EL
ESTANQUILLO
Le
decían don Arturo incluso los clientes más viejos que él, que eran la mayoría,
pues no resultaba nada atractivo para los jóvenes ese estanquillo destartalado
y casi vacío, con su estantería apolillada y mugrienta, apenas utilizada por
aquí y por allá con unas cuantas mercancías baratas que nadie sabía desde
cuándo se empolvaban.
El estanquillo era un homenaje orgulloso a
la desolación, una especie de nirvana doméstico que sobrevivía a las vueltas
del tiempo: había durado décadas en esa calle céntrica, en los bajos de un
hotelucho abandonado y en litigio, con sus vidrieras imperturbables, que ya de
tan viejas no podrían cambiar más, sino hacerse más ellas mismas a la vez que,
en frente y en torno suyo se alzaban y derrumbaban edificios, se abrían y
cerraban nuevos comercios y empresas, florecían y decaían novedades; y todo
moría, en fin, menos el estanquillo pardo de los cigarros más baratos y de las
más viejas latas de sardinas.
Simplemente por rutina, algunos de los
empleados y vecinos se habían hecho al hábito de comprar ahí cualquier cosa,
mejorales o refrescos, y a las horas ajetreadas muchos clientes preferían el
estanquillo polvoriento a hacer colas en las tiendas más o menos prósperas del
rumbo.
Además, y de ahí provenía el milagro de
que sobreviviera en su ruina, la esposa de don Arturo vendía unas tortas
famosas (alguien aseguraba que el secreto estaba en el chipotle) a precios
exagerados, pero no se dejaba llevar por su éxito: en cuanto se agotaban las
tortas de la canasta habitual, la señora alzaba su mesita de la puerta del
estanquillo y desaparecía en la trastienda.
Don Arturo no tenía una presencia muy
respetable; era una figura larga y flaca de cuero correoso percudido, con la
nariz chata sobre un amarillento bigote hirsuto y una desdeñosa sonrisa desde
el hueco de dos dientes.
Y no provocaba temor alguno, sino una
especie de incomodidad de molestarlo: a tal grado mostraba su carácter
absolutamente solitario, como si alguna vez hubiera decidido para siempre, y lo
hubiera cumplido con terca fidelidad, mandar a todo el mundo al carajo,
incluyendo por supuesto a su mujer, a la que apenas gruñía, y a sí mismo: se
llevaba a cuestas con desagrado y total descuido, y hasta se diría que con un
fatigado e incorregible tedio por su propia persona.
Sin embargo, don Arturo tenía una fuerza y
una salud geológicas: nadie lo había visto enfermo, y si bien es cierto que no
mostraba más señales de alegría que algunas infrecuentes risillas de compromiso
ante algún chiste obsceno o ante un comentario malévolo sobre asuntos
deportivos, tampoco se le conocían claras expresiones de tristeza ni de
nerviosismo, mucho menos de hartazgo o de desesperación.
Era una vieja máquina de refrán, de las
que no se rompen ni se descomponen, y que sobreviven a las relucientes
innovaciones débiles.
Abría el estanquillo sin esperanzas, lo
atendía sin ambición y sin prisas, y lo cerraba sin mayor fastidio que aquel
con que había comenzado el día.
Nadie
sabe cómo llegó a establecer el estanquillo, aunque las opiniones se inclinan,
como sucede con todos los chismes, por los lugares comunes de la vieja
literatura: la tiendita ya estaría en ruinas cuando el joven Arturo, que no
encontraba empleo donde ahorrar ni prosperar, sino puras chambas para apenas
irse manteniendo, conoció a la que sería su mujer, que no era joven ni guapa, y
que a duras penas sostenía a la madre enferma y viuda en la trastienda. Como en las viejas novelas.
Pero ante una figura como recortada de una
amarga novela del siglo XIX, no falta quien extrañe un toque romántico. En días pasados escuché, a manera de
explicación de su carácter, esta probablemente falsa versión de la hora --acaso
los minutos-- que le decidió el destino.
Resulta imposible, desde luego, imaginarse
alguna vez guapo y fogoso a don Arturo, aunque ahora apenas pasara de los
cincuenta años, pero en fin, alguna tarde estaría ya ahí, casi adolescente,
recién instalado con la huérfana, tratando de remendar, pulir y barnizar los
viejos muebles, de poner orden en la contabilidad y, en suma, de irle
arrancando al negocio, gota a gota, la utilidad diaria que, sabiamente
invertida, se dice, constituye la base de la noble riqueza, del éxito
vivificante y del bienestar familiar.
Mi narrador, ciertamente anciano y
nostálgico y rencoroso de la juventud perdida, con algo de desengañado
moralismo oculto en la urdimbre de su relato, recurre demasiado obviamente a
dos mecanismos ya desprestigiados: 1) condensa la historia de una personalidad
en un solo motivo, en una palabra única, como si la conducta --y sobre todo la
conducta que dirigiría un destino-- no admitiera necesariamente múltiples
causas, y 2) desde luego: Cherchez la femme.
Pero en fin, asegura que el muchacho
Arturo, crecido en la orfandad y en la pobreza, y acostumbrado como muchos en
esa situación a no esperar nada de la vida para el día siguiente, sino apenas
la milagrosa existencia del minuto actual, se había ensoberbecido a tal grado
con el golpe que esa fortuna le traía, con una mujer fea y jamona pero estable,
un sitio detrás del mostrador, que dio por soñarse un futuro cada vez más
promisorio: la vida le abría las primeras puertas del castillo, ya vendrían a
continuación las escalinatas, los pasadizos, las cámaras, las arcas y los
torreones.
Desde ese mismo sitio detrás del mismo
mostrador, veía pasar a un ejecutivo joven que tenía oficinas en el rascacielos
de enfrente; ya no lo miraba con la anterior indiferencia díscola, escondida en
un semblante casi brutal de tan amargo, sino con una especie de modesta
veneración, pues en él veía minuciosamente dibujado su propio futuro: el
aspecto de salud firme y floreciente, los ademanes instantáneos del hombre acostumbrado
a mandar y que automática y tranquilamente se hace cargo de cualquier situación
inesperada, para resolverla con limpieza y reinstalar el curso normal de las
cosas; los rasgos sensuales, casi paradisiacos, de un rostro y un cuerpo
ciertamente atractivos que sabían disfrutar de los goces sin avidez, sin riesgo
y sin gula, hasta con alguna regia condescendencia, como si los propios
placeres y las comodidades quedaran muy obligados de que tal señor los
admitiera. Y claro: ¡la femme!
Había
una secretaria ilustre. Tanto lo parecía, que el joven Arturo no podía ver a
las altas damas en las secciones a color de los periódicos sin extrañarse (e
indignarse) de no encontrarla. Algún matiz adúltero debió haberse cocinado
entre la secretaria ilustre y el ejecutivo joven, porque dieron en reunirse
frente al estanquillo, ya cuando él la recogía casi anónimamente en su
automóvil inverosímil o cuando, más terrenos y precipitados, simplemente se
veían y echaban a caminar hasta perderse en la siguiente esquina.
Quizás los hombres maduros o los chamacos
"palurdos" (aquí adjetiva mi galdosiano narrador) hubieran deseado a
la brillante dama simplemente por instinto y con apremio, pero el joven Arturo
era mucho más delicado que eso; ni siquiera sentía celos de que la poseyera el
ejecutivo joven, incluso le parecía justo; los miraba reunirse o separarse con
una especie de solidaridad inocente y alegre: al fin y al cabo redundaba en
provecho suyo, ya que el propio futuro que veía como dibujado en el ejecutivo
debería traerle, a su debido tiempo, una secretaria equivalente. El ejecutivo
era como un anuncio de su propia fortuna: algún día sería como él.
En esa mujer Arturo veía todo el esplendor
y la fertilidad de la vida, y no comprendía cómo era posible que todos los
hombres del mundo no estuvieran enamorados de ella, pues tenerla era como gozar
del mundo entero entre los brazos.
Llegó Arturo a cruzar algunas palabras con
ambos, cuando entraban al estanquillo a comprar cigarros o pastillas de menta;
los tenía al alcance de la mano, y estaba pronto a tendérselos al menor ademán
que hicieran de dirigirse hacia él.
Advirtieron la solicitud del dependiente,
y algunos días lluviosos o aquellos en que debían esperar unos minutos, se
guarecían ahí, donde no faltaban dos buenas sillas, apartadas para ellos con
unos indescriptibles racimos de negras y abundantes uvas de plástico.
Y ahí comenzó la tragedia un mediodía de
marzo. Ella lo esperaba nerviosa. El
llegó lívido. Al verlo, la secretaria
ilustre soltó a llorar. El se exasperó y
trató de sacarla del estanquillo. Ella se aferró al mostrador y tiró una
canasta de pan.
Los clientes quisieron defenderla, pero
ella los mantuvo lejos a telerazos. Un
momento después, el ejecutivo joven y la secretaria ilustre andaban jalonándose
por el suelo, y hablando de la noche anterior, de (ella) una fiesta que al
parecer (él) no había existido y (ella) de otra secretaria que, según le oía
Arturo jurar al ejecutivo, tampoco existía sobre el planeta.
Lo demás, me dicen, apareció en los
periódicos. Los clientes, que se habían
mostrado partidarios de la muchacha, pronto la agarraron contra ambos, y
ninguna ocurrencia ni súplica de Arturo pudo impedir que los demás clientes los
echaran de su propio estanquillo.
En la calle, ya sin recato alguno, ya en
trizas, siguieron insultándose con mayores majaderías, e insultaban también a
una docena de nombres que a Arturo le parecieron asimismo propios de toda una
realeza de ejecutivos jóvenes y secretarias ilustres, y a sus padres y madres,
y también al Puerto de Acapulco y a "tu pinche Nueva York"; a varias
marcas famosas de perfumes, vestidos y automóviles, y hasta a algún bolero de
éxito que en absoluto hablaba de violencia.
Y no era que, para entonces, la secretaria
tuviera ya rotas las medias ilustres y el hermoso vestido en jirones, ni que al
ejecutivo le escurriera un hilillo de sangre por la comisura izquierda de la
boca, sino que a Arturo le pareció que el mundo se había desordenado y que
estaban ocurriendo cosas que jamás deberían tener lugar. Y menos aun después,
cuando Arturo vio que ambos, frenéticos, odiándose como nunca había sabido que
nadie odiara en el mundo, ante la muchedumbre que alrededor de ellos formaba un
corro y con temor a la policía y al escándalo,
abordaron con estruendosos portazos el automóvil inverosímil y se
alejaron a escape abierto, gritándose y manoteándose dentro del coche, sólo
para ir a estrellarse minutos después y caer desde un puente del Circuito
Interior --al parecer de los peritos, fue la mujer quien, con intención
suicida, aprovechó el calor de la discusión para jalonear y desgobernar el
volante y pisar hasta el fondo el acelerador.
A partir de entonces, cuenta mi narrador,
Arturo perdió toda fe en el género humano. "La ira, pensaba, qué
terrible". Si aquellos de entre los
hombres que mejor se parecían a los dioses, llegaban a enloquecer y a
destruirse de ese modo, ¿qué no podía esperar él, pobre tendero, de su propia y
opaca mujer?
Pensaba que todo era inestable en este
mundo, como en la víspera cierta de una catástrofe, a la vez que espiaba
estrictamente a su seca mujer, aterrorizada del terror de su marido. ¿Cuándo
estallarían? ¿Cuándo perderían el control de sí mismos?
El filosófico Arturo se convenció desde
entonces de que algún día terminaría ahorcando a su propia mujer, o a sí mismo,
o a cualquier persona con la que llegara a involucrarse, y sólo debido a la
fatalidad, motor único del mundo en desastre.
Y ya sin el aliciente de la cúspide, los
escalones inferiores de su ambición, uno a uno, como fichas de dominó, se le
vinieron abajo sobre su atribulada cabeza, y el estanquillo volvió a su
decadencia anterior, y aun la decantó y perfeccionó con una pátina más minuciosa,
celebrando así una vez más el triunfo del desengaño y de la acedia sobre las
coloridas baratijas de la ilusión atarantada e inexperta.
Había yo tolerado a mi narrador demasiado
tiempo y traté de despedirme, un tanto molesto porque impune e inadvertidamente
se utilizara a un buen señor, quizás algo misántropo e indolente, pero nada
más, para propagar chismes y supercherías de los que, por supuesto, don Arturo
ni se enteraría siquiera, pero que ya eran parte suya de algún modo, pues los
creían sus clientes, que lo espiaban para encontrarle entre las arrugas de un
guiño algún deshilachado remanente de la fe y la ambición perdidas; pero mi
narrador me retuvo, tomándome del brazo:
--Hombre, no se vaya: falta lo más
importante.
--¿Eh?
--Claro: falta el chipotle.
Y así fue como me contó que, en realidad,
la tragedia del ejecutivo y de la secretaria vino a afianzar el hogar y a
beneficiar a la esposa de don Arturo.
Ella sentía que su marido, más joven y
ambicioso, se le escurría entre los dedos: que ya no la necesitaba y que muy
pronto la vería como un estorbo; estaba acostumbrada a pedirle casi nada a la
vida y aun ese casi nada se veía en riesgo.
De modo que en cuanto Arturo perdió las ganas y las ilusiones para
reducirse meramente a arrastrar los pies sobre los días, ella encontró algo más
escaso que la intensidad o la felicidad: la certeza de conservarlo.
Naturalmente el negocio fue decayendo, y
la señora recordó, en este país de salsas enlatadas, alguna vieja receta de
abuela sólo para sobrevivir en el preciso borde de la ruina, y empezó a bañar
la tapa de las teleras en una generosa salsa de chipotle en escabeche, tan
espesa y generosa que casi era un adobo.
Sonrió cuando don Arturo, al constatar su
éxito, le recomendó que no vendiera más de las necesarias para ir cubriendo los
rudimentarios gastos del día.
"No hay que tentar al demonio (habría
dicho don Arturo, con una mentalidad demasiado semejante a la de mi narrador),
no hay que tentarlo con deseos muy vivos, porque entre mayor sea el salto, más
duro llega el ramalazo".
Por mi parte, me he esmerado en no
recordar esta historia cuando entro al estanquillo, y mi paladar no distingue
el chipotle prodigioso de esas tortas del sabor de cualquier marca de chiles
enlatados; pero a veces me pongo a pensar si mi acedo y anciano narrador no me
estaría contando otra historia, su propia historia: lo veo canoso y sarcástico,
con la fácil carcajada de quien ríe demasiado; y me pregunto si él, oficinista
veterano y desganado, emérito padre de familia con no sé cuántos
traspensamientos contra la familia y contra la moral de las nuevas
generaciones, y en fin, hombre de su tiempo que después de una larga vida,
llegó a concluir que no hay mayor destino humano que irla pasando, no tendrá
por ahí una resquebrajadura historiable y un Cherchez
la femme!.
Acaso también él, como todos, haya
aprendido finalmente a reducir sus dones y sus ambiciones hasta la escueta
habilidad de mantenerse al borde preciso del abismo, al que de repente se asoma
un poco, como turista, sólo por nostalgia de aquellos juveniles vértigos,
sabiamente superados.
Sospecho que algo así irónicamente y a
trasmano, quiso decirme: noto cierto brillo ambiguo en sus anteojos pesados
cuando, a la hora de la comida, pues ya también contraje ese hábito, engullimos
en la acera, a las puertas del estanquillo, las remojadas tortas en chipotle
con sus traslúcidas rebanaditas de jamón.
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