LAS TRIBULACIONES DE UNA
MEXICANISTA
Por José
Joaquín Blanco
1
No me gusta aburrir a mis
alumnos, ni mucho menos a mis nietos, con el cuento de qué bonito era el México
al que llegué para quedarme a finales de los años cuarenta. Era espantoso;
aunque menos bronco, más controlado. Había algunas zonas lindas y pacíficas,
pero muchas otras (hablo de la capital, y mucho más de la provincia) adonde ni
los extranjeros ni la gente más o menos acomodada se atrevían a aventurarse. Y
no digamos por la miseria, sino por las epidemias. Había epidemias en todas
partes.
Pero a nadie le gustaba hablar de eso. Que antes de la Revolución todo estaba
mucho peor y que, de cualquier manera, decían, ¡por fin la Revolución había
terminado! “¡Qué matazón, Julie; qué hambres, qué destrozadero, qué horrores!”
Ya les iría tocando a otras regiones la prosperidad, a su turno. Cuestión de
orden y paciencia.
Se veía mucha prosperidad. Todo mundo se andaba construyendo
casotas, y a cada rato se inauguraban avenidas, carreteras, escuelas,
hospitales. Era un primor ver a las enfermeras almidonadas de las campañas de
vacunación. No sólo el gobierno estaba de plácemes; también los hombres de
negocios rebosaban optimismo, y hasta fuera del país se hablaba de México como de
una inminente potencia industrial.
La verdad es que me escandalicé bastante durante mis
primeros tiempos en México, por el grado y la extensión de la pobreza, y eso
que yo venía de una granja de Kansas azotada por la Depresión ; y en mi
infancia conocí algo de hambre y de ropa remendada, casi harapos. Para no
hablar de la situación de los negros en el sur de los Estados Unidos. Pero la
pobreza mexicana tenía algo de repugnante hasta para el pensamiento. No sólo
dolía verla, sino imaginarla como algo que venía de siglos y continuaría por
siglos: que la civilización mexicana tenía eso en su centro: la convicción, la
resignación de que la miseria más atroz era inevitable, esencial, perdurable; y
que no quedaba otra solución que levantar islotes que escaparan de ella.
“Es el síndrome del gringo”, me dijo mi esposo. “Pero ve el
mapamundi: todo el mundo es así, hay muy pocos países afortunados”. Que
entonces eran mucho menos que ahora, pues toda Europa estaba en ruinas, Asia
peor, y buena parte de los Estados Unidos tenía aún sus espectáculos patéticos.
“Ya se te pasará.”
Pero yo no venía a cambiar el mundo. Me había sacado una
especie de lotería y estaba convirtiendo mi vida en un cuento de hadas. La
granjera que de chiquilla andaba descalza en Kansas (Somewhere over the rainbow) había llegado, por una beca del New Deal, al Daylon College. Estudiaba
ahí un poco de “artes”, lo que significaba todo y nada, cuando me encontré en
una fiesta a todo un grupo de latinoamericanos increíbles, inscritos en Business Administration o Entrepreneurship,
entre los que estaba Rodolfo, mi futuro esposo.
Guapísimos, bronceados, deportistas, algo calaveras y
llenos, llenos de dinero. Todos eran desde luego hijos de potentados
latinoamericanos. Algunos de ellos hasta han resultado ministros y presidentes
de alguna república. Me parecían maravillosos. ¡Todo ese dinero a tan temprana
juventud; esos carros, esas parrandas, esos regalos!
Les chiflaban las rubias de ojos azules o verdes (más los
azules que los verdes), y ahí andaban siempre con su cortejo de colegialas
disfrazadas, a sus expensas (la ropa, el maquillaje, los sombreros carísimos),
de artistas de cine. Por pura puntada nos íbamos los fines de semana a los
grandes hoteles, o rentaban yates, o nos colábamos en fiestas de celebridades.
Yo no me los tomaba tan en serio. Eran simples chicos ricos,
más atractivos por exóticos, por caballerosos y liberales en las costumbres
(claro: andaban fuera de casa, ya los quisiera haber visto frente a sus
abuelitas); y se fijaban en nosotras.
Ningún chico rico de mi tierra se había fijado en mí: sólo mis vecinos de
Kansas, quienes en el mejor de los casos apenas contaban con la carcacha
oxidada de su papá para un paseo el sábado, oyendo swing en la radio. Y mis paisanos eran hoscos. Y puritanos. Y
mandones. Con los latinoamericanos, en cambio, puro relajo.
Ahí andábamos pues las güeras afortunadas bailando conga con
el alegre club latinoamericano. Lo peor de esos chicos, que ni estudiaban ni
nada, que ni siquiera aprendieron propiamente el inglés, es que no sólo se
chiflaban por las rubias: se casaban con ellas. Y yo no lo pensé dos veces para
aceptar a Rodolfo (hice bien: vivimos bastante contentos durante más de
cuarenta años). Y las dudas de mis padres (sobre todo porque Rodolfo me exigía
cambiar de religión, y el papismo no era muy bien visto en Kansas) se disiparon
pronto.
Mis futuros suegros los invitaron a su casota en la Colonia del Valle, llena
de bugambilias y jacarandas; los pasearon por Cuernavaca y por Taxco, los
presentaron con sus amistades, que a mis padres les parecieron tan elegantes
como los europeos (sobre todo las mujeres) y de una moral cristiana, aunque
papista, intachable. (¡Tantas novenas, rosarios, primeras comuniones, velorios,
obras de caridad!) El tiro de gracia fue la fábrica de conservas de mi suegro,
ligada a un gran consorcio norteamericano: ¡Nunca se había soñado en mi granja
de Kansas que alguien de la familia llegase a ser dueño de una fábrica de
conservas!
Muchas cosas de México me gustaron de inmediato. Sobre todo
las mujeres, tanto las señoras casadas como las chicas de mi edad. Me visitaban
todo el tiempo, me invitaban a sus casas, me platicaban de mil cosas mexicanas
como si me estuvieran catequizando (también me catequizaron en forma, para que
me volviera una católica completa). Era yo como su favorita muñeca gringa. En
un dos por tres empecé a hablar en español, y en español coloquial de clase
media, que perfeccioné en cursos de la Universidad Femenina.
Pero aun así, y ya con mi primer hijo (y la magnífica nana
Chabela que Toña Suárez me hizo traer directamente de Meztitlán), me entraba
como cierta tristeza, como cierto aburrimiento. No me bastaba el hogar,
necesitaba otras cosas. Todo era un cuento de hadas, pero sin mi patria, ni mi
familia, ni mis viejas amistades. Entonces Cecilia Valderrama, algo feminista,
me recomendó que siguiera estudiando: “¿El college
es una especie de universidad, no? ¡Pues sigue estudiando “artes”! Hay unos
Cursos de Verano magníficos en la Universidad Nacional ,
y además puedes meterte de oyente a cuantas clases regulares quieras; y hasta
inscribirte formalmente!” Así comenzó mi vocación de mexicanista.
2
Por gratitud a mis amigas
mexicanas, todas tan católicas, empecé mi aprendizaje del mexicanismo por los
viejos templos del centro. Nunca me gustaron. Tan tiznados, tan sombríos, tan
retacados de santos mustios o angustiados, con tanto oro entre la mugre y ese
aire viciado de flores, cirios y mala ventilación.
Había una complacencia, no sé si gubernamental o clerical,
por el deterioro y la mugre. “¿Por qué no mandan limpiar los cuadros? ¿Por qué
no encomiendan a los conscriptos, a quienes nomás tienen como tontos marchando
las horas de las horas en torno a parques y patios con fusiles de palo, para
que limpien las fachadas con escobeta y jabón?”. ¡Y las bancas, y los pisos!
Además de tanta agua bendita, deberían correr por esas iglesias raudales de
algún santo líquido desinfectante.
Seguía yo a unos maestros viejitos, muy célebres en la Universidad , que
sonreían con benevolencia ante mis ocurrencias de gringa boba. “¡Pero Julie, no
ve que así perderían la pátina!” Tuve que ir al diccionario para distinguir
entre pátina y patena. (Corría el chiste de que para permitirle un beso al
novio, las gringas le desinfectábamos primero la boca: ¡y ya eran los tiempos
de Colgate y Astringosol, que usaba toda la clase media mexicana!)
Como no me atrevía a enfrentar a los eminentes catedráticos,
la agarré contra Rodolfo, y brotó toda mi educación de granjera de Kansas: “¡La
mugre es la mugre, y se lava! Punto. ¡Las cosas deterioradas están mal, y se
reparan! Punto.”
Rodolfo se me río en la cara: “No seas inocente, mijita —en
cuanto nos casamos, empezó a engordar y a encalvecer velozmente, y a decirme
“mijita”—; yo no sé lo que sea el arte, pero sé que así es el arte: así están
los palacios y templos de París, Florencia, Roma, Venecia, ¡puerquísimos! Te
voy a llevar a Europa.”
Y nos fuimos a Europa a mediados de los años cincuenta, y
encontré que todas las Obras Cumbres de la Humanidad estaban deterioradas y puerquísimas.
Ganas no me faltaron, en el propio Louvre, de agarrar cubeta, cepillo y jabón y
destiznar aunque fuera un poco alguna célebre estatua de piedra. Rodolfo se
carcajeaba. Pocos años después me le carcajeé yo: André Malraux, Ministro de
Cultura de De Gaulle, mandó limpiar medio viejo París con chorros potentísimos
de agua y no sé qué sustancia química. Los edificios quedaron entonces casi
dorados, chulísimos.
Los mexicanos conocen cuanta baratija gringa exista, menos
su literatura. Sólo saben de Tom Sawyer por la película. Pero cierto hondureño
cabrón, cabrón de veras, con nariz de pájaro, también mexicanista amateur, cansado de mi perpetua
cantilena contra el “barroco mierdoso” y “la pintura novohispana donde se
distingue menos a los santos que a tres siglos de caca de moscas”, me echó un
día en cara ¡al propio Mark Twain!, en Innocents
Abroad. Knock Out!, como se
desgañitarían los locutores de las peleas de box por radio. Era una de esas
horribles ediciones en papel periódico de Penguin Books, de la época de la
guerra.
En ese libro, a Mark Twain le molestaban las turistas
gringas que sólo encontraban ruinas en Grecia o en Italia: “¿Es que acaso esos
genios antiguos nunca terminaban lo que empezaban? ¿Toda su arquitectura
consistía en unos cuantos cimientos y columnas rotas? Si una empieza a
construir algo es para terminarlo, ¿no? Para nomás botar el tiradero ¡qué
chiste!”... Algo así.
Nada me indigna más que se me tome por gringa boba. De modo
que de plano le contesté:
—Pues bien pudieron los aztecas y los otros mil pueblos
mesoamericanos inventar algo más ingenioso que las pirámides. Son cerros
artificiales de piedras. En Egipto se explica, por el desierto. Pero si algo
sobra en México son cerros, ¡y naturales!
Por fortuna no fui denunciada a Gobernación, ni me aplicaron
el artículo 33. Nada más risas y más risas. También le dije que era una
extravagancia mexicana contar siempre con tantos templos semivacíos y con tan
escasas cárceles atiborradas. Sería más cristiano habilitar tantas iglesias y
conventos sobrantes como reformatorios.
Para entonces ya llevaba varios años en México: era tan
mexicana como el chile cuaresmeño, con hijos mexicanos (ésos me salieron en su
juventud un tanto agringados, rocanroleros y jipiosos, pero se corrigieron a
tiempo); y tan hábil para cocinar arroz rojo, mole poblano y chiles en nogada
como cualquier veterana de San Martín Texmelucan. (Por nada del mundo, sin
embargo, como pancita, mondongo, nenepil, birria ni menudo. Tampoco insectos
vivos, aunque sí los fritos o cocinados: poquitos y de botana.) Así que no
dejaba que me vieran tan fácilmente “el ojo de gringa”, como también les
llamaban a los azules billetes de cincuenta pesos.
En una discusión durante los entonces inevitables juegos
semanales de canasta, whiskies de por medio (mis amigas beatonas y finas eran
bien whiskeras), sin mayor tapujo señalé que el hecho histórico más interesante
que yo había descubierto en “ciertos mexicanos”, era su hipocresía cultural. Se
les atragantaron los whiskies.
Enronquecían con elogios, de pura lengua para fuera, sobre
las iglesias barrocas del centro, a las que casi nunca iban; sólo asistían de
diario unos cuantos pobres y dos o tres turistas perdidos. Pero se hacían
construir en sus colonias residenciales un tipo bien diferente de templos:
modernos como naves espaciales; iluminados, ventilados, limpísimos, atractivos
como lujosos salones de baile; con alguna moderación en las imágenes (y no
puras bodegas de borrosas y cacofónicas Inmaculadas), y aun así colocaban en
los hincaderos sus pañuelos almidonados, para no ensuciarse las medias nylon —en esos años, ninguna mexicana de
cualquier clase social admiraba más a la Coatlicue que a un buen par de medias nylon— con la basura de las proletarias
rodillas anteriores.
Algún cura de “la nueva ola” (empezaba la nueva ola de los
curas, medio dandies, revestidos de
resplandecientes ornamentos de Balenciaga y hasta medio
existencialistas-en-Cristo: ¡El Altillo!) me dio la razón:
—¡Esos templos no se construyeron para museos tenebrosos,
sino como lugar de oración y de reunión de los fieles! El gobierno se empeña en
mantenerlos como antiguallas para hacerlos más desagradables. Para decir: ¡qué
apestosa y derrochadora fue la época clerical! Si por mí fuera, todo lo
mandaría limpiar y reparar; y lo que hubiese que derribar, ¡pues abajo con
ello! Hay que contar con templos eficaces y no con antiguallas. Precisamente lo
que se hacía en los tiempos virreinales. Nada se construía ni se pintaba “para
siempre”, sino para que sirviera en su
momento; y cuando dejaba de servir, ¡pues se tiraba lo caduco, y se
construían y pintaban nuevas cosas! El gobierno quiere que, si una vieja silla
está rota, siga rota en exhibición perenne: que eso es La
Historia Patria. Puros escombros. ¿Qué memoria nacional
puede ser una memoria de puros escombros? Qué raro que los gobiernos liberales
se dediquen, primero, a bombardear y derribar cuanto edificio religioso
encuentran, ¡y luego conviertan en joyas históricas intocables los escombros
que dejaron!
—Ay, padre, lo van a quemar vivo.
—Ni se crea, Julie; muchos políticos opinan lo mismo, pero
no se atreven a decirlo por el momento. Vendrán tiempos mejores.
Y en efecto, por esos años, supuestamente todavía
anticlericales, surgieron infinidad de nuevos templos con vitrales modernísimos
(¡hasta de Vasarely!), pisos relucientes de mármol, Cristos menos
sanguinolentos y angelitos menos nalgones y mosqueados.
Los nuevos curas hasta tomaron de Walt Disney cuanto
quisieron para amenizar las Sagradas Escrituras: una veía en todas las iglesias
a Bambis de cartulina (años del furor por Bambi
y por Dumbo en dibujos animados),
como el ciervo del salmo que corre “a la fuente de agua viva”. Sólo faltó el
Pato Donald —un Scrooge— como Judas en la Última
Cena.
Pero la academia es dogmática, y a nadie importaba mi
opinión, sino que repitiera las de un Genaro Estrada, un Jiménez Rueda, un
Marqués de San Francisco, un Guiza y Acevedo, un Valle-Arizpe, un Monterde, un
Toussaint, un Justino Fernández y un De la Maza. Había que dar
lección: memoricé sus libros y aprobé mis exámenes. Resulté una gringa un tanto
boba, pero finalmente mona y bienintencionada.
Además, todo mexicano se impone la tenaz misión de convertir
al mexicanismo a todo gringo, como los curas se empeñan en volver católico a
todo protestante. De modo que yo era su tarea inmortal, je: su “misión”. Algún
día ganarían y me verían embobada ante los estípites. Mangos.
Se requirieron pronto mis servicios de traductora para los
paseos históricos de los alumnos y visitantes distinguidos norteamericanos. Me
pasé años de traductora histórica de la legua, de Acolman a Taxco, y de
Tepozotlán a Tonanzintla (¡qué iglesita de cómics es Tonanzintla, qué paraíso
para Mickey Mouse!), hasta que me ascendieron a guía oficial bilingüe. Digo que
también quedé autorizada a explicar historia en español a mexicanos.
Conozco pues todo templo, capilla o convento del centro de
México. Luego, siguiendo a Malraux, se limpiaron y sacudieron un poquito;
algunos hasta se restauraron en forma. Eran a veces, en efecto, preciosos; un
alarde de habilidad indígena y de los arquitectos o albañiles españoles y
criollos, generalmente improvisados, que los levantaron; me seguían pareciendo
rarísimos, con una concepción de la religión y hasta del ser humano que ya la
sociedad mexicana, incluyendo la más conservadora, no compartía. Para nada.
¡Tan estrechos y tan altotes, y llenos de estorbos visuales
(capillas, estatuas, cuadros, confesionarios, enrejados para canónigos, ir y
venir de monaguillos y sacristanes; cajones de limosna, dispositivos para
docenas de veladoras, florerotes y candiles mochos y gigantescos)! ¡Lo único
que jamás se veía era el altar, donde supuestamente ocurría la acción! Ahí, de espaldas al público, se escondía el cura
a trajinar con sus hostias, como el avaro a contar su dinero.
Cuando funcionaban como simples museos, daban tristeza:
vacíos, pretenciosos, pedagógicos. Libros de texto obligatorio de perenne y
engolada Historia Patria. Como los mastodontes marmóreos de Washington. Cuando
también funcionaban como iglesias se veían mejor: los fieles les daban un
sentido actual, aunque contradictorio. ¡Tanta moda Life en el vejestorio de San Pablo!
Esas Inmaculadas de enmarañado largo pelo suelto miraban con envidia a
sus devotas, todas rizadas con tubos o a la permanente.
A principio de los años sesenta, durante una boda en plena
Profesa, tuve que fingir un ataque de tos para no delatar un acceso de risa
loca: el Concilio había transformado el concepto de música sacra, y (desde
luego sin pagar derechos de autor) el clero mexicano adaptaba en castellano
varias canciones de Broadway para acompañar el ofertorio y la comunión. ¿Qué
era lo que se estaba cantando entre la mugre y las antiguallas de La Profesa ? ¡To dream an impossible dream!, aplicado,
claro, a la eucaristía.
Poco después hasta en Huexotzingo se cantaba, con la letra
trucada, música de Los Beatles. Al ratito van a cantar “Like a prayer”, de Madonna, frente a los falsos De Vos, Correas,
Villalpandos y Cabreras. Y a Elvis: ¡Oh Ecce
Homo, love me tender! O a los
Stones. (Yo prefería rezar, cuando me daba por comunicarme con el Más Allá,
entre la naturaleza: en La
Alameda , Chapultepec, El Desierto de los Leones, El Chico,
durante mis paseos, que en semejantes bodegas polvosas de lo barroco-sagrado.
El poeta Carlos Pellicer me daba la razón.)
3
No está bien que una abuela
relate las debilidades y defectos del marido difunto. Hay que cuidar la imagen
paterna, como se dice hasta en Kansas. Y más cuando se trata de un hombre como
Rodolfo, quien siempre me adoró y me consintió, así como a los hijos. No
tuvimos mayores tropiezos que lamentar en nuestra familia. Pero de que era un
calavera, ni negarlo; y eso lo supo todo México.
No me puedo llamar a escándalo. Lo conocí calavera. No fui
su primera novia ni la primera güera a quien propuso matrimonio, aunque creo
que sí la primera que lo aceptó. Los “latinos”, aun con mucho dinero, tenían
una fama terrible hasta en Daylon College. Tampoco yo era una virgencita ni
regaba las flores, como dicen por acá. Pero nos queríamos y creíamos en la
familia. Eso ocurría entonces lo mismo en un rincón de Kansas (bueno, en Kansas
no hay tantos rincones, pero da bien la idea) que en la Colonia Roma : sólo lo
verdaderamente terrible justificaba la ruptura total de la familia: el
divorcio.
De modo que no me divorcié de Rodolfo cuando, sin querer, yo
siempre tan despistada, tan mexicanista de la legua, medio camuflada de tehuana,
explicando a los turistas “cultos” y a los aficionados a la historia “el cordón
de San Francisco” y el “árbol de los Guzmanes”, me fui enterando de sus amoríos
y parrandas disfrazadas de viajes de negocios.
Su fábrica se había ramificado por Monterrey, Guadalajara,
Puebla. No sé cómo le hizo para no quebrar, con semejante vida. ¡Al contrario,
prosperaba y prosperaba! Y el muy menso lo lucía, como buen mexicano que
siempre anda presumiendo todo lo que tiene y hasta lo que no. Diario la
letanía: Que ya era más y más y más rico. Yo me sospecho que la oficial
economía “proteccionista” de esa época, y otros tratos con el gobierno, le
impidieron la ruina que habría encontrado en otro país, pero de inmediato, al
competir con empresarios menos enamoradizos y parranderos.
Tanto presumió su dinero que le cayó el castigo celestial.
Las mujeres mexicanas entonces (y creo que también ahora) estaban legalmente
desprotegidas contra tales donjuanes: les costaba cien pesos en los juzgados
sacarle al seductor un peso por engaño o abandono, o para pensión de sus hijos.
Pero las norteamericanas habían avanzado más. Y ya les conté
que a Rodolfo lo chiflaban las gringas de ojos azules y verdes (más los azules
que los verdes). De modo que un buen día me citó un empleado del Consulado de
los Estados Unidos. Resultaba que mi entrañable Rodolfo se había hecho de dos
queridas, una en Monterrey y otra en Guadalajara (eché de menos a alguna en
Puebla), ¡ambas gringas, güeras y de ojos azules!
No se había casado también con ellas, afortunadamente, pero
sí las había seducido en territorio norteamericano, presentándose como soltero
y con formales promesas de matrimonio ante infinidad de testigos. Eso allá
puede constituir un delito: una especie de fraude, y las despechadas se atreven
a reclamar a los donjuanes ricos por millones de dólares.
Las había traído a México, las había nacionalizado no sé
cómo, y claro: les había puesto casa y hecho varios hijos. Le estaban
reclamando un dineral en tribunales de Houston e Ithaca. El empleado consular
me informaba de la situación y casi me aconsejaba interponer, como la esposa
legítima, y cuanto antes, mi propia denuncia, para ganar prioridad en el atraco
conjunto de las güeras ojiazules a los bienes de mi marido, ya calvo y panzón.
Que si lloré, que si no lloré; que si le menté la madre, que
si me pidió perdón de rodillas; que si le impuse recámaras separadas; que si en
respuesta me llevó un gallo de veinte mariachis, a quienes corrí ipso facto a florerazos (siempre he
detestado a los mariachis y a los tríos; otra cosa es la marimba); que si acudí
a mi conciencia (caminando como loca con mi rosario por los Viveros de
Coyoacán), y sobre todo a la de mi madre, en una larga distancia a Kansas que
duró tres horas (mi madre en eso resultó casi michoacana: “¡La familia es lo
primero! ¡Siempre al lado de tu marido y de tus hijos! ¡Que esas prostitutas
cazafortunas no le quiten ni un centavo, porque también es tu patrimonio y el
de tus hijos!”.
Total, me alineé como buena soldadera al lado de Rodolfo,
ahora sí que como María Félix al final de Enamorada,
con trenzas y todo. (Por cierto, para regatear en la Merced y en la Lagunilla , me daba la
chifladura de peinarme de trenzas: nada conmueve más a un marchante mexicano
que una güerita con trenzas y listones de colores. Se sienten halagadísimos.
Hasta quisieran regalártelo todo.)
Rodolfo siempre tuvo suerte, el mañoso. Todo su dinero en
bancos norteamericanos pasó a mi nombre de soltera (nos habíamos casado en
México). No le arrancaron un dólar, aunque estuvo años sin poder entrar
legalmente a los Estados Unidos (lo hacía a cada rato con un pasaporte
“oficial” falso y otra identidad).
Y lo peor, lo peor (ya para entonces mis hijos eran
adolescentes), es que terminamos como los chamacos locos que bailaban conga en Daylon
College: me visitó con mayor frecuencia cuando estábamos peleadísimos y en
recámaras separadas que cuando roncaba sus borracheras, a toda máquina, a mi
lado. Y para que vean que también en Kansas se cuecen habas, ¡a veces nos
peleábamos a risa y risa, ambos, como si estuviéramos cometiendo una simple
travesura! (Es justo señalar que dejó en
su testamento cantidades considerables para tres de los hijos de sus
aventuras.)
4
Ustedes pueden colegir que
en los primeros años de mi matrimonio, Rodolfo aplaudió mis aficiones
mexicanistas para darle más fácilmente vuelo a la hilacha. Pero también porque
me veía contenta. Luego, cuando se reformó (o dizque reformó: o lo reformaron
el envejecimiento prematuro y la mala salud a los que lo condujo su ajetreo), siguió
aplaudiendo cuanto se me ocurriera.
He sido siempre una mujer robusta, alta, de buen sueño y
costumbres sencillas, con demasiada energía: en sus últimos años, debió haberle
causado todo un alivio tenerme algunas horas fuera de casa. Todavía hoy, puedo
ir con mis nietecitos a los toros (no todas las gringas nos desmayamos frente a
los toros), al futbol, al mercado, y ni quien se atreva a faltarme al respeto.
O así le va.
En justicia, debo colocar en la balanza que yo también me di
el lujo de uno que otro novio, no siempre tan platónicos, pero sin la
exageración de Rodolfo, quien en cuestión de amores me parecía uno de esos
personajes de canción ranchera, gritoneada por marichis ebrios y medio meados
en el Tenampa.
El primero fue el hondureño cabrón, de nariz de pájaro. Me
sedujo con el truco de fregarme a sol y sombra con el mote de “inocente”, o sea
el de gringa boba. Yo ya tenía mi Maestría en Historia, de la Universidad Nacional ,
con mención honorífica; y tesis sobre “Las resemblanzas o ‘citas mexicanistas’
en la plástica prehispánica, colonial, pintoresca del siglo XIX y el
muralismo”. Esas cosas parecían una genialidad en los años cincuenta.
Edmundo O’Gorman quiso rezongar un poco durante el examen,
pero ahora sí que nos miramos de feroces ojos claros a feroces ojos claros; y
terminó aprobándome y asistiendo a la gran tamalada con que celebré en casa mi
recepción profesional. Luego anduvo diciendo que no me había aprobado por mi
tesis, que según él era “disparatada e indigesta”, sino nomás por mis tamales
“de celestial monjita de Antequera”. Cursi y mamón, el sabio O’Gorman. La
verdad es que me había tenido años en el Archivo General de la Nación localizando y
fichando documentos para sus obras
eruditas.
El hondureño cabrón carecía de todo aval académico, pero
dizque era poeta, y publicaba sus ocurrencias en varios periódicos. Eran textos
un poco literarios (para disimular su falta de conocimientos históricos), donde
narraba, por ejemplo, que entraba a tal museo o recinto y una bellísima musa imaginaria,
con huipiles guatemaltecos y milenarias joyas zapotecas, sostenía con él
discusiones sesudísimas y llenas de arranques líricos. Esa musa inconsútil y
discutidora, algo deletérea, se llamaba Ligeia
(Poe, por supuesto). Era yo.
Por esos años el museo de piezas prehispánicas estaba en
Palacio Nacional, sobre la calle de Moneda. Era tan tétrico y oscuro como
Catedral, Santo Domingo o La Profesa. También le faltaba (y a todo Palacio
Nacional) su buena escobeteada y un montón de ventanas o respiraderos. En esto
también los mexicanos son exagerados, excéntricos, seguidores del peor cine del
Indio Fernández, con el rigor mortis de la fotografía de Gabriel
Figueroa.
Todas las piezas prehispánicas, que en sus buenos tiempos
estuvieron al sol, en las propias pirámides, plazas y exteriores de otros
edificios, las exhibían en salas sombrías como cuevas. Así se veían más
terroríficas, supongo, más misteriosas: con mayor “pátina” de cubil de
caníbales. Y claro: no se distinguía nada en detalle. (Volvieron a las andadas
hace unos cuantos años, en la exposición de no sé cuantos siglos de arte
mexicano, en San Ildefonso. ¿Por qué la lata mexicana de concebirlo todo en
“docenas de siglos”? Toda piedra es milenaria. Y el más humilde cerro resulta
más antiguo que cualquier énfasis de museografía cavernícola. Punto.)
Los grandes artistas náhoas no esculpieron monolitos para
encerrarlos en clósets ni en cuevas. Era escultura solar, de exteriores.
Tampoco para estar arrejuntadas como en camión de segunda (ya no hay camiones
de segunda: digamos, en pesera, o en metro), sino aisladas y bien destacadas, a
la vista de la muchedumbre.
Bueno: pues ahí estaban el poeta hondureño y Ligeia discutiendo. Ella decía que a
esas piezas les faltaban luz, espacio, muchedumbre y... ¡sangre! ¿Se trataba o
no de destripar víctimas propiciatorias? El hondureño fingía escándalo, feliz
en su fuero interno de que se denostara a los aztecas (como buen
centroamericano, se sentía maya, celosísimo de la preeminencia azteca; y por
entonces se creía que los mayas habían sido unos santitos que nomás contaban
estrellas y jamás cometían travesura alguna).
Decía el hondureño que en tal caso el Vaticano debiera estar
tapizado de las osamentas (si se pudiesen exhumar) de los millones de
asesinados en las guerras entre sectas, y los de las cruzadas y en la conquista
de otros continentes, como las fotos de los campos de concentración
hitlerianos. Ligeia respondió, con
voz del Cuervo de Poe: “Me parecería
lo más justo. ¿Por qué sólo Cristo y los mártires han de ser exhibidos en su
desgracia? Que se exhiban también las desgracias que tales “sufrientes”
provocaron a otros pueblos, a otras religiones”. (Como se ve, sigo igual que en
Kansas: antipapista; que mi compadre san Cayetano, a la edificación de cuyo modernísimo
templo en Insurgentes Norte contribuyó abundantemente mi marido, me perdone.
Luego le mando sus flores: He nombrado a san Cayetano el protector oficial de
las gringas bobas.)
No sé si me gusta o no el arte azteca. Pero me impresiona.
Debo decirlo: me horroriza. Lo admiro con el horror de ciertos grabados y
cuadros de Goya. Los mayas, en cambio, me fascinaban: esos efebos, esas estelas
como páginas de inconcebible geometría. Ya dije lo que entonces se pensaba de
los mayas. Ahora acaso haya que admirarlos también
con terror.
Eso decía en los diarios Ligeia.
El hondureño cabrón de nariz de perico le respondía que no había que leer
“literalmente” ese arte, sino como “símbolo”, como “forma pura”. ¿Símbolo,
forma pura el arrancadero de corazones? ¡Pues que sí! De la misma manera se
admiraba en el Viejo Mundo a Ares, a Apolo, a Atenea, a Artemisa, a Zeus, a
Hera, a Poseidón, cuyas atroces aventuras cantan los libros clásicos; y de las
que —atacó Ligeia— sólo nos olvidamos
por debilidad pornográfica, frente a su look
nudista de cover girls y top models.
Ligeia añadió una
frase de alguna celebridad europea de la época (no he encontrado la cita en
Gide ni en Valéry, pero me suena más a éste último, aunque el primero se
atrevió a “aburrirse” con “el bélico acento” de La
Chanson de Roland):
La Ilíada es una historia de asesinos, una
aburridísima nota roja como directorio telefónico de apuñaladores arbitrarios y
mañosos; una exaltación del guerrerismo y la masacre totalmente injusta. Las troyanas tenían toda la razón.
Ligeia sonaba muy
drástica en los periódicos mexicanos de los años cincuenta, pero en Europa se
tomaba muy en serio la frase extremista de Theodor W. Adorno de que, después de
Auschwitz, constituía casi un crimen la poesía lírica (la cita probablemente es
inexacta, pero así circulaba).
Ligeia, en esos
años, estaba horrorizada de la guerra y del arte guerrero. La aterraban
particularmente la
Unión Soviética y los propios Estados Unidos, enloquecidos en
su producción de bombas. Estuvo a punto de quemar su pasaporte norteamericano
en una manifestación semicomunista en Avenida Juárez.
Se parecía a sus contemporáneos de medio mundo... menos de
los de México, quienes no había sufrido la guerra y ya habían olvidado los
costos humanos de su Revolución; seguían venerando a puro prócer de batallas y
cantando su bélico himno: “¡Mexicanos, al grito de guerra,/ el acero aprestad y
el bridón./ Y retiemble en su centro la tierra/ al sonoro rugir del cañón!”. ¡Cuánto
aztequismo criollo! Y mestizo. Con razón destacan tanto a los aztecas, sobre
infinidad de pueblos mesoamericanos menos guerreristas. Yo prefiero a los
totonacas, a los Voladores de Papantla.
¿Pero qué quería decir el hondureño cabrón de nariz de cacatúa
con eso de que había que olvidar la historia azteca, y ver en sus monolitos “la
pura forma”? Primero, claro, que había que disculparlos. Ligeia arremetía: No fue una extranjera boba y turistona, sino
multitud de pueblos mesoamericanos, quienes se quejaron ante Cortés, y tomaron
las armas a su lado, para acabar con esos Hitlers de grandes penachos de
quetzal; tan estorbosos, si hemos de creerle al Códice mendocino.
Aquí ardió Troya, hablando de Hitlers; y agradezco a Dios y
a todos los angelitos cachetones de Tonanzintla que nadie haya identificado a Ligeia. Los lectores la tomaron como un
simple personaje caricaturesco del extranjero bobo e ignorante, sobre todo del
“pinche gringo”, quien se permitía alegremente echar bombas H en Hiroshima y
Nagazaki, y arrasar Corea desde bombarderos (¡todavía ni siquiera llegaba
Vietnam!), pero ni aun después de medio milenio les perdonaba a los aztecas su
chulo ábaco de cráneos semiputrefactos (aunque hay quien defiende que se
trataba de puros cráneos mondos y lirondos —el tzompantli—), ni unos cuantos costales de corazoncitos tiernos.
La gringa boba era un personaje típico del teatro de los
años cuarenta y cincuenta de México (un dialogo de Novo, las carpas), del cine
(Tin Tan, Pedro Infante), de la radio, de las novelas. Al mexicano se le
trataba igual del otro lado: ¡lo que, dizque con la mejor intención, hizo
Hollywood de Cantinflas en Pepe!
Por “forma pura” había que ver en los aztecas a puros
precursores de Picasso y Henry Moore, de los fauvistes y los expresionistas alemanes; de Dadá, Artaud, Breton y
Tamayo. ¡Qué pedantería! A Ligeia no
le gustaban los vanguardismos: era fervorosa partidaria de Diego Rivera (no en
sus amontonaderos demagógicos de políticos contemporáneos, como en la escalera
de Palacio Nacional, sino en su gauguiniana recreación del indio popular, en la
vegetación, en el mercado, en sus fiestas y bailes, con las marchantas de
flores y las madres-niñas que en su rebozo cargan el bebé a la espalda:
porciones de San Ildefonso, Educación, Chapingo, Cuernavaca; tanta obra de
caballete).
Por entonces, ya muerto, ¡cómo se volvió deporte nacional
fastidiar a Diego Rivera! Cuando algo de veras horrible inventan los mexicanos,
como los mariachis y los tríos, ¡cuánto lo celebran! Si logran algo bueno: a derribarlo a
pedradas. Ligeia siempre defendía a
Diego, incluso comunista y dizque caníbal y todo. (De Frida se sabía muy poco
en aquel tiempo: casi no exhibía.)
Incluso, para molestar al hondureño, Ligeia alegó que ¿con qué derecho se permitió, durante milenios o
siglos, a miles de artistas, pintar puras caras de santos, reyes y pontífices
—los políticos, en ocasiones viciosos y cruentos, de su época—; y sólo ahora y
sólo a Diego se le reprochaba que pintara apenas un centenar de veces (bueno:
que sean doscientas) a Lenin y a Zapata? ¡Vayan a contar los Santiagos y otros
apóstoles matonsísimos; reyes, pontífices y soldadones en pie de guerra, con
todas sus armas, en los museos europeos! O nomás échenle un ojo a los librotes
“de arte” sobre Napoleón.
El hondureño cabrón con pico de guacamaya reunió sus Cartas a Ligeia, en un volumen
lujosamente ilustrado a costas de la Secretaría de la Presidencia ; ganó el
Premio Nacional Manuel Acuña de Letras y la Orden del Águila Azteca.
Ligeia cree ahora
que el Pico de Pato tenía razón en buena medida. Algo deben expresar esos
monolitos que impresiona, que conmueve más allá del terror, incluso a la gente
pacífica, a los espectadores no-sanguinarios. “La pura forma”. Pero, incluso en
su vejez, Ligeia sigue haciéndole
chistes al cabrón hondureño —quien ha escrito, con una infidelidad que no he de
perdonarle, otras Cartas, ahora a
cierta musa Belén, mulata, cubana,
unos cuarenta años menor que yo, sobre la pintura abstracta, el arte pop y esa tomada de pelo que son las
“instalaciones”; volumen también oficial, lujoso y laureado—: ¿Qué de sublime
“forma pura” tiene un Tláloc con lentes? ¿Era miope? ¿No se le mojaban ni
empañaban las gafas durante sus tormentones en Teotihuacán? ¡Y tantos Tláloc
con anteojos, que su pirámide parece aparador de óptica! ¡La “forma pura” de
las gafas!
Y basta de Ligeia
y del hondureño cabrón, con pico de tucán y amarillentos colmillos postizos,
retacado de medallas mexicanas. En ciertos epigramas clandestinos, Salvador
Novo lo ridiculizó de lo lindo; también, el malvado Novo, sin conocer su
identidad, le jaló las orejas a Ligeia.
5
Ya sé que me van a decir
que las gringas güeras (sobre todo las maduronas) van a iglesias ruinosas y
museos, plazas típicas y paseos culturales, nomás a ligar nativos o latin lovers. Bueno: tales insignes
sitios y recintos a veces cumplen funciones menos nobles, como bailes y
comilonas de financieros, caciques sindicales y políticos. Han servido de
escenografía para concursos de belleza y para los falsetes y jeremiqueos de las
rondallas del Bajío.
¿Y por qué, sobre todo en las mujeres, sólo ha de ser lícito
ligar en tugurios urentes como los de Garibaldi? ¿Acaso durante siglos las más
decentes, serias y limpias muchachas de México no han echado novio en el
interior y en el atrio de las iglesias, en los jardines y plazas públicas
(dando vueltas alrededor del quiosco), a la salida de la escuela, en los cines,
en su camino a la panadería? ¿No fue Frida a conquistar a Diego frente a uno de
sus murales?
Como a mí me dio por el mexicanismo, resultó natural que
encontrara amistades, pretendientes y novios durante mis tareas culturales. A
los ligadores que cazan gringas en sitios de cultura, por lo menos les cuesta
su trabajo intentar alguna conversación elaborada, y presentarse (eso en
aquellos años) más bañaditos, despiojaditos y peinaditos, en contraste con
tanto engreído lanchero de playa o del asfalto. ¡Este México donde se dan harto
paquete los ligadores de lobby de
hotel, apestosos a loción barata; y se desprecia al empeñoso galán que tiene
que trepar toda la Pirámide
del Sol en pos de su elegida extranjera! No comprendo.
En el propio Castillo de Chapultepec me salió otro novio.
Cerca del sitio donde se dice que se arrojaron los Niños Héroes. (Sé que no
eran tan niños. He revisado el lugar, lo he trepado y destrepado, y no muestra
un talud tan pronunciado como para que hayan caído tan fácilmente hasta el pie
del cerro en un segundo. Se habrían caído uno o dos metros y ya.)
Bueno: estaba yo profiriendo maldición y media contra la vedette de Carlota y sus franceses,
contra ese museo como “camerino de ópera”. Entonces el Castillo estaba lleno de
puro lujo imperial: vajillas, muebles, joyas, alfombras, cortinas, espejotes,
probablemente falsos y producto del gusto de las esposas de Don Porfirio y
Obregón, si no francas imposturas recientes de los museógrafos; y la gente
desde luego admiraba hasta las lágrimas a una emperatriz que sabía vivir como
toda una actriz de cine, una María Félix), cuando Speedy González (lo llamaremos así, porque este loco, necio y
desconsiderado me hizo luego la vida de cuadritos), me soltó una andanada de
insultos.
Lo que más me dolió fue que captara con tal aplomo mi acento
gringo. Ya me había encontrado yo a muchísimos güeros en México, dedicados a la
ranchería. Así que ni mis ojos ni mi cabello constituían mayor escándalo. Y
muchas personas me habían jurado que el acento inglés (si es inglés lo que se
habla en Kansas, cosa que se suele negar en Harvard) ya no se me notaba para nada; y menos entonces, cuando
todos los mexicanos andaban agringadísimos con sus hot dogs, sus O.K., sus Kodak, Chevrolet, Banana Split,
Oldfashioned, Bikini, Sunbathed, Wash and Wear, Revlon, Lovable y Helena
Rubistein, y cuanta frasecita pescaran en un comercial o en una película.
El See you later
alligator!, que bailaba hasta Resortes, venía siempre en seguida del vals canónico en las fiestas de quince años
de la más folklórica vecindad. El maestro Novo ya vociferaba contra el Spaninglish y Octavio Paz se había
aventado la payasada de que la putrefacción de la esencia de México era “el
pachuco”. (Se trataría en todo caso del pachuco de Pachuca, ciudad por entonces
polvosa y apestosísima.)
Por otra parte, ya cundía del otro lado la voz de alarma
sobre “la invasión demográfica” de los braceros e inmigrantes mexicanos: que
solapadamente andaban recuperando todos sus antiguos territorios, y hasta otros
más, como Chicago y Nueva York; que tanto idioma español por todas partes
amenazaba con destruir la “unidad cultural” (!) de los Estados Unidos. Y hasta
Ella Fitzgerald cantaba, con gran éxito, a Consuelito Velázquez: “Bésame mucho”
(Kiss me, kiss me forever). Pocos
años después se vería al presidente Kennedy y a Jackie “postrados” ante la Virgen de Guadalupe en la Basílica , recibiendo la
comunión de las manos “indígenas” del arzobispo Miguel Darío Miranda.
Pues ahí tienen a Speedy
González, estudiante de Derecho bastante guapo (y tan “caucásico” con su
bigotito recortado a la
Errol Flynn , que pudo haberse paseado a sus anchas por una
convención de republicanos), ¡denunciándome como
agente de la CIA !
(La CIA era una
institución reciente, y me avergonzaba y repugnaba, como a buena parte del pueblo
norteamericano, hasta la punta de los pelos. Resultaba ni más ni menos nuestra
KGB, nuestra Gestapo. Y lo decíamos en alta voz.)
Era política de la
CIA , teorizaba Speedy,
denigrar a los países “latinos” (ergo,
Carlota) sólo para exculpar a los “anglosajones” de sus tropelías. Obviamente
resultó lector de Alamán, Pereyra y Vasconcelos: Maximiliano (¡austriaco!) por
lo menos quiso una patria “latina”, dentro de la hermandad “latina” de
naciones; y entregó su vida por “crear un bastión latino contra el imperialismo
yanqui” y etcétera, etcétera. (¿Pero acaso Britannia
no fue muy latina: una importante
provincia romana... lo que no sucedió con México, patrimonio durante siglos de
los sajones Habsburgo? ¿No hay mucho
de latín en el idioma inglés y en la cultura inglesa? ¿No todo Washington imita
—parodia— a Roma... mientras todo el Distrito Federal se conforma con imitar
—parodiar— a Los Ángeles? ¿Quién, a la larga, es más “latino” o “sajón” que
quién?).
Me reclamó perentoriamente, por supuesto, la devolución
inmediata de Texas, Nuevo México, California y demás territorios robados. Como
si yo llevase conmigo, en el monedero, la friolera de unos 2 millones 500 mil
kilómetros cuadrados. Le contesté que reconocía la injusticia de tal despojo
territorial (hasta cierto punto:
también los españoles y mexicanos despojaron a muchos indios; que habían
atracado a otros, quienes...), pero que lamentaba, por el momento, no poder
atender su comprensible y vastísima reclamación; la que, de cualquier modo,
sería más formal y sensato presentar, con el mismo alarde de bravuconería con
que me insultaba, a la
Embajada de los Estados Unidos o a la ONU. No tartamudeé ni
pronuncié una sílaba falsa en mi español. Pero la ira me había puesto más roja
que un jitomate.
Mis alumnos o “guiados” parecieron en un principio estar de
su parte. Pero cometió el error de llamarle “pinche gringa” a una dama; y no
faltó alguna señora del grupo, bastante humilde, quien sin más averiguaciones
lo tildó de majadero, y lo mandó a buscar mejor cosa en qué entretenerse, si no
tenía nada de provecho que hacer. Siempre he simpatizado más con las mexicanas
que con los mexicanos:
—¡Siga usted con su clase, por favor, miss!
—Gracias, señora: Estábamos en que el Maréchal Bazaine, un traidor, un corrupto y un cobarde a quien se
execra en la propia Francia; y fue condenado primero a muerte y luego a prisión
perpetua en una isla remota, de donde por supuesto se escapó...
A los quince días llegué con otro grupo al Castillo de
Chapultepec, ¡y ahí estaba Speedy
González! No suelo ser nerviosa ni mucho
menos timorata, pero a ninguna maestra o guía de aficionados a la historia le
gusta que un barbaján, en un instante, destruya el efecto y los conocimientos
que una se tarda hora y media en comunicar al grupo. ¡Y que le costaron tantos
años de difíciles estudios adquirir!
Caminé de sala en sala impartiendo la peor exposición de mi
vida. (Hasta olvidé mi “aria de bravura” de indicar que las tropelías cometidas
por el ejército norteamericano en México, les fueron cobradas con creces
durante su Guerra Civil.) Pero Speedy
González no me volvió a denunciar como agente de la CIA , ni siquiera abrió la
boca; de hecho no se integró al grupo, se limitó a seguirnos a cierta
distancia. Al final se me acercó con toda cortesía, me ofreció disculpas y me
regaló un prendedor con la imagen de la Virgen de Guadalupe, que rechacé. (Semanas más
tarde tuve que aceptarlo, porque resultó que lo había hecho él mismo, con sus
propias manos, pues tenía la afición de las artesanías.)
Speedy era
demasiado joven, demasiado atractivo y demasiado loco. Se enamoró de mí como un
desesperado de película. Yo creo que se imaginaba que conquistarme a la brava
era su modo de recuperar El Álamo. La gente loca es contagiosa, y al rato yo
andaba haciendo locuras: iba a bailar con él a tugurios espantosos, pero dizque
“auténticos”; desafiábamos a la policía con manoseos descarados en los parques
públicos; me obligó a inventar una excursión a Chichén Itzá para acompañarlo a
Acapulco. Un montón de locuras que pueden resultar fatales en una mujer de
cuarenta y tantos años, por muy guapa y “juvenil” que intente conservarse.
Rodolfo lo intuyó todo y se abatió por completo. Su mirada
de tristeza me impedía deglutir hasta los corn
flakes del desayuno. Mis hijos, ya grandecitos, creyeron que me estaba
volviendo neurótica, con tantos tatamudeos, confusiones, explicaciones sin pie
ni cabeza, lágrimas repentinas:
—Ay mami, ¿no te caerían bien unas sesiones con el
sicoanalista?
Entonces me dominó un llanto histérico, pero interminable,
hasta que me llevaron a mi recámara, me dieron un somnífero y soñé dos o tres
horas unas pesadillas que ni la Coyolxauhqui.
Speedy no admitió
que rompiéramos. En vano razonamientos, ruegos, súplicas, llantos. De plano me
exigía que me divorciara de inmediato para casarme con él. Que me tenía “metida
en el alma”. Llamaba por teléfono a casa a todas horas, y tuve que inventar
toda una historia surrealista para cambiar de número. Con el fin de escondérmele,
debí pedir licencia de varios meses como profesora ambulante o guía de
aficionados a la historia (fue entonces cuando aprendí a bordar chaquira, en lo
que me volví campeona); empecé a salir siempre con el chofer a todas partes,
hasta para ir al salón de belleza de la esquina.
Todos los días llegaban a casa cartas y ramos de flores que
las sirvientas, sobornadas por mí, debían destruir y esconder en la basura
sigilosamente y al momento. Un día me dijo Rodolfo: “Fíjate que la Colonia del Valle ya me cansó.
No es la misma de antes, mijita. Me ofrecen una casa bastante cómoda en San
Ángel, a buen precio; tiene un jardín más grande”.
¿Y dónde creen que me volví a encontrar a Speedy, muchos años después? ¡Pues en el
Estadio Azteca! Llevaba yo a mis nietos al futbol (mis hijos y sus esposas me
salieron bastante huevones en eso de criar niños: se apoltronaban a jugar
turista o a ver con ellos la tele, y ya). Un gentío enorme. Él ya vestía, y
debía serlo, como todo un abogado de importancia. ¡Hasta para ir al futbol, con
su esposa y su bebé!
Todos nos empujábamos para entrar, porque había un caos
enorme en la puerta. Chabela y yo abrazábamos a mis nietos como fornidas Mamá
Ganso, o Mamá Gallina, según dice ella. Abuela abuela sería yo, pero la misma
güerota robusta de siempre, que no me dejaba de nadie, y le entraba sabroso a
las mentadas; y empujaba duro, aunque por ahí me gritaran: “¡Pinche gringa, no
empuje!”. (Me descubrían lo de gringa porque cuando los chamacos de la chusma
se pasaban de albureros, los consternaba con dos o tres maldiciones de
importación.)
Pues ¿creerán que así y todo, con su chamaquito sobre los
hombros, y su esposa de aire sometido y mustio detrás, a unos cuantos pasos,
tuvo el empacho de emparejárseme y soltarme, con esa voz de Arturo de Córdova
cuando quiere y no quiere llorar: “¡Tú me arruinaste mi vida entera!”?
Uno de mis nietos me preguntó:
—¿Qué te dijo ese señor, abue Julie?
—Anda revendiendo boletos, mijo.
—¡Nosotros ya tenemos boletos! —le espetó mi nieto mayor,
con toda la decisión de un aficionado al futbol en pleno mediodía de domingo.
Providencialmente fluyó entonces la muchedumbre. Y al ratito
ya estábamos en nuestros asientos mis dos nietos, la gran Chabela y yo,
gritándole puras vivas al Atlante. A fin de cuentas, la patria de una abuela
son sus nietos. Y cierro con el escudo del Atlante mis tribulaciones como
mexicanista.
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