna vez existió como idilio fuera del tiempo—,
y sólo se encontraba, pueblo tras pueblo, pero principalmente en lugares como
éste, adonde el viajero llegó queriendo visitar las célebres esencias y
tradiciones, la gran imposición del urbanismo moderno, que forzadamente quería
aparecer en todas partes y sólo en muy escasas zonas residenciales alcanzaba a
prosperar.
Tehuantepec no quiso o no
pudo seguir sosteniendo su bella estampa del paraíso vernáculo y colorido de
las leyendas, el Tahití mexicano: quería, y no podía, alcanzar el bienestar
moderno de, digamos, una unidad habitacional capitalina; el cemento, la
varilla, la loseta, el agua entubada, el drenaje, las antenas de televisión, el
tabique, el plástico, los alimentos industriales, las normas higiénicas, las
chanclas de hule, el coche y la motocicleta, los tenis y los discos, las calles
pavimentadas, las vasijas de plástico de los topergüer, los tanques de gas.
Tehuantepec no mostraba la
identidad que lo hizo famoso (con cierta ayuda de Agustín Lara y de la bella
tehuana que lució en los billetes de diez pesos casi medio siglo, desde los
años treinta), sino la identidad que le faltaba. Le faltaba ser Lindavista,
como a todos los pueblos y colonias del país. Se ponía a competir con
Lindavista, o de perdida con Narvarte; utilizaba los elementos de construcción
del modernismo industrial, tuvieran o no que ver con su clima, y se dedicaba a
construir pequeños y pesados neo-jacales con tabicón, asbesto y loseta,
siguiendo el modelo de la casa urbana, la cual por supuesto no diseñaba ningún
espacio para los cochinos, la gallina clueca, los perros y los niños encuerados
del vecindario.
Decidió transportarse en
automóviles, aunque por sus calles, retorcidas y estrechas, no pudieran caber,
y muchas de ellas en cualquier hora resultaran tan difíciles de transitar como
el periférico en horas tope.
A la forma comunal de
habitación indígena, a las casas abiertas de amplias familias en comunidad,
sucedieron las pequeñas casas individuales, divididas y limitadas entre sí, y
enfiladas en las calles. Pero esta gente carecía del temperamento para vivir encerrada cada
familia en su celda, como en las unidades habitacionales del Distrito Federal.
Por el contrario, todas las casas dejaban sus puertas abiertas, y las calles se
convertían en grandes patios con niños, perros y marranos, charcos y gallinas,
y todas las mujeres se asomaban a las ventanas, suspicaces y medio díscolas,
cuando un intruso las recorría.
¿Quién podía resistir la
modernización industrial, defenderse o escapar? La promovían el gobierno, las
empresas, los productos, los medios de comunicación. El bienestar industrial
sonreía indiscriminadamente para todos, y más para aquellos a quienes excluía,
desde los carnosos labios del anuncio de la güerita que mordía una rebanada de
pan Sunbeam. (Andy Warhol sustituiría en nuestros templos todas las caras de
angelitos, por la reiteración infinita de la nena golosa de Sunbeam, llevándose
a la boca su eucaristía industrializada). Y cualquier otro modo de vida se
volvía imposible. Entraban por millones las cervezas Tecate, y luego, ¿cómo
deshacerse de los botes? Se amontonaban sobre la arena fina a la orilla del
río, y formaban un muladar de incesantes resplandores metálicos.
Había que subir agua
potable por calles que eran cerro y partes de cerro que eran calles, entre
montaraces y urbanas, a través de tuberías descubiertas (a ratos francas
mangueras de plástico): ahí iba el largo tubo suelto, y sobre él tropezaban los
vehículos y frecuentemente lo rompían.
Los tehuanos habían
inventado un curioso sistema de transporte para sus calles curvas, empinadas,
estrechas y sinuosas: unos “motocarros”, o sea una especie de camiones de
redilas, pero casi en miniatura, tirados por una motocicleta, en no tan vaga
semejanza con los carros y cuadrigas romanos. (Digo cuadrigas suponiendo que
las motos tengan, como en Ben Hur,
cuatro “caballos de fuerza”.)
Las tehuanas de largos y
amplios vestidos ligeros se trepaban al remolque de redilas, y viajaban de pie,
a la Ben Hur , dignas como matronas romanas, el vestido
ondeando y resaltando sus gruesas piernas y sus senos inverosímiles (“Tetas
vastas como frutos del más pródigo papayo”, etcétera: Díaz Mirón), mientras el
gañán —auriga— del manubrio trepaba a toda velocidad y evitaba como podía,
cuando podía, chocar con otros motocarros, atropellar cerdos, gallinas y niños,
o tropezar con las tuberías o mangueras descubiertas. ¿Realismo mágico?
¿Miserabilismo folklórico?
Muchas mujeres seguían
usando los largos vestidos tehuanos y sus abultadas blusas llenas de flores y
de colores muy vivos, pero ya no se trataba de las pesadas y pudorosas telas
bordadas de antes, sino de rasos y muselinas untuosos y estampados, como las
más volátiles banderas.
Se habían pavimentado
algunas calles, pero se quedaron sin mantenimiento durante décadas y, cundidas
de baches, resultaban a veces peores que las brechas antiguas. Se acumulaba una
tierra fina, arenosa, que no se aplacaba, y cuando de repente soplaba uno de
esos vientos zapotecos del Istmo, quedaban banalizadas las tolvaneras
capitalinas de Ciudad Nezahualcóyotl e Iztacalco: ahora conformaban verdaderas
paletadas de tierra en la cara (casi como las que describen Bioy Casares y
Silvina Ocampo en Los que aman, odian).
Claro que los lugareños ya
sabían y se volteaban y protegían por instinto, de modo que sólo el reportero
despistado se quedaba tosiendo y escupiendo tierra. Y de repente salté del
motocarro, aterrado, con una agilidad que jamás me habría sospechado (o
simplemente fui expelido), pues por estar cuidando que, cegado por la
polvareda, el zapoteco auriga no chocase contra otros motocarros cargados de
ondulantes amazonas tehuanas, no advertí un taxi formal, en sentido contrario,
que se nos dejaba venir como todo un destroyer,
sin emitir siquiera un claxonazo. El motocarro casi se trepó a un muro y yo
anduve rengueando dos o tres días.
Todavía había casas
viejas, de adobe y teja, pero eran muchísimas más las que se levantaban con
materiales de construcción recientes y siguiendo de cerca y ciegamente la idea
moderna y urbana de lo que “debe ser” una casa, de modo que cada vez sumaban
más los trechos de las calles de Tehuantepec que resultaban idénticos a Ciudad
Nezahualcóyotl, a la que imitaban casi lastimeramente.
En todos lados se veían
casas a medio construir, en parte porque, efectivamente, se habían quedado a
medias, con puntas de varillas que emergían de cada ángulo del techo,
protegiéndose con botellas de los rayos. Los muros sin encalar: las filas de
tabicones y ladrillos al descubierto. El piso de cemento burdo. Las ventanas y
puertas con la herrería sin pintar y hasta con las manchas y huellas de
soldadura y del empotrado en los muros.
En parte porque la casa,
como encarnación máxima del bienestar urbano, no podía nunca terminar de
construirse —era una Scherezada de la albañilería—, y en consecuencia siempre
se estaba esperando levantar otro cuartito, alzar otro piso, extender esto,
aumentar aquello, cambiar esta ventana tan simplona por un balconcito de los
que dicen “provenzales”.
Pero también, se me ocurrió,
porque costaba tanto trabajo y tanto dinero llegar siquiera a los primeros
tabiques, a los primeros tubos, a los primeros postes, a los primeros cables, a
los primeros herrajes del bienestar, que estos elementos de la construcción
moderna se volvían bonitos en sí mismos.
¿Para qué ocultar con
pinche yeso estos tabiques, estas tuberías tan caras? ¡Mejor que se vieran
desnudos, para presumir que eran nuevecitos, y no cascajo! ¡Hasta ganas daban
de exhibir las facturas en las ventanas! Nada de recubrirlos ni de pintarlos.
Que se quedaran así, en gloriosa exhibición. Y que la ciudad entera constatara
que esta casa no había sido construida como casa de indios, sino a la moderna,
casa de blancos, con puertas metálicas de garage aunque por ahí no entraran muchos
carros, y persistieran las carretas, los burros y las mulitas.
Así como en ciertas
residencias “artísticas” de la capital se dejaba al descubierto las maderas
finas, la cantera, la piedra volcánica, el ladrillo perfecto, el tezontle, como
elementos decorativos, estas tehuanas casas pobretonas dejaban al descubierto
sus blocks, sus tabiques, sus varillas, sus cables, sus tuberías, sus herrajes,
sus láminas de metal o de asbesto.
El edificio del mercado no
recordaba a Gauguin ni a las clásicas imágenes de la Escuela Mexicana
de Pintura. Era un mercado moderno, feo, tiznado, sin pintar, insalubre,
apestoso: una bodega de cemento y lámina. Pero, como en otros tiempos, se
acumulaban ahí vistosas pirámides de frutos muy variados, con los más vivos y
frescos colores. ¡Viva Gogantepec!
—¡Preparan otro bodegón de
Olga Costa para la mesa 5! —exclamaría un guía de turistas.
Y que los ojos supieran
prescindir de las narices, porque el cuerno tropical de la abundancia de frutos
se exponía sobre un drenaje azolvado desde hacía años. Las doradas piñas
escurrían sus mieles entre toda una compilación exhaustiva de los olores del
desagüe. No faltaba ningún hedor.
Cada coladera era un
borbotante charco de inmundicias. Por lo demás, si hubiese traído cámara para
fotografiar a color las pirámides de fruta, habría tenido que auxiliarme, a
manera de flash, de un buen bote de
insecticida para espantar unos instantes los enjambres de moscas y mosquitos.
Las gordas tehuanas
estaban reconciliadas con ellos. Se abanicaban indolentemente por no dejar, y
sólo cuando aparecía un turista se dedicaban a arrojar, a abanicazos e insultos
en zapoteco, a todas sus propias moscas y mosquitos hacia los puestos de las
vecinas. Pirámides de frutas del paraíso bajo pirámides sonorísimas de
mosquitos y moscas.
Diego Rivera, Olga Costa y
demás pintores de exuberancias mexicanas omitieron, censuraron, en sus cuadros
a los insectos. En cambio Lola Álvarez Bravo, quien fotografió, en blanco y
negro, la magia oaxaqueña de Yalalag y algunas suculencias istmeñas, no olvidó
al horrible niño ciego por oncocercosis. Decía:
“Lo que más me aterraba,
lo que me hacía querer correr de Oaxaca eran los enfermos de oncocercosis, que
había mucho. Es un mosco que les picaba en el ojo sobre todo a los campesinos y
a la gente muy pobre de los pueblos cercanos, y entonces les va saliendo una
como nube que se vuelve algo gelatinoso, como si tuvieran un ostión en el ojo;
medio podrido medio viviente; medio que escurre medio seco; y se les van
secando los ojos...”
¿Molestaban en Oaxaca los
moscos a las estatuas de don Benito Pablo?
¿Se atrevían? Desde luego, atestaban
el mercado de Tehuantepec y las marchantas sólo pretendían molestarse cuando aparecía
algún fuereño. Sus ejemplares de la revista Kalimán
admitían también ese uso, de matamoscas y abanicos tipográficos o de
ahuyentadores de bichos, cuando se acercaba un turista quisquilloso. Las
tehuanas entonces blandían sus kalimanes, súbitamente iracundas, contra la
densidad de los zumbidos. Pero ni a kalimanazos (“Serenidad y paciencia; sobre
todo mucha paciencia”) se podía contra moscas y mosquitos. (“¡Finalmente has
sido derrotado, Kalimán!”)
Por ahí leí (supongamos,
es un decir, en Petronio) que había en Roma un dios benéfico que jamás imaginó
otra cultura: Muscarius, “el dios que
alejaba las moscas de los altares”. Ciertamente no está en la teogonía
zapoteca... ni en los libros istmeños, algo zumbones, de Andrés Henestrosa. No
recuerdo que Novo se ocupara mucho de Oaxaca, a pesar de su ensayo “Sobre el
placer infinito de matar muchas moscas”.
Las marchantas vendían en
bolsas de plástico pétalos de flores, violetas o rojos. Y algún tirano
municipal las obligó a proteger, también en bolsas de plástico, los mangos
pelados y rociados de chile piquín, los elotes hervidos y enmayonesados, y
demás comestibles y fritangas innumerables.
A un lado, frente a
cubetas rebosantes de acamayas y camarones, esplendía en toda su grandeza una
peluda y ¡cruda! (casi viva) cabeza de cerdo, que artísticamente se erigía en
el centro de una fuentecilla de carnitas, sobre una canasta plana. ¡No fueran
los turistas a pensar que en Tehuantepec se vendían maciza, cueritos,
chicharrones y tripitas de soya! La cabezota del cerdo, que naturalmente
antologaba a las moscas: las más bravas y voraces, testimoniaba su origen.
Sería excesivo, sin
embargo, pretender que en los años veinte de Diego Rivera —y por su conducto,
de Einsestein—, Tehuantepec era de veras nuestro Tahití. En cualquier época la
desnutrición, las infecciones, las epidemias, la miseria, la ignorancia, el
fanatismo, la violencia y la explotación lo mantuvieron necesariamente lejos de
tal paraíso. Por lo demás, hay relatos de viajeros del siglo XIX que hablan del
Istmo en los términos más insalubres y antipáticos.
Pero no cabía duda de que
la modernidad lo había dañado más profunda y rápidamente que otras invasiones.
Sencillamente porque se les imponía a los tehuanos una civilización urbana que
no podían costearse (salvo la docena de ganaderos riquísimos), ni disfrutar, a
cambio de la pérdida final de su añeja independencia local y su economía
precaria de autoconsumo.
Se les acabó toda
autonomía, con cuadros goganianos de Diego Rivera y demás. Fue la conversión de
la provincia ancestral en la lumpenización urbana. No había que ir a
Tehuantepec para ver Tehuantepec: bastaba cualquier amontonadero semiputrefacto
de productos agrícolas o animales en La Merced o en la Central de Abasto del Distrito Federal. Ahí también
asomaba Tehuantepec.
¿Pero no que estábamos
hablando de la izquierda y del PSUM?
Bueno: nada de eso les importaba a los tehuanos. Los rojillos de
Tehuantepec se reservaban para armar bulla al día siguiente, en la vecina
Juchitán. No me quedó más recurso que hacer una crónica de las moscas.
Ese día el único
indigenismo —indigenistmo— era bancario. Nunca antes había visto yo a Bancomer
(estamos en enero de 1982) anunciarse en los muros en lengua indígena alguna,
ahora en zapoteco, para ofrecer créditos y financiamiento: Cadi Coochaui, tu Spidxi chitu Udxitu Sanda Choo tu Cuanani. La Guapani ihra, Banco de
Comercio (Bancomer) Baco Stinu Tiora
Iñique tu Stale Bidxichila Banco
Sutiñe Taatu mas para Sitó Tractor o
Yoo. O algo así.
Y en la plaza, a un lado
del quiosco, se levantaba un pequeño pedestal con mosaicos para alzar un busto
de yeso dorado de Máximo Ramos Ortiz, “el genial compositor de la inmortal
Zandunga”.
Debo reconocer que visité
Tehuantepec de pinta. Me escapé tempranito de un hotel solitario a la vera de
la carretera, en un oportuno taxi —al que zarandeaban, como a una palmera, los
vientos brutales—, para ahorrarme no sé que conferencia de prensa (con la
emética logorrea de Pablo Gómez), en vísperas del mitin de Juchitán, el único
importante de la campaña oaxaqueña del PSUM. Ahí asistiríamos a la peculiar
alianza de zapotecos y comunistas, que había vuelto célebre, incluso fuera del
país, el apoyo del pintor Francisco Toledo.
Juchitán ha sufrido mala suerte con los gobiernos estatales y
nacionales, peor que la de otros pueblos oaxaqueños, desde tiempos remotos.
Tuvo como feroz enemigo nada menos que a Juárez, quien ahí no es ningún héroe.
(Que yo sepa, de toda la
República , sólo Juchitán se atreve a sacarle la lengua, y
tamaña lenguota, a don Benito Pablo
Juárez.) Hay que contarles lo de la Enciclopedia Británica a los juchitecos:
entrometerle el Pablo a don Benito,
es como descomponerle, desmitificarle un tanto lo Juárez. ¿Nos atreveríamos a
hablar de María de los Ángeles Félix?
¿De Dolores Asúnsolo López Negrete ex de
Martínez del Río?
Acaso un regionalismo más
beligerante que el de otras zonas, y su codiciada riqueza agrícola y ganadera,
le habían provocado casi una declaración de guerra por parte de varios
gobernadores oaxaqueños recientes, lo que dio como resultado la organización
regional más contestataria y célebre del país en los años setenta y parte de
los ochenta: la Coalición
de Obreros, Campesinos y Estudiantes del Istmo, la COCEI ; la cual logró
finalmente, en alianza con el entonces Partido Comunista, el triunfo en las
elecciones municipales. Era la mayor plaza nacional del PSUM y se esperaba un
mitin apoteósico.
El añejo descuido
gubernamental no podía ser más escandaloso. De pueblo tropical, Juchitán se volvió
una insalubre ciudad de 150 mil habitantes, sin agua potable, sin drenaje, sin
pavimentación, sin otros servicios como recolección de basura, escuelas,
centros de salud. La mezcla más ostentosa de la miseria y la riqueza, el
abandono rural y el hacinamiento urbano; la modernidad, la mendicidad y la
mierda.
Su único mercado —era
domingo, el 10 de enero de 1982, día de plaza— se desbordaba y extendía por
varias calles. Los vendedores de pescado, verduras, carne, flores (muchas
flores), frutas, ropa y baratijas metálicas, acomodaban su mercancía sobre el
suelo o en puestos de madera desde muy temprano, confundiéndose con la gente de
la COCEI que
colgaba adornos rojos de papel picado para recibir al candidato del PSUM, y
sobre todo para manifestar masivamente su apoyo al presidente municipal
Leopoldo de Gyves, PSUM-COCEI, quien sufría embates cotidianos de los gobiernos
estatal y federal, e incluso del ejército.
Cerca del mercado, frente
a la plaza o jardín, se levantaba un Palacio Municipal en ruinas, abandonado
durante décadas, y que apenas ahora se empezaba a restaurar mediante el trabajo
comunal, pues el gobierno de Oaxaca alegaba falta de fondos. Tenía al frente su
reloj señorial, parado desde nadie recordaba qué época en un veinte para las
seis.
La ciudad rebosaba de
politización. Pintas en muchos muros y taches en muchas pintas. Volantes que
combatían o tapaban a otros volantes. Al mismo tiempo una ciudad grande y
paupérrima, donde el gran dinero abrumaba con su presencia caótica y
conflictiva; entre los jacales y las zanjas, donde pastaban los bueyes y
gruñían las piaras, aparecían contrastes agresivos: los modernos edificios y
los símbolos de los bancos, y hasta grandes almacenes, como Sears, cuyos
plúteos (“¡Dije plúteos!”) organizaban la última moda en aparatos eléctricos.
En la mañana de domingo
también destacaba una presencia religiosa fuerte, con las ricas matronas
juchitecas de largas faldas brillantes, vistosísimas y floreadas, algunas con
orlas de encaje. Pechos prominentes y barrigas orondas bajo blusas bordadas.
Vastas caderas y trenzas negras y lustrosas, adornadas con cintas de colores.
Sobre los hombros, amplios velos de encaje dorados o negros, traslúcidos. Iban
feliz y ruidosamente a misa, como a una fiesta, platicando en zapoteco a voz en
cuello y balanceándose, entre el retintín de sus joyas (a veces collares,
aretes y pulseras de monedas de oro), pesada y altivamente, con un porte
apacible y majestuoso. La política no tenía por qué arruinarles su misa.
Junto a la iglesia, la
famosa Casa de la Cultura
apadrinada por Francisco Toledo; y entre sus exposiciones de arte moderno,
fotografía, arqueología, gráfica local, las chiquillas en rueda tomaban clases
de baile, y los niños muy pequeños se iniciaban en la pintura, coloreando (en
lugar de los escarabajos o reptiles eróticos que uno esperaría de la tierra de
Toledo) unos rotundos, televisivos platillos voladores. ¿Los ovnis “que
dispersó la danza”?
Se trataba de una bonita
casa tradicional, con arbolado patio al centro. Muros de adobe, y bajo techos
de teja se exhibían cuadros de internacionales pintores contemporáneos que envidiarían los museos de
Nueva York. Todo un muro lucía fotos de boda, tamaño postal, desde finales del
siglo pasado: los hombres con trajes de catrín, y las mujeres con lujosos
vestidos regionales, pero todos casi siempre descalzos, luciendo sus trabajados
pies de campesinos. En esa ciudad no se necesitaban, pero para nada, sino hasta
hace muy poco, los zapatos.
Eran casi las once. Empezaron a aparecer los contingentes de las
secciones de la COCEI. Se
recibían los unos a los otros con aplausos, con flautas y tambores. Se
agarraban, se abrazaban, se hacían bromas. La gente de Juchitán se estaba
siempre agarrando: hombres con hombres y mujeres con mujeres. Todo era lenguaje
físico y retozaban como chamacos hasta los campesinos ancianos.
Por contraste, los
adolescentes, igualmente vaciladores, mostraban a ratos una seriedad adulta: a
lo mejor, los bárbaros, ya estaban hasta casados. (Para las viejas culturas
indígena y campesina, a los trece o catorce años ya se puede; y cuando se
puede, se puede; aunque rujan los modernos enemigos de la sexualidad
“infantil”). Si usted les tomaba una
foto, por otra parte, creería adivinar en ella ciertos gestos de sabiduría
indígena, como en un perfil arqueológico.
Pero aquí el folklore no
se andaba con intolerancias. En total concordia convivían los sombreros de
palma con las cachuchas de beisbolista, de ésas de plástico que se acababan de
poner de moda en el Distrito Federal, caladas y ajustables. Con excepción de
los obreros de la Corona ,
uniformados de azul, todos los demás hombres se vestían sencillamente:
huaraches, pantalón y camisa claros, a diferencia de sus mujeres, que siempre
andaban a la Frida Kahlo.
De repente los cientos se
habían vuelto miles. Se llegó a calcular en 10 mil los asistentes al mitin. Las
mantas: “La cárcel y las balas jamás detienen la lucha de un pueblo
consciente”. Los gritos: “¡Gobierno asesino, que matas campesinos!” “¡Viva
campesino, Viva obrero, Viva estudiante juchiteco, Viva mujer juchiteca!”.
Las mujeres tenían una
participación principal. Lo andaban alborotando todo, bravas, alegres,
entronas, solemnes, floridas, panzonas y algo mugrientas, con el durísimo
viento del Istmo agitando, embarrándoles sus faldas largas. Les gustaba ser
flores. Las ropas como suculentos pétalos, aunque se tratara de señoras viejas
y chimuelas. (Por lo demás, proliferaban los dientes de oro.)
Les gustaba también abundar
en carnes. En ningún otro lugar como en éste se confirma la veracidad del
apotegma de Novo: “Los mexicanos las prefieren gordas”. Desde chamaquitas se
veían muy redondas, y ahí andaban tocándose, pellizcándose, abrazándose en
irrefragables grupos de cuatro o de cinco.
Eran más aguerridas que
los hombres en el galano arte de mentarle, a gritos, la madre al mal gobierno,
sin dejar de rociarse confeti rojo como si el mitin político tuviera algo de
kermesse o de posada. Lo tenía, a ratos.
Curiosa la división de los
sexos, como en las viejas escuelas. Grupos estrictamente separados de hombres y
de mujeres, cada cual con su relajo, durante la marcha por buena parte de las
calles —de algún modo habría que llamarlas— de esta ciudad sin servicio urbano
alguno.
La política juchiteca
tampoco era intolerante con el trago. Nada de ley seca. Juchitán se mostraba
orgullosamente cervecera. La civilización del calor. Muchos manifestantes
visitaban sobre la marcha —una manifestación interminable, eterna— los cientos
de cervecerías, hasta que otros, también algo achispados, iban y los sacaban
entre carcajadas y, supongo, albures en zapoteco, para reincorporarlos a la
ceremonia cívica. Y nuevas visitas a más cervecerías. Y más ceremonia cívica.
Cerveza en ristre la política sabe mejor.
Una clara alegría. Un
retozar en la masa y entre la masa. Y lo insólito, aunque legendario (siempre
se habla de ello a propósito de Juchitán, pero otra cosa es verlo de bulto):
algunos “amujerados”, pero de veras locas de atar, con pantalones entallados,
blusas de mujer (hartos olanes), uñas pintadas, flores en el pelo oxigenado y
un poco de maquillaje, tranquilamente desfilaban en los contingentes, con
contoneos de pasarela, también abrazados en grupos de cuatro o cinco. Lanzaban
guiños y besos a los machines. Y ni quien estornudara.
Un gozo de muchedumbre, de
estar en familia los miles con los miles se manifestaba también en una relación
casi corporal de la gente con sus líderes, como si todos conformaran un mismo
cuerpo. Las señas, los gestos, casi imperceptibles para el extraño, organizaban
en instantes a la gente. Imponían el silencio, o permitían volver a los gritos,
las corretizas, la algarabía.
Y de pronto la seriedad.
Una seriedad profunda y casi funeral. A las primeras frases en zapoteco de un
discurso se empezó a formar una sensación colectiva, dura, valiente, incluso
violenta. Una como electricidad nerviosa que varias veces me humedeció los ojos
y entrecerró la garganta —casi adiviné el zapoteco en los rostros y actitudes
de la gente, pues nuestro pesumista-coceiano traductor nos resumía mil palabras
en una sola frase—, cuando todo ese pueblo, completo, apretándose en las calles
y en la plaza, recordó sus ocho años de muertos y lucha desigual con pistoleros
y policías, con los caciques, el gobierno del estado y el nacional.
Esa altivez, esa seriedad
raigal, ese arrojo también me provocaron cierto escalofrío, cierto miedo.
Gritos aleccionadores de 10 mil bocas. Mujeres airadas agitando sus banderas,
aventando pétalos, gritando mueras, aplaudiendo discursos que subían y subían
de tono. Casi eché de menos los balazos.
Es prudente temerle a
Juárez, pero más a quienes no le tienen miedo a Juárez, pensé conmovido y
alarmado.
Gente brava, pero que
afortunadamente no se dejaba obsesionar por su bravura. Había anochecido. Se disolvió el mitin para
repoblar jubilosamente las cervecerías, los únicos pero innumerables puntos
luminosos en esa ciudad sin alumbrado público. Los juchitecos festejaban por
todos lados, con música y risas, su gran acto de reto político al PRI, al
gobierno federal y estatal. Su falta de miedo a Benito Pablo Juárez.
Por desgracia, los veinte
o treinta periodistas no pudimos sumarnos a la borrachera general: formábamos
cola frente al único teléfono que el PSUM-COCEI había tenido a bien ofrecernos.
Transmitíamos nuestras crónicas y reportajes, otra vez, a las diez, once,
¡doce! de la noche.
En la madrugada abordamos El Machete I rumbo a Chiapas. Yo iba
pensando en las locas de Juchitán; con la oportunidad de la populosa y larga
borrachera, seguramente ese día habían hecho su agosto.
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