EL ABUELO JOAQUÍN
Il
a fait malgré lui le geste héreditaire
HEREDIA
Mi madre me decía, o me inventó, que yo era el vivo retrato de mi abuelo
Joaquín Alfaro, administrador de ranchos y pequeños negocios en Tulancingo a
principios del siglo pasado, empleado capitalino de Hacienda por los años
veinte y treinta y, a mediados de ese siglo, tendero en Mesones.
No recuerdo mucho de mi abuelo, que murió
cuando yo era muy niño, y sólo cuento con dos fotografías: una demasiado joven
y guapo y otra demasiado gordo, calvo, avejentado y como tristón (mamá decía
que era por cierta dolencia en los ojos). Mi hermano mayor, según la ortodoxia
dinástica, llevó los nombres del abuelo paterno y del santo del día; yo, el
segundo hijo, los del santo del día y del abuelo materno: José Joaquín.
Por no sé qué líos con la hipertensión y la
glucosa los médicos me han impedido parecerme de veras a mi abuelo, ahora que
por fin llego a su edad, y que ya iba alcanzando su perímetro patriarcal. No me
quedé calvo. A los cuarenta años, pensando en lo mucho que me parecía a mi
abuelo, imaginé que una mañana iba a levantarme: todo el pelo sobre la almohada
y un cráneo de bola de billar; de modo que, para exhibirla en vísperas de su
extinción, me dejé cierta melenilla incómoda y pretenciosa. Como nunca se me
caía el cabello, me lo corté bastante a los cincuenta, disimulando de paso las
canas. Ambos gustamos de las cachuchas y boinas.
Las madres inventan a sus
hijos y la mía tenía un proyecto elaborado: el abuelo Joaquín. No sé qué tanto
haya fracasado. Ignoro también cuándo, pretendiendo ser personalísimo, sólo me
apego instintivamente a uno de los mil reflejos del abuelo en que fui tan
pacientemente adiestrado desde la cuna.
Sé que aprobaría con benevolencia mi
imperfecta caligrafía pálmer –la suya era irreprochable y se la envidio;
aunque, por otro lado, podría enseñarle algunas reglas de ortografía, con las
que nunca pueden los contadores o “tenedores de libros”-, y que reprobaría mis
escritos y mi vida privada.
Aunque vaya usted a saber. A lo mejor
conoció esperpentos semejantes entre su vasta parentela (cuando los matrimonios
tenían hijos por docena, y conformaban familias como tribus), y sabía ser
discreto y no ocuparse de lo que no le importaba. Se rumoraron chismes bien
gordos de algunos tíos-abuelos y tías-abuelas, sus hermanos y primos, con
quienes comía con metódica frecuencia a pesar de los pesares y sin sermonearlos
(según los panegíricos de sus hijas). La familia era la familia aunque
resultaras hipopótamo. Todos siempre resultamos algo hipopótamos.
El abuelo Joaquín odiaba
la política y las revoluciones, por la carestía y la escasez de comida entre
1910 y 1940. Todavía en los años sesenta en casa se compraban provisiones
suficientes para dos o tres meses por si de repente desaparecía el garbanzo o
el azúcar de los mercados. Siempre el gobierno tenía la culpa de las alzas de
precios; y como ahora, la culpa de todo.
Leía un poco mi buen abuelo, y su autor
favorito era El Pensador Mexicano, en parte, supongo, porque era su
tocayo. Hay una especie de francmasonería de los joaquines.
Conozco las cartas de amor
del guapísimo chamaco Joaquín a la señorita aniñada -porque así aparece en las
fotos, atiborrada de caireles- María, mi abuela. Se casaron y tuvieron dos
hijas. El abuelo Joaquín era hombre de familia y sospecho que sobre todo era
hombre de mujeres, porque se pasó la vida en el hogar, echando a perder a sus
dos hijas con todo tipo de mimos y arrumacos. Un héroe de las mujeres. Las dos
siempre lo recordaban con ademanes extáticos algo cercanos a la idolatría.
Hasta san Martín de Porres sufriría de envidia.
Yo no soy hombre de familia, sino ermitaño
arisco, de modo que aquí el abuelo se deja de parecer a mí y a lo mejor
descansa un poco. Acaso hasta se permite alguna broma o chiste impropios, que
buena falta le han de haber hecho. Tal vez, a ratos, soy un poco las
inesperadas vacaciones de la monótona virtud de tiempo completo de mi abuelo
ejemplar.
Tanta lata me dieron con
que debía ser la copia exacta del abuelo Joaquín que a veces sueño que soy él y
que peso más de 90 kilos. Entonces aparece un médico internista apocalíptico
hablando de diabetes, hipertensión, catástrofes cardiovasculares y somete su
fotografía de viejo a una dieta de alfalfa que lo chupa y lo reduce a un
esqueleto de 70, añadiendo que todavía le sobran algunos kilos. Ambos chaparrones,
el abuelo entonces empieza a parecérseme. Y opina pestes de los médicos, que
suenan como mías.
Me jalo los pelos para ver si son reales, si
el sueño no me los ha convertido en peluquín. Siento que el abuelo sonríe:
sospecho que no le gustaba ser tan calvo. Con gusto comparto con él
cierta pelusilla canosa en la azotea.
Me incrusto los lentes de vista cansada,
parecidos a los que él usó frente a sus nóminas y facturas, y leo alguna de mis
propias páginas. Erigido en el severo-pluscuamperfecto-abuelo-Joaquín, de
inmediato –iracundo, con golpes de puño sobre la mesa- me escandalizo y me
desheredo... Pero sé que la abuela María, y sus hijas Conchita y Trini, siempre
todopoderosas con el abuelo, conseguirán con sus mimos todo tipo de
absoluciones. A final de cuentas, ¿de qué sirven los trazos en el papel, por
más impropios que se pretendan? Y un sensato hombre de edad, ¿de veras puede
escandalizarse de vidas privadas?
Abuelo y nieto se
desvanecerán algún día en una foto que se parecerá a ambos. A lo mejor hubiese
querido intentar alguna de las travesuras de su nieto, pero con esas dos
atorrantes niñas que mantener y mimar y dotar de una Ejemplar Imagen Paterna a
todas horas, no podía permitirse ninguna calaverada. Estaba atrapado.
A veces los abuelos sueñan con nietos
bizarros, y viceversa. Y desde algunas de nuestras (de)semejanzas entre sombras
intercambiamos guiños cómplices, familiares. Por lo demás, los parientes son
olvidadizos y ahora soy el único que continúa recordándolo o inventándolo:
murió hace medio siglo, y soy quien conserva sus dos fotos y sus siete cartas.
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