PRIMEROS PASOS POR JESÚS MARÍA
—¡No me tulanchinguen, compadres! —gritó Borola Tacuche.
El Estado de Hidalgo es
incomprensible. Náhoas, otomíes, totonacas, mestizos; y buena importación
española y libanesa atraída por la antigua industria textil y los grandes
ranchos de buen ganado. Todo bien revueltito.
Bosques suizos (El Chico)
y desiertos como El Mezquital; ciudades fabriles y aldeas donde ya ni siquiera
crecen quelites. El Río Tula estanca la mierda que le arroja el Distrito
Federal, y con eso se riegan toneladas de verduras amibiáceas que consume —con
su pan se lo coma— el propio Distrito Federal. Hay un pueblo cementero, Vito,
donde literalmente se respira más cemento que aire: parece nevar a todas horas.
Pocos hidalguenses con
certificado de primaria siguen tomando pulque, como no sea el elaborado en el
propio rancho para ocasiones especiales, como bodas: todos, sin excepción,
continúan viciosos de la barbacoa y los mixiotes de borrego. Aunque Hidalgo
posee “su” Huasteca, con sus hermosos sones, nadie les hace caso: es coto
exclusivo de la música grupera, de Caballo Dorado, Grupo Límite, Los Temerarios
y Los Tigres del Norte.
Debe su existencia a una
arbitraria maniobra política (en este caso, de Juárez), como Colima y
Aguascalientes. Tanto conservadores como liberales urdieron cualquier tipo de
tontería para destruir a los estados fuertes del centro de la República : Veracruz y el
Estado de México. Arrancaron partes de estos estados, añadieron unos desiertos,
y tenemos toda la geografía provinciana, hidalguense, de La
Familia Burrón , concebida por el Único Tulancinguense
Ilustre: Gabriel Vargas, de quien se dice que vivió cerca de la horrible
Iglesia de Los Ángeles; es decir, de plano en El Cerro del Tepetate (se
consigna, pomposamente, como Cerro del Tezontle, pero los tulancinguenses,
autocríticos, le dicen Tepetate, que es lo único que le queda).
Por ahí mismo, en las
alturas de la calle Venustiano Carranza, puse una casita de fin de semana
durante algunos años, para escribir libros como El Castigador: me la asaltaron, pero arrasando con todo, tres
veces, como si toda la provincia fuera la capitalina Colonia Doctores. Lo es.
Aunque algunos “críticos”
(y el mordaz Héctor Manjarrez, y los cábulas compadres de Nexos) me sacan a relucir, para fastidiar, “mi oriundez
hidalguense” de vez en cuando, la verdad está en los documentos. Y mi acta de
nacimiento estipula que nací en la
Calle de Chiapas 154, Colonia Roma, Distrito Federal.
Se trataba de un sanatorio
modesto. Mucha gente de los años cincuenta nació en las clínicas pequeñas de la Colonia Roma , algunas
de cuyas calles han conservado su tradición médica de entonces: proliferan los
consultorios, las clínicas y los hospitales ahora de segunda. O de cuarta.
En los años cuarenta se
nacía en el centro, y principalmente en las propias casas. En los cincuentas,
en algunas pequeñas clínicas particulares de la Colonia Roma. En los
sesentas vinieron los grandes parideros al mayoreo del IMSS, en la Colonia del Valle.
El acta de nacimiento
asienta que el domicilio de mis padres y abuelos fue Jesús María 128, cerca de
Mesones. Fui el segundo hijo de un matrimonio muy latoso (ella, Trinidad,
mestiza, michoacana-poblana-hidalguense; él, Raúl, gallego cubano), pero se
cuenta que yo —el segundo de tres hijos— viene al mundo en cierta etapa de estabilidad.
Acaso fui hogareñamente concebido en esa fea casona de departamentos con dos
accesorias, improvisada en los años veinte o treinta. Un edificio de
departamentos que parece una vecindad amontonada.
Mi abuelo tenía una
abarrotería en la planta baja, y un departamento interior en el edificio. Esos
finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta se parecen a los
tiempos actuales en la carestía de la vivienda: demasiado jóvenes, mis padres
se casaron (pues ya venía en camino mi hermano mayor) y se quedaron a vivir en
la recámara de mamá de la casa del abuelo.
Viví tres años en Mesones
y Jesús María, hasta 1954, pero nunca he podido recordar ni sentir familiaridad
con sus casonas y tiendas, bastante deterioradas, si bien todavía muestran ruinas
de su fisonomía de aquel medio siglo.
Mi familia adoraba esa
zona: era útil, buena para el comercio, para la tienda de abarrotes de mi
abuelo; pero a la vez segura y decente. Eso dicen mis parientes. Pero uno debe
recordar que ya está cerca de La
Merced , y con La
Merced siempre hemos tenido el mismo cuento de menesterosa
población flotante, mendicidad y delincuencia callejeras; y abundantes casas,
vecindades y edificios de departamentos habilitados como zahurdas por los
bodegoneros del mercado. Sus calles, atiborradas de camiones de carga.
El éxodo de la clase media
del centro hacia el sur, especialmente hacia las colonias Roma y del Valle,
empezó en los cuarentas. Hubo dos razones: la primera, la expulsión de la
universidad hasta el remoto Pedregal. De repente el centro se quedaba sin su
mejor atractivo: su juventud. Se volvió zona de burocracia y de puros clientes
y bodegoneros, comercio raro (tienditas especializadas en cierto tipo de
hebillas o botones) o ambulante. Los vecinos sentían vivir dentro de un mercado, y ya no en un barrio universitario, ni en una
zona muy metropolitana y diferenciada.
El golpe de muerte fue las
“rentas congeladas”, que como suelen culminar las ocurrencias del PRI, no
sirvieron principalmente para ayudar a sus verdaderos inquilinos de clase media
(arruinando de paso a los caseros no tan ricos que malvivían de rentar
legalmente vejestorios), sino para que los bodegoneros agremiados en alguna
asociación priísta y otros pillos medianos conectados al partido oficial, se
fueran apropiando (mediante compras o transas) de esos edificios “congelados”,
para habilitarlos como bodegas o lumpendormitorios multitudinarios, que
inmediatamente empezaron a decaer incluso en sus fachadas. Hedían. Cuando
caminé mucho por el centro, en mi época de preparatoriano de San Ildefonso,
sólo veía escombros, basura y comercio a granel en plena calle.
Si el éxodo de los
habitantes “decentes” del centro estalló en los cuarentas, en la siguiente
década se trataba ya de una estampida desesperada. Nuestra familia se separó:
algunos se fueron a Lindavista, otros a Tulancingo (la céntrica calle Hidalgo
Poniente: una casa divida en dos, a lo largo; de un lado las habitaciones; del
otro, la “Imprenta Modelo”, de mi tío el profesor Aurelio Jiménez, donde se publicaba,
con tipografía manual de plomo, Claridad.
El periódico de los trabajadores; algunos carteles de toros, facturas,
recibos, esquelas e invitaciones a bodas y quince años); otros, encabezados por
mi tía-mamá Conchita (hermana mayor de mi madre y la matriarca de la familia) a
la Colonia Roma.
Algunos, como mi madre
biológica, vuelta a casar y ya con demasiados hijos (tuvo diez en total),
permanecieron dogmáticamente fieles a la Calle de Regina. Los tres hijos mayores, fruto de
su primer matrimonio, quedamos por temporadas a cargo de abuelos y tíos,
especialmente de la matriarca Conchita, a quien le disgustaba que le dijéramos
tía, porque le sonaba a solterona y ella se había casado por todas las leyes,
aunque luego divorciado por la civil, pues “todos los maridos resultan unos
cabrones”. Al principio le decíamos Mamá Conchita, para diferenciarla de Mamá
Trinita; luego ya fue la única “mamá”, la supermamá, y tratábamos a Trini más
bien como una divertida y cómplice hermana mayor, guapa, guasona y multípara.
En cierto modo, incluso
Mamá Trini fue también un poco hija de su hermana mayor, Mamá Conchita,
invariablemente lista y mandona, desde su primera comunión conjunta hacia 1930
hasta la muerte de Trinidad en 1977. Mamá Conchita (poblanaza) me quería médico,
abogado o de perdida cura, pero me permitió hacerme escritor, lo que bien
mirado es otra forma de ser cura, clerc;
a ella le dediqué lo único que probablemente le gustó de mi “obra”: La literatura en la Nueva España ,
porque era muy nacionalista y veneraba los buenos tiempos coloniales en que se
inventó el mole poblano.
Concepción murió en 1991,
un año después de leer (¿hojear?) mi libro. No le inquietó mi actitud jacobina,
ni le interesaba discutir mis ideas sobre la religión. Ni mis ideas sobre nada.
Las letras eran humo, y la conducta tierra sólida: le bastaba con que yo
llevara una vida honrada, comiera de todo sin dejar restos en el plato y la
acompañara a misa tres o cuatro veces al año. No confiaba mucho en los curas,
pero sí en la Virgen
(era poco guadalupana: prefería a la
María de su nombre, la azul e inmaculada Concepción, o a la
regia y maternal María Auxiliadora) y en san Cayetano. Y había heredado de mi
abuelo cierta devoción por sor Juana y por mi tocayo Lizardi.
A pesar de la fuga a otras
colonias o estados, prevalecía el culto al Centro de la Ciudad de México. Antes de
sucumbir ante los ofertones de “fin de temporada” de El Puerto de Liverpool y
El Palacio de Hierro, mi familia iba a comprarlo todo, tiendita por tiendita,
al centro. Nos vestíamos como de fiesta para ir al centro, donde se
concentraban los restoranes, los teatros y los cines.
Visitábamos a muchos
conocidos y compadres sobrevivientes. Íbamos a rezar un poco a la patibularia
iglesia de San Pablo. De ésa sí me acuerdo. Parecía (y apestaba como) un templo
de mendigos. Ahí me bautizaron (la matriarca fue mi madrina de todo: bautizo,
confirmación, primera comunión, graduación de primaria; mi primera cerveza, mi
primer tequila, mi primera cuba libre...) en honor del santo del día, San José;
y del nombre de pila de mi abuelo materno, como correspondía al hijo segundo.
El abuelo Joaquín Alfaro
había trabajado durante décadas como tenedor de libros en Hacienda; cuando
llegó a la vejez le hicieron la vida de cuadritos en la oficina; se largó
silenciosamente y puso una tiendita, con la que mantuvo a toda la familia (papá
incluido, pues como extranjero encontraba dificultad para conseguir trabajo
estable; y como universitario rico venido a menos, se molestaba de la
insignificancia de las pequeñas empresas donde lo contrataron como contador o
gerente, como en Pinedo Deportes) hasta su muerte.
De ahí la fobia familiar a
la burocracia. Tanto Mamá Trini como Mamá Conchita trabajaron en puras oficinas
privadas, y opinaban que los judíos de las fábricas textiles y los gringos de
las compañías constructoras eran mejores patrones que los compatriotas.
Nunca ha existido un
centro hermoso. Las vecindades, bodegas, pulquerías y recauderías de toda laya
siempre convivieron con los conventos, templos y palacios que, de hecho, sólo
en los tiempos borbónicos, gracias a las ganancias en las minas y el pulque,
exageraron la nota aristocrática de tezontle y cantera, blasones y patios de
grandes columnas, hasta fuentes. Siempre hubo vecindades paupérrimas y cantinas
de mala muerte detrás de Catedral y al lado –incluso dentro- de Palacio
Nacional. Pero durante dos periodos se trató de limpiar y engalanar
sistemáticamente el centro, como zona de “gente decente”: la segunda mitad del
siglo XVIII y el Porfiriato.
Eso es lo que vemos. De
vez en cuando se recupera aquel sueño demente, pretencioso, de un centro como
“tacita de plata”, aislado pero en el mero corazón de la miseria; y se
restauran tales o cuales casonas dieciochescas o porfirianas. Sin embargo,
ninguna bonanaza económica ha durado lo suficiente. Pronto casi todos esos
edificios restaurados se desrestauran,
y regresan a su destino de restoranes populares, que decaen inmediatamente en
cantinas de pánico; en bodegas y tiendas al mayoreo.
Se me hace raro haber sido
concebido, y haber aprendido a caminar en Jesús María, cerca de Mesones. Y
evito esas calles. Supongo que me enseñaron a caminar los abuelos, pues mis dos
mamás trabajaban todo el día, y mi bohemio padre (taurófilo, cabaretero, poeta,
locutor de radio y periodista revolucionario en sus momentos de suerte) vivía
más tiempo en el café Tupinamba que en el departamento del abuelo.
Hay otra tienda ahora en
el local donde alguna vez prosperó don Joaquín Alfaro, pero ya no es una
apacible abarrotería de barrio, sino una populosa tlapalería. Me imagino la del
abuelo como las tienditas de película de Joaquín Pardavé o Carlos Orellana, con
estanterías y mostrador de madera, y un gran Santo Niño de Atocha
permanentemente honrado con flores y veladoras.
Los sueños traviesos me
traen como imagen de mi abuelo al mismísimo Pardavé, otro Joaquín, aunque
parece que fue más bien adusto y socarrón, de pocas palabras, y que usaba boina
y fumaba puros, a la manera de Ángel Garasa.
Prefiero recordar las
descripciones hermoseadas de mis abuelos y mi madre: hablaban del Centro como
de un pueblito respetable donde todos los vecinos se conocían e intercambiaban
pequeños servicios. Decían que en los años cuarenta se veía mal andar sin
medias o en fachas por esos rumbos, a pesar de que ya estaban desbordados por
todo tipo de comercio: ambulante y sobre ruedas.
Muchos camiones nomás
bajaban sus redilas, interrumpiendo el tránsito durante horas, y ahí mismo
despachaban ropa corriente, fruta, legumbres, cubetas, mecates, gruesos
cilindros de todo tipo de “género”, como llamaban a ciertas telas; máquinas de
coser y otros novedosos aparatos de contrabando.
Sé que antes de ingresar
en Hacienda y de instalarse en Jesús María, mi abuelo Joaquín fue administrador
de un hotel en Uruapan y de unos ranchos en Puebla y Tulancingo. De mis abuelos
paternos sólo conservo fotos y alguna solidaria carta a mi madre (tampoco ellos
soportaban al pretencioso aventurero Raúl), anteriores a la Revolución Cubana.
A mediados de los años sesenta el correo nos empezó a devolver las tarjetas de
navidad que les enviábamos a una calle sin nombre, con número: número tal de la
calle número tal, entre la número tal y la número tal, de El Vedado. Por esa
época también dejaron de llegar saludos de tíos y primos, seguramente ya muy
ancianos, de La Coruña.
La última carta que recibí
de mi padre (quien regresó a Cuba para sumarse a la revolución), de 1966, fue
voluminosa. Llegó toscamente abierta y luego resanada con cinta adhesiva por la
censura postal castrista. Eran los poemas manuscritos del ahora economista Raúl Blanco García, quien se ufanaba de que
yo quisiera escribir versos porque me venían de “su” sangre; me exigía
proponerme escribir como José Martí:
Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche.
¿O son una las dos? No bien retira
Su majestad el Sol, con largos velos
Y un clavel en la mano, silenciosa
Cuba cual viuda triste me aparece...
Esa carta llegó a la calle
Mérida, esquina con Colima, en la colonia Roma. Las dos mamás se indignaron, y
la matriarca sobornó al portero y a la sirvienta para que interceptaran mi
correspondencia con Cuba. “No te educamos tan bien para que ahora Raúl venga a
descomponerte con sus cartitas [algo comunistas y dandys, desde luego]... Tu padre era un catrín huevón y dilapidador, bueno para nada
-pontificó la matriarca-. Que lo padezcan los cubanos: nosotras ya pasamos por
ese purgatorio. Y además las letras no te vienen de él, sino de mi papaíto, que
se sabía de memoria muchas páginas de sor Juana y de Lizardi”. Mi tocayo
Lizardi. Tal vez algunas cartas posteriores se extraviaron en el correo: tanto
él como nosotros cambiamos de domicilio. Y a la larga el familiarismo epistolar
termina aburriendo un poco.
Por entonces, en tercero
de secundaria (oficial: la 3, “Niños Héroes”, en Avenida Chapultepec), yo
estaba lleno de poesía... de la poesía de Amado Nervo y de Rubén Darío. Decidí
ser escritor en los tiempos dorados en que desconocía nombres como Baudelaire,
Rimbaud, Gide, Proust, Joyce, Faulkner. Yo codiciaba un arte que sonara a:
Señor, deja que diga la gloria de tu raza,
la gloria de los hombres de bronce cuya maza
melló de tantos yelmos y escudos la osadía.
¡Oh, caballeros tigres! ¡Oh, caballeros leones!
¡Oh, caballeros águilas, os traigo mis canciones!
¡Oh enorme patria muerta, te traigo mi alegría!
O bien:
El varón que tiene corazón de lis,
alma de querube, lengua celestial,
el mínimo y dulce Francisco de Asís,
está con un rudo y torvo animal,
bestia temerosa de sangre y de robo,
las fauces de furia, los ojos de mal:
el lobo de Gubia, el terrible lobo...
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